El amor, la muerte y el cuerpo siguen siendo uno?

y el amor… ¿cómo va? Santos, Pablo Mora, Mario Opazo, Luis Ospina, María Posse, Manuel Quintero, Catalina Rodríguez, Miguel Ángel Rojas, Giovanny Sab

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y el amor… ¿cómo va?

Santos, Pablo Mora, Mario Opazo, Luis Ospina, María Posse, Manuel Quintero, Catalina Rodríguez, Miguel Ángel Rojas, Giovanny Sabogal, Gabriela Salamanca, Carlos Salazar, Gabriela Sánchez, Fernando Uhía, Luisa Ungar, María Valencia, Rolando Vargas.

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El amor, la muerte y el cuerpo… ¿siguen siendo uno?

Fabián Sanabria*

L’amour est à réinventer Arthur Rimbaud

I Una de las más nobles y gratas declaraciones de amor de toda la historia de la literatura se halla consignada hacia la mitad de La montaña mágica de Thomas Mann. Esa novela tiene como protagonista al ingeniero Hans Castorp, quien se encuentra recluido en un sanatorio ubicado en lo alto de

* El autor es antropólogo y Doctor en Sociología de l’Ecole des Hautes Etudes en Sciences Sociales de París. Actualmente se desempeña como decano de la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de Colombia, donde dirige el Grupo de Estudios de las Subjetividades y Creencias Contemporáneas –gescco–.

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una montaña en donde se curan quienes tosen demasiado. En ese lugar hay numerosos huéspedes, uno de ellos Sara Chauchat: una mujer que llama la atención del protagonista de la novela porque suele comunicarse en francés y cada vez que abandona el comedor, donde siempre se escucha el tintineo de cucharas y vajillas, suele dar un portazo. En cierta ocasión, Hans Castorp pide prestado un lápiz a Sara Chauchat —del mismo modo que años atrás lo hiciera con él un compañero de adolescencia, Privislav Hippe, de quien conserva unas virutas como recuerdo—. Ese gesto va a conducirlo, tras una velada de ebriedad, a declarar fervientemente su amor haciendo una apología del cuerpo: Oh, el amor, ¿sabes…? El cuerpo, el amor, la muerte, esas tres cosas no hacen más que una. Pues el cuerpo es la enfermedad y la voluptuosidad, y es él quien nos conduce a la muerte; sí, son carnales ambos, el amor y la muerte, ¡y ése es su terror y su enorme sortilegio! Pero la muerte, ¿comprendes? es, por una parte, una cosa de mala fama, impúdica, que hace enrojecer de vergüenza; y, por otra parte, es una potencia muy solemne y majestuosa (mucho más alta que la vida risueña que gana dinero y se llena la panza; mucho más venerable que el progreso que fanfarronea por los tiempos) porque es la historia y la nobleza, la piedad, lo eterno y lo sagrado, que hace que nos quitemos el sombrero y marchemos sobre la punta de los pies… De la misma manera, el cuerpo también, y el amor del cuerpo, son un asunto indecente y desagradable, y el cuerpo enrojece y palidece en la superficie por espasmo y vergüenza de sí mismo. ¡Pero también es una gran gloria adorable, imagen milagrosa de la vida orgánica, santa maravilla de la forma y la belleza, y el amor por él, por el cuerpo humano, es también un interés extremadamente humanitario y una potencia más educadora que toda la pedagogía del mundo…! ¡Oh, encantadora belleza orgánica que no se compone ni de pintura al óleo, ni de piedra, sino de materia viva y corruptible, llena del secreto febril de la vida y de la podredumbre! ¡Mira la simetría maravillosa del edificio humano, los hombros y las caderas y las tetillas floridas a ambos lados del pecho, y las costillas alineadas por parejas y el

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ombligo en el centro, en la blandura del vientre, y el sexo latente entre los muslos! Mira los omoplatos cómo se mueven bajo la piel sedosa de la espalda, y la columna vertebral que desciende hacia la doble lujuria fresca de las nalgas, y las grandes ramas de vasos y nervios que pasan del tronco a las extremidades por las axilas, y cómo la estructura de los brazos corresponde a la de las piernas. ¡Oh, las dulces regiones de la juntura interior del codo y del tobillo, con su abundancia de delicadezas orgánicas bajo sus almohadillas de carne! ¡Qué fiesta más inmensa el acariciar esos lugares deliciosos del cuerpo humano! ¡Fiesta para morir luego sin un solo lamento! ¡Sí, Dios mío, déjame sentir el olor de la piel de tu rótula, bajo la cual la ingeniosa cápsula articular segrega su aceite resbaladizo! ¡Déjame tocar devotamente con mi boca la Arteria femoralis que late en el fondo del muslo y que se divide, más abajo, en las dos arterias de la tibia! ¡Déjame sentir la exhalación de tus poros y palpar tu vello, imagen humana de agua y de albúmina, destinada a la anatomía de la tumba, y déjame morir con mis labios pegados a los tuyos!1

