ELEMENTOS PARA OTRA HISTORIA DEL VESTIDO

Diógenes nº. 114 primavera-verano 1981 ELEMENTOS PARA OTRA HISTORIA DEL VESTIDO por PHILIPPE PERROT Traducción de DIANA Luz SÁNCHEZ Estuche peneano

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Diógenes nº. 114 primavera-verano 1981

ELEMENTOS PARA OTRA HISTORIA DEL VESTIDO por PHILIPPE PERROT Traducción de DIANA Luz SÁNCHEZ

Estuche peneano o traje de caballero, chilaba o traje sastre, jeans o jubón, vestido de gala o shorts, el vestido se presenta en todas partes, siempre, como objeto de investidura material y. simbólica. Pero, ¿por qué el hombre de una determinada sociedad no se viste de otro modo sino debido a que todo un conjunto de valores y presiones —tales como la costumbre, el precio, el gusto o la decencia— prescriben o proscriben ciertos usos, toleran o estimulan ciertas conductas? Al dictar el empleo y la combinación de las prendas de la indumentaria, ese conjunto axiológico constituye la expresión de una verdadera moral vestimentaria, protegida por una serie de sanciones que van de la simple burla a las medidas penales (leyes suntuarias de antaño, o represión del transvestismo, del disfraz militar, eclesiástico o judicial, en nuestros días)1 y que garantizan la claridad de algunos signos vitales para el orden social. Vestirse no es asociar libremente elementos seleccionados dentro de una infinidad de posibilidades, sino combinar elementos que han sido reunidos según ciertas reglas, dentro de un repertorio limitado. Vestirse es un acto personal, pero por otra parte, no hay nada más social que el vestido. Esta doble naturaleza del vestido remite a la dialéctica de la estructura y el hecho. Por un lado, Se halla todo el peso del tiempo, toda la inercia de una sociedad °rganizada en sus costumbres, sus conveniencias, sus instituciones; 1 A este respecto, véase por ejemplo: Paul Daubert, Du port ilégal de costutne et de decoration (tesis en derecho), París, A. Rousseau, 1905.

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por el otro, el grupo o el individuo que se somete a ellas, pero que en ocasiones deroga, innova, cambia, provocando el hecho decisivo o la anécdota insulsa, según que cristalice o no una tendencia, que se produzca o no una transformación del código vestimentario. El que la técnica del tiro con fusil haya obligado a que poco a poco, a lo largo del siglo xix, el eje del sombrero bicorne de los soldados girara de una posición paralela a una posición perpendicular al cuerpo, es un hecho que atañe fundamentalmente a la historia del sombrero. En cambio, el que Luis XI disimulara sus llamativas orejas con una cofia característica, constituye un detalle importante para su biografía, aunque sin consecuencias para esa misma historia del sombrero. Esta distinción permite asegurar la constante delimitación de los dos aspectos del vestido: uno corresponde a generalidades que exigen cierta conceptualización en su tratamiento; el otro, a peripecias particulares que reclaman más bien una historia narrativa o que, en todo caso, invitan a la investigación psicológica.2 Pero evidentemente, se trata de aclarar, antes de cualquier "vestiñomonía", la dimensión social y legal, en el sentido más amplio, de un sistema vestimentario dado, delimitando y explicando esa socialidad, esa legalidad, el funcionamiento de dicha legalidad, las justificaciones ideológicas de su fundamento, las condiciones y los factores de su evolución, las tensiones y conflictos en cuyo centro se sitúa o que refleja. Porque el vestido, al igual que el lenguaje, proviene siempre de algún lugar en el espacio geográfico y social. Lleva implícitos en su forma, su color, material o técnica de fabricación, por sus funciones o a través de los comportamientos y costumbres que entraña, los signos flagrantes, las marcas eufemizadas o las huellas residuales de luchas,3 de penetraciones, de contactos, de préstamos, de intercambios, tanto entre las regiones 2 Para un enfoque psicoanalítico de los comportamientos vestimentarios. véase sobre todo John C. Flügel, The psychology of Clothes, Londres, Hogarth, 1950 (1930). 3 En un capítulo dedicado enteramente a los distintos procedimientos que se emplean para la fabricación del vestido en el tiempo y en el espacio, André Leroi-Gourhan indica que "la inercia técnica permite en cierta medida hacer de la indumentaria un testigo histórico que a menudo marca un movimiento real de los hombres, una verdadera invasión; porque si bien siempre se importaron telas, siempre ha sido necesaria la presencia efectiva de un conquistador para que la moda vestimentaría abandone las formas tradicionales". (Milieux et techniques, París, A. Michel, col. "Sciences d'aujourd'hui", 1973, p. 203.)

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económicas o las áreas culturales 4 como entre los grupos de una misma sociedad. De este modo, el mundo antiguo puede dividirse en dos grandes sistemas vestimentarios: los hombres que visten ropa cosida y los hombres que visten paños. Los primeros llevan ropas ajustadas, como los mongoles o los galos (las bragas); los otros se cubren con amplios paños (la toga, el peplo), como todas las poblaciones de las costas que van del Mediterráneo hasta la India. Poco a poco, la ropa cosida, la ropa bárbara prevalecerá en Europa. Al igual que en el siglo xix, el triunfo de la burguesía promoverá el triunfo de su indumentaria, haciéndola atravesar clases y océanos, imponiendo progresivamente, junto con su orden económico, político y moral, su código vestimentario con todas sus implicaciones comerciales e ideológicas. Por su carga simbólica, la adopción o el rechazo de esa indumentaria occidental podrá convertirse en un punto decisivo del poder. Al ser elegido presidente en 1923, Mustafá Kemal se esforzará por modernizar a Turquía y abolirá el yashmak bajo pena de horca, mientras que en la actualidad la imposición del chador contribuye a restaurar la identidad islámica de Irán.5 Y aunque en Europa subsistan aún dentro de ciertos grupos restringidos o durante circunstancias excepcionales algunos vestigios fosilizados de la antigua pompa (trajes de cortesano, de magistrado, de académico o de guardia suizo), en todas partes, la sujeción a las normas burguesas parece globalmente inevitable. Las discusiones sobre el origen del vestido no dejan de evocar las cuestiones relativas al origen del lenguaje. La misma incógnita, la misma perplejidad ante dos de los fenómenos más absolutamente humanos: la palabra y el vestido. La secuencia histórica de las diferentes funciones del vestido tampoco está resuelta por completo. Generalmente se aduce la protección como su finalidad primera y universal, a la cual se 4

