Alberto Moreiras Duke University
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El último dios: María Zambrano y el paso de la historia
Me interesa en particular trazar dos de las estructuras conceptuales que María Zambrano ofrece en El hombre y lo divino: “relación abismada” y “vida sin textura.” Y me interesa hacerlo contra un doble trasfondo: en primer lugar, contra el trasfondo de la definición de democracia en Persona y democracia como abandono o renuncia a la estructuración sacrificial de la historia; y en segundo lugar contra el trasfondo de lo que El hombre y lo divino ofrece como la disolución epocal de la identidad entre ser y pensar. No es necesariamente automática la obligación de reparar en que no hay abandono posible de la estructuración sacrificial de la historia mientras no haya abandono de toda noción de lo político como militancia subjetiva. Zambrano sigue en esto una intuición que sería Emmanuel Levinas el encargado de articular más diáfanamente para el pensamiento del siglo XX: si la militancia subjetiva es al mismo tiempo condición y resultado de la ontología, ir más allá de lo ontológico es también condición y resultado de un Decir ético en el que se guarda la posibilidad de toda política no sacrificial. Quizá Zambrano, en las intuiciones más profundas de El hombre y lo divino, atiende a ese Decir como frontera misma de la capacidad de articulación ético-política.
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En la equivalencia de ser y pensar se cifra el principio mismo de subjetividad soberana constitutivo de la modernidad. No hay soberanía sin subjetividad, pero tampoco hay subjetividad sin soberanía. Parodiando a Juan Donoso Cortés o a Carl Schmitt podríamos decir que en la subjetividad trascendental, que convierte la subjetividad en la matriz de todo lo pensable a partir de la identificación de sujeto y sustancia, se dan cita todos nuestros conceptos significativos en cuanto a lo político. Así, quizás Zambrano, en su meditación sostenida sobre la necesaria des-identificación de pensar y ser, apunte ya a una conceptualización alternativa de lo político.
Es, me parece, desde esa
conceptualización que el proyecto de abandono de la estructuración sacrificial de la historia se hace posible. Pero abandonar la estructuración sacrificial de la historia es también abandonar todo intento de política soberana, esto es, de establecer lo político sobre la base de un concepto intrapolítico de soberanía. Voy entonces a establecer un marco desde el que quiero ofrecer una hipótesis sobre María Zambrano en cuanto pensadora de lo político, o en cuanto pensadora de una posibilidad de lo político más allá de la subjetividad y más allá de la soberanía. Como dije, me voy a valer para ello de los conceptos relacionados de “relación abismada” y “vida sin textura,” que trataré de definir adecuadamente más adelante.
II. En relación con lo político como soberanía, ¿puede pensarse la primacía de lo político sobre la historia de forma absoluta o relativa? Si la autonomía de lo político es relativa, entonces la política todavía está subordinada a la historia en última instancia. Si la autonomía de la política es absoluta, sin embargo, entonces la política tiene que
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postularse como la norma de la acción. Pero una política absolutamente primaria, es decir, una política absolutamente soberana tendría que confiar en la inmanencia total de sus propias condiciones, y sería por lo tanto sin norma. Es decir, nos daría algo así como una norma sin norma para la acción. Una política sin norma, esto es, una política que sería en sí misma la medida normativa, sin recurso a una alteridad fundante o a un fundamento heterogéneo, solo puede ser una política de fuerza.
