El sueño (y despeta) ameicano Una década prodigiosa. A. Borrasca

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El sueño (y despeta) ameicano Una década prodigiosa A. Borrasca

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VII Ocean closed

Ya ha empezado la tercera semana de desierto humano anegado por el zumbido de un enjambre de ingenieros y fuerzas de seguridad que no saben de festivos. El equipo, de nuevo reducido a James y Bárbara, se traslada primero al noreste de la ciudad. Allí las bombas han retirado una importante cantidad de agua, lo que ha permitido que reaparezcan otras que están siendo reparadas por un ejército de la construcción y así poder seguir drenando a mayor capacidad. Se encuentran con los trabajadores temporales y voluntarios que sin descanso cargan y descargan los aparejos necesarios para reparar los diques de contención que cedieron. Unos pickups se acercan a la orilla a encontrarse con lanchas que descargan personal y material para ellos indescifrables desde la distancia. Una vez hecho en una dirección se cargan otras bolsas de plástico blanco en las embarcaciones. Construyen a toda velocidad una carretera a lo largo de la calle 17 para parchear desde allí los muros. Bárbara empieza a preparar mentalmente un montaje sin narración que nunca existirá con la música de The Wall, de Pink Floyd. “Another brick in the wall” le martillea en el cerebro cuando los dos se encaraman a una pared de ladrillo erguida en una pequeña colina y descubren un baile de libélulas, helicópteros de carga Chinook. Dos enormes insectos de metal de los que cuelgan en cables de acero que levantan unos gigantescos bloques de hormigón y sacos con toneladas de arena para taponar los muros destruidos. Se cruzan, uno desciende y el otro sale fuera de la vista, tres coleópteros más aparecen en la distancia. Como Bob Geldof, Pink, se quedarán absortos sin poder despegarse, invadidos por la sensación de locura que observan y que debería manar de la televisión si tuvieran una cámara. Al ritmo al que van todavía pueden hacer falta meses tan solo para bloquear el agua y bombearla. Aún faltan semanas para empezar siquiera a retirar escombros y cadáveres. Quince días después el alcalde ha reconocido esa mañana en la La cueva del erizo

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radio que sólo se han recogido 400 cuerpos. Considera que 10.000 es una cifra sensata de víctimas mortales. En este delirio la sensatez se mide en cadáveres, piensa. “Is it anybody out there?”1, grita Pink.

Frustrados, callejean. Aparecen de nuevo por el barrio francés. Se acelera el paso alrededor. Varias personas tropiezan unas con otras en dirección a Canal Street, o eso parece. Varias armas salen de las cartucheras, la sensación de alarma se apodera de todos. Se oye un fuerte golpe y un disparo. Se miran desconcertados y sin decirse una palabra James y Bárbara siguen a unos miembros de la Guardia Nacional. Uno clava la rodilla en el suelo, saca uno rifle de un maletín, sin ninguna dificultad leen Remington. Se detienen, quizás no es muy buena idea seguirles. Un pelotón de uniformados con boinas rojas corre lateralmente, arrastrando la espalda por la fachada de los edificios de la acera de enfrente. “¿Y esos quienes son?”, pregunta James. Parecen miembros de algún comando especial de acción rápida. Golpean puertas y se hacen gestos con las manos buscando un francotirador. Entran por una que está abierta. Los militares despejan la calle y aparece un helicóptero volando demasiado bajo, levantando polvo, atronando los oídos. Los boinas rojas aparecen ahora en el ventanal del segundo piso y una columna de humo se eleva en el horizonte. Algo ha explotado en la parte de atrás de los edificios que tienen delante. Se meten en el interior de la madriguera para desaparecer definitivamente. Alcanzan a ver a miembros de la policía de frontera de California. Han sacado unos sprays. De nuevo la pintura naranja. Están pintando el suelo. Están repitiendo la tétrica cruz en el suelo frente a las puertas de los que se resisten a irse. Bárbara se da cuenta de que no hay un francotirador, no, están acosando a los residentes para forzarles a salir. Por eso las pintadas naranjas van en el suelo, no pueden pintarle la cruz en la fachada de la casa sabiendo que hay un residente en su interior. El alcalde esta mañana también ha 1

