El caballo no era malo, lo que resultó pésimo

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El Turco (inédito) Eraclio Zepeda

E

l caballo no era malo, lo que resultó pésimo era el equipo. Una silla de montar con estribos demasiados cortos para aquellas canillas. No había posibilidad de remediar del todo aquel asunto. El nuevo ejército le había aceptado en Yucatán sin preguntarle quien era o de donde venía. Solo su nombre. Apuntaron en el cuaderno: Julio Sabines. Le apodaron el Turco y le dieron el grado de sargento segundo. Procedente de Beirut, el libanés había arribado a La Habana casi adolescente acompañado de sus dos hermanos, Abraham y Ramón. Su padre y su madre adelantaron su viaje, tenían que crear las condiciones para cuando llegaran sus hijos. Eran cristianos, y de los tres sólo Abraham conservó su nombre de pila. El otro hermano eligió llamarse Ramón, pues lo sintió cercano a su original Ramez, y Julio eligió este nombre por el parecido al suyo de pila, Jalil. Cuando sus padres reunieron el costo de los pasajes, los tres hijos se embarcaron con pasaportes turcos. Líbano no existía como país, formaba parte del imperio Otomano. En Beirut abordaron un barco carguero mal alijado, con muchas ratas y poca comida. El país estaba desolado por la ocupación extranjera, padres e hijos temían que los jóvenes fueran reclutados en cualquier leva del ejército imperial turco. Por lo demás, todo faltaba. Solo el miedo y el hambre se repartían. Los tres muchachos no pudieron resistir la pobreza ni la falta de esperanzas. Abordaron el barco con el pasaje más barato. El de tercera porque no había cuarta. Sus familiares

les prepararon pan, aceitunas, higos y huevos cocidos para mejorar los alimentos de los primeros días de navegación. Cuando terminaron sus provisiones dependieron solo de las tristes sopas de la cocina de abordo. Se dieron cuenta de que no era bueno acudir a la primera campanada porque la comida, que eran las sobras del día anterior, olía mal. Esperaban la segunda llamada donde solían encontrar huevos, pescado, mermelada y algunas veces café. Hicieron escalas en las islas caribeñas de Guadalupe y La Martinica, ambas bajo bandera francesa, como el barco en que viajaban. En Guadalupe desembarcaron para conocer la ciudad donde pasearon varias horas antes de reabordar la nave. En La Martinica el vapor ancló en el muelle de Saint Pierre, una linda ciudad. Los muchachos bajaron a tierra y recorrieron las calles y las plazas. Los tres hablaban algo de francés y conversaban con los habitantes. Al caer la tarde volvieron al muelle y el barco había zarpado. La tragedia era enorme. Sin dinero y sin equipaje los tres muchachos estaban azorados. Pasaron la noche en las bancas del parque, frente al muelle. Al amanecer el hambre apremiaba. Abraham el mayor, que siempre manifestó deseos de ser sacerdote, propuso ir al atrio de la iglesia y pedir limosna. Los franceses fueron generosos y los muchachos se avituallaron en el mercado. Después fueron a la capitanía del puerto a preguntar como podrían viajar a Cuba. Su escasa lengua francesa era suficiente para entenderse con la paciencia del interlocutor. Otro barco de bandera francesa, el

