EL MAGISTERIO DE WILLIAM OSPINA

EL MAGISTERIO DE WILLIAM OSPINA LA ESCUELA DE LA NOCHE1 PERFIL POR JULIO CÉSAR LONDOÑO PALMIRA, OCTUBRE DE 2010 1 William Ospina, La escuela de la

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EL MAGISTERIO DE WILLIAM OSPINA LA ESCUELA DE LA NOCHE1 PERFIL

POR JULIO CÉSAR LONDOÑO PALMIRA, OCTUBRE DE 2010

1

William Ospina, La escuela de la noche, ensayos de literatura, editorial Norma, 2008.

EL MAGISTERIO DE WILLIAM OSPINA JULIO CÉSAR LONDOÑO

J

ubilados ya Gabo y Mutis, y con Fernando Vallejo patinando en círculos irascibles, William Ospina se perfila como nuestro escritor más representativo. Ospina llena los auditorios, sus libros son textos de estudio en las universidades, se venden como el pan y humedecen las yemas de los dedos de los lectores. Los detractores lo acusan de publicar tratados a la menor provocación. En su defensa, hay que decir que sus libros son polémicos y delicados a la vez, y que han sido elogiados por escritores tan planos como Vargas Llosa o tan barrocos como García Márquez. A mí me intriga que a pesar del éxito y los compromisos, Ospina siga moviéndose con esa parsimonia episcopal que lo distingue. Nunca tiene prisa y siempre tiene tiempo para conversar con el primer parroquiano que se le atraviese. LA ESCUELA DE LA NOCHE De sus muchos libros de ensayo, novela y poesía, mi favorito es La escuela de la noche, una compilación de ensayos sobre la relación entre la literatura y el universo: la guerra, la educación, la ciudad, el destino de América, la naturaleza y los dioses. Ah, y el tango, porque Ospina es un sujeto capaz de pasar de Brahams a la música guasca sin parpadear. El tono y el enfoque del libro son los de la poética. (Recordemos que sobre la literatura se pueden decir generalidades en un lenguaje plano, como el que utiliza la teoría literaria; o en prosa y sobre una obra concreta, como lo hace la crítica; o generalidades en prosa, como la poética, una suerte de filosofía de la literatura, a la manera de Wilde, Reyes, Valéry o Borges). En el primer capítulo, dedicado a Grecia, arremete contra una escisión que odia: “Cuando nacieron los Juegos Olímpicos no existían todavía el cuerpo y el alma, esos inventos platónicos que perpetuó

con entusiasmo el cristianismo”. A Ospina lo irrita esta división porque considera que dio pie al desprecio cristiano por el cuerpo, y de aquí a la censura del sexo y de los placeres en general. En la página 18, en medio de una apología de los griegos, se acuerda que fueron esclavistas e intenta una tímida defensa: “Los esclavos no lo eran por su raza sino por su captura en combate, y podían llegar a ser parte apreciada de la familia. Incluso, si el esclavo estaba demasiado descontento podía exigir un cambio de amo”. En el capítulo titulado “La belleza de la espada” nos dice que fue quizá a mediados el siglo XVI, y concretamente en el cuadro El triunfo de la muerte, del flamenco Peter Brueghel, que el arte empezó a denunciar la guerra y abandonó la clásica costumbre de exaltarla. (En este libro, también Ospina deja de exaltar las maneras de la guerra antigua, que le parecían llenas de honor y de respeto por el enemigo comparadas con las guerras modernas). Sin embargo, reconoce que el morbo del arte hacia el horror persiste y se pregunta, con Goethe: ¿Por qué será que las cosas que nos repugnan en la vida nos fascinan en el arte? Entonces piensa que los violentos simulacros del arte pueden ayudarnos a domesticar el animal que llevamos dentro, y se responde con San Agustín: “Lo mejor de la palabra perro es que no muerde”. En “Las ciudades en la poesía” afirma que “Quienes abogan por que la poesía se vuelva urbana olvidan que la poesía comenzó siéndolo. El poema más antiguo y más vivo de la tradición que podemos llamar occidental, la Iliada, no sólo es un poema urbano sino el canto a la destrucción de una ciudad. Es decir, empezamos cantándole, ni siquiera al nacimiento de las ciudades, sino a su aniquilación y ruina”. Y luego sostiene que es muy probable que la exaltación poética del campo, como en Las bucólicas, sea obra de varones citadinos, como Virgilio, habitante de la laberíntica Roma Imperial. En “La novela y la historia” nos recuerda que la novela es un género de personajes en tanto que el protagonista del cuento es el argumento. O como lo resumió Philip K. Dick.: “El cuento trata del crimen; la novela, del criminal”. En “El sentido del libro” afirma que los dioses son librescos porque fundan sus doctrinas en un libro (la Biblia, la Tora, el Corán) y también los mortales, como Bill Gates, que escribe un libro cada que quiere filosofar sobre la era de la informática o anunciar la inminente