Y se nos habría
convertido en una ontología, como en el caso de Nietzsche y su voluntad de poder, principio ontológico de la “gran política.” ¿O bien sería posible encontrar una norma para la política fuera de la historia misma, y así fuera de la fuerza? Esa norma fuera de la historia no sería todavía una ontología, sino que encontraría su registro a algún nivel infraontológico, al nivel del deseo quizás, de un afecto normativo como el que Alain Badiou llama la “invariante comunista” o lo que Jacques Derrida llamaría la indeconstructibilidad de la llamada de la justicia. Si algo así como esa norma transhistórica o transpolítica existe, si la política emerge en ella como heteronormativa, es decir, dependiente siempre de un afecto exterior a sí misma, entonces habría que concluir que toda política es siempre partisana precisamente en la medida en que no se deja reducir a fuerza o a ontología de la fuerza. ¿Es lo partisano un determinante irreducible e incondicional de cualquier teoría de lo político? Lo partisano, entendido como el recurso heterónomo de todo posicionamiento político, sería por lo tanto la negación de la autonomía de lo político, o su límite. En Persona y democracia, de 1958, María Zambrano habla de la necesidad de un abandono de la historia sacrificial, y dice que sólo la democracia puede lograr ese abandono. Abandonar la historia sacrificial es renunciar a la estructura sacrificial de la
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historia. La estructura sacrificial de la historia consiste en que haya siempre víctimas e ídolos, dice Zambrano. Que la existencia de los ídolos se sostenga siempre sobre la existencia de las víctimas. Sólo la democracia, dice Zambrano, entre todos los sistemas políticos, guarda la posibilidad de marchar hacia un abandono de la estructura sacrificial de la historia. Doy por supuesto, aunque esto es algo que podríamos discutir, que no hay posibilidad de justicia social sin un abandono de la estructura sacrificial de la historia; también, que tanto la posibilidad de justicia social como la posibilidad del abandono de la estructura sacrificial de la historia, para mí dos definiciones de lo mismo, definen de hecho la esperanza fundamental de la política entendida desde un punto de vista democrático. La práctica de la democracia define una perspectiva antisacrificial de la acción.i
Esta definición es por cierto trasversal a otras definiciones del campo de lo
político, tales como la schmittiana basada en la división amigo/enemigo, o la división de lo social entre la parte del todo y la parte de la no-parte recientemente propuesta por Jacques Ranciére.ii Si la política queda exhaustivamente contenida por la división amigo/enemigo, entonces la política está definida por el poder: la política busca el poder—su adquisición o su posesión continuada—como poder de un grupo sobre otro grupo, aunque la necesidad de alianza de grupo es ya partisanía e introduce un elemento en sí ajeno al poder. Si la política marca el acto fundamental de aparición de una reivindicación de existencia de la parte de la no-parte, es decir, de aquella parte negada por la articulación ideológica de la totalidad social, entonces la política se define por el reconocimiento: la parte de la no-parte quiere ser reconocida en cuanto tal por la totalidad social, o quiere ser reconocida en cuanto totalidad social (el proletariado como clase universal, o el pueblo
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como voluntad general). Y si la política se entiende como la práctica del abandono de la estructuración sacrificial de la historia, entonces la política aparece como política específicamente democrática. En todas esas determinaciones emerge el pensamiento de que el único posible entendimiento no-partisano de lo político es el entendimiento de lo político como siempre de antemano partisano. Con una salvedad, que es previsiblemente la salvedad schmittiana, relacionada pero no subsumible en la noción de amigo/enemigo. Para decirlo en mexicano, hay un recurso no-partisano de lo político, un recurso a la fuerza, que es siempre “madrugarle al enemigo.” Es decir, sería político aquello que busca prevenir el riesgo tendencial de muerte a manos del enemigo: madrugamos para que no nos madruguen; nos madrugan para que no los madruguemos. Pero madrugarle al enemigo es una táctica de la política, y no define una política. Madrugarle al enemigo es siempre una acción partisana, y solo secundariamente acción de fuerza. ¿Cómo se vinculan entre sí estas tres definiciones?
Podemos imaginar una
interacción compleja entre elementos de demanda de poder, de demanda de reconocimiento, o de demanda democrática en cualquier situación concreta.
