El Museo del Prado y los artistas contemporáneos

El Museo del Prado y los artistas contemporáneos Japan Tobacco International FUNDACIÓN FRANCISCO GODIA Patronato Board of trustees Pedagogía Educ

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ESPACIOS FINGIDOS EN EL MUSEO DEL PRADO Propuesta Didáctica para alumnos de Secundaria y Bachillerato Rodrigo Vargas Nogales II Encuentro Nacional de

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El Museo del Prado y los artistas contemporáneos

Japan Tobacco International

FUNDACIÓN FRANCISCO GODIA Patronato Board of trustees

Pedagogía Education

Liliana Godia Guardiola, presidenta Manel Torreblanca Ramírez, vicepresidente

Teresa Sola Plaza

Vocales Board members

Administración Administration Nuria Montero Meneses

César Álvarez Álvarez Tomás Batlló Umbert José Felipe Bertrán de Caralt Carmen Buqueras, vda. de Riera José María Castellano Ríos José María Catá Virgili José Creuheras Margenat José Manuel Entrecanales Javier Godó, conde de Godó Enrique Lacalle Coll Joan Mas i Brillas Javier Monzón de Cáceres Jaime Polanco Soutullo Félix Revuelta Fernández Leopoldo Rodés Castañé Juan Ybarra Mendaro

Recepción y visitas guiadas Reception and guided tours

Secretario Secretary

Patrocinadores colaboradores Collaborator sponsor

Xavier Amat Badrinas

Fundación Abertis La Vanguardia – Medio de comunicación oficial Natur House

Tesorero Treasurer

El Museo del Prado y los artistas contemporáneos The Museo del Prado and the Contemporary Artist

Lorea Iglesias Hernández Rodrigo García Olza Adrián Soler Pastor Mantenimiento Maintenance Sergio Martín Torres Seguridad Security David Pouplana Artells

Fundación Francisco Godia 4 de febrero - 13 de mayo de 2013 February 4 - May 13, 2013

Jorge Gracia Silvestre Miembros de honor Honorary members Inés Guardiola Amat Carmen Mateu de Suqué José María Juncadella de Salisachs Luis Monreal Agustí Asesores artísticos Artistic advisers María Antonia Casanovas Luis Monreal Agustí Francesc Fontbona Vallescar Joaquín Yarza Luaces Jordi Llorens Solanilla Artur Ramon i Picas Dirección Director Sara Puig Alsina Conservación Curator Mercè Obón Mateos Coordinación Coordinator Gema Micheto Escudé

Fundación Amigos del Museo del Prado

Es un honor para mí presentar en la Fundación Francisco Godia la obra de artistas contemporáneos que anteriormente se había exhibido en las salas del Museo del Prado, dividida en dos exposiciones: El Museo del Prado visto por 12 artistas contemporáneos, en 1991, casualmente artistas-hombres, para posteriormente presentar las artistas-mujeres a través de la exposición titulada Doce artistas en el Museo del Prado, en el año 2007; ambas comisariadas por Francisco Calvo Serraller. Ahora, coincidiendo con el décimo aniversario de la Fundación Francisco Godia como anfitriona de los cursos basados en la colección del Museo del Prado y organizados por la Fundación Amigos del Museo, celebramos la iniciativa, también de la mano de Francisco Calvo Serraller, con la exposición que muestra conjuntamente aquellos artistas, hombres y mujeres, que, inspirándose en piezas de la colección del Prado, crearon la colección de arte contemporáneo de la Fundación Amigos del Museo del Prado. Son el reflejo del panorama de la primera y segunda generación de artistas contemporáneos españoles, algunos de los cuales hoy forman parte trascendente de la historia del arte reciente y presente de nuestro país. Agradecemos al director de los ciclos de conferencias y comisario de la exposición, Francisco Calvo Serraller, su inteligencia, trabajo, sabiduría y sentido del humor. Con él, y con los especialistas convocados alrededor del globo, hemos aprendido y hemos gozado. Agradecemos a la Fundación Amigos del Museo del Prado y a su presidente, el Duque de Soria, el habernos otorgado la confianza de acoger los ciclos de conferencias basados en la colección del Museo del Prado durante estos años. Asimismo, felicitamos a su secretaria general, Nuria de Miguel, y a Inés Cobo por tan buena dirección y coordinación, y a Sara Puig, directora, y Gema Micheto, coordinadora en la Fundación Godia, por su trabajo conjunto. Japan Tobacco International es el patrocinador de la muestra. Nuestro sincero reconocimiento y gratitud por involucrarse en una parte de nuestra historia del arte y por su voluntad de difundirla a través del territorio español. El compromiso de patrocinio y la sensibilidad de la Fundación Abertis han sido trascendentales para hacer realidad los ciclos de conferencias durante todos estos años en Barcelona. Y los alumnos fieles han dado sentido a esta actividad. Finalmente, mi reconocimiento a La Vanguardia, La Razón y Natur House por apoyar y difundir nuestros proyectos de forma continuada. LILIANA GODIA Presidenta de la Fundación Francisco Godia

The Fundación Godia considers it an honour to present the work of the contemporary artists previously shown in the galleries of the Museo del Prado, divided into two exhibitions. The first event was The Museo del Prado seen by 12 Contemporary Artists, held in 1991 and entirely consisting of male artists, while the second, comprising female artists, was shown in 1997 with the title Twelve Artists in the Museo del Prado. Both were curated by Francisco Calvo Serraller. The present initiative coincides with the tenth anniversary of the Fundación Francisco Godia, which hosts the courses based on the Prado’s collection organised by the Fundación Amigos del Museo. Once again curated by Francisco Calvo Serraller, it takes the form of an exhibition that brings together all those artists, both men and women, who were inspired by works in the Prado’s collection to create the contemporary art collection of the Fundación Amigos del Museo del Prado. They represent the first and second generation of contemporary Spanish artists, some of whom have come to occupy a key position in the history of new and recent art in Spain. I would like to thank Francisco Calvo Serraller, director of the lecture series and curator of this exhibition, for his intelligence, sustained efforts, wisdom and sense of humour. We have learned about art and enjoyed it in his company and in that of experts invited from around the world. My thanks also go to the Fundación Amigos del Museo del Prado and its president, the Duke of Soria, for having entrusted us with hosting the lecture series based on the Prado’s collections during these past ten years. Our appreciation is also extended to the Fundación’s general secretary, Nuria de Miguel, and to Inés Cobo for their excellent management and coordination, and to Sara Puig, director of the Fundación Godia, and Gema Micheto, its coordinator, for their combined efforts. Japan Tobacco International is the exhibition’s sponsor. I would like to express our sincere thanks for its involvement in this chapter of Spanish art and for its interest in disseminating it within Spain. The Fundació Albertis’s sensibility and commitment to sponsorship have been vital for making the presentation of lecture cycles in Barcelona a reality over the years, while our regular audience has given this activity meaning. Finally, may I thank La Vanguardia, La Razón and Natur-House for their ongoing support and promotion of our projects. LILIANA GODIA President, Fundación Francisco Godia

Es para mí una enorme satisfacción prologar junto con Liliana Godia, presidenta de la Fundación Francisco Godia y Daniel Torras, director general de Japan Tobacco International Iberia, el catálogo de esta exposición y también lo es que se muestre en Barcelona, en una institución con la que la Fundación Amigos del Museo del Prado, tiene la suerte de colaborar de manera estrecha y fructífera desde hace una década.

It is a great source of satisfaction to co-present the catalogue of this exhibition with Liliana Godia, President of the Fundación Francisco Godia, and Daniel Torras, General Manager of Japan Tobacco International Iberia. It is also very gratifying that the exhibition will be seen in Barcelona at an institution with which the Fundación Amigos del Museo del Prado has had the good fortune to work closely and fruitfully over the past ten years.

Como presidente de la Fundación Amigos del Museo del Prado, estoy especialmente orgulloso de que se lleve a cabo un proyecto como este, que extiende el conocimiento de las colecciones del Prado, haciéndolas llegar a un amplio sector del público, más allá de los límites físicos del propio Museo.

As President of the Fundación Amigos del Museo del Prado I am particularly proud of the present project, which expands knowledge of the Prado’s collections and ensures that they reach an ever broader sector of the public outside the walls of the Museum itself.

Esta muestra es la culminación del trabajo que comenzó hace varios años con el objetivo de hacer patente que no existen barreras en el arte y que la mirada de los artistas contemporáneos hacia el pasado es algo tan habitual como fructífero. Tras la exhibición en las salas del Prado y su posterior exposición en el Instituto Valenciano de Arte Moderno, se pone ahora en Barcelona a disposición de todos los visitantes la sugerente obra que las colecciones del Prado siguen inspirando. Quisiera hacer una mención muy especial a Japan Tobacco International, sin cuyo apoyo y entusiasmo no se habría podido poner en marcha esta ilusionante idea. Más de veinte años de colaboración desinteresada con el arte, los convierten en auténticos protagonistas del mecenazgo cultural en nuestro país. Agradecer también al comisario y alma de todo el proyecto, Francisco Calvo Serraller, así como a todo el equipo de la Fundación Amigos del Museo del Prado, su profesionalidad y entrega. No me queda más que reconocer el apoyo del Real Patronato y Dirección del Museo del Prado, habitual en todas las actividades de difusión que realizamos. Termino deseando a todos los visitantes a la muestra que disfruten de un acontecimiento tan especial y que tras su visita regresen a las salas del Museo del Prado, quizá, con una mirada renovada.

This exhibition is the culmination of a project that was launched some years ago with the intention of demonstrating that there are no boundaries in art and that to look at the art of the past is both normal and enriching for contemporary artists. After its display at the Prado and its subsequent presentation at the Instituto Valenciano de Arte Moderno, this exhibition now arrives in Barcelona where it offers visitors the chance to see the fascinating work that the Prado’s collections continue to inspire. I would like to express our special thanks to the exhibition’s sponsors and promoters, Japan Tobacco International, without whom this inspiring idea would never have taken concrete shape. More than twenty years of philanthropic involvement with art have made this company one of Spain’s most important cultural sponsors. Thanks are also due to the project’s curator and its guiding spirit, Francisco Calvo Serraller, and to the entire team at the Fundación Amigos del Museo del Prado for their dedication and professionalism. Finally, I would like to thank the Royal Board of Trustees and the Directorship of the Museo del Prado for their unfailing support for all our activities aimed at disseminating knowledge of the Museum. I will conclude by hoping that all visitors to the exhibition enjoy this particularly special event and that after seeing it they return to the Prado’s galleries with a fresh eye.

CARLOS ZURITA, DUKE OF SORIA President, Fundación Amigos del Museo del Prado CARLOS ZURITA, DUQUE DE SORIA Presidente de la Fundación Amigos del Museo del Prado

Hace casi dos décadas que Japan Tobacco International colabora con la Fundación Amigos del Museo del Prado en su fascinante tarea de acercar el arte a la sociedad, apoyando así la actividad de nuestra primera pinacoteca. El Museo del Prado es indudablemente un referente artístico universal, pero no solo por el valor incalculable de sus colecciones, sino también por su excelente modelo de gestión, articulado, entre otras muchas cosas, en torno a una eficaz política de mecenazgo. Contribuir a la grandeza del proyecto cultural del Museo del Prado ha sido y es un enorme privilegio. El espíritu de compromiso que Japan Tobacco International siempre ha querido mantener con el arte cuenta con un largo recorrido en todo el mundo. El Teatro alla Scala de Milán, el Musée du Louvre de París, la Royal Academy of Arts de Londres o el Museo Ermitage de San Petesburgo son algunas de las instituciones que canalizan nuestra voluntad por contribuir a la preservación del legado cultural de los diferentes países en los que estamos presentes. Nuestro compromiso se concreta, en esta ocasión, en torno a la exposición El Museo del Prado y los artistas contemporáneos, en la que veinticuatro artistas de diversas disciplinas, han elaborado sus obras inspirándose en lienzos de la colección del Museo. Además de disfrutar de una excepcional muestra artística, el espectador tendrá la oportunidad de comprobar que la línea divisoria artificialmente trazada entre lo clásico y lo contemporáneo nos hace olvidar con frecuencia los hilos creativos que unen el pasado, el presente y el futuro. El arte no conoce de etapas, ni de períodos. Términos como “clásico” o “moderno” aparecen como meros convencionalismos. Siendo Japan Tobacco International una compañía donde convergen de manera tan singular las raíces orientales y occidentales, no podíamos dejar de brindar nuestro apoyo a un proyecto que busca tender puentes en lugar de crear barreras y que, con seguridad, sorprenderá a cuantos lo visiten. Que esta extraordinaria muestra se exponga ahora en la Fundación Francisco Godia, espacio de arte de referencia en Barcelona que alberga obras del siglo XII al siglo XXI, refuerza la idea de una creación artística sin barreras, ajena al tiempo y al espacio.

DANIEL TORRAS Director general de Japan Tobacco International Iberia

Nearly two decades ago, Japan Tobacco International joined forces with the Fundación Amigos del Museo del Prado in their inspiring endeavour of bringing art closer to society, thus supporting the activities of Spain’s leading art museum. The Museo del Prado is undoubtedly a reference point in world art, not just for the incalculable value of its collections but also for its admirable management model that in part revolves around an effective sponsorship strategy. Contributing to the Prado’s outstanding cultural project has been and remains a great privilege. Japan Tobacco International’s commitment to art has a long history world-wide. The Teatro alla Scala in Milan, the Musée du Louvre in Paris, the Royal Academy of Arts in London and the State Hermitage Museum in Saint Petersburg are among the institutions through which we channel our desire to contribute to the preservation of the cultural legacy in the different countries in which we are present. On this occasion our commitment has focused on the exhibition The Museo del Prado and the Contemporary Artists, in which twenty-four artists in different disciplines have been inspired by the paintings in the Prado to create their works. In addition to enjoying an exceptional exhibition, visitors will be able to appreciate that the dividing line that has been artificially drawn between the classic and the contemporary often encourages us to forget the creative threads that link past, present and future. Art, however, knows no phases or periods and terms such as “classic” and “modern” are no more than conventions. Japan Tobacco International is a company in which Eastern and Western roots come together in a unique manner and we are therefore particularly delighted to be supporting a project that intends to extend bridges rather than create barriers and which will undoubtedly surprise all those who see it. The fact that this outstanding exhibition is now on display at the Fundación Francisco Godia, a leading art space in Barcelona that houses works from the 12th to the 21st centuries, reinforces the idea of artistic creation without barriers and oblivious to period or place.

DANIEL TORRAS General Manager, Japan Tobacco International Iberia

Del futuro al pasado From the Future to the Past Francisco Calvo Serraller

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Semblanzas Portraits Francisco Calvo Serraller

Andreu Alfaro Eduardo Arroyo Isabel Baquedano Miquel Barceló Carmen Calvo Naia del Castillo Eduardo Chillida Cristina García Rodero Ramón Gaya Luis Gordillo Cristina Iglesias Carmen Laffón Eva Lootz Blanca Muñoz Ouka Leele Guillermo Pérez Villalta Isabel Quintanilla Albert Ràfols-Casamada Manuel Rivera Gerardo Rueda Antonio Saura Soledad Sevilla Susana Solano Gustavo Torner

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Del futuro al pasado Francisco Calvo Serraller

En un momento como el actual de reconsideración crítica de los museos de arte desde múltiples perspectivas, que ni siquiera excluye su mismo fundamento institucional, es lógico que se revisen muchas de sus asentadas inercias tradicionales, como, entre otras, la de su especializada división por periodos históricos. Surgidos en nuestra época, los museos públicos se fueron progresivamente segmentando en tres áreas básicas: la arqueológica, que abarcaba desde el arte prehistórico hasta el fin de la Edad Media; la llamada histórica, que, en principio, arrancaba desde el Renacimiento en adelante; y, por último, la contemporánea, que se encargó del revolucionario arte de nuestra era actual, cuyas impredecibles características aconsejaban un replanteamiento radical del modelo museístico. Aunque esta tripartición temática no se haya aplicado siempre de una manera tajante, pues todavía hoy subsisten museos de naturaleza enciclopédica, cuyo contenido no está limitado por ninguna de las barreras cronológicas antes mencionadas, como son los casos del Metropolitan de Nueva York o el Ermitage de San Petersburgo, la gran mayoría responden, con todos los matices que se quieran, a esta división. Pero si esta división tripartita se fue fraguando a lo largo del siglo XIX, –hacia cuyo final se pensó y, en algún caso, se llevó a término la creación de un espacio específico para ubicar el arte contemporáneo que todavía seguía suscitando un recelo crítico por parte de una significativa mayoría social–, durante el siglo XX, primero, se generalizó, y, más tarde, ya hacia el último tercio de la citada centuria, se empezó a cuestionar, produciéndose el cambio que nos lleva a la situación en la que ahora mismo estamos inmersos de lleno. Aunque no nos es posible aquí desarrollar adecuadamente el estado presente de la cuestión, la realidad es que ninguno de los tres tipos en los que se habían subdividido temáticamente los museos de arte –arqueológico, histórico y contemporáneo– quedó incólume. Porque no solo cambió el criterio y la perspectiva aplicados para cada uno

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From the Future to the Past Francisco Calvo Serraller

de estos tres periodos, sino también la forma de exhibición y las funciones tradicionalmente asignadas para ellos. En este sentido, entre los muy variados cambios al respecto acaecidos, se rompió con el dogma de fondo establecido de que un museo arqueológico se ocupaba de las piezas conservadas prioritariamente en función de su antigüedad; de que un museo histórico lo hacía en función de su belleza; y, en fin, de que un museo de arte contemporáneo lo hacía en función de la innovación. Por otra parte, también se relativizaron las mutuas incompatibilidades que antes los enfrentaban. ¿Y cómo no iba a ser de esta manera, si, por poner un ejemplo, gran parte del arte de vanguardia del siglo XX había tomado como punto de referencia y modelo el arte de la prehistoria o el llamado de los pueblos primitivos? Por último, ¿cómo seguir manteniendo la idea de un arte innovador sobre la base de la necesidad de protegerlo del desafecto social cuando hoy es comparativamente el arte más aplaudido y mediático y está óptimamente regularizada su presencia en el mercado? Sea como sea, está claro que el modelo de museo artístico se está transformando a la vez que se diluyen sus compartimentaciones, todo lo cual es así porque, obviamente, ha cambiado nuestra mirada al respecto. Tenemos otra forma de relacionarnos con el pasado histórico, en el que se incluye sin descanso el sucesivo presente. No es, pues, extraño que los museos de arte, al margen de la época que tuvieran asignada, hayan progresivamente insistido en romper sus límites cronológicos consuetudinarios. En primera instancia, como era lógico esperarlo, a través de las instalaciones puntuales de muestras temporales, pero también, muy pronto, insistiendo en los cruzamientos temporales hasta en la propia colección permanente. Ha habido al respecto ya una amplia experiencia como para necesitar ahora un recuento. El propio Museo del Prado ha estado entre los pioneros de múltiples maneras. En este sentido, merece la

At a time when museums are the subject of a profound process of critical reconsideration that encompasses their very founding purposes, it is natural that many of the traditional notions on which they are based, including, for example, their division by historical periods, should be questioned. Creations of the modern age, public museums gradually became divided into three fundamental categories: archaeological, which ran from pre-history to the Middle Ages; historical, from the Renaissance onwards; and contemporary, covering the revolutionary art of our own time, the unpredictability of which resulted in a radical re-thinking of the nature of the museum. This three-part division has not always been strictly applied and we also encounter museums of an encyclopaedic type, with contents that are not limited by any of the chronological boundaries referred to above. Examples of this type include the Metropolitan Museum in New York and the State Hermitage Museum, Saint Petersburg. In general, however, most museums fall more or less within these categories. This tripartite division was formulated during the course of the 19th century, the end of which saw the first concept and creation of specific spaces for the display of contemporary art of the time, which continued to be regarded with enormous critical suspicion by most of society. The three categories became widely accepted during the 20th century but by the last third of that century they began to be questioned, resulting in the shift that has brought about the situation in which we find ourselves today. While space does not permit a full discussion of this issue, it should be noted that none of the three categories into which art museums have been thematically divided — archaeological, historical and contemporary — have emerged unscathed. This is because it is not only the criteria and viewpoints applied to each period that have changed but also the approach to display and the functions traditionally assigned to each one. In this sense, among the numerous changes that took place was the break with the fundamental belief that the works in an archaeological museum are there primarily due to their age, while those in a historical museum are of interest because of their beauty and those in a contemporary art museum because of their innovativeness. In addition, the

differences between them gradually came to be seen as less clear-cut, which was inevitable given that, for example, much of 20th-century avant-garde art was influenced by pre-historic and primitive art. Finally, how could museums continue with the idea of an innovative art that had to be shielded from public disdain when contemporary art is now the most appreciated and commented on, as well as a regular presence on the art market? Whatever the case, it is clear that the model of art museums is in the process of transformation while previous divisions have become less pronounced, and all as a result of our own changing gaze. We now have a new way of relating to the historical past that includes the ever-unfolding present as it happens. It is therefore not surprising that, aside from the specific period assigned to them, art museums have gradually focused on breaking down their customary chronological boundaries. As might be expected, this initially came about through oneoff temporary exhibitions but was soon followed by a new insistence on mixing chronological eras within the permanent collections themselves. This is by now so widespread that the subject is starting to require separate study. The Museo del Prado has been among the pioneers in numerous ways. One example, held between 1989 and 1990, was the lecture series entitled The Museo del Prado seen by twelve contemporary Spanish Artists, organised by the Fundación Amigos del Museo del Prado. Taking part were twelve avantgarde artists of different generations who discussed their relationship with the Museum’s historical collection. The success of the series generated not only a book that included the texts of all the lectures but also the creation of four prints by each artist, which were exhibited in the Museum’s temporary exhibition galleries in 1991. The experience was repeated in 2007, sixteen years later (almost the figure that José Ortega y Gasset considered to separate one generation from another). This time the artists were all women, in an acknowledgement of their growing presence in Spanish art. In addition, this latter series also made use of the new means of expression that are being deployed with ever greater freedom in cutting-edge art.

