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EnLaLuNa Esposa En La Sombra Sara Craven
ESPOSA EN LA SOMBRA, N.º 209 9 - agosto 201 1 Título ori ginal: Wife in the Shadows
Argumento: Las maquinaciones de la importante familia Manzini habían obl igado a Elena Blake a cas arse. El reac io novio, el conde An gelo Ma nzini, era el mujeriego con pe or fama de Italia. En sociedad, Angelo besaba por obligac ión a su nueva y tímida esp osa. Pero, en su mansión, la condesa se negó a seg uir en la sombra. Ante el desafío de Elena, Angelo se sintió cautivado por el reto de posee rla.
Capí tulo 1
Abril Eran los pendiente s más exqu isitos que había visto en su vida. Los diamante s brillaban de tal manera, que se preguntó si se que maría al tocarlos. Pero , en realidad, eran fríos, pe nsó mient ras se los ponía; frío s como el resto de las joyas que le habían regalado en los últimos e inte rminables meses; frío s como el vacío que sent ía en el estómago al pe nsa r en la noche que la espe raba y sus posibles consecue nc ias. Agarró el colgante , que había sido un regalo ante rior, y se lo dio a Do nata, la donc ella, para que se lo abrochara. Después se levantó del tocador y se ace rcó al espejo de cue rpo ente ro que había en la pared de al lado para someter su imagen a un examen crítico. El neg ro era obligatorio aque lla noche. Ni el colo r ni el estilo del vestido le gustaban especialmente . Hacían que pareciera mayor de los veint itrés años que te nía y transmitían una sofisticación de la que carecía. Pero como muc has otras cos as en su vida, no los había elegido ella. Además, pensó con iro nía, ¿de sde cuándo una marione ta elegía sus vestidos? Llevaba el pelo recogido en un moño y se había maquillado haciendo resaltar sus ojos de colo r gris verdoso. Y en el cue llo y las orejas brillaban los diamante s como el hielo a la luz del sol inv ernal. Oyó que Do nata tosía y vio que miraba el reloj. Era hora de comenz ar otra represent ación. Agarró el bolso, salió de la habitación y llegó a las escaleras al tiempo que oía cerrarse otra pue rta. Se detuv o, como hacía siempre, mient ras lo observaba ace rcarse, alto, delgado y elegante , con movimient os tan ágiles como los de una pante ra. Él también se detuvo y asint ió levemente para indi carle que su aparienc ia cont aba con su aprobación. Después bajaron junt os, pero con la suficiente distanc ia ent re amb os para que la manga de él no ro zara el brazo de ella. Al llegar al vestíbulo, él se volvió hacia ella y dijo en voz baja: –Esta noche . Ella sintió un escalofrío que se transformó en miedo.
Junio del año anterior Le habían te ndido una emb oscada. Se pe rcató al ent rar en el salón y ver que su abue la, la condesa Manzini, no estaba sola como había creído. Su hija, la signora Luc cino, estaba sentada a su lado. –Abue la que rida –se acercó a ella y le besó la mano–. Y tía Doro tea –inclinó corté smente la cabez a–. Qué agradable sorpresa. En cierto sent ido, era verdad. No espe raba enc ont rar allí a la he rmana mayor de su difunto padre, la impone nte matriarca que gobernaba a su nu merosa famili a como una déspota. Pero du daba que a ninguno de los dos le resultara placente ro aque l enc uent ro. –Caro Angelo –Cosima Manzini le indicó que se sent ará en el sofá frente a
ella–. Ti ene s muy buen aspecto. –Gracias. Gozo de excelente salud, probablemente debido más a la buena sue rte que a mi buen juicio, como estoy seguro de que tía Doro tea que rrá aclarar. –No creo que participar en una carrera de caballos privada cuando te estás recuperando de la dislocación del homb ro que sufriste en el partido de polo demuestre que tienes algún tipo de juicio, que rido Angelo –dijo la signora. –Pero habían apostado mucho dine ro para que ganara. Inc luso había apostado tú, tía, según mi primo Mauro. Así que hu biera sido una descorte sía defraudar a la gente . La expresión de la signora manifestó claramente que Mauro pagaría por su indiscreción. –Corri ste un gran riesgo, caro –añadió su abue la. –Un riesgo calculado, abue la. –De todos modos, que rido, hay un asunto que deb es considerar seriamente . Angelo apretó los labios. –Su pongo que te refieres de nuevo al matrimonio. –Tengo que hacerlo –Cosima se inclinó hacia delante con ojos implorante s–. No deseo inm iscuirme en tu vida ni que te enfades, pe ro ya hace dos años que tu amado padre mu rió y que eres conde. Necesitas un he rede ro para el título. –Conozco mis obligacione s, abue la, pe ro no me atraen muc ho. –No –dijo su tía–. Prefieres jugar c on las esposas de otros en vez de buscarte una. No lo defiendas, mamá –añadió con brusque dad cuando la condesa trató de hablar–. Es la verdad y lo sabe. –Está muy bien que te tomes tanto inte rés en mi vida privada –masculló él. –Como si fue ra privada –respondió ella–. Me temo que será cuestión de tiempo que una de tus aventu ras se convierta en un escándalo públi co. Y no podrás culpar a nadie salvo a ti mismo si la marca Galant ana sufre las consecue nc ias. –Hacem os ropa para la industria de la moda, tía, no sotanas. Dudo que lo que se diga de mí como presidente de la compañía influyan en que una chica comp re una falda de nu estra marca o de otra. Puede que incluso las vent as aum ente n. –Eres inc reíble –su tía agarró el bolso y se levantó–. No tengo pacienc ia para hablar cont igo. –Y a mí se me está agotando para seguir escuc hándote . Ocúpate de enc ont rar una espos a para Mauro. Ella le diri gió una mirada furio sa y salió de la habitación. –No has sido muy amable –observó su abue la. –Sin emb argo, es la ve rdad, algo que ella afirma admirar tanto. Le mandaré flores para hacer las paces –se calló durante unos segun dos y lue go suspiró irri tado–. Estoy seguro de que no ha venido para sermone arme por mis pec ados. Es indudable que tiene una candidata para que sea mi esposa. –En efecto, me ha hablado de… alguien. La expresión de Angelo se relajó. –Por supuesto. ¿Y no vas a decirme su nombre? –Se llama Elena, He len en su lengua. –¿Una chica inglesa? –no ocultó su sorpresa. –Con sangre italiana. Su abue la, Vittoria Silvestre, fue muy buena amiga
mía, y Doro tea también le te nía afecto. Se casó con un inglés y una de sus hija s se casó con otro llamado Bl ake. Se fue ron a vivir cerca de Gén ova, pero, por desgracia, se mataron en un acc idente de automóvil. Elena, su ún ica hija, vive en Roma y trabaja de traduc tora en una empresa de pu blicidad. –¿Tr abaja? –Angelo enarcó las cejas–. Así que no es sólo una cara bonita, como dicen los ingleses. –Eso lo juzgarás tú mejor que yo. Me parece que la conoces. –¿Ah, sí? No la recue rdo. –Estaba en una cena a la que acudiste en casa de Silvia Alberoni, un nombre que te resultará conocido. Y ciertamente , una cara bonita. Angelo maldijo en silenc io a su tía Doro tea al tiempo que se pregunt aba cómo había conseguido la infor mación. Pensó que, en el futu ro, debería ser más cuidadoso. Silvia, casada con el rico pe ro soso presidente de una emp resa de cont abilidad, era joven, guapa y se aburría. Cuando se conocieron, Angelo notó que estaba dispuesta a hacer travesuras. Poste riores enc ue nt ros íntimos le demostraron que e ra tan ardiente y te nía tanta invent iva como había imaginado, y su aventu ra prosperó. Hasta ent onc es había creído que era un secreto, motivo por el que se había arriesgado a aceptar su invitación a la cena. La mayor parte de los invitados perte ne cía al mun do de las finanzas, pero recordó que había una chica callada y de aspecto anodino sent ada al otro extremo de la mesa. –Mi tía es muy amable al pensar en ella, pe ro ne cesito que una mujer te nga un mínimo de personalidad para casarme con ella. Aque lla invitada parecía no existir, no era atractiva ni le importaba a nadie. –Lamento oírl o. No pe nsa ba que la nieta de Vittoria pu diera carecer de todo atractivo. Pero la decisión es tu ya, cuando decidas tomarla –hizo una pausa–. To ca la campanilla, caro mio, y María traerá el café. Y la conversación, con gran alivio por parte de Angelo, derivó hacia otros te mas. Pero eso no significaba que se hu biera librado, pe nsó mient ras conducía de vue lta a casa . Y en muc hos sent idos, su abue la y su ent rometida tía te nían razón: debería estar casado. Y si eso era posible sin tener que abandonar los placeres de la vida de solte ro, se lo propondría a la primera mujer adecuada que viera. Pero le disuadía el hecho de que las sum isas novias de algun os de sus amigos se hu bieran conve rtido en esposas cont roladoras antes de la luna de miel, lo cual no estaba dispue sto a soportar. Le gustaban las mujeres y el placer que le proporcionaban, y siempre se aseguraba de devolvérselo, aun que nun ca se había enamorado de ninguna de las que habían compartido su cama ni había pe nsa do en tener un futu ro con ellas. No hacía pro me sas y dejaba claro que tamp oco las esperaba. Además, algo en su inte rior le indi caba cuándo una relación había agotado su curso y debía concluir de for ma gene ro sa y definitiva. Y se te mía que la relación con Silvia estaba lleg ando a ese límite . Era una amante apasionada e insaciable, pe ro ese sexto sent ido le indi caba que ella estaba plane ando desempeñar un papel diferente en la vida de él si podía apartar a su rico marido. Inc luso había hablado de «anulación» en tono ligero y divertido, al referirse a que , después de dos años y medio de matimonio,
no se había que dado embarazada. –Alguien me dijo que el cue rpo de una mujer puede rec hazar la semilla de un hombre al que no ama. ¿Crees que es verdad, amore mio? Él se había conte nido para no conte starle que era una estu pidez y le había mu rmu rado algo sobre la extrema sensibilidad de las mujeres que pareció satisfacerla. Pero habían saltado todas las alarmas. Al igual que cuando ella había pronun ciado la palabra «amor» , que él evitaba en todas sus relacione s. Pero más alarmante resultaba la posibili dad de que circularan rum or es sobre ellos. Si su tía se había ente rado de la relación, otros podían haberlo he ch o, y al final Ernesto podría acabar ente rándose. Angelo lo ne garía, de sde lue go, pe ro no sabía si podía fiarse de que S ilvia hiciera lo mismo y no lo considerara una oportu nidad de librarse de un matrimonio decepcionante y de enc ont rar un marido más de su gusto. Y existe el grave peligro de que deseara que fue ra él, pues ya había manifestado su desilusión por no haberlo conocido cuando ella era todavía «libre». Silvia, a pe sar de que era he rmosa y divertida, no estaba hecha para ser una bue na espos a; al fin y al cabo no había te nido rep aro s en pone rle los cue rnos a Ernesto. ¿Y quién podía asegurar que no volvería a hacerle lo mismo a otro marido si se le present aba la ocasión? Además, había otra razón para evitar un escándalo, sobre todo en aque l moment o. La calidad de la marca Galant ana había salvado a la emp resa de las pe or es consecue nc ias de la recesión global hasta el punto de que se estaban planteando expandirse, para lo cual ne cesitaban financiación para las fábricas de Milán y Verona. Por ello había aceptado la invitación de Silvia a cenar, ya que sabía que acudirí a el prínc ipe Cesare Damiano, direct or del banco Crédito Eu ropa, con quien ya había iniciado ne gociacione s. El prínc ipe era un hombre culto y encant ador, pe ro chapado a la ant igua en cue stione s morales. Un desliz por su parte podía dar al traste con el acue rdo, por lo que se imponía un periodo de celibato. Casarse era una opor tuna salvaguarda. Ent ró en el aparcamiento de su piso y tomó el asce nsor hasta la última planta. Salvatore, su criado, lo espe raba para que le diera la carte ra y la chaque ta. –Ha habido dos llamadas, Excelenc ia. También ha llegado una nota –hizo una pausa–. ¿Saldrá Su Señ orí a a cenar esta noche ? –No, cenaré aquí –conte stó Angelo, mirando el sobre malva que había en la mesa del vestíbulo–. Algo ligero, Salvatore. No tengo hamb re. Mient ras lo prep ara s voy a mete rme en la sauna. Se desnu dó en su dormitorio y fue a la cabina de made ra que había al lado del cuarto de baño. Exten dió una toalla en el banco de made ra, se tumb ó, cerró los ojos y dejó vagar sus pensamient os. Si se casaba, te ndría que tener en cuenta una serie de asunt os prácticos; el más urgente era la vivienda, porque aque l piso era su piso de solte ro y no te nía inte nc ión de de shace rse de él. Sería mejor vivir en la finc a que te nía en las coli nas, a la salida de Ro ma, que además era un lugar mejor para criar al hijo que espe raba tene r. O lo sería cuando hu biera deste rrado para siempre la melanc olía por la mue rte de su madre, que le había impedido ir all í en los últimos años.
Su padre, a quien la pe na había hecho recluirse en la casa, de repente había comenzado a reformarla, pe ro las ref or mas habían ce sado con su mue rte, y Angelo pe nsó que era hora de te rminarlas de una vez. Era extraño estar haciendo planes para una mujer a la que ni siquiera conocía. Pero, como condesa Manzini, pronto aprendería sus debe res y responsabilidades, así como las ventajas de su nueva situación, pues él tenía la inte nc ión de ser gene ro so y considerado. Aun que no pu diera darle su amor , sent imiento que du daba poder experiment ar, le ofrecería respeto y todas las comodidades que deseara. Y fingir cierta pasión no le resultaría difícil. Además, si era guapa, no te ndría que fingir. Se inc orporó bruscamente mient ras se maldecía en silenc io. Teniendo en cuen ta que no iba a ser un marido perfecto, ¿por qué espe raba enc ont rar la esposa ideal? Como no conseguía relajarse, salió de la saun a, se dio una ducha rápida, se puso un os vaque ro s y una camiseta y fue al salón. Como había previsto, los dos mensajes eran de Silvia, así como la carta. Su escapada a Toscana, donde había pasa do el fin de sem ana, y el hecho de no habe rse puesto en cont acto con ella al volver la habían disgustado. Estaba comenz ando a considerarlo de su propiedad, y aun que él lament ara dar por conc luida la relación, se dio cuen ta de que no había otro remedio. Él no perte ne cía a Silvia ni a ninguna otra mujer. Ya sabía lo que eso significaba. Había visto a su padre c onve rtirse en un de sconocido silenc ioso y con el cor azón destrozado tras la mue rte de su espos a, en un triste fant asma vagando por una casa previamente llena de luz y risas. Sin la ternu ra y el apoyo de su abue la Cosima, que se lo había llevado a su casa, Angelo se hu biera sent ido muy solo. Cuando consiguió superar aquel oscuro periodo, se juró que no consent irí a que nadie le hiciera sufri r así. Y de sde ent onc es no había cambiado de opinión. Su matrimonio sería un acue rdo práctico y sin ilusiones, y él haría que func ionara. Así que, para empez ar, rechazaría la pro pue sta de Silvia de verse aque l fin de semana aprovechando que Erne sto no estaría y, en lugar de ello, hablaría con la emp resa que había comenz ado las ref or mas en la casa familiar. –No –dijo Ellie–. La madrina es muy amable al invitarme, pe ro ya te ngo planes para el fin de semana. Lo sient o, Silvia. –No lo parece –su prima se rec ostó en la silla haciendo un mohín–. Supongo que irás a enc errarte en la choza de la abue la Vitt oria, como de costum bre. Aun que fue ra una casita, no era una ch oza, pensó Ellie. Y Silvia no lo había considerado así cuando se ente ró de que su abue la había dejado a Ellie en he renc ia una atractiva propiedad en un encant ador pue blo de pe scador es. El enfado por aque lla injusticia le duró semanas y acusó a Ellie de haber em bauc ado a la abue la Vitt oria. Ellie supuso que con eso que ría decir que había visitado a su abue la con regularidad y rec or dado la fecha de su cump leaños así como felicitarla por Navidad, algo que Silvia no hacía debido a su agitada vida social. –¿Y cómo se te ocurre cuando podrías disfrutar del lujo de Villa Ro sa? – prosiguió Silvia. –Tal vez no me sienta cómoda ent re tanto lujo –replicó Ellie en tono sec o–.
Sobre todo cuando soy la ún ica pe rsona ent re lo presentes que es una empleada en vez de un jefe. –Eres demasiado sensible. Además, la madrina te ador a y le deb es una visita. Se disgustará si te niegas a ir. Y también me harías un favor enorme. –¡Por Dio s, Silvia! ¿Has vue lto a pe rder dine ro jugando al bridg e después de todo lo que te dijo Ernesto la última vez? –Ah, eso. Llevo meses sin tocar una carta. Cualquiera te lo confirmará. –Pero no conozco a nadie a quien pregunt ar. Y no te ngo dine ro para sacarte de apuros. –No es eso lo que quiero pedirte . Es que… A Erne sto no le hace gracia que me vaya sin él, aun que sea a ver a mi madrina, y si supiera que tú también vienes, estoy segura de que cambiaría de opinión. –No es propio de él pone rte peg as, Silvia. ¿Estás segura de que no le has dado motivos? Silvia se sonroj ó y respondió furiosa: –¿Y qué sabes tú de la vida de casada? Que yo sep a, ni siquiera tiene s novio. Ellie recordó que Silvia siempre se defendía atacando. Y que llevaba sem anas sin buscar su compañía. La última vez lo había hecho para completar el núme ro de invitados a una ce na, en la que ella se había sent ido fue ra de lugar y vestida de mane ra inadecuada. Sobre todo cuando Silvia resplandecía y había sido el cent ro de atenc ión. En esa ce na, Ellie había ocupado el pue sto de su madrina, por que la princ esa Damiano te nía un fue rte resfriado. Pero sólo habían sido un as horas, mient ras que lo que Silvia le estaba pidien do en aque l momento era que la acompañara del vierne s por la tarde al domingo. El plan no le gustaba en absolut o, a pe sar del afecto que sent ía por su madrina. Pero ésta y Silvia perte ne cían al mismo mun do , que no era el de ella, a pesa r del parente sco. Silvia, que era un año mayor, era rubi a y te nía los ojos ve rdes, y su máxima aspiración de sde niña había sido casa rs e con un millo nario , lo que había conseguido sin esfue rzo. Ellie era la otra cara de la moned a. Tenía el pelo castaño claro y la piel muy blanca, y era esbelta. La abue la Vittoria siempre le había dicho que sus ojos llamaban la ate nc ión, pe ro no había nada destacable en el resto de sus rasgos. Le gustaba su trabajo y te nía un grupo de amigos de amb os sexos con los que acudía a conc iertos y al cine . Llevaba una vida tranquila, pero le gustaba. Y también estar a solas. Y cuando podía escaparse a la costa, a Casa Bianc a, se sent ía feliz. Y no iba a dejar pasa r la oportu nidad de pasar all í el fin de semana. Miró a su prima a hurtadill as. Ten ía la ce rte za de que le pasaba algo. –Silvia, no quiero que nos pelee mos, pe ro tiene s que ser sinc era conm igo. ¿Por qué quieres que acepte la invitación de la madrina? –Por nada. Es algo absurdo. Erne sto cree que hay un hombre que me presta demasiada ate nc ión y que nos vem os a escondidas y que ni siquiera voy a ir a ver a la madrina. Así que, si sabe que estamos junt as en Villa Ro sa, se tranquilizará. –¿No sería más fácil que te acompañara él? –No puede. Ti ene que resolver un as unto de impue stos con un cliente durante el fin de semana.
Ellie lo ente ndió, ya que el siste ma imp ositivo italiano era un laberint o. Y sin embargo… Si el impasible Ernesto se sent ía celoso, ¿te ndría un buen motivo? Parecía que, por fin, estaba empezando a cont rolar a Silvia, y como era el único famili ar que te nía, tal vez debiera ayudarla. Además no que ría he rir los sent imient os de su madrina al ne garse a acudir a la fiesta. –¿Quién más estará? –Fu lvio Cipriano y su mujer y una de las amigas más ant iguas de la madrina, la condesa Manzini. El nombre le resultaba famili ar. Sus pensamient os volvieron a la cena y ent onc es lo rec or dó. Le habían señalado al conde Angelo Manzini, un hombre alto, muy moreno e inc reíblemente atractivo. No le había parecido un ángel: la cara delgada y de expresión tacitu rna, los ojos oscuros y la boca sensual sugerían más pe cado que sant idad. Sin embargo, no era un playboy, sino el presidente del grupo Galantana, de lo que le había informado su vecino de mesa. –Tal vez alguien más –prosiguió Silvia–. Pero si te aburres, pued es pedirle al tío Cesare que te enseñe sus ros as . A ti te gustan esas cosas. Ellie nun ca había llamado «tío» al augusto esposo de su madrina, y Silvia lo sabía. Un recordatorio más de la distanc ia social que las separaba. –¿Puedo decirle ent onc es a la madrina que vendrás, Ellie? –Ya se lo diré yo por te léfono. ¿Iremos en mi coche? Silvia la miró con expresión de horror. –¿En el Fiat? No, le diré a Erne sto que nos preste el Maserati y que conduz ca Bepp o. –¿No lo ne cesitará él? –Tiene el Lamborghini –Silvia hizo un mohín–. O que vaya andando. El ejercicio le vendrá bien. –¡Pobre Ernesto! –dijo Ellie. «Y pobre de mí», pensó cuando se marchó su prima. No era el tipo de visita al que estaba acostumb rada. Normalmente , Luc recia Damiano, su madrina, la invitaba para que le hiciera compañía cuando su marido se ausent aba. A vec es, Silvia también iba. Pero Ellie no se imaginaba por qué su prima estaba empe ñada en que fue ran las dos a lo que parecía ser una fiesta para personas de mediana edad. Y volvió a pregunt arse qué era lo que no le había cont ado Silvia.
Capítulo 2 CARISS IMA! –Luc rezia Damiano abrazó a Ellie con afect o–. ¡Qué alegría! Villa Ro sa había sido construida durante el Renacimiento y ampliada a lo largo de los siglos. Los Damiano poseían una mansión más espléndida en Ro ma, pe ro Largoss a era su refu gio en el campo. El salón en que la princ esa recibió a sus invitadas estaba en la parte más ant igua de la casa . Las vent anas daban a una gran te rraza y ofrecían una vista del te rreno circun dante y del jardín donde Cesare Damiano cultivaba sus rosas. Pero Ellie se ente ró de que el anfitrión no llegaría hasta el día siguiente . –Mi pobre Cesare tiene una reunión en Gine bra –se lamentó la princ esa–. Así que esta noche sólo habrá una reunión infor mal de ant iguos amigos –se volvió hacia su otra ahijada, que la miraba con expresión pét rea–. ¿Cómo estás , Silvia? –Muy bien, madrina –Silvia accedió de mala gana a que la besa ra en las mejillas. No parecía estar bien, pensó Elli e. Desde que habían ent rado en la casa, se la veía ne rviosa. Ellie se había pe rcatado de que, al llegar, había examinado los coches aparcados como si buscara uno en conc reto. –Voy a presentaros a algun as personas –dijo la princ esa mient ras las conducía a la te rraza. Una anc iana se hallaba sent ada a una mesa hablando con una mujer más joven. –Condesa –dijo la princ esa– y mi muy que rida Ann a, os presento a mis ahijadas: la signora Silvia Alberoni y la signori na Elena Bl ake. La condesa Cosima Manzini y la signora Cipriant o. La condesa dio la mano a amb as con una sonrisa, pe ro Ellie se dio cuenta con sor presa de que la observaba como si la estuv iera valorando. Si era así, era poco probable que el senc illo vestido que llevaba y su aspecto corriente pasa ran la prue ba. Silvia y Ellie se sentaron y acep taro n un vas o de limonada. Silvia parecía haber cambiado de hum or y hablaba del viaje y del calor que hacía mient ras sonreía y movía las manos con gracia. La condesa la escuc haba sin hacer coment arios. Al cabo de un rato, Luc rezia Damiano se marchó a recibir a otros invitados, los Barzado, una pareja también de mediana edad. «Así que ¿qué demonios hago aquí?», se preguntó Ellie con renovada perplejidad. «¿Y Silvia? Quiero ayudarla». A pe sar del enc anto que desplegaba, estaba rígida y te nía los puñ os cerrados en el reg azo. «P ero ¿cómo voy a hacerlo si no me dice qué problema tiene ? En ese moment o, vio que la condesa miraba hacia abajo prote giéndose los ojos con la mano. –Mio caro . Por fin. Ellie no tuvo que girarse para ver quién se ace rcaba por que le bastó con mirar a Silvia, que se había rubori zado, para saber todo lo que ne cesitaba, aun que habría preferido no haberse ente rado. Su preocupación sobre el fin de semana había estado justificada. –Querida… –el conde Angelo Manzini, muy elegante con unos chinos y una camisa blanc a, se inclinó para besar la mano de su abue la y después la mejilla–.
