EL CHICO DEL METRO. despiadada. Otras veces, empujada por la prisa ficticia de las ciudades modernas donde convivimos

EL CHICO DEL METRO A veces vamos por la calle como si las calles no existiesen. Caminamos como si alguien nos estuviera tirando con una cuerda hacia a
Author:  Elvira Rivas Araya

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EL CHICO DEL METRO A veces vamos por la calle como si las calles no existiesen. Caminamos como si alguien nos estuviera tirando con una cuerda hacia adelante, fijándonos sólo en el lugar donde queremos ir a parar, sin apreciar en absoluto ese otro lugar donde habitan tantas cosas: el camino. Yo lo he hecho día tras día durante años. A veces con prisa real, de esa en la que mandan sólo los relojes y la agenda despiadada. Otras veces, empujada por la prisa ficticia de las ciudades modernas donde convivimos a codazos en los pasillos del metro. Ese era mi trayecto cotidiano; el ansioso desagüe que me engullía a diario para escupirme un par de barrios más allá de casa, junto a la escuela. La gente galopaba, esquivándose unos a otros, en medio del silencio extraño que se hace cuando sólo se oyen los pensamientos. Miles de personas, que hubieran preferido no madrugar, se dirigían en procesión acelerada a sus oficinas, escuelas o cualquier otro lugar donde pasar resignados las próximas ocho horas. Yo seguía hipnotizada el ritmo enfermo de ese carrusel todas las mañanas hasta que un día, después de haberlo mirado tantas y tantas veces, finalmente lo vi. Lo vi de pie, despierto entre todos los dormidos, tocando una melodía que no identificaba. Con los ojos bien abiertos y las manos huesudas, el chico del metro acompañaba con su órgano el desfile del rebaño como si le pareciera bello. Me di cuenta entonces de que nadie lo miraba. Le pasaban por delante como si también él fuera parte inevitable del trayecto, sin notarlo siquiera; y hasta creo que ignoraban que era de sus dedos de donde procedía aquella música que probablemente tampoco habían percibido. Y él sonreía, como si ignorase que su esfuerzo no tenía un público. Me di cuenta de que tantas veces también yo había dado a su presencia el valor de un decorado. Me paré entonces sin importarme los gruñidos que mi brusca maniobra generó en quienes venían detrás de mí. Me aparté al otro lado del pasillo y me puse a contemplar la escena. ¿Quién era? ¿De dónde venía? ¿Cómo era posible que la danza absurda de la ciudad lo hubiera vuelto invisible? Y sentí pena por él. Entonces me di cuenta de que él era el único que sonreía entre los muros pesados de piedra y fatiga. Y sentí 1

pena por todos nosotros. Como el reloj inquieto me pesaba sin descanso en la muñeca, tuve que ponerme en marcha. Sin embargo, ni yo ni mis pasos éramos ya los mismos. Aquel día, y todos los que después vinieron, el chico del metro continuó viviendo en mi cabeza. No conseguía olvidar su música viva en nuestros oídos sordos. Quería gritarle que yo sí le había escuchado, que sus notas no habían resbalado muertas en los azulejos viejos de los pasillos. Quería darle las gracias por lavarme los ojos de las letales legañas que se instalan cuando cambiamos vida por rutina. Quería decirle tantas cosas…Sin embargo, seguía sin conocer su identidad y su historia. Así que decidí inventármela. Me inventé su nombre y el origen de su también ficticio acento. Incluso dibujé el lugar donde jugaba cuando era niño. Construí su vida en una historia que quizás sólo existía en mi relato. “Cuando termine se lo daré”, pensaba. Y continuaba diseñando esta vida nueva que cada día me era menos ajena. Mañana tras mañana, al encontrarlo en su rincón prestado, me esforzaba por sacar de él un dato nuevo en sus ojos, en las muecas de su cara, en la danza intermitente de sus manos, para poder seguir nutriendo a esa criatura que era mi historia y su regalo. Finalmente, unas cuantas semanas después, imprimí ya terminados una decena de folios que tenían como misión decirle “Yo te he encontrado, y no sé quién eres, pero para mí existes”. La mañana siguiente no me costó levantarme porque él, aún sin saberlo, me esperaba. No presté demasiada atención a la ropa que me puse, porque quise también inventarme que a alguien como él no le importaban esas cosas. Bajé las escaleras del metro con calma y fue en ese momento cuando me vino a la mente que no tenía ni idea de cómo iba a abordar la situación. A pesar de habernos conocido durante más de diez páginas y quince días nublados de invierno, el chico del metro ignoraba mi historia tanto como yo había ignorado la suya antes de descubrirlo. Me preguntaba cómo iba a reaccionar ante el asalto torpe de una desconocida regalándole un cuento sin motivo alguno. Sólo entonces noté que me temblaba el pecho, como cuando estás a punto de decir “te quiero”. Tragué saliva y respiré hondo el aire cargado de la estación hasta que hice míos los olores a perfumes cansados y a comida. Al llegar al pasillo donde iba a 2