En realidad no existen verdaderos "trajes nacionales" sino más bien trajes locales, regionales o internacionales, a los que sería inútil circunscribir dentro de fronteras políticas. 5 Sobre los problemas de aculturación vestimentaria, véanse por ejemplo: Patrick O'Reilly y Jean Poirier, "L'évolution du costume", Journal de la societé des océanistes, núm. 9, t. ix, dic. 1953, pp. 151-169. (Las modificaciones de la indumentaria neocaledonia bajo la influencia de la colo nización) : Ali A. Mazrui, "The Robes of Rebellion: Sex, Dress and Politics in África", Encounter, núm. 2, vol. XXXIV, febr. 1970, pp. 19-30; o Alain Chon, "Acculturation et abandon du costume traditionnel", L'homme hier et aujourd'hui, serie de estudios en homenaje a André Leroi-Gourhan, París, Cujas, 1973, pp. 695-701. (Encuesta etnográfica aplicada a indios de México.)

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añadirán el pudor y el adorno. Pero el peligro de este funcionalismo elemental consiste en no comprender el vestido más que en términos de necesidades "naturales", en conferirle una naturaleza inicial "utilitaria", sobre la que incidirían otras funciones "secundarias". Este enfoque corresponde a una concepción sustancialista de las necesidades y condena a permanecer en la superficie del simple discurso manifiesto. Ahora bien, para sacar del atolladero narrativo a la historia del vestido, es necesario ante todo seguir el terreno preparado por una conceptualización que permita llegar hasta el discurso social (más o menos inconsciente o no confesado) que escapa entre las racionalizaciones prácticas y las disculpas estéticas; se debe tratar de vislumbrar lo que en el fondo condiciona las formas y los comportamientos vestimentarios. La dificultad de determinar en la vestimenta un mínimo fisiológico cualquiera —los habitantes de la Tierra del Fuego, por ejemplo, cazan al guanaco totalmente desnudos en la nieve—6 plantea incluso la cuestión de la utilidad absoluta de cubrirse. No obstante, dentro de todos los grupos siempre queda un vestuario mínimo, histórica y culturalmente determinado, más allá del cual, la existencia social e incluso biológica del individuo se desvanece. De este modo, entre las mujeres de nuestras sociedades, la coquetería cosmética o capilar puede constituir, en cuanto signo de identidad, un elemento irremplazable de supervivencia psíquica. ¡Cuántas deportadas no murieron al ingresar a los campos de concentración tras haber sido rapadas, considerando este acto como un último y fatal despojo! Las carencias, las necesidades, las aspiraciones, las satisfacciones del vestido son, desde luego, las expresiones de una lógica del valor de uso; pero menos que cualquier otro objeto fabricado la ropa no se agota en aquello para lo que sirve explícitamente, no se reduce a sus funciones tradicionalmente aceptadas de protección, de pudor y de adorno. Porque fundamentalmente es a través del vestido como los grupos y los individuos se producen como sentido. Omnipresente, esta función de reconocimiento mutuo mediante la cual el uno existe para el otro, conduce a pensar como M. Leenhardt que "no son ni el frío ni la desnudez los que han inducido al hombre a vestirse, sino la preocupación por investirse de todo aquello que le ayudará a afirmarse y a ser él en el mundo".7 6

Cf. el testimonio de Charles Darwin, The Voyage of the "Beagle" (1831-1836), Ginebra, Edito-Service, 1968, pp. 204-234. 7 Maurice Leenhardt, "Pourquoi se vétir?", L'Amour de l'art, ler. trim. 1952, p. 14.

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Acto de diferenciación, vestirse constituye esencialmente un acto de significación: manifiesta simbólicamente o por convención, simultáneamente o por separado una esencia, una antigüedad, una tradición, un patrimonio, una herencia, una casta, un linaje, una generación, una religión, una proveniencia geográfica, una situación matrimonial, una posición social, un quehacer económico, una pertenencia política, una afiliación ideológica. . . En suma, como signo o como símbolo, el vestido consagra y hace visibles las separaciones, las jerarquías y las solidaridades de acuerdo con un código garantizado y eternizado por la sociedad y sus instituciones. En la elaboración de su apariencia vestimentaria, la burguesía del siglo xix nos revela así toda la importancia del aspecto significante con relación al aspecto funcional, y ello hasta en sus capas más desprovistas; tan importante es para éstas distanciarse de la clase obrera, de la cual precisamente están tan cerca. Mientras que toda una ideología a la vez del rendimiento y del confort impregna la sociedad burguesa, se observa hasta qué punto su concepción de la indumentaria prestigiosa (heredada en parte del Antiguo Régimen) se opone a la idea de funcionalidad; y cuántos sufrimientos soportará, cuántos esfuerzos hará, a cuántos riesgos de enfermedad y muerte se expondrá envarada en sus cuellos duros, atormentada por sus plastrones, torturada en sus corsés, todo con el fin de producir sentido y justificar su ser en el mundo. Con la aceleración del progreso material y de la movilidad social, con el advenimiento, durante el Segundo Imperio principalmente, de un nuevo consumo y nuevas capas de consumidores, se comprueba también que una severa mecánica social regula desde entonces las relaciones entre clases y ropas, en la cual estas últimas se ordenan como diferencias significativas dentro de un código y como valor de posición dentro de una jerarquía. Pero la emergencia de este mecanismo en las conciencias más o menos alienadas, la "intención", la "motivación" en materia de elección y comportamiento vestimentarios, es un problema que se complica aún más debido a la semantización universal de cualquier objeto "utilitario", debido a la fatal imbricación del valor de uso y del valor-signo. Veblen fue el primero en poner de manifiesto esa relación en sus análisis sobre el consumo ostentoso; las nociones de función latente, elaborada por Merton 8 o de función-signo, ex8

Robert K. Merton, Eléments de théorie et de méthode sociologique, París, Plon, 1966, pp. 112-113, 122-124.

