EL SIGNIFICADO DEL JARDÍN EN DOÑA DE GALDÓS

EL SIGNIFICADO DEL JARDÍN EN DOÑA DE GALDÓS PERFECTA, Discutir el significado del jardín en Doña Perfecta (1876), declararía un crítico cínico, es c
Author:  Hugo Navarro Ruiz

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EL SIGNIFICADO DEL JARDÍN EN DOÑA DE GALDÓS

PERFECTA,

Discutir el significado del jardín en Doña Perfecta (1876), declararía un crítico cínico, es cosa de poca monta: ¿qué hay de incitante, continuaría nuestro censor desdeñoso e hipotético, en un escenario de sabor romantizante, fofo y, en fin, cursi? Ojo, exclama el galdosista férvido, que no hay que exhibir tan descaradamente las supuestas flaquezas de nuestro San Benito primerizo aunque talentudo. ¿Quién conoce las intenciones estéticas de una personalidad tan enigmática como la de Benito Pérez Galdós? ¿Y no es preferible, en todo caso, evitar esa cuestión dificultosa de las intenciones del autor, ya que, como todo crítico respetable lo sabe, no podemos descifrarlas? Doblez inconfesa, de la crítica, me parece, el no admitir abiertamente que revelar las intenciones de un artista siempre ha sido nuestra profesión. Porque las interpretaciones nuestras desenmascaradas son la otra faz posible de la obra vislumbrada. Segregar un elemento en particular de un conjunto novelístico como el de Doña Perfecta es, sin duda, de valor discutible: pero verlo como parte constitutiva de una totalidad novelesca nos aproxima a lo que queda detrás de las palabras, a la visión que da forma a las intenciones de su creador. Parecida en extremo es esta novela temprana de Galdós al mundo visionario de Honoré de Balzac.1 Es mi intención examinar cómo el novelista español conjuga las disyuntivas de lo melodramático y lo poético para crear un universo balzaquiano ambiguo y misterioso cargado de tensiones dialécticas y de incertidumbres ontológicas. En Doña Perfecta se nos sugiere —y utilizo el término médico en un pleno sentido metafórico— una visión disléxica de la realidad, por la capacidad creadora galdosiana de percibir el pro y el contra, lo blanco y lo negro, la 1. V. Carlos Ollero, «Galdós y Balzac», ínsula, No. 82 (15 Oct. 1952), 9-10; Francisco C. Lacosta, « Galdós y Balzac», Cuadernos Hispanoamericanos, Nos. 22425 (1968), 345-74; y Juana Truel, «La huella de Eugénie Grandet en Doña Perfecta », Revista Sin Nombre, VII (1976-77), 105-15. Es bien sabido que los estudios sobre Doña Perfecta son cuantiosos como lo indican Sackett y Woodbridge en sus bibliografías galdosianas; Anales Galdosianos dedicó todo un volumen a la novela (XI, 1976).

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izquierda y la derecha, desde un punto de vista omnímodo y simultáneo, análogo al cuarto punto de vista de un dios inconsciente. El disléxico, al confrontarse con sus dificultades de lectura frustradas, se siente abrumado, perturbado por el caos tumultuoso de esa realidad totalizadora que reina en su ser interior. Todo escritor, todo artista de primera calidad es un disléxico que ha logrado dominar y controlar la confusión desordenada de su mente multicamera. En ninguna parte se ve mejor esa realidad engañosa como en el escenario de la huerta en Doña Perfecta. Mise en scéne arquetípica y microcósmica, no cabe duda. El jardín, como símbolo tradicional, ha representado muchas cosas para el hombre: el mundo en sí, la pureza, el alma, lo femenino, y ante todo, el paraíso.2 Tanto en plena época romántica como en el apogeo del género melodramático, el jardín constituyó el espacio ideal para una pareja de amantes, convencionalismo que también forma parte de Doña Perfecta. Quizá es por esa razón que no se ha fijado suficientemente la atención en el empleo de la huerta dentro de la estructura y la temática de la novela galdosiana.3 Sin embargo, es evidente, por ejemplo, que escenas dentro de la huerta situadas como lo están al comienzo y al final, sirven como recurso unificador en la novela. Es en la huerta donde tiene lugar el amorío entre Pepe Rey y Rosario; y es en la huerta donde encuentra la muerte el mismo Pepe Rey. En otras palabras, Galdós reúne la temática del amor y de la muerte mediante el escenario de la huerta. Más específicamente, es en un paseo de adelfas dentro del jardín donde se conocen los amantes y donde muere Pepe Rey. La huerta de Doña Perfecta posee, además, un significado más amplio dentro de la temática de la obra galdosiana. Pepe Rey, considerado como representante del liberalismo progresivo y laico de la España decimonónica, en un momento niega la existencia de lo que él categoriza como « fábula, llámese paganismo o idealismo cris2. Ad de Vries, Dictionary of Sytnbols and Imagery. 2a ed. rev. (Amsterdam/ London: North-Holknd Publishing Co., 1976), p. 208. 3. Hasta recientemente hubo pocos estudios sobre el escenario galdosiano. V. Richard A. Curry, « The Creation of Setting in Two Novéis of Pérez Galdós: Doña Perfecta and Misericordia», Ph. D. diss., University of Washington, 1971; William R. Risley, «Setting in the Galdós Novel, 1881-1885», Hispanic Review, XLVI (1978), 23-40; y R. López-Landy, El espacio novelesco en la obra de Galdós (Madrid, 1979), estudio que no he podido ver. Y John E. Varey nos ofrece observaciones atinadas en Pérez Galdós: Doña Perfecta (London: Grant and Cutler, 1971), pág. 72.