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pena recordar la experiencia que tuvo lugar, en el curso de 1989 y 1990, con la organización del ciclo titulado El Museo del Prado visto por doce artistas españoles contemporáneos, organizado por la Fundación Amigos del Museo del Prado, en el que intervinieron doce artistas de vanguardia de diversas generaciones comentando su relación con la histórica colección. A partir del éxito de esta convocatoria, no solo se publicó inmediatamente un libro con las intervenciones de estos artistas, sino que se propició que estos realizasen cuatro grabados, que fueron exhibidos en las salas de exposiciones temporales del Museo del Prado en el año 1991. En 2007, dieciséis años después; o sea: casi la cifra redonda de lo que José Ortega y Gasset consideraba el tiempo de renovación generacional, se repitió la experiencia, incluyendo otros doce artistas diferentes, en este caso además en clave femenina, lo que supuso constatar la creciente presencia de mujeres dentro del arte de nuestro país, pero también dar cauce a los nuevos medios de expresión usados cada vez con mayor libertad por el arte emergente. Por lo demás, durante todo este periodo cronológico acotado, el Museo del Prado promovió otras iniciativas semejantes sin temer invitar para ello a muy relevantes artistas internacionales, con lo que se ha enriquecido el bagaje de esta experiencia de forma muy notable. Pues bien, cumpliendo con un requisito idiosincrático que afecta a su propia identidad de institución estatal, el Museo del Prado –y todo lo que de alguna manera se relaciona con él– nunca ha podido conformarse con simplemente recibir a sus visitantes en la sede central, sino que, de múltiples formas, ha incentivado los proyectos fuera de la misma, y, en especial, aunque no exclusivamente, a lo largo y a lo ancho de nuestro país. Un ejemplo característico es la exposición que ahora presentamos, que consta de una selección de las obras producidas por artistas españoles contemporáneos en diálogo con el Museo del Prado con motivo del par de iniciativas antes comentadas de 1991 y 2007, pero que

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ahora forman un conjunto renovado, que actualiza, con un espectro temporal más amplio y con un mayor número de artistas, que representan a más generaciones y estilos, la continua conversación que mantienen los artistas del hoy con los del ayer. Esta exposición pretende, en última instancia, convertirnos en fascinados oyentes de este diálogo excepcional, que no es simplemente una conversación entre artistas vivos y artistas muertos, sino, al contrario, una conversación sobre lo vivo en el arte, se haga hoy o se hiciera ayer. Ayer y hoy, si efectivamente el arte es eterno, es una cuestión sin importancia. Lo que sí la tiene, y fundamental, es comprobar cómo los buenos artistas no solo aman y buscan las mismas cosas, sino consecuentemente cómo hablan y se entienden entre sí porque usan un mismo lenguaje.

The Prado organised other similar initiatives during this period, for which they did not hesitate to invite leading international artists to take part. The result has been to enrich the results of this initiative in a notable manner. In fulfilment of a statutory obligation and one that affects its very nature as a State institution, the Museo del Prado has always reached out beyond its own walls in order to promote projects that take place outside the Museum, particularly in the different regions of Spain but also abroad. The present exhibition offers a characteristic example, comprising a selection of works created by contemporary Spanish artists in dialogue with the Museo del Prado and arising from the initiatives of 1991 and 2007 discussed above. These new works have been produced by a larger group of artists of more varying ages who thus represent a wider generational span and a more diverse range of styles. The result has been to rethink and reformulate the ongoing conversation that artists of today maintain with those of the past. Ultimately, this exhibition sets out to make us fascinated listeners to a unique dialogue, which is more than just a conversation between contemporary artists and the Old Masters. Rather, it is a conversation on the living in art, whether it is art made today or in the past. Given that art is eternal, the issue of yesterday or today is of little importance. What is important, indeed fundamental, is that we appreciate how good artists not only love and seek out the same things but how, as a result, they speak to each other and understand each other, given that they use the same language.

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Semblanzas Portraits Francisco Calvo Serraller

Andreu Alfaro Valencia, 1929-2012

A diferencia de Goethe, que se definió como alguien que “desde la oscuridad a la luz aspira”, una sentencia que encarna muy bien la metáfora del amor por lo meridional que profesó este genio teutón, el valenciano Andreu Alfaro, sin renunciar a sus raíces meridionales, parece apetecer algo de las brumas septentrionales.

casa a través de una iniciación parabólica goetheana no sería un mal ejemplo–, sin embargo, las hallamos prácticamente todas en quintaesencia con solo acompañarle en su visita al Museo del Prado y en su selección de Las tres Gracias de Rubens como obra sobre la que reflexionar.

Del amor por Italia que sintió Goethe ya sabemos la causa: no solo la luz, sino lo que a través de esta se logra como venturosa confirmación de las formas, como esa feliz aprehensión corporal de los contornos, que es, asimismo, una celebración festiva de los sentidos. ¿Habrá ahora que colegir, por tanto, que Alfaro, educado en una luminosa tradición corporal, busca la oscura profundidad del abismo espiritual?

Por de pronto, permítaseme señalar la curiosa coincidencia de este valenciano de nuevo interesado por una obra hecha por un maestro del Norte, como lo era el flamenco Pedro Pablo Rubens, si bien, como el alemán Goethe, un septentrional que se encuentra a sí mismo gracias al Sur. Por lo demás, completando las explicaciones que antes dimos sobre la verdadera causa de la pasión goetheana de Alfaro, la ahora descubierta por Rubens, otro gran vividor, ayuda definitivamente a esclarecer que lo que en ambos ama, por encima de todo, es, valga la redundancia, su respectivo amor por la vida, el único, el auténtico y el radical protocolo para la creación artística, según Rubens, Goethe y Alfaro.

Los fundamentos para la sospecha del secreto amor de Alfaro por la metafísica septentrional pudieran estar basados en su buena predisposición, en general, por la cultura alemana y, en particular, en su entusiástica admiración por Goethe. Sin embargo, como se apunta en el dicho popular “no todo es lo que parece” y, para aclarar las posibles dudas surgidas al respecto, Alfaro ha confesado que su admiración por Goethe ha sido el resultado directo precisamente de ver en él a “un hombre radicalmente antimetafísico, antitrascendental, antimesiánico”, lo que viene a ser como decir que lo que le fascina de este escritor y científico alemán es su actitud antigermánica; vamos, que lo que une a Goethe y a Alfaro, situándolos en un territorio común, es el Sur; en aquel, punto de arribada, y en este, de partida. Las perspectivas cruzadas han sido la dominante moral y estética en la vida de Alfaro, que no en balde, como meridional y valenciano, es proclive al barroco. Podríamos desgranar algunas de esas perspectivas cruzadas que han articulado el destino de Alfaro como artista –entre las que esa de volver a encontrarse razonablemente en

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Pero, ¿por qué Las tres Gracias? Pues porque indudablemente se trata de la obra en la que Rubens no solo sintetizó su personal alegría de vivir –dando a cada figura los rasgos de sus dos hermosísimas mujeres–, sino que también supo plasmar en esos desnudos femeninos una pagana acción de gracias por el placer de vivir. Que Alfaro no puede sentirse lejos de esta concepción sensualista, material y directa del goce vitalista es ya casi una cosa que debe resultarnos familiar, pero a ello hay que añadir su respeto por el maestro que domina la técnica, que es culto, cosmopolita y razonablemente escéptico, como ha de serlo todo sabio que aprecia los dones que nos ofrece nuestra efímera existencia, única forma de conocimiento y de placer.

In contrast to Goethe, who described himself as someone who “aspired to the light from the darkness”, a phrase that perfectly summarises the metaphor of his love for the South, the Valencian Andreu Alfaro seems to experience a certain longing for northern mists, albeit without renouncing his Mediterranean roots. The reason for Goethe’s love of Italy is well known — not just the light but also the way that light establishes forms, that felicitously physical grasp of outlines that is in itself a celebration of the senses. Should we thus deduce that Alfaro, brought up in a luminously corporeal tradition, seeks out the dark profundity of the spiritual abyss? Reasons for suspecting Alfaro’s secret preference for the northern and the metaphysical may lie in his predisposition to German culture and in his enthusiastic admiration of Goethe. Nonetheless, as the saying has it, “not everything is what it seems” and with the aim of clarifying any doubts that may have arisen in this respect, Alfaro has admitted that his admiration for Goethe has been the direct consequence of seeing him as “a radically anti-metaphysical, anti-transcendental and anti-messianic being”, which essentially means that what fascinates him about Goethe is his anti-Germanic attitude. In other words, what unites Goethe and Alfaro, if we set them alongside each other, is the South; for the former as a point of arrival and for the latter as a point of departure.

northern master such as Rubens and one who, like Goethe, discovered himself thanks to the South. Furthermore, and adding to the suggestions offered above concerning the real reasons for Alfaro’s passion for Goethe, this interest in Rubens (another great lover of life) helps us to clarify that what he adores in both of them is, above all, that love of life, the single, most authentic and most radical requirement for artistic creation according to Rubens, Goethe and Alfaro. But why The Three Graces? Undoubtedly because this is the work in which Rubens not only summarised his own joie de vivre, giving the figures the features of his two beautiful wives, but also the one in which he depicted a pagan act of thanks for the pleasure of living through these female nudes. It should by now be evident that Alfaro inevitably feels close to this sensual, material and direct delight in life but attention should also be drawn to his respect for a great master who had a masterly command of technique in addition to being erudite, cosmopolitan and possessed of a considerable degree of scepticism, as we would inevitably expect of all those wise individuals who appreciate the gifts offered to us by our brief existence, the only route to knowledge and pleasure.

Overlapping viewpoints have constituted the prevailing moral and aesthetic points of reference in Alfaro’s life, which, as a good southerner and a Valencian, tends towards the Baroque. We might wish to describe some of these viewpoints that have constructed Alfaro’s destiny as an artist, including as they do that of returning to find himself relatively happy at home after Goethelike initiatory wanderings. We will, however, encounter almost all these viewpoints in their essential form by simply accompanying him on his visit to the Museo del Prado and through his choice of Rubens’s Three Graces as the work on which to reflect. There is, for example, an interesting coincidence in the fact that this Valencian is once again interested in a work by a

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Andreu Alfaro

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Las tres Gracias I, 1991 Litografía, 65 x 50 cm

The Three Graces I, 1991 Lithograph, 65 x 50 cm

Andreu Alfaro

Las tres Gracias II, 1991 Litografía, 65 x 50 cm

The Three Graces II, 1991 Lithograph, 65 x 50 cm

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Eduardo Arroyo Madrid, 1937

Hay muchas razones y sentimientos que vinculan a Eduardo Arroyo con el Museo del Prado, pero todo ello palidece junto al hecho de que ese es el lugar donde puede mantener un diálogo vivo con las imágenes que ama. He dicho intencionadamente un diálogo vivo para marcar las diferencias que existen entre un hablar comprometido y el simple deambular ensimismado, cuya práctica conversacional con las obras es de naturaleza discreta. Dialogar comprometidamente con los cuadros solo se produce cuando esta charla deja huellas materiales, se objetiva mediante la creación de una obra nueva, fruto venturoso o desdichado de la conversación mantenida.

“Hay cuadros –ha llegado a afirmar literalmente al respecto– que llaman a la intervención... Es cierto que hay cuadros definitivos que impiden el pastiche; son los cuadros en los que es muy difícil entrar a intervenir debido a esa densidad que tienen; en cambio hay otros que llaman a la modificación, al paseo fantástico y a la deambulación mágica”.

En realidad, con este circunloquio, me estoy simplemente refiriendo a lo que acontece cuando un creador penetra en un museo: que aprovecha productivamente, de la manera que sea, cuanto allí puede ver. Y es que, para los artistas, la pintura, aunque sea antigua, nunca es un objeto del pasado, sino la memoria preciosa de una vivencia, cuya utilidad consiste en su poder de incitación para volver, con más entusiasmo, si cabe, a vivir, o, lo que es lo mismo, a crear.

La obra de Arroyo comenzó inspirándose en el Museo del Prado, cuando este lugar era ese “islote de excepción” en el mediocre y represivo Madrid de su juventud, y, treinta años después, veinte de los cuales transcurrieron en el exilio, el Museo del Prado volvió a inspirarle a realizar los grabados que forman parte de esta exposición y ha continuado presente a lo largo de toda su trayectoria artística y también vital, porque, como él mismo ha dicho, pasara lo que pasase, “la pintura está aquí, para siempre... nada, nadie, ni nunca podrá sepultarla. No hay sepultura posible para la pintura”. Palabras de esperanza que, en definitiva, podemos interpretar, parodiando términos caros al propio Arroyo, como “mientras haya pintura habrá una posibilidad de modificar la realidad, de modificarnos, de sentirnos vivos...”. Esta verdad bien vale un pastiche.

De entre las diversas formas que están al alcance de Eduardo Arroyo para poner en práctica esta conversación comprometida y provechosa con las obras maestras que exhibe un museo, la predilecta ha sido, sin duda, el pastiche, término francés cuyo original significado como “imitación” no abarca desde luego la riqueza de contenidos con que ha sido adornado por su uso histórico. Hacer un pastiche, al menos tal y como se ha entendido y se sigue entendiendo entre pintores, significa algo así como llevar a cabo la imitación de una obra o de un estilo de otro, pero de una forma amanerada, interesada, tendenciosa; esto es: aprovecharla perversamente, manipulando sus designios genuinos en favor de los propios. En palabras de Arroyo, aclaremos, en todo caso, que pastiche es sinónimo de “intervención” o de “modificación”.

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A lo largo de su trayectoria artística, no han sido pocos precisamente los cuadros del pasado que han provocado una intervención de Arroyo, una buena parte de los cuales pertenecen precisamente al Museo del Prado.

There are many reasons and emotions that connect Eduardo Arroyo with the Museo del Prado but all pale into insignificance compared to the fact that this is the place where he can maintain a living dialogue with the images that he loves. I have deliberately said a “living dialogue” in order to emphasise the differences that exists between a committed type of communication and a mere self-absorbed wander, which merely gives rise to a modest degree of conversation with the works. Establishing a committed dialogue with the paintings only comes about when a material result is produced and takes shape through the creation of a new work that is the felicitous or blessed result of the conversation that has taken place. In fact, by all this I am simply referring to what takes place when a creative artist enters a museum and productively takes advantage in whatever way of what is to be seen there. This is because for artists, painting, if it is old painting, is never something from the past but rather the precious memory of an experience, the utility of which lies in its power to bring about a new start, to return with more enthusiasm, to live, or, in other words, to create.

These are works in which it would be extremely difficult to intervene due to their particular density. However, there are others that demand to be modified and to be strolled or wandered through in a fantastical, magical manner.” Over the course of his career Arroyo has modified a considerable number of works of art from the past, many of them to be found in the Museo del Prado. At the outset of his career Arroyo was inspired by the Museo del Prado, that “island of difference” in the midst of the mediocre and repressive Madrid of his youth. Thirty years later, twenty of them spent in exile, the Prado has once more inspired him to produce the prints that are now in this exhibition. The Museum has been a constant presence in his career and also in his life given that, as he himself has said, whatever happens “painting is there, forever [...] nothing and no one can ever bury it. There is no possible burial for painting.” Words of hope that we can ultimately interpret by paraphrasing expressions much used by the artist himself, for example, “While painting exists the possibility of changing reality exists, of changing ourselves, of feeling alive [...]” This is a truth that certainly is worth a pastiche.

Among the numerous options open to Eduardo Arroyo as to how to set in motion this committed and fruitful conversation with the masterpieces on display in a museum, his preferred one has undoubtedly been the pastiche. The original meaning of this French term, “imitation”, clearly does not encompass the rich and complex way in which it has come to be deployed over time. To create a pastiche, at least in the way that painters have traditionally understood it, is comparable to producing an imitation of another artist’s work or style but in a deliberate, artificial and self-serving manner; in other words, making use of it by perversely manipulating the work’s own, genuine intentions in favour of one’s own. In Arroyo’s own words “pastiche” is thus synonymous with “intervention” or “modification”. “There are paintings”, he has said, “which cry out for intervention [...] It is true that with some paintings their complete and total nature prevents pastiche.

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Eduardo Arroyo

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La criada de Teniers, 1991 Aguafuerte y punta seca, 65 x 50 cm

Teniers’s Maid, 1991 Etching and drypoint, 65 x 50 cm

Eduardo Arroyo

Vanitas, 1991 Aguatinta a la resina, 65 x 50 cm

Vanitas, 1991 Resin aquatint, 65 x 50 cm

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Isabel Baquedano Mendavia, Navarra, 1936

Formada en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando de Madrid, Isabel Baquedano obtiene pronto, en 1957, la plaza de profesora de dibujo en la Escuela de Artes y Oficios de Pamplona, la capital de su tierra natal. Podrían ser estas un par de anécdotas biográficas, casi banales, en la vida de un artista español, pero me consta que, tanto su paso por Madrid, donde se interesó por la obra de Antonio López, como su regreso a Pamplona, en donde, a través de su ejercicio docente resultó una figura crucial para muchos jóvenes artistas navarros, son datos muy significativos para entender la personalidad y la obra de Isabel Baquedano. Aunque de talante introspectivo, nunca se ha encerrado en sí misma por su abierta curiosidad y por su generosidad, que son cualidades humanamente apreciables, pero también artísticamente muy fecundas. Por lo demás, con lo antes apuntado, se comprende que Isabel Baquedano se interesase al principio de su carrera por una pintura figurativa de carácter social y, en general, por el realismo moderno de entreguerras, un poco al estilo del americano Edward Hooper. No obstante, enseguida se adentró por la senda de una muy autoexigente labor de despojamiento de casi todo lo superfluo, tanto en el plano formal, como en el moral. Es lógico, por tanto, que buscase progresivamente el trasfondo histórico de la modernidad y remontase su vocación primitivista hasta los primeros albores del Renacimiento, fijándose, sobre todo, en los maestros italianos de la primera mitad del XV, a los que evidentemente no parodia, sino que interpela, cada vez con mayor hondura. Quizá en este sostenido diálogo con ellos, Isabel Baquedano ha reducido lo simbólico a unos cuantos gestos esenciales, mientras que formalmente ha depurado sus composiciones figurativas casi a unas sintéticas siluetas de plana monocromía, dejándolas como en un estado de flotación atmosférica. Esto, por una parte, nos puede recordar al último Matisse y, por otra, a eso que hoy se denomina, con demasiada frívola soltura, una actitud minimal. Estas muy someras explicaciones de la trayectoria de Isabel Baquedano cobran su mejor ilustración,

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precisamente, al analizar el trabajo que ha realizado en relación con los antiguos maestros atesorados en el Museo del Prado. Se ha fijado, por ejemplo, en Fra Angelico, al que ha despojado de todo brillo y prolijidad, quedándose solo con lo esencial: un par de siluetas, en el caso de La Anunciación, encuadradas por una escenografía arquitectónica reducida al mínimo y una simple sugerencia de paisaje; tres figuras, en el caso de Adán y Eva, la de los avergonzados desnudos de nuestros primeros padres y la medio figura del ángel que los arroja al mundo. No cabe más retracción formal, pero tampoco más intensidad: los cuatro trazos sabios que sirven para enunciar lo que se cree verdadero. Una lección, en efecto, estética y moral.

Soon after graduating from the San Fernando School of Fine Arts in Madrid, in 1957 Isabel Baquedano obtained the position of professor of drawing at the School of Fine Arts and Crafts in Pamplona, the capital of her native region. These two facts could seem insignificant biographical details in the life of a Spanish artist, but I consider that both her time in Madrid, where she became interested in Antonio López, and her return to Pamplona, where her teaching activities made her a leading figure for many local young artists, are highly significant for an understanding of Isabel Baquedano’s life and artistic personality. Introspective by nature, she has never become self-obsessed due to the openness of her intellectual curiosity and her generosity, both admirable qualities in human terms but also very positive ones artistically. In addition, as noted above, at the outset of her career Baquedano focused on figurative painting of a social type and in general on modern, interwar realism, rather in the style of the American painter Edward Hopper. Nonetheless, she soon began to pursue the demanding endeavour of stripping away almost everything unnecessary in her work, both in a formal and moral sense. It is therefore logical that she increasingly turned back to the origins of modern art and traced her particular commitment to the primitive back to the dawn of the Renaissance. Above all, she looked to the Italian painters of the first half of the 15th century, whom she clearly does not imitate but to whom she addresses herself with ever greater profundity. In her sustained dialogue with these artists Isabel Baquedano seems to have reduced the symbolic to a few essential gestures, while formally she has pared down her figurative compositions to a few synthetic outlines in flat monochrome, leaving them in a seeming state of atmospheric flotation. This may on the one hand bring to mind late Matisse, or on the other what has often been rather glibly termed a “minimalist” attitude.

In the case of The Annunciation we find a couple of outlined forms set in a magnificent architectural setting that is reduced to the minimum and to a mere hint of landscape. With Adam and Eve we see three figures — the shame-filled nudes of our First Fathers and the half-figure of the angel who casts them out into the world. The formal reduction is absolute, as is the intensity and we are left with four judicious lines that function to announce the artist’s truth. This is an aesthetic and a moral lesson.

These brief observations on Isabel Baquedano’s career are best illustrated by analysing the work she has produced in conjunction with the Old Masters housed in the Prado. She has looked, for example, at Fra Angelico, whom she has stripped of any glitter or prolixity, leaving just the essential.

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Isabel Baquedano

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La Anunciación, 2007 Litografía a 7 colores, 50 x 65 cm

The Annunciation, 2007 7-colour lithograph, 50 x 65 cm

Isabel Baquedano

Adán y Eva, 2007 Serigrafía a 19 colores a partir de un archivo digital, 65 x 50 cm

Adam and Eve, 2007 19-colour silkscreen from a digital file, 65 x 50 cm

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Miquel Barceló Felanitx, Mallorca, 1957

¿Qué busca Barceló, –quien concibe la pintura como un proceso orgánico, de descomposición u oxidación de la materia, quien cree que la pintura es una materia exacerbada, en fermentación–, en un Museo del Prado donde se alinean bustos calcáreos, nimbados por el alcanfor de la historia? No puede ser exactamente ni el prestigio, ni la memoria, asépticamente conservados, sino la pintura, esa materia viscosa, de brillos aún no completamente apagados, esa materia empolvada que se resiste a convertirse en espíritu.

imágenes que una vez vistas a la luz mezclan ángeles y demonios, piedras y diamantes, oro y mierda.”

