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El lenguaje es un virus Juan Vicente Aliaga En Juan Vicente Aliaga y José Miguel G. Cortés (1993) De amor y rabia. Acerca del arte y el sida, Valencia, Universidad Politécnica de Valencia.
Language is a virus, dice Laurie Anderson, y no le falta razón. Al estar constituido por una cadena arbitraria de significados y significantes, el lenguaje transmite valores morales, contingentes, y por lo tanto, genera ideología. En ese orden de cosas, si tratasemos de conocer el sentido o sentidos que el lenguaje escrito ofrece de la definición de diccionario del término enfermedad, tendríamos, por lo general, las siguientes acepciones: por un lado, una serie de sinónimos, a saber: afección, dolencia, padecimiento; por otro, definiciones del tipo: cada una de las diversas alteraciones del organismo que perturban su funcionamiento; y en tercer lugar, el listado de conceptos que van desde anormalidad y estigma hasta lacra y mal, pasando, entre muchos otros, por los de transtorno y frenopatía. Con esta somera ojeada a lo que la institución lingüística dice sobre el significado del término enfermedad, y teniendo en cuenta que la institución, sea ésta la Real Académia de la Lengua, un grupo o asociación de lexicógrafos o simplemente algún diccionarista, está encargada de definir, ordenar, explicar o mostrar las equivalencias de un idioma, podemos ver que el lenguaje está utilizado de varios modos: tautológico, en primer lugar; determinando el vocablo enfermedad sin definirlo, buscando similitudes abstractas; descriptivo, en segundo lugar, tratando de adecuar el alcance semántico a una función denotativa y explicativa a la vez, en la que se precisa una dimensión que dice tender a lo objetivo, aun siendo conscientes de la carga ideológica de éste último término; metafórico, por último, induciendo al receptor del mensaje a asociar enfermedad con vocablos connotados en funcion de la adecuación del mismo canon o norma y reforzando, por puro exceso, la magnitud negativa de la palabra definida. De los tres usos del lenguaje enunciados, es posiblemente el tercero, el metafórico, aquél que consiste en dar a una cosa un nombre que pertenece a otra, el que más nos interesa explorar aquí, pues incide de lleno en la representación que del SIDA han ofrecido los medios de comunicación de masas, la publicidad y también el arte, aunque ésta última cuestión, la del campo estético, será tratada en otros textos de De amor y rabia. Así, si nos paramos a considerar que el lenguaje está estructurado socialmente y que tiene la capacidad de significar algo determinado, en función del ámbito o contexto en el que se vehicule, de la carga ideológica utilizada y del sesgo personal que el sujeto pensante le añada, veremos que el SIDA no ha aparecido tan sólo ante la opinión pública como una enfermedad dolorosa, destructiva, irreversible, sobre la que no existe cura, pero sí modos de prevenirla, sino que se la ha aireado sobre todo, en particular en los primeros años desde el surgimiento de ésta pandemia, como una maldición, un castigo, una vergüenza.
Tener SIDA, ser enfermo de SIDA –utilicemos el término sidoso o sidosa, sin tapujosequivale para amplias capas de la población, de distintos niveles intelectuales, e incluso para gran parte de los medios de comunicación de masas, después de más de diez años desde su aparición, a una condena segura, y también a una condenación sin paliativos, en especial en la prensa sensacionalista. En el mejor de los casos, tal vez debido a la promoción, a veces un tanto sensiblera, de las campañas de recogida de fondos que están llevando a cabo organizaciones caritativas y benéficas, se habla del enfermo de SIDA desde la conmiseración, la piedad y la lástima. Los usos de la tolerancia, de origen judeo-cristiano, ejercen en estos casos una presión que convendría analizar por el efecto que producen en la imagen de la enfermedad y de los afectados. Según afirma Susan Sontag, parece como si “ la sociedad necesitase de una enfermedad que se identifique con el mal, que culpabilice a sus “victimas”, pero resulta difícil obsesionarse con más de una a la vez” La escritora nnorteamericana se refiere también a la demonización que otras enfermedades han experimentado en el curso de la historia, concretamente la tuberculosis y el cáncer, objeto de un estudio suyo publicado bajo el título de Illness as Metaphor (La enfermedad y sus metáforas) (1978). A estas patologías, se podrían añadir otras como la sífilis, que también han sido revestidas de significados parasitarios, añadiduras superfluas, metáforas en exceso que, más que explicar la condición y situación médica que las caracteriza – etiología, sintomatología, formas de contagio, tipos de prevención…-, no hacen sino huir del significado estrictamente denotativo, médico-científico, para cebarse en la construcción de