El concepto de inmortalidad del antiguo Egipto Por Max Guilmot, F.R.C. Revista El Rosacruz A.M.O.R.C

El concepto de inmortalidad del antiguo Egipto Por Max Guilmot, F.R.C. Revista El Rosacruz A.M.O.R.C. Egiptólogo Belga, Consultor del Museo Egipcio-O

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El concepto de inmortalidad del antiguo Egipto Por Max Guilmot, F.R.C. Revista El Rosacruz A.M.O.R.C.

Egiptólogo Belga, Consultor del Museo Egipcio-Oriental Rosacruz Desde el Imperio Medio al período de la declinación En un estudio previo del destino espiritual del antiguo Egipto, intenté mostrar la variación principal del sentir religioso, más específicamente, la esperanza de inmortalidad, en el Valle del Nilo, desde el principio hasta la época del Imperio Medio. Pronto se hizo evidente que la continuación de esa esperanza no dependía, necesariamente, de la fortaleza del imperio y, lo que es más importante, que una segunda historia de aspecto psicológico empezó a emerger como un modelo. EL AUTOR III El Retorno al Pasado Mucho antes de la culminación del Imperio Menfítico, el egipcio había desarrollado un mundo de conceptos perfectamente coherente, en el que sus ansiedades metafísicas estuvieron totalmente aquietadas. Varias centurias antes de los primeros documentos escritos, las tumbas prehistóricas habían albergado no a los muertos sino que a los dormidos, rodeados por sus armas y objetos de tocador, sus rodillas dobladas contra sus pechos. De este modo, ellos habían puesto una nueva existencia en las vecindades de sus propios villorrios. El momento de la muerte había sido solamente una debilidad pasajera, y la muerte en si misma otra forma de existencia. Todos los documentos funerarios del Imperio Antiguo proclamaron, con total convencimiento, esta vida en la muerte, el más impresionante testimonio de lo que descansa en la colosal afirmación de fe de las pirámides reales. Solamente con el colapso del Estado, en la revolución ocurrida al final de la VIII Dinastía, se arruinó un credo de varios milenios de edad. Sólo entonces el Egipto, entregado al hambre y a la violencia, perdió su antigua herencia espiritual. ¿Cómo pudo, todavía, ser puesta la confianza en un Más Allá, cuando los muertos, espantosamente desfigurados, permanecían a los ojos de cualquiera en las riberas del Nilo? Fue ese un tiempo dramático: la muerte, una vez superada, había ganado nuevamente su vigor; no era más la contraparte de la existencia humana. ¡Los muertos aparecían terriblemente muertos! La historia política y la aventura espiritual vinieron juntas al final del Imperio Antiguo, ambas corriendo hacia la ruina. El paralelismo no continuó por más tiempo, porque aparecieron nuevamente las líneas divergentes de lo que he llamado la segunda

historia de Egipto. En verdad, mientras la nación estaba ganando de nuevo su equilibrio social bajo los vigorosos ímpetus suministrados por los Amenemhets y los Senusrets (2000 A.C.) y cuando los cultos del Estado se adornaron con nuevo lustre, la consciencia del hombre egipcio era todavía el guardián de un credo abatido y continuaría siéndolo por un largo tiempo por venir. Es en esta luz que debe ser interpretado el pesimismo de las famosas canciones de borrachos del Imperio Medio. Para disfrutar de la vida incesantemente, para celebrar cada día, con la inmensidad de la nada como única frontera, ¿no significaba esto el divorcio entre la vida y la muerte, que fueran una vez unificados en una firme contextura? ¿No era esto un reconocimiento del feroz retroceso de la existencia sobre sí misma? Es al correr del Imperio Medio que uno obtiene una vasta perspectiva conectada de las variaciones de la mentalidad religiosa en Egipto, porque entonces ocurrió el momento de más aguda ansiedad del ser humano enfrentándose a sí mismo, el tiempo más crítico en el que el hombre se engañó con un preparado recurso de placer. Fue por esta razón que sugerí que esta era crítica fuera marcada como el fin del primer ciclo psicológico del pensamiento egipcio. Además, la aceptación de tal código de moral basado en el placer del momento pasajero no estaba en conformidad con las aspiraciones del Egipto antiguo, que exigía estabilidad tanto en sus monumentos como en su modo de vivir. Por otra parte, no fue posible asir el hilo del pasado y continuar avanzando con las creencias que habían sustentado los antecesores, especialmente cuando el impacto del escepticismo los había destrozado. Sin embargo, fue hacia esta segunda solución que se hizo necesario retornar, a fin de prepararse para el nacimiento de una tercera. Y fue la magia de estos renovados recuerdos del período Menfítico lo que dio nuevas alas a la fe. Una era excepcional El Imperio Medio Tebano fue una era excepcional, una en la que el hombre turbado vio después una definición básica de si mismo. Aunque aun imperfectamente comprendida fue una era decisiva, en la que florecieron las historias populares, los discursos de moral y los libros de reflexiones filosóficas. Fue, también, una era de penosos nacimientos, en la que las caras de las estatuas, como a menudo se ha destacado, parecen retener un sello de amargura. Fue, finalmente, una era de vastos restablecimientos. Entre las ruinas estructurales de una fe Mefítica, surgieron multitudes de siempre crecientes creencias religiosas. Y al final de esta creciente complejidad, apareció una nueva arquitectura, en sumo grado diferente de la del Imperio Antiguo; y, sin embargo, incrustados en ella, se han encontrado, en los templos reconstruidos, materiales antiguos.

