El sueño (y despeta) ameicano Una década prodigiosa. A. Borrasca

El sueño (y despeta) ameicano Una década prodigiosa A. Borrasca V Un gol de agua No es un domingo más de los muchos que se suceden. A mucho más tar
Author:  Celia Cano Vidal

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El sueño (y despeta) ameicano Una década prodigiosa A. Borrasca

V Un gol de agua

No es un domingo más de los muchos que se suceden. A mucho más tardar mañana se irá Néstor. Madrid ya está buscando de nuevo un cámara para sustituirle. A Bárbara le tranquiliza que en ningún momento en la redacción se hayan planteado el regreso de todo el equipo. La cobertura sigue con su maldición de cámaras flotantes y lo asumen con toda normalidad. Bárbara confía en poder hacer dos historias más con Néstor, la de Denis, su cazador de recompensas, que aunque no quiera hablar de los polis malos sigue siendo un personaje muy especial para una buena historia, y quiere llegar antes de que empiece el toque de queda hasta las zonas que han sido contaminadas por las refinerías dañadas por la tormenta. Esos barrios están completamente cerrados a los ciudadanos y a los periodistas. Con esos dos reportajes podría aguantar un par de días hasta la llegada del nuevo operador de cámara. Suena el teléfono en el bolsillo del cámara. Néstor ya tiene billete para irse esa tarde. “¿A qué hora sale tu vuelo?” “A última hora de la tarde. Tenemos tiempo”, todo se acelera. “Ok. Vamos a ver si tenemos suerte y está Denis. Me gustaría grabarle unos planos antes de que te vayas. Está aquí al lado”. Llaman varias veces a la puerta. Gritan su nombre hacia la ventana encima del cartel apagado de “THE RAT”. Nada, quizás no vaya a tener hoy tanta suerte al fin y al cabo. Desconcertada sin su reportaje, Bárbara intenta pensar rápidamente cuál debería ser su próximo movimiento en el caso de que Denis no quiera abrir la puerta. No puede ser que se vaya a quedar sin cámara y no

pueda grabar nada. Néstor se siente algo culpable y elige no hacer comentarios, sólo mira la cara de su compañera esperando alguna indicación. “Vamos, no está”, se resigna Bárbara. Quizás es esto lo que le espera en los próximos días, estar atrapados en un agujero donde todos tienen miedo a hablar e incluso a asomar la cara. Prefieren no decir nada mientras se cargan el trípode al hombro. “Psssh”. Se oye una llamada sigilosa. Congelan su movimiento. La puerta de Denis sigue cerrada a cal y canto. “Psssh”, llaman de nuevo. Miran hacia la ventana. Nadie. Los tres se miran sin saber muy bien qué buscan. “Barbara!” Los tres vuelven a mirar arriba. Ven la melena rubia y larga de Denis cayendo como una catarata por debajo de la barandilla. Tirado en el suelo del balcón hace un gesto para que se acerquen. Se comporta como si el fugitivo fuera él. Recuperado el ánimo con la aparición de Denis corren hacia su puerta tratando de no llamar demasiado la atención en la calle, a pesar de que no ven ni un alma. No les cabe la sonrisa en la cara. Al cabo de unos segundos abre sigilosamente, sin dejarse ver. Pasan con todo el equipo. No tiene muy buen aspecto, a pesar de que dice que no está mal. Cierra, deja su linterna encendida sobre la barra de madera curtida y les invita a pasar hacia atrás. Entra un poco de luz por una puerta abierta que da hacia un patio interior. Se detiene un instante. “Bárbara, te dije que no te metieras en problemas”, le regaña. “Me pides demasiado…”, trata de bromear. “¿Por qué te metiste dentro de la casa de Joe?”

Sus dos compañeros están atónitos con la discusión. Los tres tienen los ojos sobre la periodista que se siente como si le hubieran pillado sisando las vueltas del pan. No le va a quedar más remedio que confesar su inocente pecadillo. “¿Pero tú cómo sabes…?”, ahora le cambia la cara a ella. La realidad se presenta de frente, no puede engañarse más. “Alguien…” “No había nadie. Sólo quería echar un vistazo y me fui”. “¿No había nadie? ¿Seguro?”, se enfada Denis. “¿Entonces por qué piensas, periodista lista, que alguien vino a visitarme? Sabes, lo peor es que saben que yo te estoy ayudando a ir tras ellos. Eso no es bueno. No debería haberte dicho nada”. “¿Una visita?”, Bárbara no sale de su asombro. “Simplemente, por favor, no vuelvas a ir por ahí, no sigas preguntando ¿vale?” Bárbara asiente y se queda preocupada en silencio. “¿Cómo vais de bourbon, tíos?”, Denis cambia de tercio y les ofrece una botella. “Denis, es demasiado pronto para un trago”, bromea James que quiere quitarle hierro al asunto. Elige sin dudar la de bourbon para Bárbara. Está realmente cansado. Ahora sí que parece un auténtico cowboy que está de baja por un balazo inoportuno. El espacio está atestado de expositores con mercancía barata de bromas escatológicas, llaveros con penes que al presionar dejan escapar un chorrito de goma blanda blanca y con tetas descomunales para llevar siempre a mano en el bolsillo. Los famosos collares de cuentas de colores cuelgan de varios árboles giratorios con ganchos. En la oscuridad el bar da la sensación siniestra de un parque de atracciones olvidado. Hay cajas de cartón y plástico por todas partes. Tuvo que poner en alto toda la mercancía que pudo para salvarla. No sabían hasta donde iba a llegar el agua.