Sin
embargo, en su límite, las tres definiciones son incompatibles: la demanda de poder sojuzga a un grupo u otro, pues su límite es la existencia del enemigo, y así es antidemocrática y propiamente sacrificial; la demanda de democracia renuncia al poder y es más bien concebible como antipoder total, en la medida en que sólo puede absorber el poder radical de la no-aplicación del poder; y la demanda de reconocimiento, aunque sólo articulable mediante la simultánea demanda de poder y la demanda de justicia social, ni puede ser simple demanda de poder ni puede ser simple demanda de justicia social. Por lo tanto las tres definiciones se exceden mutuamente, y en su conjunto forman algo así
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como una aporía de lo político. Lo político sería entonces la negociación infinita entre esas tres demandas: poder, reconocimiento, y fin del sacrificio social. Si esto es así, todavía resulta verdadero que la democracia constituye el único modo posible de perseguir simultáneamente la negociación de esas tres demandas. Ningún otro sistema—ni el monárquico, ni el dictatorial, ni el consular, ni el oligárquico—permite la incorporación incondicional de la tercera demanda: la demanda del fin de la estructura sacrificial de la historia. La democracia, en cambio, autoriza demandas incondicionales de poder y de reconocimiento—aunque, por supuesto, no cualquier demanda de poder o de reconocimiento, sino sólo algunas, como la demanda de poder popular, o la demanda de reconocimiento de las clases y así la abolición política de clases, la demanda de reconocimiento de género, y así la abolición política del género— aunque las supedite o subordine a su fin esencial, que es la conquista del fin de la estructura sacrificial de la historia. Sólo en el horizonte de la democracia es posible pensar en la subsunción total de poder, reconocimiento y fin del sacrificio. Pero tal subsunción—de ahí la aporía—sería, de lograrse, también el fin de la política, y así necesariamente también el fin de la democracia, y por lo tanto el fin del fin del sacrificio.
III. Vayamos entonces al libro que a mi juicio establece las condiciones de posibilidad del pensamiento de la democracia en la Zambrano madura.
Se puede
entender El hombre y lo divino (1955) como un libro que quiere contar la historia de un olvido. El olvido no es, en este libro, el olvido del ser—es más bien el olvido de Dios, que está, para Zambrano, como para Levinas, más allá del ser, y con Dios el olvido de la
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dimensión de lo sagrado, y también el olvido de la dimensión de lo divino. Dios, lo sagrado, lo divino—esa es para Zambrano la constelación de un olvido epocal, registro de una insuficiencia en la experiencia filosófica de la época. Ocurre en los años de Roma, y así la mención repetida en el libro de la célebre basílica pitagórica está lejos de ser incidental, como tampoco es incidental la referencia al imperio romano y su universalismo. Zambrano se pregunta si “la suerte de la blanca capilla” pitagórica está hoy a punto de declarar “su oculto sentido” (116-17)--¿contra el imperio? ¿Qué secreto guarda entonces Roma, del lado de los vencidos?
¿Y de qué sirve el olvido de Dios
cuando se trata de pensar, no ya la democracia, sino la posibilidad de una política antisacrificial, radicalmente antisoberana? ¿Cómo tratar de un olvido? En la medida en que el olvido es radical no es accesible a la memoria de la pensadora. Pueden rescatarse trazas a lo sumo, en la medida en que resta memoria del olvido mismo. Pensar la traza del olvido de lo divino ¿es una empresa teológica o filosófica?
Más allá de esa complicada decisión—pensar
teológicamente, pensar filosóficamente lo divino en cuanto olvido—¿hacia qué apunta un tratado sobre el olvido de lo divino histórica y políticamente? En 1955, en Roma, en el corazón de la Europa latina y cristiana, es decir, de la Europa católica. El olvido de lo divino es también, por lo pronto, olvido de la soberanía transpolítica del dios ontoteológico. ¿Sería indagar en ese olvido necesariamente remontar las fuentes de la secularización y restablecer la posibilidad de la norma ontoteológica?
¿O es la
ontoteología, absolutamente fundada en torno a la noción de presencia soberana, en sí ya un olvido de lo divino? Si la política en la modernidad es secularización del postulado ontoteológico, una política asentada en la crítica de la ontoteología como olvido de lo
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divino no presupone el retorno a ninguna noción de soberanía transpolítica, aunque presuponga la necesidad de una destrucción del concepto de soberanía secularizada. Veremos que pensar el olvido de lo divino define en Zambrano una tarea muy otra que aquella que Martin Heidegger habría determinado como la necesidad filosófica de la época: pensar el olvido del ser.
