(en tono menor) Antonio Santa Ana

Otros títulos La venganza de la vaca Los vecinos mueren en las novelas El misterio de Crantock Sergio Aguirre Los ojos del perro siberiano Nunca seré
Author:  Carmen Soriano Paz

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Otros títulos La venganza de la vaca Los vecinos mueren en las novelas El misterio de Crantock Sergio Aguirre Los ojos del perro siberiano Nunca seré un superhéroe Antonio Santa Ana El “Lunático” y su hermana Libertad Paul Kropp El abogado del marciano El alma al diablo Un poco invisible Marcelo Birmajer

(en tono menor)

Antonio Santa Ana Pablo arma una banda junto con sus amigos: hacen música, hablan sobre los grupos que les gustan, salen a recorrer la ciudad, participan en manifestaciones públicas. Así transcurre su vida hasta que conoce a Guadalupe: esto cambia definitivamente su actitud y le da el impulso que necesitaba para componer su propio destino... con su propia música.

Los años terribles Yolanda Reyes

Antonio Santa Ana

¿Quién conoce a Greta Garbo? La tercera puerta Norma Huidobro Palomas son tus ojos Eduardo Dayan Veladuras María Teresa Andruetto Tony Cecilia Velasco El jamón del sánguche Graciela Bialet Ronda de perdedores Jorge Saldaña

CC 26505006 ISBN 978-987-545-566-5

(en tono menor)

Antonio Santa Ana

Antonio Santa Ana Nació en Buenos Aires en 1963; tiene tres hijos. Es escritor, editor y especialista en literatura infantil y juvenil. Tiene publicados, además de Ella cantaba (en tono menor), Los ojos del perro siberiano (que lleva más de 300.000 ejemplares vendidos), Nunca seré un superhéroe (Zona Libre) y Los Superfósforos (Torre de Papel Azul).

Ella cantaba (en tono menor) Antonio Santa Ana

Bogotá, Buenos Aires, Caracas, Guatemala, Lima, México, Panamá, Quito, San José, San Juan, Santiago de Chile

Cuando escuchó las primeras explosiones arrojó el cigarrillo al mar; miró la parábola que describía la brasa en el aire antes de apagarse en el agua. Tomó el último trago de la botella de cerveza. Se acordó de Warm Beer and Cold Women, la canción de Tom Waits que le gustaba a su padre, y se rió. Su padre. Miró el celular y no tenía señal, le hubiese gustado llamarlo para desearle feliz año. Saber qué estaba haciendo, si estaba solo o con amigos. Se lo imaginó con las luces bajas bebiendo un champán ya tibio. Seguro que al volver a la cabaña y prender la notebook tendría un mail suyo, pero le hubiese gustado

Antonio Santa Ana escucharlo para saber cómo estaba por los matices de su voz, si arrastraba las consonantes por haber bebido, o si tenía esa entonación cantarina de cuando se estaba divirtiendo. Su madre le había pedido que llegara a las doce para brindar con ella, con Claudio —su pareja— y con Tomás, el hijo de ambos, su medio hermano. Pablo no sabía por qué, no tenía motivos, pero quería demorar el momento de volver. Tal vez para empezar el año con una humilde, modesta rebeldía de quince minutos. Había cenado con ellos y, al terminar, decidió que quería empezar el año así, solo, sentado sobre una roca a orillas del mar. Encendió otro Marlboro, el primero y el último de 2012, se juró. Lo fumó despacio mirando a la gente que en la playa celebraba el Año Nuevo. Varias familias con niños pequeños habían puesto manteles en la arena, tenían canastas con bebidas y alimentos, brindaban y comían. Algunos encendían fuegos artificiales. La mayoría solo observaba. Había llegado cinco días atrás y quería volver; le gustaba el lugar y disfrutaba de las vacaciones, se divertía bastante con Tomás. Pero quería volver: antes de Navidad se había comprado un pedal nuevo, un Overdrive que había deseado durante meses y casi no había tenido oportunidad de probar. Le quedaban aún tres largos días en Uruguay. Cuando decidió regresar, observó un poco mejor a la gente que estaba en la playa; vio a un grupo de cuatro ancianas riendo, matrimonios mayores y jóvenes,

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Ella cantaba (en tono menor) y divisó cerca de una de las salidas, sentados en la galería de una cabaña, a un grupo de seis o siete, en el que una chica de unos diecisiete, tal vez dieciocho años, estaba tocando la guitarra. Se acercó lentamente. La chica cantaba bien; Pablo se dio cuenta de que la canción estaba en un tono bajo para ella. La canción era bella y triste (“como deben ser las buenas canciones”, le habría dicho, seguro, Diego); él no la conocía, pero memorizó una parte de la letra para buscarla en Internet: la espina no, la flor, la flor, si es que hubo flor.