Desde luego, la materia unifica los cuadros, genera ilusión y es muy capaz de envenenar, pero también plancha la historia y unifica el destino de la pintura, no solo por encima de épocas, estilos, países e individualidades, sino también por encima de la calidad misma. No es que esta última no importe, pero ni siquiera esta puede detener el gesto antiquísimo y soberano de alguien que toma la tierra entre sus manos y embadurna una pared.

Miquel Barceló sabe que en cualquier cuadro hay siempre un material aprovechable; sabe, también, que un cuadro se puede hacer con cualquier cosa. Fabricar un cuadro es materialmente una operación simple, pero que no deja de tener algo de quimérico. El aliento quimérico ha transportado a Barceló de aquí para allá, encandilado por ese país sin fronteras que es la imagen, el lenguaje artístico verdaderamente universal.

Para Barceló la voluntad de materializar una figura es previa a la de pintar y la de pintar a la de pintar bien. El hombre pinta su cuerpo y pinta su refugio; transforma lo real; pero la materia con la que consigue ilusionar el mundo, ella misma está viva, en constante transformación, fermentando. Y es esta capacidad de permanente metamorfosis la que mantiene a la pintura como el arte más inestable e inacabado, más incontrolable.

Nunca ha estado muy claro dónde se ha posado Barceló, que consume paisajes de la manera más quimérica. De lo que no cabe duda es que penetra en los museos para calmar un instinto, aunque la necesidad colmada siempre provoca una nueva excitación, y revitaliza el instinto. En el Prado no podía ser menos; en todo caso, museo nada más que de pintura, podía serlo más, y así lo constata el propio pintor: “Vuelvo al Prado como un animal al abrevadero o como un insecto al charco, bebo de estas espesas aguas oscuras que alimentan y contemplo mi reflejo movedizo sobre el rostro imperturbablemente sereno de estos santos, reyes y vírgenes que son pintura y que tal vez nunca fueron más que pintura”.

El pintor no penetra en el museo simplemente para adquirir sabiduría, sino para alimentarse. Es pintura lo que consume el pintor en el museo, materia nutricia. Tanto da, después, si esa materia alimenta o emborracha, depende siempre de las ganas y las necesidades de cada cual. “De esta forma continuaron mis visitas de pillaje al Museo del Prado –ha afirmado Barceló– como quien acude a una antigua tienda de licores: debajo del polvo de cada botella un color distinto, y en cada una de ellas la promesa de la ebriedad, como el escultor ciego de Ribera, palpando la oscuridad, arrancando a las tinieblas

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¿Cómo apartar de los labios este cáliz, fuente de la mayor alegría y del peor dolor? ¿Cómo no se arriesgará a probar este bebedizo mortal quien sabe melancólicamente que ha de morir? Apurando hasta la última gota, el pintor es consciente de estar bebiendo lo más real de la realidad, su verdad más profunda, esa que se posa en el fondo de la copa.

What would Barceló — an artist who conceives of painting as an organic process of the material’s decomposition or oxidisation and who believes that paint is an expanding, fermenting material — be looking for in a museum such as the Prado with its rows of marble busts steeped in the camphor of history? Neither antiseptically preserved prestige nor memory. In fact, he is looking for paint, that viscous matter of still glittering highlights, that powdered matter that resists transformation into spirit. It is the matter, of course, that unifies paintings, generates illusion and is notably poisonous but it also flattens out history and unifies the destiny of painting, given that it is not only above all periods, styles, countries and specific characteristics but even above quality. It is not that the latter is not important but not even quality can detain the ancient, sovereign gesture of someone who takes earth in their hands and smears it on a wall. For Barceló the desire to give material form to a figure precedes the desire to paint and the desire to paint precedes the desire to paint well. Man paints his body and his shelter; he transforms the real; but the material through which he succeeds in deceiving the world is in itself alive and in permanent transformation and ferment. It is this capacity for constant metamorphosis that makes painting the most unstable, unfinished and uncontrollable art form.

knowing that he has to die, would not venture to sample this mortal drink? Savouring it to the last drop, the painter is aware that he is drinking what is most real in reality, its most profound truth, which lies at the bottom of the glass. Miquel Barceló knows that every painting contains material of which use can be made. He also knows that a painting can be made out of anything. To make a painting is a simple operation in material terms but one that always involves a fantastical element. This breath of fantasy has transported Barceló from here to there, fascinated and dazzled by the image: that country without frontiers and that truly universal language. It is never entirely clear where Barceló, who devours landscapes in the most fantastical manner, has come to rest. What is quite clear, however, is that he enters museums in order to pacify an instinct, although sated need always provokes new excitement and reinvigorates that instinct. This inevitably happens in the Prado, a museum that houses only paintings, as the artist himself notes: “I return to the Prado like an animal to the water trough or an insect to the pond, drinking from those dense, dark, nourishing waters and I look at my own shifting reflection against the imperturbably serene faces of these saints, kings and virgins that constitute painting itself and which have never perhaps been anything more than painting.”

The painter does not enter the museum in order to acquire wisdom but to nourish himself. It is paint, that nutritious substance, which the painter consumes in a museum. Whether the subsequent result is to feed or inebriate the artist depends on each one’s needs and desires. “This was how my looting raids on the Prado went”, Barceló has noted, “like someone visiting an old liquor store: beneath the dust on each bottle lies a different colour while each bottle holds the promise of intoxication, like Ribera’s blind sculptor, feeling the darkness and extracting from the shadows images that, when seen in the light, combine angels and devils, stones and diamonds, gold and shit.” How to tear one’s lips away from this goblet, source of the greatest joy and the worst suffering? What person, sadly

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Miquel Barceló

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Acróstico de cabras I, 1991 Litografía, grabado en madera a la fibra y serigrafía, 50 x 65 cm

Acrostic of Goats I, 1991 Lithograph, wood engraving and silkscreen, 50 x 65 cm

Miquel Barceló

Acróstico de cabras, II, 1991 Litografía, grabado en madera a la fibra y serigrafía, 50 x 65 cm

Acrostic of Goats Ii, 1991 Lithograph, wood engraving and silkscreen, 50 x 65 cm

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Miquel Barceló

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Acróstico de burro III, 1991 Litografía, grabado en madera a la fibra y serigrafía, 65 x 50 cm

Acrostic of donkey Iii, 1991 Lithograph, wood engraving and silkscreen, 50 x 65 cm

Miquel Barceló

Acróstico de burro IV, 1991 Litografía, grabado en madera a la fibra y serigrafía, 50 x 65 cm

Acrostic of donkey Iv, 1991 Lithograph, wood engraving and silkscreen, 50 x 65 cm

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Carmen Calvo Valencia, 1950

Lo remoto y lo inmediato de la percepción del tiempo parecen haber sido las constantes de la ya dilatada trayectoria artística de Carmen Calvo, quien inició su proyección internacional de manera fulgurante cuando fue seleccionada por Margit Rowell, a la sazón conservadora del Guggenheim Museum de Nueva York, para que exhibiera su trabajo en la que fue la primera muestra del arte español emergente tras la transición democrática: la titulada New Images from Spain, que estuvo abierta en el museo neoyorquino durante la primavera de 1980. Por aquel entonces, Carmen Calvo realizaba cuadros con fragmentos cerámicos adheridos al lienzo, que formaban conjuntos de hermosas y delicadas alineaciones, a veces, evocando un pasado arqueológico, pero también componiendo paisajes y homenajes figurativos de antiguos maestros. Si recuerdo este trabajo inicial ahora es porque en él se sintetizaban ya algunas de las que habrían de ser sus mejores y más características cualidades artísticas: una gran versatilidad técnica y material puesta siempre al servicio de la memoria existencial, tanto desde el punto de vista íntimo como histórico. Posteriormente, dando libre curso a su afán investigador y a su espíritu cosmopolita, Carmen Calvo, que fijó temporalmente, durante la década de 1980, su residencia en París, exploró nuevos campos de expresión y afiló su filtro memorialista, confortándose críticamente con los elementos más candentes y simbólicos de su propia autobiografía. Por lo demás, no cuesta identificar la relación de algunos de los elementos citados con el fértil caldo de cultivo del arte de vanguardia valenciano, que destacó, durante la segunda mitad del XX, bien por vía del constructivismo o por la del pop, en el empleo más audaz del lenguaje moderno y en su interés por analizar críticamente la realidad española. Carmen Calvo ha sabido revalidar su acendrada personalidad artística en el diálogo con los históricos artistas del Museo del Prado. En primer lugar, así lo demuestra, no solo la elección de Goya como su interlocutor en este envite, sino la de las específicas imágenes que

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elaboró este genio en sus primeros años de realizador de cartones para tapices, como el titulado La maja y los embozados. Es este un cuadro de costumbres de mucha enjundia antropológica, erótica y política, pero, asimismo, como lo ha subrayado Carmen Calvo en su manipulada fotografía en negativo, a la que ha adherido ojos de cristal, una obra que reflexiona sobre el cruce de las miradas y sobre el mirar en sí. En el titulado El albañil herido, más célebre y tardío, donde se revela ya una crítica social muy directa, que la artista, dando la vuelta a la evidencia, ha trabajado mediante dibujo y collage, y, por consiguiente, en estampación final serigráfica. De esta forma, Carmen Calvo ha dado una brillante nueva vuelta de tuerca a la evocación temporal de la historia, la fuerza de cuyos iconos heredados se basa no solo en lo que tiene de testimonio del pasado, sino, sobre todo, en su actualidad, como ella nos ha sabido ahora revelar.

The remoteness and immediacy of the perception of time can be seen as the concepts that recur within Carmen Calvo’s lengthy artistic career. The artist first achieved major international recognition when she was selected by Margit Rowell, then curator at the Guggenheim Museum in New York, to exhibit her work in what was the first exhibition on new Spanish art to be organised after Spain’s transition to democracy. Entitled New Images from Spain, it was shown at the Guggenheim in the spring of 1980. At that date Calvo was producing paintings made from pieces of ceramic stuck to the canvas that create series of beautiful, delicate alignments, some of them evoking an archaeological past and others comprising landscapes and figurative homages to the Old Masters. I refer here to this early body of work because it summarises one of what would become Calvo’s best and most distinctive artistic characteristics, namely a considerable material and technical versatility that is always employed in the service of existential memory, both personal and historical. Living in Paris in the 1980s, Calvo gave free rein to her interest in research and her cosmopolitan nature by exploring new fields of expression. She also defined more precisely the nature of her use of memory, taking critical comfort in the most important and symbolic moments from her own life. In addition, it is easy to identify the relationship of some of these elements with the richness of ideas that prevailed in Valencian art at this period, which was notable in the second half of the 20th century for its construction of a radically modern idiom that drew on Constructivism and Pop Art in order to offer an analytical critique of Spanish society of the time.

exchange of gazes and on the very act of looking. With regard to her interpretation of Goya’s celebrated later work The injured Mason, which involves a more direct element of social critique, Calvo has turned the results round, working first in drawing and collage then producing a final silkscreen series. As a result she offers us a dazzling new turn of the screw in her temporal evocation of history, in which its inherited icons have a strength that is based not only on their character as witnesses of the past but also on their continuing relevance today, as Calvo has been able to show us here.

Carmen Calvo has reaffirmed the refined nature of her artistic personality in her dialogue with the Old Masters in the Museo del Prado. This is evident not only in the choice of Goya as her interlocutor but also in Calvo’s specific selection of the images that he created in his early years as a designer of tapestry cartoons, such as The Maja and the cloaked Men, a genre scene that involves considerable anthropological, erotic and political significance. In addition, as Calvo has emphasised through her manipulated photographic negative to which she has stuck glass eyes, it is a work that offers a reflection on the

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Carmen Calvo

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La mirada, 2007 Fotografía de un collage, 65 x 50 cm

The Gaze, 2007 Photograph of a collage, 65 x 50 cm

Carmen Calvo

Mirando a Goya, 2007 Serigrafía a 13 colores a partir de un dibujo digitalizado, 65 x 50 cm

Looking at Goya, 2007 13-colour silkscreen from a digitalised drawing, 65 x 50 cm

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Naia Del Castillo Bilbao, 1975

La joven escultora vasca Naia del Castillo, que ha irrumpido con fuerza en el panorama artístico español actual, es un buen ejemplo de cómo la renovación artística no es nunca el resultado del uso en sí de técnicas o materiales diferentes, sino de su rendimiento creativo. En este sentido, hasta el momento, esta artista se ha manejado con soltura con instalaciones y fotografías manipuladas, revalidando la libertad conceptual y material con que revolucionó el arte el dadaísmo y no ha dejado de extenderse, sobre todo, desde el arte pop hasta la actualidad. Como ocurrió con los antecedentes citados, para Naia del Castillo se puede hacer arte mediante cualquier cosa o recurso, pero sin perder nunca de vista la realidad, no tanto para representarla, sino para darle réplica, lo que significa restaurar la narración dentro de las artes visuales. Su voluntad narrativa no está supeditada al género de los grandes relatos, sino al testimonio crítico directo de su experiencia personal. Es por esta razón por la que su intervención en el Museo del Prado cobra un especial interés, que, en su caso, no se limita a la confrontación entre pasado y presente, ni tampoco entre el recinto sacralizado del museo y la vida cotidiana, sino todo ello y lo que se quiera más, pero como cruce de historias. Así lo podemos apreciar en las dos obras que ha producido al respecto. En la primera, titulada Santa Bárbara, Naia del Castillo se ha servido de la pintura homónima del flamenco Robert Campin, un tríptico, cuyos elementos han sido alterados y sintetizados pero sin perder su significado original, ni ese sereno intimismo, realista y doméstico, tan característico de los maestros primitivos de los Países Bajos. La esencia de la piadosa historia de santa Bárbara, según la interpretación de Campin, es la de una virgen prudente, que lee, abstraída, en su habitación burguesa, al parecer por completo ajena a lo que está ocurriendo en el exterior, que no es otra cosa que lo que sellará trágicamente su destino. Naia del Castillo embute este episodio como reflejo de un espejo convexo, pero introduciendo en la estancia la imagen

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simétrica de otra joven, de hoy, que también está absorta en la contemplación de un libro. De esta manera, la convexidad especular no solo sirve para agrandar el espacio, sino también el tiempo; vamos: lo propio de una visión sobrenatural, divina. No en balde, La Mesa de los pecados capitales de El Bosco, gira sobre el centro de un ojo divino que todo lo ve. Ver espacio-temporalmente no solo relativiza la historia, sino que convierte la visión en una previsión o, si se quiere, en una visión crítica. En el caso que nos ocupa, no se trata solo de “actualizar” una leyenda o un cuadro histórico, sino la relación entre el dentro y el fuera de nosotros mismos, entre vida y destino, entre individuo y sociedad, todo lo cual Naia del Castillo lo ha expuesto, como no podía ser de otra manera, sin ninguna retórica, desde su personal óptica femenina, pues esta intrahistoria es asimismo entre mujeres. A la segunda fotografía Naia del Castillo le ha colgado un collar real, con una medalla bañada en oro que representa la escena de la expulsión de Adán y Eva del paraíso, según el modelo de Fra Angelico. El reluciente colgante resplandece sobre un desnudo busto femenino, oscurecido por una gasa negra transparente. Es la historia del pecado y de la redención, del sexo y de la culpa, pero también la del insidioso entrecruzamiento narrativo donde se alteran los papeles asignados: una brillante intervención o réplica crítica sobre el desgarramiento de la vida en medio del esplendor áureo y de la lujuria.

The young Basque sculptor Naia del Castillo, who has become a vigorous presence on the Spanish art scene today, is a good example of the way in which artistic progress and re-thinking is never the result of the use of different techniques or materials per se, but rather of their creative results. In this sense she has until now made skilled use of installations and manipulated photographs, revealing the conceptual and material freedom that Dada gave to art and which has continued to grow since that date, particularly from the time of Pop Art to the present. As with those earlier movements, for Naia del Castillo art can be made from any object or resource, but without ever losing sight of reality, not so much in order to represent it but to reply to it and thus reinstate narrative within the visual arts. Del Castillo’s focus on narrative is not dependent on her use of the genre of the great historical tales and legends. Rather, it relies on the critical testimony that her personal experience offers. Her involvement in the present project is thus particularly interesting as she does not confine herself to a confrontation between past and present or between the holy sanctuary of the museum and everyday life but between all of it and more, as an encounter between stories.

Table of the Seven Deadly Sins turns around the all-seeing divine eye at its centre. To see space in a temporal sense not only relativises history but transforms vision into pre-vision, in other words, into a critical vision. In the present case it is not just a question of “updating” a legend or a historic painting: rather it is about the relationship between our very insides and outsides, between life and destiny, individual and society. Naia del Castillo has presented all these concepts but in a way totally devoid of rhetoric and from her particular female viewpoint, given that this approach of looking “between” history is also one “between” women. On the second photograph the artist has hung a real necklace with a gold-plated medallion that depicts the scene of the Expulsion of Adam and Eve from the Garden of Eden after Fra Angelico’s composition. The medallion gleams against the skin of a nude female bust, which is darkened by a piece of transparent black gauze. This is the story of sin and redemption, of sex and guilt, but also of the insidious interconnection of narrative in which assigned roles are altered: a brilliant intervention or critical response to the turmoil of life among the splendour of gold and lust.

This is evident in the two works that Naia del Castillo has produced for this project. In the first, entitled Saint Barbara, she has made use of the painting of that title by the Flemish artist Robert Campin. It is a triptych, the elements of which Del Castillo has altered and combined but without losing sight of its original meaning or that serene, realistic and domestic intimacy which is so characteristic of the Early Netherlandish painters. In Campin’s interpretation the centre of the pious story of Saint Barbara is a wise virgin whom he shows engaged in her reading in a burgher’s interior, seemingly remote from what is happening outside, which is in fact the event that leads to her tragic fate. Del Castillo insets this episode in the manner of a reflection in a convex mirror, but introducing into the room the symmetrical image of another young woman from the present day, also involved in her book. This specular convexity not only functions to expand not only space but also time: all of which is characteristic of a supernatural, divine vision. It is not by chance that Bosch’s

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Naia del Castillo

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Santa Bárbara, 2007 Fotografía con tratamiento digital, 65 x 50 cm

Saint Barbara, 2007 Digitally-treated photograph, 65 x 50 cm

Naia del Castillo

Eritis Sicut Dei, 2007 Fotografía con tratamiento digital, 65 x 50 cm

Eritis Sicut Dei , 2007 Digitally-treated photograph, 65 x 50 cm

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Eduardo Chillida San Sebastián, 1924-2002

Aunque Eduardo Chillida fue un degustador de la buena pintura, a cuya práctica se dedicó en momentos de intimidad personal, quizás para desfogar su habitualmente reprimida pasión por el color, no podía evitar contemplarla con los ojos de lo que era: un escultor. La mirada de Eduardo Chillida es una mirada creadora, que no se conforma con lo que habitualmente se cree solo ver y, por tanto, que penetra en otros estratos más profundos de lo visible, tan reales o, a veces, más que las apariencias a las que estamos acostumbrados y que son una parte ínfima del mundo. Esta visión potencia y amplía el diálogo que el artista mantiene con lo real, capacitándole para materializar eso antes oculto mediante su obra, que servirá de estímulo tonificante para, a su vez, aguzar nuestra más limitada visión del mundo. Al aplicar esa mirada a la pintura, Chillida alcanza revelaciones como la que, como él mismo narraba, tuvo contemplando el Descendimiento de Roger van der Weyden. En una de sus frecuentes visitas a esta obra del Museo del Prado tomó conciencia de la extraordinaria importancia que en ella tenían los pliegues, hasta el punto de llegar a preguntarse qué quedaría de la pintura si estos le fueran arrebatados. Y este cuestionamiento inicial le indujo a mirar el resto de las pinturas desde esta misma perspectiva, revelándosele gracias a ello un nuevo continente o contenido visual, que hasta entonces le había resultado invisible. Chillida descubrió que una cosa es el cuerpo que se desvela transparentando sus formas a través de un velo, el cual muestra mejor lo que es un cuerpo que la visión del cuerpo completamente desvelado, y otra, si no distinta sí complementaria, que sea el cuerpo el que ayude a revelar la importancia del velo, tal y como creyó repentinamente percibir. En este segundo caso, el cuerpo soporta el velo y es, por tanto, este –autonomizándose– el que define la obra, convertida en una orografía accidentada, en un paisaje plástico, en cada uno de cuyos pliegues notamos la huella de una energía, el resultado de la lucha de fuerzas en el espacio que configuran las formas y sus ritmos.

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Con esta visión-revelación de los pliegues, Eduardo Chillida se plantea el sentido dialéctico del espacio, las fuerzas encontradas de este y su plasmación objetiva; esto es: su capacidad o poder para configurar la imagen o la forma de los objetos. A través de esta visión-revelación, lo que finalmente percibió Chillida fue el hecho estupefaciente de que el espacio es algo, por así decirlo, vivo, es decir, una especie de natura naturans, de la naturaleza creadora que Spinoza llamó Dios. Desde luego es hermoso y emocionante que un escultor llegue a ver el espacio como una potencia divina, ni más ni menos que como el sentido de los dioses, pero lo es todavía más, y en grado sumo, que intente materializar esa visión-revelación. Una buena parte de la obra de Chillida es el resultado de esta conflagración energética del espacio, gracias a la cual el peso de las cosas, toma cuerpo precisamente a través de la levitación. Así, más que conformarse con observar los objetos como una afirmación substantiva frente al vacío, los piensa como el resultado de la acción del espacio, como, cuando contemplando los pliegues de una pintura, llegó a la conclusión de que era el cuerpo el resultado de los pliegues y no viceversa. Enervado por la revelación de este lenguaje invisible, cuando Chillida hace volar una estructura de hormigón, concebida originalmente para sostener, está celebrando la fuerza de lo invisible sobre lo visible, del aire sobre la materia. Es esta poesía de lo pneumático, que infla los cuerpos y las almas, el soplo divino, soplo creador, que habita en el espacio, un soplo quizás invisible para la mayoría, pero que Chillida puede ver en un cuadro y materializar en sus obras.