En sus lecciones sobre Parménides, de 1942-43,
Heidegger había enlazado pensamiento del olvido del ser y destrucción del pensamiento imperial de lo político, para él ligado con la curialización de la herencia griega a partir de la traducción latina de los conceptos fundamentales del “primer comienzo” de la filosofía en Grecia. La política occidental se conforma para Heidegger en la internalización eclesiástica del concepto de hegemonía imperial romana. Pensar el olvido del ser es para Heidegger pensar una posibilidad no-imperial de lo político. Zambrano busca lo mismo desde el pensamiento del olvido de lo divino. En esa posibilidad no-imperial—que para Zambrano tendría un nombre posiblemente antipático para Heidegger: democracia—la categoría fundamental para Zambrano es la de “relación abismada:” solo puede pensarse el olvido de Dios a partir del entendimiento histórico de la relación abismada con lo divino. Pero permítanme no entretenerme todavía en esa definición. Hay en El hombre y lo divino alguna referencia semioculta a la Carta sobre el humanismo (1947) de Heidegger. Como es sabido, ese opúsculo heideggeriano quiso rendir cuenta del presente de la posguerra mundial a través de una curiosa apuesta por un “pensar que abandona la subjetividad” (264). No parece haberse ahondado lo bastante en ese proyecto heideggeriano, a pesar de constituir un motivo constante en su pensamiento, ligado a la crítica radical de la subjetividad trascendental hegeliana, para Heidegger consustancial a la historia de la metafísica en su momento de consumación y
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agotamiento.
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¿Cómo pensar contra la subjetividad?
El proyecto mismo sonará
vagamente ridículo hoy, o más bien, sobre todo hoy, puesto que la subjetividad subyace por todas partes como lo propiamente impensado de nuestras presuposiciones. Contra Heidegger, y hay que saber si también contra Zambrano, la ideología contemporánea postula la subjetividad como la verdadera casa del ser, el refugio último contra la desprotección que “está llegando a ser el destino del mundo” (Heidegger, Carta 219). Pero la subjetividad es para Heidegger la desprotección misma.
¿También para
Zambrano? ¿Para nosotros? En La pregunta sobre la técnica, de 1954, es decir, casi al tiempo de la publicación de El hombre y lo divino, Heidegger refiere a “doctrinas filosóficas fundamentales” en cuyo nombre se librará, dice, la lucha por el dominio del mundo. Ambas doctrinas fundamentales son producto de la metafísica en su consumación—la doctrina nietzscheana de la subjetividad incondicional de la voluntad de poder y el materialismo hegeliano-marxista, del que había dicho en Carta: “La esencia del materialismo [consiste] . . . en una determinación metafísica según la cual cada ser aparece como materia del trabajo. La esencia metafísica moderna del trabajo queda adelantada en Hegel . . . como el proceso auto-estableciente de la producción incondicionada, que es la objetificación de lo real experimentado como subjetividad” (220). Nietzscheanismo y materialismo hegeliano-marxista nombran para Heidegger el peligro, y es un peligro específicamente político. Con ambas doctrinas el pensamiento europeo entra, según Heidegger, en un reaccionarismo esencial, pues queda atrás, queda rezagado con respecto del “curso esencial de un destino mundial auroral [o emergente] que sin embargo, en sus rasgos fundamentales . . . permanece europeo por definición”
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(220-21).
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La influencia de Carl Schmitt en Heidegger es aquí tan notoria como
inconfesada.
Son palabras en alguna medida enigmáticas, pues el desfase del
pensamiento europeo con respecto de sí mismo parece asumir la culpa de una conflagración mundial: Europa no puede pensar su propia época, y así es que Europa forzará o propiciará una hecatombe presumiblemente mayor que la que en 1947 humeaba todavía en el sur de Alemania. En 1947 Heidegger todavía está viendo llegar el desastre, a despecho de sus reflexiones sobre el “poder de salvación” que pueda siempre alentar en él. ¿Busca Zambrano, en sus años de Roma, el establecimiento de una opción para el pensar a la vez anti-nietzscheana y antimaterialista y de carácter salvador? Sin duda. Su tematización aparentemente proteológica y antifilosófica de lo divino—de Dios, lo sagrado y lo divino—busca otorgar esa alternativa al pensamiento europeo. Hay una voluntad específica en Zambrano de pensar un comienzo otro, y esa voluntad es consustancial al establecimiento de un proyecto histórico-político para Europa. Pensar Europa, desde Roma, incluso desde la pequeña capilla pitagórica romana, y en su condición de exiliada republicana española, pensar Europa desde el duelo, y desde el duelo por el olvido de Dios, es ciertamente pensar el futuro del mundo en su relación abismal con el dios desconocido, con el último dios: un dios presumiblemente ya no ontoteológico. La ontoteología, para Zambrano como para Heidegger, es en sí olvido de Dios.
