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Diario LA LEY nº 6780
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AÑO XXVIII. Número 6780. Lunes, 17 de septiembre de 2007
DOCTRINA
EL DISCUTIDO VALOR PROBATORIO DE LAS DILIGENCIAS POLICIALES (1) Por JORDI NIEVA FENOLL Profesor titular de Derecho procesal. Universidad de Barcelona En los últimos tiempos estamos observando una inquietante evolución jurisprudencial que tiende a atribuir valor probatorio a las diligencias policiales, y prácticamente una presunción de veracidad al testimonio policial bajo eufemismos como «testimonio cualificado». Estudiando la labor policial, las normas que disciplinan su valor y la dinámica habitual de la actuación policial, se descarta ese valor probatorio y esa presunción de veracidad desde diferentes puntos de vista, pero sobre todo por no poder concurrir en la actuación policial, per natura, un estricto respeto a los derechos fundamentales a la presunción de inocencia y a la imparcialidad, garantías imprescindibles en cualquier actuación probatoria. I. INTRODUCCIÓN Últimamente estamos observando una realidad que preocupa a muchos operadores jurídicos. Mientras nuestra centenaria Ley de Enjuiciamiento Criminal (LECrim.) confiere a las diligencias policiales, consignadas en el atestado, el valor de mera denuncia (art. 297.1 LECrim.), no están faltando pronunciamientos jurisprudenciales que les conceden, directa o indirectamente, una relevancia muy superior, incluyendo, en ocasiones, a las mismísimas declaraciones de los detenidos ante la policía. De esta manera, esas diligencias se están utilizando constantemente en la práctica como auténticas pruebas de cargo, de espaldas a cualquier amparo legal. Incluso el Tribunal Constitucional, modificando --más de lo que se piensa-- la línea jurisprudencial iniciada sobre todo a raíz de la STC 31/1981, parece que les está dando cobertura constitucional a algunas de esas diligencias, a través de la declaración testifical del policía judicial en juicio. Como procesalista --pero también como ciudadano--, lo que me preocupa profundamente de todo ello es que esta «evolución», por llamarla de alguna manera, se esté realizando prácticamente por la vía de hecho. Pese a que cada resolución judicial venga precedida, por descontado, de la debida reflexión, el cambio de mentalidad se está viendo forzado por las circunstancias de cada caso concreto, sin antes realizar una reflexión de conjunto que debería haberse obtenido por la vía de las reformas legales y los trabajos legislativos, que son los que deberían poner encima de la mesa ese debate con la redacción de un proyecto (2) que, pese a que se está trabajando sobre él desde hace ya varios años, no acaba de ver la luz por diversas circunstancias completamente ajenas a sus redactores. Se han celebrado, y se siguen celebrando, congresos y jornadas sobre el tema desde hace varios años. Pero teniendo en cuenta la enorme importancia de la cuestión, entiendo que deberían celebrarse muchos más en los que procesalistas, penalistas, jueces, fiscales, abogados, criminólogos y policías judiciales, dejaran oír su voz y alcanzaran las debidas conclusiones fruto del debate. Ello es necesario para afrontar de veras la cuestión, no tanto del futuro modelo de nuestra instrucción penal (ese sería sólo el resultado final producto de esa reflexión), sino del papel que debe tener la actividad policial en el proceso penal. La continuidad y progreso de nuestra democracia y libertades individuales depende en buena medida de ello (3). La labor policial está injustamente desprestigiada por unos, y demasiado ensalzada por otros, sin parar siempre mientes sobre el quid de la cuestión: la forma de trabajar de la policía judicial y los factores que condicionan su imparcialidad. Es una auténtica pena que se prescinda completamente del resultado de investigaciones policiales llevadas a término de manera impecable, con la incomprensión que se genera con ello tanto en la ciudadanía como en la propia policía (4). Pero al mismo tiempo también debe comprenderse que genere gran inquietud que puedan servir para destruir la presunción de inocencia los resultados del trabajo realizado por la policía judicial, que, aunque por desgracia ya suene a tópico decirlo, no siempre cuenta ni con la formación, ni con la preparación, ni con los medios necesarios, nada menos que para preconstituir pruebas incriminatorias. Además, no posee una auténtica normativización de su
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labor (5) y es razonable pensar que con frecuencia pueda verse inevitablemente condicionada psicológicamente por un exceso de celo, o, por el ansia legítima por resolver una investigación, hallar a un culpable y presentarlo ante la Justicia. Por lo tanto nos hallamos ante dos problemas complejos: la falta de regulación legal de los procedimientos para practicar las diligencias policiales, y el valor que pueda darse, sobre todo, a las declaraciones testificales que sobre su investigación realicen los agentes de la policía judicial. Al análisis de todos estos problemas está dirigido el presente artículo. Antes de dar comienzo al trabajo, debo advertir de que en este estudio no voy a proponer en ningún caso que una labor policial depurada sustituya a la instrucción judicial, ni mucho menos, porque entiendo que el papel actual del juez instructor, y quizás en un futuro del Ministerio Fiscal (6), es necesario e insustituible (7). Creo, sin embargo, que deberían reconducirse algunos conceptos, actitudes, pensamientos y percepciones sobre el tema. Pero sobre todo debe cambiarse definitivamente la perspectiva legal y judicial. De nada sirve persistir en un modelo de finales del siglo XIX y que, ya entonces, se remontaba a prácticas vetustas de al menos 700 años más atrás. II. LAS DILIGENCIAS POLICIALES EN 1882 Y EN LA ACTUALIDAD Con frecuencia, se le reprocha injustamente a la Ley de Enjuiciamiento Criminal que no le dé la importancia debida a las diligencias policiales. En 1882 fue todo un hito que el legislador se acordara de la policía judicial, simplemente porque no existía en realidad. En esas fechas, como Cuerpos policiales estables, no se encontraba más que la estrictamente militarizada (8) Guardia Civil desde el Decreto de 28 de marzo de 1844 (9), con funciones más bien de orden público y de protección de personas y propiedades --como decía su art. 2-- que de auténtica investigación (10). Al margen de la misma, se hacía referencia también a un llamado «Cuerpo de vigilancia» y un «Cuerpo de seguridad», ambos creados (11) exclusivamente para la Villa de Madrid por Decreto de 6 de noviembre 1877 (12). Sin embargo, sus funciones en la investigación de delitos brillaban en la práctica por su ausencia (13), pese a que el «Cuerpo de vigilancia» poseía justamente esa misión (14). Por añadidura, su presencia en el resto de España sólo fue dispuesta casi nueve años más tarde, por el art. 4 del Decreto de 26 de octubre de 1886 (15). Pero es que, además, nunca --y mucho menos en 1882-- fueron Cuerpos que estuvieran debidamente organizados ni que contaran con el número preciso de efectivos (16). De hecho, el Cuerpo de policía judicial no se crea hasta la Real Orden de 19 de septiembre de 1896 (17), pero sólo para Madrid y Barcelona, y únicamente como reacción gubernamental para investigar y prevenir los atentados anarquistas con explosivos, sin funciones de asistencia a tribunales (18). Y un trasunto de escuela de policía sólo empieza a existir a partir de la Orden de 18 de enero de 1906 (19) para intentar remediar la penosa situación del agente de policía de entonces (20), con promociones de un exiguo número de 50 alumnos y con un curso de seis meses de duración. Se comprenderá que con esos mimbres, poco más le quedaba al legislador de 1882 que describir sucintamente las misiones de la policía judicial en el art. 282, y atribuir dichas misiones a todo aquel personal que en alguna medida pudiera cumplir esa labor, citando en el art. 283 a todo un elenco de sujetos, desde los empleados de la policía de seguridad («cualquiera que sea su denominación») hasta los celadores, e incluso a los serenos. Actualmente, sin embargo, existe una auténtica policía judicial --institucionalizada por la propia Constitución (art. 126)-- en unos términos que son, sin duda, los que hubiese deseado el legislador de 1882, pero que, por desgracia, todavía distan bastante del nivel de excelencia deseable en el siglo XXI. Desarrollando el mandato constitucional, el Título III del Libro VII LOPJ 1985 la regula, aunque de forma muy genérica. Al estilo de lo dispuesto en el art. 549.1 a) de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ), el art. 11.1 g) de la Ley Orgánica 2/1986, de 13 de marzo, de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado describe, en lo que ahora nos concierne, la misión de estos Cuerpos: «Investigar los delitos para descubrir y detener a los presuntos culpables, asegurar los instrumentos, efectos y pruebas del delito, poniéndolos a disposición del juez o tribunal competente y elaborar los informes técnicos y periciales procedentes». Esta función, en realidad, se atribuye a las «unidades de policía judicial», que serán constituidas por funcionarios que hayan superado un curso de especialización en esta materia y que pertenezcan a los Cuerpos de la Guardia Civil y de la Policía Nacional. Las policías locales y las autonómicas sólo tienen, en principio, la función de «colaboradores» en las labores de policía judicial (art. 29.2), y se insiste en ello en el art. 7 del Real Decreto 769/1987, de 19 de junio, sobre regulación de la Policía Judicial. Pero en el caso de las policías autonómicas, en virtud de una disposición absolutamente ambigua (art. 38.2 LO 2/1986, último párrafo), queda claro que dichas policías también podrán ejercer la función de policía judicial, como así viene siendo, por ejemplo, con respecto a la policía autonómica catalana. El art. 13 de la Ley 10/1994, de 11 de julio, de la Policía de la Generalitat-Mossos d'Esquadra, dispone la existencia de estas unidades de policía judicial, en las que pueden integrarse agentes de esta policía autonómica previa superación del curso de especialización correspondiente (art. 15). Sin embargo, y a pesar de que la organización y formación de la policía judicial de hoy, así como los complejos análisis de todo tipo que realizan (21), distan muchísimo de la situación de 1882 (22), la Ley de Enjuiciamiento Criminal no se ha modificado prácticamente en absoluto (23). Las técnicas de investigación
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han evolucionado exponencialmente, y ni siquiera una diligencia no policial como la autopsia se practica ya como se hacía entonces (24). Sin embargo, en la ley se les sigue tratando a los miembros de estas unidades, con todos los respetos, como si de celadores o serenos se tratara, lo cual resulta manifiestamente injusto. Veamos a continuación las deficiencias de esta regulación. III. DEFICIENTE REGULACIÓN DE LAS DILIGENCIAS POLICIALES La labor de la policía está menospreciada absolutamente por nuestras leyes orgánicas y procesales penales. La razón de ese menosprecio, que se traduce en una alarmante falta de regulación, no obedece precisamente a una voluntad de garantismo con respecto a los derechos fundamentales del imputado, sino a las circunstancias históricas vistas anteriormente. La España de entonces era esencialmente rural y, al margen de las desordenadas milicias del siglo XIX (25), la máxima autoridad policial en los pueblos, durante siglos, había sido simplemente el alcalde, y junto con él los alguaciles. Casi todos ellos eran legos en Derecho --no hablemos ya de sus conocimientos en técnicas de investigación--, y poquísimos sabían incluso leer y escribir. Nadie sensato hubiera atribuido a esa policía el peso de la instrucción en las condiciones en que se hallaba en 1882 (26). Sin embargo, a pesar de venir atribuida legalmente la investigación al juez de instrucción, actualmente es la policía judicial la que realiza la parte más importante de la investigación de la mayoría de delitos (27), limitándose el juez de instrucción casi siempre simplemente a acordar la práctica de las diligencias propuestas por la policía, el Ministerio Fiscal y/o las partes, participando en la práctica de las mismas únicamente cuando la ley exige indelegable e inexcusablemente su presencia. Por otra parte, la labor de la Fiscalía, como es sabido, es claramente marginada todavía en nuestro modelo procesal penal, pese a las no tan escasas referencias legales a la figura del Fiscal (28), que delatan las intenciones frustradas del legislador de 1882 de introducir el sistema acusatorio en la instrucción (29). Pues bien, ¿cómo se refleja todo ello en nuestras leyes? Simplemente no se refleja. De una interpretación sistemática de nuestra Ley de Enjuiciamiento Criminal se desprende que la función y competencia de nuestra policía judicial es averiguar delitos públicos de oficio o a requerimiento de juez y/o fiscal. Y sólo a requerimiento de estas autoridades cabe investigar los perseguibles a instancia de parte, poniendo en todo caso a disposición judicial a los delincuentes y el cuerpo del delito (282). También se les encomienda la comprobación de los hechos denunciados (269), o incluso, en un supuesto de «pre-querella» informal de un particular, de interpretación bastante oscura (art. 273), se les encarga la práctica de diligencias cuando el delito fuere flagrante, o deje señales perecederas de su perpetración, o exista riesgo de fuga de los sospechosos. Aparte de ello, los arts. 282 a 298 LECrim. se limitan a regular el estatuto de la especie «agente encubierto» (art. 282 bis) (30), sin haberlo hecho antes con el género «policía judicial», lo cual resulta paradójico dado el carácter excepcionalísimo del uso de tal figura en la investigación. Y del resto de ese articulado teóricamente dedicado a la policía judicial, con un desorden y reiteración impropios de un legislador claro y conciso, se desprende diáfanamente que el actor principal de la instrucción es el juez, a quien la policía judicial debe dar cuenta inmediata de la existencia de un delito (art. 282) y de las diligencias practicadas en un máximo de 24 horas (art. 295) o en el plazo exigido en el requerimiento judicial o fiscal (art. 296), ejecutando las diligencias que Jueces o Fiscales les ordenen, insistiendo, como decía, reiteradas veces en la obediencia debida a esas autoridades y, en resumidas cuentas, en su escaso margen de maniobra (arts. 287 a 291 y 298). Además, se exige a la policía judicial que cese en las llamadas «diligencias de prevención» --que es como la Ley de Enjuiciamiento Criminal llama a las diligencias policiales-- tan pronto como el juez formare sumario (art. 286). Tras ello, sólo se explica en la ley fragmentariamente cómo elaborar el atestado (arts. 292 a 294 y 297) (31), que es el expediente donde la policía hace constar todas las diligencias practicadas. Pero no se dice prácticamente nada acerca de cómo practicar esas «diligencias de prevención». Algo más de detalle --no mucho más-- se halla con respecto a las llamadas «primeras diligencias», que son las que practica con urgencia el juez falto de competencia. Pero tampoco se pasa de encomendar a dicho juez que consigne las pruebas que puedan desaparecer y recoja y custodie todas las fuentes de prueba que puedan servir para hacer constar la perpetración del delito y que sean útiles para la identificación del delincuente (arts. 12, 13 y 273). Por último, en la regulación del sumario, se encuentran aisladas, defectuosas y normalmente excepcionales alusiones a la labor policial, solapadas con la regulación de la tarea del juez de instrucción. Es el caso de la entrada y registro en lugar cerrado en los casos en que puede realizarse sin auto previo (art. 553), y de la intervención de comunicaciones en supuestos de terrorismo (579.4). Algo más se dice en la regulación del procedimiento abreviado, pero en realidad, en cuanto a las diligencias de investigación propiamente, no se pasa de adaptar técnicamente a los tiempos modernos la regulación general de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (arts. 770 a 772), y tampoco de manera concienzuda, ni mucho menos. Sólo con respecto a los juicios rápidos se reconoce el protagonismo de la labor policial, pero nuevamente sin regular las diligencias policiales, puesto que la mayor parte de la regulación se ocupa simplemente de actos de comunicación y de coordinación entre todos los intervinientes en la instrucción, con la finalidad de agilizarla (arts. 795 y ss.).
