EL ÚLTIMO EXPRESIONISTA 1. Luis Arenas

El último expresionista 1 EL ÚLTIMO EXPRESIONISTA1 Luis Arenas ([email protected]) Publicado en: Sánchez Durá, N. (ed.), Cultura contra civili

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El último expresionista

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EL ÚLTIMO EXPRESIONISTA1

Luis Arenas ([email protected])

Publicado en: Sánchez Durá, N. (ed.), Cultura contra civilización. En torno a Wittgenstein, Valencia: Pre-textos, 2007.

1. El interés de la filosofía por el arte puede rastrearse desde antiguo. Su reserva y desconfianza hacia él, también. Seguramente fue Platón el primero en dictaminar el lugar que los artistas y sus creaciones habrían de ocupar en una polis racionalmente ordenada. Desde esa primera (y para algunos siniestra) tentativa de dar al arte un lugar, de Aristóteles a Hegel, de Tomás de Aquino a Derrida, no es difícil recopilar las miles de páginas en las que el esfuerzo conceptual más depurado se da de bruces contra el intento de elucidar el secreto oculto que guardan esos peculiares productos humanos que llamamos obras de arte: producidos por la mano del hombre (artefactos en su sentido más literal, como las herramientas y las máquinas), pero no exactamente útiles; valiosos para quien los contempla, como solo las cosas innecesarias pueden serlo; improbables, como la felicidad o el amor y, no obstante, imprescindibles. El juego, en todo caso, ha sido siempre el mismo: la filosofía ha tratado de apropiarse desde sus categorías (mímesis, goce, desinterés, verdad) de esa inasible realidad que es el arte. Prestarle su luz. Otorgarle la ininteligibilidad que otros discursos eran incapaces de allegarle. Para ello con el tiempo llegó a asignarle a ese objeto una disciplina específica que desde el barroco reconocemos bajo el nombre de Estética. Y, sin embargo, con algunas heterodoxas excepciones (quizá Nietzsche sea la más palmaria), la filosofía no ha sido capaz de realizar el movimiento inverso: dejarse atravesar ella misma por el arte. Pero ahora que hace ya tiempo las pretensiones cognitivas de la filosofía han ido adelgazando hasta quedarse en los huesos, cabe preguntarse si tiene sentido seguir resistiéndose a que una mirada estética se apropie al menos por un instante de la filosofía para decir sobre ella una palabra. Se trataría de invertir el adagio hegeliano que hacía del arte “el resplandor sensible de la Idea”, para probar a degustar la filosofía como si con ella se tratase de hallar el “brillo conceptual de lo sensible”. Tal es el propósito de estas páginas. En ellas trataré de sugerir una cierta interpretación del joven Heidegger en la que se hagan patentes los nexos de su obra temprana —culminada por la publicación de Ser y tiempo— con los motivos y temáticas de un movimiento estético como el expresionismo que, en sus diferentes variantes (pictórico, fílmico, literario, musical y arquitectónico), capitalizó las energías creativas de buena parte de los artistas austríacos y alemanes de principios del siglo XX. 1

Versiones parciales de este trabajo se presentaron y discutieron en forma de conferencia en el XLII Congreso de Filósofos Jóvenes (bajo el tema “Filosofía y Cine”), celebrado en Salamanca, en abril de 2005, así como en el I Encuentro Internacional “Cultura y Civilización” (bajo el tema “Las artes y el discurso estético en la Europa de fin de siècle”), celebrado en Valencia, en abril de 2006.

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Porque, en efecto, la pintura, la literatura, el teatro, el cine, la música o la arquitectura expresionista han sido objeto de un interés ininterrumpido entre los historiadores y los críticos de arte. Pero hasta donde sé, la pregunta que no había sido formulada aún es la que se interroga en torno a si cabe hablar también de una filosofía expresionista. Que la obra del primer Heidegger se pliega a esa caracterización con una sorprendente naturalidad es la tesis a favor de la que querría argumentar en lo que sigue. Lo que propongo, en definitiva, es leer la filosofía de Heidegger en clave críticocultural. Poner en relación sus abstracciones con las que en el terreno de la estética el expresionismo venía exigiendo desde antes del estallido de la I Guerra Mundial. Tal vez con ello viéramos hasta qué punto la filosofía del joven Heidegger podría constituir —a través de ese lenguaje por momentos sugerente y misterioso, por momentos ampuloso y huero— la codificación en clave metafísica de la crisis epocal de la que trata de dar cuenta el expresionismo pictórico, cinematográfico y literario. El gesto expresionista, revolucionario, radical y confuso como era desde un punto de vista político, se mostraba, sin embargo, nítido en su pretensión última: levantar acta definitiva de un desmoronamiento generalizado que afectaba a los cimientos de una civilización que en ese instante parecía empezar a vislumbrar la magnitud de la crisis en que se veía sumida. Esa era también la pretensión de la filosofía de Martin Heidegger, probablemente el filósofo que mejor captará el Zeitgeist de la Europa de entreguerras: diagnosticar —por decirlo con una fórmula simmeliana que ya se ha hecho moneda corriente— la tragedia de la cultura moderna.