Las líneas precedentes exploran la tríada motivo de este artículo: el amor, la muerte y el cuerpo. Dichos elementos de algún modo han sido indisociables, aunque, en buena medida, también son contradictorios en la tradición occidental. Desde Platón, podríamos señalar —siguiendo los diálogos de Fedro, Fedón y El Banquete— que, pese a dibujarse una actitud moralista tendiente a separarlos, ellos resurgen como un todo indisociable. Antropológicamente podríamos constatar que el a–mor es un constructo cultural para “salvarnos” de la muerte. Salvación en sentido de vía de escape o, si se quiere, de sublimación de lo perecedero. Pero no puede haber amor y muerte sin cuerpo, puesto que el cuerpo es, como bien lo señala Mann en su novela, “materia viva y corruptible, […] destinada a la anatomía de la tumba”.

Mann, Thomas. La montaña mágica, Barcelona: Plaza y Janés, 1958. 434–436.

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Justamente el centro de la declaración de amor que acabamos de citar hace apología del cuerpo, es decir, de esa carne que corre el riesgo de perecer. Cosa completamente opuesta a la concepción platónica, pues para Platón la carne es simplemente un receptáculo del alma y, en el caso del cuerpo bello, tan sólo tiene sentido en la medida que nos aproxima a aquello que lo anima, siendo dicha entidad una idea abstracta. Ya en el diálogo El Banquete se elogia, en calidad de ejemplo moral, la actitud de Sócrates tras acostarse con Alcibiades. Pese a que éste moría de ganas de que su maestro lo acariciara, Sócrates, en medio de su ebriedad, se queda quieto asumiendo plenamente esa concepción que no se deja engañar por tentaciones pasajeras propias de “alimentos terrestres”, dirigiéndose en pro de un absoluto que, al fin de cuentas, desprecia al cuerpo por más bello que sea. Ahora bien, en Platón ese proceso de sublimación no es tan directo. El mito del “carro alado” o del cochero señala que no todos los mortales pueden ser como Sócrates, quien, asumiendo la actitud que tuvo con Alcibiades, claramente trasciende las tentaciones de la carne y como premio “no vuelve a reencarnar”. El común de los mortales —según esa tradición moralista— debe seguir progresivamente la actitud de Sócrates y dominar las pasiones del caballo negro que representa el instinto, liberando en su lugar al caballo blanco de la virtud. Empero, ese proceso gradual concedería a algunos individuos “débiles” la posibilidad de entregarse a ciertas pasiones con sus amantes, obviamente pagando el precio de volver numerosas veces a reencarnar hasta aprender el imperativo de “sublimar”. De otro lado, si se observan atentamente las acusaciones que la crítica espontánea atribuye exclusivamente al cristianismo en términos de haber negado el cuerpo, tales juicios corresponden a un desconocimiento de la concepción platónica, pues la separación tajante entre cuerpo y alma no es más que una apropiación flagrante hecha por Santo Tomás de Aristóteles, quien a su vez adoptó a Platón en su Liceo. En ese horizonte, siguiendo las “Confesiones de la carne” contenidas en la Historia de la sexualidad de Michel Foucault, observamos cómo con la constitución del sujeto moderno, la concepción platónica vuelve de un modo más sutil y contundente con el nacimiento de la clínica, la cual, ante la falta de demostración social del

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alma, produce un saber sobre el cuerpo, domesticándolo de nuevo, cuando no ordenándolo y disciplinándolo. Y es ante semejante bastión platónico concerniente al cuerpo —presente en el sanatorio donde se encuentra recluido Hans Castorp—, contra el que se rebela Thomas Mann al escribir tan flagrante defensa del cuerpo, el amor y la muerte.