un aparato ideológico que estigmatiza la enfermedad y la excluye, como a los apestados de la Edad Media, del mundo de los sanos y, por lo tanto, de la norma. Roland Barthes dijo en una ocasión desconocer “si, como dice el refrán, las cosas repetidas gustan, pero creo que al menos significan”. A esta frase, casi una sentencia, se le podría complementar diciendo que, tal vez por su misma insistencia y reiteración, determinadas cosas significan si no más, si con mayor claridad. A fuerza de repetirlas, la dimensión comunicativa, es decir, lingüística de los enunciados cobra cuerpo y consistencia. El significado reside en cualquier discurso, es decir en toda unidad o síntesis significativa, sea verbal o visual (Barthes, de nuevo), aunque sea inconsciente. El discurso es, por consiguiente, objeto de interpretacion. No hay enunciaos carentes de contenido ideológico, de lo que se colige que el lenguaje, sea este verbal, gestual, gráfico o visual y con mayor o menor grado de codificación, es transmisor de ideología. De lo anterior se desprende que el lenguaje no es inocente y que la exhibición de un modo de representación elegido está provista de una intencionalidad, en mayor o menor grado determinada, sea ésta textual o subliminal. Cómo se percibe el SIDA? Qué imágenes tenemos de los enfermos del síndrome de inmunodeficiencia adquirida? Qué tipo de asociaciónes mentales lleva consigo esta epidemia? A quién benefician? A quienes perjudican? En 1979, Alvin Friedman-Kien, de la New York University Medical Center, identificó a un grupo de pacientes que sufrían una extraña enfermedad dermatológica, el sarcoma de Kaposi. Dicha patología se presentaba de un modo bastante sorprendente: una serie de nódulos azulados o
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amoratados tirando a marrón que cubrían la piel. El desarrollo habitual, tras varios estudios, de esta afección parecía, en principio, carecer de consecuencias irreversibles, y, sin embargo, estos jóvenes enfermos fallecieron en un periodo comprendido entre las ocho y las veinticuatro semanas después de haber sido diagnosticada la dolencia. En junio de 1981 ya se habían producido veintiséis casos semejantes. Al mismo tiempo, cinco casos de neumonía pneumocystis, una enfermedad causada por un parásito protozoico de carácter ubicuo que normalmente sólo se manifestaba en aquellas personas con sistemas bajos en defensas, aparecieron en los Angeles. Dos de los pacientes habian fallecido. Poco tiempo despues, se produjeron diez nuevos casos de neumonía pneumocystis y dos de los afectados presentaban asimismo, señales de sarcoma de Kaposi. A medida que se iba desarrollando esta sintomatología, los epidemiólogos del Center for Disease Control, en Atlanta, al tratar de comprender la naturaleza de estas enfermedades, fueron construyendo la imagen del paciente. Los primeros datos coincidentes señalaban que los enfermos residían en zonas o conglomeraciones urbanas de Nueva York, Los Angeles, San Francisco y Miami, y que todos ellos eran hombres jóvenes. Un tercer dato, el de la orientación o preferencia sexual del afectado, sirvió para que en un dossier publicado por el Center for Disease Control, el 5 de junio de 1981, se indicara que “dos de los cinco (pacientes) han mantenido frecuentes contactos homosexuales con varias personas”. La importancia de la orientacion sexual como un factor causante de la enfermedad fue puesta de manifiesto en la categorización del enfermo de SIDA durante los cuatro primeros meses de 1982, al etiquetarse su dolencia como integrante de una GRIDS, es decir, Gay Related Immune Deficiency Syndrome (Sindrome de Inmunodeficiencia relacionado con la Homosexualidad), con lo que se estaba dando un paso de gigante en la estimagtización del portador de una enfermedad infecciosa en función de sus preferencias sexuales. El énfasis inicial en la categorización de la enfermedad, basada en el supuesto de la orientación sexual, marcó de manera contundente la construcción ideológica del SIDA. Aun hoy, en 1993, pese a que la comunidad médica ha hecho incapié en que no existen grupos de riesgo, sino prácticas de riesgo y que se ha divulgado a través de los medios de comunicación la seropositividad de Magic Johnson, contraída por la práctica heterosexual desprotegida, el sambenito de que el SIDA es una enfermedad de maricones y gentes de mal vivir está muy arraigado en la sociedad. Cuando finalmente, en otoño de 1982, se acuñó el término AIDS (SIDA), éste se entendía como una subdivisión de una categoría mayor de enfermedades de transmisión sexual, una dolencia padecida por los homosexuales como resultado de sus prácticas sexuales desenfrenadas y rpomiscuas, o de otras actividades desordenadas que les eran propias como el uso de los poppers (una droga que contiene nitrito amílico o butilo y que se emplea para acelerar los latidos del corazón).
