EL PRÍNCIPE Y EL MENDIGO

EL PRÍNCIPE Y EL MENDIGO (Fic de Shugaresugaru) Capítulo 2: Primeros años — ¡Bill! Tesoro despierta ya— Bill arrugó los ojos, mientras emitía un bajo

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TEMA: LA HISTORIA DEL HOMBRE RICO Y DEL MENDIGO LAZARO. TEXTO: Lucas 16:19-31
“EL 2013 EL AÑO DE COMPASION – CADA UNO GANA UNO” Servicio de DOCTRINA Y ENSEÑANZA Fecha: 10 de FEBRERO de 2013 _____________________________________

El género, el agua y el saneamiento
A s u n t o s e c o n ó m i c o s y Estudios monográficos sobre las prácticas más idóneas asdf Naciones Unidas s o c i a l e s El género, el agu

Story Transcript

EL PRÍNCIPE Y EL MENDIGO (Fic de Shugaresugaru) Capítulo 2: Primeros años — ¡Bill! Tesoro despierta ya— Bill arrugó los ojos, mientras emitía un bajo gemido que se ahogó en su delgada almohada. —Mmm no mamá, sólo cinco minutos más— rogó con la voz pastosa por el sueño. —De eso nada joven, levántate ya— repitió con voz dulce pero firme —debes estudiar la lección y desayunar. Bill sonrió en silencio admitiendo la derrota. Nunca podía resistirse al llamado de su madre. Como a todos los niños pequeños de ocho años, no le gustaba para nada estudiar pero lo hacía y aprendía bien y quizá demasiado rápido. Se hallaba sentado sobre su cama cuando su madre llegó hasta él. —Oh cariño, lamento levantarte tan temprano— le dijo mientras lo abrazaba. —No importa mamá— respondió mientras se acurrucaba más cerca de ella y empezaba a dormitar. Al percatarse de ello, Constanza lo envolvió en sus brazos y lo arrulló exactamente igual que cuando había llegado con él a casa siendo tan solo un bebé. —Quiero volver a dormir— canturreó Bill, sonriendo feliz y sintiéndose completo. —Pero tienes deberes cariño, ahora aséate y te espero abajo— dijo Constanza colocándolo en su cama y después de darle un beso en la blanca frente y alisar su larga melena negra hacia atrás, salió sonriente de la pequeña habitación de Bill. Bill la siguió con una mirada de adoración hasta que se quedó solo en su sencilla habitación. Miro hacia las paredes y suspiró mientras se levantaba. Su desvencijada cama de madera crujió pero él la ignoro. Estaba acostumbrado. Se acercó a su ropero y sacó sus gastados pantalones negros, y una camiseta negra de jornalero que su madre había ajustado para que entallara su esbelta figura. Le gustaba ir descalzo, y aunque no le gustara debía hacerlo, porque no tenía zapatos. Constanza ya tenía la mesa del desayuno lista para su retoño: había un tazón con una ínfima porción de avena con leche, una manzana y un panecillo con azúcar, el azúcar le encantaba a Bill.

Al lado del humeante plato de avena descansaban los libros para la lección del día, que trataba de historia y economía. Bill bajó las delgadas escaleras dando saltos ligeros y se sentó a devorar su desayuno mientras miraba atentamente a su madre. El corazón de Constanza se entristeció al mirarle, ella habría querido alimentar a su hijo mejor, carnes, aves y comida más variada y suculenta, pero no podía permitirse esos lujos, con su paga del palacio apenas podía mantener más o menos alimentado a Bill y a ella y pagar los elevadísimos impuestos, no le sobraba para nada más. — ¿Por qué tengo que estudiar todo eso mamá? — se quejó el niño mientras le daba un mordisco tremendo a la manzana. —Ya te dije cielo, sólo el estudio puede hacerte un hombre importante— y le dedicó una sonrisa radiante y cargada de orgullo a su perfecto niño pelinegro, pero Bill no lo entendió, ellos solo eran gente del pueblo, sabía que era alguien que solo podía aspirar a trabajar durante toda su vida así que no entendía porque su madre se empeñaba tanto en hacerlo estudiar. Por su parte Constanza aun trabajaba en el palacio real, aunque ya no desempeñaba funciones de dama de compañía de la reina. Desde que el príncipe heredero había comenzado a hablar la habían asignado como una de sus institutrices y conforme aprendía una lección, Constanza tomaba prestados los libros y los llevaba a su casa para educar a Bill, quien devoraba las lecturas y aprendía a la par de su hermano real, incluso se podría decir que estaba una o dos semanas más adelantado, pues el pequeño principito desperdiciaba la mitad del tiempo de sus lecciones haciendo pataletas y berrinches por todo. —Hoy leerás tres capítulos cariño— dijo, marcando las páginas que Bill debía leer —y después puedes terminar con el capítulo de historia que dejaste inconcluso ayer y hacer los resúmenes, por la noche cuando regrese lo repasaremos juntos. —Si mamá… ¿puedo salir a jugar con Geo cuando termine? —Está bien, pero ya sabes, nada de acercarte a los caminos principales y ten mucho cuidado con los hombres de la taberna, tampoco te acerques mucho ahí— recomendó ella, aunque sabía que su niño era obediente y que sus correrías eran tranquilas y casi siempre regresaba temprano— ahora he de irme, corazón. —…mamá, ¿podre algún día acompaña…? —De ninguna manera— ella lo interrumpió y Bill meneó su avena con la cuchara en actitud malhumorada— no vendrás nunca al palacio, ya lo hemos hablado miles de veces