“¿Hay alguien ahí fuera?” La cueva del erizo

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dicho que ya se había realizado el 80% de las evacuaciones, y que aún quedaban entre 1.000 y 2.000 personas en la ciudad que hace nada tenía medio millón de habitantes. Contemplaban la posibilidad de cortarles el agua putrefacta que les llega a casa, restringirles la venta de combustible para que no puedan hacer funcionar los generadores. Y se conoce que ha pasado de la contemplación a la acción y ha mandado a todos estos hombres armados a sacarlos como si fueran ratas. Unas manos les estampan la cara contra una pared. Otras les cachean violentamente. La cicatriz. Intenta girarse, pero el brazo le aprieta más fuerte para impedir que les vean. “Por aquí”, les ordenan entrar en el edificio. “Ya estoy harto de vosotros.” Bárbara logra reconocer los ojos y busca una salida, pero sólo hay una escalera oscura. “¿Qué pasa?”, James no puede creer lo que les está pasando. “Subid, sin daros la vuelta”. De espaldas, tantean los peldaños con los pies. “Rápido”, está perdiendo la paciencia. “Somos periodistas”, alega James. “¿No me digas?” “Ya está bien”, el cuerpo de Denis está vencido por encima de la barandilla en el siguiente tramo de las escaleras y le roza la nuca al policía con su pistola. “No te gires”, le dice, “vais a salir de aquí inmediatamente y vais a dejar a estos dos tranquilos, ¿entendido?”, los ojos de Danis van de uno a otro de los pistoleros. No se oye nada por un momento, solo los tropezones de Bárbara y James buscando refugio en la esquina del descansillo. “Y que sepáis que os he hecho una foto ahí fuera, a los cuatro, estáis guapísimos”, sonríe a los dos hombres a los que tiene encañonados. “Barbara, James, salid de aquí ya. ¡Fuera!” “Esto no va a quedar así”, grita el policía justo antes de que se oiga la puerta. La cueva del erizo

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Mientras James y Bárbara salen a la carrera con el corazón tronándoles en los oídos Denis desaparece escaleras arriba antes y sus modelos fotográficos se quedan furiosos mascando en seco. “No tenemos mucho tiempo para ir al directo”. “Y luego tenemos que hablar”. “No te preocupes, James. Va a ser una conexión genial. Puede que desde la posición de nuestra cámara puedan ver el humo”. Trotan camino del directo. Bárbara habla con el equipo de edición del informativo para contarles que las evacuaciones forzosas han empezado. Comentará brevemente que ayer les dijeron de muy malas maneras que no son bienvenidos en las áreas altamente contaminadas. No puede extenderse mucho, no tiene imágenes con las que respaldar lo que dice. Bárbara se acuerda de Pablo. Seguro que él ha podido escribir un estupendo artículo contando con pelos y señales lo que pasó ayer. Seguro. Un reportaje genial que cuenta una película de polis que no dejan trabajar a la prensa para ocultar al público el escenario apocalíptico en el que se han convertido algunas partes de la ciudad. Y ella un comentario de apenas cinco líneas. Frente a la cámara de AP que tienen que utilizar está soltando su crónica un periodista italiano de pelo cano, vestido como un Indiana Jones de Gucci. Impecable, impoluto, su italiano suena muy amanerado. James y Bárbara esperan su turno. El protocolo no escrito dice que, mientras no haya acuerdo para ceder el tiempo de satélite, un periodista se ajusta siempre, siempre a su tiempo para que quien le sigue tenga tiempo de colocarse y hacer todos los ajustes y pruebas necesarios a toda velocidad, sin perder un minuto. Diez minutos son 2.000 dólares. Bárbara identifica a la productora italiana y le pide a James que use sus encantos para movilizarlos. La italiana, igualmente estilosa, les ignora. Ella no puede decirle a la superestrella de la televisión italiana que se calle. “Well…one minute”, James, que no está de humor, le concede unos segundos más pero se coloca frente al usurpador de su cámara y le enseña de forma ostensible el reloj. Bárbara empieza a levantar la voz. La cueva del erizo

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“Tu tiempo se ha acabado.” Está convencida de que la han oído en Roma. El ladrón de satélite sigue hablando a la cámara. James le devuelve una mirada de impotencia mientras la productora italiana se encoge de hombros. El italiano redicho se come ya dos minutos de su tiempo con su perorata. Madrid ve y oye perfectamente a ese bastardo, según le informa James, así que las pruebas de sonido ya están hechas. No es muy ortodoxo, pero tampoco es que el comportamiento del colega sea ejemplar. Bárbara agarra su micrófono, le da el extremo a James para que la conecte a la cámara y, sin más contemplaciones, se pone delante del italiano que sigue hablando a su audiencia ahora convertido en ella. Delante de toda Italia Bárbara se coloca el retorno en la oreja y siente al colega despedirse asomando la cabeza detrás de su hombro. Mañana van a salir en todos los programas de zapping de Italia. Qué pena no tener un colega allí para que se lo cuente. “¿Madrid, me oís? ¿Me veis a mí en lugar de a este gilipollas?”