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De esta manera, la asociación directa entre SIDA y la sexualidad, y concretamente el sexo entre hombres que socialmente siguen considerándose con desprecio y burla, fueron de la par en la difusión por parte de la institución médica, de la ciencia en suma, delos rasgos y características que revestían esta nueva afección que, con celeridad inusitada, pasó a substituir a otras como la sífilis o el cáncer en el imaginario humano como patologías contaminantes y peligrosas. A pesar de que, a finales de 1982, se detectaron casos que no podían ser encuadrados sobre la base de los gustos sexuales como los hemofílicos y los drogadictos, la idea de que el SIDA afectaba casi en exclusiva a los homosexuales persistió. Es preciso puntualizar que el SIDA es causado por una infección de un retrovirus denominado virus de inmunodeficiencia humana (VIH), que se desarrolla en contacto directo con los fluidos corporales del semen y la sangre, y que se encuentra, asi mismo, en los flujos vaginales. La transmisión sexual desprotegida es una de las vías de contagio, no la única – piénsese en la transmisión madre/hijo- y, sin embargo, en la imaginería y el lenguaje construidos sobre el SIDA, sobre todo en los primeros años de su aparición, se hacía hincapié en que el SIDA era una enfermedad de transmisión sexual como la sífilis, y no una afección vírica semejante a la Hepatitis B. de esta manera, los representantes del orden moral, sustentado en la abstinencia sexual o en la monogamia heterosexual de la vida en pareja, tenían más de un buen pretexto para seguir lanzando invectivas contra quienes estaban al margen de la norma sexual imperante. La enfermedad que, en particular en los Estados Unidos, se catalogó posteriormente como el mal de las cuatro H: homosexualidad, heroinómanos, hemofílicos y haitianes (en este vocablo se encierran dos supuestos: la idea de que el origen del mal es exterior a la heterosexualidad y de que fue contagiado por una raza no blanca), recibió desde los medios de comunicación (en especial en las grandes cadenas de televisión, los periodicos y revistas sensacionalistas), y también de la clase médica, un tratamiento visual y verbal alarmista, deformado y tendencioso. Se trataba en líneas generales, de pasar de una primera etapa en que el uso de las cifras y las estadísticas era el único dato de que disponía el público sobre la enfermedad, reforzándose de tal manera el misterio y el enigma sobre un virus qque no tenía rostro y que, en círculos religiosos, era visto como un flagelo de Dios, a una etapa posterior en que las fotografías publicadas por los diarios mostraban a sidosos –la imagen de la mujer estuvo relegada durante bastantes años- aislados, postrados en la cama, semejantes a los niños esqueléticos de Etiopía o Somalia. Antes incluso de llegar a esta iconografía extrema, que levantó ampollas entre los grupos activistas norteamericanos, ACT-UP sobre todo, y que comentaremos a continuación, es impresindible analizar las distintas tipologías iconográficas y semánticas que los massmedia han difundido profusamente.
