Tus ojos no han visto nada

Tus ojos no han visto nada Las 9 de la mañana. Ya es tarde. En el sexto piso del 247 del Jirón Miró Quesada en el centro Lima la palabra temprano no

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Tus ojos no han visto nada

Las 9 de la mañana. Ya es tarde. En el sexto piso del 247 del Jirón Miró Quesada en el centro Lima la palabra temprano no existe. Luis Gonzales, el fotógrafo, habla con el conductor de la móvil que dentro de unos minutos lo llevará a una comisión en la Victoria. Aunque no parece molesto, sus ojos. Esos ojos. No despiden una sensación helada ni tienen color, pero se notan fríos, y siempre miran directamente. Ahora observa fijo al chofer mientras discuten solapados. No hay preocupación en su rostro, pero ya le han dado una pequeña comisión. —¿Cómo es? —Luis sujeta un pequeño estuche sin desviar la mirada del conductor —. ¿Escuchaste la radio? —Sí. Hubo choque en Canadá con Palermo, Luchito —el chofer intenta desviar la mirada del reportero—, rapidito nomas. Tú dirás. —Chino vamos — me mira fijo—. Lleva tu cámara, vas a ver chamba de verdad. Por lo general los fotógrafos periodísticos, reporteros gráficos o como los llamen son la última rueda del coche en el diario. Luis no. Como fotógrafo de policiales puede darse el gusto de reportear cosas pequeñas. Y hoy el reportero encargado no aparece así que voy con él. El auto se mueve por la Vía Expresa. En menos de cinco minutos estaremos ahí. La radio conectada con la central de la Policía repita cambios y fueras. Yo solo me fijo en los ojos de Luis: ojerosos, profundos, marrones, algo glaciales. Inexpresivos. Legamos algo tarde al choque, pero aún hay acción. Ya hay unos cuantos chismosos arremolinados en la avenida Canadá: una combi ha envestido a una mujer y a su amiga. No hay muertos, pero hay sangre y un par de señoras tiradas en la acera, ahí se dirige Luis. Empieza a medir distancias del sitio, se centra en la pequeña piscina roja que quedó en la pista, mezcla de sangre y aceite de cocina. Mide la luz con un pequeño aparato, se dispone a sacar su cámara. Atrás la hija de la mujer arrollada llora. Calma a la

madre mientras ruega por una ambulancia que el tráfico demora. Luis no escucha. La policía ya acordonó el lugar y el tráfico está restringido. Él se mueve libremente. Evita pisar el charquito rojo y busca fotografiar a la mujer más grave: una señora de poco más de cuarenta años con un profundo corte en la pierna y otro en las cejas. La hemorragia le ha bañado la cara con sangre, pero no es nada grave “aguja e hilo y como nueva la tía” nos dice un bombero con tono de broma. Pero Luis no se ríe, solo presiona el disparador de su cámara sobre la mujer más herida, su hija y el charco. Mira de reojo, vuelve a disparar, hace una pregunta a uno de los policías, vuelve a disparar, bromea con el chofer de la móvil, vuelve a disparar. Las dos señoras siguen llorando, más por el susto que por el dolor, cuando llega la ambulancia. Las mueven de la vereda y las llevan en camillas, con la hija atrás. Luis sigue disparando. El chofer está dentro de un patrullero, tapado con una sucia casaca azul. Luis desvía su mirada. Sus ojos se enfocan en el tipo: dispara desde abajo y le encuentra el rostro escondido entre la tela de la casaca. Solo mira y dispara, ni una mueca de odio, ni una de desaprobación. No ha pasado ni media hora. Son las nueve y cuarenta y cinco en la Avenida Canadá. Nos vamos. —¿Y qué has tomado, chino? —No mucho. Treinta fotos, creo. —Pucha. Te falta cholo. —Es que me quede viendo el cuerpo. —Nahh, chino. Busca a la gente, a las señoras o al chofer de la combi. Ahí está la tensión. Por lo general la gente dice que los ojos son el espejo del alma. En el caso de Luis Gonzales, eso lo convertiría en un desalmado. No es la carencia de emociones o la falta de sensación lo que se perciben en esas cavidades. Es una cierta tranquilidad camuflada la que parece permitirle a este egresado de la Universidad de Lima ver cosas que otros no verían. No por extrañas, sino por intensas.