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Pouyer-Quertier, atracaría en tres semanas y zarparía el mismo día para Nueva Orleáns con escala en La Habana. Les informaron el precio de los pasajes en la tarifa mas barata, pero no tenían un centavo. Volvieron a la iglesia a continuar con la petición de limosnas. Ahora tenían un letrero que les habían escrito en las oficinas del muelle donde describían su situación y la necesidad de continuar el viaje hacia sus padres. Una elegante señora se acercó a ellos y los hospedó en su casa, madame Clerc. Su esposo, monsieur Fernand, era dueño de plantaciones de caña de azucar en la Martinica. Tenían tres hijos de la misma edad que los jóvenes libaneses, Fernand, Pierre y Claude. El matrimonio los protegió, les compró los pasajes para La Habana, e informó por cable submarino a los padres de los muchachos su próximo arribo a La Habana. Los hermanos aguardaron la llegada del navío. En el tiempo de espera madame Clerc los llevó a excursiones alrededor de Saint-Pierre y a la pequeña y bella ciudad de Saint Philomene. Admiraron el volcán de Mont Pelee a cuyos pies había sido construida Saint Pierre y otra gran montaña de La Martinica, el Mont Parnasse. Los días pasaron rápidos y felices para los muchachos. El vapor en que viajarían atracó antes del amanecer. La despedida fue emotiva. Desde estribor los muchachos agitaron sus sombreros. Y en el muelle los señores Clerc devolvieron la despedida, él con un pañuelo blanco, ella con la mano derecha cubierta con un guante de fino tejido. El capitán del barco hizo silbar sus sirenas. El sol estaba recién nacido el 5 de mayo de 1902. Había transcurrido una hora de navegación cuando el cielo se llenó de explosiones rojas y negras. La isla, todavía a la vista, se cubrió de fuego y cenizas. Eran las siete y media de la mañana, el día se convirtió en noche cerrada, sólo podían verse los estallidos multicolores de la erupción. El capitán informó a sus pasajeros lo escuchado por la radio, el volcán Mont Pelee había hecho erupción. El

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Pouyer-Quertier estaba en alta mar, a cinco millas al oeste de Saint Pierre, y garantizaba su seguridad. Con sus prismáticos el capitán constató que la ciudad estaba en llamas y el flanco de la montaña que miraba a Saint Pierre estaba incendiado. Pidió a los pasajeros que abandonaran la cubierta y se protegieran. Después del mediodía las sombras fueron aclarándose y a la hora del crepúsculo el cielo y el sol eran diáfanos al poniente pero hacia el oriente las cenizas del volcán aun obscurecían el horizonte. Dos días después el barco fondeó en el puerto de La Habana. Fue allí, cuando al revisar sus pasaportes y registrar su pueblo de origen, Saghbine, los agentes cubanos de migración empezaron a nombrarlos “los de Saghbine” y luego los bautizaron definitivamente como los Sabines. Ese abuso de las autoridades al hispanizar arbitrariamente los nombres de los migrantes y acomodarlos a su gusto ocurría en toda América. Tal vez los chinos fueron los más afectados. ¿Cuántos Wang se convirtieron en Juan? A la salida de la aduana sus padres los esperaban con ansiedad. Ella lloraba, él tosía repetidamente. En cuanto recobraron la voz hicieron saber a sus hijos que ahora se llamaban María y José, como en la sagrada familia. Tan pronto llegaron a la habitación que les serviría de casa los muchachos contaron a sus padres, atropelladamente, las escenas de la erupción del Mont Pelee. El padre estaba enterado por las noticias de la radio y los periódicos. Había aprendido el castellano suficiente para entender lo que decían. Saint Pierre estaba destruido totalmente. Todos sus habitantes habían perecido. Los muchachos relataron con voz cortada las atenciones que habían recibido de los ricos señores Clerc. Y ahora están muertos..., remató Abraham sollozando. Durante los siguientes días, los jóvenes y sus padres conocieron la magnitud de la tragedia en las noticias de prensa y radio de La Habana. El agua arrastró miles de toneladas de ceniza por las la-

deras de Mont Pelee llevando un diluvio de barro blando y pastoso a Saint Pierre que arrasó casas enteras y al caer al mar produjo una marejada que se sintió en Fort de France a unos veinte kilómetros de Saint Pierre. Las ondas producidas por la explosión del volcán dieron la vuelta a la tierra y el ruido se escuchó a quinientos kilómetros de distancia. Sin embargo, a una distancia mayor, en Maracaibo, Venezuela, a más de mil kilómetros de la isla, el cónsul de Estados Unidos, en una entrevista, relataba que escuchó ruidos como si en las nubes tuvieran lugar inmensas explosiones. Cuando el primer grupo de salvamento llegó a la ciudad destruida vieron espectáculos horrendos. De aquella blanca ciudad que fue Saint Pierre, sólo quedaba un montón de escombros ennegrecidos, árboles centenarios arrancados de cuajo, cañones de tres metros de largo expulsados de sus cureñas, la gran estatua de la Virgen María, con un peso de tres toneladas, cayó de su pedestal y fue arrastrada quince metros. Los cadáveres mostraban como habían sido sorprendidos por la muerte: un amanuense inclinado sobre el libro mayor, con la pluma en la mano todavía; un hombre con la cabeza en una palangana buscaba mitigar el terrible calor; una familia sentada alrededor de la mesa de un restaurante. Los que habían intentado correr tenían los cuerpos contorsionados y las manos crispadas en la boca. De los veintiocho mil habitantes de Saint Pierre, dos sobrevivieron. Una mujer que se encontraba en un sótano en el momento de la erupción y un preso en su calabozo subterráneo quien pasó cuatro días de hambre y terror, hasta que alguien escuchó sus gritos. Durante mucho tiempo el tema era recurrente en las conversaciones de la familia Sabines. Pocos meses después el adolescente Julio se embarcó solo rumbo a Nueva Orleáns, en pos de aventuras. Aquel puerto le interesaba desde el viaje de La Martinica a La Habana por los relatos de un marinero. Pasó allí un tiempo trabajando en lo que