“Las cosas se están poniendo feas”. Bárbara le pregunta tímidamente si podría entrevistarle, sólo sobre asuntos de su supervivencia. “Sí, pero nada de polis”, hay algo de la periodista que le gusta. “Lo prometo”, con la mano en el corazón. Néstor abre la puerta del patio trasero un poco más, pero insiste en que no hay luz suficiente. Denis les ofrece subir a su apartamento. Allí los balcones están abiertos de par en par y tiene toda la luz del mundo. Una angosta escalera conduce a su salón, pequeñito pero ciertamente luminoso. Hay un sofá pegado a la pared con unas sábanas muy sobadas tiradas por encima. Tiene el brazo izquierdo pegado a la puerta acristalada que abre hacia fuera. Bárbara imagina que es el lugar desde donde Denis vigila durante la noche. Se puede tumbar y desde fuera no se le ve. Tiene una visión bastante buena de lo que ocurre en la calle. Se da cuenta de que están justo enfrente y un poco más alto del apartamento que les dejó para dormir el día en el que se conocieron. Se reafirmó en su instinto de confiarse a él aquel día. Una puerta entreabierta deja ver el acceso a una cocina entre tinieblas. Otra que está cerrada debe conducir al baño, imagina Bárbara. Hay un pequeño generador a un lado y, una mesita y dos sillas enfrentadas justo delante del balcón central. “Aquí paso los días, vigilando, leyendo. Ya no salgo”, se le han agotado las sonrisas. Le piden que se siente en su silla y actúe como si estuviese solo. Los otros dos siguen en silencio los movimientos de cámara de Néstor. Denis se sienta y engancha los tacones de sus botas en las barras transversales de la silla que tiene delante. Se mece, empujando sobre el respaldo y las dos patas traseras. El objetivo de la cámara se dirige hacia una pequeña mesa. Allí está

una edición en papel reciclado de “El idiota” de Dostoievsky y una cámara de fotos. La mano de Denis sale de debajo de la mesa y deja encima, suavemente, una pistola. “Supongo que tienes permiso para llevar este arma”. “Claro, tenemos que hacer una serie de entrenamientos obligatorios. Yo tengo permiso para llevar armas en tres estados”, la coge y la gira para mostrársela. “Es una Smith & Wisson 5946. Soy un clásico”, y sonríe por primera vez desde que llegaron. “¿La has usado estos días?” “No, no ha hecho falta. Normalmente con enseñarla es bastante”, y la vuelve a encajar bajo la mesa. “¿Denis, puedes por favor volver a meter el arma debajo de la mesa?”, interrumpe Nestor y se pone en cuclillas para grabar el plano desde abajo, encajándose la pistola en una estructura de plástico atornillada. Denis se acomoda en silencio. “Si qué eres un clásico, Denis”, le señala el libro. “Me encanta Dostoievsky. Es ruso, pero odia el estado tanto como yo. El estado es inútil”. Una sonrisa vuelve a sus eternos ojos azules y hace un gesto con las manos hacia arriba como un mago que hace aparecer la realidad ante los ojos de los inocentes espectadores. “Te puedo decir exactamente lo que él diría en esta situación. Nada ha cambiado. Dostoievsky es una lectura muy apropiada”, considera. “El personaje principal es brillante. Todos piensan que es tonto. Pero el habla con el corazón, es el mejor de todos ellos”. Es fascinante escuchar su voz ronca pero llena de armónicos. Habla, sin ni un atisbo de nerviosismo, con una lógica aplastante en una situación irracional.

“Me siento en el balcón, cada noche. Si escucho algún ruido cojo la linterna y apunto a todas partes, las puertas, a los dos lados, en frente. Me aseguro de que nadie está robando. Los primeros días era muy peligroso, pero nosotros, los vecinos mantuvimos el área segura. Y ahora… ahora el estado nos persigue a nosotros!”, se indigna. Mira fijamente a Bárbara y le lanza una advertencia. “Son profesionales. Vienen a por nosotros en la oscuridad, durante el toque de queda, cuando no hay nadie en la calle”, hace un silencio estremecedor. “Anoche vinieron aporreando todas las puertas. Había Guardia Nacional, equipos de asalto de Washington, había policía de Nueva York, incluso vi a los Blackwaters, chulos con gafas de visión nocturna y armas automáticas. Volaban helicópteros justo por encima de nuestras cabezas. ¡Cabrones!” Por eso ha tardado en responder antes, cuando ellos llamaron. Antes de contestar siempre se asegura de que no es una trampa. “Pero puedes apostar que lo van a tener difícil para encontrarme. Tengo acceso a tres edificios, puedo saltar de uno a otro, fácil”, señala a la pared, “además, no creo que vayan a utilizar a muchos hombres para atrapar a sólo uno”. Tiene claro que no va a enfrentarse a ellos, va a esconderse. “Tengo mucha experiencia en el juego del escondite”. Su estrategia consiste en convencer a las fuerzas de seguridad, a todos, de que él no está, de que no hay nadie en la casa. “Me siento como un judío en Europa en los años 40. Te persiguen en tu casa, ponen marcas en la puerta, siempre espiando lo que haces. Y si no tienes cuidado te meten en un campo. Ellos lo llaman campo de refugiados, pero es un campo. Y yo no estoy buscando un refugio. No pueden hacer esto. Yo soy americano. Venceré”.