2. Como es bien sabido, la Alemania de finales de siglo XIX estaba sumida en una atmósfera saturada por múltiples tensiones cuyo origen último hay que cifrar en el imparable proceso de transformación social, económica y cultural que impuso el proceso de industrialización al que se ve sometida la sociedad europea desde mediados del siglo XIX. De esas múltiples tensiones aquí querríamos recortar algunos temas que constituyeron motivos recurrentes del expresionismo artístico y que, planteados en el lenguaje de la alta metafísica, quedan reflejados también en la filosofía del primer Heidegger. Me referiré en concreto a tres motivos. El primero de ellos es aquel que ve en la gran metrópoli moderna el signo de una vida amenazada y deshumanizada por el imparable viento de la modernización. Vinculado íntimamente con este tema cabe situar, en segundo lugar, el efecto del impacto que la técnica moderna comienza a generar desde los albores del siglo XX en la conciencia europea. Esta dimensión, llamada a revolucionar por completo la vida de los europeos, es vista en las primeras décadas del siglo con tanta fascinación como ansiedad. El futurismo artístico podría ser un ejemplo de lo primero. Como tendremos ocasión de ver, el expresionismo (y la propia filosofía de Heidegger) serán ejemplos palmarios de lo segundo. Por último, me referiré a un tema que muestra mejor que ningún otro la conciencia desgarrada y trágica con la que la Europa de entreguerras vivió la traumática experiencia de la guerra. Me refiero a la presencia de la muerte en el imaginario artístico pero también filosófico de los años veinte. La muerte será una figura alegórica recurrente de una época que se veía a sí misma atravesada por la trágica experiencia de la Gran Guerra y para la que la muerte significaba el final. Y esta vez un final absoluto y definitivo, habida cuenta de que los ecos del “Dios ha muerto” nietzscheano y la inevitable deriva nihilista que lo acompañaron, se dejaban ya escuchar alcanzando a amplios sectores de la conciencia europea. Trataré de señalar cómo cuando Heidegger define al Dasein como ser-para-lamuerte y hace de esa finitud el rasgo esencial del ser humano, no está sino acertando a

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canalizar bajo una formulación abstracta una pulsión presente en la conciencia estética de la época. Pero, amén de esos contenidos temáticos materiales, existen algunos elementos formales que permiten vincular el movimiento expresionista con la temprana filosofía de Heidegger. Con ellos querríamos comenzar.

3. En una fecha tan temprana como 1914, y en una de las primeras monografías dedicadas a este movimiento, Paul Fechter uno de los más influyentes críticos de arte de la Alemania de la época se refería así al expresionismo: “Es la expresión de la necesidad metafísica del pueblo alemán”. Con su apuesta estética a favor de un fuerte antiintelectualismo, antinaturalismo e irracionalismo, el expresionismo parecía ser, ciertamente, el efecto de una tendencia metafísica muy arraigada en la espiritualidad alemana del gótico al romanticismo y que a finales del siglo XIX había reaparecido con una fuerza extraordinaria en la figura y en la obra —a la par artística y filosófica— de Friedrich Nietzsche. El expresionismo rompía con el academicismo dominante en los salones oficiales, inspirados en el gusto decadente y grandilocuente de la estética Guillermina. Frente a ello, ese movimiento —que se iría abriendo paso hasta casi dominar por completo la escena artística y la atmósfera intelectual alemana de los años veinte— proponía una visión de lo humano dominada por el desgarro y el dolor de la existencia humana, por lo excesivo y lo grotesco, por la recreación exagerada y fáustica de la realidad dominante. Desde un punto de vista plástico, con su tendencia a la deformación expresiva de la realidad, el expresionismo daba un giro de tuerca más a la crisis que el realismo y el naturalismo venían sufriendo desde finales del XIX con el impresionismo o el fauvismo. Del futurismo al surrealismo, del cubismo al dadaísmo, cada una de las nuevas vanguardias había intentado responder a su modo a esa crisis de la mirada realista en pintura. Los pintores expresionistas, con su participación en la Secesión berlinesa ya en 1911, se sumaban a esa denuncia del realismo academicista que dominaba los salones oficiales. Pero de la crisis del realismo que sufre la pintura y el cine expresionista deseo destacar ante todo un aspecto: el realismo ha sido apartado de la representación expresionista porque en ella se busca más dar salida a los sentimientos y vivencias íntimas del creador que atenerse a una representación fiel y reduplicadora de la realidad. Las abigarradas y antinaturales formas de la pintura o el cine expresionista eran respuesta a la necesidad de transfigurar de ese modo violento lo real para dejar aparecer la verdad oculta tras el velo de apariencia que habitualmente nos cierra el paso al ente. Dicho de otra forma, en el caso del expresionismo, ese antirrealismo se abraza en virtud de la supuesta incapacidad de una “mirada objetivista” de captar la verdadera naturaleza de la realidad. Con ello, los expresionistas parecen haber puesto en obra aquello que Heidegger teorizará en Ser y tiempo: la importancia de la Stimmung, del “estado de ánimo” en la apertura al mundo del Dasein. El expresionismo ha intentado romper la ecuación entre naturalismo y verdad; entre “objetividad” y “suspensión o puesta entre paréntesis del sentimiento”. Ganamos la verdad no cuando nos plegamos dócilmente a la apariencia sino cuando, en una batalla que tiene mucho de agónico, mostramos lo amenazante, siniestro y perturbador de la realidad cotidiana. Este primer aspecto nos permite conectar con un elemento esencial de la filosofía de Heidegger: la importancia que Heidegger concede a la Befindlichkeit. El “encontrarse” (traducción de Gaos) o la disposición afectiva (en la traducción de Jorge