Señ oras… –les diri gió una sonrisa sin prestar ate nc ión a ninguna en especial. Ellie pe nsó que, a la luz del día, aún era más impone nte . Deseó con todas sus fue rzas estar en Ro ma. O que Silvia estuv iera allí. Se preguntó si podría invent arse una exc usa , pe ro se había dejado el te léfono móvil en su casa y todas las llamadas las conte staría Giovanni, el mayor domo, que se las pasaría a la princ esa. –Querido conde –dijo Luc rezia–, sé que ya conoce a la signora Alberoni, pe ro creo que no le han presentado a su prima, mi otra ahijada, la signori na Elena Blake. –No, no he te nido el placer. Encantado, signorina. Ellie se levantó de un saltó y se obligó a mirarlo mient ras mu rmu raba un as palabras cor te ses. El conde no sonrió , pero sus miradas se cruz aro n y a Ellie le pareció que sus ojos exp resaban diversión o enfado. No podía imaginarse por qué estaría enfadado. Al fin y al cabo, había sido a ella a quien habían manipulado para servir de tapadera a su aventu ra con Silvia. Y si pe nsa ba que aque llo te nía gracia… Ellie apretó los dient es. En cuanto pudo , dijo que te nía que de shacer el equipaje y ent ró en la casa con la sensación de que escapaba. Desde pequeña había dormido en la habitación de la torr e. Y de sde hacía años la consideraba, al igual que la Casa Bianc a, un refugio. Había llevado una maleta peque ña, que deshizo rápidamente . Pero no te nía inte nc ión de volver a la te rraza, aun que la estuv ieran esperando. Se duchó en el pequeño cuarto de baño, se puso un albornoz y se sentó en el silló n que había frente a la vent ana abierta, donde dio rienda sue lta a sus pensamient os. Tendrí a unas palabras con Silvia en cuanto se le present ara la oportu nidad. Su prima no te nía ningún derecho a imp licarla en lo que hu biera ent re ella y aque l apue sto canalla que acababa de aparecer. No te nía du das sobre la situación ent re amb os lo que significaba que, si Silvia no te nía cuidado, otros, incluyen do su madrina, se darían cue nt a. Y su prima estaba loca si creía que su madrina y, sobre todo, el auste ro prínc ipe Damiano tolerarían la posibili dad de un escándalo bajo su te ch o. Silvia había insistido en casa rse con Ernesto. ¿Sól o buscaba ser la esposa de un hombre rico? Fue ra como fue ra, la pacienc ia de Erne sto te nía un límite , y si sospechaba que Silvia le era infiel, se produc iría una catástrofe. ¿Cómo corrí a su prima semejante riesgo? Sobre todo te niendo en cuenta que la situ ación no parecía hacerla feliz. Pero al rec or dar su primera impresión del conde Manzini, pensó que proporcionar felicidad no era una prioridad en las relacione s de Angelo. Aun que no era una expe rta en tales asunt os, el instinto le decía que cualquiera con dos ded os de frente cambiaría de ace ra para evitarlo. Hor as despué s, comp robó, horrori zada, que tendría que sentarse a ce nar al lado del conde Manzini. Y no le sirvió de consue lo que él tampoco pareciera muy contento por te ne rla a su lado. Como su madrina había insistido en que la cena sería infor mal, se había puesto una falda blanca estamp ada con girasoles y una blusa también blanc a.
Ninguna era de la marca Galant ana, y estaba segura de que a él le había bastado una mirada para darse cuen ta. No sabía quién le habría hecho a él el caro traje que llevaba, pe ro se decidió por Armani. Al otro extremo de la mesa, Silvia resplandecía con un vestido azul. Parecía haber recuperado el equ ilibrio y charlaba animadamente con su vecino. Ellie aún no había te nido la ocasión de hablar con ella. –¿Quiere ensalada de tomate ? –le preguntó el conde Manzini con fría corte sía. Ellie alzo la vista, sobresaltada. –No, gracias. –Parece que la he asustado, signori na. ¿O es que prefiere comer en silenc io? –Creo que ninguna de las dos cosas. –Me alegro. Le sonrió por primera vez y ella sintió un cosquilleo en la garganta por el impacto de su atractivo. –Creo que nos hem os visto otra vez, pe ro que no nos present aron –prosiguió él–. Me parece que fue una noche en casa de Ernesto Alberoni. –Puede ser –Ellie miraba la comida en su plato–. No me acue rdo. –Tamp oco sabía yo que nu estra anfitrio na tuv iera más de una ahijada. ¿Viene a verla a menu do? –Todo lo que puedo –c onte stó Ellie en tono levemente defensivo. –Y este fin de semana… ¿estaba previsto de sde hace tiempo? Ellie tuvo ganas de decirle: «¿No le ha dicho Silvia que me ha arrastrado has ta aquí en el último momento para servirle de tapadera?». Pero no lo hizo. –No recue rdo cuando lo acor damos. ¿Acaso importa? –En absolut o. Simplemente me extraña su presenc ia en una cena de gente mucho mayor que uste d. –Pero no soy la única –tuvo cuidado de no mirar hacia donde estaba Silvia–. Se podría decir lo mismo de uste d, conde Manzini. –Estoy aquí porque te ngo ne gocios con el prínc ipe Damiano. Cuando llegue mos a un acue rdo, me iré. «P ues que sea pront o», pe nsó Ellie mient ras se servía anc hoas. El conde siguió hablando de tem as más ne ut rales. Le preguntó si jugaba al te nis, cos a que Ellie no hacía, y si le gustaba nadar. Era muy educado, pe ro Ellie se alegró de que reclamara su ate nc ión la signora Barzado, sent ada al otro lado. Se relajó un poco y disfrutó de la comida: gnocchi y te rne ra. Pensó que bajo la aparienc ia enc antadora del conde Manzini, había una arroganc ia que indi caba que consideraba a las mujeres una faceta más de su éxito. Mient ras se tomaba la panna cotta con fresas decidió que le daba igual, ya que al día siguiente se marcharía y, con sue rte, no volvería a verlo. Después del café, pasa ro n al salón. Ellie tamp oco pu do hablar con su prima, p or que ésta decidió jugar al bridg e con la signora Barzado y los Cipriant o. El conde Manzini se fue a jugar al bill ar con Carlo Barzado en tanto que su abue la y la princ esa, sent adas junto a la chimenea, inte rcambiaban confidenc ias en voz baja.
Ellie halló una revista en una mesa y fue a sent arse al otro lado de la habitación. Era una publi cación de moda, con un artículo sobre Galant ana y una foto de Angelo Manzini sentado a su escritorio en mangas de camisa. Se había afloj ado la corbata. Ellie pensó que estaba inc reíblemente sexy. El jue go se prolongaba y decidió ir a acostarse. En su habitación, la donc ella le había abierto la cama y colocado el camisón sobre la colcha, pe ro también había cerrado las ventanas, por lo que el dormitorio era un horno. Ellie las abrió y enc endió el vent ilador que había en el te ch o. Se dio una ducha para refrescarse, retiró la colcha y decidió no pone rse el camisón para dormir. Tenía un trabajo de traduc ción que te rminar. Era fácil y, en condiciones normales, lo hu biera hecho muy deprisa, pe ro le resultaba imposible conc ent rarse y, tras esforzarse durante una hora, se dio por venc ida. «Si sigo, me dolerá la cabe za», pensó. Apagó la luz y se dispuso a dormir. Rep asó los deprimente s aconte cimient os del día. Y lo que más le inquietó fue la cant idad de imágenes de Angelo que no dejaban de acudirl e a la mente . Se dijo que no era extraño debido a lo que había averiguado sobre Silvia y sus posibles consecue nc ias. De todos modos, no merecía la pena pe rder ni un minuto de sueño por ello, así que se dio la vue lta y cerró los ojos con dete rminación. Angelo se dijo, mient ras miraba el reloj , que no debería ni siquiera plant eárselo. Debiera atene rse a lo que había decidido y no ec harse atrás aun que sólo fue ra «la última vez », como ella le había susurrado en un rinc ón apartado del jardín, ant es de la cena. Ella se le había ace rcado tant o, que pudo distinguir perfectamente la for ma de sus senos libres bajo el vestido, con los pezones erectos, y aspirar su pe rfume embriagador que despertó en él recue rdos que era mejor olvidar. Cuando lo miró con nostalgia, le rozó los labios con la punta de la lengua y le susurró: «¿No me deseas, mio caro?», su cue rpo, a pesar de sí mismo, respondió como siempre. Se dijo que nadie lo vería salir de su habitación y, si se enc ont raba con alguien, diría que no podía dormir y que que ría tomar el aire. Merecía la pena correr el riesgo por «la última vez». O podía tomar la decisión, mucho más sensa ta, de resistirse a la te nt ación y que darse donde estaba, ya que, a pesa r de lo decepcionada que se sint iera Silvia, no podría hacerle una esce na en presenc ia de toda aque lla gente . Y después, tomaría precauc ione s para evitar verla hasta que otro ocupara su lugar. Era una buena decisión que, natu ralmente , no estaba dispue sto a tomar mient ras aque l cue rpo glorio so lo estuv iera esperando para darle la bienvenida. Se metió en le bolsillo la linte rna que había agarrado en el coche y salió silenc iosamente a la galería exte rior para bajar al jardín. Ellie no estaba segura de lo que la había despertado. ¿Po r qué se movían los visillo s si no hacía aire aque lla noche? Descubrió , ate rrorizada, que no estaba sola. Había una somb ra alta y oscura al lado de la cama y una voz masculina le susurró : «¿Dor mías? Espero que estuv ieras soñando conm igo».
Ant es de que ella pu diera gritar, el colchón se hun di ó con el pe so de aque l hombre y un os fue rte s brazos la atrajeron hacia su cue rpo excitado mient ras su cálida boca se apoyaba en la de ella y la besa ba profun da y sensualmente , de una forma que Ellie no había experiment ado. Durante unos segun dos, su cue rpo respondió de mane ra instintiva y vergonzosa y se arqueó cont ra el de él. Recu perando la cordura, ella retiró la boca y trató de apartarlo arañándole el torso. El lanzó una maldición y afloj ó el abrazo, lo que Ellie apro vechó para alcanzar el otro extremo de la cama mient ras buscaba desespe radamente el inte rruptor de la lámpara. Cuando la luz iluminó la habitación, ella miró, horrori zada, al asaltante . Angelo fue el primero en hablar. –¿Usted? Pero no ent iendo… –Fue ra de aquí –se había sonrojado de la cabeza a los pies, le ardía la cara de vergüe nz a mient ras tiraba de la sábana para ocultar sus senos desnu dos–. ¡Váyase, por Dios! Pero ya era tarde. Llamaron a la pue rta y se oyó la voz de su madrina. –¿Estás bien, Elena? Han visto a un intruso en el jardín. Angelo masculló algo violento y se cubri ó con la sábana. Y antes de que Ellie pu diera conte star, se abrió la pue rta y ent ró la princ esa, seguida de la condesa Ma nzini, Carlo Barzado y Giovanni. Luc rezia Damiano se detuvo y se llevó la mano a la garganta. Los miró sorprendida y conste rnada. Se produ jo un largo silenc io, que rompió la condesa al pedir al signor Barzado y al mayor domo que salieran. Después cerró la pue rta. –¿Qué pasa aquí, Angelo? ¿Te has vue lto loco o has perdido todo sent ido del honor? –miró a Ellie–. ¿Está mi nieto aquí por que lo ha invitado? Dígame la ve rdad, por favor. Angelo conte stó por ella. –No, abue la, ha sido idea mía –se miró los arañazos del pech o–. Pero es evidente que te nía que haberlo pensado mejor. –¿Me estás diciendo que has deshonrado el apellido familiar, que has forzado a una chica por un capricho? –la condesa cerró los ojo s–. ¡Dio s mío, me resulta inc reíble! Ellie se dio cuen ta de que no estaba te niendo una pesadilla de la que pu diera despertar. Y que tampoco le iba a servir desear la mue rte en aque l preciso instante . –Condesa, madrina… Sé lo que parece, pero… no ha pasa do nada. –Su pongo que porque lo hem os inte rrum pido –dijo la princ esa en tono glacial mient ras señalaba el camisón de Ellie en el sue lo. «No», pensó Ellie, «porque ha descubierto que estaba en la habitación equivocada y con la mujer equivocada». Lo pensó, pe ro no lo dijo porque, al hacerlo, las cosas empeorarían aún más. Angelo señaló su ropa. –Tal vez, ant es de añadir nada más, se me permita vestirme. –Dent ro de un moment o. Mi ahijada es lo primero –la princ esa agarró la
bata de Ellie que estaba en una sill a y se ace rcó a la cama–. Pónte la, hija mía, y ven con nosotras al salón –después añadió–: Haga el favor de reun irse all í con nosotras cuando esté listo, conde Manzini. Sentada de espaldas a él en el bor de de la cama, Ellie se puso la bata y se ató el cintu rón con ded os torpes. Estaba te mblando y a punto de ec harse a llor ar. Pensó que era una situ ación ridícula, como la de una farsa te atral, salvo por que no habría explicacione s en el último acto, ya que ello supondrí a imp licar a Silvia. Mient ras seguía a las dos anc ianas, trató de comprender lo que había sucedido. Era evidente que Angelo Manzini espe raba enc ont rar a su prima esperándolo, pe ro la habitación de Silvia estaba en el otro extremo de la casa. Ent onc es, ¿por qué había creído el conde que dormía en la torre? ¿Y qué era aque llo del intruso en el jardín? ¿Quién lo había visto? Giovanni salía del salón cuando ent raron ellas. Aun que su cara carecía de expresión, Ellie, que lo conocía desde siempre, evitó su mirada. Había encendido las luc es y llevado café. La princ esa le sirvió una copa de coñac a Elli e. –Le he dicho a Giovanni que te prep are otra habitación. No que rrás volver a la torre. «Jamás», pensó Ellie. –Gracias –dijo a su madrina y bebió un trago– pero te juro, os juro que no ha pasado nada. –¿Le parece, signori na, que no es nada la vergonzosa conduc ta de mi nieto, el ultraje a la hospitalidad de su madrina? –preguntó la condesa con frialdad–. ¿Me está diciendo que está acostumb rada a compartir la cama con desconocidos? ¿Que hay que tomar a broma este insulto imperdonable? Si es así, du do que el prínc ipe Damiano esté de acue rdo. Ellie se ruborizó. –No –dijo con voz ahogada–, por supue sto que no. ¿Ti ene que saberlo? –Creo que sí –afirmó la condesa–. Ante s de que le llegue la histori a por otras vías –hizo una pausa–. Es u na desgracia que Carlo Barzado haya sido testigo de lo suc edido por que se lo dirá a su mujer y ésta se lo cont ará inm ediatamente a todo el mun do. –Segu ro que no –dijo Ellie. –Es inev itable –insistió la condesa. La princ esa se sentó al lado de Ellie y le tomó la mano. –Su ponem os que el conde Manzini dio alguna señal, tal vez durante la cena, de que te enc ont raba atractiva, hija mía, y que te sent iste halagada y le diste motivos para creer que sería bien recibido después. ¿Fue eso lo que pasó? Ellie se mordió los labios. Era imposible decir la ve rdad, así que te ndría que ment ir. –Si lo hice, fue sin que rer –dijo en voz baja. –Pero creo que debem os aceptar que eso fue lo que pasó y actuar en consecue nc ia –su madrina habló con firmeza mirando hacia la pue rta–. Y estoy segura de que el conde Manzini estará de acue rdo. Ellie pe nsó con amargura que ent rar en una habitación sin hacer ruido debía de ser una de las habilidades del conde, por que tamp oco ent onc es se había dado cuen ta de su llegada. Apoyado en el quicio de la pue rta, parecía relajado. Pero
ella percibía su ira. «P ero ¿por qué ?», se pregunt ó. «Soy totalmente inocente y él lo sabe ». Angelo ent ró caminando lent amente . –Lamento profun damente , signori na Bla ke, haber malinte rpretado la invitación que creí haber recibido. Ha sido un error imperdonable por el que espero compensarla como se me indique . –Querido Angelo –dijo su abue la– debido a la postu ra moral del prínc ipe Damiano, sólo puedes hacer una cosa. Mañana, para evitar un escándalo, anun ciarás tu compromiso matrimonial con la signori na Blake.
Capítulo 3 DEL sobresalto, Ellie se vertió lo que qued aba del coñac en la bata. –No, no pued o… no lo haré –dijo con una voz que le resultó irr econocible–. Es una locura. Ya os he dicho que no ha pasado nada. –Y te creo –dijo la princ esa al tiempo que le quitaba la copa de la mano–. Y si nadie más que la condesa y yo os hu biéramos visto, no habría ningún problema. Pero me temo que Cesare adoptará una actitud muy distinta. Él habría aceptado que os hu bierais dejado llevar por vue stros sent imient os estando comprometidos. ¿Pero un enc ue nt ro fortuito, en su casa, y basado en una atracc ión pasajera? Lo considerará int olerable e imperdonable. –Hablaré con él –dijo Ellie–. Le haré ente nder… –Pero, que rida, ¿qué le vas a decir? –preguntó la princ esa. Y Ellie cayó en la cuen ta de que tanto su madrina como la condesa sabían perfectamente dónde y con quién planeaba Angelo pasar la noche . Había que ser discretos a cualquier precio y ella te ndría que pagarlo. –Su pongo que nada –dijo en tono fatigado. –No has dicho nada, Angelo –observó la condesa. –No te ngo palabras –su tono e ra glacial. –De todos modos, estoy segura de que te darás cuenta de que es ne cesario. Las ne gociacione s con el prínc ipe Damiano se desarrollarán mejor si e res el prometido de la signori na Bla ke que alguien que ha intent ado seduc irla. –Dadas las circun stanc ias, parece que no te ngo elecc ión –afirmó él con amargura–. Y un compromiso no significa que haya boda. –Ent once s, asunto resue lto –dijo la princ esa–. Ahora vayamos a descansa r lo que queda de la noche. Y espe rem os que no haya más alarmas. Ellie fue a su nueva habitación, donde Giovanni ya había llevado sus perte ne nc ias. Pero no podía relajarse. Ten ía mucho en que pensar. En primer lugar, estaba claro que a An gelo Manzini le habían te ndido una trampa, y casi seguro que había sido Silvia. Pero ¿por qué ? Además, al darle las buen as noches en el salón, él la había mirado con tal resent imient o, que sintió que la piel le ardía. «Cualquiera diría», pe nsó mient ras subí a las escaleras, «que soy yo la que he te nido una aventu ra ilícita. Y los problemas que pueda tener él, se los ha buscado». Era paradójico que la primera vez que había estado en la cama con un hombre se debiera a una confusión de ident idad. Era casi gracioso, aun que nun ca había tenido menos ganas de reírse. La situación había sido hum illante . Tum bada en la oscuridad, se preguntó cómo resolvería las dificultades que se le presentarían al día siguiente al tener que fingir estar comprometida con un hombre que la despreciaba. Inc apaz de hallar una respuesta, finalmente se durmió cuando empe zaba a clarear. A media mañana, la despe rtó una donc ella con el desayun o. Comió un poco, se duchó y se vistió. Se detuvo ante el espejo y observó la camiseta y la falda que llevaba. Hizo una mue ca ante su imagen, y pe nsó que eso lo explicaba todo y que nadie en su sano juicio cree ría que Angelo Manzini le pediría que se casas e con él ni que se
deslizaría en la oscuridad para pasar una noche de pasión en sus brazos. Sin embargo, ésa era la histori a y a ella te ndría que atene rse. Pero sól o durante un corto periodo de tiempo. Giovanni la espe raba en el piso de abajo para decirle que la princ esa que ría verla en su salón privado. Al llegar a la pue rta, el mayor domo llamó discretamente y la dejó pasar. Ella ent ró con una sonrisa que se evapor ó cuando vio quién era el único ocupante . Estuvo a punto de dar un paso atrás, pe ro se recuperó y dijo en voz baja y fría: –Conde Manzini, creí que iba a hablar con mi madrina. –Ha pensado que deberíamos tener la oportu nidad de hablar en privado – dijo él con fría indi ferenc ia–. Y como tenem os que convenc er al mun do de que llevamos sem anas de int imidad, será mejor que me llames Angelo y yo te ll ame Elena. –Ent once s, ¿prete ndes llevar adelante esta ridícula farsa? –Sí, por desgracia. Estoy aquí para ne gociar un importante acue rdo económico con el prínc ipe Damiano. Me jue go mucho y no consent iré que los planes de ampliación de mi emp resa fracasen por la malicia de una mujer airada. –¿Airada? –Sabías que tu prima era mi amante, ¿verdad? –No lo supe has ta que llegaste ayer y vi cómo reacc ionaba. –Ent onces no sa brás que di por finalizada la relación hace dos semanas. –No lo parecía anoche . –Iba a ser la última vez. No hay que decepcionar a una dama. –¿En serio? –preguntó ella con sa rcas mo–. Pues debías habe rte dado cuenta del riesgo que corrías y haberte qued ado en tu habitación. –Es fácil decirlo a poste riori. Además, la invitación que recibí era… muy urgente . –No quiero que me hables de eso –dijo ella sonroj ándo se–. Y sigo sin creer que Silvia haya planeado esto. No era mi inte nc ión pasa r el fin de semana aquí. Vine por que estaba preocupada por ella. Inc luso aun que quisiera vengarse de ti, ¿por qué te nía que implicarme? Es inc reíble. –Puede que tuv iera un motivo. –Pues no me imagino cuál. ¿Y cómo sabía que estarías aquí? –Es probable que yo se lo dijera y que me olvidara. Pero si ella me hu biera dicho que también estaba invitada, lo habría rec or dado y habría cambiado de planes. –Después de haberme convenc ido, todo enc ajaba en su plan. No te nías for ma de saber que siempre due rmo en la habitación de la torre. –No. ¿Y cómo te convenc ió de que vinieras? –Me dijo que Erne sto se estaba poniendo celoso y que me ne cesitaba como una especie de carabina. –Y en lugar de eso, te ha hecho pagar los platos rotos. – Sí. Y supongo que fue ella quien dio la alarma sobre el supue sto int ruso. –Desde lue go. Y en el momento justo. Ellie tragó saliva y se sonrojó. –Si tú lo dices… Pero tuv iste que darte cuenta de que no estabas… de que yo no era… –No me di cuen ta hasta que me hiciste sangre –sonrió burlonamente –. E
incluso ni siquiera ent onc es, aun que los arañazos me los sue len hacer en la espalda. Ella pensó que, si seguía ruborizándose, se le que maría la cara. –Es una pena que no te dieras cuenta del error inm ediatamente –dijo en tono glacial–. Así nos hu bieras ahorrado a amb os la ve rgüenza y la espant osa situación en que nos hallamos. –Es verdad. Pero ente nderás que, cuando un hombre tiene a una mujer desnu da en sus brazos, no siempre piensa con claridad. –Parece que te estás tomando esto muy a la ligera. –Pues te equivocas. Acepto la situación porque deb o. Pero hazme caso: no olvidaré la causa –se calló durante unos instantes–. Di me una cosa. ¿Por qué no dijiste anoche la verdad sobre mi presenc ia en tu cama? –Tal vez lo habría hecho si mi madrina hu biera estado sola. Pero había otras personas y no que ría que supieran que pensabas que era Silvia. Él hizo una mue ca. –Tu lealtad es conm oved or a, pe ro se la ofreces a quien no se la merece. –No te das cuenta de que ella ha sido buena conm igo, gene ros a con cosas como la ropa. –Y el pe rfume que llevabas anoche , ¿también te lo ha regalado ella? –Pues claro. El fras co estaba casi lleno y me dijo que ya no lo que ría –lo miró vacilante –. ¿Cómo lo sabes? –Lo he adivinado. Pero tira lo que qued a. No te sienta bien y estoy seguro de que ella lo sabe. –Y no se trata sólo de Silvia. También están sus padres, que siempre se han portado muy bien conm igo. Y también Ernesto, a su mane ra. No merece que le hagan daño. –Ant es o después se lo harán –afirmó él mient ras se enc ogía de homb ros–, pero yo no seré la causa –se aproximó a ella, que le sostuvo la mirada–. Debo rec or darte que se supone que estamos apasionadamente enamor ados, has ta el punto de olvidarnos de todo para estar junt os. –¿Quién va a creé rselo? –masculló ella a la defensiva. –Nadie si, cada vez que me ace rco, te crispas. To dos, si me das la mano y me sonríes al anun ciar nu estro compromiso. Y lo más importante es que se lo crea el prínc ipe Damiano. –Pero ¿de verdad es tan importante ? Ti ene que haber otros bancos con los que pued as ne gociar si el del prínc ipe te rechaza. –En el mun do de las finanzas, es muy grave que te rechace el prínc ipe Damiano. Sería un punto en mi cont ra y en el de Galantana. La jugarreta de Silvia ya está empezando a te ne r consecue nc ias. Durante el desayun o, me he dado cuen ta de que la signora Barzado está deseando marcharse para cont árselo a toda Ro ma. Así que tenem os que ofrecerle una historia menos inte resante que difun dir . Una con final feliz –añadió en tono sardónico. –¿Y cuánto tiempo te ndremos que mantener el engaño? –El que sea ne cesario. Y créeme que no vas a ser la única que sufrir á – diri gió la mirada hacia la pue rta, por la que ent raba la princ esa. –Perdonadme, pe ro he te nido que dar la bienvenida a otro invitado, Ernesto, el marido de Silvia. ¡Qué alegría que haya venido! – y sin hacer caso de la e xpresión airada y avergonzada de Ellie, prosiguió–: Estoy segura de que ya
habréis arreglado todo ent re vosotros. El prínc ipe ha llamado por te léfono para decir que estará aquí a la hora de come r, así que sugiero que anun ciéis ent onc es el compromiso. La imprevista ll egada de Ernesto garant izaba que las cos as debían seguir p or el camino marcado, pensó Elli e. Pero ¿por qué estaba allí? ¿Lo había acordado con Silvia? ¿No existía ese cliente tan importante que ne cesitaba su ayuda? Estaba demasiado cansa da para pensar. Angelo be só la mano de la princ esa y se march ó. Ésta besó a Ellie en la mejilla. –No te preocupes, pequeñ a. To do va a salir bien, ya lo verás. Ellie tuvo que reconocer que Consolata, la donc ella de la princ esa, era muy hábil con los cosméticos. La cara que se reflejaba en el espejo ya no estaba tan pálida y fatigada como ante s. Cuando acabó de maquillarla, le dijo que debía ir al jardín, ya que el prínc ipe acababa de volver y que ría hablarle. Ellie lo halló ent re sus ro sas . Al ace rcars e a él, dejó de examinar unas de un rojo tan oscuro que parecía casi neg ro y se volvió hacia ella. –Son tan he rmosa s como cuando se cultivaron por primera vez hace seiscient os años. ¿No te parece, Elena? –Sí, Alte za. El conde la miró con expresión grave. –Me ha dicho tu madrina que te vas a casar con el conde Manzini. –Hem os… hem os decidido promete rnos. –Un compromiso matrimonial es una prome sa solemne . Y aun que deploro el modo en que se ha desarrollado vue stro noviazgo, creo que debo daros mi ben dición. He hablado con el conde, que me ha asegurado que no habrá más inc idente s ant es de la ceremonia. Pero los jóvene s sois apasionados, por lo que la princ esa y yo hem os decidido que te hospedes en nue stra casa de Ro ma has ta la boda. Eso eliminará la te ntación y disipará los rumores. Y seré yo quien te nga el privilegio de llevarte has ta el altar. –Pero no hay ne cesidad de apresurarse tanto –imp loró Ellie con voz ronc a. –Espero que no, pero tampoco hay razón para posponer la boda, como estoy seguro de que tu prometido te dirá. Ellie volvió la cabeza y vio que Angelo Manzini se aproximaba sin prisas por el sendero. El prínc ipe Damiano dio a Ellie un as palmaditas en el homb ro y cor tó una rosa. –Una flor para los amant es –dijo al tiempo que se la ent regaba. Después se diri gió hacia la casa. –Pareces alte rada, mia bella –dijo Angelo con frialdad al llegar a su lado. –Lo estoy –respondió ella con voz te mblorosa–. Por si no tuv iéramos bastante con el compromiso, ya están organizando la boda. ¿Qué demonios pasa? –y añadió con furia–: Ni soy tuya ni soy he rmosa. –No cuando me fulminas de esa mane ra con la mirada. Y la ro pa que llevas no te hace justicia, pero tienes posibilidades. Me di cuen ta anoche cuando no llevabas nada puesto. Durante unos instante s, Ellie se quedó sin habla. –¿Cómo te atreves? –Fu iste tú la que enc endió la luz. Y no estoy ciego.
