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El pincel sirve para salvar las cosas del caos. Shitao. Propos sur la peinture du moine Citrouilleamere. P. Ryckmans (trad.). Hermann. 1997. (Palabras sobre la pintura del monje Calabaza Amarga).
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En cuanto había sido estudiante de Derecho en esa misma universidad que lo acogía al cabo de los años, repudió la imagen de la justicia vendada. Porque, dijo, la justicia debía llevar los ojos abiertos. Así era Gonzalo. Esa noche arremetió contra un símbolo vetusto, según el mandato de los primeros manifiestos del nadaísmo que prometieron no dejar una fe intacta ni un ídolo en su sitio.
Gonzalo ARANGO ARIAS La apoteosis de Gonzalo Arango fue una noche en el Paraninfo de la Universidad de Antioquia. Recuerdo los ojos que abrió al ingresar en el lugar. Una multitud enorme lo recibió en un silencio sagrado. Llenaba las puertas, colgaba de lámparas y balcones. Gonzalo llevaba la conferencia que iba a decir enrollada en una mochila arhuaca que acrecentaba el aire de mamo que entonces tenía. Y como siempre tenía un título de apariencia espantosa puesto para causar estupor: “El Che Guevara se cagó en Bolivia”, gritó de pronto ante el micrófono como en un rapto. Un buen aparte de la conferencia estuvo dedicado a hacer del guerrillero argentino un héroe homérico, famélico, buscando la muerte en una cañada de Bolivia. Pero también habló de la justicia.
Me parece recordar que en algún momento en la charla, transfigurado en la pequeñez del esqueleto que le tocó llevar, exclamó que no llegaba como un hijo pródigo. Y pensó con amor en sus veinte años cuando escribió esa novelita vomitiva que llamó Después del hombre, con un título que presagiaba la invención del nadaísmo. Y en su nadaísmo que le fue inspirado en Cali en un insomnio plagado de frustraciones, lleno de abismos hambrientos. Y esa noche volvía reverenciado por una multitud pendiente de sus labios, necesitada, para declarar en tono de profeta su asco y su amor por el mundo y su compromiso con los hombres. Advertí una chispa de orgullo en el conferencista de cuarenta años entonces. Después de renunciar al conocimiento que le había prometido la universidad, había emprendido una larga, oscura, jubilosa también, navegación por la Nada. Y esa noche volvía hecho un sabio, cargado de experiencias y amarguras pero también de sueños. Los mismos sueños del día de partir cobijas con el Alma Máter y el Derecho, “por una invencible inclinación a torcerlo todo”, pero ahora ardiendo, hechos suyos por un espinoso proceso de maduración.
Una vez me contó que cuando pasaban frente a la facultad los entierros de los pobres rumbo al cementerio de San Lorenzo, abandonaba la clase y se iba detrás, arrastrado por la impresión de que todo lo que valía la pena aprender lo aprendería en la calle en contacto con la vida concreta y en el protocolo de la muerte concreta. Pero en el anarquista había esa noche un respeto inocultable por la universidad donde había intentado dar gusto a su padre, don Paco, el telegrafista de Andes que perdió su trabajo por godo, según dejó dicho en Memorias de un presidiario nadaísta. Me pasé la vida escribiendo sobre este hermano mío irremplazable. No lo hago sin embargo por el afecto surgido en una rica camaradería. Sino porque entre las personas que conocí fue la más maravillosamente perdida, y la más tierna a pesar de todo, y la más generosa con esa generosidad que viene de la igualdad en la compasión y no de la superioridad. Me parece recordar que el público absorto no aplaudió. Al terminar la conferencia permaneció inmóvil, conmovido. Cuando salimos del Paraninfo le dije: “Qué vas a hacer. Esa masa necesita tu guía”. Él no contestó. Estaba tan asustado como yo. Un poco más tarde renunció al nadaísmo como a un remordimiento inútil. Y se decidió por el único fracaso que le faltaba probar. El fracaso del amor. Y se convirtió en la imagen del mártir moderno que en busca de Dios se encontró con un camión en contravía.