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Rivera) en relación con el fenómeno del comprender o, como diríamos con un lenguaje más contemporáneo, la dimensión cognitiva de la afectividad, era un aspecto al que el racionalismo dominante había vuelto la espalda. Conocer (como caso particular del comprender) exigía la puesta entre paréntesis de los afectos. Heidegger, a tono con las demandas de la estética de la expresión, reclamará justo lo contrario: “Desde un punto de vista ontológico fundamental es necesario confiar el descubrimiento primario del mundo al mero estado de ánimo. Una mera intuición [en el sentido kantiano], aunque penetrase en las fibras más íntimas del ser de lo que está ahí, jamás podrá descubrir algo así como lo amenazante”2. Por lo demás, la crisis del concepto realista de representación no puede disociarse de un movimiento semejante en el terreno de la epistemología: me refiero a la crisis del concepto de verdad como adecuación. Heidegger en Ser y tiempo había hecho notar cómo la noción de verdad como adaequatio intellectus et rei debe ser considerada derivada respecto de una concepción más originaria de verdad, la que la entiende como aletheia, como “desvelamiento” de una realidad que se nos oculta en su presentación fenoménica inmediata y que hay que conquistar —dice Heidegger— “en lucha contra la apariencia”: “El Dasein tiene también la esencial necesidad de apropiarse explícitamente de lo ya descubierto en lucha contra la apariencia y la disimulación […] La verdad (el estar al descubierto) debe empezar siempre por serle arrebatada al ente. Todo estado de descubrimiento es algo así como un robo”3. Pero más allá de estos aspectos formales en los que cabe establecer paralelismos entre la revolución que la estética expresionista supuso para el arte alemán de la época y la revolución filosófica que irrumpe en la filosofía alemana con Ser y tiempo, en lo que sigue me gustaría detenerme en una serie de aspectos temáticos o contenidos materiales en los que desde mi punto de vista es posible ver la obra del primer Heidegger como la codificación en clave metafísica de algunos de los leitmotivs clásicos del expresionismo alemán. Leitmotivs que son, en el fondo, la tematización de urgencias, necesidades y ansiedades de una época atravesada de miedos y angustias que fueron agudamente captados no sólo por el arte de la época sino —y es lo que aquí querría subrayar— por una obra como la de Heidegger que, leída en una clave adecuada y traducidos sus conceptos al mundo en que se gesta, puede ser considerada un documento críticocultural de primera magnitud.

4. Me refería hace un instante a la súbita transformación que sufre la sociedad europea en general y la alemana en particular bajo las consecuencias del imparable proceso de modernización e industrialización al que se ve sometida la Europa de las primeras décadas del siglo XX. Quizá mejor que en ningún otro lugar, esas transformaciones 2

Heidegger, M., Sein und Zeit, § 29, p. 137 (G., p. 155). En lo que sigue se utilizará preferentemente la traducción de Jorge Eduardo Rivera salvo cuando se indique lo contrario. De ella, el lector en lengua española dispone de dos ediciones; la chilena (Santiago de Chile: Editorial Universitaria, 1997) y la española (Madrid: Trotta, 2003). Dado que en ambas se remite a la edición de Max Niemeyer (Tübingen: 121970), evitamos alargar las referencias dando las páginas de cada una de ellas, manteniendo sin embargo la referencia a la paginación alemana. No obstante, para facilitar la localización de los textos daremos entre paréntesis la paginación de la clásica traducción de José Gaos (G.) en Fondo de Cultura Económica. 3 Heidegger, M., Sein und Zeit, § 44b, p. 222 (G., p. 243).

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quedan visibilizadas (y metaforizadas) en la imagen de la ciudad moderna, en la gran metrópoli. La gran ciudad, con su gigantismo inapresable, con su velocidad y su desagregación era vivida en el plano psicológico como el ejemplo paradigmático del rostro más amenazante de la modernidad. Como se sabe, para buena parte del expresionismo alemán (aunque en este punto no quepa decir lo mismo para el de origen austríaco), la gran ciudad representó el lugar de una compleja dialéctica: la del progreso y sus sombras. Y esa era también la actitud con la que otros intelectuales de la época contemplaban los cambios culturales que afectaban al escenario de la vida social e intelectual. A ese respecto, ya en 1903 en un texto titulado “Las grandes ciudades y la vida intelectual” señalaba Georg Simmel parte de las ganancias y pérdidas de esa transformación: “La vida de la pequeña ciudad en la antigüedad o en la Edad Media impuso barreras al individuo en cuanto a su movimiento y relaciones externas, así como en cuanto a su independencia y diferencias internas, bajo las cuales una persona moderna no podría respirar [...] La otra cara de esa libertad se hace patente al aparecer la sensación de no poder sentirse uno tan sólo y abandonado como en medio del tumulto de la gran ciudad”4.

Metrópolis (Fritz Lang, Metropolis, 1927)

En Alemania, hasta un arte relativamente joven como el cine supo ver el impacto de la gran urbe en el imaginario de la modernidad. Quizá la película de Fritz Lang Metrópolis (estrenada, por cierto, el mismo año en que se dio a las prensas Sein und Zeit) puede resultar el ejemplo más ilustrativo a este respecto, pero sin duda no el único. Su arranque es altamente simbólico: como se recordará, nos muestra una multitud de individuos, todos idénticos, indistinguibles que avanzan a un ritmo lento, cansino y obediente. Los trabajadores del inframundo han perdido el rostro que los singulariza. Nos dan la espalda y todos van idénticamente vestidos: en el contexto de la gran urbe, parece sugerir el director, la posibilidad de individuación se ha esfumado. El precio que el habitante de la ciudad paga por la civilización y el progreso es verse reducido a la condición de ser una pieza más en el engranaje de la maquinaria fabril de la Metrópolis; verse reducido a la aniquilación como individuo; acabar fundido en la masa. 4

Simmel, G., “Las grandes ciudades y la vida intelectual”, en Simmel, G., El individuo y la libertad, Barcelona: Península, 2001, pp. 388 y 390.