Although Eduardo Chillida was a fan of good painting, dedicating his attention to it in privacy, it may be that to give vent to his normally supressed passion for colour he could not avoid looking at painting with his sculptors viewpoint. Chillida’s gaze is a creative one, which was not satisfied with what is normally just thought to be seen. It thus penetrated other, deeper layers of the visible which are as real or on occasions more real than the appearances to which we are accustomed and which are only a tiny part of the world. This vision reinforced and expanded the dialogue that Chillida maintained with the real, making him able to give material form through his work to what was previously hidden so that it acts as a stimulating tonic that sharpens our more limited vision of the world. When he applied this gaze to painting, Chillida had revelations such as the one that took place in front of Rogier van der Weyden’s Descent from the Cross. During one of his frequent visits to the Museo del Prado he became aware of the remarkable importance of the folds in the drapery, to the extent that he asked himself what would be left of the painting if they were removed from it. This initial question led him to look at all the other paintings from this viewpoint, as a result of which they revealed to him a new visual structure or content that he had previously not perceived. Chillida discovered that one thing is the body that reveals itself by making its forms visible through a veil (consequently offering a more successful and complete vision of what a body is than if it were seen completely unveiled) and another thing — if not different then at least complementary — is that it is the body that helps to reveal the importance of the veil, as he suddenly grasped. In this second case, the body supports the veil and it is thus the latter that takes on an autonomous identity and in fact defines the work, now transformed into a rich and varied visual landscape in which each fold contains the mark of its particular energy, the result of the struggle between forces in the space created by the forms and their rhythms.

form of objects. What Chillida ultimately perceived through this vision/revelation was the astonishing fact that space is something alive; a sort of natura naturans, the creative nature that Spinoza called God. It is of course beautiful and moving that a sculptor should have come to see space as a divine force and as nothing less than the meaning of the gods. Even more moving is the fact that he should try to give material form to this vision/ revelation. Much of Chillida’s work is the result of this vigorous conflagration of space, thanks to which the weight of things becomes material precisely through levitation. Thus, rather than being satisfied with observing objects as a material affirmation in contrast to the void, he thought of them as the result of the action of space, just as, when contemplating the folds of drapery in a painting, he reached the conclusion that the body is the result of the folds and not the other way round. Stimulated by the revelation of this invisible language, when Chillida levitates a concrete structure that was originally designed as a support he was celebrating the power of the invisible over the visible and of air over matter. This is the poetry of the pneumatic, which inflates bodies and souls, the divine breath, the creative breath that inhabits space and which is perhaps invisible to most of us, but which Chillida could see in a painting and give material form to in his works.

With this vision/revelation of the folds, Eduardo Chillida established the dialectical meaning of space, the forces to be found in it and their objective representation, in other words, their capacity or ability to construct the image or the

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Eduardo Chillida

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Zedatu iI, 1991 Aguafuerte al azúcar, 50 x 65 cm

Zedatu iI, 1991 Sugar-lift etching, 50 x 65 cm

Eduardo Chillida

Zedatu iv, 1991 Aguafuerte al azúcar, 50 x 65 cm

Zedatu Iv, 1991 Sugar-lift etching, 50 x 65 cm

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Cristina García Rodero Puertollano, Ciudad Real, 1949

Licenciada en pintura por la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense, la proyección nacional e internacional que Cristina García Rodero ha obtenido como fotógrafa durante los tres últimos lustros, muchas veces, sin embargo, fuera de los ámbitos profesionales específicos de este medio, no solo nos revela la actual tendencia de hibridación de los lenguajes, sino su forma compleja y profunda de mirar la realidad, fruto de la madurez. Al principio, produjo un gran impacto por la manera de abordar la realidad antropológica de nuestro país, que resultaba sorprendente por cómo hurgaba en unos aspectos de lo que periodísticamente se dio en llamar la “España profunda”, quizá porque la voraz ola de ansiosa modernización que nos invadió tras la transición democrática, convirtió los restos de nuestro pasado en el territorio de la marginación por excelencia. Quien conozca el lastre costumbrista y esperpéntico que se adhirió a lo español desde el romanticismo, no puede dejar de admirar la audacia de Cristina García Rodero para atreverse con tan peligroso asunto, pero, sobre todo, el talento para salir creativamente indemne de esta aventura de explorar lo inmediato. Si lo logró fue, sin duda, porque dio una densidad artística a la documentación y porque lo hizo sin un ápice de afectación retórica, formal o conceptual. Con ello la artista consiguió hacernos ver lo que no queríamos ver, aunque fuera lo más obvio e íntimo de nuestro ser. Por lo demás, no tardó en demostrarnos que su mirada no era “localista”, no solo por la impresionante serie de fotografías que realizó en ese Haití donde lo profundo está a flor de piel, sino porque, a través de esas patéticas imágenes del infierno antillano, quizá por su distancia, nos demostró la importancia de la composición en toda su obra incluida la antes mentada sobre España. Hablo de composición, pero también podría hacerlo de plasticidad, textura, iluminación, modelado y cuantas cualidades de la tradición artística han de sobrevivir hoy para que la actualidad sea verdaderamente renovadora. De manera que de Cristina García Rodero se puede afirmar que tiene desde luego “oficio” en el sentido más hondo de este término, que es

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el histórico, pero, asimismo, que tiene “mundo” y, claro, “un mundo propio”. Todo esto queda patente en las composiciones fotográficas que ha realizado en el Museo del Prado a partir del cuadro Ofrenda a Flora de Van der Hamen, figura crucial en la creación del bodegón español, y, ¡atención!, de la reflectrografía realizada a partir de la obra Sagrada Familia, llamada «la perla» de Rafael. En cualquier caso, en ambas, García Rodero ha sobreimpresionado en las imágenes elegidas el haz y el envés luminoso de dos visitantes del Museo, ninguna de las cuales está mirando el cuadro que las abarca, pues una nos muestra el contraluz de su perfil, mientras que la otra, dándonos la cara, está de espaldas a la pintura, lo cual implica que las dos forzosamente se integran como un elemento más de estas composiciones históricas. Es como el súbito encuentro entre la documentación y el arte, o, si se quiere, el arte como documento y el documento como arte: un cruce de caminos donde Cristina García Rodero nos emplaza para ir, no más allá de lo que vemos, sino más adentro de lo que somos.

With a degree in painting from the Fine Arts Faculty at the Universidad Complutense, Cristina García Rodero has achieved national and international recognition as a photographer over the last three decades, often, however, outside traditional photographic circles, a fact that indicates the current tendency towards the hybridisation of different artistic idioms as well as the artist’s profound and complex manner of looking, which is the result of artistic maturity. García Rodero initially attracted considerable attention for her manner of approaching the anthropological reality of Spain. Surprising, for example, was the way in which she delved into aspects of what journalists have traditionally loved to call España Negra [Dark Spain], possibly because the urgent desire for modernisation that gripped the country after the Transition transformed the remains of Spain’s past into a quintessentially peripheral territory. Anyone familiar with the yoke of the picturesque and the grotesque that has weighed down Spain since the Romantic era cannot fail to admire García Rodero’s boldness in tackling such a tricky subject, and above all her ability to emerge creatively unharmed from this adventure of exploring what lay around us. If she achieved this it was undoubtedly because she gave her documentary endeavour an artistic density and because she did so without a hint of rhetorical, formal or conceptual affectation. As a result García Rodero succeeded in making us see what we did not want to, even though it was the most obvious and close-at-hand facet of our reality. Furthermore, she very soon proved to us that her gaze was not a “local” one, not only through her impressive series of photographs of Haiti, that country where the profound lies very close to the surface, but because, through these moving images of hell in the Antilles, she demonstrated (perhaps through their distance) the importance of composition in all her work, including the above-mentioned project on Spain. I refer to composition but I could also speak of plasticity, texture, lighting, modelling and all those qualities from the artistic past that have to survive today for modern art to be truly innovative and ground-breaking. As a result, it could be said of Cristina García Rodero that she has “craft” in the profoundest sense of the term, which is its historical one, but that she also has a “world”, which is of course her “own world”.

All this is evident in the photographs that this artist has produced in the Museo del Prado from the dual starting points of Offering to Flora by Juan van der Hamen (a key figure in the evolution of the Spanish still life) and — please note — the infra-red reflectograph of Raphael’s Holy Family known as “La Perla” . In both cases García Rodero has overprinted onto them the faces and luminous backs of two visitors to the Prado, neither of whom are looking at the painting as one of them is shown backlit and in profile while the other, looking directly at us, is facing away from the painting. This means that both have inevitably become another element in the compositions of these Old Masters. The effect is like a sudden encounter between documentation and art, or art as document and document as art: a crossing of paths in which Cristina García Rodero moves our position in order for us to go not so much beyond what we see but further into what we are.

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Cristina García Rodero

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Ofrenda a Flora, 2007 Fotografía en blanco y negro, 61 x 50 cm

Offering to Flora, 2007 Black and white photograph, 61 x 50 cm

Cristina García Rodero

La Perla, 2007 Fotografía en blanco y negro, 61 x 50 cm

The Pearl, 2007 Black and white photograph, 61 x 50 cm

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Ramón Gaya Murcia, 1910-Valencia, 2005

En 1959, con motivo de un iluminador viaje a Venecia, Ramón Gaya escribió un ensayo titulado Sentimiento de la pintura. A la irreal ciudad lagunar suele acudir el visitante para recuperar el sentido de la realidad, y ese mismo designio llevó allí a Gaya, muy sabedor, eso sí, de que la búsqueda pictórica de lo real que él apetecía era ese elemento nutricio, allí ciertamente pródigo, del agua, el elemento que confunde subterráneamente pintura y realidad. Lo que buscaba en Venecia el pintor Gaya era la pintura, ese elemento subterráneo sobre el que la realidad fluye pero sin jamás arder: el agua. El agua no crepita, ni se consume, ni ilumina, ni destruye; el agua, finalmente, como dijera el físico griego, no necesita cambiar –pasión moderna por excelencia– porque su identidad –su naturaleza– es el cambio mismo. “Todo fluye”, pues, como el agua, como la pintura... “Un atardecer, de entre aquellas aguas espesas, usadas –consigna Gaya en el relato de su iniciático viaje veneciano–, me pareció ver salir, surgir como una Venus cochambrosa, el manchado cuerpo de la Pintura. Y no era ningún delirio; era que, a partir de entonces, el sentimiento pictórico no lo vería ya más como cualquier otro sentimiento del arte –el de la música, el de la poesía, el de la escultura–, porque ahora lo había individualizado y le encontraba como un deje especial, casi una motivación de otra índole. No se trata, desde luego, de un sentimiento del color, ni de la luz, ni de la apariencia del mundo –como se suele creer–, sino de un sentimiento, me atrevería a decir, de... la carne, no de la corporeidad –ese había sido el error al pensar en la ‘apariencia’–, no de la corporeidad de la carne, sino de la sustancia. Y esa sustancia, que me parecía ser líquida, no era, sin embargo, la sangre, ya que la sangre sigue siendo cuerpo... El sentimiento de la pintura, o mejor, el sentimiento que más tarde ha de convertirse en pintura, es eso: una especie de jugosidad encerrada, contenida en la carne de la realidad; es como una sustancia interior, invisible, pero que a los ojos del pintor verdadero, nato, parece manifestarse, ofrecerse. Se diría que el pintor puede ver,

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por un milagroso acto de transparencia, ese agua escondida como un tuétano.” En la ciudad lagunar, a Gaya le fue revelado que es la pintura el arte al que le corresponde embebernos de lo real. No obstante, lo que convierte esta verdad en un prodigio de hondura es verla desde la superficie árida de una roca. El relato bíblico ha conservado el gesto simbólico, que permite el milagro de la vida encarnada, corporeizada, que es el gesto de Moisés golpeando sobre la roca y produciendo un manantial. El báculo que hace fértil a la roca, que extrae de ella el agua de la vida, es –¿hace falta decirlo?– la pintura. ¿Quizás sea por eso que Ramón Gaya dio cuerpo a sus recuerdos pictóricos esenciales, desde el exilio –“lo propio de la patria verdadera, escribió María Zambrano, es el crear exilio”–, describiendo al Museo del Prado como la Roca española? Es esta, en todo caso, una verdad tan hondamente sentida que necesita el báculo con que el pintor hace brotar agua en medio de esa inmensa roca que es el desierto de la realidad. “Entrar en el Prado –ha escrito asimismo Ramón Gaya– es como bajar a una cueva profunda, en donde España esconde una especie de botín de sí misma, defendida de sí misma, la pintura española es real...” Abrir la gruta y descender a la sustancia húmeda de lo real, a embeberse de la realidad; ese puede ser muy bien, según dice y según pinta Ramón Gaya, un buen motivo para sentir la pintura hasta los tuétanos.

In 1959 and following an enlightening trip to Venice, Ramón Gaya wrote an essay entitled The Feeling of Painting. We normally visit the unreal city of Venice in order to recover our sense of reality, which was why Gaya went there, fully aware, it has to be said, that the pictorial search for the real on which he was anxious to embark consisted of that nourishing element of water, which is certainly to be found there in abundance and is the element that fuses painting and reality in a subterranean manner. In Venice, the painter Gaya was looking for painting, that subterranean element over which reality flows but never burns: water. Water does not crackle, nor it is burned up, it neither illuminates nor destroys. Finally, as the Greek physicist said, water does not need to change (that modern obsession par excellence) because its identity or nature is change itself. Thus “everything flows”, like water, like paint... “One evening at dusk, among those heavy, tired waters” Gaya wrote in his account of his initiatory trip to Venice, “I seemed to see the stained body of Painting emerge like a dilapidated Venus. I was not hallucinating; it was rather that, from that point onwards I no longer saw the feeling of painting as the same as any other artistic sentiment — that of music, poetry, sculpture — as I had now individualised it and discovered it as a special intonation, almost as a different kind of motivation. It was not a feeling of colour or of light or of the appearance of the world, as is generally thought, but rather a feeling, I would venture to say, of flesh, not corporeality — that was the mistake I had made in the past by thinking about ‘appearance’ — not the bodily nature of the flesh but the substance. However, that substance, which seemed liquid to me, was not blood, given that blood continues to be corporeal [...] The feeling of painting, or rather that feeling which has to subsequently transform itself into painting, which is a sort of contained juiciness enclosed in the flesh of reality, is like an invisible, interior substance, but one that seems to manifest itself and offer itself to the true painter, the born painter. One might say that through a miraculous act of transparency the painter can see the water hidden like the marrow inside a bone.”

what makes this observation a miracle of profundity is seeing it from the bareness of a rock. The biblical tale of Moses striking the water from the rock involves the symbolic gesture that triggers off the miracle of life incarnated, made flesh. The rod that makes the rock fertile, bringing forth the water of life, is painting. Perhaps for this reason Ramón Gaya created his essential pictorial memories from exile — “the essence of the true homeland, wrote María Zambrano, is to create exile”, describing in this way the Museo del Prado as the “Spanish rock”? Whatever the case, this is a profoundly felt truth that requires the rod with which the painter makes water spout from that immense rock which is the desert of reality. “Entering the Prado”, Gaya wrote, “is like going down into a deep cave where Spain hides a sort of booty of itself, defended from itself, Spanish painting is real [...]” Penetrating the cave and descending to the moist substance of the real, soaking oneself in reality; that may be a good thing to do, according to Ramón Gaya’s words and practice, and a good reason for feeling painting in our very bones.

While in Venice, Gaya had the revelation that painting was the art form from which he should imbibe the real. However,

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Ramón Gaya

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Agua para una infanta, 1991 Litografía iluminada a mano por el artista con acuarela y gouache, 50 x 65 cm

Water for an Infanta, 1991 Lithograph, hand-coloured by the artist with watercolour and gouache, 50 x 65 cm

Ramón Gaya

El príncipe Baltasar Carlos, 1991 Litografía iluminada a mano por el artista con acuarela y gouache, 50 x 65 cm

Prince Baltasar Carlos, 1991 Lithograph, hand-coloured by the artist with watercolour and gouache, 50 x 65 cm

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Luis Gordillo Sevilla, 1934

Hay tantas formas de pintar como maneras de ser e incluso de vivir, pero resulta difícil hallar un caso como el de Luis Gordillo donde pintar, ser y vivir se impliquen de una forma tan intensa y dramática. En este sentido se ha manifestado el propio artista al afirmar lo siguiente: “Algunas veces he pensado en mi obra, o mi vida, como un plano inclinado metálico sobre el que se ha echado aceite, y yo, de alguna manera, trato de subir por el plano. La vuelta hacia abajo sería la muerte. Yo tengo que tomar una posición dentro de él: para mí lo estilístico sería un truco: clavar un clavo en ese plano y agarrarme a él.” Gordillo se enfrenta a la fatalidad aferrándose a ese precario clavo ardiendo, que es el yo o el estilo, lo que no deja de ser una operación extraordinariamente dolorosa, pues eso que nos sirve de sostén es, sin duda, la parte más frágil y sensible de nuestro ser. Desde que comenzara a pintar, en la década de 1950, toda la trayectoria artística de Gordillo ha estado movida por un principio de contradicción dialéctica, de negación de la negación. Podemos aludir a las sucesivas vanguardias contradictorias a las que se va incorporando quien comenzó pintando a la manera informalista, para luego pasar a una figuración expresionista, al pop, al arte normativo..., hasta arribar, al final de la década de 1960, a una honda crisis por la que incluso dejó temporalmente de pintar. Podemos asimismo relatar su historia como una sucesión contradictoria de estados en pos, primero, de lo magmático, de la disolución de la opresiva identidad personal, para inmediatamente después tratar de reafirmarla. Algo así como un destruirse y construirse a la vez, quedando la construcción como el clavo ardiendo donde se sujeta el sujeto, donde, en definitiva, se objetiva el YO, mientras que la destrucción sería la fuerza de la naturaleza, el huracán, que devuelve la realidad de la vida a lo que naturalmente la vida es, una enloquecedora energía. ¿Habrá, pues, que extrañarse de que quien practica y padece esta concepción del arte mire el museo como

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una colección de vidas o momentos de la vida disecados? Gordillo ha rememorado en alguna ocasión una impresión sentida en el Museo del Prado, por la cual, de una forma tan súbita como imprevista, creyó observar los cuadros como si fueran trozos de vida conservados artificialmente, pero, con la diferencia, respecto a los seres embalsamados, de que daban la impresión de seguir viviendo; vamos, algo así como si de repente unas momias se pusiesen a conversar tranquilamente con el sorprendido visitante del museo en cuestión. Curiosa y significativamente, quien le hizo sentirse así como inopinado interlocutor del más allá, fue El Greco, un pintor considerado en su época como arcaico y que, además, tampoco Gordillo sitúa entre los de su predilección. ¿Por qué entonces se produjo esta revelación a través suyo? Quizás, pensando efectivamente en lo que Gordillo siente a través del arte, por su poder de generar “extrañeza”, por su capacidad de suspender el fluido monótono de la vida reflejándola en la paradoja, a veces agria, que la vida es a ojos de un artista. Claro que habrá quienes, con la perspicacia profesoral, adivinarían en esta preferencia de Gordillo por El Greco una inconsciente sintonía formal, producto de las figuras expresiva o expresionísticamente descoyuntadas, a la vez que embadurnadas por esos colores decolorantes que son siempre los de la gama ácida, pero, al fin y al cabo, yo creo que la dinámica artística de Luis Gordillo se mueve más por antipatías que por simpatías, porque estoy convencido que vive y crea mediante la contradicción.

There are as many forms of painting as there are ways of being and of living, but it is difficult to come across another case like that of Luis Gordillo, for whom painting, being and living are interlinked in such an intense and dramatic manner. The artist himself expressed this idea when he stated the following: “I have sometimes thought about my work or my life as a sloping metal surface onto which I have poured oil and I am somehow trying to climb up that surface. Going back down would mean death. I have to adopt a position within it: for me the stylistic is a resource that helps me: nailing a nail into that surface and hanging onto it.” Gordillo thus defies fate by clutching on to that precarious, burning nail that is the self or style. This is an extremely painful operation as the element that supports us is undoubtedly the most fragile and sensitive part of our being. Since he started painting in the 1950s Gordillo’s entire career has been guided by a principle of dialectical contradiction: negation of negation. We might wish to refer to the successive, contradictory avantgarde movements to which he attached himself, starting out within the context of Informalism but then moving on to use an Expressionist figuration, Pop Art, normative art, etc, until in the late 1960s he experienced a profound crisis that even left him unable to paint for while.

as if they were fragments of artificially preserved life, but not unlike embalmed people, ones that gave the impression of still being alive. It was as if some Egyptian mummies suddenly began to converse with the surprised museum visitor. Interestingly and significantly, the artist who made Gordillo feel like an unexpected communicator with the beyond was El Greco, a painter considered archaic in his own time and one whom Gordillo would never have included as among his favourites. So why was he the medium for this revelation? Perhaps, if we think about what Gordillo experiences through his art, because of his ability to generate “strangeness”, to suspend the fluid monotony of life by reflecting it in that paradox (at times a bitter one) that is life seen through a painter’s eyes. Of course there will be those perceptive art historians who see in Gordillo’s choice of El Greco an unconscious formal similarity, the result of the expressive or expressively dislocated figures added to the discoloring colors of an acidic palette always used. At the end of the day, however, I believe that Luis Gordillo’s artistic dynamic is propelled more by antipathies than by sympathies, given that I am convinced that he lives and creates through contradiction.