Se sabe que después de la revolución todas las clases sociales fueron admitidas a participar en los dramas sagrados, inclusive en los repentinos cambios de fortuna en el antiguo misterio secreto Osiriano. Las prácticas legadas por Isis, Thoth y Anubis para asegurar la inmortalidad del hombre, fueron dadas a conocer a todos y esto engendró un espíritu de general entusiasmo. En ese tiempo Osiris se transformó en una deidad universal, cuyos extensamente difundidos ritos capacitaban a todos para tener esperanza de salvación en el Más Allá. Miles de inscripciones en las necrópolis evidenciaban las promesas hechas a los hombres de todas las condiciones de la entrada dentro de la augusta mansión de los dioses, y de navegar en la barca solar junto a Ra. Cada egipcio deseaba, al morir, adoptar la actitud y los emblemas de la muerte de Osiris, y ganar inmortalidad por medio del beneficio de los ritos que ese dios experimentó cuando por primera vez guió a la humanidad en el camino de la eternidad. Sin embargo, si los trabajos de egiptología han mostrado razonablemente lo que trajo a la gente egipcia la democratización de la religión, no debe perderse de vista que en un sentido inverso, con su aceptación por parte de las multitudes, el credo antiguo se cubrió de una extraordinaria variedad de creencias populares. Ciertamente, en adición a la esperanza de los tiempos Menfíticos de penetrar a las mansiones luminosas de los espíritus puros para "renovar la vida de uno" en la tumba y para "vivir en Maat", cerca de los dioses, queda evidencia de la preservación de una alta espiritualidad. Pero durante el Imperio Medio y durante la totalidad del Imperio Nuevo, después de su declinación, el paraíso del menos exigente de los fallecidos estaba adornado con un más o menos opulento lujo de detalles. De este modo, para alcanzar el lugar donde residía Osiris y para vivir a su lado, uno necesitaba conocer los misteriosos caminos que conducían al reino de los Bendecidos. Nadie podía ignorar la geografía exacta del Más Allá y sus difíciles sendas, pintadas con cuidado a los costados de los sarcófagos de madera del Imperio Medio. Los toques negros indicaban los caminos a seguir por tierra, y los azules la cadena de rutas fluviales. Ellos orillaban una horrorosa zona con inscripciones llamadas el mar de las llamas. En tal horno, el muerto perecería si su momia no estaba apropiadamente colocada en el diseño de la ruta de salvación y en contacto personal con ella. A poco, aumentaban las trampas del viaje. Este reino de la muerte, llamado Douat, era una región subterránea, un mundo donde los seres estaban al revés y donde las cosas eran invisibles, un mundo sumergido en la obscuridad y en el reverso del mundo de los vivos. Los peligros se hacían tan numerosos que era necesario subdividirlos en doce áreas correspondientes a las horas de la noche; estos eran territorios cargados con terror debido a la presencia de enemigos que se oponían a la pasada del muerto. No era, por lo tanto, suficiente conocer solamente la geografía; uno también tenía que ser capaz de