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Pero, ¿no es esa una de las claves del malestar frente a la ciudad moderna que destilan algunos de los textos del primer Heidegger? El 10 de marzo del año 1934 en la Alemanne-Kampfblatt des Nationalsozialisten Oberbadens, Martin Heidegger publicó un pequeño opúsculo titulado “Paisaje creador: ¿Por qué permanecemos en la provincia?”. Se trataba de apenas un par de páginas en las que Heidegger explicaba en el órgano oficial de los nacionalsocialistas de Friburgo las razones de su negativa a aceptar por segunda vez el ofrecimiento que se le hacía de una cátedra desde la Universidad de Berlín. Por el énfasis y la “intensidad literaria” con el que está escrito el texto —intensidad que por momentos roza lo kitsch—, se diría que Heidegger pretende alertar a los lectores sobre la importancia simbólica que él confiere para la continuidad de su trabajo intelectual a ese renunciar a la ciudad y “permanecer en la provincia”. Nos encontramos en ese texto con un juego de oposiciones que no es ni demasiado nuevo ni demasiado sofisticado: el abajo del valle frente al arriba de la montaña; la masificación de la ciudad frente a la soledad del campo; la ampulosidad de la urbe frente a la sencillez casi monacal de la pequeña cabaña en la aldea; la locuacidad del habitante de la ciudad frente al silencio recogido del campesino; el brillo de la capital (Berlín) frente a la modesta vida de la pequeña ciudad del sur (Friburgo). En definitiva, la insoportable levedad y superficialidad de la existencia urbana frente a la solidez y el arraigo de la vida en una pequeña comunidad. Pero la importancia de ese juego de contrarios que se dibuja simbólicamente en ese pequeño opúsculo queda sobre todo al descubierto cuando, por debajo, de la inmediata textualidad, pensamos en la estrecha conexión que mantiene esa conjugación entre la ciudad y el campo con la distinción fundamental que se recorta en Ser y tiempo, entre una existencia impropia y una existencia vivida bajo el signo de la autenticidad. La desconfianza de Heidegger ante las consecuencias desintegradoras de la vida urbana moderna es ya rastreable desde Ser y tiempo y no puede disociarse de una actitud generalizada muy característica del ambiente espiritual de la época de entreguerras. De hecho, algunos de los existenciarios que en Ser y tiempo pretenden alcanzar las estructuras fundamentales del modo de ser del Dasein no podían ocultar —bajo el aspecto de “objetivas y neutrales descripciones fenomenológicas”— el grave gesto de rechazo contra un modo de vida típicamente moderno que amenazaba con arrasar el tradicionalismo de las comunidades católicas del sur de Alemania en los que la infancia de Heidegger se había desarrollado. En Ser y tiempo, por ejemplo, leemos: “En la historicidad impropia, la extensión originaria del destino queda oculta. El Dasein presenta su hoy en la inestabilidad del uno-mismo. Mientras está a la espera de la próxima novedad, ya ha olvidado lo antiguo. El uno rehuye la elección. […] Por el contrario, la temporeidad de la historicidad propia es, en cuanto instante precursor y repitente, una des-presentación del hoy y un desacostumbramiento de las conductas usuales del uno. La existencia impropiamente histórica, cargada con la herencia del pasado, irreconocible ya para ella misma, busca, en cambio, lo moderno”5. Es exactamente esta “tentación de la impropiedad” vinculada a las promesas de lo moderno la que amenaza igualmente al protagonista de Die Strasse, un filme de Karl Grune de 1923, y, desde mi punto de vista, otro importante documento cinematográfico que sirve para tomar la temperatura de la Stimmung alemana de la época de Weimar. En la película La calle un hombre anclado —digámoslo heideggerianamente— en la más 5

Heidegger, M., Sein und Zeit, § 75, p. 391 (G., p. 422).

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vulgar cotidianidad de término medio (pequeño burgués, casado, de existencia insignificante, mediocre y abrumadoramente gris) siente la llamada tentadora de la ciudad. En esa promesa de “lo moderno” va a creer descubrir la respuesta a una vida más excitante y auténtica que la vulgar existencia a la que ha sido condenado. Con un impresionante poderío visual que juega con la retórica de las sombras y con angulados escorzos de resabios expresionistas, su primera secuencia nos muestra cómo el protagonista recibe, tumbado en su sillón, la tentadora llamada de la calle: a través de las sombras reflejadas en el techo del cuarto de estar se le ofrece la posibilidad de un encuentro femenino inesperado y fortuito. De un modo irreflexivo y súbito, el protagonista se lanzará a las calles de la ciudad. Una ciudad que le devolverá en los avatares que sufre el protagonista el catálogo de amenazas que esa vida moderna proyecta sobre los individuos.

La calle (Karl Grune, Die Strasse, 1923).