Gordillo’s story could also be told as a succession of contradictory states, all in pursuit of the primary or the essential, aiming to dissolve personal identity with its oppressive nature, only to immediately attempt to reinstate it. In other words, a process of simultaneous destruction and reconstruction, with the construction as the burning nail onto which the individual clings and where the Self is objectified, while destruction is the force of nature, the hurricane, which reinstates reality in life with all its naturally crazed energy. It is therefore not surprising that someone who possesses and deploys this concept of art should look at museums as a collection of stuffed lives or moments. Gordillo recalls a feeling that he had on one occasion at the Prado when he suddenly and unexpectedly thought that he saw the paintings

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Luis Gordillo

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Frontal II, 1991 Aguafuerte, aguatinta y toques de lápiz, 50 x 65 cm

Frontal iI, 1991 Etching and aquatint with touches of pencil, 50 x 65 cm

Luis Gordillo

Frontal Iii, 1991 Aguafuerte, aguatinta y toques de lápiz, 50 x 65 cm

Frontal iiI, 1991 Etching and aquatint with touches of pencil, 50 x 65 cm

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Cristina Iglesias San Sebastián, 1956

Desde prácticamente sus primeras obras, que expuso en público a comienzos de la década de 1980, la escultora Cristina Iglesias demostró un particular interés por el envés del espacio. Aunque hoy utilizar el término “envés” para hablar del espacio ha dejado de ser un sinsentido científico o, para decirlo en positivo, algo más que una licencia metafórica, puesto que los astrofísicos actuales hablan con normalidad de los “agujeros negros” o de la “materia oscura”, lo que cuadra de este ambiguo término para definir la obra de Cristina Iglesias es que pone de manifiesto la reiterada intención de esta, no solo de alumbrar lo espacialmente oculto o relativamente visible, sino de perforar, abrir o doblar el espacio, quebrando así su aparentemente transparente planitud, su visibilidad regular, que es asimismo su contemplación “natural”, sea la de una contemplación espontáneamente física o sea la antropológica, sin olvidar la mutua necesaria interdependencia de ambas. En este sentido, Cristina Iglesias ha emplazado, en el marco habitual del espacio edificado interior, que suele responder a una matriz geométrica regular, por lo general, la de un rectángulo, elementos que lo “irregularizan”, ya sea generando huecos o esquinas, que se empotran en la limpia lisura plana de la pared, ya sea abriendo claraboyas o diseñando celosías, que potencian o filtran la luz, lo que supone hacer circular lo exterior en lo interior o, cuanto menos, evocarlo. Junto a esta voluntad transgresora de los límites física y simbólicamente establecidos, la artista también ha forzado a dialogar entre sí a los elementos materiales convencionalmente contrapuestos, como lo son, en primera instancia, los orgánicos y los minerales, pero también, en segunda y sucesivas instancias, los “naturales” y los “artificiales”, y, entre estos, los de fabricación manual y los industriales, etc. Ciertamente, por esta actitud, la obra de Cristina Iglesias, que usa una tipología formal tan variada como la de sus materiales, siendo sus piezas no pocas veces “instalaciones”, se puede encuadrar dentro de lo que genéricamente se denomina como escultura post-minimal. En relación con lo que sumariamente acabamos de exponer, no puede extrañarnos que la artista haya seleccionado

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como su interlocutor a Velázquez, pero tampoco que haya elegido, entre la obra de este mago del espacio interior, precisamente un exterior, un paisaje: el celebérrimo de la Villa Médicis, cuya radiante apertura ella se ha encargado de “encelar”, un término que significa no solo llamar la atención de alguien o de algo, sino hacerlo mediante su parcial ocultación. Y lo ha hecho reconstruyendo la obra de Velázquez, situando sobre un tapiz una celosía de esparto que ha sido fotografiada como base para la serigrafía final. La celosía no actúa solo como un filtro plano, sino que, por lo menos, paladinamente, en una de sus dos estampaciones serigrafiadas, adopta un pronunciado sesgo romboidal, lo que genera un hueco o vacío intermedio, al que accedemos visualmente porque está abierta o rasgada su esquina. De manera que así es Cristina Iglesias: abre el interior y cierra el exterior, sin duda, pero, a la vez, y de qué manera, abre lo cerrado históricamente del arte y aligera artísticamente el peso del pasado.

Starting with almost her earliest works, which she exhibited in public in the early 1980s, the sculptor Cristina Iglesias revealed a particular interest in the back of space. While today using the term “back” to discuss space has ceased to be a scientifically meaningless term, or, to express it positively, mere metaphoric licence, given that astrophysicists now speak quite comfortably of “black holes” or “dark matter”, what really works with regard to this ambiguous term when defining Cristina Iglesias’s work is that it reveals her reiterated intention not just to illuminate what is spatially concealed or relatively visible but to perforate, open up and fold space, thus breaking its apparently transparent flatness, its regular visibility, which is also the “natural” way of looking at it, either in the form of spontaneously physical or anthropological contemplation, without forgetting the necessary interdependence of both. Thus, into the viewer’s habitual framework of constructed interior space (which generally conforms to a regular geometrical model, usually that of a rectangle) Iglesias has translated elements that make it irregular, producing either gaps or corners that embed themselves into the clean, flat smoothness of the wall. She does this either by opening up skylights or designing lattices that strengthen and filter the light, making the exterior circulate in the interior or at the very least suggest it. Alongside this desire to transgress preestablished limits physically and symbolically, Iglesias has also obliged conventionally opposing material elements to establish a dialogue with each other. These are firstly organic and mineral elements but also “natural” and “artificial” ones, of which the latter can be manually or industrially made, etc. Iglesias’s formal typology is as varied as her materials and her works often take the form of “installations”. Overall, her approach certainly allows her to be located within what is generically termed Post-minimal sculpture.

she has partly concealed in order to draw our attention to it all the better. She has done so by reconstructing Velázquez’s work, placing an esparto grass lattice on top of a tapestry, which she then photographed as the basis for the final silkscreen. The lattice not only acts as a flat filter but, at least in one of her two silkscreen prints, clearly takes on a markedly rhomboidal slant, generating a gap or intermediate void that we can see because its corner is open or torn away. This, then, is Cristina Iglesias: a sculptor who certainly opens up the interior and closes the exterior but one who simultaneously (and magnificently) opens what has traditionally been closed in art and artistically lightens the weight of the past.

In the light of what has been said in this brief introduction to her work, it is not surprising that Cristina Iglesias selected Velázquez as her interlocutor. Nor is it surprising that from among the work of this genius of interior space she has in fact selected an exterior landscape; the famous view of the garden of the Villa Medici with its radiant opening in the end wall that

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Cristina Iglesias

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Vista del jardín de la “Villa Médicis”, en Roma, D.V. I, 2007 Serigrafía, barniz blando y punta seca, 65 x 50 cm

View of the Garden of the “Villa Medici” in Rome, D.V. I, 2007 Silkscreen, soft-ground etching and drypoint, 65 x 50 cm

Cristina Iglesias

Vista del jardín de la “Villa Médicis”, en Roma, D.V. II, 2007 Serigrafía, barniz blando y punta seca, 65 x 50 cm

View of the Garden of the “Villa Medici” in Rome, D.V. II, 2007 Silkscreen, soft-ground etching and drypoint, 65 x 50 cm

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Carmen Laffón Sevilla, 1934

Considerada la figura más destacada y representativa del realismo sevillano, la dilatada y rica trayectoria artística de Carmen Laffón ya ha acreditado, desde hace bastante tiempo, su particularísima senda personal, que desborda cualquier cauce escolar o movimiento por muy digno que este sea. Quiero decir, que lo que ata a Carmen a sus raíces locales es, sobre todo, una cuestión, como ahora se denomina, antropológica y física; esto es: una sensibilidad y un paisaje, ambos naturalmente cargados de historia. En este sentido, siempre me ha gustado subrayar, fuera de cualquier tópico, su afinidad con Murillo, con el que sintoniza por la refinada exquisitez de su tacto pictórico que palpita como entre los rincones, humildes o no, de la realidad cotidiana. Y también, pienso, que por su semejante capacidad para integrar compositivamente los diferentes elementos que articulan una historia, sin que ninguno de ellos, tenga la importancia que tenga, pierda su sustancia propia, de tal manera que cualquiera podría ser por sí mismo un cuadro aparte. Todas estas cualidades de Carmen Laffón, la de acariciar lo real y a la vez, la de saber abstraerse o distanciarse; o sea: las de sentir y pensar simultáneamente en el siempre estrecho surco que es hacer una obra de arte, están luminosamente presentes en su diálogo operativo con los antiguos grandes maestros que cuelgan en los muros del Museo del Prado. Para semejante empresa, Carmen Laffón se ha decantado por un par de fragmentos de El sueño del patricio Juan de Bartolomé Esteban Murillo, obra de gran resonancia piadosa local por formar parte de una serie que adornaba la iglesia sevillana de Santa María la Blanca, desde justo poco después de la bula papal de Alejandro VII en favor de la Inmaculada Concepción de María; un asunto al que, como es sabido, dedicó mucha atención el genial pintor sevillano. En todo caso, el más intimista, sutil y cadencioso de los grandes lienzos de esta serie, es sin duda, el de El sueño del patricio Juan, donde todo yace con la delicada gravidez de las figuras dormidas, incluida la del perrillo acurrucado

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a los pies de la mujer. Como Carmen Laffón ha subrayado, la bella atmósfera de lasitud contagia hasta los sencillos objetos del ajuar doméstico, entre los que ella ha elegido, por un lado, el cestillo de labor, dejado como al desgaire sobre el suelo, junto al umbrío rincón de la derecha de la estancia, y por otro, el libro y el chal que reposan sobre la mesa, en el extremo opuesto. Ambos sirven para remarcar los puntos álgidos de la diagonal descendente mediante la cual se desmaya esa composición, ella misma como abatida por el sueño. Al recuperar de forma aislada ambos fragmentos del original murillesco, la artista recrea dos exquisitos bodegones, pero sin perder el encanto del contrapeso de la composición ahora invisible en la que hasta las cosas se dejan caer, como, en efecto, adormecidas. Introduce así Carmen Laffón su particular toque mágico de humildad por entre los enseres sencillos a los que su genial paisano les dio un refinado resplandor pictórico, atreviéndose ella a hurgar todavía más a través de ese borde último con que la luz patina la textura de lo material, de la materia, tan finalmente cargado de sentido y profunda emoción.

Considered the most distinguished and representative exponent of Sevillian realism, Carmen Laffón’s long and wideranging career clearly manifests her particular approach, which goes beyond any school or movement, however worthy. By this I mean that what ties this artist to her local roots is above all anthropological and physical by nature, in other words, it is Seville’s particular sensibility and its landscape, both of which are naturally steeped in history. In this sense I have always been anxious to emphasise her affinity with Murillo (naturally in a non-clichéd sense), with whom she can be compared for the exquisite refinement of her pictorial touch, which vibrates in the humble and less humble corners of everyday reality. I also think she is comparable to Murillo in her ability to compositionally integrate the different elements that articulate a story without any of them — significant or insignificant — losing their own identity, as result of which each one could be a painting in itself.

on the table on the other side. Both function to emphasise the tips of the descending diagonal through which this composition gently fades away as if overcome by sleep. By retrieving these isolated fragments from Murillo’s original, Laffón recreates two exquisite still lifes but without losing the charm of the composition’s now invisible counterbalance in which even the objects allow themselves to fall down as if succumbing to sleep. The artist thus introduces her particular and magical touch of humility among the simple household items to which her remarkable fellow Sevillian had given a refined pictorial glow, venturing to go further across that final frontier in which the light gives a patina to the texture of material objects, to matter itself, which becomes charged with profound and heartfelt emotion.

These qualities in the work of Carmen Laffón, that of caressing reality and being at the same time able to distance herself from it, or in other words, that of simultaneously feeling and thinking within the narrow groove that the act of creating a work of art implies, are luminously present in the dialogue she has established with the Old Masters in the Museo del Prado. For this undertaking Laffón opted for two fragments from Murillo’s The Dream of the Patrician John, a work of great local devotional significance given that it was part of a series painted for the Sevillian church of Santa María la Blanca just after the promulgation of a Papal Bull by Alexander VII in favour of the Immaculate Conception of the Virgin, a subject to which Murillo devoted considerable attention throughout his career. Without doubt, the most intimate, subtle and lyrical of the large-format canvases from this series is The Dream of the Patrician John, in which everything seems to imitate the delicate gravity of the sleeping figures, including the lap dog crouching at the feet of the Patrician’s wife. As Laffón has emphasised, the lovely atmosphere of lassitude extends even to the simple domestic objects, from among which she has selected the work basket, carelessly left on the floor next to the shady corner on the right, and the book and shawl lying

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Carmen Laffón

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El sueño del patricio I, 2007 Litografía a 3 tintas, 50 x 65 cm

The Dream of the Patrician I, 2007 3-colour lithograph, 50 x 65 cm

Carmen Laffón

El sueño del patricio iI, 2007 Fotolitografía iluminada a mano con pastel por la artista y estampada manualmente, 65 x 50 cm

The Dream of the Patrician II, 2007 Photo-lithograph, hand-coloured by the artist with pastel and hand-printed, 65 x 50 cm

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Eva Lootz Viena, 1942

La vienesa Eva Lootz, de sofisticada formación humanística y muy versada en cuantos nuevos medios técnicoartísticos ha dispuesto en abundancia el siglo XX, lleva afincada en España desde 1967, aportando desde su llegada esta rica experiencia, especialmente valiosa para nuestro país muy reacio a los nuevos lenguajes hasta fechas relativamente recientes. En este sentido, junto al también austriaco Adolfo Schlosser, Eva Lootz fue un revulsivo para la vanguardia madrileña de la década de 1970 al amparo de la Galería Buades, que cohesionó a un grupo de escritores y artistas de una parecida vocación experimental y cosmopolita, como, entre otros, el chileno Patricio Bulnes y el español Juan Navarro Baldeweg, los cuales publicaron la singular revista Humo, punto de referencia histórico como cauce de una renovada forma de entender y practicar el arte en una España todavía en transición política y cultural. Con estos antecedentes, se puede entender que la trayectoria artística de Eva Lootz enlazase con los planteamientos del arte post-conceptual y post-minimal, y que su registro expresivo fuera materialmente de lo más versátil. Así, durante la primera etapa de su estancia española, simultaneó el dibujo, la escultura y las instalaciones, haciendo especial hincapié en el análisis de determinados materiales naturales, orgánicos y minerales, a los que estudiaba en su dinámica procesual de cambio espacial y temporal. La posterior evolución de Eva Lootz no cambió esta perspectiva, si bien amplió todavía más, por un lado, sus recursos técnicos, usando también la fotografía y el vídeo, mientras que, por otro, se fue interesando, asimismo, cada vez más por la dimensión narrativa y simbólica del arte al servicio de un discurso crítico de clara intención política y, por tanto, cortado muy al hilo de la actualidad. Por todo lo hasta aquí apuntado, el diálogo de Eva Lootz con el Museo del Prado resultaba, en principio, comparativamente más enigmático, a pesar de que existieran muchos nexos históricos entre el mundo cultural y artístico austriaco y español. Sea como sea, lo finalmente realizado al respecto por ella ha confirmado

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la expectación que genera una artista de indeclinable estirpe experimental, en esta ocasión al servirse de un par de imágenes fotográficas de impresión digitalizada, pero que representan una pareja de aves de corral, un poco reavivando la temática del tradicional género del bodegón o de las naturalezas muertas. Ciertamente, tras contemplar con atención estas vibrantes y espectaculares imágenes de dos aves, se percibe, sobreimpresionada en sus respectivas efigies de perfil, la denominación de la cepa del virus de la temida gripe aviar, con lo que, no solo de esta manera sella la actualidad de la típica representación animalística de un tradicional cuadro de bodegón, sino que repercute en nuestra conciencia crítica respecto a la creciente degradación contemporánea del medio ambiente. Con ello Eva Lootz no solo nos da una cumplida muestra de la coherencia de su lenguaje artístico personal, sino que reafirma la relación viva que el arte de todo tiempo guarda con la realidad más inmediata.

The Viennese artist Eva Lootz is possessed of a high level training in the arts and is extremely well versed in the new technical-artistic media that the 20th century made extensively available. Lootz has lived in Spain since 1967, contributing her wealth of experience from the outset, which has been particularly valuable for a country that was reluctant to embrace the new artistic idioms until relatively recently. In this sense, and together with her fellow Austrian artist Adolfo Schlesser, Eva Lootz constituted a healthy shock to the Madrid avant-garde in the 1970s. She was supported by Galería Buades, which brought together a group of writers and artists with a similarly experimental and cosmopolitan approach, including the Chilean Patricio Bulnes and the Spaniard Juan Navarro Baldeweg. Together they published the singular magazine Humo [Smoke], now an historic reference point as the mouthpiece for a new form of understanding and practising art in a Spain that was still in a state of political and cultural transition. With this background it is possible to appreciate that Eva Lootz’s career can be associated with Post-Conceptual and Post-Minimal approaches and that her expressive register has been extremely wide-ranging with regard to her use of materials. Thus, during her early years in Spain she worked in drawing, sculpture and installation, placing particular emphasis on the analysis of specific natural, organic and mineral materials, which she studied from the viewpoint of the ongoing dynamic of their spatial and temporal change. In Lootz’s subsequent evolution she has not changed this perspective but has rather expanded both her technical resources, adding photography and video, and has become increasingly interested in the narrative and symbolic dimension of art, which she has placed in the service of a critical discourse that has an overtly political intent and is thus very much of the present day.

use of two digitally printed photographs of a pair of chickens, which thus evoke the traditional subject matter of the still life. However, if we look carefully at these vibrant and spectacular images of the two birds it becomes evident that, overprinted on their profiled forms is the name of the strain of the virus that produces Bird Flu. As a result, not only does the artist confirm the ongoing relevance of the classic depiction of animals in a traditional still life, but also appeals to our critical conscience regarding today’s ever increasing destruction of the environment. By doing so Eva Lootz offers a resounding demonstration of the coherence of her particular artistic idiom and also reaffirms the living relationship that art of all times has with contemporary reality.

For all these reasons, Eva Lootz’s dialogue with the Museo del Prado was comparatively more enigmatic initially, despite the existence of numerous historical connections between Austrian and Spanish art and culture. The final results, however, have confirmed the expectations aroused by an artist of a clearly experimental type, on this occasion through her

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Eva Lootz

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Prado I, 2007 Fotografía con tratamiento digital y serigrafía, 65 x 50 cm

Prado I, 2007 Digitally-treated photograph and silkscreen, 65 x 50 cm

Eva Lootz

Prado II, 2007 Fotografía con tratamiento digital y serigrafía, 65 x 50 cm

Prado Ii, 2007 Digitally-treated photograph and silkscreen, 65 x 50 cm

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Blanca Muñoz Madrid, 1963

Hoy se puede afirmar que los dos ejes modernizadores del arte occidental fueron la luz y la curva. La luz como dramático claroscuro; esto es: la luz “temporalizada”, y la curva como manifiesta superación del espacio plano de Euclides. En todo caso, la luz y lo curvilíneo afectaron profundamente al replanteamiento revolucionario de la escultura, que, desde “el dibujo en el espacio” de Picasso en adelante, se ha convertido en el medio de registro más versátil y, por tanto, de más amplia capacidad exploratoria. Por eso no debe extrañarnos que la escultora madrileña Blanca Muñoz haya basado su trabajo precisamente en el binomio de la luz y lo curvilíneo, interpretados ambos desde la perspectiva de la física contemporánea, cuyas investigaciones nos han revelado algunas de las fascinantes tramas del espacio hasta hace poco insondables. Gran parte de su obra se desarrolla mediante estructuras metálicas, principalmente de acero inoxidable de diferente grosor, que le sirven como andamiaje para mostrar las infinitas trayectorias parabólicas de los cuerpos en un espacio einsteineano, que no es solo relativo, sino el escenario de una energía en expansión luminosamente visible. Pero, aparte de sus esculturas, Blanca Muñoz, que no en balde obtuvo el Premio Nacional de Grabado en 1999, ha sabido trasladar su moderna cosmovisión a una técnica tan condicionada planimétricamente como es la estampación sobre papel, introduciendo audazmente la tridimensionalidad mediante finísimas varillas de acero retráctiles, que recrean las sutiles evoluciones parabólicas de los movimientos, tanto de los cuerpos celestes como las partículas infinitesimales de los átomos. En su recorrido por el Museo del Prado, Blanca Muñoz ha encontrado en las gorgueras que se pusieron de moda a finales del siglo XVI y a lo largo del XVII un motivo perfectamente ajustado a sus intereses artísticos. Estos espectaculares cuellos ornamentados, formados por una ancha tira de tela blanca escarolada mediante pliegues almidonados, constituían un llamativo reclamo de radiante luminosidad en medio del severo traje negro,

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pero, además de este vistoso contraste, servían como separación marcada entre la espiritual testa y el resto más “animalizado” del cuerpo. Las gorgueras, en suma, eran algo así como el rutilante pedestal que sostenía la cabeza, que, de esta manera, no solo estaba virtualmente aureolada con la hipotética corona de fulgurante santidad, sino también físicamente en luminosa flotación mediante ese platillo volador del cuello encañonado. Gorguera I de Blanca Muñoz, es de una estriación como emplumada, cada una de cuyas radiantes lengüetas forman un collar curvo, sobre el cual vibra un haz de radios metálicos parabólicos, que destilan sus fugaces brillos cono si fueran hilos acuáticos de una fuente, tanto más prodigiosamente visibles cuanto danzan sobre un fondo negro impenetrable. Gorguera II es como una rosquilla de bucles, cuyo perfil reticular, como de diminutas hojas entrecruzadas, se nos hace constantemente visible, burlando las leyes de la perspectiva clásica, y genera, por su parte, los rayos metálicos a lo largo del trazado elíptico del cuello, al que ahora no corona, sino que rodea con su energía en expansión horizontal. He aquí, pues, según Blanca Muñoz, las planetarias cabezas de la corte del llamado Rey Planeta.

In the present day it can be affirmed that the two modernising factors in western art have been light and the curve. Light as dramatic chiaroscuro, in other words “temporalised” light, and the curve as a clear transcending of Euclid’s flat space. It is certainly true that light and the curvilinear profoundly affected the revolutionary rethinking of sculpture, which, from the time of Picasso’s “drawing in space” onwards, has become the most versatile expressive medium and as a result the one that offers the most potential for exploration. We should thus not be surprised that the work of the Madrid sculptor Blanca Muñoz is precisely based on this pairing of light and the curvilinear, both interpreted from the viewpoint of contemporary physics, in which recent research has revealed some of space’s most fascinating but until recently impenetrable dimensions. Much of Muñoz’s work is expressed through metal structures, the majority of them made of stainless steel in varying thicknesses, which she uses as a supporting framework to reveal the infinite parabolic trajectories of bodies in Einstein’s space; a space that is not just relative but is also the location of energy in luminously visible expansion. Aside from her sculptures, Blanca Muñoz — who not by chance received the National Prize for Printmaking in 1999 — has been fully able to translate her modern cosmic vision to a technique as conditioned by flatness as printing on paper. Here she has boldly introduced three-dimensionality through extremely thin, retractable steel rods that recreate the subtle parabolic evolutions of the movements of celestial bodies and of the minute particles of atoms.

which the head was supported. As such, it was almost haloed by a hypothetical crown of shining sanctity and also haloed in a physical sense through the luminous flotation created by this flying saucer of the propped up head. Ruff I by Blanca Muñoz is of a feather-like striation, with each of its radiant tongues forming a curved necklace, on top of which vibrates a bundle of parabolic metal spokes that give off their fleeting gleams like thin jets of water in a fountain, becoming even more miraculously visible as they dance against an impenetrable black background. Ruff II is like a ring of loops, its reticular form, resembling tiny overlapping leaves, constantly visible and thus defying the laws of classical perspective. It also generates the metallic spokes around the elliptical shape of the neck, which it not so much crowns here as surrounds with its horizontally expanding energy. In Blanca Muñoz’s interpretation we thus encounter the planetary heads of the Court of the Planet King, Philip IV.

