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El mercado lingüístico como campo de definición de poderes en la sociedad
Clara Angélica Ureta Calderón
Lenguaje es todo aquel medio que nos sirve para efectos de comunicación; es decir, hacer común, compartir los significados de los signos. El lenguaje articulado, facultad exclusivamente humana, se constituye en aquel espacio o dimensión simbólica, paralela a la realidad real, que permite formarnos una idea de los objetos del mundo concreto y abstracto; que a su vez se constituirá en una concepción del mundo de cada uno de los usuarios de la lengua. Esta concepción del mundo construida como una dimensión simbólica paralela de la “realidad“, funge como aquel espacio o campo donde entran en acción las relaciones de poder entre los diferentes estratos de la sociedad, entre los sexos, entre los géneros. De ahí nuestra hipótesis de trabajo que postula que la subalternidad y la inequidad adquieren forma, también, a través de la puesta en escena del lenguaje en la sociedad. Esta sociedad, que no se compone de individuos separados unos de otros, sino que expresa la suma de los vínculos y relaciones en que están insertos los individuos, se manifiesta a través de nudos relacionales que se expresan en lo que Bourdieu denomina habitus y campo, en dos conceptos fundamentales para enmarcar el problema expuesto. Un campo está integrado por un conjunto de relaciones históricas entre posiciones ancladas en ciertas formas de poder (o capital). Un campo al igual que un campo magnético, es un sistema estructurado de fuerzas objetivas, una configuración relacional dotada de una gravedad específica capaz de imponerse a todos los objetos y agentes que penetran en ella. A manera de un prisma, es capaz de refractar las fuerzas externas en función de su estructura interna y los efectos generados dentro de los campos no son una suma de acciones anárquicas, sino dependientes de esta estructura interna.
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Lo que denominamos “órdenes de vida“ económico, político, religioso, estético e intelectual, el ámbito doméstico, relaciones intersubjetivas en los que se divide la vida social en las sociedades avanzadas, cada campo prescribe sus valores particulares y posee sus propios principios regulatorios. Estos principios definen los límites de un espacio socialmente estructurado donde los agentes luchan en función de la posición que ocupan en dicho espacio, ya sea para mantenerlo, para modificarlo o transformar sus fronteras y configuración. Al mismo tiempo, un campo es un espacio de conflictos y de competición donde los contendientes rivalizan para establecer un monopolio sobre un tipo específico de capital eficiente en él; por ejemplo: la autoridad cultural en el campo artístico, autoridad científica en el campo científico, la autoridad patriarcal en un campo integrado por roles de género, la autoridad verbal (lingüística) en el campo de lo privado y lo social. Al cobrar relevancia estas posturas, las formas y las divisiones mismas del campo se convierten en una postura central en la medida en que modifican la distribución y el peso relativos de las formas de capital que equivale a modificar la estructura del campo. El habitus alude a un conjunto de relaciones históricas “depositadas“ en los cuerpos individuales bajo la forma de esquemas mentales y corporales de percepción, apreciación y acción. Es un mecanismo estructurante que opera desde adentro de los agentes, aunque no sea ni estrictamente individual ni por sí solo completamente determinante de las conductas. Para Bourdieu el habitus es el principio generador de las estrategias que permiten a los agentes enfrentar situaciones muy diversas. Como resultado de la interiorización de múltiples estructuras externas, el habitus reacciona a los requerimientos del campo en una forma sistemática y coherente; así es como se van instaurando usos lingüísticos adecuados a roles de género ya constituidos en los campos. Al fungir como colectivo individualizado por el rodeo de la incorporación, o de un individuo biológico “colectivizado por la socialización“, el habitus es un concepto enparentado con la “intención en acción“ de Searle o con la “estructura profunda“ de Chomsky, con la diferencia de que no se trata de una invariante o cualidad innata, sino de una matriz generativa históricamente construida, con arraigo institucional y por tanto socialmente diferenciada. Es cultural, no natural; es aprendido con base en esquemas y categorías construidas e impuestas por los campos. El habitus es un operador de la racionalidad, pero de una racionalidad práctica, inmanente a un sistema histórico de relaciones sociales y, por ende, trascendente al individuo. Los conceptos de campo y habitus son relaciones, puesto que sólo funcionan a plenitud el uno en relación con el otro. Un campo no es una estructura muerta, o sea, un sistema de lugares vacíos como en el marxismo althuseriano, sino también un espacio de juego que sólo existe como tal en la medida en la que existan jugadores que participen en él, que crean en las recompensas que ofrece y que las persigan activamente. Una teoría del campo remite necesariamente, a una teoría de los agentes sociales.