Fotografía: Cortesía periódico El Colombiano / Perfil: Eduardo Escobar
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del narrador omnisciente o en tercera persona que hace las veces de Dios que todo lo sabe y todo lo ve. Es amigo en cambio de niños y muchachos y en especial de los animales a quienes considera su verdadero prójimo.
VALLEJo rendón
A pesar de esa vitalidad que lo habita, en Fernando Vallejo existe un tono lúgubre y nostálgico que como un leit motiv recorre toda su obra: la tristeza por la infancia perdida, el paso ineluctable del tiempo que devora a los seres queridos (la abuela Raquel y la perra Bruja), y esos personajes antediluvianos que ya no están. La nostalgia inconmensurable por la pérdida del paraíso (la finca de Santa Anita) y la fría certeza de la muerte.
Gramático, literato, filósofo, estudioso de la física, biólogo, músico, cineasta… irreverente, contumaz, apóstata, misógino, blasfemo, deslenguado, relapso, herético, insolente y genial. Las palabras son pobres para prefigurar a Fernando Vallejo, el singular escritor que a través del Río del Tiempo ha dejado la impronta de su vigorosa pluma. Él parece haber seguido el famoso consejo de Nietzsche: “Todo lo que escribas, escríbelo con sangre”. Sus libros son un testimonio de quien ha dejado sus entrañas en el papel, de quien ha vivido mucho y sin represión alguna de sus pasiones humanas, demasiado humanas.
Vallejo no tiene pelos en la lengua para decirle la verdad, así sea dolorosa, a quien sea. Unas veces se desata en furibundas diatribas contra Colombia, “país asesino”, otras veces contra presidentes y políticos que se comen la “res pública”. Nadie se libra de su terrible cantaleta, a la manera de un sermón de cura de pueblo, y así termina pareciéndose a quienes tanto detesta. Y, a pesar del fuete que le da a Medellín, ciudad de sicarios, y que descarga sobre Colombia, la patria boba, país imbécil y criminal, su literatura se nutre de su Medellín del alma y de su amada Colombia; por algo, no obstante vivir desde su juventud en México, regresa con frecuencia a su querida tierra. Su gran tema en el fondo: Antioquia, Medellín, Colombia.
Vallejo detesta la religión, los políticos, las mujeres embarazadas y la literatura escrita desde el punto de vista
Un escritor como Fernando Vallejo concita en torno a su obra y a su persona las reacciones más encontradas: la
Fernando
admiración que a veces lleva al fanatismo y el odio que a veces linda con la ceguera. Los que rechazan al Vallejo persona y el autor y su vasta producción literaria, esgrimen como caballo de batalla la acusación de la repetición de unos mismos y pocos temas, tales como: su apatridismo, la evocación para nada benévola de su progenitora, la decadencia de los valores humanos en Colombia, el amor por los animales, la influencia nefasta de las religiones (especialmente la cristiana y la islámica) y el elogio de la belleza de los muchachos que tanto le han atraído. A esto hay que contra-argumentar, como lo hizo en alguna ocasión Antonio Caballero, que los grandes escritores por lo general giran obsesivos en torno a unos mismo motivos, que resultan ser lo esencial de su concepción de la vida y el arte. Es más frecuente encontrar escritores y artistas que mariposean incansablemente alrededor de una infinidad de temas, perdiéndose en ellos hasta el punto de restar identidad trascendente a su obra. El estilo de Fernando Vallejo se puede comparar con el flujo candente de la lava de un volcán en constante erupción que hipnotiza al lector, quien no se puede apartar de tal espectáculo, así su sensibilidad parezca muchas veces agredida por la intensidad calcinante de aquel.
Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Hernán Botero y Juan Mario Sánchez
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Antes lo conocía por sus columnas en el diario El Mundo y por supuesto admiraba su mentalidad crítica contra todo poder. Aunque admito que me hace poner colorado cuando habla pestes de la raza antioqueña y dice que los señores paisas somos, de alma corazón y tripa, unas señoras.