Y es que la calle va a ser la metáfora de todas las promesas de una vida excitante y moderna que la ciudad incita: libertad, lujo, diversión, sexo, etc. Pero la calle va a ser también el lugar de lo amenazante y lo siniestro. El espacio de lo unheimlich. Una secuencia más tarde, vemos al protagonista de La calle gozosamente ufano antes de descubrir el sombrío lado de la ciudad: una joven y hermosa transeúnte —promesa en principio de un posible encuentro erótico para nuestro protagonista— quedará transmutada ante nuestros ojos mediante la transposición del clásico motivo de la vanitas pictórica en una suerte de memento mori, de fantasmal recordatorio de los peligros que amenazan afuera.

La calle (Karl Grune, 1923).

Pero el filme de Grune nos ofrece también un magnífico fresco de algunos otros de los existenciarios con los que Heidegger caracterizará la “cotidianidad que se mueve en el modo de ser del uno”. La existencia cotidiana del Dasein —señala Heidegger— en su forma “impropia” se caracteriza por fenómenos como los de las habladurías, la curiosidad o la publicidad. Y al describir ontológico-existencialmente esos fenómenos

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—y aunque Heidegger advierte que su propósito es puramente ontológico y que está muy lejos de pretender ser “una crítica moralizante del Dasein cotidiano y de cualquier tipo de aspiraciones propias de una filosofía de la cultura”6—, lo cierto es que no se hace otra cosa sino reconstruir un fresco de algunas relaciones humanas —a su juicio degradadas— que caracterizan la vida urbana en las sociedades industriales de la Europa en las primeras décadas del siglo. Al Dasein, bajo su existencia impropia, el habla, por ejemplo, no le sirve para lograr una verdadera comunicación, sino para producir esa parodia degradada de intercambio comunicativo que son las habladurías y que suponen, entre otras cosas, la infinita “difusión y repetición” de los mensajes estandarizados: de lo que se dice, de lo que se sabe, de lo que se comenta... La habladuría favorece su accesibilidad al público. Pero no es comprensión auténtica. “El Dasein que se mueve en la habladuría tiene, en cuanto estar-en-el-mundo, cortadas las relaciones primarias, originarias y genuinas con el mundo”7. Sumido en las habladurías el Dasein tiene en el desarraigo “su más cotidiana y obstinada realidad”. Allí se manifiesta, mejor que en ningún otro lugar la “carencia total de fundamento” que se revela en la existencia.

George Grosz, Café (s.f.)

De hecho, la vida en los cafés de las grandes ciudades tal y como quedó reflejada por muchos autores expresionistas será un paradigmático ejemplo de esa comunicación superficial y estereotipada; llena de tópicos y vacía de la apropiación originaria que el habla proporciona. En el fenómeno de las habladurías, dice Heidegger, “el escuchar y el comprender quedan de antemano fijos en lo hablado en cuanto tal. La comunicación no hace compartir la primaria relación de ser con el ente del que se habla, sino que todo el convivir se mueve en el hablar de los unos con los otros y en la preocupación por lo hablado”8. Los cafés de la ciudad, convertidos en los mentideros de la actualidad, pasan a ser el lugar donde se extiende el certificado de validez a ciertos rumores, donde “el haber sido dicho, el dictum, la expresión, garantiza la autenticidad del habla y de su comprensión”9. Pero para Heidegger esos lugares comunes (en el doble sentido de lo que se dice y donde se dice) son sólo un pálido reflejo del verdadero espacio de la comunicación. Quizá también quepa asociar con ese fenómeno, otro rasgo característico del ser cotidiano del Dasein, el de la curiosidad (Neugier), que Gaos traduce de un modo muy afortunado como “avidez de novedades”. La avidez de novedades, quiéralo Heidegger o 6

Heidegger, M., Sein und Zeit, § 34, p. 168 (G., p. 186). Heidegger, M., Sein und Zeit, § 35, p. 170 (G., p. 189). Heidegger, M., Sein und Zeit, § 35, p. 168 (G., p. 187). 9 Ibid. 7 8

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no, se convierte para el lector de Ser y tiempo, en una característica marca de la mentalidad que corresponde al capitalismo en transición de su fase industrial a su fase de “capitalismo de consumo”. Al señalar los rasgos de esa característica avidez de novedades, Heidegger abandona por un momento su típica gravedad metafísica para convertirse en un brillante diagnosticador de la vida moderna, en un finísimo psicólogo de la sociedad de masas. Leemos en Ser y tiempo: “Pero cuando [en la existencia impropia] la curiosidad queda en libertad no se preocupa de ver para comprender lo visto, es decir, para entrar en una relación de ser con la cosa vista, sino que busca el ver tan sólo por ver. Si busca lo nuevo, es sólo para saltar nuevamente desde eso nuevo a otra cosa nueva. En este ver, el cuidado no busca una captación [de las cosas], ni tampoco estar en la verdad mediante el saber, sino que en él procura posibilidades de abandonarse al mundo. Por eso, la curiosidad está caracterizada por una típica incapacidad de quedarse en lo inmediato”10. En esa curiosidad —caracterizada por una ausencia de morada (Aufenthaltslosigkeit)— Heidegger anticipa rasgos de una figura que explotará luego Walter Benjamin en sus Pasajes, el flâneur baudelairiano, como el verdadero sujeto de la contemporaneidad. Karl Grüne parece haberse inspirado en esta temática moderna y típicamente expresionista al reproducir en La calle algunos de los temas e incluso de los encuadres de la pintura expresionista de Macke o de Meidner.

La calle (Karl Grune, 1923).