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IV. En la sección 74 de Ser y tiempo Heidegger hace descansar la totalidad de la analítica ontológica en la noción de historicidad auténtica. Dice Heidegger: La resolución, en la que el Dasein retorna a sí mismo, abre las posibilidades fácticas del existir propio a partir del legado que ese existir asume en cuanto arrojado. El retorno resuelto a la condición de arrojado encierra en sí una entrega de posibilidades recibidas por tradición, aunque no necesariamente en cuanto tales. Si todo bien es un legado, y si el carácter de la bondad consiste en la posibilitación de la existencia propia, entonces en la resolución se constituye siempre la trasmisión de un patrimonio . . . La finitud, cuando es asumida, sustrae a la existencia de la infinita multiplicidad de posibilidades de bienestar, facilidad, huida de responsabilidades, que inmediatamente se ofrecen, y lleva al Dasein a la simplicidad de su destino. (399-400) Ahora bien, esta simplicidad del destino histórico, asumida en resolución, en anticipación de la muerte, y en la repetición de un legado, en la que culmina el establecimiento de toda posibilidad de auténtica comunidad histórico-política para Heidegger, ignora la facticidad terrible de lo que voy a llamar des-legación. Y quiero ya plantear la hipótesis fuerte de que quizá sólo un pensar de la des-legación pueda ser un pensar propiamente democrático en el sentido de Zambrano: es decir, que sólo el pensar de la des-legación pueda eventualmente lograr el abandono de la estructura sacrificial de la historia. El legado, incluso en su sentido más auténtico, como otorgador de una “simplicidad de destino,” es creador de sacrificio y entronizador de ídolos. A partir del
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legado, y a partir de la finitud necesaria de todo legado, el mundo no puede sino dividirse entre ídolos y víctimas, y las víctimas son precisamente aquellas para quienes el acceso al legado está constitucionalmente restringido o imposibilitado. El pensamiento del legado comunitario—y ese legado nunca dejó para Heidegger de ser muy específicamente el legado germánico, en la medida en que para Heidegger lo germánico constituye la periferia europea de lo imperial romano y guarda en cuanto tal la posibilidad de un comienzo-otro del pensar mismo del legado, un legado no curializado, un legado no automáticamente traducido a las reglas de la hegemonía romana, como era necesariamente el caso para los países latinizados—es posiblemente la contribución más explícitamente política de Ser y tiempo.
Pero en la hipóstasis del legado como
instrumento de una nueva política se arruina la posibilidad de pensar la política por afuera de una subjetividad constituyente, y en tanto que constituyente también exclusiva. La política de la subjetividad, en la que Heidegger recae necesariamente a partir del comunitarismo Volkisch del ser-ahí entendido como posibilidad resuelta de la afirmación de un legado, como toda política culturalista, no puede sustraerse a su condición radicalmente sacrificial. Los ídolos de la tribu reclamarán siempre sus derechos. Con respecto de un legado histórico, la des-legación es el afuera. En el olvido de la facticidad de la des-legación la crítica heideggeriana de la subjetividad no puede evitar una caída política en la repetición de un comunitarismo subjetivizante, pues basado en la interpelación de una memoria histórica. El olvido de la des-legación es también clausura al Da- del Dasein, pues hay des-legación, y no solamente en cuanto inautenticidad. La repetición de un legado, auténtica o no, excluye la des-legación, la des-piensa. Deslegado es el que no puede repetir un legado, y entra así en el olvido. El abandono de la