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A primera vista, llama la atención la continua evolución del discurso sobre el SIDA, motivado en parte por el hecho de que los avances científicos se han producido con gran rapidez y que, por lo tanto, determinados hallazgos quedaron obsoletos al poco de ser descubiertos. El conocimiento del SIDA ha cambiado a lo largo de estos últimos diez años. Hoy en día, se conoce con mayor detalle, aunque en lo que se refiere a las formas de contagio, tras los primeros titubeos y el pánico desatado sobre los posibles riesgos de la saliva y otros líquidos como la orina, que fueron desechados, no ha habido en lo fundamental ninguna variación. Las instrucciones recomendadas en un pequeño folleto, por poner un ejemplo, entre otros, editado por la Conselleria de Sanitaat i Consum de la Generalitat Valenciana a finales de 1992 en su campaña “Que el SIDA no siga”, sobre de qué manera se transmite el virus del SIDA y cómo se puede prevenir son en esencia las mismas que se dieron desde que en 1983 aparecieron los primeros casos de hemofílicos contagiados, a los que se unió la publicación masiva de otros casos de contagio por vía heterosexual en 1986. y esto sucedió un año despues de que saliera al mercado la prueba que permitía detectar los anticuerpos de VIH, y de que se celebrara la 1er Conferencia Internacional sobre el SIDA en Atlanta. La asociación ideológicamente perversa, del SIDA con las prácticas homosexuales explica el retraso en la falta de asunción de los riesgos que corría la comunidad heterosexual si no tomaba medidas de protección. Era fácil decir: solo les afecta a ellos. Los cambios que ha experimentado la representación del SIDA, con la perspectiva de 1993, se deben, en parte, a la influencia delas campañas públicas de prevención (con sus defectos), los programas educativos pluralistas y al activismo sobre el SIDA. Activismo que, pese a su esfuerzo denotado, no ha conseguido todavía disipar los prejuicios existentes. Desde 1981 hasta 1983, aproximadamente, la ausencia de imagenes de los afectados era moneda corriente. Cifras y estadísticas anónimas ajenas a la realidad personal de cada paciente de SIDA, procedentes de los centros médicos, además de la pugna entre el descubridor del retrovirus, el doctor Luc Montaigner del Institut Pasteur de París y su belicoso contrincante Robert Gallo del National Cancer Institute, ocupaban las informaciones sobre el SIDA. El inminente negocio de algunos laboratorios con el descubrimiento de algunos fármacos y su venta –como se supo en abril de 1993 el uso del AZT no parece retrasar el avance de la enfermedad en los seropositivos-, así como la puesta a punto de una prueba anti-SIDA era patente. Incluso la prens gay se hacía eco de los avances del virus a través de informaciones deshumanizadas, con la publicación de primeros planos microscópicos de las lesiones ocasionadas por el sarcoma de kaposi o del tejido pulmonar afectado por el Pneumocystis carinii pneumonia. A qué se debía esta ausencia de imágenes de los propios afectados? Entre otras razones, a la ignorancia y escacez de información ponderada sobre la enfermedad, lo cual despertó viejos demonios (se habla de peste, de plaga gay, de castigo divino…),
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que llevaron –el caso norteamericano es muy elocuente- a la discriminación de los inquilinos afectados, por parte de los caseros que les amenazaban con expulsarlos, por un miedo irracional al contagio, asi como a las vejaciones en el ámbito de la empresa y las amenazas de las compañias de seguros. Este estado de cosas contribuyó a que los propios sidosos/as no quisieran aparecer en los mass-media por las posibles represalias. A todo ello se unen los ataques virulentos por parte de la prensa amarillista (virulencia señalada por Simon Watney en “The Rhetoric of AIDS” en Gran Bretaña, cuya prensa constituyó una identificación entre el sidoso y el homosexual, ambos figuras de una misma monstruoSIDAd, en opinión de la misma). La histeria y homofóbia desatadas a raíz de la muerte del actor Rock Hudson, el 3 de octubre de 1985, corrieron de la mano de otros factores/ síntomas como el énfasis puesto en la extrema delgadez de los sidosos, y la publicación de fotografías en donde se compara la lozanía natural de un Rock Hudson veinte años más joven con la palidez de un cuerpo debilitado, comparación a todas luces sacada de contexto, tendenciosa y paranóica. La búsqueda, caza y captura, casi desesperada, que determinada prensa realizó para conseguir tomas de los enfermos más desfigurados, como consecuencia de, por ejemplo, los síntomas del sarcoma de Kaposi, tuvo en el caso de Kenny Ramsauer un sesgo morboso ampliamente divulgado por publicaciones tales como las francesas Paris Match y Photo o el tabloide británico Sunday People: quien fue un apuesto joven se había convertido en una caricatura grotesca. La prensa canalla descubriría, en 1983, con estas premisas suculentas, la aparición del SIDA. Dos años habían transcurrido desde que se declararan los primeros casos. Si a esto le unimos, como señaló agudamente Jan Zita Grover la publicación