EL HOMBRE DETRÁS DE LA VENTANA. Alicia Mariona

EL HOMBRE DETRÁS DE LA VENTANA Alicia Mariona El hombre está detrás de una ventana y mira hacia las barandas y las rejas de los balcones ciudadanos co

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EL HOMBRE DETRÁS DE LA VENTANA Alicia Mariona El hombre está detrás de una ventana y mira hacia las barandas y las rejas de los balcones ciudadanos con los ojos perdidos. Las plantas crecen junto con la herrumbre y el hombre piensa en una mujer. Está enfermo. Tenía un sapo rojo pegado al cerebro, una bestia sangrienta llamada aneurisma que, un buen día saltó y destrozó todo lo que encontró en el camino. Acorta la mirada y la fija en la mano. Rígida, como el muñón de un títere. Pero no piensa en el lago de sangre que le devastó la vida sino en su arrepentimiento. Por haberla dejado. A ella. Y porque no volverá a verla. Nunca. Un día le dijo que quería tomarse un tiempo. Que estaba confundido. Era mentira. Y no era una agachada de casado infiel. Sin saber cómo, abrió la boca y le dijo esa barbaridad. Quizás fue la bestia que crecía en su cabeza. “Ana, tengo que tomarme un tiempo.” Ella lo miró sin creerle. Él insistió. Entonces le contestó que estaba bien. Con los ojos en sombra, la boca en sombra, la voz en sombra. El orgullo brillando. Le dijo algo más, no sabe qué más. Se separaron. Fue una locura. Y la culpa no fue de la sangre, ni de las telas flotantes en el pulso rojo. Una cosa de ésas no da aviso. La vida continuó. La vida siempre quiere continuar cuando no debe. Y se corta cuando tampoco debe. Así que Leo siguió la vida sin inventar más excusas para verla. De un modo pobre y gris siguió adelante, sin detenerse en ningún sentimiento, pensando que las cosas tenían que mejorar, con un poco de paciencia y distracción. Entonces reventó el aneurisma. Telón. Silencio. Oscuridad. Ahora está detrás de la ventana. Parece un maniquí, con la pata dura y mal hecha. Como si hubieran tirado su pierna a la basura. Con la cara desquiciada y el brazo y la mano anudados, secos, feos. Torpes. Los ojos atraviesan el vidrio, pero la mirada es inútil. Ya no ve los estragos del óxido ni presta atención a nada. Es raro, pero se imagina que la llama por teléfono para decirle lo que nunca le dijo.

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La llamaría y le diría que la quiere con locura y que es la mujer de su vida. Ella le preguntaría por qué le dice esas cosas ahora. ¿Está loco? Y él no sabría qué contestar. Se haría un silencio. Quiero verte, diría Ana. Cada vez que hablaba así, a él se le daba vuelta la sangre. Pero no sólo por el deseo de ella subiendo por el lado oscuro de las palabras, no sólo porque le invocara su propio cuerpo. Era la densidad de la voz que echaba a rodar un alud de sensaciones que no había conocido antes. Invocaba vida, piel, calor, inundaciones. Y él terminó la historia con una cosa oscura, rara. No estaba confundido. Nunca supo por qué. Nunca se entendió ese instante de locura. Y ahora ya no puede verla. Si ella lo llamara ... No. Que no lo llame, murmura. La voz suena a murciélago, a enterramiento. La lengua se mueve torpe. Un milagro le devolvió el habla pero la voz es ajena. Y no es lo peor. Lo horrible, lo insoportable es el arrastrón de la pierna. Y el bracito inmóvil, de muñeco. Jubilado. A los cuarenta años. Entonces sucede una cosa rara. Una mujer bonita y joven, con una boca que sólo puede haberle dibujado un pintor renacentista, se acerca a un teléfono. En pocos segundos el timbre suena junto al hombre sentado cerca de la ventana. Se sobresalta. Quiere huir. Retrocede. Pero al tercer timbre, atiende. “Soy yo.” “Sí,” dice él. “Quiero verte.” Es la fórmula mágica. Leo responde que también quiere verla ya. O hay en su cabeza un nuevo globo rabioso a punto de reventar, o se ha vuelto más loco que antes. Ella va a descubrir toda la desdicha del cuerpo que amaba y que la amaba. El cuerpo que se disolvió entre las tuberías de terapia intensiva, bajo el techo siempre iluminado, en medio del olor frío del cuarto, lleno de exhalaciones sucias de hombres desnudos, el cuerpo que ella amaba y que se derramó gota a gota, mientras él esperaba la vuelta del segundero en el reloj de la pared. ¡Cómo es capaz de decirle que quiere verla!