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subjetividad, el logro de un pensamiento que abandona la subjetividad, no es posible en la estela de la aceptación resuelta de un legado histórico—antes bien, supone fundamentalmente pensar la des-legación, pensar el olvido en aquello que no se deja ser recordado. Y este es a mi juicio el proyecto político de María Zambrano a partir de El hombre y lo divino. ¿Y si lo repetido pudiera ser la des-legación misma,? ¿si lo repetido pudiera ser, en el nombre de la acción histórico-política misma, la desnominación en cuanto tal? ¿No es esta la única forma cabal de pensar el olvido? ¿No es esa búsqueda abierta de lo innominado e innominable precisamente la tensión más relevante del texto de Zambrano? En El hombre y lo divino se invierten las condiciones que regulan la diferencia entre teología y filosofía en la medida en que, si la filosofía permanece como saber ontológico, saber del ser en cuanto tal, el saber que reclama Zambrano no es saber positivo alguno sobre un ente, aunque tal ente fuera el ente máximo o el ente de entes: Zambrano no busca el restablecimiento ontoteológico. Más bien, la ciencia de lo divino y de lo sagrado, la ciencia de Dios o del último dios, es en Zambrano una ciencia del no-ser, y así no una ciencia teológica, sino más bien una a-teología cuyo énfasis en el exceso ontológico, en la demasía con respecto de la visión filosófica, alcanza rango de a-teología política. ¿Es El hombre y lo divino una a-teología política? ¿Nos da al menos lo que la fenomenología nombra “indicación formal” de una posible a-teología política? En su decir poético, siempre al margen o en exceso de cualquier intento de nombrar representacional o calculativamente el ente regional, de hecho, moviéndose ya en la región arregional, puesto que fuera de todo horizonte ontológico, de lo divino o de lo
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sagrado o del dios, el texto de Zambrano sobre el olvido de lo divino, sobre la deslegación de lo divino en nuestro tiempo, puede otorgar el principio de una posibilidad tan política como a-teológica de un pensamiento más allá de la subjetividad. Quizás esa posibilidad ignota del pensar constituya para Zambrano lo que ella misma llama la “reserva histórica que los vencidos constituyen siempre,” en cuanto tal el lugar de “lo imperceptible en épocas enteras, lo que quedó vencido, lo no llegado a la razón o lo sobrado de ella, simiente de la razón futura” (Zambrano 115). La noción de relación abismada aparece en el texto de Zambrano al principio del capítulo llamado “Dios ha muerto,” reflexión sostenida sobre la doctrina de Nietzsche. Para Zambrano el “hombre actual” encarna, en cuanto actual, “toda la historia religiosa de la humanidad condensada, . . . todos los conflictos que se han presentado en los instantes decisivos de la historia” (127). Hay por lo tanto también un pensamiento fuerte del legado en Zambrano, pero es un legado anónimo y coextensivo a la historia de la humanidad. Así, para Zambrano la expresión nietzscheana “Dios ha muerto” no es el anuncio de una liberación, no es el anuncio del principio de otra historia, sino que marca justamente el momento del abismamiento de la historia del presente: el momento en el que el olvido de Dios se hace oficial, por así decirlo, y se olvida en cuanto olvido. Dice Zambrano: “Podrían dividirse las cosas de la vida en dos categorías: aquellas que desaparecen cuando las negamos y aquellas otras de realidad misteriosa que, aun negadas, dejan intactas nuestra relación con ellas. Así, eso que se oculta en la palabra casi impronunciable hoy, Dios” (126). Zambrano continua: Cuanto más fuera de nuestro horizonte quede el objeto, más amplia, profunda es nuestra relación con él, hasta invadir el área entera de nuestra
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vida, hasta dejar de ser una relación en el sentido estricto del término . . . Cuando uno de [los dos términos de una relación] . . . desaparece, se abisma la relación. Y entonces sucede simplemente que el otro, el que no puede desaparecer—en este caso, nosotros, nuestra humana vida—queda sumido en una situación indefinible, queda, a su vez, abismado. (126) El olvido no marca por lo tanto el fin de una relación, ni aun en el caso de un olvido radical. La traza del olvido es estructural: cuanto más olvido, más abismada la relación con el objeto olvidado, pero abismar la relación no significa borrarla.