Ahora estamos de vuelta en Perú 21. Aunque es nuevo en el diario –menos de un año- su experiencia previa es notable: Correo, Ojo, y un par de diarios de los que me promete me hablará más tarde. Ahora elige las fotografías con el editor gráfico. Durante unos minutos vuelven los glóbulos rojos, el asfalto, la combi y los chismosos. — ¿Se mataron las tías? —suelta Cesar, el editor. Las fotos de la sangre lo tienen contrariado. —No pasó nada —Luis devuelve todo a la tranquilidad —. Es sangre y aceite de carro. —Un choquecito. —Un revolcón nomas La palabra revolcón trae de vuelta la risa al improvisado estudio fotográfico. Unos cuantos chistes más salen del resto de fotógrafos, todo el ambiente es coloquial. Falta poco para el almuerzo. Algunos salen. Me quedo con Luis. Lo veo absorto, menos chistoso que hace un rato. Vuelve a sus fotos, al charco de sangre con Primor vegetal. Al llanto de la chica, al bombero y a los chismosos. —Puta, pobre tía —Pero no fue nada grave Luis —le digo desde un extremo de la sala de edición. —Puta chino, no me gustaría que le pase eso a mi viejita o a mi hermana. —… Pero su historia está salpicada de casos así. Madres, hermanas, fulanos y fulanas descocidos por el transporte público, atravesados por una bala perdida, alcanzados por la piedra de una pandillero, aporreados por un delincuente o un mal padre. Antes de Correo y Ojo estuvo una época en el Aja, el diario chicha por excelencia. Aunque no lo dice del todo, sus ojos se forjaron ahí.

—¿Tan jodido era? —Nada chino. No te imaginas. Todo era buscar muerto, llanto, grito, la pelea. A veces ni mi periodista quería meterse. — ¿Se acobardaba? —Creo que no tenía las ganas. A veces es por el asco. Si hay un cadáver huele que no te imaginas. —¿Has visto muchos? —No. No podría, chino. Me volvería un insensible. —Pero Lucho, tú pareces un poco insensible. —¿Tu crees? —… No sería el único. El día siguiente, un miércoles hablé con Ricardo. Fotógrafo y profesor en una Universidad, conoce a Luis desde hace unos años. Trabajo con él en diarios cuyo nombre ya ni recuerda. Pasquines que duraban menos de 2 meses, siempre al filo de todo: ilegalidad, impagos, peligrosos. Y en ese entonces Luis Gonzales ya le parecía algo pétreo. Era y es, según Ricardo, un buen amigo, pero siempre tuvo problemas para mostrar sus sentimientos. Incluso el muerto más triste, el caso humano más dramático o la simple desesperación colectiva parecen no tocarle. Era muy profesional. Demasiado. —¿Se te viene a la mente una anécdota Ricardo? —Le dije a Ricardo ese miércoles. —¿Te conté que una vez le recetaron gotas para el ojo? —… —No, pero lo raro de eso es que se las recetaron por qué no lloraba —Ricardo hace una finta de ponerse algo a los ojos y lagrimear.

—No lloraba. —No, y si te soy franco hasta ahora no lo he visto llorar. Las lágrimas definen mucho la personalidad de la gente. En el caso de Luis, su carrera y su pasión, su enamorada y sus amigos parecen aceptar que su trabajo lo ha dejado un poco falto de emociones. Al menos cuando trabaja. Después de Ojo, vino la primera oportunidad que él consideró de fuego para su carrera: Correo. Durante dos años trabajo en el diario fotografiando por igual cocteles en embajadas que balaceras en asentamientos humanos. En los mismos sitios una que otra bromita, uno que otro piropo, una conversación para deshielar el ambiente, pero nada más. Nunca una extrema alegría, nunca una extrema tristeza. Hasta que a fines del año pasado lo llamaron de Perú 21. Portafolio en mano, presentó sus mejores trabajos y consiguió el puesto. Ahora está ahí, en el sexto piso del jirón Miró Quesada. Sigue en policiales, aunque reconoce que es más por vocación que por ganas. A veces dice que quisiera ir más seguido a cocteles donde relajar la vista o fotografiar desfiles con bellas modelos en la Pasarella. Pero no puede. O no quiere. —¿No crees que ya le agarraste el gusto a esta chamba? —Nada, chino. Me gusta, pero no tanto. —Pero ya no te afecta. —No creas chino. Tus ojos no han visto nada.

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