vencer a los poderosos monstruos de las doce regiones y superar cada vez, victoriosamente, su presencia. Instrucciones detalladas Era indispensable, entonces, un bagaje de fórmulas infalibles para todo viajero del mundo inferior, y los costados de los sarcófagos eran muy limitados para contener todos los detalles necesarios. Rollos de papiro, l Libro de los Muertos, el Libro de las Puertas, el de Am-Douat o de la Noche, se enterraban en el Imperio Nuevo con los muertos, para proveerles las detalladas y salvadoras instrucciones relacionadas con el Más Allá. El Libro de los Muertos, particularmente, se producía en masa, completo, con espacios en blanco en los que el futuro beneficiario podía escribir su nombre. Cuando la tumba era lo suficientemente grande y las murallas de sus cámaras presentaban grandes superficies para la decoración, se convertían éstas en páginas de un libro gigantesco para poner alerta al finado de los peligros que tenía que enfrentar en la tierra de los muertos. Finalmente, como si el conocimiento de las fórmulas apropiadas no fuera una protección suficiente, se multiplicaban con profusión los amuletos. Estos pequeños talismanes, insignias o coronas, se agregaban a la momia para protegerla con su grandioso poder. El muerto estaba en posesión, de este modo, de un circunstancial conocimiento previo, aun en el asunto del tributo que Osiris podía personalmente requerir en su reino. ¿Quién no conoce las innumerables estatuitas llamadas ushebti, frías en sus actitudes de sumisa atención y listas para obedecer al muerto en la realización de los servicios requeridos a él en el Más Allá? Complejidad de Fe Empezando con el Imperio Medio, es evidente encontrar esta creciente complejidad de fe que más y más caracteriza la mentalidad egipcia hasta el período de la Declinación. ¿Qué es esta complejidad si no la respuesta a un intenso desasosiego religioso? ¿Qué es si no una forma de combate, tenazmente perfeccionada para siempre y dirigida contra una incertidumbre metafísica que empezó con la revolución, al final del Imperio Antiguo? Yo mencioné, al principio de este estudio, la necesidad de descubrir una tercera solución, que se hizo sentir después de la ruina del credo Menfítico y que se refugió, temporalmente, en el hedonismo. Esto es, entonces, elaborado en todas sus enseñadas y ansiosas sendas descarriadas.

Bajo el Imperio Antiguo, la muerte era la contraparte viviente de la existencia humana. El hombre consideraba su muerte solamente como el segundo acto de un simple destino. Ahora, como resultado de un esfuerzo de reconstrucción, ese segundo acto fue nuevamente traído a la vida, pero sin la anterior "mocedad" que desechaba toda duda. Debe repetirse que la revolución había pasado y marcado en forma final la psicología de la gente del Valle del Nilo. Ahora que el Más Allá era nuevamente imaginado como una forma de extender el destino terrestre, no era otra cosa que un puente incierto construido bajo la presión de la ansiedad, y apoyado por la certeza sólo en un sentido extremadamente limitado. Si este punto era vacilante, lo era porque no fue arrojado como un simple palmo sobre lo desconocido. En su arquitectura estaban por ser descubiertos varios materiales de origen popular. Por eso, fue inevitable que elementos que no adherían aparecieran en su compleja estructura. Cuando el muerto había seguido las sendas recomendadas, triunfando sobre los monstruos debido al poder de las fórmulas, y atravesado todas las puertas del imperio de la noche, ¿qué felicidad conocería en la Morada de los Bendecidos? Por la variedad de su réplica, la religión confesó su inhabilidad para responder: el paraíso ofrecido, sea que uno lo deseara, una prosperidad más fuertemente semejante a la de la tierra, tal como los placeres de encontrarse en los campos de Áuru, en cosechas de siete codos de altura; o en los campos de las ofrendas, donde los panes, las frutas y la cerveza van al que lo pide; o en júbilos más refinados y cargados de misterio. Al muerto se le permitía tomar su lugar en la barca solar, ser aceptado entre los dioses, conocer sus nombres, y, finalmente, poder, como repetían las fórmulas del Libro de los Muertos, asumir cualquier forma (kheperu) que quisiera. Empezando con el Imperio Nuevo, estas concepciones diferentes, productos de una viva imaginación creativa orientaban más y más al egipcio hacia lo extraño y lo inexplicable. Cada uno decidía finalmente, lo que quería. Cada uno se instalaba lo mejor que podía en este barco de la fe, el que, aun siendo hermoso y bien construido, carecía de timón. ¿Qué podía uno creer ahora? ¿Que el alma alcanzaba el cielo y que el cuerpo permanecía en el mundo inferior? ¿O que seguía la unión entre ellos y que serían librados de toda separación? Aun tanto como concierne a las promesas, esas, por ejemplo, de verse justificado a sí mismo ante el tribunal de Osiris, el pensamiento tenía que seguir su camino a través del laberinto del credo complejo. Si vacilaba, si estaba indeciso, entonces terminaba por usar artificios para engañar a lo divino. En esta relación, el Juicio de los Muertos, aunque celebrado desde antiguo, merece ser analizado cuidadosamente debido a su relación con la inestabilidad de los conceptos religiosos y su degradación progresiva durante el Imperio Nuevo.