During her exploration of the Museo del Prado, Blanca Muñoz encountered the ruffs that became fashionable in the late 16th century and remained in use throughout the following century. For Muñoz they are a motif that perfectly responds to her artistic concerns. These spectacular decorative collars, made from wide strips of white cloth that were curled into starched folds, offered a bold affirmation of radiant luminosity among the austere black clothes. In addition to this striking contrast, they also created a pronounced separation between the “spiritual” head and the more “animal-like” rest of the body. These ruffs can thus be seen as the sparkling pedestal on

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Blanca Muñoz

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Gorguera I, 2007 Aguafuerte y composición con varillas de acero inoxidable, 50 x 65 cm

Ruff I, 2007 Etching and composition with small stainless steel rods, 50 x 65 cm

Blanca Muñoz

Gorguera II, 2007 Aguafuerte y composición con varillas de acero inoxidable, 50 x 65 cm

Ruff iI, 2007 Etching and composition with small stainless steel rods, 50 x 65 cm

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Ouka Leele Madrid, 1957

Aunque el encuadramiento profesional de un artista mediante los patrones clásicos convencionales resultó una tarea cada vez más ardua y equívoca desde el Renacimiento, en nuestra revolucionaria época se ha convertido en una misión casi imposible. Esta advertencia viene al caso de la artista madrileña Ouka Leele, cuya definición pública como “fotógrafa” es una de esas verdades a medias que acaban transformándose en una mentira completa, como lo es todo tópico reductor. No se trata de renegar de la evidencia de que la trayectoria artística de Ouka Leele se ha basado en la fotografía como el medio que mejor se adecuaba su vocación creadora multidisciplinar, pero no solo o no tanto porque ella haya manipulado pictóricamente casi siempre sus fotos, ni tampoco porque haya realizado una obra importante en otros medios como el dibujo y la acuarela, el vídeo, el cine, las performances, las instalaciones, los objetos o la poesía, sino porque mediante impresiones fotográficas o no, cualquiera de sus obras son productos híbridos formados a partir de retazos de los medios artísticos de expresión más dispares. En este sentido, aunque sus primeros trabajos, allá a finales de la década de 1970, fueron fotográficos, conviene recordar que su primera irrupción pública notable se produjo al comienzo de la siguiente década en Madrid con una exposición titulada Peluquería, donde las fotografías exhibidas estaban por completo subordinadas a la representación documental de unos tocados surrealistas, que eran imágenes de tableaux vivants o, si se quiere, “esculturas de cabeza” o, también una suerte de “objetos” al estilo de los surrealistas, todo lo cual se encargó de subrayar la propia autora presentándose a la inauguración de la muestra con un cochinillo iluminado por bombillas de colores a guisa de sombrero. Toda su evolución posterior presenta este mismo patrón de fijar en una imagen los complejos elementos y diversas artes que sintetizan un instante o una acción reveladora y memorable. Las dos fotografías digitalizadas que recogen su intervención en el Museo del Prado son el mejor testimonio

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de lo que hemos apuntado. En ambas, se entremezclan la danza, el teatro, la música, la pintura y la fotografía, pero con la intención de romper, no ya los géneros, sino la separación entre la ficción del arte y la realidad, multiplicándose por doquier el ilusionismo de esa ilusión que llamamos arte. Frente a Las meninas de Velázquez, y El juicio de Paris de Rubens, Ouka Leele, no solo ha utilizado el viejo recurso narrativo de la animación del cuadro –dando vida a una de las figuras pintadas–, sino que esa animación virtual se ha concretado con la actuación de una bailarina, cuya acción replica con su movimiento el grávido estatismo de su modelo y lo interpreta adornando su cuerpo desnudo con un fetiche significativo: el miriñaque o una interminable melena. De esta manera, se intercambian los papeles entre lo pintado y lo vivo, pero, sobre todo, se da rienda suelta a ese relato interminable de la ficción: esa formidable obra de arte que el ser humano desnudo ha creado, a lo largo de los siglos, para extender los límites de la realidad inmediata, siempre tan reductoramente parcial, siempre esa medio verdad mentirosa que nos engaña sin la paradójica ayuda de nuestra liberadora imaginación.

Categorising an artist through conventional definitions has been an arduous and misleading endeavour since the Renaissance, but in this present, revolutionary age it has become an almost impossible task. This is a relevant observation in the case of the Madrid artist Ouka Leele, whose definition as a “photographer” is one of those half-truths that ultimately become a complete untruth, as all reductive clichés are. It is not a question of denying the fact that Ouka Leele’s career has been based on photography as the medium that is most suited to her multi-disciplinary creative calling, but there is more to it than that, not just because she has pictorially modified almost all her photographs or because she has produced an important body of work in other media such as drawing and watercolour, video, film, performance, installations, objects and poetry, but because all her works (whether photographic prints or other types) are hybrid ones created from fragments taken from the widest range of artistic media. In this sense, while her earliest works from the late 1970s were photographic, we should bear in mind that her first significant public appearance took place in the following decade in Madrid with an exhibition entitled Hairdressers, in which the photographs on display were completely subordinated to the documentary representation of some Surrealist headwear, which were images of tableaux vivants or “head sculptures”, one might even say “objects” in the manner of the Surrealists. Ouka Leele emphasised this by presenting herself at the inauguration of the exhibition wearing a suckling pig in the manner of a hat lit up by coloured light bulbs. All her subsequent development has revealed the same approach: incorporating into the image the complex elements and different media that summarise a revealing and memorable instant or action.

Rubens’s Judgment of Paris, Ouka Leele has not only used the traditional narrative device of animating the painting — giving life to one of the painted figures — but this virtual animation has taken specific shape in the performance of a ballerina whose movement repeats the weighty, static quality of the model and who interprets it by adorning her naked body with significantly fetishistic accessories such as a farthingale or extremely long hair. The result is an exchange of roles between the painted and the living. Above all, however, it gives free play to that endless, invented story: that formidable work of art created by the naked human being over the centuries with the aim of extending the limits of surrounding reality, which is always so reductively partial; the half-lie that deceives us without the paradoxical help of our liberating imagination.

The two digitalised photographs that the artist has created for this project offer the best example of what has been described above. Both combine dance, theatre, music, painting and photography but with the intention of breaking down not just the genres but the separation between the fiction of art and its reality, considerably multiplying the illusionism of that illusion that we call art. In response to Velázquez’s Las Meninas or

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ouka leele

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menina liberada, ingrávida, al saltar de mi jaula, mis células vibraban al ritmo de la luz..., 2007 Fotografía con tratamiento digital, 65 x 50 cm

Liberated, weightless Menina As I jump out of my cage, my cells vibrate to the rhythm of light..., 2007 Digitally-treated photograph, 65 x 50 cm

ouka leele

Mi cuerpo es mi territorio, no os acerquéis a mí, no me supliquéis que voy de vuelo, 2007 Fotografía con tratamiento digital, 65 x 50 cm

My body is my domain, Do not come close to me, do not beg me, I am about to fly away, 2007 Digitally-treated photograph, 65 x 50 cm

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Guillermo Pérez Villalta Tarifa, 1948

Guillermo Pérez Villalta, –quien ha definido el arte como “la proyección plástica del pensamiento humano”– a lo largo de su trayectoria se ha interrogado, en primer lugar, acerca del valor absoluto de la vanguardia y, en segundo, acerca del valor absoluto del arte, comprendiendo con ello, a su vez, que el fin del arte o es la sabiduría o no es nada; esto es: la simple técnica o habilidad para producir un objeto insignificante, que bien puede satisfacer alguno de nuestros deseos, pero sin jamás lograr trascender su mecanismo reflejo, sin, en definitiva, aportar ningún sentido a la vida. Es esta concepción del arte como sabiduría la que anima el proyecto creador del artista y la que explica su inquieta trayectoria, pues, en verdad, más que una evolución, habría que hablar en su caso de un permanente cuestionamiento, que en algunos momentos ha tomado tintes dramáticos. También ha sido esta concepción la que explica la naturaleza jeroglífica con que Pérez Villalta plantea la narración pictórica, así como su admiración por Velázquez, paradigma de haber alcanzado y expresado la sabiduría gracias al arte. En este sentido es cosa digna de contemplar o de escuchar, pues Pérez Villalta lo ha hecho indistintamente con el pincel y con la palabra, sus diálogos con Velázquez, pintor que ha puesto por encima del resto, y no precisamente, como él mismo enfáticamente ha aclarado, porque sea el mejor pintor, sino porque ha sido quien más intensamente ha fondeado en la verdad, en la verdad de la pintura como consciente engaño capaz de iluminar o transparentar la verdad de lo real. “Es justo en esta época entre 1628 y 1630 –ha afirmado Pérez Villalta– cuando se inicia el proceso que lo lleva a pintar, no la realidad aprehensible y táctil de los objetos o figuras, sino la realidad de la pintura. Pasa de pintar un objeto como es, a pintar como el ojo ve un objeto, para, más tarde, pintar lo que el cerebro reconoce de ese objeto. Este objeto-verdad sigue incólume en todo el proceso, es el de la veritas y la pintura solo el dominio sobre el engaño. Esa pintura que

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llega casi a desaparecer de nuestros ojos y solo cuando nos acercamos al cuadro muestra su existencia, y que más tarde hiciera exclamar a Antonio Palomino: porque es verdad y no pintura. Realizando Velázquez así su definitivo engaño.” Guste o no guste, lo que Pérez Villalta alaba en Velázquez y, por supuesto, lo que con su propia obra se ha propuesto, no ha sido precisamente dar gusto. La obra de Velázquez y la de Pérez Villalta pueden gustar más o menos, pero, aún gustando muchísimo, nadie podrá acceder a lo que significan sin respirar, trascendiendo el gusto y fondeando en la verdad a la que apuntan. Aquí la pintura pretende algo más que regocijarse en lo que por sí misma es, tal y como lo ha expresado el propio Pérez Villalta al explicar su propia experiencia: “Memoria: Mnemosine, madre de las musas, es el paisaje que veo, mi propia memoria y la de los que me precedieron, la de mi civilización, donde transcurre el camino de la sabiduría, que no es orgiástico ni lúdico, sino difícil y amargo. Via Picturae donde la pintura es la Verónica que recoge en el lienzo tu propia faz, sin adornos o máscaras. Y a ambos lados del camino, esa Gorgona llamada Locura para confundir el camino bueno y el otro; o los sillones del conformismo, o tentadoras Evas con manzanas doradas. Pero tendrás que seguir el camino. Ya el dibujo será lo que tu mente ve, claro y preciso, como una proyección sobre el blanco de la obra no comenzada; la pintura será una película cada vez más fina, apenas perceptible, entre tu pensamiento y la realidad. Después solo será oro, donde el arte y el pensamiento serán sinónimos.”

Throughout his career Guillermo Pérez Villalta — who has defined art as the “visual projection of human thought” — has firstly questioned the primacy of the avant-garde and secondly the absolute value of art. As such, his position is that the sole aim of art is knowledge. If that is not the case then we are left with no more than the simple ability or skill to produce an insignificant object, which may satisfy some of our requirements but which never goes beyond a mechanical reflection and thus never contributes any meaning to life. It is this concept of art as wisdom that underlies Guillermo Pérez Villalta’s creative project and explains his varied career path; rather than an evolution, it is an ongoing process of questioning that has on occasions acquired dramatic notes. It is also the concept that explains the hieroglyphic approach that Pérez Villalta uses for pictorial narration, as well as his admiration for Velázquez, a paradigmatic figure in the way he achieved and expressed wisdom through art. In this sense Pérez Villalta’s dialogues with Velázquez are worthy of being both looked at and listened to as he has worked with both the brush and the word. He has placed Velázquez above all others; not (as he has emphasised) because he is the greatest painter but because it is Velázquez who most intensely delved into the truth, into the truth of painting as a conscious deception that is capable of illuminating the truth of the real and making it transparent. “It was precisely during that period, between 1628 and 1630”, Pérez Villalta has noted, “that Velázquez embarked on the process that led him to paint the reality of painting rather than the palpable and tactile reality of objects and figures. He moved from painting an object as it is to painting the way the eye sees an object, then later to painting the way the brain recognises an object. This object-truth remains untouched throughout the process, it is that of veritas and painting is only the mastery of deception. I refer to painting that almost disappears before our eyes, and it is only when we come up close to the work that it reveals its existence, provoking Antonio Palomino’s exclamation: because it is truth and not painting. Thus Velázquez achieved complete illusion.

Whatever we might think about it, what Pérez Villalta praises in Velázquez, and obviously what he has proposed through his own work, is not that of pleasing. We may or we may not like Velázquez and Pérez Villalta’s work but, even assuming that we like them a lot, their meaning cannot be reached without going beyond taste and delving into the truth that they propose. Here painting aims at something more than a celebration of itself per se, as Pérez Villalta has noted when explaining his own experience: “Memory: Mnemosyne, mother of the Muses, is the landscape that I see, my own memory and the memory of those who precede me, the memory of my civilisation, through which runs the road to wisdom, which is neither orgiastic or playful but hard and bitter. Via picturae in which the painting is the Veronica’s veil, with your own face recorded on the canvas, unadorned and without masks. Meanwhile, on either side of the path is that Gorgon called Madness whose aim is to confuse the right and the wrong path; or the comfortable armchairs of conformity or tempting Eves with golden apples. But you will have to follow the path. To start with the drawing will be what your mind clearly and precisely sees, like a projection on the white of the work not yet begun; painting will be an ever thinner, almost invisible film between your thoughts and reality. Then it will only be gold, where art and thought are one and the same.”

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Guillermo Pérez Villalta

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La fragua de vulcano, 1991 Aguafuerte iluminado a mano, 50 x 65 cm

vulcan’s forge, 1991 Etching, hand-coloured, 50 x 65 cm

Guillermo Pérez Villalta

Mercurio y Argos, 1991 Aguafuerte y resina iluminado a mano, 50 x 65 cm

MERCURY AND ARGUS, 1991 Resin etching, hand-coloured, 50 x 65 cm

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Isabel Quintanilla Madrid, 1938

Desde el principio hasta ahora mismo, y, como quien dice, por dentro y fuera de su casa, no ha habido más horizonte que el artístico en la vida de Isabel Quintanilla, lo cual, según se mire, podría incluso sonar mal, salvo que, como corresponde en su caso, su visión del arte sea inseparable de la vida. Por lo demás, tampoco hace falta meterse en estos berenjenales conceptuales, porque, como es público y notorio, Isabel Quintanilla, no solo ha pasado toda su vida consciente pintando, sino que esta casada con el artista Francisco López Hernández y es la madre del escultor Francisco López Quintanilla. Una urdimbre familiar esta que asimismo puede extenderse hasta completar la maraña familiar y amistosa que constituye el núcleo de amigos y parientes que se ha dado en denominar “realismo madrileño”, fraguado en la década de 1950 y, desde la siguiente, un hito singular del arte español de la segunda mitad del XX y de ahora mismo. Núcleos y grupos aparte, y al margen de lo familiar y de lo íntimo, lo que está claro en la resuelta personalidad individual de esta artista, cuya forma de interpretar el realismo es, desde luego, muy suya. A mí específicamente, por lo menos, me lo parece, cuando reparo en su peculiar encuadre visual, desde arriba y en diagonal sobre el motivo, y sobre todo, su, no sé cómo decirlo, pálpito luminoso. Lo primero, su encuadre visual más habitual, denota, según yo lo entiendo, y dejando al margen su explicación técnica, la necesidad de remontarse y dominar lo que ve y representa, pero no por un afán de mero dominio arrogante, sino, todo lo contrario, por esa ansiedad doméstica de control maternal, que es una cualidad muy española. Lo segundo, su querencia luminosa, surge de la importancia capital que concede al dibujo, cuyas líneas subraya, cuando pinta, remarcando sus contornos con planos de vibrante esplendor. Es por eso por lo que los cuadros de la madurez de Isabel Quintanilla tienen algo como de luces recortadas, cuya nitidez no estorba, sin embargo, la poesía del rebullir de las sombras que las circundan.

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Basta con echar un vistazo a la ya dilatada trayectoria de Isabel Quintanilla para comprender que lo que le ha interesado del inveterado realismo español es su humilde disposición para mirar cualquier tipo de figura o cosa y representarla de la forma más despojada, sin el menor énfasis; o sea: que le interesa su instinto de verdad. ¿Nos puede entonces sorprender que la artista se haya, como ahora se dice,”enganchado”, principalmente, a Velázquez o a Zurbarán? En todo caso creo que esto que acabo de afirmar y todo lo antes escrito aquí sobre ella, se pone palmariamente de manifiesto en los dos grabados que realizó con ocasión de la propuesta de dialogar con los maestros del Museo del Prado. Ahí están para demostrarlo el así llamado La menina, donde a una niña pequeña actual, aislada de todo oropel y compañía, aunque sea trasunto de la infanta Margarita, y, como esta, algo ausente o distraída, le es ofrecido un vulgar vaso de vidrio, relleno de agua, sobre un platillo; y el concisamente titulado Bodegón, sin filiación concreta tan clara, aunque muy zurbaranesco, donde el mismo vaso con agua y platillo sirve de modesto recipiente de dos rosas, estando flanqueado este improvisado florero por unas cabezas de ajos y un reloj de bolsillo abierto. ¿Las personas y las cosas? A mí me gustaría mejor definirlos como dos trozos de vida, dos trozos de tiempo, o, en fin, un mismo memento del paso de la vida, que es un pasar.

From the outset of her career and until the present, the only horizon — both interior and exterior — in Isabel Quintanilla’s life has been an artistic one. This could sound like a negative statement were it not for the fact that her vision of art is inseparable from life. Furthermore, with this artist there is no need to become involved in conceptual complications given that Isabel Quintanilla has not only spent all her waking life painting but she is married to the artist Francisco López Hernández and is the mother of the sculptor Francisco López Quintanilla. These family connections can also be extended to cover the network of friends and relations who constitute the core of what can be described as the “Madrid Realism” movement that arose in the 1950s and evolved during the following decade to become a unique landmark in Spanish art that has spanned the second half of the 20th century up to the present day. Leaving cores, groups, the family and the near-at-hand aside, what is totally clear is the fully mature and independent personality of this artist, whose manner of interpreting realism is very much her own, as we might expect. At least this is what I personally feel when I focus on Quintanilla’s distinctive way of looking at the motif, seen from above and diagonally, and in particular on what I might call her luminous vibrancy. For me (and aside from any technical explanation), this way of looking indicates the need to place herself above things and dominate what she sees and depicts, not out of mere arrogance but, on the contrary, as the result of that characteristically female need for maternal control, which is a particularly Spanish quality. The second characteristic, her instinctive desire for luminosity, arises from the fundamental importance that she places on drawing, the lines of which emphasise the outlines of the form in her paintings with vibrantly splendid planes. This is why Isabel Quintanilla’s mature paintings have something about them of cut-out lights, the precision of which does not impede the poetry of the moving shadows that surround them.

willingness to looking at any type of figure or thing and to depict it in the simplest, most pared-down way, without any sense of the emphatic. In other words, what interests her is its instinctive truthfulness. It is thus hardly surprising that the artist initially became “hooked on” Velázquez and Zurbarán, to use a contemporary term. I believe that everything I have just noted here and everything that I have previously written about this artist becomes abundantly clear in the prints that Quintanilla has produced for this project based on a dialogue with the Old Masters in the Prado. One example is La Menina, in which a contemporary young girl, isolated from all pomp and from the other figures, even though she is the image of the Infanta Margarita and is depicted, like her, as seemingly rather distracted or remote from the scene, is offered a humble glass of water on a saucer. Another example is the succinctly titled Still Life, which is not as specific in its reference points but is clearly reminiscent of Zurbarán, in which the same glass of water and saucer are the modest container for two roses, with this modest floral motif flanked by heads of garlic and an open pocket watch. People and things? I would prefer to define them as two fragments of life, two fragments of time, or perhaps a single memento of the passing of life, that act of passing through.

We only need to turn our gaze on Isabel Quintanilla’s lengthy career to appreciate that what has interested her within the inveterate tradition of Spanish realism is its humble

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Isabel Quintanilla

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La menina, 2007 Punta seca, 65 x 50 cm

The Menina, 2007 Drypoint, 65 x 50 cm

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Bodegón, 2007 Aguafuerte, 50 x 65 cm

Still-life, 2007 Etching, 50 x 65 cm

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Albert Ràfols-Casamada Barcelona, 1923-2009

La obra de Albert Ràfols-Casamada es una ecuación de arquitectura y color o, si se quiere mayor precisión, entre composición y luz. Ràfols, al fin y al cabo pintor catalán, mediterráneo, “noucentista”, clasicista, descubrió el sentido divino del límite, el milagro sobrenatural de lo corporal, la verdad embriagadora de lo visible y estaba, pues, acostumbrado a tratar con la naturaleza en forma de paisaje, pero también, pintor moderno, que es lo mismo que decir pintor de la pintura, no podía observar el paisaje sino como motivo, como cristalización pictórica. Norma y forma, arquitectura y color, composición y luz, tanto da, de lo que no cabe duda es que, para RàfolsCasamada, como para Paul Klee, la pintura era la cristalización del yo, una manera de encontrarse como paisaje a través de la pintura. ¿Puede acaso entonces sorprendernos que, al volver su mirada al Museo del Prado, eligiera como tema el paisaje, aludiendo con ello incluso a lo que dicho museo tiene, y por partida doble, de edificio ubicado en un paisaje, en un prado, y él mismo fabuloso paisaje de la pintura? De todas formas, lo verdaderamente relevante de su mirada vagabundeando libre por el Prado es dónde se posa, dónde se fija, y se posa y se fija en los paisajes, vistos como lo que son: una conquista soberana de la visión pictórica. Quien, desde luego, lea lo que Ràfols escribió sobre estos paisajes, descubrirá lo que para él era exactamente la pintura y, aún más, cómo exactamente pintaba: “Agudeza de visión, intensidad de sentimiento, profundidad de concepto, pureza de expresión”. He aquí, sin más, toda una poética de lo pictórico, formada a partir de lo agudo, lo intenso, lo profundo y lo puro, los cuatro elementos que pueden extraerse o abstraer la pintura de un diálogo con la naturaleza. Pues bien, lo que queda cuando se aguza, se intensifica, se profundiza y se purifica pictóricamente la realidad es una dialéctica simple entre orden y luz, la arquitectura de lo esencial. Lo simple puede ser el resultado de arribar sabiamente a lo

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esencial, lo que jamás resulta sencillo. Ràfols contempla los paisajes de la Villa Médicis de Velázquez como la supeditación de lo anecdótico –lo anecdótico como esa anécdota voluntariamente insignificante, incluso en lo que pudieran tener las ruinas de expresión elegíaca– al aire pintable, o, si se quiere, la anécdota, lo narrativo, lo histórico, barrido por el aire, transformado en una pura incidencia pictórica. Mantener en tensión dialéctica arquitectura y luz nos indica, por otra parte, el sentido musical que tiene Ràfols de la pintura, si entendemos aquel como el orden –que es una forma, pero también forma pautada mediante un ritmo– que jerarquiza y compone el caos de las impresiones naturales a la vez que impone una sucesión armoniosa a algo por esencia cambiante como es la luz. Lo que ve, pues, Ràfols en los paisajes del Prado y lo que él mismo plasma en sus propios cuadros vendría a ser algo así como un orden capaz de armonizar espacio y tiempo, forma y luz. Tal vez sea esta la causa por la que, cuando contemplamos los cuadros de Ràfols nos parece sentir la fragancia de una atmósfera a la vez que las notas vibrantes –la musicalidad– del parpadeo luminoso, la expansión inquieta de la luz.