August Macke, Tienda de sombreros (1915)

Y es que el expresionismo centroeuropeo logró captar esa extraña mezcla de banalidad y desarraigo existencial y su consecuencia: esa “ausencia de morada” de la que el propio Heidegger levantaría acta definitiva al acuñar el rasgo epocal bajo el que se desarrolla el malestar de la cultura moderna: la angustia. La angustia (die Angst), dice Heidegger, constituye “una disposición afectiva fundamental”, “el modo eminente de la aperturidad del Dasein”. Cuando en el § 40 de Ser y tiempo Heidegger intenta dar cuenta de la etiología de ese “temple de ánimo” característico del Dasein señala lo siguiente: “El ante-qué de la angustia es el estar en el mundo en cuanto tal. [...] El ante-qué de la angustia no es un ente intramundano [...] es [algo] enteramente indeterminado. Nada de lo que está a la mano o de lo que está-ahí 10

Heidegger, M., Sein und Zeit, § 36, p. 172 (G., pp. 191-2).

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dentro del mundo funciona como aquello ante lo que la angustia se angustia” 11. Y sin embargo, sigue Heidegger, el resultado último resulta inequívoco: “El mundo adquiere el carácter de una total insignificancia” 12. Una desazón (Unheimlichkeit) que tiene que ver con el “no-estar-en-casa”, con esa incapacidad de hallar un lugar de descanso que experimenta un ente “arrojado” a un mundo inhóspito. En ese instante definitivo, dice Heidegger, “uno se siente desazonado (unheimlich)”13.

Umbo, Calle inhóspita (Unheimliche Straße, 1928)

Paul Citroen, Perspectivas de la calle (1926)

Ese desasosiego existencial es el que, por la misma época, Umbo, uno de los pioneros de la nueva fotografía alemana de los años veinte, y su amigo Paul Citroen, estudiante de la Bauhaus, transmitían en sus perturbadoras imágenes del Berlín de la República de Weimar. La ciudad aparece en sus fotografías y fotomontajes como un lugar inquietante: por momentos, solitario y sombrío; por momentos un laberíntico caos de muchedumbre, ruido y abigarramiento humano. De una y otra forma, la gran metrópoli amenazaba con privar a sus habitantes de un suelo seguro, de un apacible lugar donde, por decirlo con Heidegger, “construir, habitar, pensar”.

Egon Schiele, El yo profeta II (La Muerte y el hombre) (1911)

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Heidegger, M., Sein und Zeit, § 40, p. 186 (G., p. 206). Ibid. 13 Heidegger, M., Sein und Zeit, § 40, p. 188 (G., p. 208). 12

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Esa angustia —en torno a la que, como se sabe, Heidegger hará pivotar parte de su discurso sobre el Dasein— no puede disociarse del carácter más propio, irrespectivo y cierto con el que el Dasein vive su existencia: el Dasein en Heidegger es, antes que nada, ser para la muerte. “La muerte —dice Heidegger— es una posibilidad de ser de la que el Dasein mismo tiene que hacerse cargo en todo momento”14. Erraríamos, a mi juicio, si viéramos este rasgo del Dasein como sein zum Tode sólo como el reflejo de la presencia aún próxima de la Gran Guerra en la conciencia europea. Esa “conciencia de muerte” es un rasgo de la atmósfera intelectual desde el comienzo del siglo. Antes incluso del 14, la obsesiva presencia de la muerte se constituye en tema de reflexión de los expresionistas y en uno de los leitmotivs de su estética. Es el tema, por ejemplo, de algunos de los más escalofriantes lienzos de Egon Schiele como La muerte y el hombre (1911) o Agonía (1912) y está continuamente presente en el expresionismo, ya sea bajo su forma manifiesta y brutal, del asesinato o el suicidio, ya bajo una anticipación de lo que se sabe inminente. La ciudad es siempre —como en el famoso cuadro Suicidio, de Grosz— el escenario donde la sordidez de la existencia (el voyerismo y la prostitución) se mezcla con la amenaza de la muerte.

George Grosz, Suicidio (1916)

Esta obsesiva presencia de la muerte se detecta igualmente en muchas películas del cine de Weimar, donde, bajo una suerte de prosopopeya visual, la Muerte aparece una y otra vez como uno más entre los protagonistas de los relatos. Quizá en ningún lugar es tan evidente esta presencia como en la película de Fritz Lang Las tres luces (1922), titulada en alemán Der müde Tod (La muerte cansada), donde la Parca, personificada en el hierático actor Max Adalbert, pasa a ser uno de los protagonistas del relato. Recuperando referencias tardorrománticas y neogóticas pero reinterpretadas a la luz de un existencialismo de raíces kierkergaardianas, Fritz Lang nos proporciona una serie de magníficas imágenes metafóricas de la finitud del ser humano (esa misma finitud que luego Heidegger definirá bajo su concepto de sein zum Tode): el inmenso muro levantado por el extranjero (la Muerte), sin puertas ni ventanas o esa otra imagen 14

Heidegger, M., Sein und Zeit, § 50, p. 250 (G, p. 273).

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de la vida de los hombres y mujeres convertidos en velas condenadas a apagarse irremediablemente.

Las tres luces (Fritz Lang, Der müde Tod, 1921)

En ese contexto espiritual, las apelaciones de Ser y tiempo a la centralidad de la muerte para el Dasein pueden ser vistas como una sofisticada traducción en conceptos de esa conciencia de finitud, de esa convicción de que “[la muerte] es una inminencia”15.