Quieren tomarse la tarde con tranquilidad. Será perfecto para hablar con James, está perdiendo la paciencia, lo ha visto claramente en el directo. Igual que ella. Mañana el día estará dedicado completamente al Presidente que va a dormir esta noche en el portaviones Iwo Jima anclado en el golfo, frente a la ciudad. El comedor ya está cerrado cuando llegan al Sonesta, pero es han guardado un cuarto de pollo a cada uno para que se lo lleven a la habitación. Allí le cuenta sus sospechas sobre el poli que les ha amenazado por la mañana es el mismo enmascarado que les paró en Saint Bernard y que está segura de que es el amigo de Rob, por mucho que jugara al despiste en la furgoneta. Está confundida. Los dos habían visto que había mucho movimiento en la nave. Todo es muy desconcertante. “¿Crees que este policía tiene algo que ver con Joe Moretti?”, James está tan confuso como ella.

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“Si… Estuve en casa de Moretti… tenía un montón de papeles de Cadillacs y una nota rara sobre un canguro feliz”, acabó confesando todos los detalles de su excursión. “Tenemos que contarlo, hay que decírselo a alguien, ¿al FBI?”, le sugirió James. “Tenemos que elegir bien a quien, o podemos complicar aún más las cosas”. “¿Crees que Denis estará bien?” “Sabe cuidarse mejor que nosotros”.

El cansancio les puede. Se retiran cada uno a su habitación. Echa las cortinas para que no entre la espectacular luz de la tarde. Bárbara quiere escuchar la radio un rato. “El fiscal pide cinco años de cárcel por cada una de las 35 acusaciones de homicidio al matrimonio dueño de la residencia de ancianos de Sta Rita. No evacuaron a los ancianos tal y como ordenaron las autoridades a todos los habitantes de la parroquia de Saint Bernard el día antes de la llegada de la tormenta asesina. La pareja se había sentido tan segura de que estarían a salvo en su edificio de ladrillo de tan solo un piso que incluso tuvo la osadía de invitar al personal del centro y a sus familiares a refugiarse allí durante el temporal.” Algo muy similar a lo que hizo Mr. Wandfluh en el hotel, piensa Bárbara. “En un principio todo salió como esperaban. Al pasar la tormenta el aparcamiento estaba seco y el tejado estaba intacto, así que salieron a la calle a supervisar los daños menores. En ese momento se escuchó un extraño rugido lejano, dicen los testigos. En cuestión de segundos apareció un muro de agua que iba a sepultarles. Los supervivientes narraban cómo todos corrieron al interior del edificio, apuntalaron las puertas y las ventanas mientras el nivel del agua subía fuera a toda velocidad. En unos minutos la estructura cedió y el agua penetró a través de los conductos del aire acondicionado como en “las cataratas del Niágara” sorprendiendo a algunos de los ancianos inmóviles en sus camas. Fuera se oían los gritos de los que flotaban atrapados bajo el techo. Varios vecinos se lanzaron con sus pequeñas embarcaciones al rescate de varias decenas de personas que nadaban, algunos agarrados a colchones, a ramas. La cueva del erizo

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Lucharon hasta que se dejaron de oír los gritos desesperados. Treinta y cinco personas murieron ahogadas dentro.”

Le despierta la llamada de James en la puerta. Está confusa, tiene el corazón encogido por la historia de los ancianos de Sta Rita. Ni siquiera se ha dado cuenta de cuándo se quedó dormida. Ve en el reloj que son casi las 10 de la noche cuando abre. “¿Bajamos a buscar algún amigo en el FBI?”, pregunta James. “Me parece bien. Pero si tocas el piano para mi”, le sonríe a través del espejo mientras se da un toque de color en los labios.

La música invade la sala del piano hasta atraer a Mr. Wandfluh. Hans aparece brevemente en la sala sin llegar a entrar. Parece complacido por la interpretación de James, que sin embargo no percibe su presencia desde el piano. Bárbara le ve al volverse de la barra con dos bourbon hacia la mesa. Le hace un gesto para invitarle a sentarse con ella, pero él rehúsa con una mano y una sonrisa. Cuando Bárbara ocupa su asiento Hans ya ha desaparecido. No se lo toma a mal, sabe que todos los días tiene que hacer malabarismos para conseguir varios miles de dólares en combustible para que el hotel siga funcionando sin que se noten demasiado los sobresaltos. Se pone cómoda para escuchar la música de James, para viajar con ella. Hay más gente aún que el otro día. Parece que hubiera llegado una nueva remesa de agentes del FBI. Allí están con sus uniformes perfectamente limpios y planchados. Las tres letras negras repetidas en las espaldas de muchos le producen una extraña sensación, entre desconcierto e irrealidad. Parecen bastante animados, bebiendo, charlando, en su mayoría ignorando el sonido que James está arrancando al piano. Le acerca su copa, que él recibe sonriendo y haciendo flotar su cabeza al ritmo de su jazz, entornado los ojos. Se inquieta recordando el incidente con los policías. Y Denis no da señales de vida. El piano a disposición de James es el mejor regalo que jamás hubiera podido imaginar. Sabe que no podrá olvidarlo nunca. “Structured Nonsense” debería ser la banda sonora final de un reportaje extenso que nunca tendrá la oportunidad de hacer. Lento, intenso. La cueva del erizo