La
relación abismada marca una coextensión: aquello que se abisma invade “el área entera de nuestra vida.” Y así, al abismarse, abisma también la vida, ya sin posibilidad futura de rescate de un legado, ya sin posible resolución en pro de la simplicidad de un destino: con la salvedad de que, paradójica o incluso aporéticamente, el olvido es el legado, es decir, la des-legación es el legado. El hombre contemporáneo vive en relación abismada—dios ha desaparecido, ha muerto, o ha sido negado, pero de forma tal que nuestra relación con él ha pasado, en el olvido, a invadir el área entera de nuestra vida. Vivir en relación abismada significa vivir en el olvido del olvido, y así en memoria abismada. Si encarnamos todos los conflictos de la historia, la historia entera de la humanidad religiosa, es decir, de la relación de la humanidad con lo divino, y si lo hacemos abismadamente, nuestro legado es la deslegación misma, pero en la medida en que no hay des-legación sin legado. La deslegación abisma el legado. La des-legación es el abismo de nuestro tiempo—algo que ya los exiliados republicanos españoles entendían mucho mejor que Heidegger mismo. En el concepto de relación abismada con lo divino Zambrano invierte el signo comunitarista
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y culturalista del parágrafo 74 de Ser y tiempo y anuncia la posibilidad de un pensamiento de lo político basado en la experiencia de la des-legación radical. Ahora bien, si la des-legación abisma el legado, ¿cómo entonces extraer de esta extraña figura zambraniana, de esta relectura radical del concepto de historicidad auténtica en Ser y tiempo, relevancia política? ¿Qué concepto de lo político atiende al recuerdo imposible de la des-legación?
V. Postulemos, para pensar lo político, dos formas primarias o dominantes de militancia ontoteológica en la modernidad. En una el militante—sujeto formal de una práctica de la voluntad—busca la explotación exhaustiva del ser, la identificación del ser con la práctica militante. El sujeto como singular absoluto reduce el residuo de su inmanencia autista, concibe el mundo como lo infinitamente reducible, y afirma su propia apoteosis en la clausura del mundo en sujeto y del sujeto en mundo. Esta es la figura necesaria del sujeto comunista, o comunitarista, que coincide aquí con el sujeto neoliberal: sujeto progresista, en suma, sujeto que confía en el avance de la historia a partir de una asunción expresa del mundo como proyecto subjetivo.
En la otra el
militante pone su énfasis en la distancia, en la pérdida con respecto de la cual el sujeto se constituye en abierta deconstitución, traspasado por su propia resistencia, afirmando una trascendencia ciega con respecto de aquello que al darse se pierde en cuanto tal. Este es el sujeto reaccionario. En ambos casos, el fundamento ontoteológico es fundamento porque el mundo comparece como una entidad con respecto de la cual sólo cabe insistencia o resistencia. En la primera militancia la insistencia es voluntad de saturación:
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el mundo será uno-todo en su coalescencia con un sujeto sólo respecto del cual puede darse un mundo. En la segunda militancia la resistencia es voluntad de distancia: el mundo es siempre de antemano uno-todo, el sujeto vive en el trance de su expulsión hacia la nada, y el mundo se da en esa retirada misma, comparece como horizonte siempre en desvanecimiento, y precisamente no de otra manera. Pero tanto en uno como en otro sujeto, la des-legación no es radical, sino sólo el horizonte de insistencia o resistencia.