Edvard Munch, Muerte en la habitación del enfermo, (1893)

El Dasein no se hace cargo de entrada de lo cerca que ronda esa posibilidad. Y ello incluso cuando “el convivir cotidiano conoce la muerte como un evento que acaece constantemente”16, dice Heidegger. “Este o aquel, cercano o lejano, muere. Desconocidos mueren diariamente y a todas horas”. Pero siempre la muerte lo es de los otros. El modo de vida impropio pasa por negar que la existencia gravite en torno a la muerte. Pasa por rechazarla, rehusar hablar de ella, ignorarla. Pero esa huida es sólo una salida en falso. Heidegger nos recuerda cómo aún en vida el Dasein está muriendo, incluso si el Dasein no lo sabe o trata de ocultarlo en su existencia cotidiana, abrazando el entretenimiento banal como una forma de volverle el rostro a un destino escrito inexorablemente en el tiempo. Como aquellos personajes del siniestro cuadro de Munch La danza de la vida, la existencia impropia se aferra a la vida sin ser consciente de su verdadera condición: la de zombies, la de muertos-vivientes. Los rostros perdidos de los personajes de Munch parecen dirigirnos el mismo siniestro mensaje que Heidegger cuando escribe: “El Dasein muere fácticamente mientras existe inmediata y 15 16

Heidegger, M., Sein und Zeit, § 50, p. 250 (G, p. 273). Heidegger, M., Sein und Zeit, § 51, p. 253 (G, p. 276).

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regularmente en la forma de la caída”17. La caída es la metáfora de esa existencia impersonal y de término medio con que Heidegger ilustra el modo de vida impropio, una existencia no asumida en lo que tiene de único, finito e irreductible; esa caída es la que, sin embargo, constituye el horizonte cotidiano de todos nosotros. El “uno”, el “cualquiera”, el man impersonal, es justo lo que caracteriza al sí mismo de la cotidianidad: es un Dasein sin rostro en el horizonte abigarrado de la gran ciudad.

Edvard Munch, La danza de la vida (1899-1900)

También en la Metrópolis de Lang, encontramos ejercitada esa oposición entre, por un lado, el ocio urbano, vacío y superficial, que busca apartar la mirada de la muerte, y, por otro, la tenaz presencia de la Parca. Como se recordará, en cierto momento de la película, el perverso Freder Fredersen, dueño y señor de Metrópolis, y su fiel secuaz el científico loco Rotwang tratan de poner a prueba el robot que han fabricado. Para ello la falsa María (el malvado doble tecnológico de la buena y comprometida protagonista, construido para que engañe a los obreros y les saque de la cabeza sus ideas pacifistas y reformistas) despliega en una danza toda su seducción ante un auditorio de hombres fascinados por su belleza y sensualidad. La secuencia establece una vinculación muy precisa entre ocio, sexo, diversión y mentira. La bailarina, en esa deslumbrante escena en el que se detecta la impronta visual del sofisticado mundo femenino de Klimt y la Sezzesion vienesa, encarna la voluptuosidad, el brillo de lo moderno, la promesa de la emancipación sexual. Pero lo que resulta extremadamente interesante en esa secuencia es la asociación mediante una abrupta yuxtaposición de ese universo simbólico, frívolo y superficial, de la danza erótica de María (a la que el joven Johhan Fredersen asiste en el delirio de su enfermedad) con la danza de la muerte (Totentanz), un motivo clásico del gótico que Lang recupera aquí asociando de un modo evidente la frivolidad y la mentira de la noche en la ciudad con el recuerdo de un destino inexorable del que no podremos huir.

5. ¿Hay en este opresivo ambiente algún resquicio que permita huir de la mentira y vaciedad que preside las relaciones humanas en la ciudad moderna? ¿Queda alguna forma de comunicación no distorsionada por el furor de la modernidad? Quizá la respuesta a estas preguntas podamos obtenerla dando un rodeo por un último motivo temático que merece la pena rastrearse cuando hablamos de la relación de Heidegger con el arte expresionista. Como se sabe, para Heidegger angustia y ser para la muerte constituyen parte de una constelación conceptual que exige de un tercer momento al que se remiten recíprocamente estos existenciarios. Se trata de la Sorge, el cuidado o la cura, esa pre17

Heidegger, M., Sein und Zeit, § 50, pp. 251-2 (G, p. 275).

