El concepto de inmortalidad del Antiguo Egipto Max Guilmot F.R.C. Revista El Rosacruz A.M.O.R.C

El concepto de inmortalidad del Antiguo Egipto Max Guilmot F.R.C. Revista El Rosacruz A.M.O.R.C. Parece que para la mayoría de los egipcios, a través

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El concepto de inmortalidad del Antiguo Egipto Max Guilmot F.R.C. Revista El Rosacruz A.M.O.R.C.

Parece que para la mayoría de los egipcios, a través de todo el Imperio Antiguo, en la muerte permanecía la contraparte viva de la existencia humana. Sin embargo, en las más remotas épocas, y especialmente en los Textos de las Pirámides, se evidencia una esperanza más exacta. Pobremente desarrollada en sus comienzos, fue ganando fuerza durante la total civilización egipcia. La transición no indica un viaje dentro de un mundo (aunque fuera espiritualizado) que meramente sea paralelo a la morada terrestre: morir es penetrar al lugar luminoso habitado por los espíritus puros y conocer el agua primordial, el agua pura de Atoum. Cuando el alma se ha libertado de la materia, se unirá con el espíritu del mundo y encontrará nuevamente su pureza original. Ni un Nilo, ni campos, ni canales, podrán encontrarse en este antiguo testimonio de una refinada religiosidad, de una asombrosamente alta espiritualidad; en un quieto escenario colocado bajo un antecielo no hay morada para el que ha partido; más bien la promesa de un regreso a (y unión con) una fuente luminosa y pura. No obstante, es el carácter ejemplar de la vida terrestre la que le permitirá a uno conocer tal felicidad. Por esto es que el Egipto, desde el Imperio Antiguo hasta el período Greco-Romano, creó una sabia literatura con el propósito de modelar hombres capaces de buena conducta y consciencia del significado de su destino. “Cuidaos de ser crueles", dice la enseñanza de Kagemma (IV Dinastía, 2730 A. C.) “Uno ignora las consecuencias que Dios puede poner en movimiento cuando Él castiga". "No originéis miedo entre los hombres, porque Dios castiga en la misma forma", sostiene la enseñanza de Ptahhotep (V Dinastía, 2450 A. C.) En estos escritos del arte de vivir hay numerosas alusiones a la gran responsabilidad del hombre en esta vida. Su rectitud, misericordia y generosidad decidirán la calidad de su destino en el Más Allá. Además, estos libros de sabiduría, tan sumamente rectos al mencionar una deidad anónima, no dejan de sorprender a los historiadores de la religión. Que un dios sin nombre ya se haya mencionado tan frecuentemente en el Antiguo Imperio, prueba en qué forma, debido a esa fe más avanzada, se liberaba por sí mismo de los viejos puntos de apoyo. De ahí en adelante, unos pocos escogidos, observando que las "generaciones pasan entre la gente" pero permanece un "Dios que está oculto", anhelaron que la única profunda devoción fuera para "adorar a Dios en Su estado o condición, fuera Él de piedra o modelado en bronce. El pensamiento egipcio había dado un gran paso (desde la creencia arcaica que asignaba al fallecido la posición de un simple durmiente que lleva una debilitada

existencia en el Más Allá) a la afirmación de una vida eterna adquirida en la luminosa morada de los espíritus puros. El camino se ha hecho perpetuamente elevado, sin perder, en forma alguna, su seguridad. La fe egipcia, igualando primeramente la muerte con la vida, disponiendo las tumbas para que dieran la apariencia de verdaderas habitaciones, imaginando un Más Allá con la imagen de su carácter terreno, poco a poco purificó sus primeras razones por esperanza, hasta que concibió una vida sobrenatural en compañía de un "dios que conoce a los que actúan por él". Mientras duró el Antiguo Imperio, continuó esta elevación espiritual tanto como uno puede juzgarlo en los documentos que existen. Este periodo de la historia egipcia puede muy bien llamarse el tiempo de la certidumbre.