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Algo más de regulación se halla con respecto a la entrega vigilada de estupefacientes (art. 263 bis). Pero es muy indicativo observar que, en toda la ley, brilla por su ausencia incluso la regulación del mismísimo interrogatorio policial, al margen de la lectura de derechos (art. 520). Esto es todo lo que nos dice nuestra Ley de Enjuiciamiento Criminal, que parte claramente, en toda la exposición general, de un modelo en el que es el juez quien practica las diligencias, como históricamente había acontecido con los alcaldes al faltar auténticos cuerpos de policía judicial, y de hecho es la auténtica razón por la que la Ley de Enjuiciamiento Criminal regula las diligencias como si hubiera de practicarlas el juez, y no la policía, que es quien las lleva a término en realidad. Podría pensarse, no obstante, que la Ley de Enjuiciamiento no es la adecuada para regular la actividad policial, por ser eminentemente administrativa (32). Pues bien, acudiendo al resto de cuerpos legales y reglamentarios, hallamos exactamente la misma realidad. La Ley Orgánica 2/1986, de 13 de marzo, de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado sólo se refiere en su art. 11.1 g) a la función de «investigar los delitos para descubrir y detener a los presuntos culpables, asegurar los instrumentos, efectos y pruebas del delito, poniéndolos a disposición del juez o tribunal competente y elaborar los informes técnicos y periciales procedentes», sin más explicaciones. Y por su parte, el Real Decreto 769/1987, de 19 de junio, sobre regulación de la Policía Judicial, en sus arts. 4 y 5 especialmente y en el resto de su redactado, poco más hacen que insistir en el modelo de diligencias de prevención en los términos antes vistos de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Paradigmática de todo ello es la redacción del art. 20, que somete a la policía a la estricta dependencia del Ministerio Fiscal, cuando no actúe dicha policía por orden judicial (33). De ese modo, queda claro que la policía judicial, normalmente, debería actuar solamente por encargo, lo que se contradice frontalmente con la realidad actual de las cosas, e incluso con algunos dictados de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, que acabamos de ver. Pero es que lo peor es que ni siquiera se les dice en el reglamento la forma y manera de cumplir esos encargos. Sólo el art. 36, refiriéndose a las atribuciones de la «Comisión nacional de coordinación de la policía judicial» describe algunas funciones que pueden ser relacionadas con la temática que nos ocupa: «a) Efectuar estudios permanentemente actualizados acerca de la evolución y desarrollo de la delincuencia. b) Emitir informes o realizar propuestas de planes generales de actuaciones de la Policía Judicial contra la criminalidad. c) Intervenir, con estricto respeto al principio de independencia judicial en las actuaciones jurisdiccionales, para unificar criterios o resolver eventuales incidencias que dificulten el adecuado funcionamiento de la Policía Judicial o cualesquiera otras que puedan surgir en las relaciones entre la autoridad judicial o fiscal y la Policía Judicial. (...) g) Armonizar las actuaciones de investigación de la criminalidad cuyo ámbito territorial desborde el de una unidad orgánica.» Por su parte, en la Ley Orgánica 1/1992, de 21 de febrero, sobre Protección de la Seguridad Ciudadana (34), al ser una ley dedicada, como su propia denominación indica, más a seguridad que a investigación, tampoco se dice gran cosa sobre la labor policial en este ámbito. Se refiere la ley a los controles policiales y a los registros de vehículos y cacheos superficiales que se pueden realizar en estos casos de investigación de un hecho delictivo «causante de grave alarma social» (art. 19.2) (35), así como a las comprobaciones de identidad de los transeúntes, previo requerimiento para acudir a dependencias policiales para esos fines, describiéndose un mínimo procedimiento para llevarlo a cabo fundamentalmente en cuanto a la burocracia de la diligencia (art. 20). También se refiere a la entrada y registro en domicilio, en los términos ya previstos en la Ley de Enjuiciamiento Criminal (art. 21). Finalmente, la Ley Orgánica 4/1997, de 4 de agosto, por la que se regula la utilización de videocámaras por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad en lugares públicos, regula por fin, y no sin lagunas destacables, una diligencia policial: la de videovigilancia. Pero ha habido que esperar a una normativa de naturaleza completamente administrativa para encontrar, finalmente, lo más parecido a lo que debería ser la regulación de una diligencia policial: la prueba de detección de consumo de alcohol y de sustancias estupefacientes o psicotrópicas, siendo no obstante deficitaria la regulación de esta última. El art. 12.2 de la Ley de tráfico, circulación de vehículos a motor y seguridad vial (RD Legislativo 339/1990, de 2 marzo) (36) y los arts. 20 a 28 del Reglamento General de Circulación (RD 13/1992, de 17 enero) regulan los diversos «test de alcoholemia» y de sustancias estupefacientes o psicotrópicas que, con la regulación en la mano y aunque sea absolutamente discutible, pueden realizarse de forma prácticamente aleatoria (37), cuestión sobre la que habría que reflexionar --y ha reflexionado la jurisprudencia menor con cierta frecuencia-- a la hora de realizar una imputación delictiva basada en una prueba obtenida a través de un control prácticamente rutinario. Pero esa es otra cuestión. Sin embargo, insisto en que todo ello es claramente insuficiente, puesto que el resto de diligencias no se
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regulan en absoluto. No se trata únicamente de unificar criterios, ni de estar pendientes de la evolución de la delincuencia. Siendo importante ello, lo verdaderamente básico es la descripción muy precisa de cómo y cuándo hay que realizar un cacheo (que como después veremos afecta a nuestra intimidad más profunda puesto que se registran nuestros propios bolsillos), el registro de un coche (en el cual también desarrollamos nuestra vida privada), la toma de muestras biológicas, la recogida de los vestigios de la escena del crimen, la intervención de la correspondencia en papel o telemática, por la vía que sea, la declaración de un detenido, de un testigo, etc. De todo eso se dice algo en la Ley de Enjuiciamiento Criminal, pero solamente con respecto a los jueces por las razones históricas acabadas de referir. Y el método procedimentalizado en muchas de estas ocasiones es manifiestamente arcaico (38) y deja mucho que desear. Pero al menos existe un procedimiento. En el caso de la policía existe el vacío. Y no debe extrañar, por ello, que tantas investigaciones policiales acaben siendo inútiles por haber infringido la Constitución. Visualícese por un momento la situación: se le encarga a un funcionario de policía, escasamente versado en Derecho por su propia formación, que realice algo tan complejo como las diligencias de investigación, siguiendo poco más que la costumbre, por no decir la tradición, y algunas directrices fragmentarias aprendidas durante su formación teórica, o incluso ya ejerciendo su función. Y que conste muy claramente que no estoy criticando los cursos de formación de la policía judicial, ni muchísimo menos. Simplemente estoy diciendo que por bien preparados que estén los profesores que los impartan y por brillantes que hayan sido las calificaciones obtenidas, los policías no pueden haber aprendido procedimiento unificado alguno para la realización de diligencias, porque dicho procedimiento unificado simplemente no existe (39). Además, toda esa labor de investigación se realiza sin la más mínima intervención de fedatario público alguno, a diferencia de lo que ocurre con la actuación judicial, y en la mayoría de ocasiones sin garantía alguna de constancia de la labor desempeñada por el agente de policía. En estas condiciones, ¿cómo puede pretenderse que el resultado de las diligencias policiales pueda convertirse en prueba de cargo? Salvo excepciones, lógicamente, en las que por la imperiosa necesidad de actuación policial rápida nos veamos obligados a introducir el material de investigación policial en el juicio oral, como veremos después. Pero siempre y cuando la realización de las diligencias haya sido constitucionalmente intachable. IV. NECESIDAD DE REGULACIÓN, CONFORME A LA CONSTITUCIÓN, DE LAS DILIGENCIAS DE INVESTIGACIÓN POLICIAL No se trata de actuar como si la policía judicial no existiera, o su labor fuera sistemáticamente rechazable. Siendo conscientes de la importancia de su labor, y una vez señaladas sus carencias, se trata de averiguar de qué modo se les puede poner remedio a esas carencias, a fin de que la policía desempeñe eficazmente, no sólo su labor de seguridad, sino también su labor de investigación, de la que depende en buena medida la primera. De ese modo podremos determinar qué valor deben tener exactamente en el proceso las diligencias policiales. Piénsese, además, que si no se le otorga valor alguno a esas diligencias, la labor de la policía judicial podría decirse que en buena medida sería inútil, siendo planteable hasta la misma continuidad de sus unidades. Como ello es absolutamente descabellado, hay que esforzarse en encontrar la forma de que las diligencias policiales no topen constantemente con el muro de los derechos constitucionales, respetándolos completamente, de forma que dichas diligencias puedan desarrollarse con la rapidez y eficacia necesaria. Desde luego, podría hablarse de una colaboración más estrecha de jueces y fiscales con la policía. Pero resulta presupuestariamente inviable disponer a un juez de instrucción, o a un fiscal, al frente de cada unidad de policía judicial, aunque en lugares como aeropuertos no debería ser descartable que hubiera un juez para al menos supervisar las frecuentes medidas restrictivas de derechos fundamentales que allí se practican (40). Desde luego, la autorización del juez de instrucción avala la actuación policial, siempre que la autorización haya sido concedida en términos constitucionalmente aceptables, y además la actuación policial se haya enmarcado en los límites del auto que el juez dictó. Pero las diligencias que producen gravísimos problemas en la práctica no son normalmente ésas, sino las que realiza de motu proprio la policía, al no establecer la ley la necesidad de autorización judicial de ningún tipo. Para que esas actuaciones policiales puedan tener plena validez y para evitar que sean declaradas nulas e ilícitas muchas diligencias de investigación policial muy trabajosa y abnegada, lo primero que es necesario es una labor de constitucionalización de dichas diligencias, comenzando por regularlas, a fin de que el procedimiento que se establezca para cada una de ellas sea compatible con la Norma Fundamental, y de ese modo se destierren métodos de investigación que, como ya dije antes, obedecen a fuentes tan inseguras como la costumbre (policial), o a procedimientos fragmentaria e informalmente establecidos a lo largo de las décadas, que provocan inseguridad, dispersión, desorientación y, a la postre, vulneraciones constitucionales. Pero antes de que el legislador establezca esos procedimientos, debería determinarse muy concretamente dónde se encuentra la frontera de la actuación policial en cada situación, marcada por la presencia del derecho fundamental. Desde luego que esa lesión no siempre podrá determinarse a priori con precisión, pero sí que se pueden establecer al menos algunos criterios fijos, al estilo de como lo hizo la Ley de