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ocupación, que constituye, según Heidegger, “un fenómeno ontológico-existencial fundamental”. El significado exacto de “cuidado” en Heidegger no es sólo ni primariamente “atención”, “alerta”, “concentración”, como en el habla común. Tiene que ver con el “carácter de vuelto hacia el mundo” (hacia las cosas y hacia los otros) de nuestra conducta, con la disposición de concentración y atención volcada hacia las cosas y hacia los otros. Como se sabe, uno de los dos modos de entender el cuidado en Ser y tiempo es bajo la modalidad de la Fürsorge. Esa Fürsorge es la solicitud hacia los otros, la ocupación con (y la preocupación por) los demás, por aquellos con los que se desarrolla el Mitsein, la coexistencia. Muchas décadas después, la ética feminista de los años setenta del siglo XX volverá sobre esta disposición humana fundamental del “cuidado” para tratar de reconstruir una “ética situada”, alejada de los imperativos abstractos y universales del racionalismo ético. Por vía de ese retorno la denominada “ética del cuidado” reconocería una inequívoca deuda con la obra temprana de Heidegger. Y tal recuperación no deja de tener su alcance, porque acaso bajo esa estructura de la solicitud hacia los demás Heidegger esté, en efecto, intentando recuperar el espacio de esa verdadera comunicación humana, esa “interacción comunicativa” (por decirlo con Habermas), que el espacio de lo público, de la ciudad, no permite. De hecho, el cuidado nos recordará Heidegger una y otra vez se vuelca siempre sobre aquellos que aún no han perdido el rostro, que han conservado aún una identidad precisa e inintercambiable. Quizá por ello, una de las figuras características de ese cuidado —aunque no la única, por supuesto— será, sin duda, la relación afectiva e íntima madre-hijo. En el cuidado se da el espacio donde las habladurías desaparecen, donde la comunicación se hace antepredicativa, donde la “comprensión” —de las necesidades, los deseos, los miedos— no exige ya del lenguaje. Y sin embargo, como dice literalmente Heidegger, “de la falta de palabras no se debe concluir la falta de interpretación” 18. También fuera del lenguaje existe comunicación y “comprensión de sentido”. Siendo el caso que entre madre e hijo no existe prima facie el vínculo del lenguaje al modo como ese existe en el mundo de los adultos, ¿diríamos por ello que no existe verdadera comunicación? ¿No está, acaso, entre los más estrechos vínculos, entre los más auténticos que cabe encontrar entre dos seres humanos? En ese sentido, resulta muy notable constatar la obstinada presencia de esos motivos relacionados con la maternidad y el cuidado que es posible rastrear en la pintura expresionista. De Munch a Schiele, pasando por Otto Dix o Emil Nolde, la solicitud y el cuidado maternal resultó ser un tema recurrente en el imaginario simbólico del expresionismo. La infancia representa la fragilidad de una existencia amenazada que necesita del aliento de otros para mantenerse y seguir en pie. El entorno duro e inhóspito de la ciudad halla aquí un lugar de protección. Especialmente impresionantes resultan en este sentido la serie que Egon Schiele dedicaría entre 1914 y 1917 a la figura de la madre. En ellos madre e hijo se abrazan de un modo patético y conmovedor, como si temieran el momento de la separación y de la ruptura de ese lazo íntimo.

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Heidegger, M., Sein und Zeit, § 33, p. 157 (G, p. 176).

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Egon Schiele, Madre con hijo (1914)

Egon Schiele, Madre muerta (1910)

Ahora bien, ni siquiera en el espacio de lo doméstico, de la vida domesticada y humanizada, en el lugar habitable por antonomasia, la sombra de la muerte dejará de estar presente. Tampoco una relación humana sin distorsiones, como pueda representar la relación madre-hijo, aparta de su horizonte la sombra del ser para la muerte. Y así, ese vínculo inverso entre muerte y cuidado, por decirlo con las categorías de Heidegger, presidirá el imaginario expresionista. Lo hallamos en filmes como Las tres luces, por ejemplo en aquella secuencia en que una madre llora amargamente después de que la muerte le arrebate a su hijo apenas después de nacer o en aquella otra secuencia final en que una madre llora desolada ante la casa en llamas que ha quedado atrapado su bebé.

Las tres luces (Fritz Lang, 1921)

Y lo hallamos igualmente en cuadros del temprano expresionismo. En Schiele, por ejemplo, en obras como La embarazada y la muerte (1911) o La madre muerta (1910) o, algunos de Munch, como el homónimo La madre muerta de 1897 donde nos enfrentamos a la desgarradora imagen de una niña, con apenas 3 años, que acaba de descubrir el abismo que supone la pérdida del ser más querido. De un modo brutal, el lienzo nos muestra una niña que parece no querer creer que el absurdo de la muerte materna sea posible. No tan pronto. La hija se tapa los oídos, como si quisiera negarse a descubrir la finitud y el horror de la existencia a una edad impropia. 15

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Edvard Munch, La madre muerta (1897)

6. Como se verá, en lo que antecede se ha intentado hacer buena aquella frase de Hegel según la cual la gran filosofía es siempre “el espíritu de la época expresado en conceptos”. Si mi interpretación es correcta, la de Heidegger sería una de las filosofías que mejor resume el Zeitgeist de esas primeras y torturadas décadas del siglo XX; la que desvela de un modo más acusado esa “crisis de la conciencia europea” que desembocaría en la trágica experiencia de la Segunda Guerra Mundial. No es necesario insistir en que mi intención no es cancelar otras posibles interpretaciones de esa temprana obra de Heidegger —acaso más fieles a su letra y quizá también menos heterodoxas— sino proporcionar otra perspectiva desde la que detenernos a contemplar ese opus magnum de la filosofía del pasado siglo. Creo, en definitiva, que no se falta a la verdad viendo a Heidegger como uno más de esa casi interminable lista de artistas expresionistas que incluye, entre otros muchos otros, a Munch, Kirchner, Schiele, Grosz y Dix en pintura; a Heinrich Mann, Alfred Döblin o Franz Kafka en la novela; a August Strindberg y Frank Wedekind en el teatro; a Georg Heym o Georg Trakl en poesía; a Robert Wiene, Friedrich W. Murnau, Karl Grune o Fritz Lang en cine y a Arnold Schönberg, Alban Berg o Anton Webern en el terreno de la música. Confirmando que el búho de Minerva sólo despliega sus alas al anochecer, Heidegger sería, si se quiere, el último de todos ellos. El último expresionista.

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