Confusión Religiosa Esta confianza sin restricción produjo en el hombre una creencia monumental pero inflexible. ¿En qué habría parado tal fe si el Egipto hubiera sido un día sacudido en su estructura política, cuya venerable época fortaleció su seguridad en la eternidad de la raza y del individuo? La declinación del Antiguo Imperio fue la verdadera circunstancia que desafió a la fe egipcia desarrollada con relación a la vida después de la muerte. La revolución que asoló al país desde el final de la VIII Dinastía hasta el comienzo de la XII (2360-2000 A. 9.), ha sido citada tan a menudo que es innecesario narrar otra vez sus eventos. Basta recordar que el largo reinado de Pepí II dejó la autoridad real muy debilitada, y que el gobierno pasó a manos de príncipes feudales y hereditarios. El poder desmoronado en todas partes incitó a la contienda recíproca, trayendo inseguridad, cesantía y hambre. Los espíritus se desanimaron y se desenfrenaron los apetitos. Pronto no fue posible gobernar una nación minada por las epidemias y amenazada con la muerte por las invasiones del exterior. Los gritos doloridos de la gente egipcia, sumergida en una catástrofe sin precedentes, es algo que debía recordarse. Los textos, sin embargo, revelan hechos aun más graves que las sublevaciones políticas. Los verdaderos fundamentos de la fe fueron amenazados por la revolución. ¿Qué apoyo podría prestar una tierra cuyos mismos dioses parecían haber abandonado? "No sabemos lo que está sucediendo en la tierra”. "No por mucho tiempo navegaremos hoy hacia (Biblios). ¿Cómo, entonces, es posible que tengamos los conos de pino para nuestras momias, los productos con que son amortajados los puros, los aceites con los que se embalsama a los grandes?" "Aquellos que poseen lugares puros (tumbas) permanecen expuestos en la arena del desierto". La muerte está arrojada en el río: "El Nilo es un cementerio". "Los grandes y los pequeños

[dicen]: "No quiero morir". Los niños pequeños [dicen]: "Mi padre jamás debió haberme engendrado". La revolución no sólo degradó los valores sociales sino que también destruyó el respeto por la persona humana: el respeto por la vida (porque "cada uno mata al otro") y también por la muerte (porque "Egipto pelea en las necrópolis"). Fue dramático el tiempo cuando se rompió la alianza entre la vida y la muerte, cuando fue hecha añicos la continuidad metafísica, cuando fue apartado el profundo significado que uno imprimía en el otro. Prevaleció, entonces, lo inevitable: Si "se da vuelta la espalda a todo lo que se respetaba", tampoco podría preservarse la fe. Verdaderamente, la confusión religiosa no perdonó a ninguno, y hasta los mismos dioses sufrieron debido a la impiedad general: "Los carniceros engañaron (a los dioses) con gansos: les dieron estos a ellos en vez de bueyes". Cuando el hombre decepciona tan desvergonzadamente a lo divino, cuando se deja a los muertos en las riberas del río y solo "el pez del río hablaba con ellos", la muerte pronto no pareció ser una contraparte de la existencia humana. La transición mostró una cara aborrecible; la vida perdió su significado y, en semejante trance, ¿era, entonces, un infortunio morir? Nunca en su historia había conocido el Egipto una crisis tan formidable. Por primera vez, la muerte fue, ¡ay!, solamente muerte, y la existencia sólo una sucesión de breves instantes perdidos en una inmensidad sin explicación. A veces parece que el abandono de la creencia ancestral fue más total que integral había sido la fe anterior. Un Colapso de Valores Este colapso de todos los valores dio origen, en las mejores mentes egipcias de la época, a meditaciones que fueron copiadas por los doctos del Imperio Medio y transcriptas por los escribientes de la XVIII Dinastía. Los más acerbos son aquellos de los Desanimados. En esta controversia entre un hombre cansado de vivir y su alma (alrededor de 2200 A. C.), el desanimado, encontrando a la vida indigna de ser vivida, decide poner un término a su amarga existencia. Pero dentro de este mundo, dividido en contra de sí mismo, surge una apelación, un debate entre la voz de la razón y la del sentimiento. Este es el primer caso de introspección que se ha conocido: Es deseable morir; el Más Allá se abrirá para el hombre finalmente liberado. Pero, ¿qué, si la creencia en la vida eterna es solamente un engaño? ¿Qué, si dejar las miserias de la vida es para tener más que las miserias mismas? El ser ansioso debe elegir entre una existencia en un mundo donde no existen honrados y un destino más allá de la tumba del que nada puede conjeturarse. ¡Ah! Mejor es aceptar la transición y de esta forma escapar del "demonio que golpea a la tierra" y "no tiene fin". "La muerte se me hace presente hoy como la medicina de un hombre enfermo . . . La muerte se me hace presente hoy, como cuando se aclaran los