muerte del libro. Ospina vaticina que el libro perderá su prestigio por la banalización comercial que está sufriendo. En “Tango y poesía” define la canción como un poema que necesita exhibir su música; el poema, como una canción que puede oírse en silencio; y el baile del tango como una geometría lasciva. Asegura que sus letras son la suma de la pobreza y la ilustración, y se asombra de que el tango, “tan audaz y tan sombrío”, no se haya atrevido jamás a cantar el amor homosexual. En “Borges y el tango” escribe: “El pintor no es la pintura, el escultor no es la escultura, incluso el músico no es la música, pero el danzante es la danza”. El capítulo “La infancia, la muerte y la belleza” está dedicado a la relación de los niños con la literatura y arremete contra el prestigio de las novedades: “A nadie se le ocurriría recomendarle a un niño un libro por la peregrina razón de que acaba de ser escrito, habiendo tantos libros hechos hace siglos y llenos de noticias completamente actuales”. Recomienda el método del padre de Emily Dickinson, que le regalaba libros y le rogaba que no los leyera todavía porque podían perturbar su espíritu. Ella, por supuesto, los devoraba inmediatamente. Viene aquí también la observación de Chesterton: para un niño de diez años es maravillosos oír que Paquito abrió la puerta y encontró un dragón. Pero para un niño de cinco años ya es maravilloso saber que Paquito pudo abrir la puerta. En “Este estiércol” asegura que el poema A una carroña, de Baudelaire, marcó el fin de la división del mundo entre lo poético y lo prosaico, y que Humboldt fue el verdadero descubridor de América. Repasa las espeluznantes cifras del genocidio del Descubrimiento y propone que el rito funerario es “un esfuerzo por inscribir lo terrible en el orden de lo ceremonial y lo armonioso”. En “El artista y sus dioses” hay tres grandes síntesis de la evolución de la literatura: el paso de la épica a la lírica es el paso de unas edades en que se habla de un “nosotros” a una edad en la que se habla de un “yo” (Estanislao Zuleta); en las literaturas antiguas el héroe era sensato y el mundo estaba loco, en tanto que en la modernidad el mundo es tediosamente normal pero el héroe ha enloquecido (Borges); en la edad antigua el hombre luchaba contra dragones, en la moderna lucha con microbios (Chesterton). En cuanto al acto de la creación, Ospina defiende la tesis platónica de la inspiración: “El poeta es una cosa ligera, alada y

sagrada que no está en posesión de crear sino después de ser inspirado por un dios y dejar de ser dueño de la razón”. En principio, uno se inclina por la tesis de la “transpiración”, como Valéry. El francés decía que el poeta debía ser dueño de su arte en todo momento, como el médico o el zapatero; y que si le encargaban un soneto, digamos, debería decir: sí, con mucho gusto, venga por él el jueves, en lugar de supeditarlo todo a la azarosa visita de la musa, así como al poeta enfermo no le gustaría que el cirujano le dijera en vísperas de su intervención: espero que mañana mis dedos tengan uno de esos raros días de inspiración. Pero la teoría de la transpiración es tan lógica que no inspira nada: me declaro partidario de la teoría de Ospina y sus musas. En “Holderlin y los u’wa” Ospina vuelve a su prédica americanista y ecológica con un tono que ya no es el de la poética sino el de la profecía. Es una voz mística recordándonos que el agua es sagrada, que las piedras son los huesos de la tierra, que el progreso encierra muchas trampas y que no bastan la razón y la técnica para mantener la armonía del mundo. En este mismo capítulo están los cuatro “dorados” que trastornaron a los españoles: la fuente de la eterna juventud en algún lugar de la península de la Florida, la ciudad de las esmeraldas en el país de los muzos, el país de la canela en la Amazonía y los ríos de oro de Eldorado. Aquí mismo está la increíble historia de las tijeretas, unas águilas que vuelan cada año desde el sur de los Estados Unidos, hacen un círculo sobre el territorio u’wa y siguen hasta el norte de la Argentina. En el capítulo que da nombre al libro, “La escuela de la noche”, ataca las pruebas de estado, “un extenuante mecanismo para negar mediante exámenes ulteriores la validez de los títulos que otorga”. Vuelve a citar a Zuleta, quien decía que dividir las jornadas de estudio en clases y recreo era como sugerir que el saber era penoso y que el placer era inútil, cuando la verdad es que sólo nos libera y sólo perdura en nosotros aquél saber que ha sido un deleite conquistar. Acepta que el desarrollo de las naciones y de las personas pasa por la educación pero se pregunta de cuál educación estamos hablando. “Los nazis eran gente educada, hay escuelas de terroristas y modelos de educativos hechos para perpetuar la discriminación racial y teorías económicas que ensanchan la brecha entre pobres y ricos. ¿Qué pasaría –se pregunta– si aún admitiendo que la educación es la solución de muchos problemas, tuviéramos que