–No –replicó ella con fiereza–. Y también tiene s la facultad del habla, así que ve a la casa y diles que esto se ha acabado, que te he rechazado. –Eso sería una estu pidez. Sobre todo ahora que tenem os la ben dición del prínc ipe y la de otros. –¿A quién te refieres? –Vamos, no puedes ser tan ingenua ni tan tonta. Tiene s que saber que Silvia no es la ún ica que ha conspirado este fin de semana. –No sé de qué me hablas. ¿Vas a hacer lo que te he dich o? –No, porque no solucionaría nada, sino que complicaría enormemente las cos as . Ya te he explicado por qué ne cesito que el prínc ipe esté de mi lado. Y creo que tú siente s afecto por tu madrina. ¿Quieres que te impida volver a esta casa y te niegue su cariño? Por que eso será lo que pase. Y aún más, ¿te gustaría que se te conociera por haber sido mi amante? ¿Es ésa la notori edad que deseas? ¿Y quieres que tu prima disfrute de su desagradable victori a y se ría de nosotros? –Pero… casarnos… –pronun ció la palabra como si le causara repulsión. –Gracias –dijo él con frialdad–. Yo tampoco deseo firmar mi sente nc ia de mue rte. De moment o, sólo estarem os prometidos. Pero un compromiso se ro mpe con facilidad. Sucede todos los días. Sólo te nem os que elegir el momento adecuado. Y dejaré claro que la culpa es mía. Que te he sido infiel, para que todos crean que ha sido una sue rte que te libraras de mí. –Ya veo que te acuestas con cualquiera. –Y tú eres una arpía. Conced amos que ninguno de los dos es perfecto. Mient ras tant o, te ofrezco esto –se sacó una cajita del bolsillo y la abrió. Ellie miró el zafiro cuadrado rodeado de diamante s y tragó saliva. –No puedo poné rmelo. –¿Eres alérgica a las piedras preciosas? –No puedo aceptar algo tan valioso. ¿Cómo es que llevas cont igo algo tan caro? –Es de mi abuela. Me había prometido que, cuando fue ra a casa rme, me dejaría elegir un anillo de su colecc ión para mi futu ra espos a. Y he elegido éste . –Pero a mí no me has elegido. Y no tiene s inte nc ión de casarte con nadie, como la condesa sa be perfectamente . Así que todo es pura hipocresía. –No, forma parte del acue rdo. Dame la mano –la miró a los ojo s–. Por favor. Ella se que dó callada mient ras le ponía el anillo. No solía llevar joyas, por lo que el anillo le pe saba y le parecía un cuerpo extraño. Todavía soste nía la ro sa del prínc ipe. –¿Ti enes más instruc cione s que darme? –Instruc cione s, no. Quizá una sugerenc ia –y la tomó en sus brazos. Ella se quedó paralizada de la sor presa mient ras los labios de él se apoyaban en los suy os y la besa ba con dureza, sin te rnu ra ni deseo. Cuando ella comenzó a resistirse, la soltó. –Ahora tiene s la boca del colo r de esa rosa. Por fin parece que conoces las caricias de un amante. Y ahora vamos a hacer lo que debemos.
Capí tulo 4 DESPUÉS, sólo rec ordó las caras de los presente s, sobre todo la de Silvia, sent ada al lado de su marido con una sonrisa en los labios, pero los ojos llenos de furia mient ra el prínc ipe Damiano anun ciaba el compromiso y Angelo tomaba la mano de Ellie y se la llevaba a los labios. La comida fue suntu osa, pe ro Ellie comió como un aut ómata. Lue go hubo brindis. Le dolía la boca de intent ar sonreír y de agrade cer los bue nos deseos, sinc eros o no. Al despedirse de Silvia, ésta se volvió hacia Angelo y mu rmu ró: –Enh orabuen a. Eres muy listo. Ernesto le de seó que fue ra feliz sin la menor convicc ión. –Es todo muy repent ino, Elena. Ni siquiera sabía que conocieras al conde Manzini. Ella no supo qué responderle. Angelo lo hizo por ella, sonriendo. –Pero debo agradecérselo a uste d, signor Alberoni. La conocí en una cena en su casa. Más tarde, se rubori zó al oír a Angelo eludir cor té smente las pregunt as sobre la fecha de la boda. Por fin, sola en su habitación, cerró las cont ravent anas para que no ent rara el calor de la tarde y echó el pestillo de la pue rta, una precauc ión inne cesaria pero instintiva porque estaba te mblando debido a que Angelo, ine speradamente , le había rozado los labios con los suy os mient ras subían la escalera y le había susurrado: «Pro nto nos ec harem os la siesta junt os, mia caris sima». Y saber que no lo decía en serio no había influido en absoluto en su for ma de reacc ionar. Mient ras se decía que no fue ra estú pida, daba vue ltas en la cama tratando de relajarse. Sabía que los días y semanas siguiente s serían probablemente los más difíciles de su vida. El problema más inm ediato era que tuv iera que vivir en la casa de los Damiano en Ro ma para prep ararse para la boda y evitar toda te nt ación sexual antes de unirse legalmente en matrimonio a Angelo. Sólo le cabía espe rar que la princ esa acudiera en su ayuda y empleara su considerable poder de convicción para persuadir a su marido de que dicha precaución era inne cesaria sin explicarle claramente por qué . «Quiero retomar mi vida de siempre» se dijo con desesperación. «Mi piso, mi trabajo, mis amigos y, sobre todo, Casa Bianc a, mi casa al lado del mar. Si me hu biera mante nido firme y hu biera pasado el fin de semana allí , me habría ahorr ado esta pesadilla. Pero no durará eternamente y podré volver a ser feliz». Y trató de no hacer caso de la vocecita inte rior que le advertía que su vida había cambiado para siempre. El vestido que había llevado para la cena era nuev o, largo, de un te jido similar a la seda y de colo r azul oscuro. Al poné rselo se dio cuenta que el colo r coincidía casi exactamente con el del zafiro del conde, lo cual la molestó. Deseó con todas sus fue rzas poder cambiarlo por otro rojo o incluso naranja, pero no te nía ni siquiera un pañue lo de ese color. Maquillada y con el pelo limp io, cuando bajó al salón, parecía bastante serena, a pesar de su confusión y angustia.
Giovanni le abrió la pue rta, y su discreta sonrisa de aprobación la ayudó a ent rar, aun que el repent ino silenc io que se produ jo ante su aparición la desconce rtó e hizo aflorar su timidez. Se preguntó si llegaba tarde, pero se dio cuenta de que no había sido la última en llegar, pues faltaban su prima y Ernesto. –Querida –el prínc ipe Damiano se acercó a ella–. Estás preciosa –se volvió hacia Angelo, que lo había acompañado–. Es uste d un hombre afortun ado, conde. –Sé perfectamente lo afortun ado que soy –replicó Angelo con una sonrisa, aun que sus ojos no la acompañaban. To mó la mano de Ellie y se la llevó a los labios–. Mia bella, mi abue la está deseando conocer mejor a su futu ra nieta. ¿Te llevo hasta ella? –Desde lue go. La condesa estaba sentada en un sofá y hablaba con la signora Ciprianto, que se retiró al acercarse Ellie. –Te he traído a mi tesoro, abue la. Estoy seguro de que te gustará tanto como si la hu bieras elegido tú misma –hizo una pausa mient ras la condesa palidecía ligeramente y después se volvió hacia Ellie–. ¿Quieres algo de bebe r, mia cara? Ellie pe nsó que pasa ba algo que no sabía y que no iba a gustarle. La invadió la ira y el de seo de ser perversa. –Lo de siempre, por favor –y tras sent irse recompensada por la mirada molesta de él añadió–: Gracias, cariño. –Elena, creo que puedo llamarte así, y tú llámame abue la Cosima. Nos he mos conocido en circun stanc ias difíciles, pe ro debem os olvidarlo y mirar al futu ro. ¿Estás de acue rdo? Ellie se quedó desconc ertada. La condesa hablaba como si hu biera habido un peque ño problema que se había resue lto a satisfacc ión de todos, cuando sabía que ése no era el caso. –No podré olvidarlo fácilmente , pe ro trataré de hacerlo. Espe ro que eso la tranquilice. –No exactamente –dijo la condesa–. Pero por ahora bastará. Y después comenzó a hacerle tal cant idad de pregunt as, que Ellie pe nsó que la Inquisición no era solamente española, sino también italiana. Habló a la condesa de sus padres, sus amigos, su trabajo y su piso. Cuando dijo que vivía sola, la condesa enarcó una ceja. –Ent once s, cuanto ant es aceptes la invitación de los Damiano, mejor. –No veo la necesidad. Además, me enc anta mi piso. Es mi hogar. –Pero por poco tiempo. Te vas a casar y vivirás en casa de tu marido. Ellie apretó los puñ os. –Lo haré cuando me case. Pero has ta ent onc es, me que daré donde estoy. –Debes darte cuen ta de que eso es imposible. A Angelo no se le permitiría visitarte . De ahora en adelante , no puede haber ningún rumor sobre tu relación con mi nieto. Cuando Ellie iba a decirle sin ro de os que no espe raba las visitas de Angelo y que no te nía relación algu na con su niet o, oyó la voz de éste . –Toma, Elena, un campari con tónica –y añadió son suavidad–: Como te gusta, carissima. Ellie pensó con los diente s apretados que se lo había pregunt ado a su
madrina. Agarró el vaso deseando poder lanz arle el conte nido a la cara para quitarle la expresión de burla. En cambio se refu gió en una actitud reservada y sól o conte stó con monosílabos cuando se diri gían a ella. Al anun ciar Giovanni que la cena estaba servida, se dio cuenta de que el grupo no estaba completo. –Pero, madrina, Silvia y Erne sto no han bajado todavía. –No están. Silvia te nía migraña y Erne sto se la ha llevado de vue lta a Ro ma. Pero no te preocupes por cómo vas a volver. Lo harás con nosotros y podrem os mandar a por tus cos as a tu piso. ¿Te parece bien? No, a Ellie no le parecía bien, pe ro sabía por experienc ia que no podía ne garse si era la decisión del prínc ipe Damiano. ¿Y de sde cuando tenía migrañas Silvia? Era como tratar de hallar la salida de un laberint o. Cada vez que tomaba una direcc ión se daba de bruc es cont ra una pared. La residenc ia de los Damiano era imposible de mejorar. Las habitaciones eran enormes, de sue lo de mármol y techo elevado. Ellie dormía con sábanas de lino y la deliciosa comida se servía en platos de delicada porcelana. Su piso hu biera cabido sólo en el dormitorio que le habían asignado, sin tener en cuenta el cómodo salón que lo precedía y el lujoso cuarto de baño que había al lado. Pero se dijo que, cuando todo aquel sinsent ido se hu biera acabado, su piso seguiría allí . Y espe raba que también su trabajo, aun que en la oficina se habían q ue dado as omb rados ante su compromiso matrimonial. Además, uno de los directores la había llamado a su despacho y le había pregunt ado sin rode os cuándo pensaba dejar el pue sto. Desconc ertada, había tartamudeado que le enc antaba su trabajo y que no te nía inte nc ión de dejarlo, a lo que el direct or le había conte stado, con expresión escéptica, que su prometido podría tener una opinión distint a. «Si cada vez que me lo menc ionan, me sigo mordiendo los labios, pro nto me que daré sin ellos», pensó con rabia. Más irri tante aún era tener que soportar su presenc ia en la mansión, que visitaba regularmente y donde ce naba varias veces a la semana. También le mandaba flores. El salón estaba lleno. Y la be saba, sobre todo en la mano y la me jill a, pero a vec es en los labios, cuando ella no podía apartarse. Su ponía que la mayoría de las mujeres le pregunt aría por qué no que ría que la be sara uno de los hombres más atractivos de Italia, y le resultaba difícil de exp licar, incluso a sí misma. No podía decir que fue ra por que sabía que sus be sos eran pro ducto del deber y no del deseo, por que lo último que que ría era que Angelo la deseara. Lo había aprendido en aque llos breves moment os en sus brazos, en la cama, cuando ella se había conve rtido en una perfecta desconocida para sí misma. Y al recordarlo se le seguía que dando la boca seca y temblaba de un modo que le resultaba desconocido. Angelo le había presentado a sus pariente s. La primera visita había sido la de la tía Doro te a, que la había mirado de la cabeza a los pies y había asent ido
como si estuv iera satisfecha. La signora Luc cino había llevado a su hija Tullia, una mujer de cara dulce y alegre. Ellie pensó que, en otras circun stanc ias, podrían haber sido amigas. La condesa Cosima la visitaba con frecue nc ia y la alarmaba con sus conversacione s sobre iglesias y vestidos de boda. En su opinión, era llevar el fingimiento demasiado lejos, aun que no te nía el valor de decírselo. La ro pa, en gene ral, se había conve rtido en un problema. Ellie creía que, aun que su guardarropa fue ra muy básico, era totalmente adecuado, opinión que no compartía su madrina. El armario de su habitación había comenz ado a llenarse de faldas, pant alone s y blusas de sed a, cada conjunto con su bolso y sus zapatos a jue go. Como si el conde no pu diera verla dos vec es con la misma ropa. Había prote stado repetidamente , pe ro la princ esa no le había hecho cas o y le había dicho que le encant aba verla tan bien vestida y tan feliz, mient ras ella la miraba con la boca abierta. Pero Silvia no había ido a verla. La princ esa le dijo que Ernesto se la había llevado a pasar un as cortas vacacione s en Cor fú, donde su famili a poseía una casa. Al cabo de un mes, Ellie se preguntó cuánto iban a durar las ne gociacione s ent re el banc o de prínc ipe Damiano y Galant ana y cuándo llegarían a un acue rdo. Hasta que eso no suc ediera, no podría escapar de aque lla jaula dor ada y recuperar su vida. A medida que aum entaba el calor, echaba de menos Casa Bianc a, pe ro se habían ne gado a dejar que pasa ra allí algún fin de semana. Cada noche se decía, con creciente desesperación, que aque llo no duraría mucho más. Y, cont ra su volunt ad, pe nsa ba en el conde Manzini. Daba vue ltas en la cama y metía la cabe za bajo la almohada para no ver su imagen, sin resultado algun o, lo cual hacía que se cohibiera aún más en su presenc ia. Cuanto antes saliera de allí y recuperara la cordura, mejor.
Angelo salió del Crédito Europa Bank. Tenía una expresión tranquila al mont arse en el coche y murmurar las gracias al chófer por abrirle la pue rta. Pero su aspecto era engañoso. Por que en su inte rior ardía de ira. –¿Desea Su Excelenc ia volver al despach o? –le preguntó Ma rio, sorprendido por su silenc io. Angelo apartó el pensamiento de la reunión a la que acababa de acudir. –No, llévame a casa. El piso estaba fresco y silenc ioso. Como era habitu al, Salvatore estaba haciendo la comp ra a esa hora del día, lo que estaba muy bien por que Angelo que ría estar solo. Se diri gió al salón mient ras se quitaba con impacienc ia la chaque ta y la cor bata y las dejaba en una silla. Se sirvió un wh isky, se lo tomó, se sirvió otro y también se lo bebió de un trago. Tenía la inte nc ión de emborracharse y no iba a pe rder tiempo. No era para menos después de las noticias, no, del ultimátum que acababan de darle en el banc o.
Aún no se lo creía. Pensaba habe rse librado de la trampa que le habían te ndido en Largossa, que corte jar a Elena, la mujer a la que habían utilizado, bastaría para conseguir lo que se proponía y que después volvería a ser libre. Se sentó en el sofá mient ras daba otro trago de wh isky y miraba al vacío. Era demasiado tarde. Aque l día, el prínc ipe Damiano había estado a la altura del apodo que, cuando era joven, recibía en los círculos bancarios: «el Cocodrilo». –Mi esposa quiere mucho a su ahijada, conde Manzini, y está preocupada por el inm enso daño que sufrirí a su reput ación si su relación con ella tuv iera… consecue nc ias. Estoy seguro de que me ent iende –le había dicho el prínc ipe, sent ado a su escritorio, y con expresión grave. «Y no lo he visto venir, estú pido de mí», pensó Angelo con amargura. «No me he dado cuenta de que me habían te ndido otra trampa. Y aun que de haber sido sensa to podría haber evitado la primera, no puedo hacer nada con respecto a la segun da. No podía decirle que no habría consecue nc ias, ya que me habían inducido a equivocarme de cama, por que me habría ec hado a la calle. Por tanto, si quiero su dinero, te ngo que hacer de tripas cor azón y aceptar sus té rminos y conv enc er a Elena Bla ke de que se case conm igo, con la seguridad de que, en cuanto nos cas em os, te ndré el dine ro». Dio un puñe tazo al brazo del sofá. «Q ué perspectiva. Tene r que casarme con una mujer que me mira como si fue ra una serpiente , que se enc oge cuando la rozo y me conte sta con frío s monosílabos». «P ero sé que el prínc ipe no es quien mueve los hilos. Este horr or se lo debo a su enc antadora esposa , a mi abue la y a mi tía Dorote a». «He te nido que estar loco para no darme cuen ta de que no se que darían satisfechas sólo con un compromiso matrimonial. Y tenía que haberme pregunt ado si la candidata a ser mi esposa era realmente el chivo exp iatori o que parecía». Apu ró el whisky y dejó el vas o. Pues bien, si no había otro modo de asegurarse el préstamo y todos que rían conve rtir a Elena Bl ake en la condesa Manzini, les daría ese gusto. Ella te ndría el título y la posición social, nada más , por que era la última mujer que hu biera elegido y no pensaba hacerla su esposa de verdad. Se dijo que cont inu aría buscando el placer donde lo hallara, aun que de for ma más discreta, y espe raba que todos, incluida Elena, estuv ieran satisfech os con el resultado de sus maquinacione s. Y como te nía el número de teléfono de una enc ant adora criatu ra que había conocido en una recepción la sem ana ante rior, en vez de seguir bebiendo para olvidar, la llamaría para ver si estaba libre para comer y para lo que la tarde les deparara.
Al principio no creyó lo que oía, lo que su madrina le decía con dulzura, pero de forma irrevocable. –Ni siquiera que ría pro mete rme –respondió con voz te mblorosa–. Pero ¿casa rme con él? No pued o. Y sé que él tamp oco lo desea.
–Pero después de lo que ha pasa do, el conde te debe una reparación. Seguro que lo ent iendes. El compromiso tiene que acabar en boda. Nu estras familias tiene n un ant iguo apellido, y el honor del conde, al igual que el nue stro, así lo exige. Además ya es hora de que se case. No habrás olvidado, que rida, las circun stanc ias en las que os descubrimos. –No –respondió Ellie con amargura–. Ni el motivo tamp oco. La princ esa hizo un mohín de adverte nc ia. –Déjate de imaginacione s, Elena. No sirve de nada darle vue ltas a lo que no se pue de cambiar. Y no olvides que Angelo Manzini es uno de los solte ros más cotizados de Ro ma y que a muc has jóvene s les enc antaría ocupar tu puesto. Ellie estuvo a punto de decir algo, pe ro lo pensó mejor. Aun que eso no implicaba que fue ra a somete rse dócilmente a aque l plan ate rrador para su futu ro. Todo aque llo del honor se remont aba al Renacimient o. «Pero» , pensó furio sa, «yo no soy de la familia Damiano y no pienso serlo de la Manzini. Me apellido Blake y tomo mis propias decisione s». «Así que no voy a casarme con este noble aun que se me presente recubierto de or o y de zafiros. Él se librará de mí, y yo de él».
Capítulo 5 AL día siguiente , cuando Angelo llegó, el mayor domo le infor mó de que la signori na Bla ke estaba en el patio y lo acomp añó has ta allí. Angelo nun ca había estado tan ne rvioso al ir al enc ue nt ro de una mujer. Aun que , no era un enc ue nt ro cualquiera, desde lue go. Much as cosas dependían de su capacidad para convenc erla de lo que que ría hacer. Elena estaba sentada en el bor de del estanque del patio, con la cabeza inclinada y una mano en el agua. Cuando el mayor domo anun ció a Angelo, ella se levantó de un salto y Angelo se pe rcató de que estaba tan tensa como él ante la reun ión. También se pe rcató de que estaba más pálida que de costumb re y que apretaba los labios como si quisiera evitar que le te mblasen. Pen só que estaba algo más que tensa: estaba asustada. Pero le explicaría que la unión que le proponía no incluía ninguna de las obligacione s físicas de una esposa . De he ch o, no le imp ondrí a prácticamente nada. Caminó hacia ella y se detuvo a una prudente distanc ia para no asustarla aún más. –Buen as tardes, Elena. ¿Cómo estás? –al ver que no respondía, prosiguió–: Creo que te han dicho por qué estoy aquí. Sí –conte stó ella con voz ro nca y los puñ os apretados–. Y quiero que sepas que no pue do, que lo que me pides es… imposible. –Pero aún no sa bes lo que quiero. Y es lo que te voy a explicar ahora, en privado. Un acue rdo ent re nosotros del que nadie sabrá nada. ¿Estás dispue sta al menos a escuc harme? –No hay motivo para que lo haga. Tengo que detener esto mient ras pued a. Aun que te hayan obligado a pedírmelo, no me pueden obligar a decir que sí. Eso es propio de otras épocas. Sería una barbaridad. Hasta el prínc ipe Damiano lo reconocería. –Creo que sobrestimas la toleranc ia del prínc ipe. Espera que nos casem os, por lo que la boda se celebrará. –No se celebrará. –¿Hay otro hombre en tu vida? –No, pero no se trata de eso. Angelo suspiró y se sentó en el bor de del estanque al tiempo que le indicaba que hiciera lo mismo. Ella obedeció de mala gana. –Ni tus deseos ni los míos son lo único que hay que considerar, Elena, como creo que te he dejado claro. Me he comprometido a realizar muc hos gastos para mi emp resa basándome en el crédito acordado en principio con Crédito Europa, que me retirarán si no te casas conm igo, lo cual te ndría consecue nc ias desastrosas, cos a que no estoy dispue sto a consent ir. Galantana da de comer a muc ha gente en estos tiempos difíciles y no voy a poner en peligro el éxito actual de la compañía ni el futu ro de los trabajadores. Es evidente que no me quieres por esposo. Muy bien. Yo tampoco te quiero por espos a. Por eso sugiero que conte mplemos nue stro matrimonio como un asunto de ne gocios, una inconven ienc ia te mporal que te rminará cuando haya pagado la ampliación de Galant ana. Como sólo compartiremos el mismo te ch o, anularemos la un ión
discretamente y se te recompensará gene ro sa mente por tu colaboración. ¿Qué me dices? –le sonrió persuasivamente . Ellie se sonroj ó de indignación. –Es la proposición más inm oral que he oído en mi vida. Y si crees que voy a estar de acue rdo, es que has perdido el juicio. Angelo se quedó callado durante unos segun dos. Se sent ía irri tado y decepcionado a la vez. –Si el acue rdo con Crédito Eu ropa fracasa, no te ndré razón alguna para ocultar lo que suc edió aque lla noche en Largossa. Le cont aré al prínc ipe la trampa que nos ten di ó Silvia y el motivo, y le diré que nue stro compromiso matrimonial va a acabar. Su po ngo que te imaginas lo que pasa rá despué s. Ellie pe nsó con amargura que no se ne cesitaba mucha imaginación. El divorcio de Silvia y Erne sto sería una de las consecue nc ias, probablemente la menor. To dos se verían afectados. –Eso es chantaje –Di gamos más bien que es un asunto de inte rés personal. Si no nos casamos, los Barzado no se callarán. ¿De verdad quieres ser la protagonista de las histori as sobre orgías en Largossa? ¿Deseas ser la responsable del daño que sufrir á la reput ación de los Damiano? –Por supuesto que no –respondió ella con voz ahogada. –Ent onces se puede evitar fácilmente . Nos casa rem os y, después, la vida seguirá prácticamente como hasta ahora, excepto por el hecho de que vivirás a mis expe nsas y en mi casa de Vostrant o, que es lo bastante grande para que la compartamos sin molestarnos. Pienso vivir en el piso que te ngo aquí, en Ro ma, durante la semana, así que no me verás muc ho más que ahora –sonrió con frialdad–. Tal vez menos. Y pasarás las noches sola, que quede claro. Después, al cabo de uno o dos años, nos separarem os y serás libre y rica. Elena, te ruego que consideres lo mucho que nosotros y los dem ás perderíamos si insistes en rechazarme. Crée me que, si hu biera otra soluc ión, la aceptaría. Durante unos instante s, ella, atu rdida por la inc ertidum bre, miró el suelo y deseó que se abriera y se la tragara. –Me promete s… Me das tu palabra de que me dejarás en paz, de que no… – se calló avergonz ada, sin saber qué decir. –Te garant izo que no te ndrás nada que teme r. Creo que tuv imos bas tante con nue stro primer enc ue nt ro. –Sí –dijo ella con voz ahogada. –Ent once s, ¿puedo decirle al prínc ipe que aceptas ser mi esposa? Ella alzó la cabe za y lo miró. –Si no hay otro remedio, supongo que sí. Él le tomó la mano y trató de llevársela a lo labios, pe ro Ellie la retiró al tiempo que se ruborizaba. –Debe rías restringir tus acercamient os a los moment os en que haya espectadores. –Como quieras –afirmó él tras unos segun dos de silenc io. Pero en esos segun dos, ella detectó la ira que lo inv adía. Y aun que lo atribuyó a la típica reacción masculina de machismo he rido, de scubrirl o le resultó extrañamente molesto.