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puesta por Barthes, 9 la recuperan. Si bien la finalidad manifiesta de un coche es transportar, o la de un alimento es nutrir, se sabe que además y simultáneamente esos objetos, a través de sus funciones, los significan. No es posible protegerse contra el frío o la lluvia con un abrigo, sin que automáticamente éste entre —queriéndolo o no, sabiéndolo o no— en un sistema de significaciones. El abrigo integra a su función práctica y a través de ella una función-signo: protege y significa al proteger. De este modo, en todo lugar, bajo la racionalidad práctica del consumo y de los comportamientos vestimentarios, se traslucen el sentido y el valor social. Debido a su fuerte inercia, dicha carga semántica participa en esos fenómenos de sobrevivencia en los que el signo de una función caduca se mantiene como un vestigio prestigioso. Numerosas prendas que tenían inicialmente una función de guerra, de caza o de trabajo degeneran en el curso de su evolución para tender hacia la significación pura. En nuestros días, por ejemplo, una prenda sport ya no tiene una función útil para el deporte, pero enarbola las cualidades y los signos de la "deportividad"; del mismo modo, la martingala —que le servía al jinete para plegar los faldones de su manto o para detener su amplitud— se despojó de su valor de uso primitivo para connotar sólo un vago prestigio aristocrático. La función original de algunas prendas se encuentra a veces en la etimología de la palabra que las designa: el término redingote (levita) (1725), proviene del inglés riding coat, indumentaria para montar a caballo; chandail (jersey) (fines del siglo xix), de la abreviación popular (mar) chana d'dil (vendedor de ajo); o cravate (corbata) (1951), de esa banda de tela que los jinetes "croatas" llevaban alrededor del cuello. 10 George Darwin (hijo de Charles Darwin) propuso en un pequeño artículo, 11 una analogía entre el desarrollo de los seres vivos y el del vestido, contemplando su evolución en términos de herencia genética, selección natural y degradación insensible de las formas-órganos. Esta perspectiva pone de manifiesto el paso de la función -signo pura, de "lo útil" significante a lo ornamental "inútil": la corbata, la muesca del cuello en los sacos, las mancuernillas o los remaches 9

Roland Barthes, "Eléments de sémiologie", Communications, núm. 4, 1964, p. 106. 10 Cf. Diccionario Robert. 11

George H. Darwin, "Development in Dress", Macmillan's magazine, sept. 1872 (citado por Wilfred Mark Webb, The Heritage of Dress, Londres, Grant Richards, 1907, p. 3, consultarlo también sobre este tema).

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de los jeans aparecen en el vestido como los homólogos del apéndice o de las amígdalas, órganos desprovistos de un valor de uso real. Tanto la interdependencia como la pluralidad de las funciones que se asignan al vestido, manifiestas o latentes, reales o ima ginarias, permiten que en particular el discurso comercial juegue provechosamente con ellas. Como la función práctica del vestido no puede separarse de su función estética, la cual a su vez es indisociable de su función sexual (de pudor y de seducción) o social (de prestigio y distinción), dicho discurso puede sobrevalorar algunas de dichas funciones para disimular mejor otras, menos confesables, menos oportunas o menos persuasivas. En cambio, en el Antiguo Régimen, en las sociedades marcadamente jerarquizadas, la invariabilidad y el control de la distribución de los diferentes signos vestimentarios constituía una garantía de derecho y de orden. La función primordial del vestido aristocrático, por ejemplo, consistía explícitamente en significar en su magnificencia una heredad, una esencia, sin justificaciones ficticias, sin racionalizaciones vergonzosas. La ropa estaba investida con toda transparencia de una función sociopolítica precisa de autoafirmación para unos y de subordinación para otros, que fijaba a cada quien en su sitio y señalaba el sitio de cada quien. 12 Con el advenimiento de la democracia y de una orientación puritana y utilitarista del consumo, uno de los rasgos particulares del código vestimentario burgués, liberado de las restricciones jurídicas, consistirá en asentar su legitimidad cubriéndola con justificaciones prácticas, con innumerables pretextos morales y estéticos, como para declarar la inocencia de una gratuídad culpable. Todavía asumidos plenamente en el siglo XIX, los signos de prestigio, llenos de connotaciones aristocráticas, ahora se mezclan con un discurso de la moda que se las ingenia para persuadirnos de que un sombrero, una pañoleta o un abrigo de piel sirven para proteger o para embellecer, sin confesar abiertamente que funcionan como diferencia distintiva y como signo de una posición, tal como las pelucas o los tacones rojos de los cortesanos de antaño. Para no imponer normas se dan razones. Entonces se estable 12

Esa función y esa transparencia del signo subsisten ampliamente entre las poblaciones uniformadas y en sus relaciones con la sociedad civil. Por su carácter de medio signalético vital para el funcionamiento de um grupo jerarquizado, pero también instrumento y expresión del poder, el uniforme puede actuar como instigador o revelador de conflictos. Véase por ejemplo Nathan Joseph y Nicholas Alex, "The Uniform: A sociological perspective", American Journal of Sociology, núm. 4, vol. 77, enero de 1972, pp. 719-730.