Alberto AGUIRRE CEBALLOS
Alberto Aguirre fue profesor mío de periodismo de opinión en la Universidad de Antioquia y un día me echó de su clase. Él estaba hablando del exterminio de los judíos durante el nazismo y yo, por crear polémica, le dije que ya dejáramos de lamentarnos de los campos de concentración, que ya se habían hecho suficientes películas sobre el tema (y eso que faltaba por estrenar La lista de Schindler). Aguirre se puso pálido y temblaba de la rabia y me dijo cínico y me puso a escoger entre irse él o irme yo. Me fui y no volví a su clase, de puro orgullo, cosa que lamento porque me perdí su conversación encantadora y sabia. Después nos hicimos un poco más amigos y he disfrutado de su compañía y de sus ideas, aún dominadas por la rebeldía juvenil.
Después de que fue un jurista precoz (juez a los veinte años, magistrado a los treinta), hizo votos de pobreza al escoger su destino como periodista y librero. Me encantaba oír su programa radial sobre cine, obviamente en una emisora universitaria y trabajando gratis, donde alguna vez le escuché su decálogo para ver buen cine: No ver películas mudas ni musicales ni colombianas ni de Hollywood ni cine arte… Es, intuyo, un anarquista apacible, capaz de salir de un cine club rajando de alguna película “comprometida” y, sin embargo, emocionarse enseguida viendo a un mimo pobre (perdonen el pleonasmo, diría él) en el parque Bolívar y catalogarlo como una puesta en escena magistral.
la cárcel por peludos y nadaístas o animándolos en su lucha, como cuando apoyó a los habitantes de El Peñol enfrentados a la desaparición de su pueblo anegado por una represa. Para mí Alberto Aguirre es un modelo de decencia personal y honradez intelectual, y uno de los espíritus libres más entrañables de nuestra Alma Máter… Y me siento orgulloso de haber sido su discípulo, aunque defenestrado del salón. Con mis amigos hacíamos bromas sobre su manera un poco añeja de escribir sus columnas periodísticas, con palabras rebuscadas, aunque precisas, y yo inventé y le atribuí esta definición: “La sustracción es una operación matemática en la cual un inerme minuendo es despojado en forma proterva por un aciago sustraendo. De esta inicua operación, trasunto prístino del despojo, resulta la diferencia… En suma: una resta”.
Aguirre pertenece ya a la estirpe de los anti-paisas, como su compadre Fernando González… Pero no porque reniegue de su pueblo antioqueño (al que sin duda ama y del que nunca ha querido apartarse salvo por sus viajes de placer, o displacer, como la vez que soportó el exilio por simpatizar con el respeto a la vida), si no porque detesta el alma de cacharreros de los dirigentes de su tierra, que tumban un teatro para montar una bodega. Aunque nunca se metió a la política de bando, Aguirre siempre ha estado en la orilla de los débiles: sacándolos de Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Carlos Mario Gallego
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casa era adentro del palacio donde hoy son las oficinas. Ahí no solamente tenía de opción a la música, sino la escultura, la pintura, el teatro. Las visitas eran Débora Arango, Rafael Sáenz, Lola Flores, Lucho Bermúdez. Fui muy privilegiada”, suspira la señora una tarde de enero. Año 2011.