“Por favor, no te metas en más problemas”, le advierte serio pero aún amable, él no está en condiciones de ayudarla. Quizás no se vuelvan a ver en mucho tiempo. Se abrazan. Se despide de ellos con un signo de la victoria. Bárbara le recuerda su número de teléfono. Abre sigilosamente la puerta y salen a la cegadora luz de la calle. “Creo que me he enamorado, chicos”. “¿De qué problemas estaba hablando Denis?”, James le pide explicaciones. El amigo de Denis que el otro día vigilaba la entrada del local próximo al de Javier se detiene a su lado en una actitud tan cinematográfica que haría sospechar a cualquiera de que les está pasando drogas, o información peligrosa. Es esto último. Se ha enterado de que Bárbara quiere ir a la zona de Saint Bernard donde los vertidos de la refinería Murphy ha provocado una auténtica pesadilla ecológica. Él está dispuesto a llevarlos hasta allí. Pero será al día siguiente, no queda ni tiempo ni luz para un rodaje tan complicado. Bárbara y Néstor cruzan miradas en silencio. Saben que mañana ya no tendrán cámara. Pero da igual, quedan en ir en cualquier caso, con o sin cámara irán a verlo mañana después del primer directo. Hay fútbol por la tarde en España y no habrá informativos. Es el día más adecuado para ir de expedición. “Oh, a propósito, me llamo Rob”, les tiende la mano tímidamente. “Sí. Me acuerdo, Rob, muchas gracias. Nos vemos mañana a eso de las 10.30”. “Llevaos unas botas extras”. “Ok”. De pronto un clamor inunda la calle que hasta ahora estaba completamente desierta. Se estremecen con una ovación, parece que alguien hubiera marcado gol en un partido que estuvieran televisando. Varias personas salen a las ventanas gritando “water!”, con el mismo entusiasmo que si hubieran

encontrado petróleo. Todos miran hacia las casas que parecen haber despertado de su letargo. Ha empezado a llegar agua. Es un gran, gran momento. No es apta para el consumo, pero al menos se llenarán las cisternas de los pisos más bajos y empezarán a funcionar los retretes. Hasta que uno no está en esa situación es difícil imaginar el alivio que esto supone. Disminuirá algo el olor a podredumbre. En ese sitio, es lo más parecido a un milagro. Es una gran alegría, dentro de tanta miseria. Es un bonito plano para empezar la información del día, un gol de agua, brazos en alto en los balcones. “Water!” Los chicos se van al hotel a empaquetar el equipo de televisión que se va con Néstor y Bárbara decide pasar rápidamente por el puesto de la Cruz Roja antes de ir a la roulotte de AP para recoger datos de última hora. Son solo unos cientos de metros por el supermercado de historias. Para ella es como un paseo por la kasba o, mejor, una excursión por el rodaje de “Blade Runner”. Camina bañándose en el pegajoso calor buscando la mesa con la bandera blanca y la cruz roja. Cuando se queda sola es cuando la acosa el vértigo, así que camina y busca sin querer pensar en la ausencia inminente de Néstor. “No están”, murmura girándose sobre sí misma. Pregunta, pero nada. Nadie los ha visto. Han trasladado la unidad móvil un poco más hacia el norte, siguiendo el retroceso del agua. David, un productor al que conoce desde hace años y que se maneja perfectamente en español le ofrece un asiento y le señala al montador. “El alcalde ha anunciado que están preparando el regreso temporal de 150.000 personas para que vayan a supervisar sus posesiones y así poder tomar una decisión sobre lo que hacer con sus vidas. Hay una gran bronca a cuenta de esta