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ce, principalmente a través del discurso de la moda, una estética social, comercial, garantía y herramienta simbólica de una clase que por medio de sus sastres, sus costureras y sus modistas, produce y reproduce un material distintivo, devaluando mediante un repudio sistemático lo "bello" precedente (lo que ha pasado de moda) para celebrar mejor lo "bello" del día (lo que está de moda). Se crea así un valor y, por tanto, rareza, pero en ningún caso una belleza realizada, definitiva, que acabaría por lo demás con ese proceso y su rentabilidad. De este modo, todos admiran, desean y consideran bello (elegante, chic, distinguido) lo que creen que es admirado, deseado y considerado bello por aquellos a quienes se les reconoce el poder y la capacidad para nombrar los nuevos cánones de la belleza, pese a todo, incansable pero provechosamente repudiados. Desde una perspectiva más amplia se observa, sin embargo —en particular en las sociedades rurales en donde las ceremonias dan iugar a manifestaciones del vestido libres del parasitismo mercantil—, coyunturas, tendencias, estilos que engloban ese tiempo precipitado y versátil de la moda y que resultan de una estética más profunda, menos parlanchína y razonada, de la cual dan testimonio a veces las historias de la indumentaria,13 a menudo más cercanas a la historia del arte que a la de las técnicas. La función estética del vestido se inscribe también dentro de una duración relativa, una duración estrechamente ligada al tiempo promedio que rige en Occidente la variación de los sitios, las posturas y las formas privilegiadas del cuerpo. Como lo prueban la preeminencia ostentosa de los abdómenes femeninos de la Edad Media, los vientres planos y musculosos de las modelos de hoy en día, los escotes legendarios de la corte de Luis XV, los pechos laminados de las "muchachos" de 1925, las estrellas de pecho exuberante y calípiges del cine hollywoodense, la grupa invasora de las burguesas del siglo xix o la aparición de las piernas y las manos desnudas, después de la guerra del 14, existe una temporalidad de la ubicación y de la apariencia de las zonas erógenas sexualmente deseables,14 en la cual el vestido está necesaria y profundamente triplicado. 13 Comparando la evolución del vestido con la de las artes entre 1350 y 1475, la tesis de Paul Post concluye que la indumentaria de ese periodo Se rige por las mismas leyes estilísticas y que es una manifestación de ellas. Die franzosisch-niederlandische Männertracht einschlie Blich der Ritterüstung in Zeitalter der Spütgotik, 1350-1475. Ein Rekonstruktionversuch auf Grund der Zeitgenössischen Darstellungen, Halle, 1910. 14 La silueta del hombre presenta también algunos detalles cambiantes con una función erótica, como el ancho de los hombros, la amplitud del

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En las sociedades menos móviles, esta topología estético-erótica sólo sufre ligeras variaciones. En cambio, en el espacio las disparidades son extremas: de la musulmana que se disimula completamente bajo amplios paños, hasta algunas indias de Brasil o algunas aborígenes australianas con la piel adornada pero totalmente desnudas.15 En Occidente, en el seno de especificidades étnicas o nacionales relativamente estables,18 esta mutabilidad de las posturas y de las regiones corporales del deseo parece depender de una estrategia de seducción que valoriza, alternativamente y por diferente duración: hombros, pecho, cintura, caderas, nalgas, piernas, brazos, longitud y corpulencia del cuerpo entero, en un proceso más lento pero análogo a la moda, tendiente como ella a renovar a través de nuevas formas la identidad de la persona.17 Al emplear técnicas y artificios de todo tipo, este trabajo del cuerpo y sobre el cuerpo multiplica en el tiempo sus aspectos reales o ficticios, reservándose siempre el efecto global para dar más potencia a los efectos limitatórax, la estrechez de la cintura o la prominencia del sexo. La vellosidad facial también está sujeta a grandes variaciones. 15 Sobre las variaciones en el tiempo y en el espacio de las regiones corporales del pudor y del deseo, véase entre otras referencias: William Graham Sumner, Folkways. A study of the Sociological Usages, Manners, Customs, Mores and Morals, Nueva York, Ginn & Co. 1906, pp. 429-435 y 453-459; o bien Havelock Ellis, Études de psychologie sexuelle, trad. A. van Gennep, t. i, París, Mercure de France, 1908, pp. 25-62. 16 Georges d'Avenel escribe a propósito de ello: "Todos sabemos —pero los fabricantes de corsés lo saben mejor que nadie— cuán diferentes son las formas de las mujeres de los diversos países de Europa: para cada nación se necesitan modelos completamente diferentes. La española tiene caderas anchas y poco vientre; su cintura corta y arqueada deja que las protube rancias naturales del busto se expandan libremente; la inglesa, por el con trario es recta y ello le agrada, necesita un corsé con lazos y apretado de arriba hacia abajo; la rusa y la escandinava tienen la cintura larga, con líneas poco notables; la alemana, la holandesa, robustas por naturaleza, necesitan corsés ajustados y fuertemente construidos. Estas diferencias entre una raza y otra, bastante conocidas en la industria de la confección, se extienden a todas las partes del cuerpo: desde la pantorrilla, por ejemplo, más alta en las británicas que en nuestras compatriotas, hasta los pechos, por lo general situados más abajo al otro lad o de La Mancha que de este lado del Océano." (Le Mecanisme de la vie modéme, serie 4, París, A. Colin (1898-1900), pp. 64-65.) 17 La moda es un medio para renovar "la información sexual" según la expresión de André Martinet en su artículo sobre "La funció n sexual de la moda", en Linguistique, núm. 10, 1974, pp. 5-19. Para el psicoanalista Edmund Bergler, Fashion and the Unconscious, Nueva York, Brunner, 1953, la evolución de la moda entera está supuestamente determinada por esa variabilidad de las zonas erógenas (shifting erogenous zone).

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dos, disimulando lo que había mostrado y revelando lo que había ocultado. En el siglo XIX , mientras que los pechos y los traseros se subrayan generosamente, las piernas se sustraen a las miradas en forma radical, acumulando así en el secreto espumoso de la lencería otro capital erótico cuya rentabilidad se mide en la intensidad del culto dedicado a las pantorrillas y en la emoción que provocaba su visión fugitiva. A la reclusión multisecular de las piernas (salvo un corto intermedio durante la Revolución) va a sucedería un periodo, que se inicia alrededor de los años veinte, de descubrimiento entusiasta y de fetichismo más franco para estas partes al fin visibles. Interés que se reactiva después de 1965 con la minifalda, pero que actualmente parece haberse debilitado tal como se esfumó el prestigio aún más breve de las hipermastias de la posguerra, idealizadas en la pantalla por la generación de Jayne Mansfield, Sofía Loren y Elizabeth Taylor. Quizá el vientre, tanto tiempo comprimido en el corsé y luego estirado por la musculación, podría aparecer de nuevo en la morfología femenina, a menos de que el bacín no se amplíe nuevamente para los traseros otra vez majestuosos. De cualquier modo, la vestimenta está indisolublemente ligada a la construcción de esas morfologías, en especial a través de la moda, que recuerda y justifica en cada caso la nueva definición de la excelencia corporal mediante las formas del vestido que implica, las cuales constituyen a menudo verdaderos moldes anatómicos. Debido a su carácter ambivalente, el vestido, que descubre cubriendo, que designa ocultando los sitios del cuerpo que alternativamente se valoran más, constituye a la vez un instrumento decisivo y una última oposición a la seducción. De este modo el pudor que manifiesta la ropa revela al revés los atractivos que suscita: "¿Por qué las mujeres, observaba Montaigne, cubren con tantos impedimentos, unos sobre otros, las partes en donde se alojan principalmente nuestro deseo y el de ellas? Y para qué sirven esos fuertes bastiones en los que los nuestros van a armar sus flancos, si no para engañar nuestro apetito y atraernos a ellas manteniéndolas lejos." 18 Así como el enrojecimiento pregona el malestar que desearíamos esconder, el pudor acrecienta la codicia que se quiere ocultar. Regular lo íntimo remite a regular las intensidades afectivas. En un pasaje de La isla de los pingüinos, Anatole France cuenta con 18