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Canciones horribles

—Nuestras canciones son horribles —dijo.

Y se creó un silencio pesado alrededor. Pablo lo miró sorprendido; sabía que a Diego no le gustaba la música que estaban haciendo pero no lo creía capaz de decirlo así, de manera tan brutal. Tocaban juntos desde hacía dos años en El Tigre Harapiento. A Diego lo había llamado Sebastián, el creador de la banda, y al quedarse sin bajista lo llamaron a Pablo, que dejó de tocar la guitarra para pasar al bajo. La historia de muchos bajistas es esa: pasar de las seis a las cuatro cuerdas para poder tocar con otros.

Antonio Santa Ana Habían tocado en vivo al menos diez veces. Las primeras, en algunos festivales de colegios, y en el último año habían tocado en algunos bares junto con otros grupos. Su página de Facebook tenía algo más de trescientos seguidores… Comenzaron haciendo covers de bandas que les gustaban: Pixies, The Clash, Él Mató a un Policía Motorizado… Dos guitarras que se alternaban, la primera y la rítmica, que tocaban Sebastián y Diego; batería, bajo y un cantante. Pablo creía que sonaban bastante bien, la base era rítmica y pesada; las guitarras, cada una en su estilo —la de Sebastián incisiva y punzante, la de Diego mucho más melódica— se complementaban bien. Y el cantante, Siete (lo llamaban así porque siempre se sacaba esa calificación en los exámenes, nunca más, nunca menos), era afinado. Lo que no es poco. Era el primer ensayo del año, el que Pablo tanto había esperado para volver a enchufar el bajo, conectar los pedales (el Overdrive, un Chorus y un Delay) y tocar lo más fuerte y rápido que fuera capaz, y terminaba así, con esa frase de Diego: “Nuestras canciones son horribles”, dicha como al pasar mientras él ponía azúcar y revolvía su café en la pizzería de la esquina de la sala de ensayo. Sebastián y Siete se le fueron al humo enseguida, ellos eran los que escribían la mayoría de las canciones. Que trajera las suyas, que escribiera él, que nunca había dicho nada. Pablo, que conocía a Diego desde los cinco años, sabía que si decía eso era porque estaba convencido,

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Ella cantaba (en tono menor) lo había pensado mucho. Diego era una persona de convicciones fuertes y claras, miembro del centro de estudiantes de su colegio, preocupado por la realidad; todo le interesaba: la política, la música, la literatura, en todo tenía opiniones que antes había meditado. No era un necio, ni un provocador. —No es eso —dijo Diego—, yo no lo haría mejor. Es la actitud, la ideología, todas nuestras canciones son de tres acordes, en todas tocamos rápido, fuerte y distorsionados; estuve pensando que tengo ganas de hacer otra cosa. Algo más sutil, estoy cansado de tocar rock tan explícito… Y terminó: —Voy a dejar de tocar con ustedes.

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Ernesto

Esa noche, luego del ensayo, Pablo iba a ir a

dormir a la casa de su padre, como todos los miércoles. Cuando sus padres se separaron él tenía seis años y comenzó a dormir en lo de Ernesto los miércoles, viernes y sábados. Un par de años atrás habían llegado a un acuerdo: Pablo iría todos los miércoles y los fines de semana que tuviera ganas. En general, pasaba los domingos a almorzar y en algún otro momento de la semana a tomar un café y a charlar un rato. La casa quedaba cerca de las vías del ferrocarril San Martín, en una calle empedrada poblada de talleres, galpones y pequeñas