pudo y ahorraba sus ingresos. Le llegaron noticias de que en México la guerra crecía y faltaban combatientes. Hombres dispuestos a ser hombres, en el sentido del valor, de la hombría. La hombruna y la hambruna. Y Julio podía mostrar aquellas credenciales. Compró el pasaje más barato en el barco próximo a partir y desembarcó en Puerto Progreso, cerca de Mérida. En Yucatán se hizo soldado apenas al llegar. A sus hermanos y a sus padres los volvió a ver muchos años después. Antes del amanecer empezó el tiroteo. Los sorprendieron dormidos. Julio saltó de la hamaca, empuñó la pistola y salió disparando. Tras él, otros compañeros acuerparon la embestida, no le dejaron solo. Estaban mal armados pero se les acrecentaba la varonía a la mitad del combate, como si fueran en busca de la amada. Entre el tiroteo aspiraban profundo y parecían oler aquella hamaca del amor que les esperaba al acabar el día, si acababan el día respirando. Pero compañía, lo que se llama compañía de mujer, solo había para sus compañeros, el turco vivía íngrimo. Era tan joven y su llegada al país tan reciente. El combate duró poco. Huyó el enemigo cuando ya no pudo disimular sus bajas. Quedaron en el llano los cuerpos ensangrentados. -Y aquí viene la chinga de enterrarlos. Ni modo que los regalemos a los zopilotes, comentaron extendiéndole pico y pala. La guerra creció y el turco fue ascendiendo. Después de tantos combates dejó de ser tropa e inició el camino de los oficiales. Sub-teniente, teniente, capitán segundo. Su ejército fue trasladado al norte de la República y Julio Sabines se dio de alta en la División del Norte de Francisco Villa como capitán primero. Después, en Durango, ingresó a la Brigada 21 del general Agustín Castro, carrancista. La brigada, convertida en división, fue enviada a Chiapas para implantar las ideas de la Revolución. Antes de un año era miembro de la jefatura. Colocó en su sombrero la estrella que lo designaba como mayor.

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Su ejército luchaba por implantar ideas nuevas al servicio de los hombres sencillos y combatía a los grupos armados que se oponían a ellas. En Tuxtla fue nombrado instructor de civiles. Entre 1923 y 1924 combatió en el istmo de Tehuantepec bajo el mando del general Donato Bravo. Regresó a Chiapas en donde presentía que se encontraba la semilla de su nueva patria. Atrás, en la memoria de Julio, chisporroteaban las visiones de su tierra. El Líbano espléndido agazapando sus costas en las aguas luminosas del Mediterráneo. Y allí, en las playas y caletas, las antiguas ciudades frente al mar inmemorial. Trípoli, con sus tres urbes retumbando en su nombre. Tiro, inicio de toda navegación posible e imposible. Sidón, la del milagro. Biblos que en su nombre encierra la sabiduría. Y los cedros míticos en la montaña, donde en invierno es posible toparse con palmeras cubiertas de nieve. Más arriba las columnas de Baalbeck, la ciudad romana en ruinas. Y en todo el territorio de su patria, sembradas por manos de migrantes o conquistadores de diferentes culturas, las construcciones fenicias, los castillos de los caballeros cruzados, los monumentos árabes. Ahora, años después de salir de su tierra natal, Julio Sabines, con su nuevo nombre, llevaba en su memoria un Líbano a la medida de su nostalgia. Inventar la patria era su reto. Él lo encaró tras su primer combate, en esta patria que no había elegido pero que empezaba a amar. Así levantó su vida. El turco mantenía también recuerdos cercanos en el tiempo y en la geografía. Cuba el más grato. La Habana fue desde el momento en que llegó y durante toda su vida, tan amada para él como Beirut por su inexplicable parentesco. El Mediterráneo oriental y el Caribe prodigioso lamen sus trazas, marcan el fin de sus avenidas, las acunan. La brisa de la tarde huele a sal marina y refresca el alma. En Cuba y en Beirut la gente se reúne a la caída del sol para tomar el café en las aceras y comentar los sucesos del día.