medida. Los federales lo consideran disparatado, pero el alcalde de la ciudad no se rinde, intuye que la gente mantendrá la esperanza hasta el último momento. No es nada fácil que te evacuen de tu casa un día y que cuando intentes regresar te digan que no hay nada a lo que volver. En el mejor de los casos la instalación eléctrica habrá quedado completamente inutilizada, puede que el suelo del jardín esté contaminado y eso suponiendo que la casa no se esté pudriendo, que no tenga daños estructurales mortales, que será el caso de decenas de miles de ellos. Y… además no queda nada de tu ropa, de las cosas de casa, desde la alfombra a la lámpara, se han vaciado tus cajones, tus fotografías se han disuelto en un olvido prematuro, y los libros, los juguetes de los niños, el colegio y tu trabajo ya no existen. Todo. Todo salió detrás de ti y no te despediste. Nada va a volver a ser como antes. La gente necesita verlo con sus propios ojos antes de poder retomar el camino”. “Supongo que tienes razón”. “Toma”, David le pasa un panfleto que se ha repartido en nombre del alcalde con 12 recomendaciones que tienen que seguir todos los residentes que osen entrar el próximo fin de semana, “no tiene desperdicio”. La entrada es por cuenta y riesgo de cada uno. La ciudad sigue siendo un lugar peligroso en el que se continúan evaluando los riesgos de seguridad y sanidad. Hay un toque de queda entre las seis de la tarde y las ocho de la mañana y - en un país en el que no existe un documento nacional de identidad - se pide a la población que vaya siempre identificada. Ofrecen un nuevo teléfono para emergencias, el habitual 911 no funciona. Aunque se informa de que no hay prácticamente servicios de policía o bomberos para atender situaciones peligrosas. Tampoco funcionan los semáforos. La velocidad máxima son 35 millas por hora. No está permitido entrar en zonas más allá del código postal del

lugar donde está registrado el domicilio o el negocio. Se recomienda ponerse la vacuna del tétanos, hepatitis A y hepatitis B antes de entrar. El sistema de alcantarillado es peligroso. Nadie debe beber agua o bañarse o si quiera lavarse las manos. Eso sí, se puede tirar de la cadena del water. El agua estancada puede estar altamente contaminada. Si se entra en contacto con ella hay que desinfectarse inmediatamente. Recomiendan huir de las casas húmedas en las que ya crece el moho. Es altamente tóxico. Hay que utilizar siempre mascarillas y guantes. No se ofrecerá ni alimentos ni agua mientras permanezcan en las zonas que se abran temporalmente. Cada uno debe llevar la comida, el agua y las medicinas que necesite. Lo mismo con el combustible que es muy limitado en las gasolineras de los alrededores. Mucho cuidado con exponerse al monóxido de carbono. Evitar el uso de los generadores en espacios cerrados. No acercarse a las instalaciones eléctricas de casa. Cada ciudadano evalúa el riesgo de los daños de su casa antes de entrar y asume el riesgo por su cuenta. No existen alojamientos temporales para los evacuados que regresen a evaluar los daños. Todos deben abandonar la ciudad cada día a las seis de la tarde, cuando desparece la luz del sol. “Cojonudo”, dice Bárbara. “Sí, y se ha puesto en plan matón y ha dicho que a los delincuentes que se les ocurra entrar en la ciudad los va a estar esperando con bazokas”, David se echa a reír. “¿Y eso?” “¿Te acuerdas de los policías que robaron los Cadillac?” “Si, claro. Es una de mis historias favoritas”. “Pues su banda parece ser que ha entrado en varias zonas de la ciudad y han desvalijado decenas de casas vacías. Dicen que hay grupos de ciudadanos que

quieren organizar patrullas pero es imposible en esta situación. No lo quieren hacer público oficialmente, pero el alcalde está furioso. Está volviendo locos a los del FBI. Como pillen a ese Moretti, no lo cuenta”. “¿Y me puedes pasar una imagen buena del alcalde cabreado”. “Claro… hay un plano en el que se le ve realmente encabronado”. Les va a gustar en Madrid esta imagen del alcalde enarbolando un bazoka imaginario, piensa. Bueno, al menos ahora puede retomar la historia y hablar de los mafiosos con ese plano. Menos da una piedra. “Les ha encantado el plano el alcalde bramando. Han abierto el informativo con el plano de “Water!”, asegura desconectándose de los cables del directo con un cigarrillo en la boca listo para fumar. “Estaba bonito”, Néstor le brinda un premio de consolación. “Es muy entrañable… ¿Estás seguro de que quieres irte?” “Si…”, un poco incómodo con la pregunta. Se abrazan. Se desean suerte ante los ojos de los otros periodistas. Néstor y James desaparecen en el coche camino del aeropuerto dejándola con los labios bien apretados. Tatiana se acerca y le frota la espalda. “Qué putada”. “Mhm…” “Vamos a dar un paseo. Me estoy meando. Necesito encontrar un baño”. “Ya… y yo un cámara”. Los pies van solos, inequívocamente por el barrio francés. Bárbara no ve nada, va abstraída en su mal humor mientras Tatiana mantiene la conversación. “Mira, han abierto un hotel!” Tatiana ha visto entrar y salir a varias personas de una puerta. Hay una reja retráctil y dos hombres apostados. Uno sentado a la izquierda, el otro en pie a la derecha. Ambos cargan ostentosamente unos rifles.