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Le gustaría imaginar un final feliz para el sinsentido en el que están inmersos, porque nadie puede vivir en la desesperanza continuamente. Habrá, de alguna manera tendrá que haber un final que se pueda sobrevivir. La música subiría de intensidad en los últimos minutos, durante los títulos de crédito. Producción y música de James Uhart. Un plano él, el chico medio británico, medio francés, pero perfecto vecino de Brooklyn vestido de oscuro, tocando el piano con el que se grabó la última película sobre Ray Charles. Qué mejor tributo a esta bella ciudad. “¿Ya?”, se despierta Bárbara de un golpe. “Nadie está prestando atención”, se queja James frunciendo los labios como un niño enfurruñado. “¿Yo no soy nadie?”, se hace la indignada. James se sienta dejando a Bárbara con la sensación de coitus interruptus, incorporándose en su asiento, estirándose la camiseta como si la hubieran pillado con las manos en la masa, totalmente perdida en su propia fantasía. Todo suena a latín en las ensoñaciones del sexo. Qué obsesión. De la música al sexo no hay nada, distancias cortas, muy cortas. “¿Quieres otro bourbon?”, le propone como desagravio. “Please.” Bárbara sigue el camino de James hacia la barra y descubre a uno de los del FBI mirándola fijamente, de una forma demasiado intensa para su gusto. Desvía la mirada y se gira incómoda hacia la mesa a la espera de James. Siente que el agente no le quita los ojos de encima. Es el agente escultural que estaba con el jefe de policía y con el amigo de Rob que les dio el susto. Se enciende un cigarrillo y hace girar el vaso de cristal con los últimos restos del licor mezclándose con unos pedacitos minúsculos de hielo. Hilos del líquido dorado se retuercen y se enroscan con el agua. Lo apura. Suena el leve choque de las briznas transparentes en sus dientes. “¿Has visto a ese tipo?”, le advierte discretamente James. “Sí. ¿Está todavía mirando?”

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James mueve afirmativamente la cabeza. “No le mires”, sonríe y la invita a levantar su vaso. “Cheers.” Juntan sus vasos. “Ya le he visto antes, con el policía de la cicatriz”, susurra. “Really?” Bárbara afirma suavemente con la cabeza. “Aquí viene”, susurra ahora James. Se planta delante de ellos, de pie, mirando fijamente a Bárbara a los ojos. Desde su asiento le parece un gigante. Si no fuera por su actitud amenazante se hubiera sentido halagada por su atención. Tiene el pelo castaño, la piel dorada por el sol, los ojos entre azules y verdes, como el Caribe, sus rasgos son grandes y proporcionados. Bárbara le mira con el gesto más duro que es capaz de encontrar en su repertorio. “¿Es su esposa?”, le pregunta a James sin quitar los ojos de Bárbara. “Yes, she is”, contesta lo más contundentemente posible. Bárbara se gira a mirar a James que la acaba de dejar petrificada. “Es usted la mujer más hermosa que he visto jamás”, sin pestañear. “Thanks”, inaudible. El agente se retira inclinando la cabeza y atisbando una leve sonrisa en su boca carnosa. Los dos exhalan lentamente emocionados con la idea de que se haya ido. “Ha sido estupendo, James. Gracias.” “My pleausure”, dice muy bajito pero con un gran aplomo. “Bueno, todavía está ahí, detrás de ti”, alerta a su compañero para que no se relaje del todo. James se gira y lo ve justo detrás de su espalda. Se resiste a dejar de mirarla. Debe pesar, por lo menos, el doble que él. “¿Crees que me estoy volviendo paranoica?” “Puede… puede que no… Pero yo creo que el tío simplemente le has gustado”, intenta quitarle hierro al asunto. “Podría ser bueno para encontrar un amigo en el FBI.” “¿Eres tonto?”, a punto de ruborizarse. La cueva del erizo