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Las viejas casas nobiliarias y los edificios protegen a sus moradores con persianas venecianas para matizar el calor y la luz intensa. Y en ambas ciudades las parejas se sientan en el malecón para compartir la suavidad de las olas y el tránsito espectacular de la luna. Julio Sabines al caminar por su malecón recordaba el otro malecón a la orilla de otro mar que contenía su casa familiar. Y en su memoria entraba a las fiestas en que vigorosamente danzaban los hombres ante los ojos deslumbrados de las mujeres, las mesas servidas con keppe, tabule, cordero asado y las esencias del jumus, la garbanza y la menta en la mesa de fiesta presidida por sus padres. Julio Sabines tenía buena planta, era guapo. Los ángulos de su rostro marcados por los ojos y las cejas. No se parecía a nadie en Tuxtla. Frecuentaba los bailes con marimba y se destacaba entre los jóvenes por su buena figura. La bella Luz Gutiérrez, sobrina nieta del héroe liberal Joaquín Miguel Gutiérrez, se fijó en el Turco. Y tras la ventana escuchaba su voz potente, con marcado acento extranjero, ordenando las marchas militares de los civiles que le habían confiado para instruirlos como combatientes. Su voz de mando era poderosa y retumbaba en la calle cuando pasaba frente al balcón de la casa desde donde Luz lo veía. Empezó el cortejo. La niña Luz y su hermana salían de su casa con sombrillas que protegían su piel tan blanca. Y Julio las seguía con la vista. Un coronel joven, a quien Julio tenía como superior le pidió una tarde que le acompañara a la casa de una familia, los Gutiérrez, para celebrar una visita de cortesía. -Ahí vive una señorita preciosa. La niña más bella que he visto en Tuxtla. A las seis de la tarde ambos militares se presentaron a la puerta de la casa, con los quepís en la mano descansándolos en el antebrazo. En la sala tomaron vasos de horchata. La niña solo veía a Julio. El coronel, incomodo lo advirtió. Cuando se retiraron, al despedirse, la mano de Luz permaneció

más tiempo en la del turco. A partir de aquella tarde las visitas de Julio a la bella Luz fueron constantes. Una tarde el coronel citó al turco en su oficina. Sentado en su escritorio vio entrar a Julio y no lo invitó a sentarse. -Estoy muy molesto con usted, capitán. Yo le pedí su compañía para visitar la casa de la familia Gutiérrez porque la niña Luz me interesa. Pero usted capitán, desde el primer día decidió comerse el durazno dejándome a mí fuera de toda jugada. Le he llamado para hacerle saber mis órdenes. De ahora en adelante usted no pone un pie en esa casa y evitará todo trato con la señorita Luz. ¿Entiende?. -Esa orden la entiendo pero no la acato y menos la cumplo. Soy un soldado disciplinado, presto a cumplir las instrucciones de mis superiores. Pero en este caso no se trata de ningún servicio castrense sino de un abuso de usted que me afecta. Y como esto no involucra ninguna tarea de mando militar le invito a que lo resolvamos como varones que somos. Saque usted su pistola que yo ya tengo empuñada la mía. Y aquí mismo nos matamos y el que viva le lleva serenata a Luz esta misma noche. El coronel no movió un músculo. Sentado en su escritorio le ordenó. -Puede usted retirarse, capitán. Poco tiempo después Julio recibió una orden por escrito en la que le comunicaban que era transferido al otro batallón estacionado en Tuxtla. El coronel dejó de tener mando sobre el turco Sabines y ya no era bien recibido en la casa de la familia Gutiérrez. Eso canceló sus afanes. Luz y Julio fueron pareja inseparable en los bailes. Por aquellos días el cine aumentaba su presencia muda en Tuxtla con música de fondo de marimba. Charles Chaplin era el actor más popular y Luz y Julio eran asiduos a las funciones en el teatro Rabasa. Un domingo en la tarde proyectaron en la pantalla un documental sobre la erupción del volcán Mont Pelee, en la Isla Martinica. Julio lo vio con los ojos pasmados.