The work of Albert Ràfols-Casamada is an equation between architecture and colour, or, to be more precise, between composition and light. Ràfols, who was essentially a Catalan, Mediterranean, noucentista and classical painter, discovered the divine meaning of the limit, the supernatural miracle of the corporeal, the intoxicating truth of the visible. As a result, he was accustomed to treating nature in the form of landscape but, given that he was a modern painter, which is the same as saying a painter of paint, he inevitably saw the landscape as pictorial crystallisation rather than as motif. Whether it is norm and form, architecture and colour or composition and light, what is quite clear is that for Ràfols-Casamada as for Paul Klee, painting was the crystallisation of the self and a way of encountering oneself, like landscape through painting. Is it therefore surprising that when he looked once more at the Museo del Prado, Ràfols-Casamada chose landscape as his theme and by doing so referred both to the Museum’s nature as a building located in a landscape, specifically a meadow [prado in Spanish], and to the mythical landscape of painting? In fact, the most important aspect of his gaze as it wandered freely around the Museum is where it came to rest, on what it focused. It rested and focused on landscapes, seen for what they are: a supreme conquest of pictorial vision.

the way ruins can be expressions of the elegiac), the paintable atmosphere or, in other words, the story, the narrative or the historical; all swept away by the air and transformed into pure pictorial happening. Maintaining this dialectical tension between architecture and light also points us towards Ràfols’s musical concept of painting in the sense of order — which is a form but is also form divided up by rhythm — which arranges and composes the chaos of real life impressions while imposing a harmonious succession on light, which is by its very nature changing. Thus what Ràfols saw in the landscapes in the Prado and what he depicted in his own paintings is something like an order capable of harmonising space, time, form and light. This may be the reason why when we look at Ràfols’s painting we seem to sense the fragrance of a particular atmosphere and the vibrating notes (the musicality) of that luminous flashing which is the incessant expansion of light.

If we read what Ràfols wrote on these landscapes we will learn exactly what painting was for him and furthermore, exactly how he painted: “Acuteness of vision, intensity of feeling, profundity of concept, purity of expression.” Here we have nothing less than the entire aesthetic of the pictorial, constructed from acuteness, intensity, profundity and purity, the four elements that painting can extract or extrapolate from a dialogue with nature. Thus what emerges when reality is made more acute, intense, profound and pure in a pictorial sense is a simple dialectic between order and light, the architecture of the essential. Simplicity may be the result of judiciously arriving at the essential, which is never simple. Ràfols saw Velázquez’s views of the gardens of the Villa Medici in Rome as the defeat of the anecdotal (in the sense of something deliberately insignificant, even, for example, in

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Albert Ràfols-Casamada

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Mañana, 1991 Aguafuerte y aguatinta (resina y azúcar), 65 x 50 cm

Morning, 1991 Etching and aquatint (resin and sugar-lift), 65 x 50 cm

Albert Ràfols-Casamada

Tarde, 1991 Aguafuerte y aguatinta (resina y azúcar), 65 x 50 cm

Afternoon, 1991 Etching and aquatint (resin and sugar-lift), 65 x 50 cm

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Manuel Rivera Granada, 1928-Madrid, 1995

Manuel Rivera, una de las figuras emblemáticas del grupo El Paso, ha relatado las búsquedas que hicieron esos juramentados rebeldes de la emergente vanguardia española en las cuevas del Museo del Prado, explorando no el prestigio, sino las señas de identidad, la estética y la ética específicamente españolas de una personalidad artística actualizable. “Recuerdo que, en los días más dramáticamente iniciales del grupo El Paso, veníamos, peregrinos, a estas salas en busca de Zurbarán o Goya donde apoyar nuestros entonces revolucionarios conceptos plásticos.” Se trataba, pues, de búsquedas, diríamos nosotros ahora, de lo blanco y de lo negro, que son también colores de una ética, o, si se quiere, la razón plástica de ser de la luz, que es la cuestión ética por excelencia de todo el arte moderno. De todas formas –y sin nunca olvidarnos de que el arte tiene motivos que la razón jamás acierta a comprender–, he aquí que, en esa búsqueda de lo esencial de la sensibilidad artística española que preocupaba a los miembros del grupo El Paso, Manuel Rivera halla en la noche española un doble tema vernáculo para afrontar la luz como atmósfera, como sorda reverberación. He dicho la noche española, pero debería haber precisado la noche granadina, la patria chica de Manuel Rivera, porque es en ella donde se produce esa atmósfera cristalina, mineral, de blancos con reflejos diamantinos a la luz de una luna llena; una atmósfera que, observando el caserío del Sacromonte, nos puede recordar la rotundidad cúbica de la obra zurbaranesca, pero también los verdes sombreados, profundos, de los jardines de la Alhambra, cuyos chisporroteos plateados de las fuentes son como los destellos de una armadura bañada por la luz blanca en medio de la oscura noche. La noche granadina es una noche de pura orfebrería oriental, misteriosa y perfumada, cuya atmósfera tiene unos perfiles de alambicadas filigranas, noche que teje el misterio como una red o tela de araña, pero así y con todo una noche del más acá, noche cargada de acentos

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físicos perentorios, noche finalmente olorosa, de sensaciones de esas que se pegan a la piel y que, por tanto, a flor de piel se perciben. Las finas telas metálicas, con las que Rivera construye su visión de la noche, convierten a esta en una cuestión de espacio; esto es: de la luz como experiencia del espacio, reflejos sobre la superficie pulida de un espejo, donde finalmente se pierde el límite de separación entre el cielo y la tierra, dando la impresión de una noche cósmica, que no es, sin embargo, la noche de una idea, porque esta noche se siente como un acontecimiento físico desde lo hondo de las sensaciones y de los sentimientos. Con las tramas sutiles de sus telas metálicas, Rivera supo encontrar la clave de esa paleta española radical de blancos y negros, si bien, en su caso, una paleta que es también la de los azules profundos y la de los ocres calcinados. Luna y sol es, en todo caso, una paleta radical, cuya extremosidad le permite pasar del frío al calor sin transición matizada. Se trata finalmente de esa luminosidad de lo fatal, que los griegos llamaron destino y los cristianos providencia, una misma luz metafísica, trascendente, aunque variando sustancialmente, según donde se ponga el acento: si desde lo físico se percibe el dictado del más allá o si desde el más allá se percibe lo físico. Pienso que la manera como los españoles tradicionalmente han captado esa luz es a través de ese pálpito material de lo físico, cuya sensación perentoria como límite eleva el corazón hacia extrañas cumbres, en busca de desahogo.

One of the key figures in the El Paso group, Manuel Rivera recounted the nature of the artistic quests undertaken by those rebel conspirators of the emerging Spanish avantgarde in the depths of the Museo del Prado, investigating not so much prestige as specifically Spanish signs of identity in earlier figures who could be brought up to date. “I remember that in the most dramatic early days of the El Paso group”, he said, “we would come to these galleries like pilgrims in search of Zurbarán and Goya, whom we could use to support our then revolutionary visual ideas.” As we would say today, these were quests for black and white, which are the colours of ethics, or of light’s visual raison d’être, which is the quintessentially ethical question in all modern art.

experience of space, reflections on the polished surface of a mirror in which we ultimately lose sight of the boundary between earth and sky, producing the impression of a cosmic night, which it is not. Rather, it is the night born of an idea because one experiences it as something physical from the depths of our sensations and emotions.

Whatever the case, and without forgetting that art has reasons that reason will never understand, the fact is that in this search for the essence of the Spanish artistic sensibility that interested the El Paso members, the Spanish night offered Manuel Rivera a double secular theme with which to approach light as atmosphere, like a muted reverberation. I said the Spanish night, but I should have said night in Granada, the artist’s home city, as this is where one encounters the crystalline, mineral atmosphere of whites with diamantine reflections on a night when the moon is full. Looking at the houses clustered on the Sacromonte, this atmosphere may recall Zurbarán’s cubic solidity but also the deep, graduated greens of the gardens of the Alhambra, in which the silvery splashings of the fountains are like glints on a suit of armour bathed in white light in the darkness of the night.

Ultimately it is a matter of the luminosity of fate, which the Greeks called destiny and the Christians providence, a single, metaphysical, transcendental light but one that varies considerably depending on where the accent is placed, allowing us to perceive the voice of the beyond from the physical realm or the physical realm from the beyond. I think the way the Spanish painters have traditionally captured that light is through this material vibration of the physical, the immediate perception of which as limit or boundary elevates the heart to the remotest peaks in search of unburdening.

Through the subtle meshes of his metallic cloths Rivera was able to find the key to that radical Spanish palette of blacks and whites, albeit, in his case, a palette that also includes deep blues and burnt ochres. Moon and sun form, in any case, a radical palette, the power of which allows him to pass from cold to heat without a graduated transition.

The night in Granada is a night of purely Oriental goldsmiths’ work, mysterious and perfumed, with an atmosphere shaped like precious filigree, a night that weaves mystery like a net or a spider’s web, but for all that, an extremely close up, intimate night, filled with commanding physical notes, a night that smells of the type of sensations that cling to one’s skin and are thus immediately perceptible. The fine metallic cloths with which Rivera constructs his vision of the night transform it into a question of space: light as an

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Manuel Rivera

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Homenaje a Goya I, 1991 Serigrafía, 50 x 65 cm

Homage to Goya I, 1991 Silkscreen, 50 x 65 cm

Manuel Rivera

Homenaje a Goya Iv, 1991 Serigrafía, 50 x 65 cm

Homage to Goya Iv, 1991 Silkscreen, 50 x 65 cm

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Gerardo Rueda Madrid, 1926-1996

Al comentar cuáles eran sus cuadros predilectos entre los atesorados por el Museo del Prado Gerardo Rueda estableció una diferencia previa entre lo que él llamaba “cuadros-espectáculo” y “cuadros-emoción”, aclaración imprescindible para advertir no solo las dos maneras para él existentes entre dos tipos de afectividad y sensibilidad artísticas –los que necesitan gritar para comunicar un sentimiento y los que no–, sino también que su posición personal estaba entre los segundos. Mantegna, Fra Angelico, Antonello da Messina, Bellini, Patinir, Velázquez, Zurbarán, Durero, El Bosco, Van der Weyden, Rafael y Goya, conforman la relación de artistas predilectos de Rueda entre los presentes en las colecciones del Museo del Prado. La lista es amplia, pero como lo es, y de forma espléndida, lo que contiene el propio Museo. Esta amplitud queda, no obstante, esclarecida cuando más allá de los nombres contemplamos las obras y nos dejamos guiar por Gerardo Rueda, cuya sensibilidad hila fino ese tejido subterráneo que salta por encima de épocas, países y personalidades, dando una bella unidad formal a lo que aparentemente parece disgregado o antagónico. Y es que no puede haber antagonismo entre obras en las que, sean de la época que sean, la emoción nunca sacrifica la regla, o, si se quiere, en las que se ha intentado sacar todo el partido artístico posible de una emoción precisamente a través de la regla. Regular la emoción no significa prescindir del sentimiento, sino, en definitiva, esforzarse por transformarlo en una obra de arte, que, por naturaleza, huye de lo obvio, lo escandaloso, lo enfático, lo superficial; en fin: de todo aquello que se impone por fuera sin penetrar dentro. Si acompañáramos a Gerardo Rueda por las salas y rincones del Museo del Prado nos percataríamos enseguida de que nos hallamos ante un maestro atípico, que no establece principios ni teorías, sino que esboza sugerencias, pero, sobre todo, que dirige nuestra

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mirada a los fragmentos pictóricos más inefables, fragmentos cuya sustantividad pictórica es tan inexplicablemente bella que nos dejan silenciosos. ¿Será esta acaso la emoción a la que Gerardo Rueda se refería con sus cuadros-emoción, ante los que tan bien cuadra esa frase hecha de quedarse mudo de admiración? Son fragmentos pictóricos, a los que se alude con una ligera indicación, con un señalamiento discreto, dejando que el ojo se pierda en ellos con autosuficiencia; y es que, en el momento crucial, se ve o no se ve, pero de nada vale desgañitarse con palabras distraidoras, ni con gestos pomposos. Gerardo Rueda apenas sí impone otro magisterio que el de esas leves indicaciones, pistas, referencias jamás cargadas de datos pedantescos o estruendosos, como si temiera quebrar el encanto de lo que hay que observar. Aquí resplandece el principio del “menos es más”, principio que no es solo el de la estética minimal, sino el de todo decir poético, el de todo bien decir. Aquí asimismo resplandece la forma de hacer de Gerardo Rueda, su propia obra artística, toda ella construida sobre extrañas diagonales, que ponen espacios en pie, a la vez que desatan luces y tormentas. Pero que nadie crea que ahora yo me estoy dejando arrastrar por algún frenesí retórico, entusiasmado por la penetrante poesía de esa belleza discreta y elegante de la obra de Gerardo Rueda; simplemente, no quería yo, por mi parte, dejar de sugerir algo que de siempre me ha impresionado en la obra y la actitud de este artista, tantas veces comparado con pintores silenciosos del tipo de Morandi o Malevich, y ello es precisamente la alta concentración de física y metafísica emotividad que irradian sus atmosféricas geometrías, porque conviene saber que en Gerardo Rueda la geometría tiene atmósfera, incluso cuando no hay más que un plano liso y blanco, tras cuya aparente opacidad no se sabe bien qué está a punto de irrumpir.

When discussing his favourite paintings among those in the Prado’s collection, Gerardo Rueda established a preliminary difference between what he termed “spectacle-paintings” and “emotion-paintings”. This is a crucial clarification for understanding not only what he considered to be the two different ways of expressing artistic emotion and sensibility — artists who need to shout in order to convey emotion and those who do not — but also for appreciating that his own position lay in the second group. Mantegna, Fra Angelico, Antonello da Messina, Bellini, Patinir, Velázquez, Zurbarán, Dürer, Bosch, Van der Weyden, Raphael and Goya were Rueda’s favourite artists among those represented in the Prado. The list is extensive, as of course are the splendid holdings of the Museum itself. The reason for the length of the list becomes clearer when we go beyond the names and look at the works themselves, allowing ourselves to be guided by Rueda, whose particular sensibility finely wove that underlying cloth that falls over periods, countries and artists, giving a beautiful formal unity to what might at first sight seem disconnected and antagonistic. There can never be antagonism between works in which, regardless of the period in which they were painted, emotion never sacrifices rules, or, in other words, in which rules have been used in order to derive the greatest artistic benefit from an emotion. Regulating emotion does not mean sacrificing the sentiment but rather making every effort to transform it into a work of art which, by nature, flees the obvious, the scandalous, the clamorous and the superficial, in fact flees everything that imposes itself from outside without penetrating the interior.

“emotion-paintings” and for which the expression “struck dumb with admiration” seems to be appropriate? These are pictorial passages to which he lightly and discreetly pointed, allowing the eye to become freely lost in them. At the crucial moment one either sees or one doesn’t and no help is to be gained from bellowing out distracting words or making use of grandiloquent gestures. Gerardo Rueda offered little more instruction than those slight indications or clues, observations that are never filled with pedantic information or deafening facts, as if he feared to break the spell of what is there to be observed. Shining out here is the principle of “less is more”, which is not only the principle of the minimalist aesthetic but of every aesthetic expression and of everything well said. Also shining out here is Gerardo Rueda’s way of doing things, his own œuvre, all of it constructed on the basis of curious diagonals that erect spaces while unleashing lights and storms. I would not want anyone to think that I am allowing myself to be carried away by some rhetorical frenzy here, enraptured by the profound poetry of Gerardo Rueda’s work, with its discreet and elegant beauty. I simply did not wish to fail to suggest something that has always impressed me in the work and approach of this artist, who has so often been compared with silent painters such as Morandi and Malevich. I refer to the elevated degree of physical and metaphysical emotiveness that his geometrical atmospheres irradiate, as it is important to know that with Gerardo Rueda geometry has atmosphere, even when we find nothing more than a smooth, white plane, behind the apparent opacity of which anything might be about to burst forth.

When accompanying Gerardo Rueda around the galleries and other spaces of the Museo del Prado it was immediately obvious that he was an unusual master who did not lay down principles or theories but who made suggestions, directing our eyes towards the most inexpressible passages in paintings, passages of a pictorial physicality so inexplicably beautiful that they leave us without words. Is this perhaps the emotion to which Gerardo Rueda was referring with his

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Gerardo Rueda

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Perfiles, siluetas y límites iiI, 1991 Aguafuerte y aguatinta a la resina, 65 x 50 cm

Profiles, Outlines and Limits iii, 1991 Etching and resin aquatint, 65 x 50 cm

Gerardo Rueda

Perfiles, siluetas y límites Iv, 1991 Aguafuerte y aguatinta a la resina, 65 x 50 cm

Profiles, Outlines and Limits iv, 1991 Etching and resin aquatint, 65 x 50 cm

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Antonio Saura Huesca, 1930-Cuenca 1998

Cuando el pintor Antonio Saura, bien provisto de monstruosa conciencia pictórica moderna, penetró en el Museo del Prado en busca de monstruos ancestrales, de pinturas monstruosas anticipadoras, encontró allí un buen caudal, quizás el más rico del mundo. No en balde, el Museo del Prado es un museo fundamentalmente de pinturas y, además, un museo español, lo que, por ambos motivos, reduplica su aura monstruosa. A diferencia de la escultura, la pintura, física embadurnación de la pared netamente ilusionística, es doblemente obscena, pues el gesto y el deseo parecen allí revueltos. Por lo demás, la pintura española, decididamente anti-clasicista, que es como decir decididamente anti-belleza, hace prosperar lo monstruoso. Antonio Saura, un pintor verdaderamente español sin parecerlo; esto es: un español que lo es porque no hace españoladas, busca y halla en el Museo del Prado sus ancestros monstruosos, no tanto, sin embargo, para regodearse, sino para afrontarlos enfrentándose a ellos. Los afronta, en efecto, reconociendo su monstruosidad, pero para asegurarse de lo que aún les resta de monstruoso gesto soberano, gracias a lo cual la monstruosidad pudiera campar verdaderamente libre. El gesto que resta es precisamente eso: un gesto, el gesto monstruoso, que es el gesto automático, puro cuerpo donde se encarna el deseo para cumplir el destino último de toda representación pictórica, la pintura pornográfica, la escritura de la carne. Como un actor que recrea la escena original, el obrar pictórico de Antonio Saura, que es tanto su forma de ser como su manera de mirar, es el resultado de una dialéctica singular entre fantasma y gesto, una esgrima mental y física de elocuencia peligrosamente incontrolada. En este sentido, comprendo la importancia que le otorga a llenar y vaciar el espacio, al desvelar tapando o al mirar cerrando compulsivamente los ojos, acciones todas ellas del entrever, la visión fugaz y vertiginosa ante la monstruosidad instantáneamente iluminada.

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Toda la pintura de Antonio Saura es el resultado del compulsivo accionar de quien traza una red inmovilizadora para atrapar y dejar a buen recaudo la carne, esa ilusión. Esto es lo que hace de su arte –tanto da si atrapa con la mirada o con la mano– una caza furtiva y peligrosa, una visión intolerable. Pero ¿qué es exactamente intolerable en la visión de Antonio Saura? Precisamente lo que su caza tiene de prehistórica magia, de cristiano voyeurismo y, claro, de moderna singularización carnal. ¿Cómo decirlo? Este monstruo pintamonas es mago, sacerdote y pintor en una sola pieza; es un pornógrafo intolerable, que dice y pinta lo que quiere, sin pararse en mientes, confundiendo gesto y deseo, arriesgando en el envite algo más de lo previsto, que es siempre lo entrevisto. Al fin y al cabo, este Saura-saurio, paseante revivido de la intolerable caza ancestral, con sus redes tiradas al cabo de la calle, es un pintor dotado de un antifaz diabólico, tierno niño, poeta de la multitud y príncipe de lo monstruoso; esto es: un pintor moderno que vuelve melancólicamente a las cavernas en pos de esa ilusión que bendice la carne, todo él revestido de la sacramental casulla de la pintura, para decir, de la manera más total, lo que el dios ignorado arroja a su fanático perseguidor, en esta intriga teológica que escribió G. K. Chesterton con el título de El hombre que fue jueves, y que, cambiando el sentido más que el significado, podríamos nosotros ahora enunciar: “¡Vuestra monstruosidad no me es indiferente!”