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Está a punto de poner una excusa para cortar la comunicación, pero se arrepiente. Entonces le habla de la enfermedad, de la ruina de su cuerpo, de su pierna estropeada. Le dice que está feo y viejo, jubilado a los 40 años. Y, sin embargo, le dice que quiere verla. Se ha vuelto valiente. Es un león. Cita, hora, lugar. Ya mismo. Está obligado a salir, no tiene retroceso. Tiene que decidirse a inventar un pretexto para salir. Hace mucho que no piensa en vestirse, pero se viste. El corazón le late mucho, como antes. Sin saber muy bien qué está haciendo, como cuando le dijo que iba a tomarse un tiempo, sale arrastrando su pierna fea. Y mientras baja en el ascensor piensa en Mercedes y en la verdad. Estaba desesperadamente enamorado. Por eso quiso dejarla. Hay cafés que tienen bahías, caletas, ensenadas, esquinas, que alojan y dan tregua. Así es el café de Leo y Ana. Él está sentado cuando ella llega. La mira desde abajo, sin levantarse. Se yergue apenas un poco para besarla levemente. Es más linda que un cielo. “Leo,” dice ella, “quiero decirte ...” “No, no,” interrumpe él, “no, amor mío. Antes te quiero decir ...” Las palabras que invocan al amor, como un ensalmo, detienen el correr del aire. Se frena la marcha de las esferas celestiales y los mozos, en la tierra, en el circuito cerrado del café, dejan de hacer ruido con las cucharitas. Entonces le explica que no sabe cómo pudo dejarla. Que no lo entiende. “Después tuve un ataque,” dice. “Quería llamarte pero no podía. Soy una ruina. Jubilado por invalidez.” Por fin la mira de frente. Hunde la mirada en los ojos de ella. Ahí suele nadar el pez de la verdad. Ella le sonríe. Se miran separados por el humo de un té y un café. Y las manos se quedan, cada una, en la propia taza y la propia cucharita. “En el hospital, cuando me desperté y me vi así, pensé que Dios existe y que me había castigado. Pensé que te quería como un loco y que te dejé y que era una gran maldad, un pecado.” “¿Sabés Leo?” dice ella, “hoy iba a ponerme un delantal de cocina y me acordé de mi cintura. La tenía olvidada, me estaba olvidando del modo en que me quebrabas la cintura.” Hay un silencio que pesa.

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La mano de Leo, la mano que quebraba esa cintura es una mano de estopa, un muñón de alambre. “Algo más. Yo sabía que estabas enfermo.” Él la mira con asombro. “Te vi en el hospital.” El pez de la verdad nada en aguas cristalinas. Ana le cuenta que fue al hospital cuando supo que estaba muy enfermo. No podía soportar la idea de que se muriera sin verlo. Fue un día y otro día más. Una semana. Hasta que las dos, su mujer y ella, supieron que estaban ahí por el mismo hombre moribundo. “Somos raras las mujeres,” dice, “tenemos esa fama. Yo esperaba afuera. Una noche le dije que la próxima vez me dejara pasar. Le dije lo que me nacía del alma: que me faltaba tu piel desde hacía mucho. Que quería tocarte. Ella se quedó pensando. Sin enojo. Después me dijo que entrara, que quizás estabas queriendo morirte porque también vos me extrañabas. Y que ella no quería perderte. Esa mujer tuya no es cualquier cosa. Me dio su lugar. En los cinco minutos que te tuve cerca te dije que te amábamos. Las dos: ella y yo. Y te dije que volvieras, que no importaba cómo, pero que no te murieras. Que volvieras así fueras una ruina, una porquería. También te dije que te entendía y que te perdonaba por haberme dejado. Estábamos locos de amor, vos y yo. Pero tu mujer es un amigo y no se la engaña así como así. Eso te dije. Después te despertaste. Ese día, el otro. No creo en los milagros. Ni sé por qué volviste, pero volviste. Desde entonces me quedé pensando que un día iba a animarme a decirte todo. Ya sabés que no me importa que estés feo y amargado. Yo podría volver con vos, no me interesa una pierna más o menos. Es ella, es tu mujer que me pesa.” Hay un silencio fuerte, lento. “Ahora que te veo,” Ana vuelve a hablar “¡Qué lindo sos! También enfermo te comería todo y me dejaría comer por vos.” Ruedan los dados. Generala servida. Suben en el ascensor estropeado en el que tantas veces se quedaron con las bocas carnívoras en la parte más jugosa de la boca del otro y, como antes, se ríen del empleado escondido en la entrada. Y caminan juntos por el corredor buscando la 308. La marcha ha perdido gallardía y limpieza. Él renguea y ella le repite el paso como una bailarina nocturna. Al compás de esa síncopa ella piensa: “me juego todo”. Quizás él se muera ahí mismo, en sus brazos. Puede ser que todo salga mal. Quizás se encuentre con que él, su hombre, tiene una insoportable garra de mono. Pero no IN PIMPIRIMPANA N. 5 DEL MAGGIO 2013

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le importa. Si tiene que traicionar a la amiga de las noches de agonía, tampoco le importa. Le importa él. Quizás la mano de él vuelva a quebrarle la cintura, el aire, la respiración, el alma, la noción del tiempo. El hombre también ha subido en el ascensor hacia su verdad. ¿Qué cosa lleva dentro de la cabeza? ¿Hay desfiladeros frágiles como alas de libélulas? ¿Hay larvas de seres sin ojos que esperan el estallido del amor para atacarlo y romperle las fibras de la vida? No lo sabe. La herrumbre sigue creciendo en los balcones y la traición no se llama más de ese modo feo. Se llama riesgo, bendición del destino. Se llama amor, se llama Ana, se llama yo, se llama nosotros, se llama vida, muerte, verdad, ahora, detrás, después y nunca. Y no se llama nada.

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