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Enjuiciamiento Criminal con respecto a la entrada en lugar cerrado, por ejemplo. Pero no separando la materia objeto de estudio según cuál sea la diligencia (41), puesto que ello provoca un excesivo casuismo que desvela que la cuestión no está bien resuelta. Al contrario, debe distinguirse según la situación en la que se halle la investigación policial y en la que se hayan obtenido los resultados que se pretenda utilizar en el proceso. 1. Investigación de delitos flagrantes Una de esas situaciones comprometidas es la de los delitos flagrantes. La policía sospecha «fundadamente» que se está cometiendo un delito, y sorprende al sospechoso en plena acción supuestamente delictiva, o justamente después de cometerla sin solución de continuidad. Son los casos en los que la policía debe realizar cacheos y registros de personas y entradas y registros en inmuebles, ocupando el cuerpo del delito, preguntando datos al sospechoso in situ, antes de llevarlo a comisaría (o durante el trayecto), sin perjuicio de la posterior declaración policial en presencia de letrado. En todos los casos citados se está vulnerando el derecho fundamental a la intimidad de las personas, pero la flagrancia del delito, que tendrá que acreditar la policía judicial, justifica esa vulneración. En estos casos es posible que existan abundantes vestigios, casi todos los que deberían concurrir para que un juez de instrucción decidiera declarar conclusa una instrucción. Dichos vestigios habrán sido recogidos por la propia policía, o en su presencia, y el resto de detalles figurarán simplemente en un atestado, que legalmente (art. 297 LECrim.) carece de valor probatorio. Para algunos de estos supuestos en los que es previsible que la instrucción sea sencilla, y pueda agotarse con las propias diligencias policiales, la Ley de Enjuiciamiento Criminal ha dispuesto, con buen criterio, el enjuiciamiento rápido (art. 795). Pero persiste el problema del valor probatorio de las diligencias practicadas, al que el legislador no se ha referido en absoluto, siendo que en la enorme mayoría de estos casos, como digo, el material probatorio es producto de investigaciones policiales. En este caso, a fin de que no quede sin el debido castigo la enorme mayoría de los delitos flagrantes que se cometen, el único remedio posible es que el juicio oral se celebre inmediatamente, a fin de que los protagonistas del delito conserven la memoria de los hechos, y de ese modo el juez pueda tener alguna posibilidad real de poder poner en tela de juicio la credibilidad de las diligencias policiales, en aras de la presunción de inocencia. Y, además, pueda valorar debidamente algo esencial en estos supuestos: la auténtica existencia de flagrancia delictiva, que deberá ser acreditada por los agentes de policía intervinientes en la detención y registros, pues en caso contrario la vulneración de derechos fundamentales no estará justificada y la diligencia habrá generado una prueba ilícita. En estos casos, el detenido debería ser conducido inmediatamente a presencia judicial a fin de tomarle declaración y decidir sobre su libertad, puesto que estando la policía convencida de la flagrancia del delito --al haberlo prácticamente presenciado--, deja de tener ya todo sentido su declaración policial (42), dado que dicha toma de declaración es imposible que sea imparcial en estas condiciones. Y además, quizás se esté prolongando innecesariamente una privación de libertad. En estos casos, no obstante, para garantizar en la medida de lo posible la objetividad del testimonio, sería preciso que la ley estableciera específicamente que el detenido declarara ante el juez sin haberse entrevistado previamente con su letrado, como ocurre en la declaración policial actualmente. De ese modo, en estos casos el juez dispondrá, no solamente de lo que recoja el atestado, sino de la primera declaración del detenido, declaración que él mismo practicó. Y el juicio oral, pese a verse influido sin duda por la labor policial, tendrá al menos una razonable posibilidad de contraste del atestado, compatible con el debido respeto al derecho fundamental a la presunción de inocencia. 2. Investigaciones urgentes Como ya recordara acertadamente la STC 341/1993, «urgencia, sin embargo, no es, por sí sola, flagrancia», puesto que a la urgencia le falta la evidencia de la comisión del delito que avala la actuación policial, de manera que el supuesto del delito flagrante sea, y siga siendo, una situación excepcional, y no se convierta en una especie de patente de corso para la policía (43). La urgencia se funda en una simple sospecha, y en estos casos no debería justificarse, sin más, una actuación policial restrictiva de derechos fundamentales. En el caso de los delitos flagrantes no tenemos otro remedio que confiar en el buen hacer de la policía judicial, con los límites referidos, porque de lo contrario podrían no llegar a existir otros elementos de juicio para sentenciar. Pero en los supuestos que analizamos en el presente apartado no tiene por qué concurrir necesariamente esa circunstancia. Y la razón es que por urgente que le pueda parecer a la policía una actuación, la simple sospecha --basada muchas veces en simples intuiciones-- no puede avalar la vulneración de derechos fundamentales. Y por ello, cualquier actuación lesiva de los mismos debería generar pruebas ilícitas (44). Cabe preguntarse cómo hacer para que las diligencias policiales, en algunos de esos casos de urgencia, puedan superar el mero valor de «denuncia» que la ley les confiere y no acaben siendo anuladas.
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Como principio, en los casos en que se trate de diligencias potencialmente vulneradoras de derechos fundamentales, no quedará otro remedio que obtener la autorización judicial correspondiente. Ello es necesario, como la ley ya indica, para las entradas en lugares cerrados en los que pueda desarrollarse la intimidad, o bien cualquier otro derecho fundamental que quedara vulnerado por la entrada. Y por vía analógica ha de ser necesario para cualquier otra actuación que provoque la misma vulneración de derechos fundamentales, aunque no se trate de un inmueble cerrado. La misma doctrina anterior habría que aplicarla a los cacheos (45) y registros corporales (46) y de vehículos, no regulados en absoluto en la Ley de Enjuiciamiento Criminal, y autorizados, de hecho, sólo en circunstancias excepcionales --investigación de un hecho delictivo «causante de grave alarma social»-por el art. 19.2 de la Ley Orgánica 1/1992, de 21 de febrero, sobre Protección de la Seguridad Ciudadana (47). Sin embargo, doctrina y jurisprudencia vienen declarando reiteradamente que los cacheos no implican violación del derecho fundamental a la intimidad, siempre que exista una justificación en la actuación policial, es decir, que la policía pueda justificar un motivo de sospecha y que no se trate de una actuación generalizada y arbitraria, ni siquiera rutinaria, y además siempre y cuando la actuación del cacheo se desarrolle dentro de la debida proporcionalidad (48), de manera que no se someta al cacheado a registros vejatorios (49). De otro modo, parecería que el cacheo o registro habría de precisar el consentimiento del sujeto pasivo de la medida, pero bien al contrario, según declara la STS de 18 de marzo de 2002, sucede justamente al revés. El cacheo, según esta jurisprudencia, es deber de la policía practicarlo y del ciudadano soportarlo, sin que considere el Tribunal Supremo que se vulnera derecho alguno con el mismo (50), salvo en el caso de que el registro corporal sea íntimo (51). Exactamente la misma jurisprudencia está justificando el registro policial de vehículos. Avala el Tribunal Supremo «la posibilidad de efectuar registros en vehículos, por parte de los funcionarios policiales, en el momento de la detención y para la debida comprobación de la realidad de la comisión del delito y el hallazgo de los instrumentos o efectos que acrediten éste, de acuerdo con las facultades que les otorga el artículo 282 de la Ley Procesal, sin necesidad de autorización especial, por no hallarse el automóvil protegido a semejanza de otros lugares verdaderamente íntimos cual el domicilio...» (52). Dicho de otro modo, que el vehículo no es, ni al parecer puede ser según la jurisprudencia, un lugar íntimo, ni parece ser el sitio donde nadie pueda tener objetos propios de su vida privada, como si por el hecho de sacarlos del domicilio e introducirlos en el vehículo, dichos objetos pudieran ser ya examinados y fiscalizados sin restricción alguna (53). Y para que ello sea operativo, el Tribunal Constitucional exige la simple «urgencia», y no la flagrancia, como en el caso del domicilio (54). Por último, y aunque podrían ponerse más ejemplos, con respecto al registro de equipajes en los aeropuertos (55), el Tribunal Supremo también tiene una consolidada doctrina en virtud de la cual «esa clase de diligencias ni afectan al derecho a la intimidad, constituyendo una práctica amparada por la exigencia de los controles aduaneros, ni requieren, por su carácter, asistencia de Letrado» (56), pese a que no siempre los registros se practiquen en una aduana, por cierto, porque no todo el aeropuerto es una aduana. Suerte que esa misma doctrina no se ha extendido a las exploraciones radiológicas en los aeropuertos, en las que la jurisprudencia sí precisa el consentimiento del interesado (57). Todo ello, y lo expreso con el máximo respeto, es tremendamente contradictorio, y tiene una única razón de ser: la creencia de que de ese modo se posibilita la eficacia de la acción policial (58). Pero creo que nadie puede afirmar con total convicción que sea más íntimo lo que tiene en un cajón de su casa que lo que lleva en el bolsillo de su pantalón (59) --su cartera por ejemplo--, o en su propio equipaje. Es más, si de intimidad hablamos, puede ser mucho más comprometido lo que se lleve en el bolsillo, o en el equipaje, que lo que esté en dicho cajón. Y además, creo que cualquiera se siente, psicológicamente por supuesto, más vulnerado en su intimidad cuando un policía introduce la mano en su bolsillo que cuando en el marco de una entrada y registro ese mismo agente de policía abre un cajón. Por otra parte, es obvio que tan íntima es la guantera del coche como el repetido cajón, y tantos secretos se pueden guardar en el mismo como en la guantera. Por tanto, creo que en todos esos lugares, aunque la jurisprudencia lo omita y la ley, por su antigüedad, no lo afirme expresamente, se está disfrutando de una intimidad en muchos casos mucho más sensible que la que se desarrolla, por ejemplo, en la habitación de un hotel. Y es que el supuesto no es en absoluto comparable, como pretende la jurisprudencia, a la práctica de un test de alcoholemia, dado que en el mismo lo único que se produce es una mínima retención y averiguación del consumo de alcohol que evidentemente afecta a los derechos a la libertad de movimientos y a la intimidad, pero que son afectaciones absolutamente proporcionales con el fin perseguido: la seguridad en el tráfico y la prevención de muertes y lesiones. Esa justificación no existe cuando los registros se realizan de forma prácticamente rutinaria, sin que quepa extender una sospecha de comisión de delitos a toda la población, absolutamente incompatible con el derecho a la presunción de inocencia. Por todo ello, estimo que hay que reconocer, como tales, esos espacios donde obviamente se desarrolla la intimidad, desterrando interpretaciones restrictivas de los derechos constitucionales, y al mismo tiempo conciliando esas exigencias con la necesaria eficacia de la acción policial. En los casos en que los registros y cacheos se desarrollan en los aeropuertos, por la extraordinaria frecuencia de los mismos que no se produce en ningún otro lugar del Estado, creo que podría ser necesaria la adscripción de un juez de instrucción, al menos en los aeropuertos que tienen conexiones