Antonio Santa Ana fábricas. Casi no había viviendas en la cuadra. La de su papá era la última de un largo pasillo, un poco cochambroso. Pero por dentro no tenía nada que ver con el entorno, era cálida y muy luminosa gracias a un pequeño jardín en el fondo. En la planta baja estaba el dormitorio de Pablo, un living-comedor integrado a la cocina, y en la planta alta el dormitorio y estudio de Ernesto. Su padre era arquitecto, al igual que su madre. Ellos se habían conocido en la universidad. “Acá tengo todo lo que necesito”, decía su padre cada vez que Pablo le preguntaba por qué no se mudaba a un lugar mejor. Con su nivel de ingresos podía permitirse una vivienda más grande, en un barrio mejor ubicado y más seguro. Pero no le interesaba, y Pablo no lograba entender por qué. Había vivido cuatro años con una novia, Patricia, unos diez años más joven que él. A Pablo ella le caía muy bien, era inteligente y divertida, siempre había sido amable y cariñosa con él. Pero Patricia quería tener un hijo y Ernesto, no. A medida que ella se acercaba a los cuarenta años las conversaciones sobre el tema se hacían más frecuentes, aun con Pablo presente, lo cual solía incomodarlo bastante. Tres años atrás habían decidido separarse. Las primeras semanas su padre había estado muy enojado; después, el enojo dejó lugar a la tristeza. Pablo siguió en contacto con ella, se escribían mails y se llamaban para los cumpleaños. Y, cuando ella tuvo una hija, él la fue a conocer. “Ahora somos ella y yo”, le había dicho Patricia, y él no necesitó preguntar nada más.

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Ella cantaba (en tono menor) Su padre no volvió a mencionarla, aunque Pablo creía que estaban en contacto y que los primeros meses luego de la separación Patricia había seguido yendo a su casa. Estaba convencido de que Ernesto había envejecido luego de esta decisión y que se había vuelto más melancólico. Como si estuviera en una tonalidad menor. “En la vida uno debe elegir lo que cree que es conveniente o justo, aunque eso a uno no siempre lo haga feliz”, le había dicho la última vez que Pablo había sacado el tema. No volvieron a tocarlo. El domingo anterior por la tarde había estado ahí con Diego grabando unos discos de Eduardo Darnauchans: así se llamaba el autor de la canción que Pablo había escuchado en la playa. Un compositor uruguayo, militante comunista, que había sido prohibido por la dictadura militar. Había tres cd´s en la casa de su padre. Diego, que lo había escuchado por Internet y quería grabarlo, estaba fascinado con el músico. Ya tocaba cuatro o cinco de sus canciones. —Este tipo debería ser nuestro Dylan —dijo—, tiene una intensidad… es como una mezcla de Nick Cave y Nick Drake en el Río de la Plata. —En el Río de la Plata no, en Montevideo —corrigió Ernesto—; esa cosa de usar al río que tenemos los argentinos cuando nos queremos apropiar de algo que es uruguayo…

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El chico que quería ser Chet Baker

—Era bello —dijo. Y señaló una foto que

tenía en el estante. La imagen mostraba a un tipo joven, de rasgos angulosos, pelo negro corto con un mechón que le caía sobre la frente. Estaba vestido con una camiseta blanca y un saco negro. Sostenía una trompeta con su mano derecha; con la izquierda se apoyaba en el respaldo de una silla, también blanca, donde estaba sentado. La foto, en blanco y negro, era hermosa a pesar de no tener buena resolución; se notaba que la había bajado de Internet e impreso en una impresora láser. Y el tipo era bello, tenía razón Francisco.

Antonio Santa Ana —Es Chet Baker, por él es que yo toco la trompeta. Lo escuché por primera vez a los ocho años, me fascinó. Fue hipnótico: una suerte de amor a primera vista, o a primera oída —se rió—. Tardé dos años en convencer a mis padres de que me compraran una trompeta. Mientras tanto, me consiguieron un tecladito y me mandaron a estudiar piano. Cuando logré convencerlos de que la trompeta era el instrumento que quería tocar, tardamos un año más en ubicar a un profesor en la zona. Encontramos uno saliendo del pueblo hacia el sur, camino de El Hoyo. Nosotros vivimos al norte; tenía que tomar dos colectivos para ir, un viaje largo, pero no me importó. Había, por fin, alguien que me iba a enseñar a tocar el instrumento que amaba. Claro que hay trompetistas mejores, más rápidos, más virtuosos, pero a mí me emociona cómo toca Chet. Su sutileza, su fraseo. Esa manera tan elegante de frasear… Mi profe era fan de Miles Davis, otro trompetista de jazz que es genial, ojo. Y decía que todo lo interesante de Chet se lo robó a Miles. A mí eso no me importa, yo soy fan de Chet, quiero ser como él. Escuchen esto —continuó Francisco—, esta versión es de 1952, hace sesenta años —y puso My Funny Valentine en la pc. Era una balada. —¿No era que el tipo tocaba la trompeta? Porque está cantando… —dijo Pablo. —Cantaba y tocaba la trompeta, las dos cosas. Escuchen. Presten atención a cómo termina, es conmovedor… Diego y Pablo hicieron silencio hasta el final. Cuando terminó la canción, Diego dijo:

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Ella cantaba (en tono menor) —La terminó en un acorde menor, ¿no? El resto del tema era mayor —Pablo no se había dado cuenta. —Claro, es eso —le dijo Francisco—, ese cambio de tono es estremecedor. Leí por ahí que fue un error, que se equivocó mientras grababa. Si es un error, es un error fantástico. Y siguió: —Baker fue una estrella a fines de los cincuenta, lo que sería una estrella de rock hoy. Actuó en una película, se hizo adicto a la heroína, perdió los dientes en una paliza que le dieron por un tema de drogas. Estuvo preso varias veces. En fin —concluyó Francisco—, terminó muerto en Ámsterdam en un episodio muy confuso; algunos dicen que se tiró por la ventana, otros que tuvo una pelea con un dealer que lo empujó… —Una mierda —dijo Diego. —Sí —coincidió Francisco. Después sacó la trompeta del estuche, le colocó la boquilla, empezó con unas notas largas, después una pentatónica. Y entonces, luego de unos breves ejercicios de digitación, se puso a tocar bajo, muy bajo, con la trompeta apuntando al piso, una versión de My Funny Valentine. Era casi un blues. Francisco se demoraba en algunas notas y atacaba otras con velocidad. Marcaba la melodía y parecía olvidarse de ella por momentos para, luego, volver a marcarla. Cuando terminó el tema, Pablo miró a Diego y dijo: —No sé si vamos a poder tocar eso… Francisco se rió.

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Antonio Santa Ana —Esta es la música que yo quiero tocar, la que quiero hacer, pero no es la única. Puedo tocar otra música. Entonces tocó un tema de Calamaro y después arrancó con una Suite de Bach. —Suelo tocar las Suites de chelo como ejercicios de digitación. Aunque no veo cómo puede encajar una trompeta en una banda de rock que no tiene batería… —No somos una banda de rock —dijo Diego—, ni siquiera somos una banda. Juntémonos a tocar y veamos: si podemos hacer algo, mejor. Diego había conocido a Francisco la semana anterior en un festival que se había hecho en apoyo a la toma de su colegio, en la que reclamaban la instalación de gas. Diego cantó cinco canciones acompañándose con su guitarra española. Hizo cuatro covers y una canción propia que había escrito días atrás: se llamaba Fotos de Moscú. Apenas la compuso se la hizo escuchar a Pablo, que no terminaba de entender bien la letra. Empezaba casi como un vals y decía: En el bosque los cuervos/ se saben mi nombre de hoy/ y me llaman, y un estribillo un poco más pesado, todo en quintas: Espero de vos/ un cigarro, un grafiti, una flor/ y no hay nada, solo/ fotos de Moscú. A Pablo le parecía que era una especie de canción de amor. Aunque él también escribía canciones, todavía no se atrevía a mostrárselas a nadie, ni siquiera a Diego. Al bajar de la tarima que hacía las veces de escenario, a Diego se le acercó un chico alto y flaco vestido con un abrigo largo y una bufanda multicolor, para felicitarlo. Era Francisco.