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James se encoge de hombros porque él tampoco sabe qué pensar. Quizás no fuese tan buena idea dejar las clases de piano para probar suerte en el mundo de la televisión. “Creo que deberíamos irnos”, se levanta Bárbara. Al cerrarse las puertas del ascensor Bárbara se agarra al brazo de James. Ríe nerviosa, como presa que acaba de escapar de las garras del depredador. “Mi querido marido…”

Vio salir el sol a través de la ventanilla del avión y la imagen de su cara reflejada en el cristal. Estaba cansada. Se había tenido que levantar a las cuatro y media de la mañana para llegar a tiempo a una base militar estadounidense en Puerto Rico, pero la excitación era tal que no sentía ni un poquito de sueño. Eran diez medios de comunicación los que volaban en el avión militar para visitar la prisión que habían instalado en Guantánamo, en la isla de Cuba. Tan solo uno de ellos era estadounidense, un equipo de televisión de Arkansas.

Casi había pasado un año del ataque a las Torres Gemelas y el ambiente era cada día más belicoso. Londres había apoyado a Washington para lanzar la operación “Libertad Duradera” contra Afganistán en represalia por su negativa a entregar a su enemigo número uno Osama Bin Laden. El precio de su cabeza, ya lo sabían todos, había subido a 25 millones de dólares. En Europa y el resto del mundo se deshacían en apoyos solidarios con Estados Unidos por el brutal ataque pero la puesta en marcha de una prisión fuera de la legalidad en ese limbo cubano estaba empezando a colmar el vaso de la paciencia de la comunidad internacional. Su canal la mandaba a echar un ojo. Habían llegado de Afganistán cientos de prisioneros, supuestos talibanes y miembros de la red terrorista alQaeda, capturados en gran parte a cambio de recompensas de 5.000 dólares, una cantidad de dinero que en esa parte del mundo sirve para mantener una familia durante varios años. Se multiplicaban por todo el mundo las protestas de la comunidad internacional y organizaciones de derechos humanos. En el grupo de periodistas fundamentalmente extranjeros que volaba en el avión se palpaba la repulsa por las La cueva del erizo

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prácticas de detención e interrogatorio de los militares estadounidenses en Gitmo 2. El Departamento de Defensa quería ofrecer una imagen de mayor transparencia y habían empezado las visitas guiadas a Campo Rayos X. Su compañero Julio había hecho la visita quince días antes y entre las varias recomendaciones que le había hecho la más útil fue que se llevase unos binoculares. Las televisiones emitían una y otra vez las imágenes de los presos recién llegados, arrodillados vestidos con un mono naranja, gorro del mismo color, máscara sobre la boca, gafas sobre los ojos y orejeras, maniatados y con guantes, con grilletes en los pies, viviendo en unas celdas transparentes de mallas metálicas a la vista de todos, vigilados incluso bajo enormes focos durante toda la noche. Privación sensorial se llama. Julio le pidió que no se hiciera demasiadas ilusiones, le aseguró que no le iban a dejar acercarse mucho. El show era a distancia. Y no sólo en lo de la distancia tenía razón Julio, sino sobre todo en lo del show, recuerda Bárbara. El espectáculo de la glásnot carcelaria era impecable. Lo primero nada más llegar fue una sesión informativa con un general especialista en “técnicas de interrogatorio mejoradas”. Mientras esperaban su llegada bajo el aplastante sol cubano un militar de baja graduación se puso delante, en el lugar que el mando ocuparía en unos minutos el alto mando, y desplegó un papel que llevaba pulcramente doblado en el bolsillo de su guerrera de camuflaje, lo extendió delante de todas las cámaras para que pudieran medir la luz, lo que en la jerga de televisión se conoce como hacer un blanco. Atónitos los cámaras procedieron. “Esto si que es un servicio profesional completo, ayudante y todo”, dijo por lo bajito el cámara que acompañaba a Bárbara. Tuvo clarísimo en eso momento que tanta amabilidad iba a tener un precio. En nada apareció allí el general, con su gorra encajada, la sombra de la visera sobre la cara de piel sorprendentemente pálida, el jefe de la Joint Task Force Guantánamo. Les dio cortésmente la bienvenida y les garantizó que les proporcionaría las mayores facilidades para poder hacer, como él, un buen trabajo.