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internacionales fuera de la Unión Europea. De esa forma, toda la eficaz labor policial que allí se realiza, practicada debidamente, no tendría el más mínimo atisbo de inconstitucionalidad, sin necesidad de que la jurisprudencia tenga que negar lo que es evidente: que los registros que allí se practican evidentemente que comprometen la intimidad, y además en momentos en los que el viajero puede venir de un vuelo de 10 o más horas, y no está en las mejores condiciones de prestar su consentimiento para ciertos registros. En el resto de supuestos, que son los más habituales, de registros en la vía pública, desde luego no podemos disponer a un juez de instrucción que acompañe a cada patrulla. Ni tampoco son posibles autorizaciones judiciales genéricas que nos devolvieran a tiempos de las inquisitiones generales, proscritas, por otra parte, desde hace muchos siglos (60). Creo que, en primer lugar, es esencial abundar en el camino que poco a poco va marcando cada vez más la jurisprudencia, en torno a la necesidad de que la policía justifique realmente, con auténticas presunciones (61) y no por meras insinuaciones o impresiones intuitivas, la sospecha que condujo al registro. Es decir, es requisito necesario para la validez de la diligencia que los agentes hagan constar claramente en el atestado qué razones fundaron su sospecha y les condujeron a la práctica de aquella diligencia. Pero, además de ello, también sería preciso reseñar la existencia del consentimiento libremente prestado de la persona registrada, puesto que de producirse dicho consentimiento, nada hay que impida el registro si se practica con la debida proporcionalidad (62). De ese modo, se salvaría la validez de la diligencia y, si fuera de imposible reproducción en el juicio oral --combinando lo dispuesto en los arts. 717 y 730 LECrim.-- , entiendo que sí se podrían introducir como pruebas los resultados objetivos de esa diligencia, como exige la jurisprudencia, a través de las declaraciones testificales de los policías que corroboren plenamente, y no formulariamente como por desgracia ocurre con frecuencia, el contenido del atestado, declarando además sobre las circunstancias en que se produjo el registro, puesto que a través de esa declaración e interrogatorio cruzado de la acusación y la defensa, será posible valorar la credibilidad de los datos objetivos que contenga el atestado policial, y de las circunstancias en que fueron obtenidos. Resumiendo las exigencias referidas, siempre que no se pueda acreditar la libre prestación del consentimiento por parte del sujeto pasivo del registro, deberían cumplirse los siguientes puntos para que el resultado de estas diligencias, mediante el atestado y el testimonio policial, accedan al juicio oral: 1.Irreproducibilidad total y definitiva de la prueba en el juicio oral. 2.Justificación completa en el atestado de los motivos de la sospecha policial y de las razones de la urgencia en la actuación. 3.Fiscalización y convalidación de la anterior justificación por el juez de Instrucción. De no practicarse las diligencias de ese modo, todo lo actuado tendrá el simple valor de denuncia, válido como notitia criminis (63), o útil para las investigaciones ulteriores de la propia policía si se quiere, como sucede con la mayoría de actividades operativas (64). Pero no podrá constituir, no ya prueba de cargo, sino ni tan siquiera una diligencia válida dentro de la instrucción penal, de manera que el juez de instrucción no podrá autorizar ninguna diligencia derivada de la anterior; y además con el riesgo de que según y cómo se haya producido la diligencia, la policía haya podido incurrir en la comisión de algún delito derivado, precisamente, de la vulneración de los derechos fundamentales. V. EL VALOR PROBATORIO DE LAS DILIGENCIAS POLICIALES EN LA JURISPRUDENCIA: LA DECLARACIÓN TESTIFICAL DEL POLICÍA A raíz de la STC 31/1981, la jurisprudencia dio buena cuenta de las deficiencias expuestas en los apartados anteriores, y se había abierto el camino para que se adoptaran buena parte de las soluciones pruestas. Pero actualmente parece prescindir por completo de ellas. Siendo conscientes de que la práctica de las diligencias policiales ha cambiado bastante desde 1882, no debe ocultarse por más tiempo que el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional han prescindido casi por completo del art. 297 LECrim. y, en consecuencia, atribuyen, indirectamente, el valor de prueba de cargo a las siguientes diligencias policiales, al valorar de un modo privilegiado las declaraciones testificales prestadas por los agentes de policía en el acto del juicio oral, otorgándoles a dichas declaraciones una importancia muy superior a la permitida por el art. 717 LECrim.: --Declaraciones ante la policía de imputados y testigos: El precedente de esta línea jurisprudencial se inicia con la STC 4/1986, en la que el Tribunal Constitucional, con algo de ambigüedad, no consideró que el hecho de que el tribunal hubiera utilizado una testifical policial ratificada ante el juez de instrucción, pero con incomparecencia del testigo en el juicio oral, fuera motivo suficiente para otorgar el amparo por vulneración del derecho a la presunción de inocencia. Esa postura fue sutilmente rectificada por la STC 79/1994, FJ 3, recordando que «las diligencias policiales previas al proceso carecen de valor probatorio. (...) Este Tribunal ha establecido muy claramente que «las manifestaciones que constan en el atestado no constituyen verdaderos actos de prueba susceptibles de ser apreciados por los órganos judiciales» (STC 217/1989). Por consiguiente, únicamente las declaraciones realizadas en el acto del juicio o ante el juez de instrucción como realización anticipada de la prueba y, consiguientemente, previa la instauración del
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contradictorio, pueden ser consideradas por los Tribunales penales como fundamento de la sentencia condenatoria. Pero finalmente la Sala Segunda, aunque por fortuna no unánimemente, se ha inclinado por la línea más dura. En la STS 4 de diciembre de 2006 (núm. recurso 10248/2006), FD 2 (65), se afirma claramente [aunque con dos votos particulares claramente discrepantes (66)] que puede constituir prueba de cargo la declaración autoinculpatoria del imputado realizada ante la policía en presencia de letrado, pero no sólo no ratificada, sino además desmentida por el propio imputado ante el juez de instrucción, aunque confirmada en el juicio oral por los policías interrogadores como testigos directos de la declaración, pero de referencia de lo declarado (67), o por el letrado asistente a la declaración (68). --Diligencias policiales en las que se contiene la recogida de vestigios: nos dice la jurisprudencia que esas diligencias no se utilizan directamente como prueba de cargo, sino como fuentes de prueba. Es decir, no se hace uso de lo que la policía dice en el atestado interpretando la presencia del vestigio, sino que se utiliza el vestigio en sí, sobre cuyo hallazgo testificará el policía judicial que lo realizó (69). Así lo afirma claramente, por ejemplo, la STC 138/1992, FJ 3: «En definitiva, el atestado equivale, en principio, a una denuncia, pero también tiene virtualidad probatoria propia cuando contiene datos objetivos y verificables, que expuestos por los agentes de la Policía Judicial con su forma y las demás formalidades exigidas por los arts. 292 y 293 LECrim., han de ser calificados como declaraciones testificales (STC 22/1988). Es claro que hay partes de ese atestado, como pueden ser la aprehensión de los delincuentes sorprendidos in fraganti, la constancia del cuerpo, los efectos o los instrumentos del delito, el hallazgo de droga, armas, documentos o cualquier otro objeto, los croquis sobre el terreno, las fotografías en él obtenidas y la comprobación de la alcoholemia, entre otras, que encajan por definición en el concepto de la prueba preconstituida o anticipada. Ninguna de las enumeradas son practicables directamente en el juicio oral por ser imposible su reproducción en idénticas circunstancias (SSTC 107/1983 y 201/1989; ATC 637/1987». Con ello, teniendo en cuenta que la recogida del vestigio se ha realizado al margen de la presencia judicial o de letrado, y mucho menos de secretario judicial, se está dando una absoluta credibilidad al testimonio policial en cuanto a la aparición del vestigio en la escena del delito. --Diligencias policiales que constituyan informes periciales, si la pericia es irreproducible en el juicio oral: Se trata de una extensión de lo anterior. Se da entrada no solamente a pruebas de alcoholemia o de consumo de sustancias estupefacientes o psicotrópicas (70), sino también a cualesquiera otras pericias, siempre y cuando reúnan esa característica de imposible reproducción en el juicio oral, lo que es bastante frecuente (71). Sin embargo, dentro de la línea jurisprudencial que venimos analizando, actualmente, para el Tribunal Constitucional, es posible sustentar una condena, no ya en el test de alcoholemia practicado por la policía, que sería la auténtica diligencia pericial, sino en las simples declaraciones testificales de los policías sobre el estado y comportamiento del detenido, que hagan presumir la ingesta de alcohol. De ello se deriva una diligencia que queda a medio camino entre la diligencia testifical y la diligencia pericial (72). Lo curioso del caso es que el Tribunal Constitucional, en la STC 31/1981 de 28 de julio, FJ 4, afirmó claramente que «una vez aprobada la Constitución y consagrada en el art. 24 la presunción de inocencia como derecho fundamental de la persona que vincula a todos los poderes públicos, no puede considerarse que la sola declaración del procesado ante la policía sin las garantías establecidas en el art. 17 y sin haber sido ratificada ante el órgano judicial constituye base suficiente para desvirtuar dicha presunción». Y sin embargo, en la actualidad, la confianza de nuestros tribunales en la labor policial parece ser amplísima, y no solamente en caso de delitos presenciales, es decir, en aquellos en los que la policía actúa como testigo de un delito flagrante y se aplica lo dispuesto en el art. 717 LECrim., es decir, que el testimonio de un policía será valorado libremente por el tribunal, sin que concurra ex lege en la valoración de su credibilidad ningún tipo de privilegio. Yendo mucho más allá, con respecto al testimonio de los policías viene considerando la Sala Segunda del Tribunal Supremo que «estos funcionarios llevan a cabo sus declaraciones de forma imparcial y profesional, en el sentido de que no existe razón alguna para dudar de su veracidad, cuando realizan sus cometidos profesionales, teniendo las manifestaciones que prestan un alto poder convictivo, en cuanto no existe elemento subjetivo alguno para dudar de su veracidad, precisamente en función de la profesionalidad que caracteriza su cometido profesional, la formación con la que cuentan y la inserción de la policía judicial en un Estado Social y democrático de Derecho...»(73). De todo lo expuesto parece innegable concluir que se ha producido un cambio radical, no ya de 1882 a nuestros días, sino de 1981 a 2007, experimentándose una fuerte regresión a tiempos intermedios entre 1882 y 1981 en los que las declaraciones policiales, pese a lo que dijera la Ley de Enjuiciamiento Criminal, gozaban jurisprudencialmente de total credibilidad (74), hasta la STC 31/1981. Es decir, se ha pasado de la consideración de la labor policial como mera noticia del delito (1882), a la presunción de veracidad de las declaraciones policiales (buena parte del siglo XX), y de ahí a la vuelta a la consideración de denuncia (1981) (75). Y finalmente, lentamente se ha vuelto al tiempo anterior a 1981, y en esta situación estamos en la actualidad. Se le pongan las justificaciones que se le pongan, si puede ser prueba de cargo lo que dice un policía sobre lo que ha dicho un testigo, o un imputado, o sobre lo que ha hallado en la escena del delito, y además se añade que no existen razones para dudar de la veracidad de su testimonio, dada la profesionalidad y formación de la policía judicial, lo cierto es que los arts. 297 y 717 LECrim. ya no están
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en vigor. Una denuncia no es una prueba de cargo, pues es una simple notitia criminis. Y la declaración de un policía, si nos dice la jurisprudencia que no hay razones para dudar de su veracidad, desde luego no es ya una prueba que pueda decirse auténticamente que es de libre valoración, pues se está obligando al imputado a luchar contra esa especie de presunción jurisprudencial de veracidad, lo cual puede chocar frontalmente con el derecho a la presunción de inocencia. Por tanto, insisto, se diga lo que se diga, se ha experimentado un cambio de enormes dimensiones. Veamos a continuación si el cambio es constitucionalmente aceptable desde la perspectiva probatoria (76). VI. INEFICACIA PROBATORIA DE LAS DILIGENCIAS POLICIALES Y EXTREMA FRAGILIDAD DEL TESTIMONIO POLICIAL Pueden deducirse fácilmente de los párrafos anteriores las carencias de las diligencias policiales en cuanto a la falta de garantías de su fidedignidad (77). Por mucha ayuda que supongan las nuevas tecnologías en la verificación de la actuación policial (78), aunque todos los policías llevaran unas gafas con una microcámara en todo momento y los detenidos fueran filmados permanentemente durante toda su estancia en dependencias policiales, aún y así se escucharían voces que dudarían de la regularidad en la actuación policial, porque siempre quedarán tiempos muertos en las detenciones, ángulos muertos en las microcámaras, e insinuaciones que quedarán al margen de las grabaciones. Quiero decir con ello que es imposible que un policía actúe acompañado constantemente de un Secretario judicial que dé fe de su actuación y por ello, sin perjuicio de que esas garantías de fidedignidad vayan aumentando al ritmo de los avances tecnológicos que existan en cada momento, difícilmente se alcanzará la perfección. Y este es un dato que, se quiera o no, habrá que tener siempre en cuenta, teniendo sobre todo presentes las muy sensibles materias en las que se desenvuelve la acción