Apretando su mano sobre el puño de Luz le reveló que él y sus hermanos se habían salvado de aquella tragedia. La película había sido filmada con maquetas, pero para él resultaba igualmente aterrador. Salió en silencio del cine y durante varios días el tema de sus conversaciones con Luz fue la bondad de sus protectores y su trágico final. El noviazgo se formalizó y acompañado por su general, a quien pidió fuera su padrino, solicitó la mano de Luz al padre de la familia Gutiérrez. Celebraron la boda con muchos invitados. Ella vestida de novia y él con uniforme de gala, espada al cinto. En 1920 nació su primer hijo a quien nombraron Juan. De ahí en adelante Julio decidió que en su familia todos los nombres deberían iniciar con la letra J, porque además de contener la inicial de sus nombres, Jalil y Julio, era una letra sonora y frecuente en su lengua materna. Después nació Jorge y posteriormente el más pequeño, Jaime. Doña Luz le enseñó que en Chiapas se le dice chunco al más pequeño de la casa. Y el padre le decía “el chunco” a Jaime. Un día pasaron por Tuxtla unos comerciantes turcos. Venían de México rumbo a Guatemala. Supieron que había un paisano con poderes militares y lo buscaron. Julio los escuchó. Entendía bien el árabe que aprendió de niño pero la falta de práctica le obligaba a contestar en español. Y así lo haría toda su vida en los encuentros con libaneses. Escuchaba en su lengua ya lejana y respondía en la nueva, no del todo suya. Álvaro Obregón fue el primer presidente que visitó Chiapas. Había traicionado a Carranza, se levantó en armas en contra de él y ordenó su asesinato. Lanzó el Plan de Agua Prieta diseñado por él para toda la República donde reconocía a todos los que se hubieran levantado en armas sin importar su bandera. Tiburcio Fernández Ruiz, comandante de las fuerzas contrarrevolucionarias que lucharon contra el carrancismo se adhirió al plan. Obregón extendió al jefe mapache el título de general de di-

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visión y le abrió la puerta para ser gobernador. El general Carlos Vidal, quien se había enfrentado a Tiburcio Fernández desde las filas carrancistas, también se sumó al Plan de Agua Prieta pero fue hecho a un lado temporalmente. Pasaron cuatro años y el mayor Sabines fue propuesto para emplear sus armas en Campeche con el nuevo grado de teniente coronel. En esos mismos días el general Carlos Vidal ganó las elecciones para gobernador de Chiapas. Era su amigo y compadre. Solicitó al ejército que transfirieran al Turco a su lado para desempeñar el puesto de jefe de la policía estatal. Para Sabines participar en un gobierno sólo tenía sentido si había emanado de las ideas de la Revolución. Y ese era el caso del general Vidal que había sacado de palacio a los mapaches de Fernández Ruiz. Al igual que la mayoría de sus compañeros, Sabines reprochaba al general Álvaro Obregón que pretendiera reelegirse como presidente de la República atropellando el principio constitucional de “No Reelección”. El mayor Sabines había creado un uniforme que usaba a diario, pantalón de montar verde, botas federicas, camisola café, sombrero de fieltro de alas anchas con la estrella de mayor que había conquistado en los combates y un fuete de cuero con alma de acero, que hacía sonar sobre sus botas. Vestido así caminaba por las calles de Tuxtla, sin escolta. Los niños le temían, empezando por sus hijos, Juan y Jorge. Jaime era demasiado pequeño entonces. Desde el principio de su estancia en Chiapas le llamó la atención la presencia de una familia poderosa, en número y recursos, los Orantes. Eran, como él, de origen libanés o palestinos de lengua árabe. Su migración seguramente llegó desde la Colonia, ocultando su origen no cristiano de la inclemencia de la Santa Inquisición. Su nombre podía indicar que eran de Orán o bien que oraban en su casa, que eran orantes. Muchos años atrás llegaron a Guatemala y a Chiapas. Los necesarios para construir