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Asimismo. la teoría del habitus requiere de una noción de estructuras que deje lugar a la improvisación organizada de los agentes. Este “arte social“ de la improvisación, se encuentra en la ontología social de Bourdieu. Para avanzar en lo expuesto como hipótesis de este trabajo, debemos exponer el modelo propuesto por Bourdieu como base de lo que él denomina mercado lingüístico; esto es: habitus lingüístico + mercado lingüístico = expresión lingüística, discurso. El habitus lingüístico se puede diferenciar de la competencia chomskiana porque es producto de una situación social, no es una simple producción de discurso sino una producción del discurso que se ajusta y responde a una “situación“ o, más bien, a un campo o “mercado“. Este concepto, “situación“ es necesario reforzarlo con la muy importante noción de “oportunidad“; es decir, emitir discursos, manipular el lenguaje utilizándolo oportunamente para dar en el blanco. Para dar en el blanco —afirma Bourdieu— y ser atinados, para que produzcan el efecto deseado y sean redituables, habrá que utilizar no sólo la palabras correctas, sino las que son socialmente aceptables. En nuestra cultura patriarcal, por ejemplo, las mujeres elaboramos y emitimos nuestros discursos en un campo muy acotado por la construcción simbólica de los conceptos “femenino“ y “masculino“, donde el primero resulta estar ubicado en la subalternidad, lo devaluado, lo “no social“. Sobre la construcción simbólica, en este caso, de lo “femenino“ diremos que se entiende como tal una “dirección“ determinada de la concepción y conformación espirituales que tiene frente a sí una “dirección“ opuesta no menos determinada (Cassirer, 1975) en el tema que nos interesa lo “masculino“. Siguiendo a Cassirer, en la construcción simbólica de lo “masculino“ y lo “femenino“, se trata de adoptar la expresión simbólica, o sea, la expresión de un algo espiritual por medio de signos, imágenes sensibles, comportamientos, prescripciones, restricciones en su significado más amplio (1975). En nuestra cultura, en su dualidad gramatical-textualizada, la concepción simbólica de estos conceptos está constituida por dicotomías rígidas: Masculino = Fuerte Femenino = Débil Masculino = Social Femenino = Privado por sólo nombrar algunas, donde el lenguaje no queda excluido y sobre todo el mencionado concepto de “situación“ donde se instauran o no las reglas que dominan la aceptabilidad social de la lengua utilizada por el hablante, o más bien a un mercado lingüístico que entenderemos como, en primera instancia, aquella “situación“ en que alguien produce un discurso dirigido a receptores capaces de evaluarlo, apreciarlo y darle un precio (Bourdieu, 1990). Dicho de otra manera, la competencia lingüísti-
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ca no nos permite prever cuál será el valor de una actuación lingüística en el mercado. El mercado lingüístico es a la vez muy concreto y muy abstracto; es una situación social determinada, más o menos oficial y ritualizada, un conjunto de interlocutores que se sitúan en un nivel más o menos elevado de la jerarquía social. Estas son propiedades que se perciben, juzgan y entran en acción de manera infrainconsciente y que orientan inconscientemente la producción lingüística. En términos abstractos, es un conjunto de leyes o variables de formación de los precios de las producciones lingüísticas. (Bourdieu,1990). Con base en la construcción simbólica de lo femenino y de lo ¨masculino, en nuestra sociedad, estas producciones lingüísticas son portadoras de las mismas evaluaciones mencionadas en relación con lo femenino en páginas anteriores. La voz, el decir de las mujeres, no tiene el mismo valor, ni el mismo precio — a decir de Bourdieu—que lo dicho en el discurso “masculino“. Esta afirmación debe ser matizada y acotada a los conceptos de campo y habitus, que no representan límites geográficos o de estamentos de clases, necesariamente, más bien se acogen al grado de semioticidad y simbolización de las diferentes culturas. En México, por ejemplo, las mujeres campesinas no compiten en campo de poder lingüístico, que es potestad casi exclusiva de los hombres. El habitus de la vida rural establece que el señor de la casa es quien habla por la familia. Las mujeres urbanas en su habitus, dependiendo del grado de educación y a veces no tanto, también carecen de voz propia y deben consultar a “su señor“ antes de tomar cualquier decisión o emitir cualquier opinión; están sujetas a lo que “su señor mande“.El discurso patriarcal es el que tiene valor social en el campo lingüístico y el discurso femenino se reduce a la subalternidad. Mencionemos algunos ejemplos: las leyes han sido elaboradas y aprobadas por los varones; la literatura, a través de la historia, ha sido una literatura masculina (George Sand debió vestirse de hombre para poder ser admitida en los círculos literarios; Virginia Woolf no podía entrar a las bibliotecas, pues la entrada a las mujeres estaba prohibida). La competencia lingüística realizada en una actuación lingüística valorizada socialmente, se convierte así en un capital lingüístico con cierto valor para los receptores y apreciado por ellos, al que se le atribuye una autoridad que le permite hablar a tal punto que no importa lo que diga, aunque el lenguaje no cumpla aquí su función de comunicación , pero no deja de satisfacer su función social donde se instauran relaciones de fuerza lingüísticas que son situaciones, muchas veces, en las que se habla sin comunicar ( i.e. la misa, los discursos en los mítines políticos, en las relaciones intrafamiliares). El capital lingüístico define los mecanismos de formación de los precios lingüísticos, el poder para hacer que funcionen en su propio provecho las leyes de formación de estos precios y así obtener una plusvalía específica. Todas las interacciones lingüísticas son tipos de micromercados que están siempre dominados por estructuras globales: lo “femenino“, lo “masculino“ dentro de las situaciones, capos y habitus.