policial. Pero al margen de ello, que ya supone un escollo importante, existen otros argumentos, no tan manidos, que impiden otorgar valor probatorio a las diligencias policiales e impiden atribuir un valor privilegiado a las declaraciones testificales de la policía en el acto del juicio oral. No puede pretenderse que la labor policial, cuya naturaleza, en el fondo, es administrativa, tenga eficacia probatoria de cargo suficiente como para desvirtuar la presunción de inocencia, porque las características de esa actuación policial nunca podrán equipararse con las que se le exigen a una prueba judicial. De nada sirve tener al frente de un proceso a un juez imparcial y respetuoso con la presunción de inocencia si luego su función jurisdiccional ha de verse condicionada por diligencias policiales en las que no concurren realmente esas características de constitucionalidad. Desde luego, un acto policial, por su propia naturaleza, no puede equipararse completamente con un acto judicial. Ello, por sí mismo, podría descartar toda eficacia probatoria del acto policial, valorando libremente la declaración testifical del policía, como concluyó el legislador de 1882 (arts. 297 y 717 LECrim.). Por consiguiente, el acto policial nunca podrá tener eficacia probatoria porque existen notas características del acto jurisdiccional que nunca concurrirán en un acto policial, por perfecta que sea la labor de la policía y sin que esta pierda su potencialidad operativa, por descontado. De todas esas características, y sin entrar en polémicas sobre la naturaleza del acto jurisdiccional (79), me centraré únicamente en las garantías que exige la Constitución a la labor judicial. Prescindo, no obstante, de la posible independencia de la policía judicial, puesto que ex lege no es independiente, sino que depende funcionalmente de jueces y fiscales, y orgánicamente, desde su creación, del Poder Ejecutivo, y eso, especialmente esto último, difícilmente puede cambiar. Por ello, fijémonos solamente en la imparcialidad y en el respeto al derecho a la presunción de inocencia, como características esenciales que deben concurrir en el órgano jurisdiccional. Esas dos garantías deben concurrir inexcusablemente en la policía judicial, si se pretende que su labor pueda tener en alguna medida eficacia probatoria. En cuanto a la presunción de inocencia, siendo realistas, creo que es sumamente dudoso que jamás ese derecho fundamental pueda ser realmente efectivo en las diligencias policiales. No es que la misión de la policía sea sospechar, naturalmente que no. Pero creo que es innegable que cuando la policía inicia, de motu proprio, cualquier diligencia, es porque está sospechando, es decir, está descartando la presunción de inocencia. De lo contrario, si partiera del presupuesto de la inocencia, no iniciaría investigación alguna. Fijémonos que la perspectiva es completamente diferente de la de un juez de instrucción. Evidentemente que éste va descartando la presunción de inocencia conforme avanza en las investigaciones, si las mismas van teniendo visos incriminatorios. Pero no parte, por principio, de una sospecha, sino que se limita a comprobar una sospecha, sin hacerla propia. Salvo en el patológico y praeter legem supuesto de la incoación de oficio (80), el juez empieza a investigar porque alguien le informa de una notitia criminis verosímil, y a partir de ahí recoge todos los datos relacionados con los hechos denunciados, sean del signo que sean.
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La perspectiva inicial de la policía no puede ser la misma, y esa perspectiva inicial es muy difícil de descartar durante la investigación. La policía no puede comenzar sus investigaciones partiendo de la inocencia, porque si fuera así no comenzaría investigación alguna, o bien, mucho peor, iniciaría inquisiciones generales en busca de delitos realizando comprobaciones sobre personas carentes de toda sospecha. Por ello, lo que da inicio a la actuación policial es una sospecha de autoría y culpabilidad, y nunca una presunción de inocencia. Y solamente cuando no hay datos que avalen esa culpabilidad, se reconstruye la inocencia, destruida en un principio. La policía únicamente abandona la investigación cuando no encuentra evidencia alguna del hecho delictivo. Pero repito, no trabaja, por lógica, para desacreditar la existencia del hecho típico, sino, bien al contrario, para acreditarlo (81). Pues bien, tener muy presente todo ello es importantísimo, puesto que esas constataciones provocan que la investigación policial no pueda ser, por definición, imparcial, porque está escorada claramente hacia una de las partes: la acusación (82). Y no ya para su eficacia, sino para su propia existencia, es necesario que así sea. La investigación policial puede ser objetiva y ecuánime, desde luego, y así debe serlo. Pero, como decía, dicha investigación trata de acreditar una culpabilidad, y no de defender la inocencia. Además, se sigue un método inductivo, y no deductivo, porque, reitero, sin la idea base de la sospecha, la investigación policial jamás se pondría en marcha. El policía, por añadidura, no es un tercero ajeno al proceso, sino que es parte investigadora dependiente funcional y orgánicamente. Además, el celo propio de cualquier profesional que desea desempeñar eficazmente su labor, le induce a buscar incansablemente vestigios y culpables, cayendo casi inevitablemente en aquello que en terminología psicológica se llamaría «anclaje y ajuste», padeciendo un denominado «sesgo de confianza en el juicio emitido» (83), siendo por ello muy difícil que pueda reproducir la realidad de forma completamente imparcial, objetiva y fidedigna. Traducido ello al lenguaje cotidiano significa que cualquier ser humano (en este caso el policía), convencido desde un principio de algo (la existencia del delito), luchará incansablemente por encontrar vestigios, aunque no los encuentre con facilidad, porque le guiará su primer juicio indiciario de existencia de delito que formuló al principio de la investigación. Y a partir de ahí, existe el riesgo cierto de que todo lo que vaya descubriendo, incluso de buena fe, lo interprete demasiado favorablemente a su opinión inicial de apariencia delictiva. Si a cualquier persona le cuesta salir de esos laberintos mentales --que son absolutamente cotidianos en cualquier sujeto--, imagínese lo mucho que le puede costar a alguien cuya profesión se basa, precisamente, en no descansar hasta obtener vestigios del delito. De hecho, no se piense que ese celo es siempre contraproducente, todo lo contrario. Hasta es posible que esas naturales tendencias psicológicas le hagan obtener una investigación de enorme calidad, al no haber desfallecido al primer contratiempo. Pero precisamente ese necesario celo en su labor es justamente el que descarta que la policía esté habilitada para reproducir la realidad de forma completamente imparcial y objetiva, sin contar con los problemas de fidedignidad antes referidos. Es por ello por lo que la labor policial, por sí misma, no puede tener naturaleza probatoria en ningún caso. Y nótese bien que estoy descartando esa naturaleza, no con los habituales, y demasiado manidos, argumentos de la sospecha de corrupción policial (84), o la supuesta poca calidad de su labor, porque estoy repitiendo desde un principio que esos argumentos me parecen absolutamente injustos en muchas ocasiones. Estoy diciendo simplemente que un acto de investigación policial no puede convertirse en un acto probatorio, ni siquiera en una fuente de prueba, simplemente porque en su obtención no puede respetarse la presunción de inocencia de la misma forma que debe hacerlo un juez. Y en consecuencia, mucho menos se respeta la imparcialidad. Si a ello se le unen las dudas que antes expresaba sobre las dificultades de acreditación de la labor policial, la opinión final no puede ser otra que la expresada. En síntesis, las diligencias policiales no pueden ser valoradas como prueba de cargo. Y las declaraciones testificales de los policías intervinientes en la investigación, lejos de gozar del valor privilegiado que les está otorgando últimamente la jurisprudencia, deben ser valoradas con mucha mayor prudencia que las de cualquier otro testigo, debido a que en su actuación investigadora no concurren, y no pueden concurrir, las características de independencia e imparcialidad, al margen del resto de problemas citados. Y por desgracia, por razones puramente de lógica de la investigación, no pueden cumplir con el respeto al derecho fundamental a la presunción de inocencia. Por último, debe especificarse que por esas mismas razones, debería descartarse por completo el testimonio de un agente de policía sobre las declaraciones de imputados, o testigos que no puedan acudir al juicio oral, en sede policial. Y es que además de los inconvenientes acabados de referir, dichas declaraciones de detenidos y testigos fueron prestadas, incontrovertiblemente, sin el debido respeto al derecho de contradicción, y sin presencia letrada en el caso de los testigos. Pero es que, además, existe el riesgo cierto de que el detenido pudiera estar influido, en el momento de su declaración policial, por comentarios de los agentes acerca de los hechos, realizados desde el momento en que se practicó la detención. No estoy aludiendo, en absoluto, a la posibilidad de que los agentes le dijeran al detenido lo que tendría que declarar, lo que resultaría por completo inaceptable y deleznable. Me estoy refiriendo simplemente a las conversaciones que habitualmente, e inevitablemente, se mantienen de buena fe entre los detenidos y los agentes de policía, y que no podemos cerrar los ojos a la realidad negando que existan. Esas conversaciones influyen decisivamente en la declaración, lo que hace que dicha declaración del detenido tampoco pueda tener por sí misma, desde este punto de vista, valor probatorio. Pero mucho menos a través del testimonio de los agentes que le tomaran declaración, y que existe la posibilidad cierta
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de conversaran previamente con el detenido. VII. ENJUICIAMIENTO DE DELITOS CON INNECESARIA O NULA INVESTIGACIÓN POLICIAL O JUDICIAL Por último, aunque suponga alejarse un tanto del tema central de este estudio, quisiera llamar la atención muy brevemente sobre un punto que se suele dejar en el olvido. Existen muchos procesos en los que la labor policial no es imprescindible, o ni siquiera es necesaria, salvo para detener la continuidad en la comisión del delito. Existen supuestos en los que la propia existencia de la instrucción entorpece, más que facilita, la rápida resolución del proceso. Ello sucede, en muchas ocasiones, en el caso de querellas por delitos de estafa o apropiación indebida, en los que el querellante, una persona privada, muchas veces ya posee toda la documentación acreditativa del delito y de sus partícipes. En esos supuestos podría presentar directamente su querella como escrito de calificación en el juicio oral. Acto seguido, el acusado contestaría la querella y seguidamente se practicaría prueba, como ocurriría en un proceso civil. Se podría añadir una fase intermedia, al estilo de la audiencia previa, en la que el tribunal pudiera descartar las querellas manifiestamente infundadas, una vez oída la parte contraria. Pero de ese modo los procesos se juzgarían de forma más rápida, al omitirse toda la instrucción. De esa manera, además, se descargarían a los juzgados de instrucción de querellas infundadas con evidente ánimo coactivo que, muchas veces, les obligan a ordenar diligencias absolutamente inútiles que no les hacen más que perder el tiempo. Además, los litigantes temerarios se aprovechan de lo mucho que duran las instrucciones, puesto que cuando formulan querellas tácticas únicamente están buscando que se admita la querella para poder ganar tiempo para negociar con la parte contraria, aunque claro está, con la amenaza de la querella sobrevolando la negociación. En estos casos, reitero, la instrucción, y mucho más la actividad policial, es contraproducente. No debe olvidarse que antiguamente existió un procedimiento a instancia de parte, sin instrucción (85), que por el peso de la práctica indebida del sistema inquisitivo, fue siendo relegado en la práctica hasta desaparecer definitivamente con la actual Ley de Enjuiciamiento Criminal. Quizás sería el momento de recuperar ese procedimiento, aunque determinando muy bien, por supuesto, en qué casos habría de poder utilizarse, que habrían de ser todos aquellos en los que sea presumible que el querellante tenga en su poder buena parte del material incriminatorio.