Essais, libro

II,

París, F. Roches, 1931, p. 21.

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malicia cómo un santo misionero decidido a cubrir la desnudez de las pingüinas a las que convirtió, realiza un primer intento con una de ellas, y de qué modo ella es perseguida por el conjunto de los pingüinos súbitamente enardecidos; hasta ese grado "el pudor comunica a las mujeres un atractivo invencible". 10 Entre más se apartan de los campos de la vista y del discurso los objetos referentes al sexo, más invaden, pueblan y obsesionan la imaginación: "El atractivo de un rostro bello o de un vestido bello (escribe G. Bataille) va en razón a lo que ese bello rostro anuncia de lo que el vestido disimula." 20 La mojigatería del siglo XIX hace gala en este sentido de tal obsesión sexual, que llega hasta a envolver las patas de los pianos con calzas... Desde ese momento, allí donde la ropa se entreabre, donde se levanta, allí donde subsiste potencialmente como freno, como defensa, como obstáculo, como retardante, cumple mejor su función erótica gracias a su función de pudor. En todas partes la ropa actúa sobre el cuerpo y en todas partes el cuerpo actúa sobre ella. Sus diversas funciones condicionan formas que implican comportamientos, una postura, un andar, algunos gestos (que a su vez en ocasiones modifican esas formas y sus funciones en una especie de causalidad circular). En suma, nadie camina igual con enaguas o con pantalones, con tacones altos o con botas; nadie se comporta, nadie actúa de la misma forma con o sin corsé, con o sin corbata. 21 Las funciones y las formas del vestido varían según las circunstancias, el sexo, la clase social o la actividad, y todo lo que aquéllas determinan en los comportamientos difiere también según dichas características. De este modo, la oposición entre lo amplio y lo ajustado, lo largo y lo corto, que conlleva respectivamente a la dificultad o a la facilidad de los movimientos, traducía en la Edad Media la línea divisoria que separaba a los nobles y burgueses de los campesinos y gente común de las ciudades. Los primeros atestiguan una legitimidad que se fortalece aún más con la len19

París, Calman-Lévy, 1909, pp. 55-56. París, U.G.E., col. 10/18, 1965, p. 519. Un estudio de André Handricourt determina por eje mplo la relación que se establece entre las ropas no entalladas (tipo túnica o poncho) y la manera de llevar una carga, por medio de tahalí o de banda frontal, y la relación que se establece entre las ropas entalladas (tipo saco) y la manera de llevar es as mismas cargas, por medio de mochila o de cuévano con tirantes: "Relations entre gestes habituéis, forme des vêtements et maniere de porter les charges", Revue de géographie humaine et d'ethnologie, núm. 3, julio-sept. 1918, pp. 58-67. 20 L'erotisme, 21

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titud ceremoniosa de su andar; los otros, una falta de dignidad que se subraya con la vivacidad del paso. Los primeros evidencian el ocio de una clase, o bien una actividad que se aprecia; los otros, un trabajo manual degradante. Sabemos que el vestido evolucionará, pese a todo, hacia un acortamiento y un ajustamiento de las formas, al grado de que el siglo xx hará de la funcionalidad un valor de prestigio. La amplitud subsistirá sin embargo en los puestos de carácter solemne pues el obstáculo físico que representa el traje de los sacerdotes, de los médicos, de los magistrados o de los profesores, la resistencia que opone a la prontitud de los movimientos y la restricción que ejerce sobre la postura, sobre el porte de la cabeza, sobre la marcha, sobre los brazos, los cuales hay que alejar del cuerpo, responden siempre en el terreno de lo simbólico a la idea de calma y de majestad, al sentimiento de la gravedad y el decoro. El vestido participa no sólo en el modelado del cuerpo que se adiestra para un determinado tipo de actividad (constituye una verdadera herramienta de trabajo), o en el de determinado modelo sociosomático (el pie atrofiado de las chinas, la fina cintura de las europeas), o en la elaboración de una determinada especie de gestualidad,22 sino que, por ese mismo hecho, puede influir también en algunas actitudes, suscitar disposiciones, subrayar algunas inclinaciones y llevar la marca de ellas. Las expresiones metafóricas tales como fctire jabot o étre collet monté (cf. N. del t.) designan claramente esas correspondencias. Cuentan que Buffon se aseguraba de la nobleza de su estilo vistiendo un traje de cortesano cuando escribía. En realidad, la forma es una norma que puede actuar, según su función, como un incesante llamado de atención de una exigencia ética o estética, o como una invitación al relaja22

Una misma forma no produce necesariamente los mismos gestos. B. Koechlin observó por ejemplo en la maniobra técnica de "quitarse un jersey", una profunda diferenciación sexual: "La mujer cruza los brazos por delante, agarra la parte baja del jersey y levanta los brazos hasta sacar la cabeza; luego, asiendo las mangas del jersey, lo vuelve a poner al derecho. El hombre se lleva las manos por arriba de los hombros, agarra el cuello del jersey a nivel de la espalda y tira hasta sacar su cabeza..." ("Techniques corporelles et leur notation symbolique", Langages, núm. 10, junio 1968, p. 38.) Por su parte, W. M. Webb ha notado también una forma específica para los hombres o para las mujeres de abotonarse la ropa. (The Heritage of Dress, op. cit, p. 21.) N. del t. étre collet monté puede traducirse por: "ser un encopetado". Literalmente significa: "llevar levantado el cuello de la camisa". En cuanto a faire jabot, que puede traducirse por "llenarse el buche", significa literalmente: "hacer chorrera", siendo ésta una cascada de encaje que baja del cuello de una camisa.