Bill y la respuesta es no, iras cuando sea el momento en el que tengas que ir— y dio por terminada la conversación, besó al niño en la frente y salió de la casa rumbo al castillo para continuar con su vida paralela de institutriz real, dejando su corazón atrás con su príncipe personal. Después de leer los tres capítulos ordenados por su madre, otros tres más y terminar el libro de historia con sus respectivos resúmenes haciendo énfasis en lo más destacado de las lecturas, Bill vagabundeó por su diminuto hogar haciendo pucheros. Desde que tenía memoria había querido conocer el palacio y ese ambiente tan lujoso y bonito en donde trabajaba su madre; su amigo Geo, que era un par de años mayor, le había contado de su primera y única visita cuando acompañó a su padre a entregar un cargamento de algodón. El castaño le había dicho que en el castillo abundaba la luz, el pasto era pequeño, muy verde y suave y muchas flores crecían en él, le dijo también que las torres blancas eran gigantescas y se servían miles de pastelillos dulces adornados con cerezas cristalizadas y había caballos, muchos perros y un príncipe, pero su madre siempre se había negado rotundamente siquiera a acercarlo ahí y eso Bill no lo entendía, pero no cuestionaba las decisiones de su madre. Tenía la certeza de que ella lo amaba y procuraba solo lo mejor para él y eso le bastaba, aunque en su alma persistía la añoranza y la curiosidad por ese ambiente místico; había un extraño llamado que surgía en lo más profundo de su corazón, que le indicaba que debía ir ahí, aunque después se convencía y se regañaba a sí mismo de que jamás encajaría en ese lugar un pobre mendigo como él. Un golpe en la puerta lo sacó de su ensimismamiento y se apresuró a abrir. En el umbral estaba parado un desaliñado chiquillo sonriente, con alegres ojos color verde esmeralda y cabello castaño, su mejor amigo, su hermano, Geo. —Hola renacuajito, es hora de irnos, ya terminaste de estudiar espero. — lo molestó Georg, aunque el mayor si se tomaba muy enserio los estudios de Bill, y lo presionaba tanto o más que su madre. —No soy un renacuajito y si terminé ya— dijo Bill irritado y después sonrió —el último es cabeza de algodón —y salió disparado después de cerrar la puerta, rumbo al mar. &

—Por favor Alteza, tiene que comer— rogaba la niñera real, una dulce joven de brillante cabello rubio. — ¡No! No quiero— fue el grito de respuesta del caprichoso príncipe. —Pero si no come, no tendrá la fuerza suficiente para ser un rey. —Yo ya soy el rey y no quiero esa asquerosa comida, puedes tirarla o dársela a los perros. — gritó y de un manotazo envió el plato lleno de pato asado y pudin de manzanas doradas a la alfombra. No había caso, el príncipe era un pequeño engreído, lleno de soberbia y envidia y nada se podía hacer por él. Su abuela Lucila lo consentía en todo y jamás era reprendido por nadie, salvo por su madre, que ahora era la reina, pero estaba siempre tan ocupada con su padre en sus deberes reales, que casi nunca la veía. El príncipe había estrenado más niñeras que coronas en toda su vida, siempre por alguna razón insignificante eran echadas de palacio o decapitadas; el chiquillo solo respetaba a Constanza, y además sentía algo de cariño por ella y por su actitud tan maternal, pero tampoco ella podía controlarlo y no lo intentaba. —Por favor, llévense la bandeja de aquí— pidió su niñera con voz cansada. —Quiero golosinas— demando el niño, impaciente. La niñera suspiró y mandó a traer los pasteles favoritos del príncipe, de frambuesas con vainilla y en cuanto llegaron solo tomó uno, y se dedicó a juguetear con el pastelillo, del que iba arrancando pequeños trozos de frambuesa que se metía a la boca sin el más mínimo entusiasmo. Constanza miraba sin ver la bandeja cargada de pasteles multicolores, “lo que daría mi precioso Bill por un pastelillo de estos” pensó con amargura y desvió la mirada, pero era tarde, el príncipe la había descubierto. Constanza observó con mucha atención al príncipe. El niño se había levantado y se acercaba a ella con la bandeja en las manos, se sonrojó escandalosamente y puso la bandeja de plata en su regazo. —Si tienes hambre quédatelos, yo ya no los quiero— dijo en un inusitado acto de bondad y salió corriendo del salón, dejando a una enternecida institutriz y una niñera boquiabierta. Bill estaría muy feliz aquella noche con la cena. Tom cruzó a toda velocidad los pisos pulidos a conciencia hasta parecer espejos del gran salón principal y se acercó sin preámbulos a la gran silla de oro ornamentada con ángeles y demonios que tanto le asustaban, y donde le encantaba descansar a su abuela.