Teresita GÓMEZ
Célebre pianista, maestra de la música, excepcional oído, se lee sobre ella en revistas de hoy y periódicos amarillentos que desde su “descubrimiento” no paran de registrarla. Niña negra, virtuosa intérprete de los clásicos. “Chopin era amiguísimo mío desde pequeña. Podía sentirlo”, recuerda la mujer. Era una rareza, y la misma Teresita lo vivió y sufrió. No lo creían los editores de los cincuenta, cuando la pequeña hacía sus primeros conciertos en la cuna de su vida: el Palacio de Bellas Artes, donde vivir, dice, era una fiesta. Con sorpresa y fe sí advirtieron su talento Martha Agudelo, su primera maestra, María Penella, otra gran profesora, y sus padres adoptivos, celadores de Bellas Artes que la recibieron apenas siendo una bebita. “Tuve esa suerte. Me crié en un ambiente absolutamente artístico y musical. Mi
Quién es, cómo empezó, cómo llegó a ser la más destacada pianista antioqueña y quizá colombiana es la conversación del momento. “Dije que quería estudiar piano cuando tenía tres años y medio. Por supuesto no me pararon bolas. Yo insistí. Todo ese año que no me dejaron me entraba donde la profesora a mirar. Aprendí en silencio. Tenía cuatro años y medio cuando ella me oyó dando mis primeros pinitos, solita, y se asustó mucho de verme que tocaba alguna cosita de oído. Entonces, me dieron una beca en Bellas Artes que duró hasta que me fui a Bogotá”, relata. Con paciencia y ternura, repite las respuestas a las preguntas de siempre. A la Universidad de Antioquia le declara su amor, pues es allí donde es una “docente feliz” desde hace 16 años, donde conoció a su maestro Harold Martina, y donde se graduó como concertista y profesora de Piano, Summa Cum Laude. Antes, en la Universidad Nacional de Bogotá, había estudiado con otros grandes: Tatiana Goncharova e Hilde Adler. A la lista se suman Jaime León, Bárbara Hesse, Jacob Lateiner y Klauss Besslau. Ni hablar de los conciertos que ha ofrecido como solista, las interpretaciones con grandes orquestas o la formación de alumnos que hoy triunfan en el extranjero.
Esta tarde de enero su cocina huele a té; por el patio entra una luz blanca que pega directo a sus fotos mejor conservadas: viste traje azul hasta la rodilla y está sentada frente al piano. Tendría siete años. El pelo le abundaba y formaba un bello afro que hace ya un tiempo extrañamos. Hoy la vemos delgada, rapada la cabeza, usando trajes negros, grises y vinotinto; el blanco también le queda. Le hace juego a unos coloridos aderezos que, mientras hierve el agua en la cocina, se orean bajo el sol de este valle que la vio nacer. Aquí regresó tras su paso como agregada cultural en Alemania porque “quería aportar algo de todo lo que me han dado, y me fui quedando y me quedé”. Teresita es una convencida, además, de que “en los momentos críticos de una ciudad el arte sale adelante. Creo en la transformación por el arte — explica, alzando la voz—, y lo digo por mí. ¡A mí me hizo la música! Cómo te va depurando, cómo te va sensibilizando, es algo grandioso. La música es como un cincel”. La imagino en concierto; cobra vida Liszt. Imagino sus dedos fuertes descargados sobre el piano, cerrados los ojos, meneándose pelada la cabeza, su memoria navegando en escenas del pasado, unas lágrimas que se gestan en lo hondo de su alma y ese aplauso atronador que ata su vida y sus sueños de seguir trabajando lúcida y coherente.
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Catalina Vásquez Guzmán
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Carlos Mario GALLEGO ARANGO “Mico”, “Mario Chorlito”, “Tola”. Caricaturista, dibujante, retratista, comediante, humorista, empresario, trabajador independiente, comunicador social - periodista. Son algunos de los sobrenombres y todos los oficios de Carlos Mario Gallego Arango, un artista que ha sabido vivir de su arte. Dibujando bellos mamarrachos y disfrazándose de viejita criticona, la que interpreta apenas con una pañoleta y una cartera, Carlos Mario ha hablado durante más de veinte años del acontecer colombiano. Lo ha hecho con originalidad y crudeza, pero sin destilar odio; al contrario, con un tinte de ternura en sus personajes. Hijo de doña Libia, quien le inspiró a “Tola”, y de don Carlos Enrique, quien le puso el sobrenombre de “Mico”, ingresó
como estudiante a la Universidad de Antioquia en 1978. “Siempre me alegro de haber ido a la universidad y haberme graduado. La universidad me cambió y puedo afirmar que a ella le debo que mi sentido del humor sea diferente al de otros humoristas”.
De Yolombó, la tierra natal, Carlos Mario saltó a Medellín, y de ésta emigró a Bogotá. La radio y la televisión lo llevaron a cambiar de ciudad para que el humor negro de Tola y Maruja pudiera debutar en programas periodísticos de canales nacionales.