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miento. Por la licencia que autoriza, por la impunidad que garantiza, por la embriaguez que provoca, la mascarada demuestra a contrario el yugo del vestido cotidiano, todas las limitaciones que éste supone para el juego, el deseo, la audacia o la desenvoltura. Según G. Gorer y sus estudios sobre la fajadura en Rusia, 23 las formas del vestido con que se envuelve al niño de pecho determinan incluso algunos rasgos de la personalidad básica. Como signos, en todo caso, sus efectos son patentes en el proceso de socialización y de aculturación. El primer pantalón largo o el pri mer vestido de noche marcan etapas cruciales dentro de una biografía porque estas mutaciones de la apariencia, tal como el traje de primera comunión o los velos del matrimonio, manifiestan transiciones, simbolizan estados consagrados por la sociedad. Al llevar incesantemente al individuo a agregarse al grupo, a participar en sus rituales y ceremonias, a compartir sus normas y sus valores, a ocupar convenientemente una posición y a desempeñar correctamente una función, el vestido admitido y legítimo actúa como poderoso elemento de dominación política y de regulación social. Por eso en Occidente el modelo burgués (como la camisa o el pantalón) no requiere de ninguna protección jurídica pues se impone soberanamente. Lo único que difiere son las interpretaciones, también ellas codificadas con más o menos fuerza según el grupo al que se pertenece. En un nivel aún benévolo, las siguientes palabras de Amiel evocan la intensidad del malestar que el individuo puede sentir al quedar fuera de la ley de las apariencias convenidas: La bota me lastima, el traje tiene arrugas, el sombrero no me queda bien; es una catástrofe general y eso me irrita. El conjunto parece algo increíble. Por lo demás, a nadie le gusta sentirse molesto o grotesco. Hay en la fealdad o la incomodidad impuestas una opresión que subleva. Es una ofensa a la dignidad personal, y ésta se indigna en secreto. Uno se siente desgraciado, engañado, lesionado, mal servido pese a haber pagado bien, peor servido que los demás sin motivo. La rivalidad se añade al descontento y el amor propio murmura como el gusto. Uno se siente herido en su libertad, en su sentimiento de justicia, en su instinto de elegancia, su sentido de las conveniencias, su vanidad; se vislumbra todo un periodo de sinsabores renovados, el fastidio de disgustarse uno mismo y de verse disminuido en su apariencia y en su ser. 24 23

The People of Great Russia. A Psychologlcal Study , Londres, Cresset Press, 1919. 24 Journal intime, année 1857, París, UGE, col. 10/18, 1965, p. 135.

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Al obligar a descomponer y enumerar las múltiples misiones que se asignan al vestido, el análisis funcional conduce a tomar en cuenta los inmensos campos de lo económico, lo social, lo estético, de la significación, de la sexualidad o de lo político, y a tratar de jerarquizar el peso que tiene cada una de ellas en las diferentes sociedades. Sin embargo, debido a su finalismo, muy a menudo lleva a explicar las cosas por lo que son. Tratando de definir la función de las mancuernillas, dice Kluckhohn que "tienen la función de conservar las costumbres y de mantener una tradición" pues " . . . la gente se siente más a gusto si tiene —dice— la impresión de seguir las costumbres ortodoxas y socialmente aceptadas"25 (¡¡¡) Esta tautología, o al menos esta lógica circular basada únicamente en la noción de continuidad, no puede bastar evidentemente para la explicación histórica. Pero así como no siempre puede asignarse una finalidad —latente o manifiesta, desaparecida o desviada— a la forma de una prenda (o de un accesorio), también es difícil relacionar sistemáticamente dicha forma con la historia. De allí la complejidad para comprender otro aspecto de la indumentaria: los factores y las modalidades de su evolución. Ciertamente, los cambios de régimen, las conmociones ideológicas o la transformación de las costumbres influyen a veces en las variaciones superficiales de la moda (en su ritmo o su contenido) ; pero dichas variaciones se inscriben en el interior de lentas oscilaciones, análogas a las tendencias que los economistas observan tras el movimiento precipitado de los precios que se registra cada día, cuya regularidad profunda rara vez parece verse perturbada por el curso general de la historia. En efecto, como la historia económica, la historia de los fenómenos culturales conjuga diferentes ritmos. De este modo existen variaciones seculares de la barba, la cual desaparece durante el reinado de Luis XIV, resurge con el romanticismo, para eclipsarse nuevamente después de la Gran Guerra. No obstante, esta apasionante historia de las domesticaciones del sistema piloso aún está por hacerse.20 En cuanto a las formas del vestido, un estudio de los antropólogos A. L. Kroeber y J. Richardson 2T ha permitido analizar cuantitativamente (me25

Citado por Merton, op. cit., p. 79. Sobre el estudio cuantitativo, si no del "por qué", al menos del "cómo" de esas fluctuaciones de la barba, véase: Dwight E. Robinson, "Fashions in Shaving and Trimming of the Beard: The men of the Illustred London News, 1842-1972". American Journal of Sociology, 81 (5), mayo 1976, pp. 1133-1141. 27 "Three Centuries of Women's Dress Fashion; a Quantitative Analysis", Anthropological Records, University of California Press, núm. 2, vol. 5, 1940. 26