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tiano ». Ya « no hay Parnaso, no hay Olimpo »; no hay tampoco, claro está, Edén, siguiendo esta línea ideológica. Sin embargo, la huerta, tradicional e implícitamente, es un espacio paradisíaco. ¿Pero funciona en estos términos en la novela de Galdós? Sugeriría más bien que el escritor concibe este escenario desde una perspectiva fluida donde el jardín es paraíso y antiparaíso al mismo tiempo, donde el flujo y el reflujo cósmico de la realidad inestable juegan una dialéctica sutil de fuerzas contradictorias y enigmáticas en el destino individual de Pepe Rey, Rosario y Doña Perfecta. Amor y muerte, paraíso y antiparaíso, melodrama y poesía, se conjugan para desembocar en un espacio simultáneamente idealizado e ironizado, cuya contextura asumirá en su desenlace la oscuridad y la pasión de un sueño. Y será precisamente este Edén ironizado donde, en un punto culminante de doble ironía galdosiana, morirá el supuesto antiparadisíaco Pepe Rey. El motivo del jardín, que Pepe Rey verá por primera vez en el segundo capítulo, se anticipa por el nombramiento irónico del Cerrillo de los Lirios y Valdeflores, nomenclatura botánica que nos acostumbra a la presencia de flora hispaniae. « Palabras hermosas », observa el protagonista, « realidad prosaica y miserable. Los ciegos serían felices en este país, que para la lengua es paraíso y para los ojos infierno ».4 Esta agudeza cáustica del ingeniero en penetrar en la verdad de las cosas no se extiende, sin embargo, al jardín y casa de su tía Doña Perfecta. ¿Cómo ve por primera vez la huerta? Desde una distancia. Alzándose sobre los estribos y « alargando cuanto pudo la cabeza [Pepe] miró por encima de las bardas ». « Veo la huerta toda —indicó—. Allí, bajo aquellos árboles, está una mujer, una chiquilla..., una señorita ». Y luego: « Pero, si no me engaño, al lado de ella está un clérigo..., un señor sacerdote » (p. 47). El alejamiento físico del protagonista se adecúa perfectamente a la futura relación de Pepe con la huerta, Rosario y el señor Penitenciario. La distancia geográfica aquí nos demuestra en términos irónicos cuan lejos está en entender la verdadera realidad de las circunstancias, y cuan imposible conseguir la mano de Rosario, porque en el destino de Pepe se le privará de todo, excluyéndole de la sociedad, de la iglesia, del amor y finalmente, de la vida misma. Un rasgo más de la huerta se inserta en este vistazo inicial: la puertecilla que Doña Perfecta mandó tapiar, la 4. Benito Pérez Galdós, Doña Perfecta, ed. de Rodolfo Cardona (N.Y.: Dell Publishing Co., 1965), p. 38. De aquí en adelante se cita en el texto mismo.