en mayo de 1983 del Journal of The American Medical Association, una influyente y conservadora revista de asuntos médicos, de un número dedicado al SIDA, en el que se venía a decir que el síndrome se podía contraer por medio de cualquier actividad cotidiana casual, se puede entender el pánico y la histeria que empezó a cundir entre la población, debido sobre todo a la falta de una información veraz y seria y a las tergiversaciones procedentes de la institución médica y de los mass-media. De entre la multitud de imágenes que la prensa ha propuesto en torno al sidoso, sobre todo desde 1985, se observa la escasa presencia de mujeres, lo que viene a significar que se estaba construyendo la idea que era el hombre, al que se presuponía mayor actividad sexual desordenada, el que corría mayor peligro. Cuando por fin, ateniéndose al creciente contagio femenino, se alcanza un cierto número de imágenes de mujeres, éstas aparecen en determinados contextos y roles: como acompañante, familiar o madre de un niño/a portador del virus, o bién en un ámbito menos tranquilizador y amable como prostitutas. Madre y puta: dos viejas visiones de una misma misoginia. Prácticamente hasta 1985 no llegan las primeras escenas de hospital en donde se ve all paciente, en su individualidad, examinado por un médico/a o aislado en la soledad de su habitación. La sensación de tristeza, de reclusión y de desprotección se acentúa, en muchas ocasiones, por la desnudez del cuerpo enfermo, o los rasgos físicos de un rostro demacrado, que denotan los avances de la enfermedad, y también
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por la atmósfera obsolescente, de abatimiento que se respira al contemplar al sidoso cabizbajo, pensativo, indefenso. Hay que decir que, algunas de éstas fotografías descarnadas no procedían de la prensa sensacionalista, sino de la obra de fotógrafos como Rosalind Solomon y Nicholas Nixon. Cuando éste último expuso sus Portraits of People en el Museum of Modern Art de New York, en 1988, el revuelo que se armó fue considerable. Acritud es la palabra que tal vez mejor define, en opinión de los críticos Robert Atkins y Thomas W. Sokolowski, la relación ante dichas obras: “Sea como fuere, esas imágenes percibidas como algo negativo o positivo, provocaron protestas entre los activistas. Quienes las rechazaban vieron, y todavía ven, los retratos en serie de Nixon como piezas carentes de contexto social, que hacen de los afectados por el SIDA unos monstruos demacrados. Pero exposiciones como esa eran poco frecuentes en 1988 y al menos esas fotos permitieron que el rostro de los individuos afectados pudiera ser visto. Los PWAS (personas con SIDA) eran considerados en tanto que individuos y no como una estadística” La polémica sobre qué tipologías iconográficas y qué estrategias de lenguaje utilizar, a la hora de representar a los enfermos de SIDA, sigue abierta –al término víctima ha sido descartado por muchos activistas por la connotación negativa que comporta, así como la expresión inglesa sufferer, que indica a la persona que padece una enfermedad, al doliente, por incurrir en un sesgo peyorativo de raíz religiosa, y por el hecho de que muchos afectados niegan que tener SIDA haya de ser visto como algo tremendista-. Dicho esto, el uso adecuado o no de algunas expresiones se incerta en el contexto de lo que se denomina en el mundo anglosajón Politically Correctness. Otro de los efectos de la representación del SIDA que han llegado incluso al mundo del tebeo y el cómic, pasando por le resto de medios que hemos venido citando, se sitúa en la problemática de la territorialización de la enfermedad. Como si se tratara de un virus que pudiera detenerse en la aduana, cada país trató en su momento (hoy en día esto parecería ridiculo, pues, como se ha comprobado, esta pandemia crece en los cinco continentes) de adjudicarle el sambenito a otro territorio: una forma poco decorosa de quitarse, momentáneamente, el muerto de encima. Así, de la misma manera que en los siglos XV y XVI se hablaba de la sífilis como el Morbo Gallicus, pues para los alemanes, como así lo explica Sander L. Gilman, el origen del mal y la figura del desviado se correspondía con la de un petimetre: el soldado francés, en lo que respecta al SIDA se produjo na situación similar. En los Estados Unidos, se habló del origen africano o haitiano de la enfermedad. Esta presunción –na manera de echar balones fuera- establecía que los norteamericanos de raza blanca daban por supuesto que los negros tienen una relación distinta con la enfermedad, debido a su condición de “seres diferentes”. Diferencia que una lectura segregacionista, como la que defiende que el índice de casos de locura ha sido mayor durante el siglo XX entre la población negra, a causa de su incapacidad y de las dificultades de adaptación a la civilización, puede llevar a la persecución sistemática. También se creía que los negros eran inmunes a la sífilis, al ser esta enfermedad de transmisión sexual de origen africano y a la que, se suponía, estaban acostumbrados. La construcción de la imagen del negro como ser promiscuo y mentalmente discapacitado estaba servida.