En Tronquitos, tomando tinto y hablando bobadas, nacieron sus personajes y su carrera. Hacía caricaturas de sus compañeros y ellos lo animaron a mandar los dibujos al periódico El Mundo. Éste, además de aceptarlos, le dio trabajo como diseñador y lo convirtió en columnista al publicar un artículo de opinión que Carlos Mario escribió por ociosidad. Así Mico se abrió el camino para meter más adelante sus monos en El Espectador y en las revistas Cambio y Cromos, y obtener por ellos el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar.
Tan fiel como a ellas ha sido a su columna de El Espectador, “No nos consta”, a su caricatura semanal y a la creación, más dispendiosa, de obras de teatro con Frivolidad. Para mantener la marca y el concepto, Carlos Mario sigue ingeniándose cosas, como por ejemplo el café Tola y Maruja. De hecho, la invención y sostenimiento de estos personajes es la más admirable de sus realizaciones. En ello han sido esenciales su paciencia, su actitud entre pragmática e idealista, su laboriosidad, a pesar del deseo de haraganear, y su peculiar sentido del humor, a través del cual une todo lo que hace.
El dúo Tola y Maruja, quizá el más conocido de la caricatura colombiana, también se gestó en la cafetería universitaria. “Por mamar gallo, hablábamos como dos señoras para hacer reír a nuestros compañeros que gozaban y nos daban cuerda”. Las viejitas aparecieron en escena en 1990 dentro del grupo teatral Frivolidad, creado por Carlos Mario y varios amigos, y con el cual retomaron el nombre de una revista de humor que tuvieron en los años ochenta pero murió en el quinto ejemplar. Compartiendo un paraguas, Tola y Maruja salían al final de la obra para cerrarla con una conversación tan ingeniosa como desenfadada. En el Alma Máter, Carlos Mario también pasó por la docencia, experiencia que le enseñó “que no sirvo para eso”, por lo cual tuvo que renunciar a “lo amañadora que es la universidad”.
Héroe anónimo no es, pues ha tocado la fama. Espíritu libre sí, en cuanto ha podido burlarse de manera fulminante de la sociedad colombiana y en la medida en que, como él lo dice, “no me ato a ninguna religión, ideología ni empleo… pero soy casado”. La suya ha sido una vida luchada y exitosa, con amigos que le han secundado sus ocurrencias, con una familia estable, esposa e hijos, y con metas tan cumplidas que, a los 51 años, a pesar de su timidez, “que es una manera del orgullo”, puede decir “cuando niño quería ser payaso… y lo he logrado”.
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Lucía Victoria Torres
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reportera en el periódico El Mundo y en La Hoja de Medellín, eligió a los “otros” como protagonistas de sus historias.
Patricia NIETO NIETO Unas botas ‘machita’ y una libreta de apuntes — parafraseando el libro de A. Chéjov donde narra su viaje y su estancia en la Siberia de los desterrados políticos a finales del siglo XIX— es lo único imprescindible para Patricia a la hora de hacer trabajo de campo. Pueden ser viajes cercanos a las comunas de Medellín donde malviven los “destierrados”, o a lejanos municipios antioqueños y de otras regiones olvidadas del país; esos “paraísos perdidos” habitados por víctimas de la violencia que no han podido huir. En los talleres que ha venido realizando con apoyo de la Alcaldía de Medellín durante los últimos años está la mirada sensible de una periodista que desde sus épocas de
Y de vuelta a la academia, a su querida Alma Máter, donde hizo el pregrado en Comunicación Social y Periodismo y la maestría en Ciencias Políticas —de la que se graduó con una tesis meritoria sobre el desplazamiento armado en Colombia (1998)—, Patricia ingresó al Instituto de Estudios Políticos y con la inspiradora guía de María Teresa Uribe siguió ocupándose de las víctimas del conflicto armado como objeto de estudio. Asimismo, ha guiado a sus estudiantes para que desde géneros como la crónica y el reportaje exploren esas historias dramáticas, sin añadirles drama, sin faltar a la verdad, sin faltarles compasión. Tal es su compromiso de narrar el conflicto que podría ser la reencarnación