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misma puerta condenada por la cual va a entrar el protagonista en los momentos culminantes de su vida. Primera impresión: un espacio lejano, inaccesible —y aun más grave— implícitamente prohibido. Se nota también que en el capítulo 4 Galdós refuerza las conexiones entre su héroe y el jardín, en su descripción del cuarto de Pepe Rey. Una ventana de su habitación, le explica Rosario, da a la huerta; la otra ventana, desde la cual se ve la catedral, da a la calle. «No abras las dos ventanas a un tiempo », la chica continúa, « porque las corrientes de aire son muy malas » (p. 58). El cuarto de Pepe participará de dos mundos distintos, separados por una barrera cuyos contornos hostiles todavía no son aparentes a los ojos del protagonista. Y esta insinuación de un choque tácito, de obstáculos no dichos, se desarrolla aun más en el capítulo siguiente, cuando el novelista establece otra relación concreta entre el jardín y un segmento más de la casa, el comedor; porque hay una puerta vidriera del comedor que comunica con la huerta. Los cristales de esta puerta constituyen un instrumento de contacto entre los dos espacios del jardín y comedor, pero al mismo tiempo obstaculizan y deforman ese contacto por su carácter de filtro ontológico. Cuando desde el jardín entra el señor Penitenciario en la habitación, por ejemplo, « los cristales de la puerta... se oscurecieron por la superposición de una larga opacidad negra » (p. 62). La «opacidad negra» del sacerdote connota una realidad no revelada, secreta y amenazadora. Este elemento misterioso y melodramático desemboca en lo grotesco durante el sueño alucinante de Rosario del capítulo 24. En su pesadilla, que en realidad encierra el empleo brillante de una mirada retrospectiva o flashback, nuestra heroína, situada en el jardín, se acerca a la puerta vidriera y mira « con cautela a cierta distancia ». Y sigue Galdós: « A la luz de la lámpara del comedor veía a su madre de espaldas. El Penitenciario estaba a la derecha, y su perfil se descomponía de un modo extraño; crecíale la nariz, asemejándose al pico de un ave inverosímil, y toda su figura se tornaba en una recortada sombra negra y espesa, con ángulos aquí y allí, irrisoria, escueta y delgada » (p. 205). Caballuco es un dragón, el tío Licurgo una figurita grotesca: todos, en fin, esperpénticos seres desprovistos de su perfil humano. No es accidental, me parece, que el relacionado capítulo anterior se llamara « Misterio » o que Rosario, por haber presenciado esta escena de 1034

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proporciones horripilantes, se sintiera aturdida y espantada, y precisamente sin poder explicarse por qué. La realidad resulta inestable, capaz de metamorfosearse en entidades ominosas y pesadillescas. Para Rosario, el episodio le proporciona un misterio más, el de su propia personalidad: « Yo no me conozco. ¿Soy yo misma, o es otra la que está en este sitio? » (p. 203). Sus temores psicológicos provienen de la relación oscurecida e incierta con su madre, del odio que ahora siente hacia ella, el único ser que quedó « de espaldas », sin manifestarse, en su pesadilla. La puerta vidriera, por lo tanto, nos ofrece una visión transformadora de la realidad. Y además, tanto como las ventanas del cuarto de Pepe, se nos muestra, en términos (meta)físicos, que en un universo múltiple hay que desenmarañar las conexiones, sean escondidas o no, entre sus varias partes. En especial, entre el jardín y el resto del espacio galdosiano en Doña Perfecta. La primera escena significativa que ocurre en el jardín se presenta en el capítulo 8; pero, antes en los capítulos 6 y 7, el novelista prepara, teleológica y metafísicamente, el terreno al intercalar un intercambio de puntos de vista conflictivos entre Pepe Rey y el señor Penitenciario mientras que están todavía en el comedor. Es aquí donde el ingeniero vehementemente niega la existencia de realidades trascendentes, ultraterrestres, en una palabra, la fábula, llámese parnaso o paraíso, en un monólogo elocuente y retórico (pp. 69-71). Casi inmediatamente después, sin embargo, Pepe desmiente sus palabras al murmurarle a Rosario: « No me hagas caso, primita. Digo estos disparates para sulfurar al señor canónigo » (p. 71). Y un poco más tarde, se dirige otra vez al canónigo, diciendo: « Seguro estoy de que mis verdaderas ideas y las de usted no están en desacuerdo » (p. 72, las letras bastardillas son mías). Pero, ¿cuáles son sus verdaderas ideas? ¿Es que realmente podemos descifrarlas? No. Se encierran aquí el misterio y la incertidumbre de la personalidad humana —y no es el único enigma mostrado en este episodio. El mismo Pepe Rey se da cuenta de que, « sin quererlo, se había metido en un laberinto » (p. 73). El protagonista se ha caído, sin saber cómo, en una maraña de desacuerdos no solo ideológicos sino idiosincráticos, porque las respuestas sarcásticas e hirientes del sacerdote nos prueban que, por una desavenencia fundamentalmente personal, él insiste en atormentar a Pepe Rey. En breve, la disputa, por su énfasis en polaridades trascendentes y antitrascendentes y por la subsecuente ambigüedad respecto a 1035