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Abreviatura en terminología militar de Guantánamo. La cueva del erizo

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“Puedo prometerles que aquí, en Gitmo, respetamos los derechos de todos los prisioneros. Incluso cuando nuestros prisioneros son peligrosos “combatientes ilegales.” Insistió incidiendo con un duro gesto de un dedo índice hacia el suelo, “van estar probablemente enfrente de los terroristas más peligrosos de la Tierra.” Silencio, todos grabando. “Al menos dos terceras partes de nuestros 600 prisioneros han confesado estar involucrados en actos terroristas contra Estados Unidos y sus aliados.” Pregunta inesperada de un holandés: “¿Qué procedimiento legal les espera?” “No puedo contestar a esa pregunta. Yo sólo estoy a cargo de su custodia en estas instalaciones”. No le gusta al jefe que le interrumpan. Fin de las preguntas y a Campo Rayos X. Le recordó una granja de gallinas gigante rodeada por focos. A diferencia de un gallinero normal, aquí sus animales no ponían huevos, así que no les apagaban la luz jamás. A cientos de metros de distancia veían poco más que bultos naranjas. Sólo gracias a los potentes objetivos de las cámaras se conseguían planos decentes. Los periodistas bombardeaban con preguntas al capitán que les acompañaba. “¿En qué condiciones están los prisioneros?” “Garantizamos que están en muy buenas condiciones físicas y sanitarias. De hecho, en estas condiciones tropicales es muy conveniente que esté aireados, y estás celdas son perfectas para ello.” Las miradas de soslayo entre los periodistas eran bastante elocuentes. Al menos entre los extranjeros. Christiana, la periodista de Arkansas, dejaba entrever una leve sonrisa mientras apuntaba en su cuaderno. A la derecha del capitán estaba el capellán musulmán del ejército de Estados Unidos. “Yo atiendo las necesidades religiosas de los prisioneros. Se les permite rezar mirando a la Meca.” Había algo de aquel capellán que le inquietó, pero resultó imposible acercarse individualmente a él.

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“Les servimos la misma comida que tomamos nosotros”, prosiguió de nuevo el capitán obviando mencionar que no se reparaba en observar las restricciones alimenticias de los musulmanes. “¿Es verdad que después de los interrogatorios le dan ustedes “Happy Meal” de McDonalds al garganta profunda?”, atacó de nuevo el periodista holandés, más flaco que los prisioneros. Christiana ya no pudo contenerse más y estalló. “De verdad, no puedo entender por qué son tan considerados con estos hijos de puta que han matado miles de americanos. No me podía importar menos si les den de comer ratas de la alcantarilla, o… o si no les dan nada de comer y les dejan morir”. Los ojos de todos los periodistas se quedaron pegados en esa mujer enorme, de treinta y tantos años, que acababa de perder toda la compostura. El militar trató de calmarla y acabar rápidamente con las preguntas. “Señora, puedo entenderla. Pero el Gobierno no tiene otra elección más que respetar la Convención de Ginebra”. Les aborregaron en un autobús con aire acondicionado para ir al hospital de campaña donde se atendía a los detenidos. Algunos de ellos habían llegado heridos, bien en el combate o durante la detención, otros pocos habían desarrollado enfermedades comunes por el cambio de clima y de alimentación. De maltratos o torturas, nada. El cámara no podía entrar con su instrumental de trabajo por respeto a la intimidad de los prisioneros. Recorrieron el hospital bajo la lona. Vieron un quirófano limpio como una patena, la enfermería en la que no parecía que faltaran medicamentos, y finalmente llegaron a una sala donde estaban los pacientes. Habría poco más de veinticinco metros entre donde estaban ellos y sus camas en fila. El capitán les pidió que guardaran silencio, que no hicieran preguntas. Si alguien trataba de comunicarse con ellos sería expulsado inmediatamente. Era, no lo podían olvidar, un centro de detención. Los enfermos y heridos estaban atados, esposados a la cama. Casi todos estaban tumbados. Los que se percataron de la presencia de los visitantes les miraban fijamente, sin un gesto, sin una mueca, sin hacer ningún intento por comunicarse. Le sorprendió. Bárbara se acordó de los binoculares y metió la mano en su mochila con el capitán pegado a su izquierda. La cueva del erizo