Para los dos sujetos de la militancia ontoteológica la des-legación no
constituye relación abismada. Felipe Martínez Marzoa, en Heidegger y su tiempo, habla de una distancia de la distancia, “sólo la distancia que hay en el hecho de entender” el juego mismo de la distancia y su negación. Pero, dice, “ese ‘sólo’ no tiene nada de minimización.” La distancia de la distancia, distancia tanto de la segunda militancia (militancia reaccionaria) como de su negación (primera militancia, militancia progresista), es más bien “enorme, inmensurable.” Distancia de la distancia y de su negación, distancia de la insistencia sujeto-mundo y de la pérdida del mundo en la resistencia a su pérdida: apenas un hacerse relevante, un comparecer o acontecer, un “comparecer solo en cuanto substraerse” (Martínez Marzoa, 45; 46). Ese comparecer substrayéndose, lo que comparece y se sustrae a la vez, no es el sujeto de lo político, sino aquello que incide y mora en lo no pensado con respecto del subjetivismo moderno. En lo político, el progresismo es la forma de la primera militancia. Lo reaccionario es la forma de la segunda. La distancia de la distancia es la promesa de otro gesto constitutivo de lo político. El concepto de “vida sin textura” en El hombre y lo divino atiende precisamente a una disolución de toda insistencia y de toda resistencia subjetivas, y por lo tanto también
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a una posibilidad de experiencia al margen de la experiencia autista en la militancia ontoteológica. A partir de su radicalización de la noción de des-legación dice Zambrano que la acción de la nada es viviente. Diríase que es la vida sin textura, sin consistencia. La vida que tiene una textura, es ya ser, aunque en la vida siempre hay más que la textura y por ello en el hombre es más que en quienes sólo es textura. En el hombre, la nada muestra que es más que ser, ser a la manera de las cosas, de los objetos. Por eso, en el hombre a medida que crece el ser crece la nada. Y entonces la nada funciona a manera de la posibilidad. La nada hace nacer. (169) Hay pues una vida con textura, o una textura de la vida, articulable a partir del legado. Pero la nada es precisamente lo que “no puede ser pensad[o] en función de ser, del Ser” (165). La nada es consecuencia radical de la relación abismada, consecuencia del olvido de todo legado. Es la disolución de la equivalencia ser/pensar. Sólo para la conciencia filosófica, y más propiamente para la filosofía en tanto filosofía de la conciencia, en tanto filosofía del sujeto, es la nada propiciadora del nihilismo. En Zambrano la nada no anuncia el nihilismo, sino que “hace nacer” al fondo sagrado: “El fondo sagrado de donde el hombre se fuera despertando lentamente como del sueño inicial reaparece ahora en la nada” (173). La nada es el exceso de la subjetividad, la absoluta resistencia a la subjetividad, “una resistencia que no es ser, puesto que el sujeto pensante de ningún ser sabe que no sea sí mismo” (174). Y eso que no es ser es nada: “mas es todo; es el fondo innominado que no es idea” (174). Pensar el fondo innominado en cuanto nada es para Zambrano pensar “la última aparición de lo sagrado” (162), el último dios. Es la tarea
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filosófica del presente, entendida como “conversión” (164), en la medida en que exige una renuncia a la renuncia, una renuncia a la renuncia al exceso del ser, al no ser, al infierno o a la nada, y sólo en esa renuncia a la renuncia se abre la totalidad del pensamiento. Zambrano habla de un “desmoronamiento de lo que es textura, ser en la vida humana” (169)
como condición esencial de esa posibilidad de sentir o de
experiencia filosófica: “la nada asemeja ser la sombra de un todo que no accede a ser discernido, el vacío de un lleno tan compacto que es su equivalente, la negativa muda informulada a toda revelación. Es lo sagrado puro sin indicio alguno de que permitirá ser develado” (175). En este difícil pensamiento de la vida sin textura se anuncia, creo, la posibilidad radical de un pensar el fin de la estructura sacrificial de la historia. En relación abismada, es preciso pensar o padecer lo sagrado puro, con respecto del cual no hay indicio de develamiento. Pensar o padecer lo sagrado puro es hacer la prueba del último dios, ese dios que ya ocupa el área total de nuestra vida como olvido y como olvido del olvido. En la vida sin textura, vida sin ser, vida sin bios, sólo accesible desde una relación abismada, en sí consecuencia necesaria de la afirmación de la muerte de Dios, se da la posibilidad y por lo tanto también la necesidad de la experiencia del último dios, y así de una resacralización de la vida, y de su recuerdo. Recordar la vida, contra toda subjetivación biopolítica—esa es la reserva histórica de los vencidos en cuanto vencidos, y el principio de otra política, y así otro principio. Contra la soberanía de la subjetividad ontoteológica, una ateología política antisoberana. ¿Es ese el sentido último o presente de la “blanca capilla” pitagórica en el corazón de un imperio ya caduco?
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Biblioteca SAAVEDRA FAJARDO de Pensamiento Político Hispano
Alberto Moreiras, El último dios: María Zambrano y el paso de la historia.
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