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ciertas dudosas creencias y misterios manifestados en esta escena, nos sitúa dentro de una geografía interna o inmanente, que lógica y estéticamente se convierte en una apropiada geografía externa en el capítulo 8— el jardín. El lugar es idílico, es decir, paradisíaco, ya que Pepe y Rosario se declaran enamorados durante su paseo por la huerta. « Apoyadas sus manos en las del joven, [Rosario] se levantó », escribe Galdós, « y sus cuerpos desaparecieron entre las frondosas ramas de un paseo de adelfas. Caía la tarde, y una dulce sombra se extendía por la parte baja de la huerta, mientras el último rayo del sol poniente coronaba de varios resplandores las cimas de los árboles. La ruidosa república de pajarillos armaba espantosa algarabía en las ramas superiores... Su charla parecía a veces recriminación y disputa, a veces burla y gracejo » (p. 82). Escena idealizada, quizá un tanto convencionalizada, de un amorío tierno y ya levemente melancólico, cuya serenidad se ve interrumpida, sin embargo, por los ruidos disonantes de los pájaros. Aun en Arcadia hay una no-Arcadia: las riñas de las aves paralelizan y casi parecen precipitar los conflictos humanos que van a estallar momentos después en el jardín. Disputas teológicas y científicas —¡qué burla galdosiana la de discutir la teoría del darwinismo en una huerta!— crean de una geografía edénica un espacio paradisíaco ironizado, es decir, ya antiparadisíaco. El lugar queda en un si es o no es indeterminado, circunscrito por fuerzas mutuamente hostiles y polarizadas. Tanto en esta escena como en la última que tiene lugar en la huerta, Galdós destaca la presencia de las adelfas, flor cuyo simbolismo tradicional de muerte enmascarada y amor engañoso debió haber conocido el novelista español. En Doña Perfecta se identifican las adelfas, primero, con los amantes y, al final, con la muerte violenta de Pepe Rey. Esas palabras de un tenso melodramatismo histérico fatalmente pronunciadas por Doña Perfecta —« ¡Hacia las adelfas!... ¡Vamos, hacia las adelfas!... » (p. 250)—, curiosamente, vibran de una extraña poesía. Rosario y su amante desaparecen en un paseo de adelfas: amor secreto, no exento de cierto sensualismo velado. Pepe Rey « va hacia las adelfas » (p. 249) para encontrar su fin predestinado. Poesía amarga y misteriosa. Las adelfas exhalan resonancias afectivas, de un simbolismo ambiguo entrelazando amor y muerte, poesía y melodrama. ¿De dónde vienen esas adelfas galdosianas? Una aparente digresión mía nos trae a la memoria adelfas malignas, excluidas por 1036