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Cruzó mentalmente los dedos para que no se los requisara. Empezó a enfocar a los enfermos vestidos con batas blancas. Podía ver por completo al que estaba más cerca. Miraba sin parpadear. Estaba completamente tumbado, muy delgado, la barba larga reposando sobre la cama. El detenido no era consciente de que lo que tenía delante era un grupo de prensa internacional. Detrás de él había alguien más, veía sus pies atados a la barra inferior de la cama, las manos al cabecero, pero no conseguía verle la cara. Más atrás el enfermo estaba más incorporado, las rodillas flexionadas. Giró la cara hacia ella. Mejoró el enfoque con los binoculares. Se quedó petrificada. Se quitó de un golpe los binoculares y sin siquiera mirarle se los ofreció al capitán. “¿Capitán, no es ese un niño? “Oh, no, no… El militar cogió los binoculares y se los puso frente a los ojos. “Oh, no. Sabe que lo que pasa... es que esta gente normalmente parece más joven de lo que son”. “Sí, claro. Pero ese es un niño, capitán”, esta vez Bárbara le clavó los ojos al militar. El capitán le devolvió los binoculares con un gesto seco y dio por finalizada la visita al hospital, y ella se quedó sin poder contar la historia de los niños detenidos en Guantánamo porque le faltaban las imágenes. “Vamos a McDonald, tendrán hambre”.

Qué obsesión con las hamburguesas. Es algo, pensó Bárbara, como la tortilla de patatas y el jamón, que es lo que se va a pedir ella en cuanto salga de allí y vaya a España unas semanas para descansar y pensar qué es lo que hace con su vida. La tremenda siesta de la tarde le había arruinado el sueño y no hacía más que dar vueltas en la cama, así que decidió ponerse otro bourbon, doble, sin hielo, por supuesto, y salir a la terraza a fumar un cigarrillo.

Respira hondo y pone los pies sobre el tablero de piedra de la mesa. Su marido, o mejor dicho, su ausencia, la invade en esos momentos de total inmovilidad. Se siente abocada inexorablemente a él y este sentimiento cada día le resulta menos tolerable. Le ama, o al menos le ha amado profundamente. Ahora se descubre luchando contra ese sentimiento. Necesita despojarse, es una losa que pesa cada día, que no deja que llegue La cueva del erizo

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mañana. Mañana, su mañana, su lunes, no va a llegar nunca. Nunca tendrán un hijo. Nunca serán la familia con la que él lleva soñando toda la vida. Y él no le va a dejar ceder, reconocer que su vida no va a ser como él pensaba, como ella también había deseado. “No me puedes dejar tirado”, le presionaba continuamente.

La segunda vez que se quedó embarazada no quisieron decir nada a nadie. Habían cambiado a la casa en New Jersey. Allí sus hijos crecerían rodeados de naturaleza y al mismo tiempo estaban cerca de la gran ciudad para poder seguir trabajando los dos. Hasta el coche que se habían comprado era una ranchera, mucho más adecuado para el proyecto familiar. Un 25% de los embarazos se pierden de forma espontánea pero, por estadística, esta vez todo saldría bien, se repetían. ¡Ja! ¡Mil veces ja! Estuvo al borde de la locura, de la separación, las hormonas casi la vuelven loca, pero lo consiguió. Se volvió a quedar embarazada. Para volverlo a perder. La misma historia. En el resultado del laboratorio se podía leer el mismo eufemismo. El embrión, el hijo que no fue, el sin nombre, era incompatible con la vida. Esta vez su marido fue más rápido en reaccionar reclamando entereza, apelando a la luchadora que había en ella. “No vas a abandonar. No vamos a abandonar.” Pero ella empezó a enfurecerse. Le llevó muchos meses controlar a la bestia. Bautizó a las hormonas con el nombre de Hizbulá. Se metía dosis múltiples, en inyecciones en el muslo, en el glúteo, en el vientre, inhalaciones para el hipotálamo. Las sentía subir y no podía evitar que la secuestraran. Subían arrebatando su respiración, como los perros aúllan cuando empieza a temblar la tierra. Sentía una ansiedad que la ahogaba, le hacía tragar saliva. Salió del trabajo y corrió a esconder la cara al coche. Era como veneno en el cuerpo. Quería gritar y llorar como un animal mientras conducía el coche sola de camino a casa. Se miró en el espejo retrovisor y vió la cara de una mujer poseída que no podía ser ella. Descubrió en sus ojos hinchados a la bestia, al demonio. Le gritó “!