“Necesito ir al baño”. “Lo siento, no estamos abiertos”. “Acabamos de ver a alguien entrando”, protesta Tatiana. “No tenemos habitaciones disponibles” “Sólo necesito usar el baño. Por favor”, Tatiana alarga melosamente las vocales. Es una artista implacable. Aparece tras ellos un hombre de pelo blanco, delgado, exquisitamente vestido. Les indica con un gesto que les dejen pasar. “Bien venidos al Royal Honesta Hotel”. Primero tienen que desinfectar el calzado que llevan pisando un barreño enorme con dos dedos de desinfectante y luego pasar por unas toallas tiradas en el suelo para secar la suela de las botas. “Hans Wandfluh”, se presenta. Las dos se presentan deshaciéndose en agradecimientos. Admiran el enorme hall del hotel perfectamente iluminado por una araña gigantesca de cristal, escoltada por dos columnas y suelos de mármol tostado, todo brillante como en un palacio. Las plantas en enormes macetas de cerámica se apoyan a los lados las arcadas que dan perspectiva al hall. En el centro un sofá estampado con flores rojas y dos sillones del mismo color sobre una delicada alfombra con detalles orientales. “Mr. Wandfluh, tienen electricidad!” “Hans, por favor, señoras, Hans…Si, tenemos muy buenos generadores”. Las escolta hasta una preciosa terraza con suelos de cerámica rústica en rojo y negro que evocaba el pasado español de la ciudad. Al lado, una pequeña fuente art déco de metal rodeada de plantas da el toque francés. En el centro, una piscina impoluta, cien por cien americana. Le indica a Tatiana la puerta del

baño y le ofrece a Bárbara un poco de agua mientras se sientan en los taburetes altos alrededor de una barra de bar techada. El gerente ha sido capaz de organizarse para mantener el hotel abierto. “La mitad de los empleados se ha quedado con nosotros en el hotel. Incluso algunos se han traído familiares, así que no tenemos muchas habitaciones disponibles. Tratamos de cubrir nuestras necesidades. Es un trabajo enorme lavar sábanas, toallas, tener todo limpio, conseguir comidas, gasolina para los generadores y que todo continúe funcionando. El FBI tiene 200 habitaciones y la CNN 120, y eso que estoy un poco incómodo con los periodistas, están exagerando mucho. No voy a negar que ha ocurrido un desastre pero nuestro mayor problema son las relaciones públicas. ¡Nadie va a querer volver nunca! Y nosotros trabajamos demasiado duro sólo para mantener abierto”. Tatiana regresa del baño. “Deberías ir. Está impoluto”. “Luego…” , Bárbara pasa al ataque. Le cuenta la oscura miseria en la que vive y le pregunta si tendría alguna habitación disponible. Son dos, ella y el productor. Mr. Wandfluh se resiste, pero sólo momentáneamente, es un auténtico caballero. Podría conseguir dos habitaciones con luz y agua. Se pueden tomar duchas pero, como saben, no se recomienda que se laven la cara, los ojos, la boca o el pelo por las bacterias. Cambian las sábanas y las toallas a diario. “Y…y usted tiene que prometerme que no sube a nadie a su habitación, ya me entiende…” Bárbara ladea la cabeza. “¿Quiere decir “hombres no”….?” El gerente confirma con una suave sonrisa y sellan su acuerdo con un apretón de manos. “¿Hans, puedo besarle?”, dándole un toque mediterráneo al pacto.

Divertido, Mr. Wandfluh se deja hacer. En la recepción hay un enorme trasiego de policías de la ciudad entrando y saliendo por un pasillo. Se miran y los siguen sin mediar palabra. En una puerta entornada hay pegado un cartel con el nuevo número de teléfono para emergencias. Empujan y ven una hilera de policías uniformados delante de ordenadores con cascos y micrófono atendiendo las llamadas de los ciudadanos. Observan en silencio pero en menos de nada tienen a un oficial a su lado. “Les puedo ayudar?” Se identifican y piden hablar con el responsable. Les pide que esperen en un rincón y se va a consultar con quien seguro es el jefe del cotarro. Es un hombre negro de gran envergadura. Al girarse a mirar a las periodistas destella su placa dorada. La chapa está al revés, la estrella arriba y la luna creciente abajo, como en los viejos tiempos. A su lado hay dos gigantes. Uno es un agente del FBI muy atractivo y el otro… Bárbara reconoce que es el que estaba hablando con Rob cuando le pasó la botella de agua, no le vio la cara, pero tenía esa cicatriz en el brazo. Ni antes ni entonces llevaba uniforme, pero tiene pinta de ser policía. Trata de saludarle desde la distancia para ver si les facilita las cosas, pero la ignora categóricamente. Les abre la puerta y las invita a salir inmediatamente de allí. “Joder, hoy no tengo suerte. Me voy a hacer la maleta mientras llegan estos dos”. “No te quejes, que se te ha aparecido la virgen”. “¿Cómo?” “Si, Mr. Wandfluh…”. “Hans, por favor, Hans” “Hans, eso”.