La ex reina se encontraba sentada cómodamente, con un gato gordo y peludo, con cara chata como de cerdo recostado en su regazo, y regañaba a sus escribas, con una voz lenta e insidiosa como un cáncer de garganta. Tom dejó escapar un ruidoso y prolongado suspiro que atrajo todas las miradas. —Tom, mi pequeño— bramó la abuela abriendo los brazos de manera teatral hacia su adorado nieto, quien no perdió oportunidad y se abrazó a ella, haciendo que el gato siseara molesto y saltara lejos— ya te echaba de menos mi príncipe— dijo con voz chillona y emocionada mientras despachaba a todo el personal con una mirada de desprecio. Todas las almas del palacio sabían que la ex reina era una aficionada a mandar personas a la guillotina, y que lo hacía con más entusiasmo si sabía de alguien que pudiese incomodar al pequeño príncipe. Tom parpadeó hacia ella un par de veces, dejándola aturdida con aquella mirada suya de avellana tan penetrante. —Estoy aburrido abuela. — ¿Has concluido tus lecciones por hoy? —Si —mintió — ¿Entonces porque no vas a jugar por ahí? —No quiero jugar… solo. —Bueno querido, ¿qué me dices del hijo del consejero de tu padre? Se llevan bien —Gustav… si pero no quiero jugar con él, es tonto y gordo. — ¿Y el príncipe Andreas? —Se fue hace dos días abuela— dijo Tom, poniendo los ojos en blanco ante la ignorancia de la anciana —él también tiene su castillo. —Ya veo, entonces ve a practicar tu tiro con arco o a cabalgar o a comer algo dulce, tienes miles de juguetes en tu sala de juegos, dile a tu niñera que te lleve de paseo por el arroyo, caza algunos peces, hay tanto que hacer cielo. —No, no y no— desechó el príncipe comenzando a impacientarse— no me interesa nada de eso. La reina suspiró y paso una mano arrugada por el cabello de ébano del príncipe. —Entonces que quieres, Thomas. —Quiero un hermano, un hermano para jugar todo el día. Al escuchar esto la reina hizo una mueca, como si algún parasito intestinal se hubiera materializado de repente en sus tripas.

— ¿Un hermano? — Preguntó disimulando muy bien —Si tuvieras un hermano habría problemas y quizá no llegarías a ser rey, y los hermanos tardan en crecer, ¿te gustaría que tu mama tuviese otro bebé? ¿Un bebé llorón que no aprenderá a jugar hasta dentro de muchos años, y que tal vez sea una niña? El niño lo pensó detenidamente, no sabía cómo resistirse, la abuela siempre conseguía enredarle la mente como se enredan las telarañas rotas. —No me gustaría una hermana bebé llorona— contestó al fin arrugando la nariz ante la visión de dejar de ser el centro de atención y pasar a segundo plano por culpa de vestidos, boberías y juguetes de color rosa. Él quería un hermano, un igual con el cual jugar y era claro que no lo tendría —iré a buscar a Gustav —de un salto se levantó del regazo de su abuela y salió corriendo hacia el jardín. La pálida anciana dejó entrever una sonrisa malévola y segundos después, continuó regañando a sus escribas. & Continuará &

Notas de Mizukychan: Oh, la abuela es una mujer muy manipuladora, se nota que todo lo que quiere lo consigue. Pobre Tom, no tiene con quien jugar, salvo los miles de juguetes (que no son de Toy Story, así que no sirven) Gracias preciosa por el cuento y ahora invito a todas las personas que leen, a dejar un comentario y un voto, para demostrar su interés. A medida que avancen los capis, los niños crecerán >_< Besitos y gracias por la visita

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