de otra periodista sonsoneña, María Martínez de Nisser (1812-1876), la primera mujer colombiana que publicó un libro de memorias sobre la guerra civil en la provincia de Antioquia. Como su marido, el ingeniero sueco Pedro Nisser, cayó prisionero en la Revolución de los Supremos (1841), ella decidió infiltrarse como soldado del Ejército constitucional para rescatarlo. Sin alinearse con ningún bando, solo con el de los desarmados, Patricia comenzó a escribir sobre este conflicto interminable, y en su libro Llanto en el paraíso. Crónicas de la guerra en Colombia (2009), Premio Nacional de Cultura de la Universidad de Antioquia, recoge las voces de esas víctimas invisibles, principalmente mujeres, con la fuerza de la denuncia. Y es que desde 1992, esta aguda observadora
y documentalista de la realidad colombiana no ha dejado de recibir premios y nominaciones por su trabajo periodístico. Ese año recibió el Premio Latinoamericano de Periodismo José Martí, otorgado por la Agencia de Prensa Latina, y en 1996 fue Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar. Tampoco ha cesado su prolífica producción. En 1998 publicó El sudor de tu frente: Historias de trabajadores, un libro de perfiles de trabajadores (donde alternaba a los “topos” que construyeron los túneles del Metro y a la modelo Natalia París, que también sudaba la gota), y los tres tomos de los talleres realizados con víctimas, bajo el auspicio de la Alcaldía de Medellín: Jamás olvidaré tu nombre (2006), El cielo no me abandona (2007) y Donde pisé aún crece la hierba (2010), entre otras antologías. Libros que, como dice ella, “duelen, arden y molestan”. Pero la sencillez de la “profe” Patricia es a prueba de balas, de premios y reconocimientos. Sigue siendo la maestra querida por sus estudiantes, la colega solidaria y la amiga leal. Además, la coleccionista de lápices y libretas de apuntes de todos los tamaños y colores, y de la mejor literatura periodística, multiplicada en los últimos años de doctorado en Comunicación en la Universidad de La Plata, Argentina, con una tesis sobre el relato autobiográfico y el poder de la memoria. Y es que así como su clóset está lleno de prendas blancas, a Patricia Nieto la seducen las páginas y las pantallas en blanco para llenarlas de testimonios y fijarlas con su escritura, arma infalible de paz.
Fotografía: Natalia Botero / Perfil: Maryluz Vallejo M.
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muchos que luego se hicieron grandes poetas, y el premio ha consagrado a no pocos autores de gran nivel.
Gustavo Adolfo GARCÉS ESCOBAR
Habrá en este libro, sin duda, varios poetas. Varios egresados que, a pesar de sus profesiones que nada tienen que ver con la poesía, son poetas. Y Gustavo Adolfo Garcés, abogado de la Universidad de Antioquia, es uno de ellos. Particularmente, me cuesta asociarlo con su trabajo de abogado, aunque sé que ejerce hace muchos años esa profesión en la Procuraduría General de la Nación en Bogotá. Para quienes lo conocemos de vieja data, su nombre está ligado, “estampillado”, al Premio Nacional de Poesía de la Universidad de Antioquia. Fue él quien lo comenzó, al lado de Elena Correa, en 1979. Y lo hicieron por medio de la revista Gaceta, que también habían fundado ese mismo año. Los dos —premio y revista— son imprescindibles en la historia de la poesía en Colombia. En la revista comenzaron
Pero Garcés es poeta, sobre todo. Después de su paso por la universidad ha publicado Libro de poemas en 1987, Breves días en 1992, Pequeño reino en 1998, Espacios en blanco en el 2000 y Libreta de apuntes en el 2006. En 1992 ganó el Premio Nacional de Poesía de Colcultura. Y en el 2009 la Procuraduría Delegada para la Prevención en Materia de Derechos Humanos y Asuntos Étnicos publicó El taller de la llama, un bello texto donde Gustavo Adolfo, asesor, muestra su experiencia de tallerista de poesía en esa institución: viajó por el país ofreciéndoles a sus compañeros de trabajo la poesía (de Colombia y del mundo) como herramienta de conocimiento y como vehículo sensibilizador y humanizante; a ellos, que investigan masacres y crímenes atroces casi diariamente.