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Ella cantaba (en tono menor) Francisco había nacido en El Bolsón, en la provincia de Río Negro, y había vivido toda su vida allí. En El Bolsón de los cerros se acomodó el sol de enero, se puso a cantar Diego, y comentó: —Esa canción de Miguel Cantilo debe ser una tortura para los que trabajan en los campings; si llegara a ir, sentiría la obligación de tocarla. Francisco contó que sus padres tenían una granja en Mallín Ahogado, pegado a la Cordillera y muy cerca de un paso a Chile. —En el culo del mundo —dijo Pablo. —Más o menos por ahí —agregó Francisco, riendo. La familia vivía allí desde hacía veinticinco años (“Soy un auténtico nyc, nacido y criado en la Patagonia”, dijo), y se dedicaba a la producción de frutos del bosque (frambuesa, casis, rosa mosqueta) y de los dulces que fabricaban con ellos. —Una pequeña chacra —contó—; son solo cuatro hectáreas, no tenemos empleados, salvo algún colaborador ocasional en tiempos de la cosecha, y los dulces los hacemos nosotros mismos. —¿Sabés hacer mermeladas, entonces? —Claro que sí, desde que tengo cinco años. —Vas a tener que hacernos una —dijo Diego. —No va a ser necesario hacerla, tengo de sobra —el rostro de Francisco, por primera vez, presentó una expresión sombría—. Con la explosión del volcán Puyehue y la caída de sus cenizas sobre Villa La Angostura y parte de Bariloche se paralizaron el turismo y toda la región. Más de la mitad de los habitantes de La Angostura

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Antonio Santa Ana tuvieron que dejar sus casas por unos meses e irse a vivir a otro lado. —En El Bolsón no cayeron cenizas —siguió contando—, pero sin turismo en la zona no hubo a quién venderle ni los dulces ni las frutas. Piensen que casi toda nuestra producción se vende en Villa La Angostura, a los negocios de artículos regionales y a los hoteles y complejos de cabañas para el desayuno de los huéspedes. —Tremendo —susurró Diego. —Con una situación económica tan delicada —siguió Francisco—, a mis viejos se les complicaba tener una boca más para alimentar; entre todos decidimos que lo mejor era que viajara a Buenos Aires para vivir en la casa de mi abuela. Igual, ya estaba en mis planes viajar para estudiar en la Escuela de Música Popular de Avellaneda al terminar el secundario. La crisis me obligó a hacerlo antes… Hacía dos meses que Francisco había llegado y por cuestiones burocráticas no había logrado inscribirse en ningún colegio. Entonces, junto con sus padres y su abuela, había decidido terminar el secundario como alumno libre. Ya había aprobado tres exámenes y estaba preparando cinco materias para la siguiente fecha. Sin amigos, se había dedicado a ser un flâneur, pasaba horas caminando por esa ciudad que desconocía, observando las calles, los edificios y a las personas. Anotando cosas en una libreta pequeña que llevaba consigo. —Claro que no es la primera vez que vengo a Buenos Aires, antes estuve como diez veces —les contó—, pero

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Ella cantaba (en tono menor) un día, a la semana de llegar, me tomé el subte a las seis de la tarde. Había tanta gente que entre el olor y el viajar tan apretado me empezó a faltar el aire y me bajé en la mitad del recorrido. Comencé a caminar para volver a casa, no era complicado, tenía que seguir por avenida Rivadavia derecho, pero se me ocurrió ir por una calle paralela, donde hubiera menos tránsito y menos gente. De repente me di cuenta de que no sabía dónde estaba. Me había perdido, pero me gustaban las calles por las que iba. Había casas muy hermosas, algunos pasajes muy tranquilos a pesar de estar tan cerca de una avenida. Con el celular me orienté para encontrar el camino. Desde ese día salgo a conocer la ciudad de esa manera, me tomo un colectivo, me bajo y camino, o salgo en bici. —Estás totalmente loco —le dijo Pablo—, te podés meter en zonas peligrosas. —Puede ser, pero creo que todos los lugares encierran peligros, y si es por los robos te pueden robar en cualquier lado. No sé qué dirán las estadísticas —comentó. Caminando así, sin rumbo fijo ni plan establecido, Francisco llegó un día hasta la Reserva Ecológica de la Costanera Sur. —¿Fueron alguna vez? —preguntó. Pablo y Diego se miraron: ninguno había estado allí y Pablo ni siquiera sabía de su existencia. —Es maravilloso, algo así como un lugar que quedó olvidado, o un terreno abandonado, donde el río o el viento fueron llevando semillas de las que crecieron

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Antonio Santa Ana árboles y plantas sin demasiado orden. Un espacio que muestra cómo sería Buenos Aires si la ciudad no existiera. Hay muchísimas especies de aves, seguramente serán distintas de acuerdo con la época del año. El próximo domingo voy a ir a observar aves, si quieren pueden venir conmigo. Pablo estaba poco menos que horrorizado: estaban allí buscando un trompetista y el chico que quería ser Chet Baker los invitaba a hacer avistaje de pajaritos.

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