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un nombre de fuerte presencia. Entre ellos había personajes notables. Don Secundino Orantes, tipógrafo y agrimensor había diseñado la primera carta geográfica de Chiapas por petición del gobernador Ángel Albino Corzo el año de 1856. Gracias a aquel mapa los chiapanecos habían conocido la cara de su geografía, hasta entonces solo imaginada. Generación tras generación lograron crear una familia poderosa, también temida, que sabía ser amiga de sus amigos en cualquier circunstancia. El mayor Julio Sabines los buscó y los encontró. Les contó su historia, les habló de Líbano. Y se reconocieron como paisanos. El general Francisco Serrano quien había sido ministro de la guerra, decidió lanzarse como candidato a la presidencia de la República en contra de Obregón para evitar que el manco burlara la Constitución. En Chiapas el general Carlos Vidal, gobernador constitucional, lo apoyaba. Dejó a su hermano, el general Luis Vidal, como gobernador interino y se integró a la campaña presidencial. En Cuernavaca el general Serrano lo nombró responsable de prensa y propaganda de su campaña. Obregón no pudo soportar que alguien se atreviera a disputarle la presidencia, a él, el jefe más poderoso de la Revolución y mandó a asesinar en Huitzilac a los dos generales: Serrano y Carlos Vidal. Ordenó, así mismo, al general Álvarez, comandante del ejército en Chiapas, que fusilara al gobernador interino y al otro hermano, el ingeniero Amilcar Vidal que había sido diputado constituyente; a Ricardo Alfonso Paniagua, socialista, líder campesino y presidente de la cámara de diputados y al jefe de la policía, el mayor Julio Sabines. El gobernador interino y el presidente de los diputados fueron fusilados y el general Álvarez aplazó la sentencia de muerte contra Amilcar Vidal y al mayor Sabines porque temió la reacción popular ante tantos asesinatos. De México ordenaron liberar al ingeniero Vidal y trasladar al mayor Sabines

a un cuartel fuera del estado para enfrentar el pelotón de fusilamiento. Doña Luz logró abordar en Arriaga el mismo tren en el que era conducido su esposo. Llevaba consigo a sus tres hijitos. Traía unas monedas de oro porque un oficial le informó que podría comprar la libertad de su marido. Al llegar a Veracruz vio como su esposo era conducido en medio de una escolta. El tumulto de los andenes le hizo perder de vista primero y todo contacto después con el prisionero. Destrozada recorrió durante días los cuarteles, estaciones de policía y cementerios para encontrar a Julio o a su cadáver. En el cuartel al que fue conducido el prisionero estaba don Domingo Kuri, libanés quien había sido pagador de las tropas de Venustiano Carranza. Conocía a su paisano Julio Sabines. Al saber su grave situación pidió el indulto. El jefe militar de la zona, después de dudarlo, concedió la abolición de la pena con la condición de que abandonara el país inmediatamente. Doña Luz y sus niños se encontraron con la noticia salvadora. Don Domingo Kuri le comunicó que saldría toda la familia para La Habana en el próximo barco. Los ayudó a instalarse en un lugar seguro, les compró los pasajes, les dotó con dos mil pesos en oro y los acompañó hasta el barco para percatarse que abordaran sanos y salvos. La estancia de la familia en La Habana duró un año. El reencuentro con sus padres y hermanos llenaron a Julio de alegría. Y ellos recibieron a la nueva familia de su hijo con cariño. Luz Gutiérrez, su joven esposa, aprendió con su suegra a cocinar algunos platillos preferidos de Julio, las calabacitas rellenas, el kipe charola y el kipe crudo, las hojas de parra rellenas, el pan árabe. Julio volvió a sentir el encanto de La Habana que tanto le recordaba a Beirut. Enseñó a su esposa y a sus hijos los sitios predilectos que reconocía en sus paseos. Y contó, una y otra vez, como había nacido el apellido Sabines, aquí en La Habana, en el puesto de los guardias de migración.