II La apología que hace del cuerpo Thomas Mann es muy difícil de pensar en nuestras sociedades contemporáneas, herederas de la “liberación sexual”, en las que paradójicamente, al pretender estandarizar el cuerpo, la vergüenza ante éste como “materia viva y corruptible”, es cada vez más flagrante. La idea de un “cuerpo perfecto” que niega sus secreciones y residuos así como su condición perecedera, se vuelve problema de salud pública ante las progresiones geométricas de casos de anorexia y bulimia. El cuerpo hoy pareciera motivo de sufrimiento para quienes no pueden alcanzar el estándar expuesto a través de múltiples publicidades que jamás estarían dispuestas a reconocer sus humores y desechos. La paranoia que viven numerosos individuos al constatar los kilos de más y centímetros de menos en sus cuerpos hace de lo que he dado en llamar “capital sensual”2, una moneda corriente en el mundo global que expone cada vez más un solo tipo de belleza tanto masculina como femenina. Cuerpos delgados, voluptuosos en senos y caderas para las mujeres, musculosos y robustos en los hombres, que niegan rotundamente los defectos físicos o las deficiencias propias del desgaste, así como las fisuras, cicatrices y debilidades del mismo, exasperan a millones de consumidores estandarizados en el mundo global. Todo ello marca límites y fronteras que

Sanabria, Fabián. “Manderlay, Grace and Freedom o la tentación de hacer el bien en antropología”. Ficciones sociales contemporáneas. Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 2009. 221–243.

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excluyen a los desposeídos del capital sensual, generando censuras y autocensuras que ocultan la verdadera naturaleza del cuerpo: una corrupción de carne que se pudre y se transforma en banquete para gusanos. El cuerpo del individuo contemporáneo se industrializa y tonifica cuando no se mantiene a distancia o se esconde. Bastaría repasar las innumerables revistas de publicidades que señalan como modelo a seguir a actrices y actores famosos, cada vez más efímeros y virtuales. Los magacines de moda, semanarios y telediarios no hacen otra cosa que resaltar ese cuerpo cada vez más fictivo y fiticio, que se avergüenza de su propia condición corruptible. De igual modo, estéticas y formas se producen exclusivamente para enaltecer esa ficción y, en ella, participan por procuración no sólo los detentores de otros capitales (económico, político, científico, etc.), sino con mayor razón quienes tienen sólo una oportunidad para ser reconocidos socialmente a través de su cuerpo. Sería interesante hacer una investigación exhaustiva y comparativa entre países desarrollados y subdesarrollados, no sólo para constatar la predominancia del cuerpo homogéneo en los primeros, sino para añadir cómo esa suerte de “subdesarrollo sensual” se extiende a los países que jactanciosamente portan con orgullo la herencia diversa de la “civilización”. Lo más interesante de esa estandarización de figuras, formas y cuerpos culturales en las sociedades actuales es correlativo de lo que algunos autores han denominado la negación de la muerte o la “aseptización social de lo perecedero”. Y, contrario a lo que numerosos poetas predicaron concerniente a lo bello, que debe ser completamente alejado de lo útil, los cuerpos contemporáneos son moneda de cambio y utilitarismo. Del mismo modo, la muerte y, por supuesto, el gran invento humano para contrarrestarla, el amor, se ven profundamente afectados por esa concepción aséptica e higiénica de detergentes y quitamanchas que se niegan a aceptar aquello que más contamina y al propio tiempo enaltece. Las funerarias se cierran, la muerte se oculta y los amores prohibidos como aquel ampliamente publicitado en España entre una duquesa de más de 90 años y un hombre de 50, contundentemente escandalizan. ¿Qué publicidad acepta a viejos teniendo sexo con jóvenes, o a moribundos mostrando sus heridas salvo como comportamientos perversos de una sociedad “anormal”?

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No obstante, tras los programas de aseptización del amor, la muerte y el cuerpo en las sociedades actuales, numerosos virus reaparecen, a la manera de plagas de esa “materia viva y corruptible” que nos infesta. Habría que preguntarse en qué medida tanto higienismo dispuesto a controlar y subyugar al caballo negro del cuerpo no es más que un intento fallido ante las pestes que seguirán atormentándonos, quizá porque el alma sigue siendo una idea vaga e incapaz de superar la contundencia del cuerpo.