cielos... La muerte se me hace presente hoy como cuando un hombre desea ardientemente ver otra vez su tierra natal, después de haber vivido por muchos años en cautiverio. Para poder evaluar la nueva consciencia producida por la revolución, creo que lo mejor es que recordemos la antigua concepción, que data del imperio menfítico. En ese entonces, morir era caer enfermo de muerte y, por medio de apropiados rituales, ser, posiblemente, curado de la enfermedad; es decir, concedérsenos el sobrevivir en la eternidad. Por el contrario, en el diálogo de los Desanimados no es muy prometida la curación por medio de un preciso ceremonial, inmediatamente después de la muerte. La única mejoría ofrecida es la muerte en sí misma: la muerte aparecería "como la curación para el hombre enfermo"; y la enfermedad (como se suponía en el Imperio Antiguo que era el morir) es, más bien ¡existencia en esta tierra! De tal modo, el fallecido, que en tiempos anteriores era sacado de su familia y encarcelado en su muerte, es ahora (a los ojos de los desanimados) liberado por su muerte "después de haber soportado bien sus años en cautiverio". Para él "el cielo se aclara". Una terrible claridad, en verdad: Cada quien que vive está enfermo o es un prisionero sufriente; y morir es ser sanado (o salvado) para lograr una serena nada. Comparaciones entre los textos de la revolución y los del Antiguo Imperio pueden multiplicarse para medir, más totalmente, la destrucción de la fe. Podría verse, entonces, cómo la muerte, anteriormente paralizada en un conglomerado de conceptos familiares, era una brutal liberación. Era alejarse de alentadores alrededores que se mezclaban con infinitas formas adoptadas por la existencia. Desde esa época, la vida se había encontrado a sí misma peligrosamente sola y enfrentándose a sí misma. Decir que el Imperio Antiguo terminó en un período de desmoralización y desencanto seria superficial. Fue el colapso de una de las más coherentes construcciones metafísicas jamás erigida por el hombre a la faz de la realidad. Después de la catástrofe, nada quedó, excepto este grito de desesperación: "¡Ah! Sí supiera donde está Dios, ciertamente que le haría una ofrenda". En estas ruinas, los faraones de la XII Dinastía (2000 A. C.) encontraron necesario establecer un nuevo ideal humano. Los Amenemhets y los Senuserets desarrollaron una activa política social, un verdadero estado socialista, para llevar al país a fundamentos sólidos. La centralización monárquica fue acompañada de una fuerte centralización religiosa. Sin embargo, en esta tarea de reconstrucción, según a mí me parece, no fue posible restaurar exitosamente uno de los aspectos del pasado: la estructura psicológica de las generaciones del Antiguo Imperio. Si la autoridad real dio un nuevo lustre a las creencias del estado, el hombre interior, el guardián de un credo arruinado, permaneció por largo tiempo incapacitado.