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En nuestra cultura las mujeres hablamos y construimos nuestros discursos de manera distinta a los hombres. Existe un lenguaje de mujeres, un hablar de las mujeres y otro de hombres. Los albures son potestad varonil casi exclusiva, por ejemplo. Estas producciones lingüísticas, femeninas y masculinas, se ofrecen como productos en lo que denominamos mercado, donde entra en juego el juicio de unos y otros y de allí surge el precio de mercado de estas producciones. Al igual que en el mercado económico, donde existen monopolios, relaciones de fuerza objetivas que provocan que los productores y sus productos desde el inicio, no sean todos iguales y por ende, no igualmente valorados y apreciados también en el mercado lingüístico, se instauran relaciones de fuerza que originan leyes de determinación de precios que hacen que los productores lingüísticos de hablas no sean iguales. El buen o mal manejo de la lengua provoca una apreciación o depreciación de los hablantes; la contundencia o trivialidad del discurso, también origina una calificación o descalificación del hablante. El discurso femenino a veces por su precariedad o en otras por su profusión, permanece en la subalternidad ( i.e el 60% de los analfabetos en nuestro país son mujeres). Las relaciones lingüísticas de fuerza se convierten en lo que Bourdieu denomina relaciones de dominación lingüística, cuyas formas poseen una lógica específica como en cualquier mercado de bienes simbólicos. Podríamos pensar en la violencia verbal, el insulto entre la pareja, que se finca en la dominación lingüística por parte del varón que, de inicio, es el proveedor y el jefe del hogar; por lo tanto, el que impone valor y precio a las producciones lingüísticas en él, capo de las relaciones matrimoniales e intrafamiliares que se introyectan en la mayoría de los casos, hasta convertirse en habitus. Las excepciones a estas relaciones de fuerza lingüísticas, que se transforman en relaciones de dominación lingüística, están constituidas por el lenguaje espontáneo que no se somete a la lógica de dichas relaciones y se convierten en islotes, por fuera de las leyes del mercado y que se obtiene como una franquicia instituida como un juego excepcional, como un lujo; i.e los discursos de Rigoberta Menchú, las prédicas de la madre Teresa de Calcuta, las escritoras de buena literatura. Así y todo, estas franquicias son vulnerables de uno u otro modo a las leyes de mercado, ya sea para legitimización lingüística o para la censura. Por último, podemos afirmar que las relaciones con el lenguaje tienen una gran similitud con las relaciones con el cuerpo. Así, la relación de los integrantes de determinado campo con el cuerpo o con el lenguaje, es la relación desenvuelta de los que están en su elemento, de los que tienen a las leyes del mercado de su lado. La experiencia de la desenvoltura y el dominio de sí mismos –afirma Bourdieu– es casi divina. El sentirse como es debido, ejemplar, propio, es la experiencia de los absoluto, es una de las ganancias más absolutas de los dominantes. Al contrario, la relación de otro campo distinto con el lenguaje y el cuerpo, puede darse cargado de timidez, tensión, hipercorrección; exageran o se quedan cortos, se sienten fuera de lugar, dominados por los dominantes.
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¿Qué correlatos establecemos las mujeres entre nuestros productos lingüísticos o discursos y el manejo de nuestros cuerpos? Para dar una primera respuesta a esta pregunta deberemos estudiar conceptos relacionados con el de habitus, como ethos y hexis que también son parte de la integración de los conceptos femenino y masculino.
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