(1) No sería justo publicar este artículo sin expresar, con reconocimiento y amistad, mi sincero agradecimiento al Prof. Manuel SERRA DOMÍNGUEZ, y al Prof. Alexandre GIRBAU I COLL, por sus importantísimas aportaciones, de todo orden, en este trabajo. (2) Vid. GIMENO SENDRA, Vicente, «La reforma de la LECrim. y la posición del MF en la investigación penal», en El Ministerio Fiscal-director de la instrucción, Madrid, 2006, pág. 32 y ss. (3) Vid. BUSTOS RAMÍREZ, Juan, «La instancia policial», en: AA.VV., El pensamiento criminológico, II. Estado y control, Barcelona, 1983, pág. 63. (4) Como dice BARCELONA LLOP, Javier, «El secreto policial, acceso a archivos y registros de la policía. Los ficheros automatizados de las Fuerzas y Cuerpos de seguridad», en Cuadernos de Derecho Judicial, núm. 25, 1997 («Acceso judicial a la obtención de datos»), pág. 201: «hay que tener en cuenta, en fin, que los policías ven a veces en los jueves algo así como a los obstaculizadores de lo que ellos consideran que es el óptimo desempeño de sus cometidos». (5) Reclamando la misma, BELLOCH JULBE, Juan Alberto, «La Policía Judicial», en Policía y sociedad: I Seminario de colaboración Institucional entre la Universidad Internacional Menéndez Pelayo y la Dirección General de Policía, Santander, 17 al 21 de julio de 1989, pág. 197. (6) A favor de ello, entre otros, MUÑOZ ZATARAIN, Francisco, «Ministerio Fiscal y policía judicial en la Ley 7/1988, de 28 de diciembre», en AA.VV., La reforma del proceso penal: II Congreso de Derecho Procesal de Castilla y León, Madrid, 1989, pág. 150. En contra, MARTÍN PALLÍN, José Antonio, «¿Tiene futuro el juez de instrucción?», en Dogmática y Ley penal: Libro homenaje a Enrique Bacigalupo (coord. Zugaldía Espinar / López Barja de Quiroga), vol. 2, 2004, pág. 1412. Sobre el tema, ya una auténtica vexata
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quaestio, hay muy abundante literatura. Para no hacer la cita inacabable, en la actualidad es imprescindible leer sobre el particular las obras de MORA CAPITÁN, Belén, «El modelo de instrucción penal en el sistema español», Justicia, núm. 1-3, 2003, págs. 17 y ss. FUENTES SORIANO, Olga, La investigación por el fiscal en el proceso penal abreviado y en los juicios rápidos: perspectivas de futuro, Valencia, 2005, y los trabajos que se recopilan en GIMENO SENDRA, Vicente, El Ministerio Fiscal-director de la instrucción, Madrid, 2006. (7) Además, desde el principio se habló de que la policía judicial auxiliara a los jueces, pero no que los sustituyera, evidentemente. Vid. AGUILERA DE PAZ, Enrique, Comentarios a la Ley de Enjuiciamiento Criminal, t. III, Madrid, 1924, pág. 166. (8) El art. 12 del Decreto de 28 de marzo de 1844, pese a lo que dijera su preámbulo, acababa expresándose en los siguientes términos: El cuerpo de guardias civiles en cuanto a la organizacion y disciplina depende de la jurisdicción militar. (9) Gaceta de Madrid, núm. 3.486, 31 de marzo de 1844. (10) Vid. sobre los detalles de la creación del cuerpo, MORALES VILLANUEVA, Antonio, Administración policial española, Madrid, 1988, págs. 174-177. (11) Con diferentes y frustrados precedentes. Vid. MORALES VILLANUEVA, Administración policial, cit., págs. 179-181. (12) Gaceta de Madrid, año CCXVI, núm. 316, 12 de noviembre de 1877. (13) Ello lo demuestra la lectura de la Exposición de Motivos de la disposición que crea la Dirección de Seguridad en 1886, citada por LÓPEZ GARRIDO, Diego, El aparato policial en España: historia, sociología e ideología, Barcelona, 1987, pág. 61: Existe también, aunque por excepción, en la capital del Reino, un cuerpo de agentes de Seguridad sujeto a disciplina, y se han iniciado, sin que hasta el presente ofrezcan todos los resultados deseables, registros de policía que acumulen los datos necesarios en toda buena investigación... (14) Art. 2 del Decreto 6 de noviembre de 1877: «El servicio de vigilancia tiene por inmediato objeto el conocer todos los elementos de mal que existan en la poblacion, con el fin de impedir en lo posible los delitos y de auxiliar la accion judicial en el descubrimiento de aquellos y en la captura de sus autores. El servicio de vigilancia tiene á su cargo como importante accesorio el registro del movimiento de la población». En el art. 8 se le encomendaba la llevanza de otros registros, que sin duda podían aportar datos para desempeñar su misión. (15) Gaceta de Madrid, núm. 300, 27 de octubre de 1886. (16) Como confiesa muy amargamente la Exposición de Motivos del Decreto de 26 de octubre de 1886. Según datos aportados por LÓPEZ GARRIDO, El aparato policial, cit., pág. 60, el Cuerpo de vigilancia contaba a principios del siglo XX con no más de mil efectivos para todo el Estado. (17) Gaceta de Madrid, núm. 264, 20 de septiembre de 1896. Vid. también la Real Orden de 7 de octubre de 1896, Gaceta de Madrid, núm. 285, 11 de octubre de 1896, que dispone la organización e inicio de funciones de la policía judicial para el 1 de noviembre del mismo año. (18) Decía el art. 6 de la Real Orden: Cuando las circunstancias lo permitan, los Presidentes de las Audiencias encomendarán a la nueva policía, sin perjuicio de sus funciones principales, la de prestar su auxilio á los Tribunales y á las Autoridades en la investigación de los delitos comunes. (19) Gaceta de Madrid, año CCXLV, núm. 20, 20 de enero de 1906. (20) Decía la Exposición de Motivos de la Orden: El agente de la policía es en España, por lo general, sujeto indocto é ineducado; recogido del montón, se le lanza seguidamente á practicar funciones que requieren, para alcanzar el triunfo, condiciones sobresalientes de honradez, de aptitud, apoyadas por instrucción, aunque no sea más que elemental, de nuestras leyes en lo que se relaciona con las obligaciones del agente. (21) Vid. los dos tomos de la obra de ANTÓN BARBERÁ, Francisco / DE LUIS Y TURÉGANO, Juan Vicente, Policía científica, Barcelona, 2004. CASTRO ROBLES, Daniel, «Policía científica», en Dogmática penal, política criminal y criminología en evolución, Granada, 1997, págs. 399 y ss.
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(22) Vid. para una comparación, aunque sea algo posterior, GÁMBARA, L., Policía científica, Barcelona, 1910. (23) De hecho, el párrafo primero del art. 282 LECrim. sigue diciendo exactamente lo mismo que en 1882: La Policía judicial tiene por objeto y será obligación de todos los que la componen, averiguar los delitos públicos que se cometieren en su territorio o demarcación; practicar, según sus atribuciones, las diligencias necesarias para comprobarlos y descubrir a los delincuentes, y recoger todos los efectos, instrumentos o pruebas del delito de cuya desaparición hubiere peligro, poniéndolos a disposición de la Autoridad Judicial... (24) Nótese que la traducción española de la cuarta y última edición del manual, básico en la materia, de VIRCHOW, Rudolf Ludwig Karl, Die Sections-Technik im Leichenhaause des Charite-Krankenhauses, mit besonderer Rücksicht auf gerichtsärtzliche Praxis, se publicó en Madrid en 1894, bajo el título De la técnica de las autopsias (con aplicación especial a la práctica forense), es decir, doce años después de la promulgación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. (25) Sobre las mismas, MORALES VILLANUEVA, Administración policial, cit., págs. 133 y ss. (26) Vid. ZUBIRI DE SALINAS, Fernando, «La policía judicial», Poder Judicial, núm. 19, septiembre 1990, pág. 71. (27) No es extraño que sea así, ni mucho menos. En Alemania, como es sabido, la instrucción está atribuida al Ministerio Fiscal, pero la realiza realmente, de facto, la policía judicial. Vid. KÜHNE, HansKleiner, Strafprozeßlehre, Heidelberg, 1999, pág. 54. Vid. DE URBANO CASTRILLO, Eduardo, «Investigación en instrucción en el nuevo Proceso Penal», Estudios jurídicos, Ministerio Fiscal, núm. 1, 2002, pág. 35, con respecto a la situación, análoga, en EE.UU. Vid. también ZUBIRI DE SALINAS, La policía judicial, cit., págs. 83-84. (28) Vid. arts. 287, 289 y 296 LECrim., citando incluso los dos primeros preceptos preferencialmente al Ministerio Fiscal. Por otro lado, los arts. 773 LECrim. desde 1988, 27 LOTJ desde 1995 y 16 LORPM desde 2000, han ido atribuyendo cada vez mayor protagonismo en la instrucción al fiscal. (29) Las referencias en la conocida Exposición de Motivos al Ministerio Fiscal son constantes, y algunas de sus frases son muy reveladoras: El Gobierno de V. M. cree ser consecuente con el espíritu liberal que informa su política introduciendo, dentro de ciertos límites racionales, el sistema acusatorio en el sumario, lo cual constituye un gran progreso sobre la Ley de 22 de diciembre de 1872. De todas suertes, es innegable que, llevados a tal exageración el sistema acusatorio y la pasividad de los Tribunales, éstos abdican en el Fiscal, en cuyas manos queda toda entera la justicia. De su buena o mala fe, que no sólo de su pericia, dependería exclusivamente en lo futuro la suerte de los acusados. Y suponiendo que algún día el legislador, echándose en brazos de la lógica, llegase hasta este último límite del sistema acusatorio, el Gobierno de V. M. ha creído que la transición era demasiado brusca para este país, en que los Jueces han sido hasta ahora omnipotentes, persiguiendo los delitos por su propia y espontánea iniciativa... De hecho, la intención de atribuir al fiscal, y la constatación de la imposibilidad práctica y económica de hacerlo, venían de más atrás. Vid. Apéndices a la memoria histórica de los trabajos de la Comisión de codificación de 1861 (Apéndice III), RGLJ, 1871, tomo XXXIX, pág. 132: ¿Cómo abandonar á funcionarios como los que hoy existen, la dirección de los procesos criminales, el ejercicio de la acción pública para perseguir a los delincuentes? (...) ¿Cómo confiar tales atribuciones á Promotores como los que hay en la actualidad y no podrá menos de haber si no se mejoran las condiciones de estos empleos y se cambia la situación de los que hayan de desempeñarlos? (30) Sobre este particular es fundamental la obra de GASCÓN INCHAUSTI, Fernando, Infiltración policial y agente encubierto, Granada, 2001, págs. 227 y ss. (31) Sobre el mismo, en general, QUERALT JIMÉNEZ, Joan J., Introducción a la policía judicial, Barcelona, 1999, págs. 277 y ss., y recientemente, ÁLVAREZ RODRÍGUEZ, José Ramón, El atestado policial completo, Madrid, 2007. (32) SERRA DOMÍNGUEZ, «La instrucción en los procesos penal y civil: El sumario», en Estudios de Derecho Procesal, Barcelona, 1969, pág. 720. SERRA DOMÍNGUEZ, «El juicio oral», en Estudios..., cit., págs. 767-768. Cfr. LORCA NAVARRETE, Antonio María, «La instrucción preliminar en el proceso penal: la actividad de la policía judicial», Diario LA LEY, núm. 3, 1984, pág. 976. (33) Art. 20. Cuando los funcionarios integrantes de las unidades orgánicas de la Policía Judicial realicen diligencias de investigación criminal formalmente concretadas a un supuesto presuntamente delictivo, pero con carácter previo a la apertura de la correspondiente actuación judicial, actuarán bajo la dependencia del Ministerio Fiscal. A tal efecto, darán cuenta de sus investigaciones a la Fiscalía correspondiente que, en