encontrarme con el chico del metro, caminé con la mirada baja contando los pasos arrastrados de los transeúntes para calmar los nervios. Cuando mi entendimiento acostumbrado dedujo que ya había recorrido el tramo suficiente hasta llegar a su posición, levanté la cabeza con el ánimo valiente de empezar a hablar. Sólo ahí caí en la cuenta de que mi ejercicio desesperado de mantener la calma no había tenido banda sonora. El chico del metro no estaba. En su lugar, más prisas y un silencio resignado y sucio. Giré sobre mí misma para ver si, queriendo ver la mañana desde otro lado, había elegido un nuevo sitio para su acampada de notas y hambre alegre. Gente y más gente. Ni sus huellas, ni sus ecos. No estaba. Una parte de mí, la que más detesto, celebró su ausencia y se acomodó de nuevo en la tranquilidad de quien ya no tiene que cumplir una misión difícil. La otra, mi parte más desentrenada y a la que me aferro a veces para conseguir casi todo lo bueno que he ganado hasta ahora en la vida, sintió la derrota en esa ausencia de batalla. Agarré con más fuerza la carpeta de mi historia recién huérfana y la metí en mi mochila. Mi día, justo a la hora en que estaba previsto su comienzo, había terminado. Desde esa mañana mi entrada al metro tenía como único objetivo su canción. Quería encontrarlo y acabar aquel deber absurdo que me había auto-impuesto confiando en encontrar en sus ojos agradecidos la respuesta a algo. Sin embargo, día tras día, el desierto poblado de niebla y pasos confundidos me esperaba puntual en los andenes. Y así pasaron semanas y meses, que trajeron consigo la duda de si aquel chico del metro había vivido sólo en mi conciencia y en mi historia. Hasta que un día, cansada de cargar inútilmente con el cuento y las ganas de encontrarlo, decidí sin saber cuándo que había llegado el momento de rendirse y abandonar mi cruzada. Hoy, día 22 de febrero del 2003, dos años después de aquel primer encuentro en la estación de Moncloa, en la línea 3 del metro de Madrid, amaneció igual que en ese jueves cargado de frío en el aire y en las miradas de algunos viajeros. Yo salía de los tornos dispuesta a doblar la esquina de los pasillos, esta vez sin ser parte de aquel itinerario que tantas veces había repetido de forma casi inconsciente. Hoy el destino era otro y el camino, inesperadamente, también tenía otras curvas es3

perándome. Cuando doblé el ángulo descascarillado de los muros, sentí que el silencio habitual se había esfumado y una melodía conocida se había adueñado del espacio entre las personas. Su melodía. Ahí estaba, el chico del metro, con su órgano y su sonrisa impostada. Cuando estuve segura de que era él y no un efecto secundario de la falta de sueño, volví mis pasos todo lo rápido que pude y subí de nuevo las escaleras. Salí del metro y atravesé el parque que lo separaba de mi casa. Olvidé por completo qué tenía que hacer y dónde me esperaban. Olvidé por completo que había pasado mucho tiempo. Olvidé por completo que esas cosas no se hacen y que uno no debe hablar con extraños porque eso sólo lo hacen los locos. Olvidé por completo que me había rendido en mi misión absurda. Volví de nuevo con el cuento, doblado ya del tiempo y de haber vivido enterrado entre montañas de “por si acaso”. Sobrevolé las escaleras mecánicas como si los minutos me estuviesen huyendo, como si tuviera miedo de perderlo de nuevo. Cuando llegué al pasillo su órgano estaba vacío y el chico del metro, por primera vez en todas las ocasiones en que lo había encontrado, ya no tocaba estático con aquel aire divino que lo separaba de nosotros. Conversaba con un hombre, al otro lado del muro, como conversan los humanos. Me paré un momento a saborear mi desconcierto y a preguntarme de nuevo cómo iba a acercarme a él. A los pocos segundos, una marea de gente procedente del tren que acababa de llegar en el andén contrario comenzó a extenderse por las baldosas sueltas y los abrigos de colores apagados se tragaron por completo su figura. Cuando el pasillo se fue quedando en calma al ritmo del tren que se alejaba, me di cuenta de que el órgano ya estaba de nuevo habitado. Pero no eran sus manos huesudas quienes le arrancaban los gemidos, sino las de aquel otro hombre. El chico del metro se había ido arrastrado por la ola de gente, sin dejar huellas. Lo había vuelto a perder. Y yo allí, de pie, con mi cuento y mis preguntas. Sin saber muy bien a dónde dirigir mi pena, llevé mis pasos de nuevo hacia la salida. Ya no recordaba por qué había bajado al metro en primer lugar y me apetecía sólo volver a casa y esconderme en cualquier actividad banal que me quitara de la cabeza esta historia sin sentido. Al llegar al vestíbulo de salida, con los pies arrastrados y los ojos en anestesia, un golpe seco me impidió continuar con el siguiente paso. 4

Descubrí con fastidio que mi bolso se había quedado enganchado en uno de los brazos de hierro de los tornos. Mientras me retorcía con torpeza para liberarme, noté una mano tibia en mi antebrazo, que me sujetaba con calma mientas la otra, con una maniobra fácil, deshacía el entuerto que me tenía bloqueada. Cuando levanté la cabeza para agradecer sin ganas al desconocido, me recibieron sus ojos grandes y vivos. El chico del metro. Me quedé parada, como si mi bolso aún siguiera enzarzado en los tornos y no pudiera moverme. Él me aguantó un instante la mirada y sonrió con educación sin entender muy bien el porqué de mi sorpresa. De repente, como traído por un muelle a mi memoria, recordé el cuento. “¿Hablas español?”, le dije. “Sí”, me contestó él extrañado por mi pregunta. “Toma, lo he escrito para ti”. Saqué de mi bolso aquel manojo de papeles avergonzados que él cogió con desconcierto, y me agradeció de nuevo con una sonrisa apenas asomada. No quise explicarle más. No pude. La vergüenza y la euforia nerviosa del deber cumplido me sacaron de allí con la misma prisa con la que había entrado. No volví la vista atrás para mirarle una última vez. Lo imaginé allí de pie, junto a los tornos de salida del metro, con el cuento en la mano y mil preguntas atropellándose en su boca. Ahora, con la distancia irreal que te dan las horas, recuerdo su gesto y mi pequeña proeza y me divierte adivinar que quizás, de hoy en adelante, para él yo también seré “la chica del metro”.

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