aceptar que la educación, cierto tipo de educación, es también un problema? ¡Qué apasionante desafío para la inteligencia, no limitarnos a celebrar la educación en abstracto, sino exigirnos una nueva idea sobre lo que la educación debería ser!” Los ensayos de Ospina me gustan por su capacidad especulativa, por esa prosa tersa que no se arruga ni en las peores trifulcas, por su pasmoso conocimiento de las humanidades pero, sobre todo, porque uno siente que detrás de esa prosa hay un hombre emocionado por el universo y preocupado por el mundo, por la terca realidad. También agradezco sus enumeraciones sustentadas. Ospina no se limita a recitar nombres. No dice, como cualquier charlatán, “Homero, Dante, Shakespeare y Cervantes”, digamos, sino que siempre añade a cada elemento de la enumeración una frase que lo define, el atributo que lo distingue de todos los otros elementos de su especie. Estas cualidades han hecho de él el mejor ensayista de la literatura colombiana. Con La escuela de la noche corre el albur de convertirse en una de las plumas contemporáneas más agudas del género.

PERFIL Al destino le gusta barajarle los sueños a todo el mundo, al príncipe y al obrero, a la diva y a la modista, al humilde y al soberbio, al devoto y al ateo. Y hasta a Dios mismo: recordemos que muy temprano Eva se le salió del libreto (por fortuna). Ni siquiera William Ospina ha escapado a sus travesuras. Al principio quiso ser abogado pero la brisa de las cinco de Caliwood le trastornó el cerebro y lo volvió poeta. Se aplicó a la empresa con una devoción francamente mística, no quiso ser otra cosa que poeta y escribió, luego de aplicarse durante nueve inviernos al estudio de la preceptiva, versos que parecen dictados directamente por el Espíritu. Al norte está la razón estudiando la lluvia, descifrando los truenos. Al sur están los danzantes engendrando la lluvia, al sur están los tambores inventando los truenos. Pero el destino volvió a barajar las cosas y lo rebajó a los oficios más viles: escribió en periódicos y compuso madrigales para detergentes. Un día se despertó convertido en una cosa monstruosa, en el antónimo del poeta. Resignado, tomó su rapidógrafo negro 0.5 y

escribió miles de páginas precisas sobre los méritos de América y el legado de Europa, sobre la educación, la medicina, las ciudades y la publicidad, y al tiempo, contra Europa, contra las ciudades, contra la publicidad, contra la medicina y contra la ciencia toda, con una furia más biliosa que la de Fernando Vallejo, con una prosa que nos hizo contener el aliento a todos, y se resignó a ser el mejor ensayista en la tierra de Baldomero Sanín Cano, e incluso en los dominios de Germán Arciniegas. Pero el destino aún le reservaba otra sorpresa: al éxito editorial y los grandes tirajes, al oro y los claros clarines y las giras triunfales no llegaría volando en los arpegios de la poesía ni parapetado en los rigores del ensayo sino en un volumen gordo y ligero a la vez, Ursúa, la primera novela íntima sobre la Conquista de América. Claro que ya entonces era un referente obligado, el autor al que los profesores volvían la mirada cuando de educación, periodismo, política, historia, ecología o literatura se tratara. Recordé un ensayo de su juventud en el que añoraba la Antigüedad, cuando el poeta era un miembro clave de la tribu, el que contaba la historia de su nación y escribía sus mitos, inventaba sus dioses y componía sus canciones, y pensé, William, se te están cumpliendo todas tus utopías. El país de la canela acaba de inscribirlo oficialmente entre los grandes. No es una novela sobre la selva, es la selva. Yo le debo muchas horas de felicidad a este hijo del Tolima. En sus libros he aprendido y gozado. También le he robado algunas cosillas, un giro, una idea... a veces párrafos completos. Nunca me lo ha reprochado (el bosque no echa de menos una hoja) pero ayer me dijo: “Los escritores no leen nada, son sordos a las melodías ajenas, viven extasiados con el sonido de su propia voz, y cuando leen algo es para ver qué pueden raponear”. Yo me hice el desentendido: A qué sabe la gloria, le pregunté. “No me hable de esa zorra”, respondió al borde de la indignación. Pero no me negará usted que un escritor camina distinto después del Rómulo Gallegos, lo acosé, y el hombre suspiró resignado: “Vanidades… ay… ¡cosquillas del alma!”

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