En 1928 Álvaro Obregón fue asesinado en La Bombilla y la persecución en contra de los vidalistas cesó en Chiapas. El mayor Sabines regresó de la Habana, otros de sus compañeros regresaron del exilio en Guatemala. Sus hijos se habían espigado. Juan, el mayor y Jorge el segundo eran buenos alumnos en la escuela primaria, la Tipo, como se le conocía. Juan encabezaba los juegos con sus compañeros. Jorge era serio y esforzado en las tareas escolares y en las labores que le asignaban. Acompañaba a su dulce tía Chofi en sus eternos recorridos por las calles de Tuxtla buscando limosnas para la iglesia. Jaime el menor fue inscrito en el primer año. Los maestros y sus compañeros de escuela les apodaban los turquitos. El mayor Sabines trabajó la granja que doña Luz heredó de su padre. Estaba muy cerca de la Lomita, en las afueras de Tuxtla. Despertaba del sueño a sus hijos según su edad. Primero Juan, después Jorge y por último al más pequeño, Jaime, para enseñarles las labores del campo. Los tres, según sus fuerzas, trabajaban a su lado. El mayor Julio Sabines caminaba por las calles sintiendo bajo las suelas de sus botas cada barrio, esquina, laja o piedra de la ciudad donde había construido su nuevo hogar, su familia y eso le llevaba a recorrer con la memoria las veredas de Saghbine, en su Líbano del alma. Y el Turco sonreía al saber que aquí, en su nueva tierra, fluyeran las aguas de un río llamado Sabinal y que una ranchería se nombrara San Juan Sabinito. Juan, Jorge y Jaime mantuvieron muy cercana relación con su padre. Juan, el primogénito, desempeñó desde niño las tareas de dirigente que habrían de caracterizar su vida. A su manera, don Julio se interesaba sobre su desarrollo. Jorge, el más analítico de los tres, cargaba el peso de ser el hijo de en medio con todo lo que eso significa, fue el hijo discreto y empeñoso que inició en la lectura y escritura al hermano más pequeño. Jaime, el “chunco”, el benjamín, rubio y esbelto, estaba siempre cerca

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de su padre a quien amaba, y sin embargo, temía. Cuando sus hermanos ya iban a la escuela, él acompañaba a don Julio en sus tareas. El mayor Julio Sabines recordaba viejas historias escuchadas desde niño en árabe, su lengua sonora y acezante. Y en las noches, después de la cena, contaba a sus hijos maravillas en este nuevo idioma que mal pronunciaba. Dejaba caer las palabras para que conocieran la vida de Ántar, el gran poeta árabe hijo de una esclava abisinia y un guerrero de la tribu Abs. Cuando creció la fama de Ántar como soldado, su padre lo reconoció y lo liberó de la condición de esclavo heredada de su madre. Participó en muchas batallas y aventuras que el mayor Sabines regalaba a sus tres hijos. Pero era el relato de la heroica muerte de Ántar, en medio de una batalla, montado en su caballo y con la espada hondeando sobre su cabeza, era lo que los niños le pedían una y otra vez. O las hazañas de Tárafa, el otro poeta, señor y bandido, amigo de las tabernas que murió trágicamente en la corte de al-Hira. En la memoria de Julio revolteaban, en árabe, estos relatos que él a su vez escuchó en boca de su padre. Por sus labios, Scherezada narraba la magia de Las

mil y una noches. El mayor dosificaba, como la mítica narradora a su verdugo, el desenlace de cada historia para que sus hijos aguardaran con ansiedad la próxima velada de relatos, las aventuras de Simbad el marino, Aladino y la lámpara maravillosa o Alí Baba y los cuarenta ladrones. Jaime el más pequeño de los niños, con sus ojos azules encendidos, celebraba lo que oía en boca de su padre, llenando sin darse cuenta sus aljibes de imágenes y palabras. La vida llevó a cada hijo por rumbos diferentes pero mantenían la hermandad nacida de un patriarcado libanés y chiapaneco. Muchos años después sufrieron como la tierra cuando es desgajada de sus árboles, el derrumbe del mayor Sabines. En medio del dolor, “el chunco”, en la soledad y la desgarradura comenzó una noche a escribir: Déjame reposar, aflojar los músculos del corazón y poner a dormitar el alma para poder hablar, para poder recordar estos días, los más largos del tiempo.

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