El sonido de un cuarteto formado por un saxo, un trombón, un clarinete y una trompeta irrumpe en Bourbon St. Es la primera vez desde que llegó el domingo eterno que la gente puede salir a la calle a dejarse mecer por la música del jazz en vivo y en directo. Ha debido ser la llegada del agua lo que ha animado a esos músicos desaliñados a salir a la calle a celebrar. Se iluminan los rostros, se mueven suavecito las caderas y se entornan los ojos, las manos se deslizan al unísono contoneando voluminosas curvas inexistentes en el aire. Es jazz, es alimento para la gente de esta ciudad Es un jazz viejo, que puede recordar hasta un charlestón. Es una ventana de aire fresco para los que trabajan en este agujero. Es un día inesperado, mágico. El mayoritariamente ambiente masculino de zona de guerra está sacudiéndose tanta testosterona acumulada. Las mujeres son animales extraños en esta jungla de basura. Esta noche va a correr el alcohol de lo lindo por esa calle, se puede sentir. “Las chicas han vuelto”, vocea un negrazo elegantísimo en la puerta del legendario Club Hustler de Larry Flynt, que acaba de abrir. Después de que huyeran las espectaculares bailarinas que se deslizan por las barras de striptease han tenido que ir a reclutar a otras a Atlanta. Y ya están aquí. “Caballeros, entren”, el portero invita a los hombres a entrar. Desde luego el público ha cambiado. Los jóvenes y no tan jóvenes que venían en viaje de fin de curso en los inevitables bermudas, todos borrachos con pretensiones de elegancia, han sido sustituidos por una fila de hombres con botas de trabajo. No hay ni un solo pantalón corto, se fija Bárbara. Van a pagar 10 dólares para entrar y se van a emborrachar si es posible con un poco más de vehemencia que en días anteriores hasta el toque de queda que, según el

portero, empieza a las 2 de la madrugada. Ciertamente mejora el ánimo. El R&B que sale hasta la puerta atrapa como la música de Hamelin. “Hi, babe”, el grandullón le habla ahora a Bárbara. “Hi”. “Come in”, le guiña el ojo el castillo de hombre y le abre la puerta con una reverencia. Bárbara no lo duda ni un segundo. “Sir…” y le devuelve la genuflexión con una gran sonrisa. Otro paraíso brillante, limpio, con música para calmar el espíritu. De momento todos se comportan, hablan bastante alto con bebidas en la mano y otean el horizonte con cierta compostura todavía. Además de ella y las tres bailarinas esculturales hay otras dos mujeres en la sala principal, uniformadas. Le apacigua escuchar la música, pero no es probable que el corpiño celeste, las ligas negras y azules, las medias de red y los taconazos de 15 centímetros que acaban de salir sobre el escenario tengan el mismo efecto sobre todos esos hombres. Por unos segundos se quedan todos en silencio. Sólo se oye la música y los cubitos de hielo en los vasos mientras una rubia escultural enrosca su pierna eterna en la barra de metal. En el diccionario, en la P, en la definición de “pasmados” hay desde entonces una foto de esta escena. La música es un susurro gatuno que se arrastra por los oídos de todos. “Señora, qué le pongo?”, le pregunta el camarero formalmente. “Bourbon, por favor, con dos cubitos de hielo, si tiene, claro”, saca los cigarrillos de su mochila y acomoda un codo en la esquina de la barra. Es un rincón discreto, porque casi todos están mirando en dirección opuesta. Descubre a Thomas con un compañero, la saludan con una discreta sonrisa y un gesto de cabeza. Responde amablemente pero con un inconfundible signo de “Manténganse alejados”. Cree

que el mensaje ha sido recibido y que podrá tomarse la copa tranquila. Es lo bueno que tienen los americanos, hasta que pierden el control saben dejar en paz a las mujeres en un bar. El camarero utiliza de posavasos un taco de invitaciones de ágapes pasados de fecha. A un lado hay un montón de publicidad de las fiestas para recién divorciados. “Divorce Party. Wellcome to freedom”. Le fascina el espectáculo animal del que se hace gala en esta ciudad. Un nuevo aullido. Ha tenido que apretarles la bragueta ver salir a esa loca, con unos pelos largos, enredados como si viniera de la cama. Como si viniera de la cama con tacones y un culott negro y una túnica negra que de no ser completamente transparente hubiera parecido un burka. Aunque seguro que si se les pregunta a los que no respiran en este momento, la imagen de castración islamista es la última que se les ha pasado por la cabeza. Bárbara disfruta de lo lindo viéndoles la cara de placer después de tanto gesto serio y asqueado. El sexo, señores, el sexo: la mejor medicina para la autoestima. “Uhm, uhm, uhm…”, canturrea para sí. Apura el vaso y se gira para salir. “¿Te vas, te acompaño? Este es un lugar peligroso para que una mujer como tú ande sola”, es Thomas. “No te preocupes, voy cerca”. “Al Sonesta, lo sé”, Bárbara muestra en la cara que no le ha gustado nada que esté tan informado, casi le ha sonado a aviso. “No te enfades. Yo no soy el único que te tiene controlada”, le sonríe seductor. “Ánda con cuidado”. Ha llegado la hora de irse, antes de meterse en un lío. James está a punto de llegar al hotel y lo único que le falta es que la vea salir de semejante garito de nuevo con el Blackwater. Sale la calle sin recodar que fuera huele a mierda.