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diante mediciones aplicadas a un corpas de grabados de moda femenina que se extiende de 1605 a 1936) los tres principales tiempos que marcan su evolución. En el basamento, como zócalo, se presenta el sistema fundamental, el basic pattern, con formas y técnica arquetípicas sobre una vasta zona de expansión; en otros lugares encontramos el jorongo mexicano, el kimono japonés o los paños antiguos; en Occidente, el traje ajustado. Constituye ese tiempo estructural, casi inmóvil de F. Braudel,28 en cuyo interior se producen amplias oscilaciones que modifican de modo bastante regular la silueta, en un movimiento groseramente secular en el que se inscribe a su vez el tiempo corto de la moda propiamente dicha. Las modalidades de ésta se desplazan entre dos tipos principales: el tipo permanente, con un ciclo promedio de varios decenios, relativamente estable, y el tipo aberrante, que se le opone, menos frecuente y de una inestabilidad muy grande. Pese a ser el objeto de todos los discursos y todos los intereses, el tiempo corto de la moda sólo rara vez afecta al modelo general. Toda una mitología de la espontaneidad y de la creatividad de la moda se derrumba así; la misma que perpetúa la prensa especializada para convencernos de que veamos en los virajes anuales de las formas del vestido "la renovación libre", "la profusión inventiva" de los modistos. La ordenación de los datos cuantitativos corrige entonces nuestra miopía y revela bajo una nueva luz esa duración engañosa que en realidad se reabsorbe en el interior de tendencias seculares y de grandes ritmos regulares. De este modo, descubre verdaderas tendencias en la longitud y la altura de la cintura, en el ancho y la profundidad del escote, en la longitud y la amplitud de los vestidos, semejantes a aquellas que marcan la evolución de las formas anatómicas puesto que se influyen recíprocamente.29 Por su parte, A. Young afina y enriquece el análisis observando pp. 11-151. Anteriormente, A. L. Kroeber ya había establecido algunas series que cubrían el periodo 1844-1919. "On the principies of Order in Civilization as exemplified by change of fashion", American Anthropologist, n.s. vol. 28XXI , 1919, pp. 235-263. "Histoire des sciences sociales: la longue durée" Annales E.S.C., núm. 4, oct.-dic. 1958, nuevamente considerado en Ecrits sur l'histoire, París, Flammarion, col. "Champs", 1977, pp. 41-83. 29 Evidentemente no todas las formas vestimentarias, como tampoco las formas del cuerpo, tienen la misma velocidad de evolución. Los sombreros, al igual que los cabellos, pueden cambiar muy rápidamente; los zapatos, al igual que la silueta, se modifican más lentamente. La edad, la posición, el estado civil influyen también en el ritmo de esas v ariaciones.

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en el proceso de las formas del vestido, de 1760 a 1937, no solamente cambios de dimensiones en el interior de un mismo sistema fundamental, sino también cambios en la disposición de las formas alrededor del cuerpo (el "contorno").30 En un periodo de ciento setenta y ocho años el autor identifica de este modo tres tipos de vestido que dominan alternativamente en ciclos de varios decenios: el tipo "giro", el tipo "tubo", el tipo "campana". Mucho más difícil de medir pero igualmente pertinente sería descubrir la evolución del movimiento que hace aparecer o desaparecer de la vista algunas formas, instituyéndolas ya sea como algo íntimo, por debajo, o como algo visible, por encima (camisas, blusas, sotanas, medias, chalecos, pantalones, etcétera). El establecimiento de todas esas series en el interior del basic pattern occidental tiene la función de una especie de memoria informática que demuestra de modo concreto el peligro de las relaciones de equivalencia sistemática entre una forma y su contexto histórico. Esta rotación o esta alternancia de un número finito de formas, con combinaciones aún reducidas debido a algunas incompatibilidades técnicas, atestigua que la crinolina o la minifalda son menos el producto genético o analógico de un estado o una transformación del curso de la historia que el resultado de una evolución relativamente autónoma, de la cual constituyen en términos de medida dos momentos extremos. En efecto, ¿qué relación (aparte de la cronológica) puede establecerse entre un vestido largo y amplio y el Segundo Imperio o entre un vestido corto y estrecho y los años sesenta? Ciertamente, uno proviene de una sociedad más rígida y pudibunda que el otro, pero mostrar las piernas no indica entre las mujeres una "liberación sexual" más de lo que los cabellos largos, entre los hombres, señalan una "feminización". Ni en materia de indumentaria ni en materia capilar existen rasgos naturales que permitan hacer tales inducciones. Las faldas se acortaron porque antes eran largas; los cabellos se alargaron porque antes eran cortos. Todos los valores de moda, todos los valores distintivos residen en esa oposición pasajera con respecto al pasado y a aquéllos que se estancaron en él. A veces la aparición de nuevas concepciones (como el niño en el siglo xvín), de nuevos usos (como la bicicleta a fines del siglo xix) o de nuevas condiciones sociales (como el trabajo femenino en el siglo xx), conducen a nuevas siluetas, implican nuevas formas que tienen 30 Recurring Cycles of Fashion, 1760-1937, Nueva York, Cooper Square, 1966 (1937).

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una emergencia y una evolución de una historicidad flagrante.31 Pero si bien la Revolución Francesa modifica profundamente a largo plazo la indumentaria masculina, en realidad no afecta la vestimenta femenina, cuya evolución sigue su curso sin registrar cambios significativos. Y cuando en 1917 el new look acentúa la cintura, rellena las caderas, alarga e infla el vestido con el sostén de ballena, con los volantes tiesos de tafetán, sólo asistimos al avatar secular del verdugado, del miriñaque y de la crinolina, sin que por ello se establezcan correspondencias particulares con la temporalidad política o social. La rotación que exigen el número reducido de formas y el juego limitado de combinaciones no conduce tampoco a esa especie de monosemia cíclica que aducen los místicos del "eterno retorno del vestido",32 quienes tratan de ver una significación común en las "dos piezas" de los frescos de Pompeya y los bikinis de Miami Beach. Porque, más bien a semejanza de la espiral de Vico que a imagen de la rueda de Spengler, una misma forma regresa adquiriendo sentidos jamás idénticos, pues parte de formaciones sociales y de un juego de oposiciones siempre diferentes. Por ello, el estudio diacrónico de las formas del vestido de una época a la siguiente, de una sociedad a otra, debería completarse con el estudio sincrónico de las relaciones y de las funciones de esas formas dentro de la red de las relaciones sociales concretas, en cada una de esas épocas, en cada una de esas sociedades. Entonces aparecerían, a través de sus matices diferenciales y en la oposición de sus rasgos distintivos, sus significaciones sociales. En el Segundo Imperio la amplitud de las crinolinas clasifica de modo tan seguro a una mujer como su conversación: crinolinas desmedidas y llamativas de las nuevas ricas y de las mujeres galantes, moderadas y distinguidas de la gente "bien", modestas y baratas de la obrera endomingada.. ,33 En cambio, la evolución de los materiales de esas formas del vestido sí está estrechamente ligada a la evolución técnica y a las variaciones geocomerciales de los textiles y las tinturas. En el Anti31