Se casa ro n dos semanas despué s. La ceremonia tuvo lugar en la capilla de la mansión de los Damiano. Ellie se negó rotun damente a pone rse un vestido de novia y un velo, y eligió un vestido de seda azul, de cue llo alto y manga larga. La signora Luc cino lo conte mpló con recelo, pe ro manifestó su absoluta desaprobación cuando se ente ró de que el exc eso de trabajo del novio haría que la luna de miel se pospusiera de modo indefinido. –Me dejas atónita, que rido Angelo. Creía que tu espos a te ndría prioridad frente a asunt os laborales. –Te preocupas sin ne cesidad, tía Doro tea. En Vostranto te ndremos toda la paz y el aislamiento que podamos desear. ¿No es así, caris sima? –se volvió hacia su espos a, que rezaba para que la farsa acabara de una vez, y lo antes posible. Lo ún ico positivo de aquel día aciago fue la ausenc ia de Silvia, que había acompañado a su marido en un viaje de ne gocios. Pero no le había servido de mucho consue lo mient ras se hallaba frente al altar y decía las palabras que, a ojos del mun do , la ent regaban a Angelo Manzini. Murmuró algo inc ohe rente como respuesta a la pregunta que su esposo le había hech o. Por otra parte, Vostranto era lo que menos le preocupaba de su matrimonio. La primera vez que Angelo la llevó, se sorprendió al ver la enorme casa de piedra con las coli nas al fondo. Estaba compue sta de un cue rpo cent ral y dos grandes alas late rales. –Tus aposent os están en el ala oeste –le infor mó Angelo cuando ent raron–. Los míos, en el ala este. Espe ro que la distanc ia sea suficiente para que estés tranquila –sonrió sin ganas. –Eres muy considerado –dijo ella con voz ine xpresiva. –No es mérito mío, sino una tradición. «Otra como la del honor famili ar», pensó Elli e. Un día, cuando amb os fue ran libres, él se volvería a casar con una mujer que lo convenc ería de que se replante ara lo de dormir en habitaciones sep aradas por que lo que rría te ner a su lado toda la noche . Y Ellie vol vió a sent ir, sin ente nder por qué, que algo se removía en su inte rior. El salón era largo y de techo alto, con una chimene a incluso mayor que la de Largoss a. Las vent anas de la pared del fondo estaban abiertas y daban acceso a una te rraza de sde la que se conte mplaba el jardín. Le habían dicho que los trabajadores enc argados de las ref or mas habían acabado el día ante rior, por lo que aún olí a a pintu ra fresca. Escuchó en silenc io la descripción fría e impersonal que Angelo le hacía sobre la modernización de la instalación eléctrica y la font ane ría. Del salón pasaro n al comed or , con frescos en el te ch o, y de camino a la cocina pasaron por lo que Angelo denominó «mi despach o» sin ent rar en él. Ass unt a, el ama de llaves, era una mujer reg or deta y sonriente que acabó de enseñarle la casa y sus aposent os en el ala oeste . La cama, con dosel, te nía bor dado el escudo de armas de los Manzini en la colcha. Ass unta le contó que all í había nacido Su Excelenc ia y la miró c omo si quisiera recordarle cuál era su deber.
En el cuarto de baño adyacente, había una bañe ra y una ducha semicircular en la que hu biera cabido el cuarto de baño ente ro de su piso. Y nun ca, aun que viviera cien años, te ndría suficiente ropa para llenar todos los armarios del vestidor. Se sintió abrumada por todo aque llo e incluso un poco mareada. Se había dado cuenta de que todos los que trabajaban en la casa estaban al acecho para tratar de verla y que le sonreían con bue na volunt ad. Ass unta le dijo que hacía mucho que Vostranto no te nía due ña. «To dos se sent irán decepcionados», pe nsó Ellie mient ras bajaba del piso superior. Creyó que Angelo estaría esperándola en el salón, pe ro la habitación estaba vacía. Di sfrutó un os segun dos de la tranquilidad y el silenc io y se dijo que así iba a ser su vida durante un tiempo, pero que ya estaba acostumb rada a estar sola en su piso y en Casa Bianc a. Y que era lo que prefería. Así que cuando , minut os después, Angelo ent ró desde la te rraza y le preguntó si estaba lista para marcharse, ella le dijo que sí sabiendo que, cuando volviera, estaría contenta de hacerlo. Al menos esa parte de su vida como condesa Ma nzini sería soportable. Pero no todo iba a ser así de fácil en su matrimonio. Estaba, por ejemplo, el asunto del trabajo. –Mi esposa no trabaja –le había dicho Angelo en tono glacial al pregunt arle cuánto tiempo después de la boda podría volver a trabajar. Ellie se quedó con la boca abierta. –Pero eso es absurdo –protestó indi gnada–. ¿Qué voy a hacer durante todo el día? ¿Mirar el te ch o? No, gracias. Me encanta mi trabajo. Lo hago bien y le he prometido a mi jefe que volvería pront o. –Pues te ndrías que haberme consultado ant es y te habría dicho que de ninguna mane ra. No hay más que hablar. –Claro que hay que hablar. He accedido cont ra mi volunt ad a esta farsa. Ciertas compensacione s por tu parte no me vendrían mal. –Si crees que no soy razonable, Elena, ten en cuenta las dificultades de tipo práctico. Ir has ta allí todos los días sól o es una de ellas. –Tengo coche –afirmó ella alzando la barbilla. –Ya lo he visto. Es viejo y no es de fiar. Habrá que ree mplazarlo por otro, pe ro eso no cambia nada. No te ndrás tiempo de trabajar cuando seas la condesa Manzini. Tus predecesoras te nían todo el día ocupado llevando la casa y aprendiendo sus nuev os deberes. –No puedo hablar por gene racione s de mujeres oprimidas –replicó Ellie con la misma frialdad–. Pero me parece que la casa lleva mucho tiempo perfectamente sin ninguno de los dos. –Pero eso cambiará al casarnos. Tengo la inte nc ión de utili zarla mucho más y te ndrás que habitu arte a ser la anfitrio na cuando vengan mis amigos y conocidos. Creo que tardarás tiempo en hacerlo. «En otras palabras», se dijo Ellie sintiendo un dolo r agu do e i ne sperado, «no valgo para el pue sto. Como si ne cesitara que me lo recordaran». –Ent once s, tal vez tengas que posponer tu vida social hasta que yo vue lva al mun do real y estés con alguien más adec uado para recibir a tus invitados –dijo en voz baja–. Estoy segura de que no te ndrás problemas para elegir. Se produ jo un silenc io.
–Te pido disculpas. No era mi inte nc ión he rirte . –No importa –c onte stó ella al tiempo que deseaba con todas sus fue rzas que fue ra verdad. Y pensó que, si él creía que el as unto del trabajo estaba decidido, se equivocaba por completo. Cuando aque l «matrimonio» hu biera acabado, ella te ndría que volver a trabajar, ya que no pensaba acep tar el dine ro que le había ofrecido. Sin embargo, no había previsto que Casa Bianca fue ra otro motivo de discusión. La princ esa la había menc ionado de pasa da una noche, durante la cena. –¿Qué pasa rá con tu refu gio junto al mar cuando te cases, Elena? Ellie vaciló al darse cuen ta de que Angelo, que estaba hablando con el prínc ipe, había vue lto la cabeza hacia ella y la miraba con expresión inte rrogante . –Un refu gio para una recién casada… Suena un poco alarmante , mia cara. –Mi abue la me dejó una casita en la costa, en Por to Vecc hio, un pue blo de pescador es que no está de moda, así que supongo que no habrás oído hablar de él. –No. Me imagino que la casa te causará muc hos gastos y que, por lo tanto, que rrás venderla. –Al cont rario, no tengo inte nc ión de de shace rme de ella, aun que es posible que la alquile en verano. –Ya hablaremos de eso. Ellie abrió mucho los ojos y preguntó en tono de fingida diversión: –Pero, mio caro , ¿de qué te nemos que hablar cuando ya he tomado la decisión? «Además», añadió para sí, «¿no te has ente rado de que los dictadores romanos desaparecieron con Julio César?». Pero la for ma de apretar los diente s de Angelo mient ras volvía a mirar el plato la avisó de que el te ma no estaba zanjado. Sin emb argo, no iba a renun ciar a la casita por muc has objecione s que pusiera su marido. La abue la Vittori a le había dejado una suma de dine ro para cubri r el mante nimiento inm ediato y los impue stos, que, por supue sto, no duraría para siempre. Y como ella no pensaba pedirle ni un cént imo al conde Manzini, conservar su trabajo y su sue ldo le resultaba aún más importante . Una noche, tumb ada en la cama sin poder dormir, se le ocurrió una idea para resolver ese problema, aun que no le gustara a Angelo. El conde estaba demasiado acostumb rado a salirse con la suya, sobre todo con las mujeres. Ya era hora de que se llevara su merecido, aun que no fue ra en algo importante . Había una habitación en Vostranto que no se usaba para nada, con un escritorio donde la madre de Angelo escribía la correspondenc ia. Si instalaba all í su ordenador portátil, podría recibir trabajos de traduc ción de su empresa por correo electrónico y ent regárselos, una vez finalizados, del mismo modo. Así no te ndría que ir a la oficina y, si empleaba su apellido de solte ra, nadie sabría que la condesa Manzini trabajaba, con o sin el consent imiento de su marido. Nece sitaría la ayuda de Ass un ta, pe ro no creía que eso fue ra un problema. Pero una semana despué s, tras brindar y repartir la tarta nupcial, y con el anillo de Angelo brill ando en su mano, no estaba tan segura de que el ama de
llaves fue ra a ayudarla. Al fin y al cabo, en esenc ia la habían cont ratado para hacer un trabajo, por lo que su situación en Vostranto no era más que la de una empleada. Y mient ras iba en coche con su marido camino de su nuevo hogar, volvió a experiment ar una gran te nsión. –¿Te pasa algo? –le preguntó Angelo de repente . –No –respondió ella, sobresaltada. ¿Por qué ? –Pareces inquieta. –Los últimos aconte cimient os no induc en precisamente a la calma. –No sé qué más decirte para que estés tranquila. –Ya sé que no te inte reso y eso es lo que menos me preocupa –afirmó ella, desafiante . –Ent once s, ¿qué te preocupa? –Hay algo que quiero decirte . He decidido trabajar desde casa… desde tu casa. –¿Y cómo piensas hacerlo? –Por correo electrónico. He prep arado una habitación que usaba tu madre para que sea mi despach o. No te molestaré ni inte rferiré en las tareas domésticas que parecen ser tan importante s para ti y a las que me dedicaré el tiempo que haga falta. Sin emb argo, debes ente nder que ne cesito seguir con mi trabajo y pe nsa r en el futu ro. –¿No te fías de que pueda mantene rte? –le espetó él. –Sí… de moment o. Pero también valoro mi independenc ia, que durará mucho más que este falso matrimonio. Angelo masculló una maldición. –¿Y no pe nsaste en consultarme antes de organizarlo todo? –Sí, pero ya sabía lo que ibas a decir. Y si ahora cont radices las instruc cione s que le he dado al personal, sabrá que mis de seos no significan nada para ti, por lo que me será difícil ganarme su respeto y llevar Vostranto con la ef icienc ia que deseas. Tra s unos segun dos de silenc io, él dijo en voz baja: –Veo que te he infravalorado, Elena. Por esta vez, dejaré que tus órdenes se cumplan. Pero ten cuidado y no me subestimes. Sigo siendo el dueño de Vostrant o. –De la casa… Pero no eres mi dueño ni lo serás. Él dio un volantazo y Ellie gritó mient ras el coche se dete nía en el arcén. –¿Te gusta desafiarme, mia bella? –preguntó él con voz cortante –. Pues ya me he cansado. La atrajo hacia sí con fue rza y la be só también con fue rza y sin piedad hasta dejarle los labios ardiente s y doloridos. Cuando levantó la cabe za, le lanzó una mirada burlona y cínica. –Ahora ya sabes lo que pasa si me enfado. Te aconsejo que no vue lvas a provocarme, ¿ente ndido? Ella conte stó con una voz que le resultó irreconocible: –Sí, entendido. Y no volvió a hablar durante el resto del viaje.
Capítulo 6 ELLIE estaba de pie en la habitación que te ndría que aprender a considerar suy a, lo cual no la hacía menos impone nte . Además, era la ún ica de la casa en la que se seguía sintien do una int rusa. Se llevó la mano a los labios, todavía ligeramente hinch ados por el be so de Angelo. Reconocía que había sido una estu pidez provocarlo, pe ro su prepote nc ia agotaría la pacienc ia de un sant o. Se había sent ido aliviada por que él no la había vue lto a mirar hasta llegar a la casa , cuando la escoltó hasta la pue rta ent re las dos filas de trabajadores que aplaudían, la tomó en brazos y atravesó con ella el um bral. Ella se había visto obligada a sonreír como si fue ra una novia de verdad y aque l ritu al fue ra a traer bue na sue rte a la pareja. Los últimos días habían sido de gran tensión y en aque l moment o, en medio de su habitación, se sent ía exhausta y al bor de de las lágrimas. Después de tomarse un café en el salón, Angelo se había ido a consultar el correo electrónico y Assunta la había acomp añado has ta allí. Comp robó, sorprendida, que ya le habían deshecho el equipaje y que Do nata, su donc ella, había ordenado y guardado todo. Volvería después para ayudarla a bañarse y a vestirse. –Pero no quiero tener donc ella –protestó–. No sé qué hacer con ella. –Ella lo sabe –afirmó Assunt a–. Además, la esposa del conde Manzini ne cesita te ne r donc ella. Y ahora, condesa, descanse has ta la hora de la cena. Ellie tuvo que reconocer que la idea de descansar la atraía, aun que no en aque lla cama enorme. Había un sofá-cama al lado de la vent ana que le serviría para su propósito. Se quitó los zapatos y se quedó en ro pa inte rior. Las prendas eran de exqu isita seda azul y for maban parte del ajuar que la princ esa había insistido en regalarle. Se tumbó mient ras pe nsa ba que eran prendas que ella no hu biera elegido y que, dadas las circun stanc ias, había sido malgastar el dine ro. Al igual que lo era el sue ldo de esa donc ella que habían cont ratado para ella. Pero pensó que cedería en ese aspecto, en aras de la armonía matrimonial. «Al fin y al cabo, no puedo pelearme con él por todo», se dijo . «Guardaré la mun ición para cos as realmente importante s». Angelo examinó la infor mación de la pantalla del ordenador con satisfacc ión y cierto alivio. Le habían confirmado el crédito. «P arece que el Cocodril o es hombre de palabra», pensó con cinismo. Se puso de pie. En algún momento te ndría que volver a Ro ma a firmar los docum ent os ne cesarios, pe ro eso no sería un problema. Su esposa no lament aría su ausenc ia, sino que, tras haber acondicionado, como él ya había comp robado, una habitación, en otro tiempo muy bonita, como un espacio de trabajo impersonal, la celebraría. Se preguntó por qué le molestaba tanto la idea de que ella siguiera trabajando cuando debería acep tar todo aque llo que la mantuv iera ocupada y lejos de él. Y no debería haber consent ido que su enfado por la obstinada resiste nc ia de
ella a sus deseos lo hu biera llevado a besarla de aque lla mane ra. Era lo último que prete ndía. Había decidido ser amable y cor té s, hacer que se sint iera cómoda en aque llas difíciles circun stanc ias y, en vez de ello, había sido un grosero. Su conduc ta era inadmisible y debía enm endarla ant es de que se convirtiera en imperdonable. Tenían que compartir el mismo techo y sería mejor que lo hicieran con cierto grado de acue rdo ent re ellos, al menos en públi co. Le enseñaría la carta de confir mación del crédito, que tomó de la impresora, para demostrarle que el sacrificio que los dos habían hecho estaba parcialmente justificado. Pero no estaba seguro de poder conv enc erla, ya que la había juz gado mal: te nía volunt ad propia, pe nsa ba por sí misma y era evidente que no te nía una elevada opinión de él. Así que tal vez fue se hora de corregirse y de establecer una relación que func ionara. Su poniendo que fue ra posible. Ellie estaba medio dormida cuando oyó que llamaban a la pue rta y que la abrían. Se inc orporó apoyándose en un codo p ensando que sería la donc ella. Pero fue Angelo el que ent ró. –¿Qué haces aquí? –Ellie se dio cuenta de que estaba en ro pa inte rior y trató en vano de enc ont rar algo con que cubrir se–. ¿Qué quieres? Él también parecía sorprendido y se le color earon levemente las me jill as cuando la miró. Después se apresuró a mirar el papel que llevaba en la mano. –He venido a darte una noticia. –¿No podía espe rar? –p reguntó ella con sequedad. –Si, pero creí que te gustaría saber que el prínc ipe Damiano ha acc edido a llegar a un acue rdo con Galant ana, por lo que nu estros días junt os están cont ados. –Ent iendo. Eso está muy bien. –Su ponía que dirías eso. Pero hay otro asunto del que deberíamos hablar. Me acaban de decir que el personal de servicio ha prep arado una cena en nue stro honor esta noche. Han dec or ado el comed or con flores y han sacado el cáliz Mancini. En un momento dado de la noche, se llenara de vino y diversas hierbas y bebe rem os de él mient ras el personal aplaude. ¿Y qué problema hay? –preguntó ella con el ceño frunc ido. –Ninguno, pero compartir el cáliz significa que espe ramos que la noche de bodas sea dich osa y que te ngamos muc hos hijo s –la miró con expresión sardónica–. Eso implica que no esperan que durmamos separados en tan importante ocasión. Ellie se sentó olvidándose de la vergüe nz a. –Pues se van a llevar una desilusión. –Me has dicho en el coche que te nías que ganarte su respeto –le recordó con suavidad–. Debo decirte , Elena, que no lo conseguirás mostrándote tan pronto como una espos a que no lo es en absolut o. De he ch o, puede que te nga el efecto opue sto. –Es un riesgo que te ndré que correr. –¿Cuando se puede evitar fácilmente ? –¿Dejándote dormir conm igo? –negó con la cabe za y añadió con voz ahogada–: Eso nun ca. Sabía que no eras de fiar.
–No, pasando yo la noche en tu habitación en vez de en la mía –dijo él con frialdad–. Como ve s, aquí caben media docena de personas. Hazme cas o, Elena, tu vida aquí será mucho más fácil si creen que somos verdade ramente marido y mujer y que al menos nos tenem os afecto. –¿Y que te quedes aquí esta noche bastará para convenc erlos? –Probablemente te ndré que hace rte más visitas . Pero serán pocas y breve s. No volveré a que darme toda la noche. Si espe ro a que te due rmas, ni siquiera te darás cuenta de mi presenc ia. Ellie suspiró mirando el sue lo. –Ent once s, de acue rdo. Pero pro méteme que mante ndrás tu palabra y que no tratarás de… de… –El mun do está lleno de mujeres dispue stas, mia cara. Nunca he obligado a una que no lo estuv iera y no vas a ser la primera. Sin emb argo, d espués de beber del cáliz, te ndré que besarte . ¿Me sonreirás? Mient ras ella asent ía de mala gana llamaron a la pue rta y él se volvió. –Ah, Donata, la condesa te estaba esperando, ¿verdad, caris sima? –le tomó la mano y se la be só–. Hasta lue go. Ardo en de seos de estar por fin a solas cont igo. Ellie lo vio marcharse furio sa por haberse sonrojado. El día no mejoró. Do nata era cortés y eficiente , pe ro su for ma de actuar parecía indi car que su nue va ama ne cesitaría toda la ayuda que le pu dieran ofrecer. «¿O soy demasiado susceptible? –se preguntó Elli e. Más tarde, a la hora de la cena, disimu ló su falta de apetito obligándose a probar todos los platos que sirvieron en la mesa adornada con rosas e iluminada con velas. Y cuando llevaron el cáliz con mucha ceremonia, se levantó riéndose y estuvo en brazos de Angelo mient ras bebían, e incu so soportó la cálida y firme presión de la boca de él en la suya mient ras la besaba. Después, se dispuso a retirarse a su habitación a espe rar a su marido. –¿Hay alguna otra vergonzosa costumb re medieval que deba conocer? –le había pregunt ado fríamente –. Espero que no vengan a examinar las sábanas para comp ro bar si soy virgen. Al llegar a la habitación, Do nata ya había abierto la cama y había dejado sobre ella un camisón de satén y la bata a jue go. Ella se desnu dó y se lo puso. Al volverse para agarrar la bata se vio en el espejo y se detuvo por que fue consciente por primera vez, ese día, de que parecía una novia. Y se preguntó cómo habrían sido las cosas si se hu biera casado con un hombre al que amara y que la correspondiera, de modo que estuv iera esperando con emoción que su esposo llegara y la tomara en sus brazos. Y la asaltó un sent imiento tan grande de soledad, que estuvo a punto de gritar. Después de pone rse la bata, se sentó al tocador y se cep ill ó el pelo, tratando de tranquili zarse para recibir a Angelo con indiferencia y frialdad. Pasó una hora sin que él diera señales de vida. Ellie agarró una novela de misterio que había llevado consigo, se quitó la bata, se metió en la cama y se puso a lee r.
Pa só otra hora. Pensó espe ranz ada que tal vez Angelo hu biera cambiado de parecer y que pensara que su actu ación en públi co bebiendo del cáliz era suficiente . Cerró el libro y fue a apagar la lámpara de la mesilla cuando vio que la pue rta se abría y que Angelo ent raba silenc iosamente . Se detuvo y la miró. –Creí que ya estarías dormida. Ellie observó que aparentemente sólo llevaba puesta una bata de seda neg ra. Y durante unos segun dos rec or dó la noche en la habitación de la torr e y el ro ce de la piel de él con la suya. –Estaba leyendo –c onte stó con la boca repent inamente seca. –Debe de ser un libro fascinante para que estés despierta a esta hora –se acercó lent amente a la cama–. Deberías prestármelo para que me ent rete nga durante esta semana. Por precauc ión, ya sabes. Fue al otro lado de la cama y comenzó a desa tarse la bata. –¿Qué haces? –preguntó ella con voz ronc a. –Mete rme en la cama, natu ralmente . –No puedes –p ro te stó ella. –Si crees que voy a pasa r la noche pen ando en el sofá, estás muy equivocada. –Es muy cómodo. –Quizá para ti, para dormir la siesta. Pero no para alguien de mi altu ra. –Ent onces dormiré yo en él –afirmó ella mient ras apartaba la ro pa de cama. –Prefiero que te quedes donde estás . Te aconsejo que accedas a mis deseos, Elena. Si lo hace s, pasarem os una noche tranquila. Si me desafías y me obligas a traerte de nuevo a la cama, atente a las consecue nc ias. Te sugiero que me des la espalda, apagues la luz y te relajes. Pro nto te olvidarás de mi presenc ia. Ella volvió a tumb arse las sábanas y apagó la luz. Después, sintió que el colchón se hun dí a ligeramente a una prudente distanc ia. «P ero no estoy a salvo», pensó. «Tengo miedo y me resulta imposible olvidar que está aquí». Angelo, por el cont rario, no tuvo dificultades en hacer caso omiso de ella. En cuestión de minut os, su respiración indi có que se había dormido mient ras ella, desvelada e inquiet a, se dedicó a cont ar los minut os y las horas y a pe nsa r en las noches que la aguardaban en que te ndría que hacer lo mismo, hasta que aque l no-matrimonio te rminara. Y espe raba, con algo semejante a la desesperación, que fue ra pront o.