En vista de que la vida había perdido el eficaz contrapeso de la muerte (porque la existencia había sido sacada fuera de una firme contextura metafísica y se había transformado en sólo una serie de breves instantes privados de perspectiva) ¿no fue mejor hacer lo mejor de ello? Ya en una carta de la XI Dinastía, aparece un primer trazo de este nuevo deseo de existir: "Vivir una vida media es mejor que morir de un golpe". Una Tímida Respuesta Esta fue una respuesta, aún tímida, a la violenta afirmación de los Desanimados: "La muerte se me aparece hoy como cuando el cielo clarea". Los Desanimados corrieron a la muerte; ahora uno la evita, y muy pronto ni siquiera deseará que ella lo inquiete. Lo que ahora cuenta es sólo el júbilo ensalzado por las famosas canciones de los borrachos, cuya compilación data del comienzo del Imperio Medio: "Los cuerpos desaparecen y pasan, sé jubiloso; sigue tu corazón tanto como vivas, celebra el día alegre y no te canses, porque a nadie se le concede llevar sus bienes con él y ninguno de los muertos ha regresado". De este modo, a la faz de un fin privado de significado, es vigorosamente mantenido el ideal de una vida que vuelve atrás sobre sí misma. Para tal existencia, que pronto comprende lo que es la muerte, nada más se deja que no sea el ser alegre, a la faz de nada, para festejar, sin cesar, días de alegría, desde el principio hasta el fin. Uno sien te perpetuamente, sin propósito, el amargo sabor de tal felicidad y el desaliento de tales placeres "con cuerpos que mueren"; y siente también cómo vuela el tiempo. Esta nueva moral aisló al individuo. La apelación a la alegría inmediata perturbó las relaciones humanas y comprometió la simple confianza en sus semejantes. Cada uno, en su vida, tomó sus placeres donde los deseó y, a la hora de la muerte, se salvó a sí mismo en la mejor forma que pudo. Por eso fue que ciertas tumbas del Imperio Medio se usaron dos veces; que simples individuos osaron cubrir sus sarcófagos con textos venerables, la magia de los cuales había sido anteriormente prerrogativa de reyes; y que los reyes mismos empezaron a construir sus propias tumbas con material diferente al de los monumentos funerarios de sus predecesores. Más que a la muerte, era a los vivos a los que debían temer los muertos. En el Nuevo Imperio se tomaron múltiples precauciones para la protección de las tumbas; inútilmente, porque raramente permanecían invioladas. Cada uno quiso ser respetado, aun cuando sabían que el tiempo del respeto había pasado. Pronto fue necesario decir que, con la ruina de la fe, los vivos se refugiaron dentro de sí mismos; el muerto, también retirado dentro de sus a menudo prematuros sepulcros, experimentaba toda la incertidumbre de un frágil Más Allá. De este modo termina, en la evolución psicológica del antiguo Egipto, un periodo que, desde mi punto de vista, representa el primer ciclo de su historia. El hombre de la era menfítica, constructor de pirámides reales, se transformó en un ser inconstante, preocupado sólo de su placer e impaciente hacia la muerte.

Para comprender este drama, debemos recordar las consecuencias de la caída del Antiguo Imperio. Antes de ella, la muerte tenía la apariencia de un segundo aspecto de existencia. La vida y la muerte semejaban dos actos de un simple destino. El hombre supo que era eterno, tanto como lo eran el Nilo y las estrellas. Más allá de la muerte, más allá del misterioso oscurecimiento, estaba la promesa de un nuevo vigor. La muerte, por esto, estaba prisionera de las fuerzas de la vida. Morir era dormir. La tumba era un hogar, y más allá de la tumba un viaje previsible dentro de un segundo Egipto, a través de campos sin sorpresa, bajo un cielo familiar. La revolución que arruinó el imperio sentenció el divorcio entre la vida y la muerte. Guerra, hambre, epidemias (los cadáveres arrojados al río) mostraron el terrible semblante de la miseria humana y la transición. La vida, creciendo fiera, retirada dentro de sí misma. Repentinamente aislada entre dos vacíos, miró salvarse a sí misma, algunas veces por medio del placer, algunas veces por medio del suicidio. De ahí en adelante, la muerte no tenía que enfrentarse. Se había transformado en una extraña. Encarado con esto, nada se dejó que no fuera para divertirse uno mismo, mientras se esperaba su llegada. Tan precario modo de vida, no obstante, no fue conveniente para la mentalidad egipcia: Demasiado consuelo se había derivado en tiempos pasados de las creencias de la era menfítica. Aún cuando el Egipto era incapaz de restaurar esas creencias a su antiguo vigor, por lo menos hizo la tentativa, después de aquella ruina total, para encontrar una diferente y dinámica interpretación de la vida enfrentándose con la muerte. En el curso del Imperio Medio, entonces, empezó un segundo ciclo psicológico que exigía ulterior consideración para su desarrollo.

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