When Antonio Saura, a painter eminently endowed with a monstrous awareness of modern painting, entered the Museo del Prado in search of ancestral monsters, giant forerunners on canvas, he encountered a rich hoard, possibly the richest in the world. Not for nothing is the Prado essentially a museum of painting and furthermore a Spanish one, as a result of which its aura of the monstrous is two-fold. Unlike sculpture, painting, which is the physical smearing of the clearly illusionistic wall, is doubly obscene given that gesture and desire seemed to be turn upside down in it. Furthermore, Spanish painting, which is markedly anti-classicist, meaning anti-beauty, encourages the monstrous. Antonio Saura — a truly Spanish painter without appearing to be one, by which I mean that he was a Spaniard who did not paint typically corny Spanish subjects — looked for and encountered his monstrous ancestors in the Museo del Prado, not so much in order to delight in them as to confront them by facing up to them. He confronted them, acknowledging their monstrousness, in order to confirm what remains in them of the monstrous, sovereign gesture, thanks to which monstrosity can truly range free. The remaining gesture is just that: a gesture, the monstrous gesture, which is the automatic one, pure body that incarnates the desire to fulfil the ultimate destiny of all pictorial representation, pornographic painting, writing with flesh.

the illusion of flesh safe. This is what he did with his art (it is all the same whether he trapped through the gaze or with his hand), a stealthy, dangerous type of hunt, an unbearable vision. But what is unbearable about Antonio Saura’s vision? The unbearable aspect is the element of prehistoric magic, of Christian voyeurism and of modern carnal specificity that characterises his hunting. How could we express this? This monstrous dauber was a magus, a priest and a painter all rolled into one; he was an intolerable pornographer who said and painted what he liked without stopping to consider things carefully, combining gesture and desire, taking bigger risks than might have been expected, given that the expected is always the indistinctly glimpsed. At the end of the day, this Saura-saur, resurrected participant in the unbearable ancestral hunt with his nets knowingly stretched out, was a painter possessed of a diabolical mask, an innocent child, poet of the masses and prince of the monstrous; in other words, a modern painter who made a melancholy return to the caves in pursuit of that illusion that blesses all flesh. He wore painting’s priestly chasuble in order to say, in the most complete manner possible, what the unknown god hurled at his fanatical pursuer in G. K. Chesterton’s metaphysical thriller entitled The Man who was Thursday and which, paraphrasing the words rather than the meaning, we could express here as “I am not indifferent to your monstrosity!”

Like an actor recreating the original scene, Antonio Saura’s approach to painting, which was both his way of being and his way of looking, was the result of a unique dialectic between phantom and gesture, a physical and mental fencing of a dangerously uncontrolled eloquence. In this sense I understand the importance that he gave to filling and emptying space, to revealing by covering up or to looking by compulsively closing his eyes, all actions aimed at glimpsing the fleeting, vertiginous vision in contrast to the instantly illuminated monstrosity. All of Saura’s painting was the result of the compulsive action of one who designed a net that immobilises, traps and keeps

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Antonio Saura

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El perro de Goya, 1991 Cromolitografía, 65 x 50 cm

Goya’s Dog, 1991 Chromolithograph, 65 x 50 cm

Antonio Saura

Doña Jerónima de la Fuente, 1991 Cromolitografía, 65 x 50 cm

Doña Jerónima de la Fuente, 1991 Chromolithograph, 65 x 50 cm

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Soledad Sevilla Valencia, 1944

Siendo una de las más destacadas representantes de la abstracción geométrica de la década de 1970, lo que significaba, en ese momento y en su caso, que estaba imbuida de la estética de la pintura post-minimalista, el talento de Soledad Sevilla para las metáforas visuales, anicónicas o icónicas, ha sido siempre muy fértil. Recuerdo que, por aquellos años de su primera proyección pública –tras haber participado en la experiencia del “Seminario de Generación Automática de Formas Plásticas”, del Centro de Cálculo de la Universidad Complutense, así como tras haber cursado estudios en la Universidad de Harvard–, se decantó por analizar pictóricamente las tramas del espacio, pero usando como punto de referencia e incitación la compleja escenografía espacial de Las meninas. Durante los años posteriores, que, contados desde el presente, suman ya un cuarto de siglo, la trayectoria de Soledad Sevilla no ha variado su vértice de atención central, aunque sí ha ampliado mucho el campo abarcado por su mirada. Sobre todo, su modo artístico de operar, que se ha hecho mucho más complejo y versátil, incluyendo las instalaciones, lo cual, dado el antecedente de su interés analítico por el entramado espacial de la representación, era un paso que, como se dice “venía cantado”. Que el paso dado desde la limitación del plano a una escenificación tridimensional fuera, en su caso, lógico, no hay que interpretarlo como “fácil” o “espontáneo”. Soledad Sevilla, fuera cual fuera el propósito artístico concreto en que, según el momento, estuviera embarcada, ha pugnado por conciliar dos fuerzas o vectores en su constante búsqueda de la “profundidad del plano”; esto es: el “exterior” y el “interior” del espacio, o, si se quiere, el entramado de la superficie y la sugestión de su ahondamiento; algo así, en fin, como la interconexión de la matemática y la física, del clasicismo y del barroco. En estas lides, no es extraño que Soledad Sevilla terminase fijándose en ese arte tan teatral y, a su vez, tan geométrico como es la tauromaquia, desde la draperie del capote hasta los dramáticos lances de los diversos

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pases, que formalizan cada suerte. Tampoco lo es, por tanto, la respuesta plástica que ha dado a la invitación de dialogar con las obras del Museo del Prado: en primer lugar, que haya elegido el cuadro de Hipomenes y Atalanta, del clásico-barroco Guido Reni, con su representación de la furiosa carrera a muerte en la que se desafían los contendientes, sus cuerpos desnudos de restallante luminosidad sobre un fondo tenebroso y en contorsión congelada. En segundo, que haya visto la atlética movilidad de estos héroes legendarios sobreimpresionada por el lance taurino de una verónica, cuya sorprendente coincidencia formal entre sus respectiva posturas –en este caso, ocupando el papel del “morible” matador, Hipomenes, y el de la amenazante fiera mortal, Atalanta–, sella simbólicamente también su destino, que no es otro que el del circunstancial enlace erótico de los rivales, pues tal es el sentido de la fiesta, del arte y del amor, los tres acuciados por el cómo conjurar la indecible vecindad de la muerte.

As one of the leading representatives of 1970s geometrical abstraction, which, for Soledad Sevilla, implied the complete assimilation of Post-minimalist painting at that period, her talent for visual metaphors (either iconic or aniconic) has always been a rich and fruitful one. I recall that during those years when she first came to public attention after her participation in the Automatic Generation of Visual Forms Seminar organised by the Universidad Complutense, Madrid, and having studied at Harvard University, Sevilla focused on pictorially analysing spatial dimensions, using the complex spatial setting of Las Meninas as her starting point. Over the following years, which number more than a quarter of a century up to the present day, Soledad Sevilla has not deviated from this central preoccupation in her work, although she has certainly greatly widened the field encompassed by her gaze. What she has above all expanded are her working methods and approaches, which have become much more complex and versatile and which now include installations. Given her earlier interest in analysing the spatial dimension of representation, this step was to be expected. The fact that it was logical to move from the limitation of the planar to a three-dimensional presentation does not mean that this should be seen as “easy” or “spontaneous”. Whatever the nature of the specific artistic project on which she was engaged at any one time, Soledad Sevilla had always striven to reconcile two forces or vectors in her ongoing quest for the “profundity of the plane”: the “exterior” and the “interior” of space, or the network created from the surface and the suggestion of its sinking into depth. This is ultimately comparable, for example, to the interconnection between maths and physics or between Classicism and the Baroque.

chose the classicising Baroque artist Guido Reni’s painting of Atalanta and Hipomenes, with its representation of the furious race to the death in which Atalanta challenges her suitors, their dazzlingly luminous nude bodies seemingly frozen in contorted movement against a dark background. Secondly, it is not surprising that the artist has taken the athletic mobility of these mythical heroes and overprinted on them the bullfighting pass known as a “Veronica”. There is in fact an almost surprising formal coincidence in the figures’ respective poses, with Hipomenes here in the role of the “mortal” matador and Atalanta the mortally threatening wild beast. This formal coincidence symbolically seals their destiny, which is none other than the fateful erotic destiny of rivals, as this is the meaning of the bullfight, of art and of love, all three assailed by the need to exorcise the unspeakable closeness of death.

Given all the above, it might not be totally unexpected that Soledad Sevilla should have turned her attention to the bullfight, an activity as theatrical as it is geometrical, from the fall of the cloak to the dramatic movements of the different passes that mark out each phase of the event. Nor, then, should we be surprised by the artist’s visual response to the invitation to establish a dialogue with works in the Museo del Prado. Specifically, it is not surprising that she

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Soledad Sevilla

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La Verónica-A, 2007 Litografía, fotograbado y gofrado, 50 x 65 cm

The Veronica Pass A, 2007 Lithograph with photo-engraving and goffering, 50 x 65 cm

Soledad Sevilla

La Verónica-B, 2007 Litografía, fotograbado y gofrado iluminado a mano por la artista, 50 x 65 cm

The Veronica Pass B, 2007 Lithograph with photo-engraving and goffering, hand-coloured by the artist, 50 x 65 cm

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Susana Solano Barcelona, 1946

Aunque la emergencia pública de la obra de Susana Solano haya sido tardía, implicando este intrincado proceso de maduración personal su metamorfosis de pintora en escultora, su evolución artística personal a partir de 1980 y su simultánea proyección nacional e internacional han sido de una asombrosa intensidad, como quien súbitamente, recoge en un mismo haz todos los cabos sueltos de su destino. Desde este comienzo, la escultura de Susana Solano estuvo formalmente cortada por un doble patrón: el de una suerte de coagulación endurecida, más o menos moldeada de fragmentos de masas fluidas, y el de una suerte de “jaulas espaciales”, un poco, por tanto, con ciertas resonancias a lo entre Richard Serra y Robert Morris, o, si se quiere rastrear más por detrás de estos antecedentes inmediatos, un poco, asimismo, entre el biomorfismo pétreo de un Arp o un Noguchi, y el “dibujo espacial”, que Picasso y Julio González proyectaron tridimensionalmente en hierro. Era algo así como si Susana Solano hubiese puesto en los platillos de la balanza de su identidad plástica, por un lado, el peso del espacio, y, por otro, su ligereza; la densa opacidad de la materia y su luminosa transparencia. Al cabo del tiempo transcurrido desde entonces, que ya abarca más de un cuarto de siglo, no se puede afirmar que Susana Solano se haya apartado de esta senda o, si se quiere, que haya alterado el fiel de su balanza, lo cual no significa que su lenguaje no se haya hecho formal y conceptualmente, más dúctil y sutil, ni que tampoco haya perdido esa íntima querencia autobiográfica con la que siempre, de alguna manera, ha sellado, a veces con un cierto tinte doméstico, su trabajo. En su escultura hay, por así decirlo, un componente sintético de dureza a la hora de definir –recortar– los cuerpos en el espacio, y otro, analítico, que los volatiza cual aéreas atmósferas, cuyo fugaz paso y cuyo etéreo peso se visualizan mediante metalizadas mallas. Obviamente, esta rica dialéctica conceptual, formal, material y vivencial, que ha configurado hasta el presente la trayectoria de Susana Solano, alienta, con toda su

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contundencia, pero, asimismo, con todo su fulgor y calidez, en los grabados que ha realizado bajo la inspiración de su recorrido mental y físico por el Museo del Prado. Por una parte, son nítidas formas, cuyos afilados perfiles y compactos timbres cromáticos, sin quebrar su arquitectura, no pierden ni su volátil animación dinámica, ni su sensibilidad retráctil, como de cuerpos orgánicos, que, según una atmósfera, no por invisible, menos operativa, pueden circunstancialmente alabearse o rigidizarse; pero, por otra, esta vibrante y bien temperada armonía de formas y colores desplegándose en el espacio, con un no sé qué de plantas acuáticas flotantes, nos remiten espectralmente a la quintaesencia de una sabiduría en el manejo del espacio, amasada durante siglos por antiguos maestros, que, como Susana Solano, han puesto sucesivamente todo su empeño en ahondar el plano y en aplanar lo profundo, o, lo que es lo mismo, hacer del espacio un muelle o una mera superficie.

While Susana Solano’s work reached public attention relatively late as a result of a complex process of personal metamorphosis from painter to sculptor, her artistic evolution from 1980 onwards and her simultaneous national and international recognition have been astonishingly intense, resembling someone who suddenly gathers together all the threads of their destiny in one fell swoop. From the outset, Solano’s sculpture has responded in a formal sense to two approaches: a type of hardened coagulation, moulded to a greater or lesser degree from fragments of fluid masses, and her “spatial cages”, which to some degree fall between Richard Serra and Robert Morris, or, looking further back, between the stony bio-morphism of Arp or Noguchi and the “drawing in space” that Picasso and Julio González projected in a three-dimensional manner onto iron. It was as if Solano had placed the weight of space and its lightness onto the two platters of the scales of her visual identity; the dense opaqueness of the material on the one side and its luminous transparency on the other. Since then, and over a period of more than a quarter of a century, Solano has adhered to this direction, not altering the pointer of her scales, which does not imply that her particular idiom has not become more ductile and subtle both formally and conceptually, nor that she has lost that autobiographical emphasis that has always marked her work, at times with a certain domestic note. Her sculpture involves a synthetic element of hardness when defining (or cutting out) bodies in space as well as another, analytical one that vaporises these forms like aerial atmospheres, their rapid passing and ethereal weight given visual form through metallic meshes.

are like organic bodies which, depending on the atmosphere in which they are located, and which is no less important for being invisible, can become warped or rigid. On the other hand, however, this vibrant and well-tempered harmony of forms and colours, which unfolds in space and suggests floating aquatic plants, conveys the ghostly essence of that wisdom in the handling of space amassed over the centuries by the Old Masters who, like Solano, focused all their efforts on going deeper into the plane and on flattening out depth, in other words, on making space a mesh or a mere surface.

Clearly, this rich conceptual, formal, material and autobiographical dialectic that Susana Solano has formulated over her career to date inspires the prints that she has created with the inspiration of her mental and physical survey of the Museo del Prado and in which all the conviction as well as the warmth and radiance of this dialectic plays its part. On the one hand these precise forms, with their sharp outlines and compact chromatic timbres that do not interrupt their structure, lose nothing of their volatile and dynamic vibrancy or their retractile sensibility. They

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Susana Solano

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S/t I, 2007 Grabado a 5 colores. Plantillas estampadas a rodillo, aguatinta y gofrado, 65 x 50 cm

untitled I, 2007 5-colour engraving. Roller-printed stencils, aquatint and goffering, 65 x 50 cm

Susana Solano

S/t iI, 2007 Grabado a 5 colores. Plantillas estampadas a rodillo, aguatinta y gofrado, 65 x 50 cm

untitled Ii, 2007 5-colour engraving. Roller-printed stencils, aquatint and goffering, 65 x 50 cm

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Gustavo Torner Cuenca, 1925

Siendo apasionado, Gustavo Torner no es dogmático, lo que no debe ser solo atribuido a una cuestión temperamental o, mejor, si se quiere, a la de quien ha sabido templar su carácter mediante la perspectiva enriquecedora de la cultura y, por tanto, posee un talante cultivado, sino, sobre todo, a su condición de artista. Y ser artista para Torner es una aspiración, nunca una cosa hecha y menos una profesión, por más que existan numerosos objetos socialmente valorados como obras de arte y que mucha gente –hoy quizás demasiada– no tenga reparos para inscribirse en los documentos oficiales de identificación como artista. Para Torner ser artista es una aspiración porque el arte es una pura cualidad o atributo, que puede acompañar circunstancialmente a determinadas cosas o seres, pero que somos incapaces de sustantivar. En este sentido, quien haya seguido la obra de Gustavo Torner se percatará de que en ella no existe un sistema apriorístico que fije de antemano el qué, el cómo y el porqué de lo que va a acontecer. Muy al contrario, quien lo siga, lo primero que aprenderá es a apreciar una disposición constante frente a posibles revelaciones. Estar dispuesto a dar y estar dispuesto a recibir. Estar dispuesto. En un museo a lo que hay que estar dispuesto es a mirar. Nada, a primera vista, parece más sencillo, pero nada es, en realidad, más complicado. Me gusta al respecto esa certera advertencia que hizo Ortega y Gasset sobre la engañosa facilidad del arte, producida porque en el arte “el signo es evidente, pero el significado, recóndito”. Algo muy parecido es lo que, por su parte, afirmó Walter Pater y ha citado Gustavo Torner: que “el arte es la inminencia de una revelación que nunca se produce”. Con el arte hay que estar, pues, y más si hablamos de mirar, a la expectativa. La buena disposición en un museo es la de estar expectante por lo que allí pueda ocurrir, aunque luego nada ocurra. La expectación es, para Torner, la búsqueda visual de la calidad, y la calidad un atributo de la excelencia, y lo excelente aquello que es capaz de durar, más allá de

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sus puras características materiales, por la indescifrable cantidad y complejidad de significados que atesora, por su resistencia a que lo recóndito de su significación se traduzca o trivialice en la patente evidencia del signo que lo incorpora. Sin embargo, tratándose de eso tan sutil como es la calidad o la excelencia e, incluso, el arte mismo, atributos todos ellos que, según Torner, es muy difícil definir como no sea por medio de comparaciones, creo que es mejor aquí sorprender –valga la redundancia– los sorpresas que nos depara visitar el Museo del Prado de la mano del artista. Desde esta perspectiva de las apreciaciones artísticas de Torner en el Prado nada hay comparable, por fulgurante, como ciertas analogías establecidas por él, un poco como al desgaire, sin aparentemente darle más importancia. Me refiero, por ejemplo, a la que establece entre el Santo Domingo de Silos de Bartolomé Bermejo, y la obra de Gustav Klimt. Este formidable descubrimiento nada, empero, tiene que ver con lo que un historiador de arte entiende como influencia o deuda entre un artista y otro, sino con algo mucho más profundo: con la verdad. Al menos en el sentido griego de verdad, que etimológicamente significa “desvelamiento” o “revelación”. Esta analogía, insólita desde una visión positivista de la historia, no necesita justificarse documentalmente, porque instituye una verdad, hace patente algo, es una ocurrencia creadora. Ocurrencia que es reflejo de la actitud de Torner, que es producto del entusiasmo, de la sabia disposición expectante y del sentido profundo de la verdad como revelación.

As a passionate man, Gustavo Torner is not a dogmatic one, which is not just a question of temperament or because he has been capable of tempering his character through the enriching viewpoint of culture and thus has a cultivated nature. Above all, it is due to his status as an artist. For Torner, being an artist is an aspiration rather than something achieved. It is even less a profession, despite the existence of those highly esteemed objects called works of art and the fact that many people (possibly too many in the present day) do not hesitate to describe themselves as artists on their identity documents. For Torner being an artist is an aspiration because art is a pure quality or attribute that can on occasions accompany specific things or beings but to which we are incapable of giving concrete form. In this sense, those of us who have followed Gustavo Torner’s work will have realised that it does not contain any sort of system that pre-establishes the “what”, “how” and “why” of what is about to take place. Quite the opposite, whoever follows him will firstly learn to appreciate his unchanging attitude in the face of possible revelations. Being willing to give and being willing to receive. Being willing. In a museum one has to be willing to look. At first sight nothing might seem easier but in fact nothing is more complicated. In this sense I am fond of Ortega y Gasset’s perceptive warning on the deceptive facility of art, which comes about because in art “the sign is obvious but the meaning is obscure”. Walter Pater said something similar, which Torner has quoted, namely that “art is the imminence of a revelation that never actually happens”. Thus with art, particularly if we are talking about looking, one has to be constantly expecting something to happen. The correct attitude in a museum is that of expecting what might happen there, even though nothing actually happens.

However, when dealing with a concept as subtle as quality or excellence and even with art itself, all of which are very difficult to define other than through comparisons, according to Torner, I believe that the best thing is to “surprise the surprises” that present themselves when visiting the Museo del Prado in his company. Some of the comparisons made by Torner in the Prado in a careless, almost throwaway manner are absolutely dazzling. For example, the one between Saint Dominic of Silos by Bartolomé Bermejo and the work of Gustav Klimt. This impressive revelation, however, has nothing to do with what an art historian would understand as influence or borrowing between one artist and another but rather with something much more profound, namely the truth, at least in the original Greek sense of the word which means “uncovering” or “revelation”. Torner’s comparison, which is unheard of from the standpoint of a positivist vision of art history, does not require documentary justification as it establishes a truth, makes something evident and is a creative suggestion. It reflects Torner’s approach, which is the result of his enthusiasm, his judiciously expectant attitude and his profound sense of truth as revelation.

For Torner, expectation is the visual quest for quality, quality is an attribute of excellence and excellence is that which is capable of lasting, due (aside from its purely material characteristics) to the huge quantity and the complexity of meanings that it contains and to the fact that what is obscure in its meaning generally does not become trivialised or expressed through the obviousness of the sign that contains it.

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Gustavo Torner

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En una noche oscura, 1991 Aguafuerte y aguatinta, 65 x 50 cm

On a dark Night, 1991 Etching and aquatint, 65 x 50 cm

Gustavo Torner

Con ansias en amores inflamada, 1991 Aguafuerte y aguatinta, 65 x 50 cm

with anxious Love inflamed, 1991 Etching and aquatint, 65 x 50 cm

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EXPOSICIÓN EXHIBITION

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Edición y coordinación Editing and coordination

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Fundación Amigos del Museo del Prado

Coordinación Coordination

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Erretres

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Fotografías Photographs Andrés Valentín Gamazo

Paradigma Montaje Installation Fundación Francisco Godia Manel Riera Transporte Transport SIT GRUPO EMPRESARIAL, S. L. Seguros Insurance STAI AON ARTE Comunicación Communication Fundación Amigos del Museo del Prado Mahala

Impresión Printing Imprico Traducciones textos al inglés Translations into English Laura Suffield ISBN 978-84-932824-8-6 D. L. M-2020-2013 © De la edición: © Of the edition: Fundación Amigos del Museo del Prado © De los textos: © Of the texts: sus autores the authors © De las reproducciones autorizadas: © Of the authorised reproductions: VEGAP, Madrid, 2013 © De las obras de Antonio Saura: © Of the works by Antonio Saura: Succession Antonio Saura / www.antoniosaura.org, VEGAP 2013 © De las obras de Gerardo Rueda: © Of the works by Gerardo Rueda: José Luis Rueda Jiménez

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