“Oh”, casi vomita. El portero se agarra la barriga al reír. La habitación es un verdadero palacio. Y la de James, que es contigua, parece que también. ¡Tachán! Hay luz. ¡Tachán! La cama está hecha. Y qué cama. La decoración es afrancesada, una alfombra, escritorio, la televisión funciona y hay internet inalámbrico, el agua en el baño de mármol blanco no huele, y unos juegos de toallas blancas están colocadas con esmero. Se abalanza sobre la ventana, corre las cortinas y descubre que da al patio donde está la piscina. Hay un juego de sillas de madera con una mesa y dos tumbonas. “Paradise, James!”, grita. “Oh yeah”, sale de la balconada de al lado. “Oh, sí. Creo que voy a dormir como un bebé esta noche.

Siente una lejana sensación de alivio, no hay peligro, no va a pasar nada más por hoy. Se tumba en una de las hamacas y se deja mecer por el momento de relax. Así sí, así sí podrá aguantar. La imagen del baño le viene a la cabeza. Está limpio como un espejo. Hace tantos días que ya no recuerda exactamente cuándo se duchó por última vez. Ha subido unas cuantas botellas grandes de agua, con lo cual el asunto de lavarse la cabeza está solucionado. Inspira muy profundamente y la exhalación se convierte en un bostezo. Será mejor que se levante antes de quedarse dormida. La botella de bourbon que le regaló Denis aparece por arte de magia en la mesa y decide celebrarlo con música. El primer disco que lleva en el ordenador es el de Abbey Lincoln, la cantante negra que en los años 50 reivindicaba los derechos de su raza en Estados Unidos. Es el disco “Turtle´s Dream”. Una

delicia, tiene la capacidad de transportarla al fondo del mar como si volara en una alfombra mágica, su conciencia navega libre sin brújula. Tarda casi una hora en salir del baño, el agua le ha venido muy bien al hombro. Pasa un tiempo en el ordenador buscando información sobre la excursión de mañana. Toma unas notas y en poco está lista para zambullirse en la cama. Todo cerrado, el aire acondicionado a tope y debajo del edredón. Activa la alarma de dos relojes. Es raro encastillarse en ese extraño lugar. Tiene la sensación de que cada día es más opaca a sí misma. Es difícil desenmarañar las razones por las que toma sus decisiones, o por las que dejar pasar unos minutos más sin tomar ninguna. Bárbara busca un momento de lucidez en el que resquebrajar la cáscara que la impide verse. Quizás sólo busca una excusa para hacer un requiebro más, inexplicable para muchos, inevitable para ella. Romper ese cascarón que la protege y la oculta de sus propias emociones. Para romper, es el único deseo que es capaz de reconocer con claridad, tiene que revivir y ordenar segundo a segundo los sentimientos que la han constituido y que ahora, sorprendentemente, la dejan ser feliz tirada sobre esta cama acogedora en medio del infierno podrido. Algunos de estos sentimientos son brutales, otros fueron alegres y se paladean como manjar de pescado crudo tocado por el wasabi, jengibre y las huevas de pez volador que estallan entre los dientes. Hay percepciones que son puro sushi. Cuando salga de allí se va a dar un homenaje en un buen restaurante japonés, piensa bajando a tierra por un instante. Y buscará otro disco de Abbey Lincoln, que le encanta. Pero hay emociones amargas, como el sabor a sangre que queda en la boca al despertar de una pesadilla. Lo que le resulta más llamativo de todo en ese

momento es que en medio del basurero se siente inmune, invulnerable, inalcanzable. Está sumergida en la batalla del recuerdo, del reflejo detallado y lento en el espejo. Juega con ventaja. Ya está en el purgatorio, que es un piso por encima del infierno pero justo el anterior al nirvana. ¿Está alucinando desde que salió del Hustler? ¿Es el bourbon, sin hielo y mezclado con cansancio extremo? Su cama del hotel se ha trasladado a la mismísima calle del delirio. Recuerda que hace unos minutos saludó al guardián que estaba sentado en la oscuridad detrás de la reja entreabierta, la sombra de un rifle sobre la pared. Plantó sus botas en el líquido desinfectante del barreño pero tropezó al salir. Menos mal que tras unos saltitos ridículos recuperó la compostura sin caer a cuatro patas sobre la lejía. A tientas, entre las sábanas, se lleva instintivamente las manos a la cara para olerlas. No puede decir con seguridad si la realidad existe, o si sólo existe el efecto que tiene sobre ella. Sólo cuando sea capaz de pasar al otro lado del muro en el que trata de esconderse sentirá por toda su piel, eso espera, un baño de agua fresca, crujiente, extremadamente oxigenada, que reposa en una piscina límpida y gélida tras estrellarse contra las rocas de una cascada gigante. Sus propios recuerdos son una caricia a un herido, es contarle un cuento a un ciego. La herida está hecha, pero el final de la historia está por contar. Puede tomar papel y bolígrafo y escribirlo. Reescribirlo como tenga el valor de hacerlo. De la exuberancia irracional de los mercados a la delirante realidad del desecho. Es así, y lo contrario también. El dolor y la felicidad. El amor no es posible sin contar con la podredumbre. Después de haber estado un año sin tomar anticonceptivos y no haber logrado quedarse embarazada, había optado por recurrir al bonito eufemismo de la