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cualquier momento, podrá hacerse cargo de la dirección de aquéllas, en cuyo caso los miembros de la Policía Judicial actuarán bajo su dependencia directa y practicarán sin demora las diligencias que el fiscal les encomiende para la averiguación del delito y el descubrimiento y aseguramiento del delincuente. (34) De triste recuerdo por la inconstitucionalidad de su artículo 21.2, vid. STC 341/1993, de 18 de noviembre. (35) Para el descubrimiento y detención de los partícipes en un hecho delictivo causante de grave alarma social y para la recogida de los instrumentos, efectos o pruebas del mismo, se podrán establecer controles en las vías, lugares o establecimientos públicos, en la medida indispensable a los fines de este apartado, al objeto de proceder a la identificación de las personas que transiten o se encuentren en ellos, al registro de los vehículos y al control superficial de los efectos personales con el fin de comprobar que no se portan sustancias o instrumentos prohibidos o peligrosos. El resultado de la diligencia se pondrá de inmediato en conocimiento del Ministerio Fiscal. (36) Art. 12.2. Todos los conductores de vehículos y bicicletas quedan obligados a someterse a las pruebas que se establezcan para la detección de las posibles intoxicaciones por alcohol. Igualmente quedan obligados los demás usuarios de la vía cuando se hallen implicados en algún accidente de circulación. Dichas pruebas que se establecerán reglamentariamente y consistirán normalmente en la verificación del aire espirado mediante alcoholímetros autorizados, se practicarán por los agentes encargados de la vigilancia del tráfico. A petición del interesado o por orden de la autoridad judicial se podrán repetir las pruebas a efectos de contraste, pudiendo consistir en análisis de sangre, orina u otros análogos. El personal sanitario vendrá obligado, en todo caso, a dar cuenta del resultado de las pruebas que realicen a la autoridad judicial, a los órganos periféricos de la Jefatura Central de Tráfico y, cuando proceda, a las autoridades municipales competentes. (37) Art. 21.II RD 13/1992. Los agentes de la autoridad encargados de la vigilancia del tráfico, podrán someter a dichas pruebas a: 1. Cualquier usuario de la vía o conductor de vehículo, implicado directamente como posible responsable en un accidente de circulación. 2. Quienes conduzcan cualquier vehículo con síntomas evidentes, manifestaciones que denoten o hechos que permitan razonablemente presumir que lo hacen bajo la influencia de bebidas alcohólicas. 3. Los conductores que sean denunciados por la comisión de alguna de las infracciones a las normas contenidas en el presente reglamento. 4. Los que con ocasión de conducir un vehículo, sean requeridos al efecto por la autoridad o sus agentes dentro de los programas de controles preventivos de alcoholemia ordenados por dicha autoridad. (38) Suele ser un resumen de lo que se decía anteriormente en las instrucciones de escribanos y otros manuales de procedimiento de los siglos XVIII y XIX. Vid. GÓMEZ y NEGRO, Lucas, Elementos de práctica forense, Valladolid, 1838, págs. 81 y ss. SANZ, Miguel Cayetano, Modo y forma de instruir y sustanciar las causas criminales, Madrid, 1828, pág. 5. JUAN Y COLOM, Joseph, Instrucción de escribanos, Madrid, 1795, págs. 187 y ss. (39) Al margen, evidentemente del Manual de criterios para la práctica de diligencias de la Policía Judicial, aprobado por la Comisión Nacional de Coordinación de la Policía Judicial, 4 de febrero de 1999. No es por casualidad que, por ejemplo, el Magistrado Vicente MAGRO SERVET haya publicado la obra Manual práctico de actuación policial-judicial en medidas de limitación de derechos fundamentales, Madrid, 2006. (40) Vid. Reglamento (CE) núm. 2320/2002 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 16 de diciembre de 2002, por el que se establecen normas comunes para la seguridad de la aviación civil. (41) Vid. RODRÍGUEZ CASTRO, Justo, «El atestado policial», Actualidad penal, tomo 2, 1995, págs. 668671. AA.VV. (dir. Martín García), La actuación de la policía judicial en el proceso penal, Madrid-Barcelona, 2006. (42) Además, como recordaba JIMÉNEZ VILLAREJO, José, «La policía judicial; una necesidad, no un problema», Poder Judicial, núm. 2, 1988 (ejemplar dedicado a: Justicia penal), pág. 180: el aseguramiento del delincuente tiene la finalidad básica de ponerlo a disposición del juez competente y colocarlo en condiciones de servir como objeto de prueba y de actuar como sujeto pasivo de la relación jurídicoprocesal. (43) STC 341/1993, FJ 8 B): Mediante la noción de «flagrante delito» la Constitución no ha apoderado a
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las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad para que sustituyan con la suya propia la valoración judicial a fin de acordar la entrada en domicilio, sino que ha considerado una hipótesis excepcional en la que, por las circunstancias en las que se muestra el delito, se justifica la inmediata intervención de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad. (44) Sobre las mismas, MIRANDA ESTRAMPES, Manuel, El concepto de prueba ilícita y su tratamiento en el proceso penal, Barcelona, 2004. (45) Sobre los mismos, vid. DÍAZ CABIALE, José Antonio, «Cacheos superficiales, intervenciones corporales y el cuerpo humano como objeto de recogida de muestra para análisis periciales (ADN, sangre, etc.)», Cuadernos de Derecho Judicial, núm. 12, 1996 (Medidas restrictivas de derechos fundamentales), págs. 67 y ss. MAGRO SERVET, Vicente, «La actuación policial en los cacheos y registros como modalidad de las intervenciones corporales en el proceso penal», Diario LA LEY, tomo 5, 2001, págs. 1822-1831. HUERTAS MARTÍN, Isabel, El sujeto pasivo del proceso penal como objeto de prueba, Barcelona, 1999, págs. 412 y ss. (46) Sobre los mismos, GÓMEZ AMIGO, Luis, Las intervenciones corporales como diligencias de investigación penal, Cizur Menor, 2003, págs. 106 y ss. ETXEBERRIA GURIDI, José Francisco, Las intervenciones corporales: su práctica y valoración como prueba en el proceso penal, 1999, págs. 39 y ss. (47) Claro está que esta ley se refiere a los controles sistemáticos, sin sospecha previa sobre la persona registrada, en los supuestos de esos hechos delictivos excepcionales. Pero esa orientación estimo que debería haber sido seguida por la jurisprudencia aunque el registro no sea sistemático. (48) STS 19 de febrero de 2003 (núm. recurso 3363/2001), FD 1: Esta Sala ha declarado la acomodación legal y constitucional de los cacheos. Concretamente la STS 1605/1999, de 14 de febrero de 2000, declara que «las diligencias de cacheo suponen para el afectado un sometimiento normal a las normas de policía y no implican violación de sus derechos constitucionales a la intimidad, siempre que la actuación policial esté justificada y se mantenga dentro del respeto al principio de proporcionalidad» (Sentencias, entre otras, de 7 de julio de 1995 y 23 de diciembre de 1996). (STS núm. 1393/2002, de 24 de julio).Vid. también STS 23 de febrero de 2004 (núm. rec. 2898/2002), FD 2. (49) STC 218/2002, de 25 de noviembre, FJ 4 a): «El derecho a la intimidad personal consagrado en el art. 18.1 aparece configurado como un derecho fundamental, estrictamente vinculado a la propia personalidad y que deriva, sin duda, de la dignidad de la persona humana que el art. 10.1 reconoce. Entrañando la intimidad personal constitucionalmente garantizada la existencia de un ámbito propio y reservado frente a la acción y el conocimiento de los demás, necesario --según las pautas de nuestra cultura-- para mantener una calidad mínima de vida humana (SSTC 231/1988, FJ 3; 179/1991, FJ 3, y 20/1992, FJ 3). De la intimidad personal forma parte, según tiene declarado este Tribunal, la intimidad corporal, de principio inmune en las relaciones jurídico-públicas que aquí importan, frente a toda indagación o pesquisa que sobre el propio cuerpo quisiera imponerse contra la voluntad de la persona. Con lo que queda así protegido por el ordenamiento el sentimiento de pudor personal, en tanto responda a estimaciones y criterios arraigados en la cultura de la propia comunidad (SSTC 37/1989, FJ 7; 120/1990, FJ 12, y 137/1990, FJ 10). (50) STS de 18 de marzo de 2002 (núm. rec. 219/2000), FD 1: El cacheo, consistente en un reconocimiento superficial de las ropas de una persona practicado para detectar si esconde algo entre ellas, puede, y, en ocasiones, hasta debe, ser practicado por los agentes de los Cuerpos y Fuerzas de seguridad en cumplimiento de las funciones que les corresponden en orden a la investigación de los delitos «para descubrir y detener a los presuntos culpables, asegurar los instrumentos, efectos y pruebas del delito, poniéndolos a disposición del juez o Tribunal competente, como literalmente dice el art. 11.1 g) de la LO 2/1986, de 13 de marzo, de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad. Esta diligencia, que deberá practicarse siempre con el necesario respeto a los principios de necesidad y proporcionalidad, no es propiamente una detención, sino una restricción de la libertad de mínima entidad, tanto temporalmente como en atención a su intensidad, que constituye un sometimiento legítimo a las normas de policía que ha de entenderse normal en una sociedad democrática moderna sin que afecte al derecho fundamental a la libertad de quien se ve sujeto a ella, por lo que no le son aplicables las exigencias derivadas de las previsiones del art. 17 de la Constitución. Concretamente, ya hemos dicho que para el cacheo no se exige asistencia de letrado ni información de derechos y del hecho imputado» (STS núm. 432/2001, de 16 de marzo). Precisamente, por su naturaleza y finalidad, se trata de una diligencia que normalmente se practicará con carácter previo a la imputación inicial. (51) Sin embargo, el Tribunal Supremo mantiene una ambigüedad en su jurisprudencia cuando la cavidad íntima es la boca. Cierto es que en la STS 26 de junio de 1998 (núm. rec. 1884/1998), FD 1, se equipara la cavidad bucal a la anal y a la vaginal a los efectos del cacheo. Pero en la STS 17 de junio de 2003 (núm. rec. 1403/2002), FD 1, admite el registro bucal, no considerando que la inspección policial de la boca vulnere la intimidad. Además, no es infrecuente encontrar resoluciones en las que, o no se discute, o se justifica indirectamente la intervención policial con el objeto de de evitar que el sospechoso se trague la sustancia ilícita, a fin de evitar la desaparición de pruebas o daños en su salud. Y en ocasiones sin tan