III Hay una nueva asepsia en las sociedades actuales. Asepsia que vive amenazada constantemente por virus: el mundo del ciberespacio. Hasta el momento es un campo donde el creer se encuentra asociado al ver y, a lo sumo, al oír. En el futuro, la red nos promete experiencias similares a las del gusto, el tacto y el olfato que aún no han sido conquistadas. La gran paradoja del mundo virtual tiene que ver con el movimiento. Mientras miles de seres humanos se ven obligados a desplazarse por las guerras y la violencia, y mientras los flujos de migrantes de los países pobres hacia los países ricos tratan de ser controlados o, al menos regulados por estos últimos..., un individuo puede desplazarse a miles de kilómetros, desde su casa, a través de Internet. El mundo se abre cerrándose, las fronteras se solidifican de modos muy sutiles y, aparentemente, podemos acceder a seres que jamás conoceríamos de no ser gracias al mundo virtual. Esto trae como consecuencia lo que Marc Augé ha denominado los “no–lugares” o espacios del anonimato, caracterizados por un exceso–defecto de tiempos, de espacios y de referencias individuales3. Los dos primeros excesos–defectos han sido ampliamente abordados por numerosos autores, mientras que el tercero guarda una relación directamente proporcional con el tema del amor, la muerte

Augé, Marc. Non-lieux. Introduction à une anthropologie de la sur-modernité. París: Seuil, 1992.

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y el cuerpo de hoy. Si se quiere, esto nos obliga a plantear una pregunta, renovada, en primera persona, tanto singular como plural: ¿qué digo yo y qué decimos nos–otros ante ese gran invento humano, demasiado humano, que, pese a todo, aspira a seguir sublimando la muerte? Si el cuerpo es estandarizado y la muerte higienizada, ¿el amor también? El telón virtual es un mundo donde predomina lo efímero. Si se quiere, estamos ante un campo minado de incertidumbres, con un miedo constante a que nos sorprendan desprevenidos. El sociólogo polaco Zigmunt Bauman subraya que la identidad ya no es un rompecabezas cuyo resultado final nos lo da la carátula legada por las instituciones sociales. Se trata más bien de una búsqueda e invención constante que sólo es posible en relación con muchos otros4. Pero, si esos otros son cada vez más efímeros e intangibles, ya no estaríamos hablando de identidad, sino de identificaciones. Identificaciones múltiples y variadas que erran y divagan en la inmensidad de la “vida líquida”. Y en ese horizonte, las relaciones que establecemos también se liquidan y son liquidadas. Dicho de otro modo, ya no establecemos relaciones propiamente dichas, sino reciprocidades alternas y entrecortadas que bien podemos llamar con el lenguaje informático “conexiones”, las cuales inician y concluyen rápida y fugazmente, como cuando encendemos el computador y más tarde oprimimos la tecla delete. No podemos negar la dificultad actual de “dar la cara” y tocarse o, al menos de rozarse, complementada con la ilusión de “sacudirse” sin compromiso. De esto dan testimonio los innumerables encuentros amorosos y afectivos virtuales, así como el “sexo rápido y seguro” que constantemente se busca en la red. Michel Maffesoli, en un texto reciente, habla de ciberespacio y masturbación. Una suerte de retorno de la figura de Onán que patentiza enormes soledades en las sociedades actuales. Y, sin embargo, en medio de esos lazos efímeros, donde el rostro

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ha sido reemplazado por el emoticón, y donde los nuevos consumidores parecieran proclamar “nada de sexo, somos digitales”, es allí donde pareciera inevitable volver a ligarnos5… Indudablemente en la red hay mucho de higiene, pero bastante de contaminación. Del mismo modo que existe una moral vigilante y censuradora del acceso a ciertas páginas, esas “ventanas prohibidas” están allí, y los sistemas de control —por más sofisticados que resulten—, no alcanzan a disciplinarnos. En el ciberespacio, se sabe y no se quiere saber que el otro tiene cuerpo, aunque sus sentidos nos animen. Al mismo tiempo, la figura de Narciso reaparece a través de perfiles e imágenes “photoshopeadas” que, sabiéndose aparentes, se toman por verdaderas. Hay enormes ansias de relacionarse, aunque sea con apariencias. Modelos y figuras emblemáticas (desde líderes políticos hasta actores pornográficos) se incorporan a la vida cotidiana de los individuos, mezclándose entre sueños y ensueños en un espacio fragmentario que a su vez divide e in–significa al amor. Adolescentes que quisieran transgredir cambian su identidad sexual a través del chateo. Jóvenes que aborrecen el matrimonio y la familia se casan virtualmente en Facebook. El peor castigo que puede infringirse a alguien a quien “en verdad se quiere” consiste en borrarlo de la pantalla. Y allí estamos fantaseando con un alma que no se quiere más abstracta, pero con un cuerpo al que se le niega su pesadez. La “insoportable levedad del ser” cobra una actualidad avasalladora y, en un mundo donde priman las ventanas, quisiéramos atrevernos a explicitar que “todo acontecimiento, por más efímero que parezca, tiene un ilustre pasado”6. Las formas de la vida líquida propias del amor, la muerte y el cuerpo líquidos configuran una ruina que ya no quiere saber de