Tr es me ses después Ellie cerró el ordenador portátil sonrien do de satisfacc ión. Debido a la e nfermedad de un colega, acababa de te rminar de traduc ir un largo manu al cient ífico, lleno de jerga sólo comprensible para los iniciados. La dificultad de la tarea le había exigida una máxima conc ent ración y le había quitado tiempo para pensar en sus problemas personales, como la dificultad de actu ar con convicc ión en el papel de condesa Manzini. Era un pensamiento que la asaltaba constante mente , pues su matrimonio
duraba ya me ses sin que ella supiera por qué . Aparente mente , no te nía motivo alguno de que ja. No había tardado a adaptarse a la rutina doméstica, que func ionaba como un reloj sin que ella tuv iera que inte rvenir. Y Angelo había mante nido escrupulosamente su palabra en cuanto a su vida en común: cada uno vivía por separado. Desde la noche de bodas, había estado en su habitación tres vec es y cada uno había dormido en un extremo de la enorme cama. Y en ningún momento había intent ado tocarla. Ella no lo deseaba, desde lue go. Así que se había sent ido aliviada al comp ro bar que él tampoco. Tampoco la había vue lto a be sar como en el coche. Cuando se saludaban o se despedían, él se limitaba a rozarle la me jill a o la mano con los labios, y sólo cuando había otras personas delante . A vec es se pregunt aba si te ndría que seguir así el resto de la vida, sola y no deseada. Pero se convenc ía de que aque llo acabaría y enc ont raría a alguien cuando la vida volviera a ser real. Por tant o, no te nía nada de que preocuparse, al menos con respecto a Angelo. Pero no podía ne gar que estaba sometida a una presión de natu raleza distinta, algo ine sperado a lo que no sabía cómo enfrent arse. Se levantó y se acercó a la ventana a mirar el paisaje. Había comenzado seis semanas después de la boda. Su madrina la había invitado a una fiesta exclusivamente femenina en Largossa. Ellie se alegró de ver allí a la abue la Cosima, aun que no tanto de la presenc ia de tía Doro tea que, por sue rte, llegó acomp añada de Tullia. El primer golpe lo recibió mient ras tomaban el aperitivo. –Ti enes muy buen aspecto, cara Elena –afirmó la tía Doro tea–. ¿Ti enes que darnos una bue na noticia? Ellie dejó la copa en la mesa muy despacio mient ras trataba de reprimir las ganas de gritar. La pregunta de si estaba em barazada espe raba respue sta. Pero no podía ofrecer ninguna. Se obligó a sonreír. –He pasado el fin de semana en Por to Vecc hio y por eso te ngo algo de colo r en las mejillas. –Espero que Angelo también haya gozado del descanso. La última vez que lo vi parecía fatigado. –No pudo acomp añarme. Tenía un compromiso. Además es un sitio con muy con muy pocas comodidades. No es a lo que él está acostum brado. –¿Nunca ha estado allí? –la tía Doro tea parecía escandalizada–. ¿Te has ido sola cuando ún icamente llevas dos meses casada? –Ma má, por favor –inte rvino Tullia–. Las personas casadas no tiene n que estar siempre junt as. –Pues deberían. Sobre todo cuando está implicado el futu ro de una ant igua dinastía. Angelo ne cesita un he rede ro , y tal vez de bamos recordárselo. La abue la Cosima inte rvino con suavidad. –Creo, que rida Doro te a, que debem os dejar a esta pareja que viva como quiera y que disfrute de estos primeros meses de matrimonio. Estoy segura de que pronto habrá niños en Vostrant o.
–Es poco probable si Angelo pasa la semana en Ro ma y Elena se marcha a la costa el fin de sem ana. Yo tuve a mi primer hijo en el primer año de casada por que sabía cuál era mi deber. En ese moment o, el mayor domo anun ció que la comida estaba servida y Ellie se libró de seguir hablando de aque l te ma. Pero, de sde ent onc es, la tía Doro tea le pregunt aba por su estado cada vez que se veían. Si las cos as hu bieran sido distint as con Angelo, si fue ran amigos en vez de dos desconocidos, se lo habría menc ionado y le habría pedido que pusiera fin a la situación. Tal como estaban las cosas, la sopor tó en doloroso silenc io. Mient ras conte mplaba su reflejo en el cristal se sobresaltó al oír la campana de la pue rta princ ipal. Las visitas eran poco habitu ales durante la semana y no se produc ían sin invitación. Unos instante s despué s, el mayordomo llamó a la pue rta. –Ha venido la signora Alberoni. La he conducido al salón. Ellie lo miró inc rédula. ¿Silvia estaba allí? Era imposible. «No quiero verla. Dí gale que se vaya». El impetu oso rechazo fue tan claro en su mente que pe nsó que había pronun ciado las palabras hasta que se dio cuen ta de que el mayordomo espe raba su respue sta. –Gracias, Gior gio. Dil e a Assunta que nos traiga café y galletas. Recu peró la compostu ra y se diri gió al salón para enfrent arse a su prima, la que, en una noche tum ultu osa, le había arruinado la vida.
Capítulo 7 NADA más verla, Ellie se dio cuenta de que Silvia no estaba all í para disculparse. Se hallaba de pie en el cent ro de la habitación y miraba a su alrededor con los ojos ent recerrados. –Te ha ido muy bien, cara –comentó mient ras miraba la ro pa de Ellie con desprecio–. Es extraño cómo salen las cosas a vec es. Es la primera vez que estoy aquí. ¿Lo sabías? –le preguntó mient ras se ace rcaba a la chimene a. –No. –Tr até de convenc er a Angelo de que me invitara, pero siempre ponía una excusa. –¿Y qué excusa tiene s para ven ir ahora? –preguntó Ellie, alzando la barbilla. –¿Es que ne cesito alguna para ver a mi prima? –hizo una pausa–. No te mandé el regalo de boda por que no sabía qué regalarle a quien le había tocado la lote ría. Has sido muy lista –se acercó a un sofá y se sent ó–. O tal vez fue ra idea de esas brujas, su abue la y su tía. Llevaban años intent ando obligarlo a casarse cont ra su volunt ad. ¿Les ofrecí la ocasión que ne cesitaban? ¡Qué iro nía! –se echó a reír. –Silvia, ¿cómo pu diste hacer una cosa así? –¿Y por qué no iba a hacerlo? ¿Es que Angelo creía de ve rdad que iba a consent ir que me de sec hara como si fue ra un trapo? Nadie me trata así. Sabía la importanc ia del acue rdo con el tío Cesare y cuánto daño le haría que no se produjera. Así que decidí darle una lecc ión. Sabía que no rechazaría mi invitación. –¿Cómo pu diste implicarme a mí, a tu prima, como acabas de decir? Silvia se enc ogió de hombros despreocupadamente . –Por que sabía que era s la última mujer del mun do que a Angelo le resultaría atractiva, por lo que, cuando lo enc ont raran en tu habitación, se sent iría ridículo. Un toque final perfecto. –Estás loca –afirmó Ellie con voz ahogada. –Angelo me ha hecho sufrir . Y que ría que también sufriera, que se diera cuen ta de lo que había perdido al cortar nue stra relación. –Pero no podía continuar. ¿Qué habría pasado si Erne sto lo hu biera descubierto? Silvia volvió a enc oge rse de hombros. –Se habría divorciado de mí, natu ralmente , y yo habría qued ado libre para casarme con Angelo. –Si ya has dicho todo lo que te nías que decir, será mejor que te vayas. –Creo que me qued aré un rato para que charlemos. Me mue ro por saber si te gusta la vida de casa da. ¿Hace realidad Angelo has ta la más pequeña de tus fantasías? –la rec orri ó de arriba abajo con la mirada–. No pareces extasiada, cara mia. –Piensa lo que quieras. De todos modos, no voy a hablar cont igo de la relación con mi marido. Aun que había sabido que tendría que volver a ver a su prima, pensó que lo haría en presenc ia de otras personas, no a solas. Le sorprendió que el conde no hu biera dado ór denes de que no se la admitiera en su casa, pe ro tal vez fue ra por que no había creído que te ndría la desfachate z de invitarse ella misma.
Dio gracias por que no fue ra a reg resar hasta el día siguiente , pues se imaginaba cuál sería su reacción si se enc ont raba a su ant igua amante en el salón. Sintió un profun do dolor. Se había esfor zado en no imaginarse a Silvia y Angelo como amant es, pe ro la expresión de deleite de los ojos de su prima indi caba que no se había olvidado de lo que había sido compartir su cama y su cue rpo. Y que rec or daba todos los detalles íntimos sobre él, qué sent ía cuando la besa ba, la acariciaba, la poseía con pasión, algo que ella nun ca conocería. Y que no que ría conocer. Se dio cuenta asimismo de que no estaba mane jando bien la situación y de que Silvia estaría disfrutando de su tu rbación. Casi se sintió aliviada cuando Ass unta llamó a la pue rta y ent ró con el café y un g ran surtido de galletas y tartas. –¡Qué delicia! –ex clamó Silvia–. Me estás mimando. «Como siempre lo han he ch o», pensó Elli e. «To dos te han hecho creer que podías tener lo que quisieras y preocuparte únicamente de ti misma. Y que, hicieras lo que hicieras, te sería perdonado». «Y yo también lo hice, a pesa r de que la abue la Vittori a y la madrina me adv irtieron que tuv iera cuidado por que, aun que yo siempre estuv iera de tu parte, no te nía ninguna garant ía de que tú fue ras a estarlo de la mía». «Tal vez por eso la abue la me dejó a mí la casa de Por to Vecc hio. Por que sabía que algún día ne cesitaría poner distanc ia ent re los dos». –Assunt a, asegúrese de que el chófer de la signora esté bien ate ndido. –He venido conduciendo yo –dijo Silvia. Ass unta se retiró discretamente mient ras Silvia hablaba del conte nido calórico de los dulces. –Debo tener cuidado con mi figura por Ernesto. Una mujer debe tener siempre el mejor de los aspectos para su marido, ¿no te parece? Silvia no vol vió a menc ionar el tema de su matrimonio y se dedicó a hablar de sí misma. –Es una pena que no pases más tiempo en Roma. Te enseñaría un mun do nuev o. Pero, de moment o, enséñame tu casa. To do, incluyen do los dormitorios. Ellie respondió sin alte rarse. –Llamaré a Ass unt a, que conoce mucho mejor la histori a de la casa que yo. Silvia hizo un mohín. –Prefe rirí a que me la cont aras tú, la due ña de toda esta magnificenc ia y de su dueño –se levantó–. ¿Quién lo hu biera dich o? «Yo no, desde lueg o», se dijo Ellie. Y volvió a pregunt arse por qué estaba Silvia allí. Angelo no podía cree rs e lo que había hech o. Era ridículo y le hacía du dar de su cordura. Había env iado las flores por la mañana. Había reservado una me sa para comer en el restaurante de un exclusivo hotel y una suite para tomar el café. Y había hablado con ella y le había sonreído y acariciado su cue rpo con la mirada. Era he rmos a, sexy y estaba más que dispue sta. Y era ex actamente lo que nec esitaba después de todas las horas que había trabajado para finalizar el pro yecto Galantana. Y era un final glorioso tras tantas semanas de abstine nc ia.
Pero llegó un momento en que se dio cuenta de que no iba a sucede r. No fue consciente de haber tomado la decisión ni de por qué lo había he ch o, pero supo con ce rte za que, al acabar la comida, no se produc iría una consumación ent re sábanas de seda, sino que pondrí a una excusa para marcharse. Había visto la sor presa reflejada en el rostro de ella, su inc redulidad al pe rcatarse de que la prometida seducción no se produc iría. Al salir del hotel, no había dejado de insultarse a sí mismo. Como le había dicho a su secretaria que no volvería al despach o, lo lógico era irse al piso. Pero, sin saber por qué, allí estaba, conduciendo hacia Vostrant o. «Estoy loco» –pen só con amargura. ¿Qué recibimiento lo espe raba allí? Aparcó el coche en el arcén. Se imaginó la cara de Ellie, pálida y te nsa y ev itando su mirada. Así había sido desde la boda y no sabía qué hacer para mejorar la desgraciada situación ent re ambos. Por primera vez se preguntó si habría otro hombre en su vida. Si su intrusión la habría privado de un amante, por el que seguía penando, y que por eso lo evitaba, sobre todo en aque llas ocasione s fune stas en que habían dormido en la misma cama. Pero si Elena hu biera estado enamor ada y se hu biese ent regado a otro hombre, ni su tía ni su abue la la habrían considerado una candidata adecuada para conve rtirse en la condesa Manzini. Tampoco podía culpar a Elena de la situación porque, antes de la boda, no había tratado de corte jarla ni de ali viarla de la hum ill ación de saber que se casa ba sólo para preservar un trato económico, ni de persuadirla de que, auque no fue ran a ser dich osos, podían mantener una relación amistosa e inc luso placente ra. Y para demostrárselo, podía habérsela llevado de casa de los Damiano y haberla convenc ido para que le dejara que le hiciera el amor. En cambio, furio so, había insistido en que su unión era estrictamente te mporal y que no habría intimidad física ent re ambos. Eso era lo que le había prometido y a ello tenía que ate ne rse. Tampoco parecía que hu biera posibilidades de alte rar el status quo. No te nía prue bas de que ella se sint iera ni siquiera ligeramente atraída por él, sino más bien de que no le gustaba estar a solas con él o, pe or aún, de que te nía miedo de estarlo. «No deberíamos haber llegado a esto», pensó. «No debería haber consent ido que esto pasa ra ni puedo dejar que cont inúe ». Suspiró y arranc ó de nue vo. Al aproximarse a la curva siguiente , oyó el claxon de adverte nc ia de otro veh ículo y aparecieron un camión y un Maserati que lo adelant aba. Angelo, que ya había empez ado a frenar, vio la cara pálida del camione ro y dio un volant azo que lo sacó de la carrete ra. Se detuvo unos metros más adelante , te mblando y con el corazón desbocado. Había estado a punto de produc irse un desastre. «Si hu biera ido más dep ris a…», pensó. Vio que el camión también se había dete nido, y el conduct or y otro hombre corrían hacia él. El Maserati había desaparecido.
Angelo les aseguró que estaba bien y que el coche no había sufri do graves daños. Había reconocido el coche y, por tanto, sabía quién lo conduc ía. Mient ras proseguía el viaje, lo invadió una cólera fría y una invenc ible dete rminación.
Ellie oyó con alivio que el coche se alejaba. Se sent ía emocionalmente exhausta, por lo que le dijo al mayor domo que iba a descansa r y subi ó a su habitación. Aun que no había cambiado lo más mínimo en sent ido mate rial, era distinta. Parecía que Silvia seguía allí examinándol o todo e insistien do en ver el cuarto de baño y el vestidor, donde había observado con dete nimiento las prendas. –Al menos podrás aparecer en público, si es que Angelo permite que te vean con él. Pero fue la cama en lo que más se fijó . La conte mpló en silenc io mient ras una sonrisa jugue te aba en sus labios. –Tr ato de imaginarte ent regándote en esta cama, pe ro me resulta imposible. Sigue s pareciendo tan inocente e inm aculada que me pregunto si él se ha tomado la molestia de consumar el matrimonio. Tendrá que hacerlo, por que su deber es tener un hijo , como seguro que la condesa Cosima le ha rec or dado. Así que, por lo menos, le servirás para eso. Me pregunto qué le habrá hecho conte ne rse. Tal vez siga pensando en mí. Ellie se obligó a mirar los ojos burlone s de Silvia y a hablar sin alte rarse. –¿Por qué no se lo pregunt as? Silvia se echó a reír. –No te ndré que hacerlo. Me lo dirá muy pronto –acarició la colcha–. Esto no se ha acabado aún, cara, ent iéndelo. To davía lo deseo y volveré a te ne rlo, como lo hu biera te nido aque lla noche si no me hu biera visto en la obligación de castigarlo. Pero creo que ya ha sufrido bastante , ¿no te parece? Había vue lto a sonreír y se había marchado. Ellie la siguió, muda de asombro y de otras emocione s que no supo precisar. De nuevo en su habitación, al volver a mirar la cama, le pareció que estaba suc ia. «Vamos», se rep ro chó con impacienc ia, «sólo acabas de pasar un mal rato, que te ha deprimido por que creías conocer a tu prima». De todos modos, no quiso tumb ars e en ella y lo hizo en el sofá. Pero , al sent irse inc ómoda, decidió probar otra cosa. Ent ró en el cuarto de baño mient ras se iba desnu dando y se dio una ducha para aliviar la te nsión y la inquietud que Silvia le había provocado. Al salir, tanteó a ciegas buscando la toalla. Y, de pront o, alguien la env olvió en ella y la llevó en brazos al dormitorio, donde la dejó de pie. –Buona sera, mi dulce esposa. Ellie lo miró con sor presa y enfado. –¿Qué haces aquí? –p reguntó sin aliento al tiempo que retrocedía–. ¿Cómo te atreves a ent rar así? –¿Y tú cómo te atreves a invitar a tu prima en mi ausenc ia? ¿Creías que le daría la bienvenida o que no me ente raría? Después de la tarde tan horri ble que Ellie llevaba, sólo le faltaba eso: aque l
sent imiento de vergüenza por que había vuelto a verla desnu da. Alzó la barbilla desafiante . –No te ngo que darte explicacione s. La mayor parte de tu famili a nos ha visitado –Ellie no daba crédito a que estuv iera diciendo esas palabras, a que fue ra tan estú pida como él arrogante . ¿Con qué de recho se present aba de imp roviso y le pedía explicacione s?–. ¿No te ngo, por tant o, de recho a ver a mi único familiar vivo? –Me sorprende que quieras hacerlo. ¿O es que las dos estabais compinc hadas aque lla noche en Largossa? –Cree lo que te parez ca, me da igual. Ahora, por favor , vete y no pertu rbes más mi int imidad. –¿Tu intimidad? –dijo Angelo con desdén–. ¿Qué ha habido en este matrimonio salvo el respeto a la int imidad? –Siento mucho que no estés contento con lo que tiene s. –¿Y tú sí lo estás? No me lo creo. –Ya te he dicho que creas lo que te parezca –Ellie comenzó a te mblar de frío y te mió que él creye ra que era de miedo. Pero había algo distinto en él aque lla tarde. Parecía tener los ne rvios a flor de piel –Angelo, vete, por favor. –Cuando me hayas dicho la ve rdad sobre tu prima. ¿Po r qué ha estado aquí? ¿Qué que ría? –Quería ver la casa y burlarse de mí, claro está. –¿Por qué motivo? Ellie tragó saliva. –Por que aquí estoy totalmente fue ra de lugar. Y todos lo saben. –Elena, eres la condesa Manzini. No hay nadie en esta casa que no sienta por ti afecto y respeto. «Salvo tú», pensó ella. Rech azó ese pensamiento y bajó la cabeza. –¿Cómo pued es decir eso cuando saben… cuando deben saber que fingimos estar casados? –Perdona, pero no creía que te importara. Nunca me has dado esa impresión. –Tal vez haya sido hoy mient ras Silvia miraba los retratos de la condesas ante riores, lo he rmosas que eran, igual que ella –y añadió con amargura–: Sabían lo que se espe raba de ellas en todo moment o, no como yo, que parezco un pez fue ra del agua. La expresión de Angelo se dulcificó un poco. –Te aseguro que no te parec es a ningún pez conocido. –Hablo en serio. –Me alegro, porque ya es hora de que hablemos en serio. Ella siguió sin mirarlo. –¿Por eso has vue lto de repente, a mitad de semana, para decirme que has decidido que nu estro matrimonio te rmine ? Durante unos instante s, Angelo estuvo te nt ado de decirle la verdad: que había estado a punto de pasa r la tarde en la cama con una he rmosa mujer, pe ro que había cambiado de idea sin saber por qué .
Que había decidido volver a casa sin motivo alguno y que había te nido un acc idente que le podía haber costado la vida. Y que estaba dispue sto a empe zar de nue vo. Y lo había hecho al verla desnu da en la duc ha, con el pelo mojado peg ado a la cara y las gotas deslizándose por la piel blanca de sus senos hasta sus esbeltos muslos. Había sent ido un inte nso de seo de lamer cada gota y sent ir que los pezones de ella se endurecían ante el cont acto con su lengua. Se pregunt ó, as omb rado, si se le había olvidado o si simplemente no se había dado cuenta de lo preciosa que estaba desnu da. Pero se contuvo a tiempo y no dijo nada, al pe rcatarse de la natu raleza de su confesión. –No estoy aquí por eso –dijo en voz baja mient ra ella alzaba la cabeza y lo miraba–. Lamento que mi disgusto por la visita de tu prima me haya hecho hablarte así. –No imp orta, aun que no sé cómo se te ha podido ocurrir que la haya inv itado. –No pe nsa ba con claridad. Pero he recuperado la luc idez y te ngo que pro pone rte una cosa –hizo una pausa–. Elena, me gustaría que reconsideraras los té rminos de nu estro matrimonio. –¿Que los reconsidere? ¿En qué sent ido? –Has dicho que las otras condesas sabían lo que se espe raba de ellas, y es ve rdad. Sabían, por ejemplo, que una de sus prioridades era proporcionar un he rede ro a la dinastía Manzini para asegurar su cont inuidad. Ella no se movió. Parecía habe rse vue lto de piedra. –Y yo también te ngo el mismo sue ño: tener un hijo que me pe rpetúe. Lo que te pido es que hagamos que nue stro matrimonio sea ve rdade ro , que vivas conm igo como mi esposa y que seas la madre de mi hijo. Ella lo miró como si no lo viese. –No te pido que me respondas ahora –prosiguió él a toda prisa–. Sé que ne cesitas tiempo para pensarlo. Espe ro que podamos hablar más tarde, tal vez a la hora de cenar. Sonrió y se diri gió a la pue rta. Ellie lo vio marcharse con una sensación de irr ealidad mient ras las palabras burlo nas de Silvia le resonaban en el ce reb ro : «Tiene el deber de tener un hijo . Así que, por lo menos, le servirás para eso…». «Esto es una locura», pensó. «No me está pasando. Debo de estar soñando» . Y aun que fue ra cierto, si él de ve rdad le había pedido que cambiara su vida e nte ra y sus esperanz as futu ras, su respue sta siempre sería que no. ¿Qué otra podía ser Y, de pront o, las lágrimas le nu blaron la vista.
Capítulo 8 CUANDO se hubo calmado, Ellie se lavó la cara, se secó el pelo y se puso la bata. Mient ras se la ataba, oyó el ruido de un vehículo pesado en el patio. Al mirar p or la ventana, vio que subían el coche de Angelo a un camión. Mient ras se marchaba, Ass un ta llamó a la pue rta y ent ró con toallas limpias. –¿Le pasa algo al coche del signor, Assunt a? La mujer la miró sorprendida. –Se ha dañado en el acc idente , condesa, como sabrá. –¿Qué acc idente ? –preguntó Ellie sobresaltada–. No la ent iendo. –El signor ha estado a punto de chocar con otro coche que estaba adelant ando cuando no debía. Él no ha resultado he rido, gracias a Dio s, pero podría habe rse matado. ¿No se lo ha dich o? –No. –Puede que no haya que rido preocuparla. –Sí, puede que sea eso. –El conde quiere que le diga que la ce na será a las ocho. Después de lo que le ha pasado, que rrá acostarse pront o. Cuando Ass un ta dejó las toallas en el cuarto de baño y se fue, Ellie se sentó mirando al vacío. «Po dría haberse matado…». Sintió un escalofrío. Sí, habría recuperado la libe rtad, pero ¿a qué precio? Volvió a verlo frente a ella, como había estado un rato ant es. Y sintió algo parecido a un anhe lo secreto y espont áne o que no había experiment ado nun ca y que no debía volver a experiment ar. «Un verdade ro matrimonio…». Sus palabras parecían un canto de sirena que la atraía hacia el desastre, y ella sabía que no podía permitirlo. Angelo se había casa do con ella por ne cesidad, no por deseo, y era la ne cesidad lo que le seguía impu lsando. Era inút il y peligroso pensar otra cosa. Al mismo tiempo, tal vez debiera reconsiderar la ne gativa tajante que había pe nsa do darle y hallar otra for ma de decirle que lo que le pedía era imposible. Silvia le había dicho que no se la imaginaba ent regándose a Angelo en aque lla cama. Ella tampoco. Y no lo haría. O no en la for ma que él, sin du da, pensaba. Por que ella era para él simplemente un asunto de conven ienc ia. Y tener un hijo con él no cambiaría las cos as . Sería poco más que una madre de alquiler. En la prensa se decía que se pagaba bien a las mujeres por prestar su cue rpo para ese fin, pero con condi ciones estrictas. Ella podría poner las suy as: normas que habría que cump lir rigurosamente y que también constituirí an una salvaguardia cont ra fantasías absurdas sobre él o sobre el papel que ella desempeñaba en su vida. Y el precio de su conformidad sería huir de aque lla existe nc ia sin sent ido y recuperar la libertad. Durante unos instantes se puso a te mblar ante la idea de decírselo. Pero se levantó llena de dete rminación. Al fin y al cabo, si él obte nía lo que deseaba, ¿qué podía importarle? Probablemente sería un alivio. Eran casi las ocho cuando bajó. Angelo estaba en el salón y miraba el jardín con un vas o de wh isky en la mano. Se volvió cuando ella ent ró. –¿Quieres tomar algo? –le preguntó con una sonrisa.