El juicio final El Capítulo 125 del Libro de los Muertos, describe la admisión del muerto al Vestíbulo de Juicios de Osiris. El Gran Dios, sentado en su gloria, presencia el peso del corazón del candidato a la eternidad. Thoth, el divino archivero, se prepara para proclamar el resultado de la prueba. Para contrapesar lo mejor y lo peor en él, una pluma, símbolo de ley moral (Maat), se coloca en el segundo platillo de la balanza, mientras Anubis observa atentamente la aguja. Un monstruo híbrido con la cabeza de un cocodrilo y el cuerpo de un hipopótamo (que los textos llaman "El Devorador"), espera solamente un signo para aniquilar al posible pecador. Si el muerto pasa la prueba, se libra de esa "segunda muerte", y es proclamado "justificado" (maá Kheru), y puede pararse frente a Osiris, Maestro de la Eternidad. Tal felicidad, sin embargo, no puede obtenerse sin dolor, porque el procedimiento de corte envuelve, especialmente, un interrogatorio. El muerto debe responder preguntas tan precisas como:"¿Cuál es tu nombre? ¿De dónde has venido? ¿Qué has visto?", con el objeto de probar que él conoce los decretos del camino del Más Allá. Debe también afirmar, en una serie de declaraciones, que no ha cometido ninguna infracción a las reglas morales y que no ha sido acusado de ningún crimen. Es aquí donde surgen serios obstáculos para el pensamiento religioso, porque parece haber poca esperanza de una completa justificación para cada muerto. ¿Quién, en presencia de Osiris, tendría la audacia de reclamar el estar libre de toda infamia? Esta situación arriesgada era la más temida de todas debido a que el antiguo tribunal de la muerte, que parece datar de por lo menos el fin de la V Dinastía, tomó sus tareas muy seriamente, de acuerdo con el famoso texto al final de la época Menfítica: "No confiéis en el largo de los años (debido a los dioses), mirad la duración (de la vida) en un instante. El hombre continúa existiendo después de la llegada (a la otra ribera). Sus acciones son amontonadas a su lado... (¿El hombre virtuoso?) vivirá para siempre… pero aquel que ha sido un servidor de sí mismo, será aniquilado(¿?). Podría muy bien decirse que el muerto, enfrentado a tal imposible compromiso, no soñaría en yacer ante los dioses y no tendría otra alternativa que aceptar su destino. Durante los Imperios Medio y Nuevo, sin embargo, el problema fue más complicado por el hecho de que todas las clases sociales se hicieron beneficiarias de las prácticas Osirianas. ¡De este modo fue una nación completa, una hueste de grandes y pequeños pecadores, la que tenía que enfrentar las terribles balanzas y ser la segura víctima del "Devorador"! En tal condición no había otro camino a la salvación que practicar el fraude ante el tribunal de los dioses, a cualquiera que fuera el costo. Es con esto en la mente que debe interpretarse la "declaración de inocencia" del muerto. Mientras pretende ser libre de culpa no quiere decir, ciertamente, que realmente lo haya sido. Multiplicando sus pretensiones de pureza, no obstante, trataba, al momento de la prueba, de desembarazarse mágicamente de todo el mal que llevaba consigo. En tal forma, podía salir triunfante del procedimiento judicial. La purificación por magia le

permitía a uno acumular otras garantías de éxito. Ahí está esa admirable apelación del fallecido en la forma de ruegos hechos a su propio corazón para forzarlo al silencio y empujarlo a la victoria a despecho de sí mismo. "¡Mi corazón por medio del cual vine al ser! ¡Que nada pueda oponerse a mi a (mi) juicio; que no pueda haber oposición a mi en presencia de los príncipes soberanos (Tchatcha); que no pueda haber separación de ti, de mi presencia de él, ese que cuida de la Balanza!" Finalmente, en el caso de que no fueran suficientes las fórmulas poderosas o las excusas del corazón, existía el supremo consuelo de lo que el muerto no descuidaba: los ritos funerarios. En vista de que el entierro, mucho anterior a la prueba del pesaje personal, lo había identificado con Osiris, él mismo se había transformado en un Osiris, un indiscutible "justificador". ¿Qué debería uno pensar, entonces, del tribunal supremo? El augusto Vestíbulo de la Verdad no era nada más que un paso fácil hacia la eternidad. ¿Sus dioses? Miembros del jurado, forzados a la obediencia, que no querían volverse contra el probable acusado armado con magia, y ante la que nada podría hacerse que no fuera conceder un certificado de conducta digna de confianza. En tal forma, se desfiguraba el ideal de una firme justicia divina. Los dioses condescendían, y, en esa condescendencia, la creencia de los hombres vacilaba. Para mí, la evolución espiritual del Imperio Nuevo debe entenderse a la luz del aumento de la complejidad de su fe. Esa complejidad engendró una cierta inquietud metafísica, que fue seguida de la confusión en la que una magia artificiosa abusó de la debilidad del poder de los dioses. Usando la fuerza en contra de ellos, el hombre aprendió cómo confiar más en sí mismo, y con ello declinó, irrevocablemente, el refugio de la antigua fe.

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