Como este, que se llama Amanece: ¡Ah! Esta certeza feliz y solitaria de que el primer pensamiento fue tu rostro.
Entonces Gustavo Adolfo Garcés es un poeta “extraviado” en los afanes de oficinas, folios y trámites de abogado de una gigantesca institución. Por suerte lo tienen a él. Su poesía ríe, es fresca como un golpe de viento, es breve como los primeros dientes de un niño. Y en casi todos sus poemas caben sus amigos y los integrantes de su familia. Es decir que su poesía es lo contrario de la aburrición y de los poemas al Libertador o a la muerte.
Fotografía: Jairo Ruíz Sanabria / Perfil: Luis Germán Sierra J.
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Gilberto MARTÍNEZ ARANGO He aquí un corazón de hierro sostenido entre las manos de su dueño, un cardiólogo que busca el mito del amor alojado en el corazón. Gilberto Martínez ama todo lo que hace y sólo hace lo que ama, en su vida no existen yugos y su única ambición es el conocimiento, palpitar incesante en el pecho de un hombre que ha vivido tres vidas y no le han alcanzando para lograr su mayor ideal: comprender la condición humana. Su primera vida fue de nadador. Y, aunque parezca mentira, batió un récord nacional amarrado a un palo de guayaba. En los años cincuenta nadaba desde las cinco de la mañana en la piscina del Club Junín, de donde los borrachos lo sacaban por
la bulla de sus brazadas. Su padre consiguió una finca con una alberca de dos metros a la que echaba sombra un árbol de guayaba. Gilberto amarraba al tronco un lazo, éste a una correa ceñida a su cintura y empezaba a nadar, tratando de halar el árbol, durante cuatro o cinco horas todos los días. Entrenado así, fue campeón en 1951 de los III Juegos Bolivarianos realizados en Venezuela. Se hizo a más de diez medallas de oro en competiciones nacionales e internacionales y batió cinco récords nacionales y uno suramericano. Fueron diez años de deporte mientras estudiaba para su segunda vida, la de cardiólogo dedicado exclusivamente a enseñar. Cirujano, especializado en medicina interna de la Universidad de Antioquia, viajó a México en 1962 para estudiar teatro y cardiología, rama de la medicina en la que también se especializó en California, Nueva Orleáns y, finalmente, Brasil en 1972. Regresó a Colombia, siendo cardiólogo experto y montó un consultorio que cerró a los dos meses porque nunca fue capaz de cobrarle a nadie; por eso, el primer cardiólogo especializado que hubo en Medellín se dedicó a enseñar en la Universidad de Antioquia. El privilegio, como él dice, fue haber sido durante cincuenta años el mejor profesor de medicina interna en cardiología. Se inventó una manera especial de enseñar, hacía los ruidos del corazón con un micrófono y la característica de un soplo era un lento: raa papa, raa papa, raa papa, así los estudiantes aprendían más fácilmente.
desde los ocho años en la biblioteca de su abuelo donde leía novelas, cuentos, la revista Vanidades y las truculentas historias de Corín Tellado, pues de todo se aprende y toda manifestación humana es digna de respeto, como él dice. La lectura es una pasión y el teatro se le convirtió en una necesidad. Se inició en 1956 con el grupo teatral El Duende, fue fundador de la Escuela Municipal de Teatro y de la Corporación Teatro Libre; ha sido profesor de teatro y ha recibido varios reconocimientos, entre ellos el de la Escuela Popular de Arte a Gilberto Martínez por sustentación social de valores teatrales, en 1982. La natación le sirvió para tener capacidad mental, el teatro para expresar su opinión y, al final, la medicina le dio el dinero necesario para hacer el teatro que quería. No cree en la voluntad, para él sólo existe la necesidad de ser lo que quiere ser. Su ideal es un teatro político, no uno comercial; es así como La Casa del Teatro y Biblioteca Gilberto Martínez es un espacio donde el ser humano se puede confrontar consigo mismo, donde el arte es personal, se enfrentan actor y espectador, y donde la calidez humana de este profesional se transmite a través de la imaginación, capada, como él dice, por el alienismo moderno donde todo es vacío e impersonal, donde hay poco espacio para personas como Gilberto, un espíritu libre que no cree en los héroes: “son de barro, se derrumban y no existen, el ser humano se inventa cosas y ahora, a los 76 años, soy un agnóstico tremendo”.