De este modo, en las sociedades tradi cionales en vías de acultura ción, se insinúa siempre cierta historicidad de las formas. A este respecto, véase por ejemplo Jacques Berque, Le Maghreb entre deux guerres, París, Seuil, 1962, pp. 90-92. 32 Entre otros: Bernard Rudofsev, Are Clothes Modern? Chicago, P. Theobold, 1947. 33 Sobre estas cuestiones, véase nuestra obra: Les Dessus et les dessous de la bourgeoisie, une historie du vétement au XIXe siécle, París, Fayard, 1981.

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guo Régimen la restricción material fija tanto las leyes suntuarias como su sentido y empleo durante largos periodos. A la nobleza le corresponden necesariamente los materiales preciosos, debido a su escasez y los colores más vivos, debido a su precio (como el púrpura, que permanece a lo largo de los años como el atributo exclusivo de la dignidad cardenalicia o de los príncipes de sangre); en tanto que a la burguesía se le destinan durante siglos los tintes más sombríos y las telas más sencillas. Si bien esta tradición de sobriedad permanece vigente en lo relativo a las prendas masculinas, la industria textil y los progresos de los colorantes artificiales ampliaron considerablemente desde el siglo xix las disponibilidades del mercado femenino (en un mundo donde el papel de la vista es cada vez más importante). Observemos sin embargo que en este terreno la oferta no siempre llega a ajustarse a la demanda, y mucho menos a preverla o a provocarla. Ciertamente, el invento y la comercialización de algún color o algún material nuevo pueden desempeñar un papel decisivo en la determinación de nuevos cánones estéticos, pero una política proteccionista puede tener efectos nocivos, como la anglomanía durante el Imperio o, en nuestros días, el occidentalismo en la URSS, que hace que los productos más solicitados sean precisamente aquellos que no pueden conseguirse. La moda no es así más que un nivel del fenómeno del vestido, una modalidad transitoria, con un tiempo promedio, que puede asimilarse al estilo pero que también puede a veces modificarlo o transformarlo. En esta historia multiserial en la que se alojan otras historias más o menos internas y sistemáticas, de velocidad variable, entrelazándose a semejanza de una trenza, la coyuntura material, social o política no deja de tener efectos. En diversos niveles puede modificar el movimiento de la historia del vestido ya sea retardando o precipitando un ritmo por lo demás regular. De este modo, sin riqueza no hay cambios, no hay moda posible: el sistema fundamental de la indumentaria del campesino chino apenas conoce fluctuaciones, mientras que en el del campesino francés existen pese a todo algunas prendas nuevas como la ropa interior, que se extiende en Europa durante el siglo XIII, o como las prendas de lana, que se generalizan durante el siglo XVIII. El examen comparativo a través del tiempo, de algunos cuadros que representan escenas campesinas de una misma región, nos permite observar movimientos seculares en las vestiduras, imperceptibles a corto plazo, pero que participan de ese tiempo pasado que regula también

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el hábito eclesiástico o el de algunas corporaciones. Pero tal como lo demuestra la fijeza milenaria de las formas del traje de los mandarines, la riqueza no rompe de modo mecánico esa inmovilidad. Son más bien la distribución y la circulación de esa riqueza en el interior de las estructuras sociales móviles las que hacen posible una modificación del ritmo de evolución de esas formas y, a veces, la subversión del ordenamiento de los signos vestimentarios del prestigio y del poder. Debido a su importancia simbólica vital, la moda constituye, a decir verdad, un campo de luchas incesantes a través de toda la historia de las sociedades en donde existe cualquier tipo de movilidad, cualquier posibilidad de desear el objeto de deseo del otro. En Occidente, la difusión del cambio precipitado de las formas, los colores y los materiales llega gradualmente, desde el siglo XII hasta el xx, y debido a todo un juego de relevos y de retroacciones, hasta algunas capas que se han vuelto disponibles económica, social y culturalmente gracias al progreso material, a la evolución de las relaciones sociales y al trabajo de aculturación. Con la sociedad industrial, el ritmo ya rápido aunque desordenado de la moda va a regularizarse, racionalizándose, lo cual será ampliamente aprovechado por los relevos comerciales. Acelerar la producción deshaciéndose simultáneamente de ella exige dos métodos: aumentar la demanda y limitar la duración de vida física (elemento perentorio incorporado al valor de uso) y social (elemento perentorio incorporado al valor-signo) del bien vestimentario. La división del tiempo de la moda se institucionaliza entonces y se vuelve oficialmente anual y de temporada. El juego incesante de las rupturas con los cánones precedentes, la celebración continua de las "novedades", la fabricación incansable de lo bello y del bien se continúan y se extienden, apoyados por un formidable sistema de transmisión: la prensa especializada. Inicialmente el grabado y luego la fotografía desempeñan un papel decisivo en ese movimiento que engendra la moda y que acaba con ella, haciéndola pasar de la renovación a la imitación, de la distinción al conformismo, de la diferencia a la identidad, en suma, de lo Otro a lo Mismo, el terreno codiciado por todos y que pronto será divulgado para todos.

Título: “Elementos para otra historia del vestido” Autor: Perrot, Philippe Fuente: Diógenes, no. 114, primavera-verano 1981, pp. 159-177 Publicado por: Coordinación de Humanidades, UNAM Palabras clave: sistema vestimentario, normas burguesas, valor de uso, valor social, valor-signo, discurso de la moda.

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