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lo tanto de las márgenes del río Genil en el poema de Pedro Espinosa (1605). « No hay », escribe el poeta en su « Fábula de Genil», « en mi margen silbadora caña/ni adelfa, mas violetas y amaranto ». El envidioso Galafrón en La Arcadia de Lope de Vega (1598) se queja de su destino, diciendo: «En este sitio triste coronándome/de adelfa ponzoñosa en vez de sándalo,/el sol me ha de hallar siempre lamentándome ». Covarrubias menciona « un soneto español, de buen autor, que empieza: 'De venenosa adelfa coronado' ». El Duque de Rivas, imitando el modelo de Pedro Espinosa, nos da una égloga llamada « Adelfa » (1819), en la cual ocurre la metamorfosis ovidiana de una zagala, quien perseguida por un amor a que no corresponde, se transforma « en esa flor hermosa que conserva / triste la faz, la condición esquiva ». De 1820 hay otro poema suyo, « A la adelfa », en el que don Ángel sigue utilizando el motivo de la flor como símbolo de « amor desdichado ». Al contrario, José Selgas, como Lope, vuelve al motivo de la envidia ponzoñosa en su poema, « La adelfa » (1849). « Por eso la triste adelfa », explica Selgas, « vive macilenta y sola, / y guarda amargo veneno / oculto en sus verdes hojas ». Antonio Grilo identifica la flor con la falsedad y la hermosura engañosa en « La adelfa y el laurel» (1869). Finalmente, sin haber agotado las posibilidades adélficas, no se puede dejar de mencionar el empleo del tema en la obra poética de Antonio y Manuel Machado. « Eres bonita y mala / como la adelfa », dice Manuel en la serie de poemas titulada Cante jondo (1912), «que da gusto a los ojos / pero envenena». También, los dos hermanos colaboran en un drama llamado Las adelfas (1928), en el cual la conjunción temática amor-muerte gira alrededor de una mujer frígida. Elaboración culta parece ser la obra dramática machadiana, de un cantarcillo anónimo que dice « a la hembra desamorada, a la delfa le sepa el agua ». Y en Apuntes para una geografía emotiva de España (1933), leemos estos versos obsesionantes de Antonio: « Lejos, por los espártales, / más allá de los olivos, / hacia las adelfas / y los tarayes del río, / con esta luna de la madrugada / ¡amazona gentil del campo frío! ». ¡Extraña vibración galdosiana, esa expresión de don Antonio de « hacia las adelfas »! En una frase sencilla pero cargada de matices sugerentes se nos revela la palabra misteriosa de la poesía, elemento que la crítica no ha destacado mucho en la obra de Galdós. El rasgo primario 1037

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de la imagen adélfica es su carácter engañoso, de múltiples intenciones. Aun físicamente, la adelfa puede defraudar porque la flor es muy parecida al rosal y la hoja al laurel. Los latinos y griegos la llamaron « rododaphne », de rosa y laurel; y adelfa es del hispanoárabe « dáfla », y éste de la palabra griega que significa laurel. Se dice que su miel produce locura. Pero como planta sagrada, se ha identificado con la Virgen María.5 Menciono este simbolismo tradicional por la interesante relación etimológica y emblemática entre la adelfa, el rosal y el rosario en Doña Perfecta. Un rosario, según Corominas, es un « conjunto de oraciones dedicado a la Virgen y terminado con la letanía, donde aparece repetidamente la comparación de la Virgen con una rosa ». Nuestra heroína galdosiana, que es de un temperamento angelical aunque inestable, se asocia entonces no sólo con el rosario mismo sino también de modo doblemente significativo con la adelfa, cuya miel venenosa, ya sabemos, trae locura. Y muerte inesperada. En ese sentido, las adelfas, tanto como el escenario mismo del jardín, insinúan verdades escondidas, misterios recónditos de un universo no siempre explicable. Indicativo de este mysterium tremendum es la escena en la que Pepe Rey, agitado por la hostilidad creciente, « se paseó de un ángulo a otro de la pieza. Después abrió la ventana que daba a la huerta, y... contempló la inmensa negrura de la noche. No se veía nada... La misma falta casi absoluta de claridad producía el efecto de un ilusorio movimiento en las masas de árboles, que se extendían al parecer, iban perezosamente y regresaban enroscándose, como el oleaje de un mar de sombras. Formidable flujo y reflujo, una lucha entre fuerzas no bien manifiestas agitaban la silenciosa esfera » (pp. 14243). Apropiadamente, el capítulo (16) se llama «Noche». Esta batalla de proporciones cósmicas y no bien entendidas es emblemática de la imaginación melodramática de don Benito. Como Balzac, Galdós es un visionario disléxico en Doña Perfecta: y es por eso que espacios ficticios como el jardín nos revelan una serie de relaciones ocultas e inciertas y tensiones dialécticas no resueltas del arcanum que constituye nuestro mundo. NOEL M. VALIS Universidad de Georgia, Atkens 5. Sebastián de Covarrubias, Tesoro de la lengua castellana o española (Barcelona: S. A. Horta, LE., 1943), p. 42; Juan Corominas, Diccionario crítico etimológico de la lengua castellana, I (Madrid: Gredos, 1954), p. 37; Ad de Vries, p. 349; T.F. Thiselton-Dyer, The Folk-Lore of Plañís (1889; Detroit, Michigan: Singing Tree Press, 1968), p. 249.

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