–Sí, un zumo de naranja. –¿No crees que las circun stanc ias exigen algo más fue rte ? –inquirió mient ras se lo servía. Ella t omó el vaso y le dio las gracias. –¿Te refieres a que he sabido por Ass un ta que has estado a punto de matarte ? – preguntó ella con frialdad. –Sí, ent re otras cosas. –¿Por eso has decidido de repente que quieres tener un hijo que prolongue tu apellido y que no quieres espe rar a librarte de mí y a buscar una espos a que sea de tu agrado? –Me ha rec or dado, ciertamente , que la vida es inesperada y frágil, y que no es seguro que la futu ra condesa a la que te refieres siquiera exista. –No lo sabrás si no la buscas. –Pero podría tardar siglos en enc ont rarla. Y también me he dado cuen ta de que desperdiciar el tiempo es una insensate z. Además, mi decisión no ha sido tan repent ina como cree s. –¿Y si te digo que me sigue pareciendo inaceptable? –Intent aré hace rte cambiar de opinión. No me he olvidado, carissima, del dulce sa bor de tus labios. Creo, si me lo permite s, que podría hacerte feliz. –¿Me vas a hacer una demostración de tu famosa habili dad con las mujeres? Se produ jo un silenc io. –No habría descrito mis inte nc ione s en esos té rminos –dijo él al fin. –De todos modos, da igual –Ellie suspiró–. La ve rdad es que quieres que te ngamos un hijo . Para eso no hace falta que seamos amante s. –Puede que me haya dado un golpe en la cabeza esta tarde, por que me siento estú pido. ¿Serías tan amable de explicarte ? –Ant es me has dicho que que rías que viviera cont igo como tu esposa . Pero no pue do acep tar. Sin embargo, si quieres visitarme por la noche para dejarme e mbarazada, estaría de acue rdo. Pero sólo con eso. Se produ jo otro silenc io hasta que Angelo dijo en voz baja: –Sigo sin estar seguro de habe rte ente ndido. ¿Me estás diciendo que me consent irías acceder de vez en cuando a tu cue rpo ún icamente con el fin de procrear? –Sí –conte stó ella sin mirarlo. –Segu ro que no quieres decir eso, Elena –dijo él con voz ronc a. –Claro que quiero. Ésas so n mis condi ciones para tener un hijo tuyo y asegurar la suc esión de los Manzini. Él dio un paso hacia ella y estiró el brazo como si fue ra a acariciarle la me jill a, pero ella retrocedió. Angelo se detuvo y la examinó con el ceño frunc ido –¿Así que no puedo espe rar que pasem os las noches junt os y que durmamos uno en brazos del otro después de hacer el amor? –Lo que debes esperar es que te dé un hijo pront o. Y estoy segura de que no pasará s las noches solo, así que saldrás ganando por partida doble. –Es curio so que pienses así –apuró el wh isky con brusque dad y se diri gió a la pue rta, que sostuvo abierta para dejarla pasar–. Ahora, ¿vamos a ce nar? Y después aprovecharé, por descont ado, tu inc omparable gene rosidad. ¿O ne cesito
tu consent imiento por escrito? ¿No? Ent onc es, adelante . Para Ellie fue la más difícil de las comidas en compañía de él. No pro bó bocado. Angelo, en cambio, se comió todo lo que le sirvieron como si nada le preocupara. Después, en el salón, se tomó el café y sonrió a Elli e, pero no con los ojos. –Creo que es hora de retirarse, caris sima. Le diré a la donc ella que no ne cesitarás sus servicios esta noche. Estoy deseando estar a solas cont igo. Ellie subi ó a su habitación, se desnu dó, se lavó y se puso uno de los camisone s del ajuar. Después se sentó ante el tocador para cepillarse el pelo y tratar de tranquilizarse. Acababa de dejar el cep illo y de levantarse cuando Angelo ent ró sin hacer ruido. Llevaba puesta la bata de seda neg ra habitual. La miró de arriba abajo e hizo una mueca. –¿No es un poco tarde para la modestia? Sobre todo cuando estás a punto de sacrificar tu virginidad. Ellie sintió que le ardían las mejillas. –No digas esas cosas, por favor. –Ah, ent iendo. Tú me puedes tratar como si fue ra el barro que se te pega a los zapatos, pe ro yo debo seguir sien do considerado. Ellie permane ció inmóvil mirando al sue lo, y le oyó suspirar. –Aún no es tarde, Elena. Podem os olvidar todo lo que hem os dicho hoy y lo suc edido en los últimos meses si ahora te comportas conm igo como mi esposa en nu estra noche de bodas. Confíame tu inocenc ia y ent régate a mí por completo para que rec or dem os esta primera vez con alegría el resto de nu estras vidas. Ellie se metió en la cama y recordó con dolo r que Silvia había acariciado las sábanas. –Creo que ya tienes suficiente s recue rdos. No quiero añadir más a la cuen ta. –No volveré a pedírte lo. Que sea lo que tú quieras –c onte stó él con dureza. Se quitó la bata y se metió en la cama con ella. Se apoyó sobre un codo y la miró. Masculló algo, probablemente una obscenidad, la atrajo hacia sí y la colo có debajo de él mient ras le levantaba el camisón y le abría las piernas. Con los ojos cerrados, Ellie experimentó la primera caricia ínt ima de unos dedos masculinos. Había hecho que se enfadara a propósito. Sin emb argo, la exp lor ación inicial fue más suave de lo que se espe raba. Sintió ve rgüenza mezclada con otra emoción menos fácil de definir. Angelo alzó la otra mano hasta los senos de ella y, a través de la tela, le acarició el pezón con el pulgar de for ma rítm ica has ta que ella lo empujó con fiereza. –No me hagas eso. –Carissima –susurró él–. No soy un bestia. ¿Me vas a neg ar una caricia…un beso? –«Sí», pensó ella, «por que quiero pro tege rme odiándote para no sent irme nun ca te ntada de dejar que te me ace rques ni de desear más que esto». Pero no dijo nada. Él agarró una almohada y la colo có bajo las cade ras de ella. Se situó enc ima de ella y Ellie sintió ent re sus mu slos la aterciopelada dureza masculina
pode ro sa mente excitada. Un escalofrío de aprensión la rec orri ó de arriba abajo. Angelo se m ovió sin prisa y llegó con precisión al cent ro oculto de su feminidad. Comenzó a pene trarla lent amente descansando el peso de su cue rpo en las manos. Ella le oyó susurrar que se relajara. Pero no sintió dolor. Lo que le molestó fue lo extraño de la sensación y que su carne estuv iera lista e incluso ansiosa de recibirlo. No había previsto ese peligro. Aun que seguía te niendo los ojos cerrados, su instinto le indi có que él la miraba buscando signos de molestia o miedo, y tuvo que contene rse para no acariciarle la cara, el pelo o el cue llo. Lo que era una completa locura, pe ro nada de lo que ocurrí a parecía real, salvo el cue rpo de él que, con un último movimient o, se introdujo totalmente en su inte rior. –¿Estás bien, Elena? Necesito que me lo digas. –Sí –susurró ella. A pesar de todo, él se portaba con amabilidad. Ellie estaba perpleja. Él comenzó a move rs e en su inte rior, suavemente al principio, con más fue rza despué s. Se separaba un poco y volvía a int roduc irse más profun damente . Ellie comenzó a experiment ar sensacione s peligrosas. Se dio cue nt a, alarmada, de que te ndría que reprimir el de seo de su cue rpo de responder al de él a medida que la fue rza se inc rement aba; de que una ola desconocida invadía todo su cue rpo, amenazaba con desbordarla y la instaba a elevar las cade ras en respue sta a cada cálida embestida. Y ent onc es, te rminó. Ella oyó que a An gelo se le aceleraba la respiración. Después él echó la cabe za hacia atrás mient ras gritaba y ella sent ía un chorr o de líquido caliente en su inte rior. Lue go, Angelo se quedó inmóvil y se produ jo un silenc io. Él se quedó así durante unos segun dos, con la cabeza inclinada, la respiración agitada y los hombros sudorosos. Despué s, con el mismo cuidado que al principio, se separó de ella y se tumbó a su lado con un brazo tapándole los ojos. Ellie se quedó inmóvil, con el corazón latién dol e a toda velocidad mient ras trataba de asimilar lo que había pasado. Se dijo que podía haber sido mucho pe or , pe ro no se lo crey ó. Le costó mucho más aceptar lo que podría haber sido. Él había hecho ex actamente lo que ella le había dicho. Había ganado. Ent onc es, ¿por qué se sent ía como si hu biera perdido? Volvió la cabeza lent amente hacia él en el momento en que se levant aba y recogía la bata. –Enh orabuen a, Elena. Has sobrevivido a la dura prueb a. Espero por el bien de amb os que pronto me des una buena noticia para que no vue lvas a tener que pasar por esto. Ella fue a decir algo, no sabía el qué, tal vez sólo su nombre, pe ro la pue rta se cerró tras él ant es de que pu diera hacerlo. «Demasiado tarde», pe nsó mient ras metía la cabe za bajo la almohada.
El abril siguiente
Hacía tiempo que Ellie había aprendido a comportarse en los event os sociales a los que te nía que acudir con Angelo y a parecer una joven esposa que se aproximaba, dich osa, al primer aniversario de su boda con uno de los hombres más glamorosos de la ciudad. Y a ocultar a ojos de todos la realidad de su fracaso y de la amarga decepción de él, de la pesadilla en que vivían. Aque lla noche, la condesa Cosima daba una recepción para recaudar dine ro para un orfanato. Elli e, con una copa en la mano y aspecto tranquilo iba por el salón saludando a sus conocidos. Pero te mía la vue lta a Vostranto y la visita mensual de su esposo a su dormitorio, que se ll evaba a cabo, como siempre, con rapidez y frialdad. «Una vez más», se dijo . Había que considerarlo así, aun que después tuv iera que volver a decirle que tampoco se había qued ado embarazada. Pero tal vez, aque lla noche, la Natu raleza se ablandara. La abue la de Angelo le sonrió y le hizo señas al verla. –Quiero present arte a una que rida amiga, la madre Fe licitas, que es la superiora de las monjas que dirigen el orfanato. –Es un placer, condesa. Siempre hem os gozado del apoyo de la familia Manzini, y su madrina, la princ esa Damiano, también es nu estra bene factora – sonrió –. Y me han dicho que, a diferenc ia de la madre y la abue la del conde, usted trabaja, aun que espe ro podamos convenc erla de hallar un hueco en su ocupada vida para nosotras. Sería un honor. –Me gustaría much o, aun que nun ca me he relacionado con niños. –Pero eso cambiará pront o, supongo. Así es la vida. Tengo que marcharme. Buen as noche s, que rida Cosima y gracias por todo lo que haces por los niños. –Ven a sent arte conm igo –dijo la abue la Cosima a Ellie cuando la monja se hu bo marchado–. Estás un poco pálida. ¿No trabajas demasiado? –Creo que no. –Angelo trabaja más que nun ca en Galant ana –observó Cosima en tono pensativo–. Y sigue usando el piso de Ro ma. Espe ro que te ngáis tiempo para vosotros. Eso es lo que un matrimonio ne cesita para tener éxito. –Tamb ién requiere una pareja que se quiera –c onte stó Ellie en voz baja– y que no esté n junt os a la fue rza por una tradición pasa da de moda. –Lamento que pienses así. Sé que mi nieto tiene graves defectos, pe ro espe raba que fue ra un buen esposo para ti y que compartierais la vida. «P ero nun ca hem os estado más sep arados», pe nsó Ellie. «Y que Angelo pas e tanto tiempo en Ro ma debería aliviarme, pe ro es una tortu ra, por que sé que nu estra falta de intimidad y la forma en que vivimos no puede bastarle». «Es un hombre y tiene ne cesidades que no sé satisfacer. Cuando estoy con él en reun ione s como ésta y veo cómo lo miran las mujeres, me pregunt o, a pe sar de mí misma, dónde pasa las noches en Roma y con quién». «Y me pregunt aré esta noche, como siempre hago cuando viene a mí, si no está conte nto en secreto de no tener que fingir un deseo que no siente . Después cerraré los ojos, me clavaré las uñas en las manos y me estaré muy quieta tratando de no pensar en nada ni de sent ir nada, lo que cada vez se me hace más difícil». Y cuando vue lva a su habitación, estaré desvelada durante horas tratando de no llor ar o, pe or aún, de seguirlo y pedirle, rogarle…».
–Me temo que no es posible. No estamos he ch os el uno para el otro. –Lo lamento –dijo la abue la Cosima en voz baja–. Mucho antes de aque lla noche en Largossa, tu madrina, la tía Doro tea y yo pensamos que serías la espos a ideal para Angelo. Parece que no acertamos. –¿Sabía Angelo también lo que habíais pensado? Cosima vaciló. –No era un sec reto para su famili a ni para sus amigos que era hora de que se casara. –¿Pero le propusieron que lo hiciera conm igo? –Tal vez se lo menc ionáramos, nada más. –Ya veo –Ellie se levantó–. Eso explica muc has cos as . «Y ahora ent iendo por qué no había escapatoria para ninguno de los dos», pensó. La abue la Cosima le tomó la mano y la miró angustiada. –Elena, júrame que Angelo te trata bien. –Teniendo en cuenta las circun stanc ias, es muy considerado y gene ro so –se tocó los pendiente s de diamant es que llevaba pue stos–. No te ngo ningún motivo de que ja. Se inclinó y besó a Cosima en la me jill a ant es de marcharse. Miró alrededor buscando a Angelo. Lo vio escuc hando atento y sonriente a alguien. Al dirigirse hacia él, descubrió que era Silvia, tan cerca de él que sus cue rpos casi se tocaban. Ellie se dio la vue lta bruscamente y estuvo a punto de chocar con un camarero que llevaba bebidas. Se bebió la copa que llevaba en la mano, agarró otra y se la bebió casi ente ra ant es de dirigirse a uno de los balcone s. Se apoyó en la barandilla te mblando. Su marido estaba con Silvia. Era como si el tiempo hu biera retrocedido y hu bieran recuperado su ant igua int imidad. ¿Cómo podía haber pasado? Desde la inesperada vivita de su prima a Vostranto el año ante rior y la pelea que había pro vocado, su nombre no se había vue lto a menc ionar. Tampoco la habían visto en ningún acto social. Pero allí estaba, en un evento que en condi ciones normales hu biera evitado, a menos que tuv iera un buen motivo para acudir. Ellie tomó otro trago de vino. Una cosa era decirse que Angelo no estaba obligado a serle fiel y otra comp ro bar que la había traicionado con Silvia. Se preguntó si a su prima le bastaba mover un dedo para que él fue ra corri endo a su enc ue nt ro. ¿La deseaba Angelo tanto, que no le importaba que se hu biera vengado de él? –Pues si es así –dijo en voz alta–, no voy a qued arme a verlo. Apu ró la copa y se diri gió a la salida. Una mano se posó en su brazo y la detuv o. –Te he e stado bu scando –dijo Angelo–. ¿Dónde estabas? –Representando el papel de tu espos a. Y ahora voy a ll amar al chófer para irme a casa. –¿Sin decirme nada? ¿Cómo iba a volver yo? –Te iba a dejar un mensaje. Y creí que pasarías la noche en Ro ma, como sue les hacer. –No cuando tengo cita cont igo. Es una ocasión que no se puede perder.
–¿De veras? Pues por una vez te ndrás que excusarme. –¿Te due le la cabeza? –No –conte stó ella sin alte rarse–. Acabo de decidir que no puedo seguir con esto, por lo que prefiero pasa r la noche sola. –¿Y si prefiero que no lo hagas? –sus ojos manifestaban su enfado. –Tendrás que usar la fue rza o aceptar que estamos mejor separados. –Sí, tal vez sea lo mejor esta noche. Así que no te ent rete ngo más. Arri vede rci, cariss ima. –Buen as noches –susurró ella mient ras se diri gía a la pue rta tratando de no mirar hacia atrás para comp robar si él la miraba. O si se había dado la vue lta buscando a Silvia. Porque era algo que no podría soportar.
Capítulo 9 SE de spe rtó lent amente y tardó unos segun dos en situ arse mient ras se pregunt aba por qué la cama era tan estrecha y Do nata no estaba allí abriendo las cont ravent anas. «D ebo de haber soñado con Vostrant o», pe nsó, «pe ro estoy en Casa Bianc a. Vine ayer y no voy a volver». Había transcurrido una sem ana de sde la noche de la recepción, siete días y siete noches en los que no había sabido nada de Angelo, que estaba en Roma. «Estamos mejor separados», le había dicho ella, y parecía que él estaba de acue rdo, que había aceptado que aque l desafortun ado matrimonio te nía que te rminar. Al fin y al cabo, no había nada que los uniese, ni siquiera la esperanza de un hijo. Y ella aceptaría sin discut ir los medios que él eligiera para que amb os volvieran a ser libres. Tenía trabajo, casi más del que podía hacer, y buscaría otro piso en la ciudad. Reanudaría su vida e intent aría estar tranquila y considerar los meses ante riores como un error, grave pe ro no irreparable. Suponía que Angelo había decidido que, a pesar de todo lo que le había he ch o, Silvia era la mujer a la que deseaba, que no se la podía quitar de la cabe za y que la perdonaría como todos la perdonaban. Debía de que rerla de ve rdad. Y eso era lo único importante . Y ella volvería a ser Ellie Bla ke, en vez de ese ser prefabricado que se escondí a tras la condesa Manzini. Siempre le había parecido que estaba ocupando el lugar de otra y que, por muy bien que se vistiera, nun ca desempeñaría el papel como Silvia. Y no había nada que impidiera a Angelo volver a estar con ella. Había realizado la inversión que que ría y la expansión de Galant ana estaba en marcha, por lo que ya no le preocuparía la perspectiva de un escándalo cuando ella se divorciara de Erne sto. Ellie decidió que les aseguraría a su madrina y al prínc ipe Damiano que su matrimonio nun ca habría func ionado, que nadie te nía la culpa y que lo mejor para todos era darlo por conc luido. Y que esa decisión le produc ía un g ran alivio. De todos modos, la famili a se enfadaría y se sent iría desilusionada. Pero no podría explicarles por qué la situación se había vue lto imposible para ella, por qué no podía seguir soportando el ritual para conc ebir por parte de un hombre cuy os de seos y pasione s siempre habían estado en otro sitio. Ni ella misma sabía por qué le había parecido tan ne cesario ser ella la que pusiera fin a todo y se marchara. Se dijo que te nía que ser por orgullo. O tal vez hu biera sido por el correo electrónico que por fin había recibido de Angelo en el que le decía que volvería el fin de sem ana por que las cosas no podían seguir así y te nían que hablar. Se había que dado sent ada mirando el mensaje mucho tiempo, antes de borrarlo, porque sabía que había ciertas cos as que no soportaría escuc har. Mient ras subí a a su habitación para hacer los preparativos para marcharse pe nsó que , aun que su matrimonio hu biera estado condenado desde el principio, también ella era responsable de su fracas o. Y que nadie debía sospec har, y
mucho menos Angelo, que el triunfo de Silvia le produc ía un dolo r insoportable. Cuando había bajado con la bolsa de viaje sonriendo alegremente , le había dicho a Ass un ta que iba a tomarse unos días de vacacione s y que no sabía cuándo volvería. Y sólo te nía un lugar al que ir. Se inc orporó lentamente en la cama y miró a su alrededor. La casita siempre había sido su refu gio . Allí te nía su propio espacio, sin recue rdos molestos de nadie más. Al apartar la ro pa de cama con la mano, vio la marca que le había dejado el anillo de casa da. Nunca lo llevaba cuando iba allí , porque perte ne cía a otra vida que dejaba atrás te mporalmente . Pero esa vez se había marchado para siempre, así que lo dejó en el dormitorio de Angelo, con todas las joyas que le había regalado y una nota en que le decía que, en vista del desastre de su matrimonio, se marchaba para no prolo ngar la desgracia de amb os. Y te rminaba añadiendo que no que ría nada de él salvo la disoluc ión legal de su relación y deseándole lo mejor para el futu ro. De ro pa se había llevado poco más que lo pue sto, ya que la ro pa de diseño nun ca le había gustado. Además, allí te nía muc has prendas más de su agrado. Salió descalza de la habitación y fue a la cocina. La signora Alfredi, la vecina que le cuidaba la casa cuando no estaba, le había dejado una bolsa con provisiones para el desa yuno en la mesa. Ella se pasaría de spués por las tiendas del pue blo y, para come r, vería lo que habían traído los pe scador es. Por la noche, cenaría, como habitu almente , en una peque ña trattori a del mue lle. «Mi rutina», pensó. «Es como si no me hu biera ido y estos últimos meses no hu bieran existido. Esto es lo que ne cesito». Sin emb argo, a pesar de la determinación de Elli e, la magia de Casa Bianc a tardó en func ionar un par de días. Dor mía mal y se alegraba de no rec or dar lo que soñaba. Y le resultaba difícil conc ent rarse en su trabajo. Después de una sesión especialmente difícil, cerró el ordenador y decidió salir a tomar el aire para ver si se le aclaraban las ideas. Al salir pas ó por la casa de la signora Alfredi para rec oger a su perro, Po co, que solía acompañarla en sus paseos. Era un animal peque ño, pe ro de ene rgía inagotable. El perro correte ó a su lado alegremente por el pas eo marítimo hasta que bajaron a la playa, casi desierta, donde buscó un palo para que Ellie se lo lanzara y él se lo devolviera, un jue go del que ella se cansaría mucho ant es que el animal. Hacía calor, a pe sar de la brisa, y Ellie se puso a caminar por la ori lla. Cuando Poco le dev olvió el palo por enésima vez, ella se quitó las alpargatas y se metió corri endo en el agua mient ras se reía y se salpicaba la ro pa. El perro la siguió ladrando excitado y saltando para recuperar el tesor o que ella soste nía con el brazo levant ado. De pronto se sintió llena de júbil o y de la libertad que anhe laba hacia tiempo. Cuando deshicieron el camino andado, miro hacia el paseo marítimo y le pareció distinguir, ceg ada por el sol, la figura de un hombre inmóvil. Se llevó la mano a la frente para pro tege rse los ojos, pe ro , al volver a mirar, no vio a nadie.
Lanzó el palo por última vez y volvieron a casa. La trattori a estaba llena de gente aque lla noche. Ellie se sentó a una mesa y espe ró a que Santino, el due ño, apareciera. Iba a empez ar a tomarse el primer plato cuando se dio cuenta de que el mu rmu llo de las conv ersacione s había cesa do de repente . Alzó la vista y vio el motivo. Él estaba en la ent rada mirando a su alrededor tranquilo y sonriente , seguro de sí mismo y muy guapo, y vestido con ropa infor mal pero cara. Era alguien a quien ella no había visto nun ca en el local ni en Por to Vecc hio, p or que se habría acor dado, al igual que las de más mujeres de la sala. Pero por memorable que fue ra, no era su tipo. Aun que , todo había que decirlo, parecía que el recién llegado no se daba cuen ta del efecto que causaba en la cliente la femenina. Ellie observó, sorprendida, que se diri gía a su mesa. «Oh, no. No es posible». –Buona sera, signori na –su sonrisa enc antadora fue como una caricia en la me jill a de ella–. Como ninguno de los dos tenem os compañía, espero que no le importe que me siente con uste d. –¡No! Quiero decir que prefiero estar sola. –Cuánto lo sient o. ¿Cree que habrá cambiado de idea cuando vaya a tomar café? Ella tragó saliva. –Me temo que no me que daré mucho tiempo. Que disfrute de la cena. –Estoy seguro de que así será, pe ro podría haber sido deliciosa. Cuando el hombre se alejó, Ellie estaba alte rada, a pesa r de creer que había mane jado bien la situación y le había dejado claro que no podía acercarse a ella. Pero era molesto que la única mesa libre fue ra la que estaba enfrente de la suya, de modo que cada vez que alzaba la vista lo veía. Y veía que él la miraba. No te nía de recho a hacerlo, pensó mient ras se sonrojaba. Terminó de cenar sin prisas, pagó la cuenta y salió sin mirarlo. Una vez fue ra, tuv o ganas de correr, pero se dijo que sería ridículo. En primer lugar, porque el recién llegado estaba cen ando y, en segun do, por que era casi seguro que había captado el mensaje. Para los hombres de su clase, irse derecho hacia una mujer que apareciera en su campo de visión era un me ro acto reflejo, y no iba a ser tan estú pida como para creer que hu biera algo más. Había sido muy ine sperado. Nun ca le había pasa do nada igual. Y no podía arriesgarse a relacionarse con nadie. Mient ras ent raba en su casa se dijo que lo más sensa to sería fingir que no había ocurrido nada. Y si vol vía a molestarla, se lo dirí a a Sant ino. Pero las cosas no llegarían tan lejos. Probablemente el recién llegado no estuv iera acostumb rado a que lo rec hazaran, sobre todo en públi co. Así que, con sue rte, la noche siguiente cenaría en su hotel, sin pe nsa r en ella. Aun que no sabía por qué iba a pe nsa r en ella. Se miró al espejo de su habitación. No había cambiado ni se había conve rtido en una belleza, en un objeto de de seo para un hombre atractivo. No te nía sent ido. De todos modos, el inc idente había concluido. Por tant o, ¿qué más daba?