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yaaaa!” para exorcizar a su reflejo. En una milésima de segundo surgió de ella algo que pensó era cordura y empezó a reír en la cara de su demonio que había ocupado la suya. “Mierda de demonio, esta vez no”, le amenazó para que la oyera en su infierno. Loca, entre carcajadas mezcladas con mocos y lágrimas, llegó a casa. Esa noche no quiso ponerse la inyección. Gritaba a su marido que se las pusiera él. Ella ya no podía más. Se rendía. Ya estaba bien. “¡Ya es suficiente!” Su marido dejó la jeringuilla encima de la mesa de la cocina y trató de respirar hondo. “Si no te lo pones, lo vas a sentir mañana. Lo sabes, ¿verdad?” Entendió lo que significa un elefante en una cristalería. Luchó. Luchó para vencer a esa mierda de hormonas. Iba a sobreponerse, iba a ganar a ese demonio. Agotada se dejó hacer. Se dejó poner la inyección y esnifó las que iban directas al cerebro. Se quedaron dormidos en el sofá, en las ruinas de lo que había quedado de su hogar. Quisieron creer que esta vez habían logrado mantener a raya a Hizbulá. “Ya”. Se sirvió otro bourbon y se encendió un cigarrillo. Vio que eran cerca de las dos de la madrugada. Tenía que encontrar fuerzas para detener la rueda de hámster en la que estaba atrapada. Si no lo consigue, como entonces, volvería a ocurrir. Volvería a encontrar fuerzas para seguir dando vueltas sin parar. Fue como si todo se apagara. La pérdida del segundo embarazo ocurrió al final del verano. No quería, no podía salir de casa. Un médico desaprensivo reunió muestras de Prozac y las metió en una caja. El efecto fue aún más devastador. Tenía un sabor metálico en la boca similar a la sensación que produce morder el papel de aluminio, la publicidad de la televisión la emocionaba hasta hacerla llorar. Era entregar lo poco que quedaba de ella a otro laboratorio farmacéutico. Sonó el teléfono. Era su amiga Rachel. No le dio opciones, quería llevarla a comer a su club de la playa. Tenía que tomar el sol y empezar a salir ya. Pasaría a recogerla. “Cielo, qué guapa estás”, le soltó su amiga nada más abrirle la puerta. “Sí, claro. Anda, pasa”, y fue a recoger el protector solar al cuarto de baño. “En serio, estás preciosa”. “Me siento como una rata, no creas.” La cueva del erizo

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Rachel se sacó una frase comodín de la manga: “No es cómo estás, sino qué aspecto tienes lo que importa, cariño”. Tiró la bolsa de la playa en la parte de atrás del descapotable de su amiga, se encajó las gafas de sol y salieron en busca del mar. Era un día radiante, como lo fue un año atrás. El sol se reflejaba en la arena y la cegaba. Rachel desplegó una mesita de madera muy bajita, puso un mantel de hilo y abrió su chistera capacho. Sacó “vino”, como decía ella perfectamente en español, siempre blanco, no mancha los dientes, unas copas de cristal grueso, una hogaza de pan rústico, una bandeja de cristal, una bola de queso mozzarela artesanal envuelta en plástico y dos tomates con un aspecto estupendo. “You are a genius!.” Servilletas de papel, su única licencia americana, cuchillo de sierra, una botella minúscula de aceite de oliva del bueno y sal gourmet en escamas. En menos de cinco minutos estaban en medio del restaurante más encantador y las otras amigas que esperaba Rachel empezaron a llegar. Nadie hizo ninguna referencia a su pérdida, sólo discretas alusiones a lo guapa que estaba. Vino va, vino viene, tomatito con mozzarela y haciendo barquitos con el pan. En un rato, caldeada por el abrazo del sol y el alcohol se encontraba mucho mejor. No tuvo que decir mucho. La noche anterior dos de las mujeres habían estado en el concierto de Bruce Sprinsteen. Presentaba, justo en el primer aniversario de los atentados, el álbum homenaje “The rising”, una catarsis para el duelo en el que todos estaban sumidos. “Oh, está como un queso”, se relamía la más exótica de ellas. “Sin un pelo, unas ’chocolatinas’ preciosas”, se presionaba el vientre con las manos como quien envuelve una joya, “ increíble.” “Oh, yeah”, confirmaba la amiga que fue con ella de parranda. “He oído que lleva una dieta muy estricta. Bueno, y nada de “pelotazos”, arqueó la cejas advirtiendo a sus amigas que no se daban por aludidas con su “vino” en las manos. Rachel vio encantada la cara de felicidad de su amiga, que se acopló el ipod que le pasaron las fans con el último disco del Boss. Perfecto para ella, que se relajaba por primera vez en mucho tiempo dejándose mecer el corazón. La cueva del erizo

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Al frente, interponiéndose ante el espectacular azul, un cartel sobre una madera pintada de blanco decía “OCEAN CLOSED.” Se rió entrecerrando los ojos, los rayos colándose entre las pestañas, el “vino” dilatando las pupilas. Como son estos chicos, pensó, con el corazón encogido por el esfuerzo generalizado de intentar, un año después, poner en pie la moral de un país al que había hecho comer tierra. Todo era dolor. La música un bálsamo. Nada más llegar a casa decidió que las putas pastillas iban al carajo haciendo canasta en la papelera.

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