Su clase de medicina era teatro puro, la otra vida que nació Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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que nadie se percata de ellas, pero ahí es donde nace su arte, en lo habitual y en lo pasivo de su propio ser.
Rubén Darío LOTERO CONTRERAS “A veces me canso de mi piel asoleada y del día y quisiera adelantar la noche habitando mi sombra”,1 escribe el poeta, como añorando un momento de interioridad entre la turba de las calles. Hay instantes en que disfruta la soledad, entonces se hace a un lado y junto a él pasan la vida, la gente, el tiempo… Como imágenes serpenteando a ritmo lento, incitándolo a jugar con las palabras para crear el verso. En ese estado me parece percibirlo cuando lo encuentro en los alrededores de la multitud, con su chaqueta colgada del brazo izquierdo y con la mano derecha junto a la barbilla, fijando la mirada en algún lugar entre la muchedumbre, aunque a veces no descubro lo que mira. Quizá observa cosas tan simples 1 Lotero, Rubén Darío. Camino a casa. Colección Autores Antioqueños. Medellín. 2003.
Espíritu sereno, escribiendo a medida que surgen las ideas, encapsuladas en instantes porque su poesía es más de momentos que de muchas palabras. “En ese sentido es algo muy cambiante. Hay periodos en los que el trabajo se roba los versos, no los ve uno, no se le aparecen. Pero más o menos así he escrito y he publicado libros de poesía”, explica Rubén Darío, a quien la poesía lo acompaña desde que empezó escribiendo frases, expresando sensaciones, en una especie de diario de lo cotidiano. Atraído por las letras y la lectura desde el colegio, estudió Licenciatura en Español y Literatura en la Universidad de Antioquia, donde también hizo una maestría en Docencia e Investigación sobre la pedagogía en Colombia. Luego recibió una beca en España para especializarse en lengua y literatura española. En el paso por la universidad, hubo una serie de educadores que le aportaron mucho, como Elkin Restrepo, Hernán Botero, Óscar Castro e Iván Hernández, que no sólo eran profesores, eran literatos. Él mismo llegó a ser ambas cosas y hoy día anima a los estudiantes para que escriban crónicas de sus vidas, del oficio de sus padres o la vida de sus abuelos, pues siente gran atracción por ese género periodístico y, a través de éste, promueve la escritura en los jóvenes.
primeros versos. En 1990 ganó tres concursos de poesía y en 1991 con el libro Poemas para leer en el bus, ganó el Decimo Concurso Nacional de Poesía de la Universidad de Antioquia. Luego escribió Historias de la calle (crónicas) y Camino a casa; tal vez este último estuvo inspirado en el regreso a la que fuera la casa de su infancia, la de su madre, que compró cuando ella murió. De vuelta por ese sendero, disfruta observando los lugares de la niñez, parado al lado de la existencia como yo lo he visto, reafirmando que en la vida ha querido observar el mundo, “ver qué es esto, entender a las personas, saber si cada uno tiene su valor como lo tiene uno y apreciar las cosas bonitas que tiene la vida; ese sentido estético en un momento determinado. Es muy sencillo, son imágenes, estar ahí para ver ese momento, que puede ser un instante pero lo redime a uno de la vida, lo vuelve humano. Es otra cosa completamente distinta a la que está viviendo uno”. Y cuando me acerco a él, vuelve de esa abstracción en la que parece vivir, con una sonrisa, con palabras lentas y pausadas, como si su alma suspirara entre cada frase.
De su juventud y sus poemas, recuerda una revista de la universidad, llamada Gaceta, donde aparecieron sus Fotografía: Julián Roldán / Perfil: Yhobán Camilo Hernández
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