Ellie pensó en cenar en casa al día siguiente , pero se dijo que sería una estu pidez no ir a su restaurante preferido por la remota posibilidad de que aque l hombre estuv iera allí. E inc luso aun que estuv iera, no era probable que intent ara de nuevo abordarla. Eso no imp idió que alzara la vista, ne rviosa, cada vez que alguien ent raba en la tratt oria. Se recriminó a sí misma por estar inquieta por alguien que probablemente se hu biera marchado ya del pue blo. Pero estaba equivocada. A la mañana siguiente , cuando estaba en la playa con Poco, lo vio dirigirse hacia ellos vestido con pant alone s cortos y camiseta. –Buongio rno –la saludó amablemente mient ras miraba el cielo–. Di cen que esta tarde lloverá. ¿Qué cree uste d? –Que es poco probable –conte stó ella, dispue sta a seguir andando. Pero él se agachó para acariciar a Poco. –Parece que al menos a su perro le caigo bien, signori na. ¿Cómo se llama? –Es de mi vecina –respondió ella con frialdad–. Se llama Poco. –Tamp oco es tan peque ño. –Ella dice que se llama así porque, cuando era un cachorr o y preguntó de qué raza era, le conte staro n que «un poco de esto y un poco de lo otro». –Creo que le dijeron la verdad –se inc orporó con agilidad, con el animal debajo del brazo–. Mi amigo Poco y yo vamos al café que hay al lado de la iglesia. ¿Quiere ven ir con nosotros? –Por supuesto que no. –Ent onces dígame donde vive para que le devue lva a Poco cuando hayamos te rminado. –No puede hacer eso –dijo Ellie, furiosa. –¿Quién va a impedírmelo? –le tiró a Po co de la oreja y el animal le lamió la mano–. Además, él está dispuesto. –No es su perro. –Ni tamp oco el suyo. Y te ngo que tomarme un café. Si tanto le preocupa el biene star de Poco, le sugiero que venga con nosotros. Y se diri gió hacia el paseo marítimo. Ellie lo siguió, irri tada por sent irse impote nte pero sabiendo que no te nía más remedio porque de ninguna manera iba a consent ir que el hombre se ace rcara a Casa Bianca. Cuando les sirvieron el café, Ellie pregunt ó: –¿Hace esto para castigarme? –¿Por qué? –Por haberme ne gado a ce nar con uste d el otro día –conte stó ella mirándol o desafiante . –¿El café aquí es tan malo que se podría considerar un castigo? Creo que no. –Ent once s, ¿por qué? –Muy senc illo. El otro día vi a una mujer riendo y bailando en el mar como si nada le preocupara. Que ría averiguar qué le pro vocaba tanta felicidad. –Su pongo que el hecho de darme cuen ta de que no tenía que seguir sint iéndome desgraciada. –¿Qué le hacía sent irse así? Ellie apartó la mirada.
–No quiero hablar de ello. –Ah, ent onc es se trata de un hombre. –No, o no como uste d piensa. «Esto es peligroso», pensó. «No debería estar aquí. Debería agarrar a Po co y marcharme. Hablar con él de este modo es una locura». –¿Cómo sabe lo que pienso, signorina? –No lo sé. No lo conozco ni sé nada de uste d. Y prefiero que siga siendo así – se levantó–. Ahora, si me perdona… –Con una condición –le puso la mano en el brazo–. Que cene conm igo esta noche . –Eso es imposible. Y no me toque , por favor . El levantó la mano inm ediatamente . –Pero los dos tenem os que cenar. ¿Nos vem os en la trattori a a las nueve o voy a recogerla a su casa? –¡No! De todos modos, no sabe dónde vivo. –No sería difícil averiguarlo. María, la dueña del restaurante , tiene un corazón románt ico. –Por favor –dijo ella con voz cortante –, ent ienda que no hay ninguna posibilidad de un… ro mance ent re nosotros ni la habrá. –¿Cómo está tan segura? –Por que estoy casa da –respondió ella sin alte rarse–. Y una amarga experienc ia es más que suficiente . ¿Conte sta eso a su pregunt a? Ahora, por favor, déjeme en paz. Y se marchó sin mirar atrás. Estuvo inquieta todo el día. Fue inc apaz de traduc ir ni de hacer ninguna otra cos a. Y se dijo, enfadada, que no ne cesitaba ese tipo de distracc ione s. Había ido allí en busca de paz y tranquilidad y a curarse las he ridas, no a enzarzarse en una batalla con alguien a quien no conocía ni que ría conocer. Estuvo te ntada de hacer la maleta y marcharse. Pero ¿adónde? A Vostranto no iba a volver, por descont ado. Y present arse en casa de los Damiano imp licaría un mont ón de pregunt as que prefería no conte star. Además, ¿por qué iba a ser ella la que se marchase? Su sitio estaba allí; el de él, seguro que no. Así que no te nía de recho a inm iscuirse en su vida y perseguirla para divertirse. Era un hombre que no había aprendido a ser amable por que no lo había ne cesitado; que estaba acostumb rado a servirse de su atractivo para conseguir lo que que ría; y que no aceptaba un «no» por respue sta. Pero con ella no le iba a valer de nada. Ya podía hacer su maleta de diseño y marcharse por donde había venido. Pero, hasta que lo hiciera, no iba a qued arse prisione ra en su casa. Ni a huir. Dec idió que cenaría en la trattori a esa noche porque era lo que hacía cuando estaba allí, y la presenc ia de aquel hombre no la disuadiría. Y si no era capaz de conc ent rarse en su trabajo, buscaría otra cos a en que ocuparse. Así que se puso a limp iar la casa. A última hora de la tarde, se duch ó, se lavó la cabeza y se puso un os
pant alone s blanc os de algodón y una camiseta roja. Caminó lent amente has ta el restaurante , tratando de aparent ar calma. Él estaba allí, sentado a una mesa para dos con flores, velas y una bote lla de vino blanc o. María la esperaba para conducirl a a ella. Él se levantó con una sonrisa. Llevaba pant alone s chinos y una camisa blanca con las mangas subidas. –Así que ha venido. No estaba seguro de que lo hiciera. –¿En serio? –se sent ó–. Creía que usted no había te nido un momento de inc ertidum bre en toda su vida. –No debería fiarse de las aparienc ias, signori na. Pero ¿debem os tratarnos de una mane ra tan formal? –le sonrió–. Me llamo Luc a. ¿Y tú? Ella vaciló. –He len –la traduc ción inglesa de su nombre, que sólo usaban sus padres. –Buonasera, Helen, enc antado de conocerte . –No acabamos de conocernos. –Pues hagamos como si fue ra así –hizo una seña a Sant ino para que les sirviera vino–. A tu salud –dijo él levant ando la copa. El vino hizo cosquillas en la boca reseca de Ellie. –No sé qué hago aquí. Es un error. –¿Por qué lo dices? –Ya lo sabes. –Ah, por que estás casa da –le tomó la mano y le acarició con el pulgar la marca pálida que le había dejado el anill o de casada–. Pero no es fácil recordarlo. Ellie, ruborizada y con el corazón latiéndol e a mil por hora, retiró la mano. –Tamb ién olvidas que te he dicho que no me tocaras. –Me resulta imposible no hacerlo. Ella tragó saliva y dijo con un hilo de voz: –Si piensas que va a pasa r algo ent re nosotros, te equivocas. –Pues será una decepción que te ndré que soportar –respondió él en t ono alegre–. Sin embargo, podem os disfrutar de la comida. Ya he pedido: pas ta con mejillone s y lubina al horno. ¿Te parece bien? –Muy bien. Él volvió a levant ar la copa. –Ent once s, buon app etito, para esto y para cualquier otra cosa que nos traiga la noche , He len –y bebió a su salud.
Capítulo 10 HÁBLAME de tu marido –le pidió Luc a mient ras se tomaban el postre. Ellie dejó la cuc hara, sobresaltada. Él se había comportado de for ma impecable durante la ce na y habían hablado de gene ralidades. Y de pronto volvía a hacerle pregunt as personales. –No hay nada que decir. –¿Nada? Ent onc es, ¿existe realmente o es una inv enc ión para mante ner alejados a prete ndiente s no deseados? –Ex iste, pero no puedo describirlo por que no lo conozco. Él enarco las cejas. –¿Estás casa da con un completo desconocido? –Fue un matrimonio de conven ienc ia, forzado por las circun stanc ias. –A vece s, esos matrimonios salen bien –afirmó él al cabo de unos segun dos de silenc io–. Con un poco de buena volunt ad por amb as parte s. –Tal vez. Pero no en este caso. –Pareces muy segura. –He tenido mucho tiempo para dec idirl o –«y ahora a causa de Silvia, también te ngo una razón convinc ente », pen só–. Y he llegado a la conclusión de que te nía que dejarle. –Y ven ir aquí. ¿Puedes decirme por qué? –Por que sé que es el último lugar al que vendría mi marido. Luca frunc ió el ceño. –¿Qué le pasa a este sitio? –No tiene glamour ni está lleno de gente guapa como ésa con la que se fue a esquiar el invierno pasado. –Y tú no lo acompañaste . –No sé esquiar. –Podrías aprender. O simplemente disfrutar del aire y la belleza de la mont aña. Ellie pe nsó que eso era lo que Tullia le había dich o. «Ven con nosotros, Elena. Nos sent aremos en una te rraza a tomar chocolate mient ras mi marido, Angelo y los de más esquían. Además, como Angelo y tú aún no habéis ido de luna de miel, tal vez pu dierais pasarla en ese sitio tan románt ico». Y ella había respondido, obligándose a sonreír: «Demasiado públi co, ¿no crees? De todos modos, seguro que mete ría la pata. Me resbalaría y me rompería algo y le estropearía los planes. Hazme caso, es mejor que me quede en Vostrant o». Tullia había hecho un mohín, pero, cuando volvió, no dijo mucho del viaje, salvo que Ellie te nía razón al no haber ido porque se habría aburrido. Angelo dijo aún menos. Tr atando de acabar la conversación y la noche rápidamente , le dijo a Luca: –Tal vez sea una pe rsona a quien le gustan los espacios cerrados. –Y sin emb argo, pasas parte del día en la playa. Eso es distinto. Cuando estoy aquí, estoy sola y soy libre. Él la miró sin sonreír. –¿Es eso lo que vi la primera mañana: una danza de libertad?
–No lo sé. De todos modos, te ngo que irme. –¿No quieres tomar café? –No, gracias. Pero ha sido una cena estu penda. Y ahora, te ndrás que perdonarme – dijo mient ras se levant aba. Él también lo hizo. –Buona notte, Helen. Que te ngas dulces sue ños. Y espe ro ve rte en la playa mañana. –Tal vez no vaya. Tengo cosas que hacer. –Pues será una desilusión para Poco y para mí –le agarró la mano y se la levó a los labios–. ¿Qué puedes temer ahora que estoy convenc ido de que estás casada? «Esa es la pregunta del milló n», pensó Ellie mient ras se despedía con una te nsa sonrisa. Esa noche estuvo muc has horas despierta recordando cada palabra que había dicho y cada detalle de él: cómo volvía la cabe za, la longitud de sus pestañas, la for ma de la boca… Sent ía hormigueos en la piel, te nía los pez ones duros y un fuego ent re los muslos. «Esto está mal», pensó. «Y es una locura. No me reconozco ni sé lo que hago, y eso me asusta. Hay muc has razones por las que no debería estar pensando en él y el hecho de que aún siga casa da es probablemente la menos importante ». «Luc a, ¿por qué te he conocido ahora? ¿Por qué no fue hace mucho tiempo, cuando todo era distinto y yo también lo era?». Al final se quedó dormida, pe ro se de spe rtó al amanece r. Después de duc harse, trabajó durante varias horas sin permitirse pe nsa r en nada más. Mient ras por fin cerraba el ordenador, se dijo que aque lla era su vida de ve rdad y que no debía caer en la te nt ación de pregunt arse si podría haber sido distint a. Mient ras limpiaba la casa, que ya estaba limp ia, se dijo que sería una estúpida si iba a la playa, a pe sar del caluroso día que hacía. Pero sabía desde el principio que era una batalla perdida. Así que se puso el bikini, unos pant alone s cortos y una camiseta y se fue a la playa. Al llegar a los escalone s que descendían has ta ella, Luca le puso la mano en el hombro. –Buon gior no. ¿Dó nde está tu amigo? –La sobrina de mi vecina se la ha llevado hoy de excursión y Poco ha ido con ellas. –Ent once s, ¿serás capaz de soportar mi compañía sin su presenc ia? Llevaba unos pant alone s cortos, un as alpargatas y las gafas de sol en la cabez a. El resto era piel bronc eada. –Me apete cía bañarme. –A mí también. Te estaba esperando. –¿Y si no hu biera venido? –Habría ido a buscarte . Él ya había exte ndido la toalla al lado de una ro ca y ella colo có torpemente la suya a su lado mient ras la te nsión crecía en su inte rior. –No te ngas miedo.
–No ent iendo lo que pasa . ¿Po r qué haces esto cuando sabes… cuando te he dicho cuál es mi situación? –Me has dicho algu nas cosas –sus miradas se cruz aro n–. Pero no todas. –Todo lo que puedo decirte . –Al menos hasta que comienc es a fiarte de mí –afirmó él mient ras se quitaba los pant alone s. Ellie se quitó los suy os y la camiseta, llena de una timidez absurda. Se dio cuen ta de que a él le gustaba lo que veía. Ent onces la tomó de la mano y se diri gieron a la ori lla. Él apretó el paso y pronto estuv ieron corri endo mient ras Ellie se reía sin alient o. Al llegar al agua, le pareció que estaba muy fría. Pero Luc a le rodeó los hombros con el brazo y la empujó hacia delante . Y cuando el cue rpo mor eno y delgado de él se sumergió en las olas, ella lo siguió. Hacía meses que no se bañaba, y toda la triste za e inc ertidum bre que había experiment ado durante ese tiempo parecieron desprenderse de ella mient ra nadaba con suavidad y rapidez. Cuando comenzó a sent ir que los mú sculos le tiraban, volvió lent amente adonde Luc a la esperaba. –Nadas muy bien. ¿Dónde aprendiste ? –Aqu í. Me enseño mi padre. Pero ahora he perdido la práctica y no estoy en forma. –No lo parece. ¿Venías mucho aquí cuando eras una niña? –Siemp re que podía. Nos enc ant aba a todos. A la otra hija de mi abue la Vittori a y a su famili a no les gustaba tant o. A mí me sigue encant ando. –Se nota. Pero es una pena que vengas sola. –No me lo parece –c omenzó a nadar hacia la orill a–. Me gusta estar sola. –Lo cual es una pena mayor. Una mujer con ese don para ser feliz no debería preferir la soledad. Cuando salieron del agua, Ellie se diri gió muy deprisa hacia la ducha con el corazón latiéndol e a toda prisa. Cuando fue a apretar el mando para abrir el agua, la mano de él cubri ó la suya mient ras se metía con ella en la ducha y la atraía hacia sí. Ella dijo en una voz que no fue c apaz de reconocer como suya: –No, por favor, no lo hagas . No está bien. –¿Me vas a hablar otra vez de tu matrimonio, He len? –preguntó él en tono duro–. ¿Me vas a decir que pe rteneces a otro? ¿Que rrías que fue ra él quien estuv iera aquí en vez de yo? Ella susurró que no mient ras Luca abría el agua y la abrazaba. Ella aspiró la fresca y salada fraganc ia de su piel. Le oyó latir el cor azón, se apoyó en él y dejó descansa r la cabe za en su pech o. Le te mblaban las piernas en espe ra de lo que tuv iera que ser. Cuando el agua dejó de caer, él le puso la mano debajo de la barbilla para alzarle la cabeza y le dijo con voz suave: –Te repito que no tiene s nada que teme r. Te lo pro meto –y la soltó. Cuando volvieron a donde estaban las toallas y se secaro n, Ellie sacó de su bolsa la loción prote ctora y Luc a, apoyado en un codo, la observó mient ras se la aplicaba.
–¿Por qué me miras? –Ya sabes por qué, mia bella. Así que no hay ne cesidad de jugar. Déjame que te la dé en la espalda, por favor. Ella se tumbó de espaldas. Estaba rígida, y te nía los puñ os apretados. Luca comenzó por los hombros con la suavidad que ella había imaginado… o te mido. Mient ras le exte ndía la crema con movimient os circulares, ella comenzó a relajarse. Él bajó la mano y le de sabro chó el sujetador. Ella se estremeció. –No, por favor. –¿Te gustaría que te qued ara una marca en la espalda? Ellie no supo qué responder. La caricia de sus manos la había dejado sin alient o, por lo que tampoco habría podido hablar. Cerró los ojos y se ent regó a las sensacione s que experiment aba. Él no se apresuró y te rminó la aplicación un cent ímetro por enc ima de la goma del bikini. –Ya no te que marás. Pero cada fibra de su cue rpo ardía, cada gota de sangre había revivido, y su cue rpo, largo tiempo hambrient o, clamaba que lo saciaran, pedía una satisfacc ión que hasta aquel momento sólo existía en su imaginación, una satisfacc ión de la que había aprendido a privarse al tiempo que trataba de soportar aque llos desgraciados enc ue nt ros en la cama matrimonial. –Gracias. –De nada –respondi ó él mient ras le ro zaba la nu ca con los labios, ant es de tumb arse en la toalla. Ella fingió dormir y fue recuperando el ritm o de la respiración, pe ro su cue rpo seguía despierto, subyugado por la agonía de de seo que sus caricias habían despertado en ella. Era un hombre con experienc ia que sabía perfectamente el efecto que produc ían sus caricias, que trataba de excitarla, de que lo deseara. ¿No había sido su objet ivo seduc irla desde que ent ró en la trattori a y la vio? Al fin y al cabo, no lo había ocultado. Y frente al rec hazo de ella, su resoluc ión se había inc rement ado, aun que sólo fue ra para dar satisfacc ión a su ego he rido. «No te nía que haber dejado que esto empe zara», pe nsó ella con desesperación. «Tenía que habe rme marchado cuando todavía estaba a tiempo y haber llamado a Sant ino para que me dijera si Luca se había marchado y podía volver». «Me he qued ado por orgullo, para demostrarme que podía mane jar la situación y mante ne rlo a distanc ia. Por el mismo orgullo que hizo que me marchara de Vostrant o, para conv enc erme de que era due ña de mi propio destino y te nía que tomar la iniciativa». «¿Cómo iba a imaginar que algo como esto suc edería? ¿Que él aparecería de repente y me volvería la vida del rev és de modo que ya no sé qué hacer ni quién soy?». «Sólo te ngo la ce rteza de que, si le dejo aproximarse más, estaré perdida para siempre y lo lament aré toda la vida. Y no puedo permitírmelo, sobre todo cuando él lo único que quiere son unas horas de ent rete nimient o». Y siguió tumb ada en silenc io, a un os cent ímetros de él, mient ras su cue rpo lleno de deseo luchaba con el torbellino de su mente. Sabía que le bastaría
exte nder la mano para tocarlo , pero, al mismo tiempo, enume raba las razones para no hacerlo. Rec or dó una vez en que la urgenc ia de acariciar a un hombre, de ofrecerle su cue rpo, casi la había venc ido, pe ro pe nsó en lo desgraciada que se habría sent ido después y en la vergüenza que habría sent ido, ya que él no la que ría y sólo deseaba una cosa de ella. Luca era lo cont rario del marido al que había abandonado, pe ro también era un enigma, lo cual lo hacía aún más peligroso. Y los sent imient os que había despertado en ella, el deseo de que la acariciasen y la poseye ran, al final sólo llevarían la desastre, ya que tampoco él que rría compromete rse. De pront o, se sobresaltó cuando él la tocó en el homb ro. Se apartó dándose la vue lta sin rec or dar que te nía el sujetador del bikini desabrochado. Se sonroj ó de la cabeza a los pies mient ras se cubrí a los senos a toda prisa con las manos, pe ro Luca se limitó a agarrar el sujetador y dárselo sin hacer coment arios. Una vez que ella se lo hubo pue sto, él miró al cielo. –Hace mucho calor, así que sugiero que busque mos un sitio a la somb ra para comer. –Sí, bue na idea. Eligieron un bar al final del paseo y se sent aron a una mesa bajo una sombrilla. La comida fue deliciosa y Ellie se relajó. Él le preguntó qué música, libros y obras de te atro de gustaban. Hizo que se riera con sus cínicos coment arios sobre la situación polí tica y le preguntó su opinión sobre la economía global y el cambio climático. Y evitó hacerle pregunt as a las que le resultaría imposible responder. Ellie se dio cuenta en todo momento de que él no apartaba la mirada de ella. Ni ella de su rostro. Lo observaba fascinada, como si nun ca fue ra a cansarse. Sintió el dolo r de la ne cesidad reprimida y que, vergonz osamente y sin p oderlo remediar, los pezones se le endurecían. Y cuando te rminaron de comer y pagaro n la cue nt a, Luca se levantó y dijo: –He len, mia caris sima, creo que es hora de echar la siesta. Y ella se fue con él, agarrada a su mano, a la Casa Bianc a, a su refu gio privado que hasta ent onc es no había compartido con nadie. La mano le te mblaba tanto al intent ar meter la llave en la cerradura que Luca la agarró y abrió la pue rta. Despué s, tomó a Ellie en sus brazos y traspasaron el um bral como si estuv ieran recién casados. Ya era demasiado tarde para que ella prestara ate nc ión a la voz inte rior que le decía que se detuv iera por que aque llo estaba mal, que no te nía futu ro con aque l hombre que sólo le ofrecía el placer del moment o. Y sobre todo, que ella no hacía esas cos as y que te ndría que pagar un precio que no podía permitirse. Los labios de él se posa ro n en lo suyos y la voz se calló. Estaban tum bados en la cama. Las pocas prendas que llevaban estaban tiradas por el sue lo. Luc a la había desnu dado y lue go se había desnu dado él ent re beso y be so. Sus manos la acariciaban como si fue ra una delicada flor. Él la atrajo más hacia sí y la be só más profun damente , introduc ien do la lengua con deseo en la du lzura de su boca. Ella le respondió agarrándolo por los hombros y enlazando las manos en su cue llo. Le acarició el pelo y fue recorriendo
cada por o de su piel, inc apaz, incluso en esos primeros moment os, de saciarse de él, como si la espe ra de toda una vida hu biera terminado. Y supo que, a pesar del dolo r que la aguardara, ya no había vue lta atrás. Las manos de él descendieron has ta sus senos y le acarició los ros ados pez ones con la boca, haciendo que suspirara. Hasta ese moment o, ella no supo que su todo su cue rpo podía responder a las manos y los labios de un hombre exp lor ándo lo; que era excitante que le descubrieran el arco de la garganta o la suavidad de las axilas; que, al descender por su colum na verte bral, jadearía, ni que gemiría de placer cuando él le agarrara las nalgas. Pero nadie la había acariciado así ant es ni le había susurrado palabras de deseo. Tampoco había sent ido antes la punta de una lengua en la oreja ni unos diente s mordisque ándole él lóbulo. Ni le habían abierto las piernas como ent onc es ni había dado la bienv enida a la excitada erecc ión de su amante ent re ellas. Extendió la mano buscándol o y acarició la piel sed os a del miembro masculino, maravillada al sent ir que el cue rpo de él se estremecía de placer y al darse cuen ta de que su deseo era equiparable al de ella. Los ded os de él se movieron sobre el cue rpo de ella al mismo tiempo produc iéndole nue vas y exquisitas sensacione s al buscar su minúsculo pináculo escondido y hacer que cobrara vida de for ma deliciosa. Ella gimió sin decir palabra mient ras su cue rpo se arqueaba ante el delicado tormento de sus caricias. Se pe rcató inm ediatamente de que éstas cambiaban, se inte nsificaban y la conduc ían ine xorablemente a un reino de sensacione s salvajes y la mante nían allí antes de liberarla en una agonía de placer. Su cue rpo todavía te mblaba cuando él se colo có sobre ella y la pene tró. Después puso las manos bajos sus cade ras y la levantó hacia él mient ras le ordenaba silenc iosamente que enlazara las piernas en su cintu ra. Cuando comenzó a moverse lenta y rítm icamente en su inte rior, Ellie rec or dó otra ocasión, otro lugar y otro hombre. Recordó las sensacione s, los instintos que había reprimido ent onc es, pero a los que ya daba rienda suelta porque todo e ra inc reíblemente distint o. Respondi ó a cada embestida de él. Todo su ser estaba vivo y fascinado ante el inesperado pote nc ial de su despertar sexual. Sent ía sus músculos inte riores cerrarse alrededor de él y después soltarlo y le oía gemir de satisfacc ión ante su respue sta, ante la gloriosa sintonía de sus cue rpos. Se aferraba a sus hombros mient ras su boca bebía de la de él con ardiente placer. «Nunca lo habría soñado» , fue el único pensamiento que le vino a la mente. Pero aquello no era un sue ño, sino una he rmosa realidad. Luca comenzó a move rse más deprisa, pene trando con más profun didad en su cue va húmeda y caliente y Ellie experimentó una dulce te nsión, como la de un puño al cerrarse lent amente . Sol tó un gemido mient ras lo miraba con los ojos muy abiertos. Las sensacione s que le produc ía se habían conve rtido en una espiral fue ra de cont rol. Ent once s, cuando sintió el primer espas mo y se disolvió en un éxtasis irremediable, gritó su nombre y oyó que él gritaba el suyo.