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siquiera citar dicha finalidad. Vid. STS 21 de enero de 2003 (núm. rec. 2946/2001), o STS 13 de diciembre de 2006 (núm. rec. 929/2006). (52) STS 18 de mayo de 2007 (núm. rec. 2132/2006), FD 2. (53) Vid. también STS 1 de marzo de 2007 (núm. rec. 183/2004), FD 2. (54) STC 303/1993, de 25 de octubre, FJ 4: Pero que la Policía judicial pueda o, mejor dicho, esté obligada a custodiar las fuentes de prueba no significa que tales diligencias participen, en cualquier caso, de la naturaleza de los actos de prueba. Para que tales actos de investigación posean esta última naturaleza se hace preciso que la policía judicial haya de intervenir en ellos por estrictas razones de urgencia o de necesidad, pues, no en vano la Policía judicial actúa en tales diligencias «a prevención» de la Autoridad judicial (art. 284). Una vez desaparecidas dichas razones de urgencia, ha de ser el juez de Instrucción, quien, previo el cumplimiento de los requisitos de la prueba sumarial anticipada, pueda dotar al acto de investigación sumarial del carácter jurisdiccional (art. 117.3 CE) de acto probatorio, susceptible por sí solo para poder fundamentar posteriormente una Sentencia de condena. (55) Nuevamente debe tenerse en cuenta el Reglamento CE 2320/2002. (56) STS 12 de mayo de 2006 (núm. rec. 1096/2005), FJ 2. Vid. también STS 8 de junio de 2001 (núm. rec. 789/1999), FD 2. (57) STS 22 de diciembre de 2005 (núm. rec. 545/2005), FD 2. (58) Vid. MARCO COS, José Manuel, «Juicios rápidos y Policía Judicial: ¿hacia la codireción del proceso penal?», Actualidad jurídica Aranzadi, núm. 559, 2002, pág. 4. (59) Cfr. DE LLERA SUÁREZ-BÁRCENA, Emilio, «La Policía Judicial y la seguridad ciudadana», Poder Judicial, núm. 31, 1993, pág. 120. (60) Al menos desde 1537. Nov. Recop. Ley VIII, Tít. XXXIV, Lib. XII. (61) Vid., por todos, SERRA DOMÍNGUEZ, Manuel, Normas de presunción en el Código Civil y en la Ley de Arrendamientos Urbanos, Barcelona, 1963. ÁLVAREZ SÁNCHEZ DE MOVELLÁN, Pedro, La prueba por presunciones, Granada, 2007. (62) Sobre la misma, GONZÁLEZ-CUÉLLAR SERRANO, Nicolás, Proporcionalidad y derechos fundamentales en el proceso penal, Madrid, 1990. PEDRAZ PENALVA, Ernesto, «Principio de proporcionalidad y principio de oportunidad», en AA.VV., La reforma del proceso penal. II Congreso de Derecho Procesal de Castilla y León, Madrid, 1989, pág. 321 y ss. (63) Así lo afirma la STS 5 de julio de 2007 (núm. rec. 1277/2006), FD 4: su naturaleza (la del atestado) es administrativa, pues emana de un órgano de la administración, no es jurisdiccional. Constituye un documento de extraordinaria relevancia en la medida que da origen al proceso penal como vehículo transmisor de la notitia criminis y con valor de denuncia. (64) Sobre las mismas, para conocer su detalle, es conveniente la lectura de BLÁZQUEZ GONZÁLEZ, Félix, La Policía judicial, Madrid, 1998, págs. 145 y ss. (65) Que recoge lo más sustancial del Acuerdo de la Sala 2.ª de 28 de noviembre de 2006. (66) Los votos son de los Magistrados Andrés MARTÍNEZ ARRIETA, quien recuerda que «la policía tiene facultades de investigación del hecho delictivo (art. 126 CE), pero sus actuaciones investigadoras no tienen, por sí misma, potencialidad de prueba, necesitando su reproducción en sede jurisdiccional», y Diego RAMOS GANCEDO, añadiendo que «la posibilidad de acudir al testimonio de los funcionarios autores de la investigación, como forma de introducir en el juicio la declaración de algún imputado en el atestado, aparece en la jurisprudencia citada rigurosamente condicionada a que concurran dos requisitos esenciales. El primero y fundamental, que los datos sobre que verse la deposición sean de carácter objetivo; y el segundo, que no exista otra forma de constatación de los mismos, porque la correspondiente diligencia original fuera irrepetible. Y, aun siendo así, en todo caso, el empleo de tales testigos de referencia sólo estará autorizado en supuestos de imposibilidad real y efectiva de oír al testigo directo». (67) Tal y como lo señala el Magistrado MARTÍNEZ ARRIETA en su voto particular antes referido: No es posible introducir el contenido de las declaraciones policiales en el juicio oral a través de la prueba testifical de los agentes policiales que las presenciaron o del Letrado que asistió al declarante. Éstos son
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testigos de referencia, por cuanto declaran sobre aquello que oyeron declarar al imputado. Como tales su testimonio no tiene validez como medio de prueba ya que en el juicio se encuentra presente el referenciado, esto es, el propio imputado. (68) Cfr. SOTO NIETO, Francisco, «Valoración probatoria de las declaraciones de testigos e imputados en sede policial», Diario LA LEY, núm. 3, 1996, págs. 1428-1429. (69) Esta jurisprudencia ya es antigua. STC 107/1983, FJ 3: «... es indudable que tal actividad probatoria se produjo con la formulación en el proceso penal, de actuaciones técnicas de la Agrupación de Tráfico, conteniendo informe de cómo pudo ocurrir el accidente, croquis y numerosas fotografías de la carretera, con determinación de huellas y estado de situación de los vehículos...».Vid. también STC 201/1989, FJ 4. (70) STC 100/1985, FJ 1: «La conclusión anterior tiene que ser matizada en aquellos casos en que en el atestado y en las diligencias policiales no se producen simples declaraciones de los inculpados o de los testigos, sino que, como ocurre en el presente caso, se practicaba --preconstituyéndola-- una prueba a la que puede asignarse lato sensu un carácter pericial, cuando concurre, además, la circunstancia de la imposibilidad de su repetición posterior. En este caso, aun dejando en claro que el atestado debe ser en el correspondiente juicio ratificado por los agentes que lo hayan levantado, hay que atribuir a su contenido no sólo el valor de la denuncia para llevar a cabo nuevas actividades probatorias, sino un alcance probatorio por sí mismo siempre que haya sido practicada la prueba pericial preconstituida con las necesarias garantías». (71) Vid. sobre estos informes, y su valor de denuncia, GIMENO SENDRA, Vicente, «Filosofía y principios de los juicios rápidos», Diario LA LEY, núm. 5667, 2 de diciembre de 2002. (72) STC 43/2007, FJ 8: Elemento del tipo que la Audiencia Provincial ha estimado acreditado a partir de los signos externos que los agentes intervinientes apreciaron en el conductor, descritos en el atestado y ratificados en el acto del juicio. De aquellos signos externos --pupilas dilatadas, olor a alcohol y andar vacilante-, unidos a la negativa del demandante de amparo a practicar la prueba de alcoholemia, infiere la Sala la afectación de las facultades psicofísicas y de los reflejos del demandante de amparo para la conducción, pues --se razona en la Sentencia-- «quien no es capaz de controlar su deambulación, difícilmente va a poder controlar una actividad más compleja como lo es la conducción de un vehículo a motor» (fundamento de Derecho primero). Pues bien, la inferencia alcanzada por la Sala no puede ser calificada de irrazonable, ni desde el punto de vista de su lógica o coherencia, ni desde la óptica del grado de validez requerido, ya que se apoya en datos suficientemente concluyentes a partir de los cuales puede lógicamente deducirse la influencia de la ingesta de bebidas alcohólicas en las facultades psicofísicas del recurrente en amparo para la conducción del vehículo a motor. (73) Vid. STS 4 de julio de 2007 (núm. recurso 563/2007), FD 2. (74) PAZ RUBIO, José María, «El Ministerio Fiscal como impulsor de la Policía Judicial», en Policía y sociedad. I Seminario de colaboración Institucional entre la Universidad Internacional Menéndez Pelayo y la Dirección General de Policía, Santander, 17 al 21 de julio de 1989, págs. 171-172. Es interesante recordar justo ahora sus palabras, pronunciadas hace casi 20 años: «... el 80 por 100 de la investigación policial, también hasta hace pocos años se basaba prácticamente en la mera confesión del acusado. Y actualmente esto no es posible». Toda una metáfora del presente... (75) Situación de la que se hace eco, por ejemplo, VILLAGÓMEZ CEBRIÁN, Marco, «Valor probatorio de las diligencias de instrucción en el proceso penal: análisis jurisprudencial», Revista de Derecho y proceso penal, núm. 5 (2001), pág. 89. (76) Sobre toda esa materia, así como sobre el concepto de mínima actividad probatoria, es imprescindible la lectura detenida de MIRANDA ESTRAMPES, La mínima actividad probatoria en el proceso penal, Barcelona, 1997, en especial para el tema que nos ocupa págs. 317 y ss. En esa magna obra se ofrece una reflexión crítica sobre la jurisprudencia hasta la fecha de publicación del trabajo. (77) Vid. voto particular referido del Magistrado RAMOS GANCEDO: la investigación policial transcurre en un marco sin transparencia, muy constrictivo para quien es objeto de ella y presunto inocente, con frecuencia, privado de libertad. (78) Especialmente asistidas por la jurisprudencia que legitima las filmaciones policiales, sin autorización judicial, cuando son realizadas en lugares públicos y no se vulnera el derecho a la intimidad de la persona. STS 17 de marzo de 2006 (núm. rec. 1577/2004), FD 1. Vid. también STS 18 de marzo de 2005 (núm. rec. 1873/2003), FD 2. En la doctrina, SERRA URIBE, Carlos Enrique, Derecho a la intimidad y videovigilancia policial, Madrid, 2006. MONTÓN GARCÍA, María Lidón, «El tratamiento procesal de las videofilmaciones policiales», Studia carande: Revista de ciencias sociales y jurídicas, núm. 2, 1998, págs. 169 y ss. SALA I DONADO, Cristina, La Policía judicial, Madrid, 1999, pág. 94 y ss.
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Diario LA LEY nº 6780
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(79) No voy a entrar, por descontado, en una discusión sobre el concepto de jurisdicción, que me conduciría a valorar si los actos policiales y los actos de prueba tienen eficacia de cosa juzgada. Nada de ello tiene una auténtica relevancia práctica en la discusión que desarrollo en el texto principal. (80) Que se traduce en vulneraciones constitucionales del derecho al juez imparcial y al juez ordinario predeterminado por la ley, como explico en NIEVA FENOLL, Jordi, La incoación de oficio de la instrucción penal, Barcelona, 2001, pág. 77 y ss. (81) Vid. el voto particular antes citado del Magistrado RAMOS GANCEDO: En efecto, en este modelo procesal es firme la distinción de dos fases, una previa de investigación --normalmente policial, esto es, extrajudicial, en su inicio-- y otra destinada a producir los elementos de prueba necesarios para fundar la decisión judicial. El primero de esos ámbitos se abre con la constatación de un hecho que aparece prima facie como delictivo, lo que obliga por imperativo legal a la indagación acerca de su autor y las circunstancias en que el mismo tuvo lugar. (82) Prosigue el voto particular antes citado del Magistrado RAMOS GANCEDO: la investigación policial o judicial implica intensamente a quien la realiza, reduciendo su capacidad de crear distancia crítica respecto de la propia actuación que, así, resulta inevitablemente teñida de parcialidad objetiva. (83) GARNHAM, Alan / OAKHILL, Jane, Manual de psicología del pensamiento, trad. de Eva Juarros Daussá de la obra Thinking and reasoning de 1994, Barcelona, 1996, pág. 285. ARTIETA PINEDO, Isabel / GONZÁLEZ LABRA, María José, «La toma de decisiones», en GONZÁLEZ LABRA, María José, Introducción a la psicología del pensamiento, Madrid, 2005, pág. 372. (84) BERISTAIN IPIÑA, Antonio, La institución policial y su articulación con los derechos del ciudadano, Revista Vasca de Administración Pública, Herri-Arduralaritzako Euskal Aldizkaria, núm. 3, 1982, pág. 59. (85) Describo sus detalles en NIEVA FENOLL, Jordi, «El último proceso inquisitivo español (el proceso penal de la Novísima Recopilación)», Justicia, 2006, núm. 3-4, págs. 152 y ss.
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