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En la primavera de 1987, las autoridades soviéticas admitieron, por vez primera, la existencia de algún caso de SIDA. Hasta entonces, el punto de vista de la ortodoxia comunista, tal como venía expresando en su órgano oficial Pravda, tildaba al SIDA de enfermedad producida en los laboratorios amerianos por una sociedad corrupta y venal en la que la homosexualidad y el consumo de drogas eran reflejo fehaciente y patológico de los últimos estadios del capitalismo. La estigmatización y demonización que, sirviendose del SIDA como un chivo expiatorio, ha sido llevada a cabo por los mass-media se basa en el uso de estereotipos, de reduccionismos y encorsetamientos tan absurdos como relacionar la penetración anal exclusivamente con la homosexualidad –testimonio franco y directo de una prostituta canaria en el primer programa emitido en Antena 3, en diciembre de 1992, de Queremos saber, en donde admitía que una de las prácticas más requeridas por sus clientes era “hacer el griego”, es decir, la penetración anal, aporta un buen grado de humor y desmitificación a este tema-. Se fundamenta tambien en la concideración falsa, esta sí de mayor calado, de que las mujeres están a salvo del SIDA. Salvo las prostitutas, pues al parecer su mismo oficio reprobable las condena, para esta red enorme de informadores interesados en divulgar mentiras alarmistas, el SIDA es un castigo y los afectados deben estar aislados. Es este sentido, la columna publicada por la directora del diario Las Provincias de Valencia, María Consuelo Reyna, el 11 de marzo de 1993, en la que se reafirmaba sobre unas declaraciones anteriores (del 4 de diciembre de 1992) donde pedía a gritos que por qué para los enfermos de SIDA “no se adoptan medidas drásticas de aislamiento”, son una verdadera piedra de toque del nivel de intolerancia, insensibilidad y fanatismo de una parte de la sociedad contemporánea. La amenaza palpable de los campos de concentración para sidosos –SIDAtorios-, existentes en la Cuba castrista, está latente en esas palabras. Las declaraciones de Magic Johnson, en las que admite ser portador de anticuerpos del virus, las de Arthur Ashe, fallecido en febrero de 1993, pese al positivo efecto concienciador que han tenido entre la población heterosexual, no han conseguido vencer el estigma culpabilizador, muy extendido, de que únicamente a los marginados, los homosexuales y drogadictos corresponde tomar medidas de precaución. El tremendo impacto que ha tenido en Francia la película de Cyril Collard Les nuits fauves (, 1992), en la que el protagonista (El mismo director, fallecido en marzo de 1993) hace el papel, claramente autobiográfico, de un director de cine bisexual que se enamora de una muchacha, sin que ello le lleve a renunciar a sus múltiples contactos homosexuales, es altamente paradójico. Por un lado, se constata, abiertamente, el peligro de las relaciones sexuales sin preservativos y, por otro, se muestra al protagonista como alguien activo, emprendedor, con un cuerpo apetecible, aparentemente sano, desbordante de vitalidad, a pesar de su enfermedad, con ganas y deseos de correr aventuras. La ingenuidad fantasiosa de las últimas palabras escuchadas en la película: “hoy hace un día como nunca. Estoy vivo. Probablemente voy a morir de SIDA, pero eso ya no es mi vida: estoy en la vida” le resta, sin embargo, credibilidad. Y el hecho de que se recalque que las relaciones entre hombres se deben a irrefrenables impulsos sexuales, mientras que las habidas entre un hombre y mujer corresponden a auténticas relaciones de amor, si no fuera por su estupidez supina se quedaría en simple boutade. Les nuits fauves, no obstante los errores y su atropellada y torpe trama narrativa, aporta frescura en la tan viciada representación del SIDA. Probablemente haya sido más eficaz, entre los adolescentes, que muchas campañas de prevención, y ello pese a que la compañera del protagonista, interpretada por la actriz Rommane Bohringer, retratada de modo misógino y desmedido, en su arrobo y
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atolondramiento amoroso, practica el sexo sin protección a sabiendas de que su partenaire es seropositivo. Dígase lo que se diga sobre el amour fou, esto no se puede recomendar, aunque suceda en la vida ordinaria.
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