reproducción asistida. Desechó la fertilización in vitro que le había recomendado un médico del Upper East Side. Era demasiado agresivo, el tratamiento y el médico, que intuía sólo quería forrarse. Tras varios intentos de fertilización intrauterina que resultaron frustrados consiguió su embarazo de forma espontánea. Estaban los dos pletóricos en su mundo. Cerca de cumplir los tres meses de embarazo desapareció el latido en la ecografía. Simplemente ya no se oyó nada. Hubo que intervenirla para sacar el embrión que se resistía a abandonar su cuerpo. Las buenas noticias eran que podrían enviarlo a California para analizarlo y sabrían qué había fallado. La intervención fue rápida, en la consulta. Ella y el médico asistido por una enfermera. La recepcionista en la puerta. Una anestesia sin adrenalina la llevaría a un estado de semi-inconsciencia y la despertaría nada más terminar. No sintió nada. Su marido esperaba afuera triste pero muy compuesto. Le dio un beso muy suave en la frente al salir. Sin una sola lágrima, dibujó una sonrisa para devolverle el mismo control que él le ofrecía como refugio. Era hora punta. Imposible encontrar un taxi a esa hora cerca del Empire State Building. Primavera, luz azulada. Respiraba lentamente, conscientemente. Se encontraba bien como para ir en metro. Sintió como su marido apretaba un poco más fuerte su mano. Nunca se había sentido tan sola. Se concentraba en contener el hormigueo que empezaba a sentir en el estómago. No creía estar manchando siquiera. Le fascinaba que nadie percibiera su dolor inmenso que no cabía en el vagón. Cuantas veces ella habría estado al lado de alguien al que la pena estuviese a punto de pararle el corazón. ¿Cómo es posible no sentir esta presencia? Buscaba en los ojos de los demás algún reflejo que le devolviera la sensación de lo que era en esos momentos. Nadie le hizo ese regalo.

Se sentaron muy juntos, abatidos como nunca se habían sentido en los dos años que llevaban juntos. Entrelazaron los antebrazos, desde los codos, las muñecas pegadas, hasta cada uno de los dedos. Le conmovía ver los diez nudillos blanqueados por la tensión, cuerdas con las que se amarraban el uno al otro. Eso les salvó hasta llegar a casa. El tenía que volver al trabajo. El mercado estaba enloquecido. La burbuja de internet goteaba. Llamaría si necesitaba algo. No había nada que hacer. Con un poco de suerte se quedaría dormida. Se hizo el silencio. Se encontraba escandalosamente tranquila. Sería el efecto de la anestesia que la tenía adormecida el alma. Creyó dormirse, pero un fuerte dolor en el vientre la devolvió a la cama. Se incorporó sobre los codos y vio como la camiseta del pijama se movía. Estaba dormida sin duda, una mierda de sueño. Pero no, eran contracciones. Jamás lo había visto, jamás lo había sentido, pero era obvio que eran contracciones. Rompió a llorar por el hijo que no había tenido. Lloró hasta adormecerse. Bocabajo, las manos agarrándose la barriga. No había dolor allí hasta que se apretaba. Al menos las punzadas que provocaba lo hacían mensurable. El desgarro físico ponía límites tangibles a la tristeza que le hundía el alma en una ciénaga donde no había nadie. Escocía en seco, desde la garganta al estómago. El dolor recorría las células de su piel anestesiada y era casi una caricia. Resultaba suave el hormigueo que bulle dentro, burbujas ácidas de veneno. Se levantó y empezó a cambiarse. Se puso un vestido de seda verde, del verde de las manzanas. Rebuscó por los cajones hasta encontrar la cámara de fotos. Se recogió en el sillón, abrazándose las piernas para caber en el ángulo de la foto. Empezó a disparar. Así la encontró su marido, contrariada porque no lograba la foto que quería. Por un momento pensó que se había vuelto loca.

“Es dolor de verdad. Haz una foto. Por favor, toma una foto de mi dolor. No quiero olvidarlo. Nunca”. Y así lo hizo. Despacio, moviendo su cara suavemente, notando la tensión de sus brazos alrededor de sus piernas, que cierran la puerta al vacío que le han dejado dentro. Ya no lloró más. Se durmieron abrazados en la cama. La cámara en la mesilla. Las torres vigilando. Al día siguiente decidieron dejar la ciudad. Dejará su trabajo en la ciudad, comprarán un coche grande. Conjurarán al dolor y lo confinarán con las fotos del vestido de seda verde en el sillón. Lo guardarán todo en una caja de cartón para siempre. Se mudarán a una casa colonial muy vieja que ya habían visto en verano. Está en una pequeña isla entre el agua del río y de la playa. Las puestas de sol serán inigualables. Allí podrán criar a sus hijos, esos que seguro iban a tener pronto.

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