Maffesoli, Michel. “Cibercultura y masturbación: una comunión postmoderna de los santos”. Publicación Especial del Decanato. No. 5, Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, Facultad de Ciencias Humanas, 2009. 6 Godard, Jean-Luc. Histoires du cinema. Paris, Gaumont, 2006. 5

Bauman, Zigmunt. Identidad. Buenos Aires: Losada, 2005.

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trascendencias, proyectos ni teleologías, sino de inmanencias, aventuras y agotamientos. Pasamos de la Gran Historia a un mundo de pequeños hechos que, volviéndose casi anecdotarios, quizá nos compelen —pese a la falta de todo— a recrear el amor...

IV ¿Corresponderá a nuestras sociedades contemporáneas “volver al alma monstruosa” y, en lugar de seguir aseptizando al cuerpo, desordenarlo re-explicitando sus sentidos? Más allá de vista y oído, ¿tal vez sea recurrente recrear formas que, con la red y sin ella, reconfiguren el encuentro con el tacto, el gusto y el olfato? ¿Volver a una suerte de “virtualidad de los colores”, por medio de tantas derivaciones sepia y blanco y negro que, indudablemente, nos hacen descender a las profundidades, sabiendo que esos estados de “casi nada” suelen escribirse y pronunciarse con la vehemencia del objeto deseado y aun del verdadero deseo? Otro gran desafío, que indudablemente se puede recomponer, siguiendo las huellas a los tres años de escritura del inmortal poeta Arthur Rimbaud, podría condensarse en esa célebre frase que las ciencias sociales y humanas a veces olvidan: “Je est un autre”, dándole esta vez una vuelta que hoy no nos obliga más a ser “absolutamente modernos”, sino simplemente contemporáneos. Pero, ¿qué es ser contemporáneo? La pregunta por la contemporaneidad exige ponernos al menos en paralelo con el otro. Este paralelismo ya no evoca un mundo idealista del “deber ser” que flagrantemente separa al cuerpo del alma, ni tampoco una empresa caritativa que bien puede ocultar numerosas astucias de arrogancia y poder, sino el reconocimiento de lo que ocurre aquí y ahora, en el vasto mundo de lo virtual y lo real que designa, sin fatiga, la polución de un intercambio que indiscutiblemente pasa por el gesto y la palabra: nuevamente el deseo de amar o, si se quiere, la falta de un algo que contribuya a atenuarnos la muerte. Más que de un ejercicio deductivo, reinventar el amor en las sociedades contemporáneas es un reto inductivo. Partiendo desde la absoluta

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singularidad de lo efímero, con la consciencia lúcida de su fugacidad, no temer “alucinar” a pesar de que ese juego se nos escape. Dos movimientos se esbozarían entonces como contrarios y complementarios: esperanza y lucidez, lucidez y esperanza. Algo así como muchas ganas de seguir creyendo y, aunque eso parezca absurdo, tomar consciencia de esto al punto de que no quede otro camino que reemprender ese mismo viaje, nuevamente esperanzados. Por último, las sociedades líquidas se han vuelto infernales en el sentido de marcar sus puertas con la temible frase de Dante al descender a los infiernos cuando observó: “Aquí se acaba toda esperanza”. Una especie de quietismo del que paradójicamente nos saca el vértigo del ciberespacio. Volver a empezar, de otro modo, no sólo en el campo de la ficción, sino justamente en el ámbito del amor, evitando quedar petrificados como el narrador de En busca del tiempo perdido, quien, al comparar la experiencia amorosa con la muerte, siente profundo miedo y casi la imposibilidad de volver a amar… Reinventar el amor hoy es en buena medida re-escribirlo, re-construirlo y, en última instancia, como si hubiese muerto: re-crearlo.

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