Capí tulo 11 CUANDO el mun do dejó de dar vue ltas, Ellie estaba en brazos de él con la cabeza apoyada en su pecho y Luca le retiraba el pelo húmedo de la frente . Se le ocurrieron mil pregunt as, pe ro después de la pasión se sintió avergonz ada al rec or dar c ómo se había abandonado a él y supo que no podía pregunt arle nada. –¿Estás bien, mia bella? ¿No te he hecho daño? –¡Oh, no! –vaciló–. Es que no sabía, no me daba cuenta de… –¿Y ahora que lo sabes? –la tomó de la barbilla y la besó–. Espe ro que no lo lamente s. –No, no lo lament aré nun ca, pas e lo que pase. –¿Ni siquiera cuando te nga que dejarte ? –su mano descendió hasta la cade ra de ella. Se produ jo un breve silenc io. –¿Estás pensando en marcharte ? –En algún moment o, natu ralmente . Tengo que volver al hotel a cambiarme de ro pa para llevarte a cenar –la vol vió a be sar–. Pero no inm ediatamente – murmuró mient ras la acariciaba. –No, no inm ediatamente –y se ent regó de nuevo al placer de sus caricias, de un deseo apasionado y mutu o. Y se unieron de nuevo de una for ma que trascendía lo puramente físico mient ras alcanzaban la dulce agonía del orgasmo. Ellie se dio cuenta de que estaba llorando. Más tarde, prep aró café y, al llevarlo al salón, enc ont ró a Luc a recién duch ado, con una toalla alrededor de la cintu ra. Estaba examinando su ordenador y las carpetas que había a su lado. Se volvió a mirarla y su sonrisa le rec or dó lo que acababa de pasar ent re ellos en la duc ha. Sintió que las me jill as le ardían. –¿Tr abajas aquí? –Pues claro, igual que lo haría en cualquier otro sitio. Tengo que ganarme la vida. –¿Y a qué te dedicas exactamente ? –Tr aduzco del inglés para una editorial. –¿Histori as de amor? –le preguntó en tono de burla. –No, casi nun ca traduz co ficción. Sue le ser mate rial té cnico –abrió una de las carpetas y le enseñó un par de folios–. ¿Ves? Él la atrajo hacia sí por la cintu ra y leyó haciendo una mue ca. –¿Te resulta inte resante ? –Tal vez esto no, pero, en gene ral, me enc anta mi trabajo. En el futu ro es posible que vue lva a trabajar en la editori al. Aún no lo he decidido. –En tu situación, te ndrás que tomar muc has decisione s –se bebido el café y dejó la taza–. Tengo que irme –recogió su ropa del sue lo. Cuando se quitó la toalla, Ellie se ace rcó a él y le acarició la espalda. –¿De verdad tiene s que marcharte? –susurró. –Sí, carissima. Tene mos que cambiarnos de ro pa para ce nar –c ontuvo la respiración cuando la mano de ella bajó aún más–. Y cuanto antes me vaya, brujita, ant es volveré. Y cuando hayamos cenado, te ndremos toda la noche para darnos placer, así que no me tiente s ahora.
–¿Quieres decir que podría hacerlo? Él se puso los pant alone s y se volvió para abrazarla. –Siemp re –mu rmu ró. Una vez sola, Ellie se llevó la mano a la boca ante la sensación de plenitud que la invadía. «Soy otra persona. He vue lto a nacer. Nada volverá a ser igual». Y susurró el nombre de Luc a con deseo. Pero no podía durar. Eso era lo que te nía que repetirse según pasa ban los días y las noches e iba recuperando la cordura. No podía. Por apasionada y dulce que fue ra aque lla locura, sólo era un inte rludio: no te nía futu ro. Y cuando el mun do real volviera a aparece r, te ndría que aprender a volver a estar sola. Era una mujer nueva que comenz aba a vivir otra vez. Un par de vec es deseó haber tenido las prendas de diseño que llenaban los armarios de Vostrant o. Pero eran demasiado glamu rosas. Así que fue a la ún ica bout ique de Por to Vecc hio y se comp ró un vestido no muy caro , de colo r crema con flores verde s. Él la observó complacido al verla. –Estás preciosa –le susurró mient ras la besaba. Aun que pasa ban junt os casi todo el día, adem ás de las noche s, no le había pedido instalarse en Casa Bianca, como ella espe raba. Y du daba a la hora de proponé rselo. Al fin y al cabo, no era ne cesario cuando eran tan felices tal como estaban. Él parecía haber aceptado su ne cesidad de trabajar por que, después de marcharse al hotel por la mañana, no volvía hasta mediodía, aun que tal vez tuv iera asunt os que ate nder. El buen tiempo cont inuó y cada tarde iban a la playa, normalmente con Poco. –Se acabaron los días bonitos –le dijo un día su vecina mirando al cielo–. Mañana lloverá, o quizá esta noche . –Espero que se equivoque –respondió Ellie, conste rnada. –Nun ca me equivoco. Llevo toda la vida aquí y sé que las cos as cambian muy deprisa. Así que apro vecha el día. Mient ras Ellie volvía a Casa Bianc a, volvieron a asaltarla sus propios miedos y se estremeció como si ya hu biera empe zado a llover. Al final de la tarde, se había nubl ado y un viento fresco hacía oscilar la llama de las velas en la tratt oria. –Mi vecina te nía razón –dijo Ellie–. Todo lo bueno se acaba. Él le agarró la mano y le miró el dedo anular vacío. –Pero otras cos as pueden ree mplazarlo. –Tal vez no quiera que nada cambie. –Pero las cosas tiene n que cambiar –replicó él con suavidad–. No podem os continuar como estamos. Sin du da te darás cue nt a. –Sí –ella retiró la mano–. Lo te ngo asum ido. Cuando llegaste aquí, no podías haber previsto que esto fue ra a sucede r, que nos fué ramos a conocer. –Ti enes razón, no lo había previsto. –Y si te hu bieras qued ado en el hotel como la mayoría de los tu ristas, todo habría sido distinto. Quiero que sepas que yo tampoco me lo espe raba –dijo ella,
mirando la mesa. –Eso estaba claro. No fuiste fácil de conv enc er. –Ent once s, que quede claro esto también: tamp oco espe ro ni quiero nada más. Él permane ció callado durante unos instante s. –Segu ro que no quieres decir eso. ¿Lo dices a causa del pasado? ¿Por tu matrimonio? –Lo digo porque cada uno de nosotros tiene su vida, con sus compromisos, lejos de aquí. Hem os pasado junt os un tiempo que ha sido maravilloso, pero eso es todo. No hay nada más ni lo habrá. Así que tal vez deb amos tomar una decisión ahora. ¿No se dice «márchate mient ras pue das»? –¿Es eso lo que de ve rdad quieres? Ella lo miró sin pestañe ar. –Sí. «Estoy mintiendo» , pensó mient ras se retorcía de dolo r en su inte rior. «Quiero que me digas que, a pesar de todo, tenem os futu ro. Quiero que me digas que me quieres. Deseo lo imposible». Pero él diri gió la vista hacia la vent ana, donde golpeaban las primeras gotas de lluvia. –Parece que mañana no iremos a la playa –observó él en tono ligero–. ¿Qué hará Poco? –Que darse en casa con su ama –respondi ó ella en el mismo tono para ocultar la agonía que sent ía por la pérdida–. Le encanta mete rse en el mar, pero odia la lluvia. No se da cuenta de que también es agua. Él fingió una expresión divertida. –No es el único. ¿Siempre te han gustado los perros? –De niña tuv imos un golden retriever –sonrió al recordarlo–. Se llamaba Benji. Lo eché de menos te rriblemente cuando mu rió. «Y esto va a ser como otra mue rte », pensó. –¿No tuv iste is otro? –Fue imposible. Mi padre cambió de trabajo y nos mudamos a un piso sin jardín. –Es una lástima –se recostó en la silla y la examinó con los ojos ent recerrados–. Trato de imaginarme cómo eras de niña. «No me hagas esto, por favor». –Canija, con trenz as y ojos grandes. Lo ún ico que ha cambiado ha sido el peinado –dijo, haciendo una mue ca. Él miró al techo con desesperación. –¿Cuántas vec es te ndré que decirte que eres muy guapa para que me creas? «Al menos una vez al día durante toda la vida» Sant ino les prestó un paraguas para volver a Casa Bianc a. Al llegar, ella se detuvo en la pue rta. –Se rá mejor que nos despidamos aquí. –De ninguna mane ra. Y, al igual que la primera vez, fue él quien abrió la pue rta y la tomó en brazos para ent rar. Al dejarla en el sue lo, la miró a los ojos durante unos segun dos.
–Esto no es sensato, hazme caso –insistió ella. –Estoy de acue rdo. Pero ya es muy tarde para que lo sea. La abrazó con suavidad y comenzó a besarla lenta y profun damente . Ella gimió de deseo antes de que él volviera a tomarla en brazos y la llevara a la habitación. La desnu dó con ded os hábiles y besó con suavidad su cue rpo. Ella lo abrazó y se ent regó a él. Lanzó un grito ent recortado cuando él la pene tró. Y se movieron al unísono, como habían aprendido. Cada uno conocía hasta el último detalle de la respue sta del otro. Cuando Ellie comenzó a alcanzar el éxtasis, se dio cuenta de que él se conte nía y se conc ent raba en el placer de ella en vez de en el suyo propio. Pero era muy tarde para prote star por que sus sent idos estaban fue ra de control y su cue rpo se estremecía con los primeros espasmos del clímax. E incluso después de que ella hu biera gritado, él no la dejó, sino que sus labios fue ron descendiendo por su cue rpo te mbloroso y le abrió las piernas para acariciarla voluptu osamente con los ded os y la lengua. Ellie trató de decirle que era demasiado pront o, pe ro no pudo hablar, atrapada otra vez en la urgenc ia del de seo. Se dejó llevar ine xorablemente y quedó exhausta al conc luir. Él dijo su nombre con voz ro nca y volvió a posee rla. Su fue rte cue rpo la llevó hasta un os límite s inimaginables y la mantuvo ahí durante una ete rnidad agónica antes de dejar que los dos alcanzaran el clímax. Saciada, exhausta, Ellie sintió el preciado te sor o del cue rpo de él sobre el suyo y le acarició la cabe za, que estaba apoyada en sus senos. «D espués de la tormenta viene la calma», pensó. Más tarde, al oír el viento que golpeaba las cont ravent anas y el rugido del true no en la distanc ia, pe nsó en todas las torment as que vendrían y que le destruirían la vida. Y se preguntó cómo las venc ería. Se despe rtó al alba, sobresaltada. Se sentó en la cama y descubrió que estaba sola. Se quedó quieta tratando de percibir el sonido de la ducha o el olor del café. Pero no los halló. Y también vio que la ro pa de Luc a no estaba. Se había acostumb rado a despertarse en sus brazos mient ras se excitaba con sus besos. Pero él debía de haber decidido, por fin, que lo mejor era cortar radicalmente y se había marchado. Sin un beso. Sin una palabra. Se levant ó. Con el recue rdo de la noche pasa da, de sus manos, sus labios, su aro ma y su sabor , no podría volver a dormirse. En el salón, miró a su alrededor con desesperación. Su refu gio de tanto tiempo parecía triste y vacío, como si hu biera dejado de perte ne cerle. Inspiró profun damente y se diri gió a la cocina a prep arar el desa yuno por que sabía que te nía que estar ocupada, no por que tuv iera ne cesidad de comer. Comió lo que pudo , se duchó y se puso unos vaque ros y un jersey. Se sentó al ordenador con los dient es apretados, pe ro la conc ent ración la había abandonado. Se dedicó a mirar la ventana, azotada por la lluvia, mient ras
se pregunt aba dónde estaría Luc a, qué hacía, qué pensaba. Se dijo que había hecho lo corr ect o, que no había llorado ni supli cado, por lo que al menos había salido de aque lla extraordinaria situación conservando la dignidad. Y un día podría volver la vista atrás y sent irse orgullosa e incluso contenta de haber sido fue rte . Al final desistió de trabajar, se puso un chu basque ro y salió a pasear. Bajo un cielo de plomo, el mar gris lanzaba olas llenas de espuma a la ori lla, cuyo estrue ndo competía con el del vient o. Con la cabe za inclinada, avanzó con esfue rzo por el paseo marítimo desierto mient ras imaginaba que en cualquier momento él dirí a su nombre, su ve rdade ro nombre, ella levantaría la vista y lo vería allí , viniendo hacia ella para decirle todo lo que anhelaba oír. La noche ante rior, en la trattori a, el miedo y el orgullo habían podido más que ella, pero en aque l momento sólo sent ía que lo ne cesitaba y que deseaba ser suy a. Se detuvo y miró el edificio del hotel. Lo que e staba plane ando era el colmo de la estu pidez, pe ro , como había dicho él la noche ante rior, era tarde para ser sensatos. «Ten go que verlo» , pensó. «Hablar con él. No puedo dejar que esto te rmine así, sin saber, sin estar segura…». Subió las escaleras que llevaban al hotel, atravesó los jardine s y llegó a la pue rta princ ipal. El vestíbulo estaba casi vacío. Se diri gió al mostrador de recepción con el chu basque ro ch orreando. Un hombre alzó la vista de la pantalla del ordenador y la miró como si no creyera que aque l espant apájaros se hallara en tan lujoso lugar. Le preguntó con aire de superioridad: –¿Qué desea, signori na? Elena se quitó la capucha. –Quiero hablar con el conde Manzini. Creo que se aloja aquí. –Se alojaba. Salió para Ro ma hace dos horas. La tierra se abrió bajo los pies de Ellie, que se apoyó en el mostrador. –No sabía que se fue ra a marchar tan pront o. ¿Le ha dicho por qué? El hombre la miró con desdén. –Su Excelenc ia no ha dado ninguna explicación de su partida, signori na. No tiene por qué . Pero creo que recibió una llamada telefónica. –Ent iendo. ¿Sabe si va a volver? –No me lo ha dicho. Era evidente que te nía prisa. –Buen o, siento no haber podido verle, pe ro sin du da nos veremos en Ro ma, cuando yo también vue lva. –Desde lue go, signori na –inclinó la cabeza con falsa corte sía–. ¿Desea algo más? –No, gracias. Tenía que haber llamado por te léfono en vez de ven ir hasta aquí para nada. Mient ras se diri gía a la ent rada notó que le te mblaban las piernas. No se atrev ió a bajar de nuevo las escaleras, así que descendió con cuidado por la coli na, medio mareada por las pregunt as que se le agolpaban en el cerebro.
Al llegar a Casa Bianc a, la pue rta de la casa de la vecina se abrió, y ésta apareció prote giéndose bajo un paraguas con un sobre en la mano. –Es para ti –le lanzó una mirada astu ta–. Un chico ha estado llamando a tu pue rta. Un botone s del hotel, creo. El sobre era grue so y de colo r crema, y llevaba su nombre «Elena», escrito. –Gracias –Elena se obligó a sonreír y ent ró en su casa con el sobre, ante la clara decepción de su vecina. Se quitó el chu basque ro y lo colgó en a ducha para que se secara. Se sentó y abrió la carta. Comenzaba de modo abrupto. Las circun stancias me obligan a volver a la ciudad, y tal vez sea lo mejor, aun que todavía tenem os mucho que decirnos. Tenías razón, por supue sto. No vine a Por to Vecch io para ser tu amante. Mi propósito, por el contrario , era que nos pusiéramos de acue rdo para la separación que me pedías al marcharte de Vostrant o.
Me desvié de mi objetivo, pero la ridícula farsa, que no te nía que haber comenz ado, ha llegado a su fin. Luca y He len han dejado de existir y hay que olvidarlo s. Acepto asimismo que nue stro matrimonio ha te rminado. En conclusión, es mi inte nc ión pasa rte una gene ro sa pensión cuando nos divorciemos. Pero ya hablaremos de ello cuando volvamos a vernos. La firma era un trazo oscuro al pie de la página, y Ellie percibió la ira que había en ella como si le hu biera dado una bofetada. Se quedó mirando con amargura las palabras escritas has ta que se le volvieron borrosas debido a las lágrimas, que no pudo contene r, y acabaro n por desparecer mient ras lloraba por todo lo que podía haber sido, pe ro que se había perdido para siempre.
Capítulo 12 RIDÍCULA farsa…» Esas palabras persiguieron a Ellie el resto del día y buena parte de la noche . No dejaba de repetirse que eso era lo que había sido. Lo había sabido de sde el princ ipio, pe ro había optado por ol vidarlo transitoriamente , por dejarse arrastrar a aque lla payasada que él había iniciado. E, inc reíblemente , se la había llegado a cree r. Había llegado a pensar que Angelo Luc a Manzini era el amante que aparecía en sus sue ños y a supone r que éstos se harían realidad. ¿Cómo podía haber sido tan estú pida? Al fin y al cabo, sabía que él no la que ría, que era a Silvia a quien deseaba. Había visto con sus propios ojos aque lla noche en la recepción que, a pesar de todo, seguía habiendo pasión ent re ellos. ¡Por Dio s! ¿No se había marchado de Vostranto por eso y por la hum ill ación que implicaba? ¿No había abandonado a Angelo para siempre? Sin embargo, él había hecho que creye ra que era he rmos a, deseable, cuando lo ún ico que estaba haciendo era divertirse. O aún pe or , vengándose de ella por rechazar que le hiciera el amor. Le había demostrado que era ex actamente igual que las de más mujeres que compartían su cama, que era exactamente igual de fácil seduc irla y abandonarla despué s. Y rec ordó con dolor, mient ras volvía a lee r la carta que ya se sabía de memoria, que él deseaba te rminar. Había ido a Por to Vecc hio a ofrecerle el divorcio. Era la primera vez que suc edía algo así en la histori a de los Manzini, lo cual daría mucho que hablar en Roma. Pero conc ederle la libertad que ella le había pedido no era una acc ión altruista por su parte. Ten ía sus razones para que rer que aque l falso matrimonio te rminara, a pesa r del escándalo. Ella no du daba que Silvia era uno de los te mas de discusión que todavía no habían tocado. Su prima te nía que ser la causa de que él quisiera recuperar su libe rtad sin imp ortarle las consecuenc ias. «Eso «, pe nsó con triste za, «y el que no haya podido darle el hijo que me pidió». Recordó a Silvia mirando con avaricia el lecho de Vostrant o, confiada en su belleza y en el poder de su sexualidad para recuperar a Angelo y conve rtirse en la condesa Ma nzini como siempre había deseado. «Ent re los dos me han destrozado la vida. Y no puedo hacerle frente de mane ra racional. Me resulta imposible». Y sin emb argo, después de que Angelo hu biera viajado has ta all í para darle el golpe de gracia, un oscuro capricho pasajero había hecho que pospusiera su dec isión. Ocultándo se bajo otro nombre y otra ident idad, Angelo había jugado con ella mient ras destruía su capacidad de razonar y de estar alerta como hu biera debido. Pero el jue go había te rminado. Al menos, ella no le había dado la oportun idad de que fue ra él quien lo acabara. En el momento en que él había insinuado que no podían continuar como estaban, ella había actuado con rapidez y decisión. Podía estar orgullosa de no
haber espe rado a que se dictara sente nc ia. Y aun que hu biera cambiado de opinión poco después e ido a buscarlo, él nun ca se ente raría de su lament able debilidad ni sabría que, sin él, su vida no te nía sent ido. Había cambiado las sábanas para que no qued ara ningún rastro de su colo nia que se lo rec or dara y le hiciera exte nder la mano buscándol o en la cama. Pero no le había servido de much o, ya que él no estaba sólo en el dormitorio, sino en todas parte s. Ni siquiera podía acercarse al fregadero sin rec or dar que él llegaba por detrás y la abrazaba por la cintu ra y la be saba en la nuc a. Se había dado cuen ta de que la libe rtad que exigía era una ilusión, que su corazón y su mente estaban encadenados a él. Y que Casa Bianc a había dejado de ser un santu ario para conve rtirse en una prisión. Tr ató de dete rminar el día, la hora en que había empez ado a desearlo, y se dio cuenta de que había sido mucho antes de lo que había reconocido, ant es de que le impusieran la pesadilla de su matrimonio. «Era como una niña que llor a porque quiere agarrar la luna sabiendo que es imposible. Yo seguía siendo lo que siempre había sido: la prima peque ña de Silvia Alberoni», pensó con triste za. «Levanté todas las barreras posibles cont ra él, insistí en mantener la distanc ia y me dediqué a trabajar como si me fue ra la vida en ello . Traté de no pregunt arme dónde estaba él y con quién cuando estaba en Ro ma. Luc hé cont ra la alegría que me produc ía su vue lta y cont ra todo estremecimiento cuando estábamos a solas para que no adivinara la verdad». «Y lue go hui creyendo que lo hacía por la hum ill ación de ser apartada como una esposa a la que él no deseaba y pensando que así no se me partiría el corazón». «¿Por qué me siguió? ¿Por qué no dejó todo en manos de sus abogados? ». Tres días despué s, seguía sin enc ont rar respue stas a esas pregunt as ni a las restante s que la atorment aban. Aparente mente , su vida seguía igual. Se obligó a seguir trabajando para cump lir sus compromisos. El tiempo seguía borrascoso, pe ro salía a pasear con Poco y evitaba las pregunt as de la signora Alfredi sobre la vue lta de su apuesto amigo. En la mañana del cuarto día, después de desayun ar, llamaron a la pue rta. El cor azón le dio un vue lco y durante unos segun dos se la quedó mirando mient ras se daba cuenta de lo que espe raba y se despreciaba por ello. Volvieron a llamar con impacienc ia y Ellie fue por las llaves. Abrió y tuv o que ahogar un grito al ver quién era. –Así que estás aquí –Silvia ent ró y se diri gió al salón–. Empezaba a du darlo. ¿No vas a pedirme que me siente ni a ofrece rme un café? Ellie se quedó donde estaba. –¿A qué has venido? –A hablar cont igo, por supuesto. A tratar de los detalles que a los hombres les resultan difíciles. Pero, veamos. Estás de acue rdo en que tu matrimonio con Angelo ha te rminado. –Creo que eso es asunto de él y mío –respondió Ellie sin alte rarse. –En absolut o. Como terce ro en discordia, tengo de recho a saber lo que
habéis plane ado para contribuir a una rápida y satisfactoria conclusión –de jó el abrigo sobre el sofá y se sent ó–. Su pongo que es lo que tú también quieres. Ellie se acercó a la mesa y apoyó las manos en ella. –¿Y qué hay de Ernesto? ¿Qué piensa de todo esto? Silvia se miró las uñas. –Como estás aquí enc errada, no sabes lo que sucede en el mun do . Ernesto y yo ya no estamos junt os y pronto nos divorciaremos. Cuando supo que iba a tener un hijo de Angelo, se dio cuen ta de que no podía seguir te niéndome a su lado. El cor azón de Ellie dejó de latir. Miró a Silvia y supo que nun ca olvidaría el brill o triunfal de sus ojos ni su sonrisa burlo na. –No te creo. –¿Lo dices por que ant es no me atraía la idea de tener hijo s? Es verdad, lo reconozco. Pero nadie sabe mejor que tú, Elena, lo mucho que desea Angelo un he rede ro . Y me he dado cuen ta de que, cuando amas a un hombre, deseas darle todo lo que quiera. Así que eso es lo que he he ch o, y él está enc antado. Ellie miró al sue lo y se mordió los labios hasta hacerse sangre, –Natu ralmente , vamos a casarnos lo antes posible. Así que le sugerí a Angelo que viniera aquí a hablar cont igo para convenc erte . Cuando se empe ña en algo, es imposible opone rse a él, ¿no te parece? Y ahora les ha dicho a sus abogados que su método tuvo éxito –se echó a reír–. Siempre ha creído que el fin justifica los medios y, según creo, ha hecho lo que ha que rido cont igo. Pero pe nsa mos que, por su abue la y también por nue stra madrina, lo mejor es que se anule vue stro matrimonio. Al fin y al cabo, ninguno de los dos que ría casa rse, así que resultará senc illo. –No ent iendo de estas cos as –Ellie se as omb ró de que no le te mblara la voz–. Pero firmaré lo que haya que firmar, si eso es lo que has venido a oír . Y ahora quiero que te vayas. Silvia se levantó sin prisas estirándose la falda. –Pareces molesta. Aun que es una situación inc ómoda, no hay ne cesidad de que nos sint amos violent as. Lo que Angelo ha he ch o, lo ha hecho por mí y por nu estro futu ro. Así que no me due le el tiempo que ha pasa do cont igo ni cómo lo ha pasado. Y te deseo lo mejor. Ellie no conte stó. Consiguió llegar a la pue rta y abrirla para dejar salir a su prima. La cerró y echó la llave. Después, fue al cuarto de baño y comenzó a vomitar. –¿Vas a vender Casa Bianc a? –su vecina la miró con incredu lidad–. ¿La casa de tu abue la donde has sido tan feliz? No puedes hacerlo. –Debo hacerlo. Ha sido maravilloso ven ir aquí todos estos años, pero nada es ete rno y mi vida va a ser muy distinta de ahora en adelante . Lo más probable es que busque trabajo en Inglate rra y me quede a vivir allí. Así te ngo que venderla. Van a ven ir a tasarla esta tarde. Que ría decírselo personalmente . –Pero Italia es tu hogar. Tus amigos y tu famili a están aquí. –Enc ontraré otro hogar. Necesito un cambio. Llevo un tiempo pensándolo. –Sí, desde que tu apuesto amigo se march ó. A mí no me engañas, Elena. Así que, si vue lve y no estás aquí, ¿cómo te enc ont rará? –No lo hará. Ten go que preocuparme de mi vida. –Pero eras feliz con él. Se veía a la legua. Ahora paree como si te hu bieras
apagado. Y aquí. te echaremos de menos. Po co se sent irá muy desgraciado. Ellie se agachó para acariciarle las orejas. –Tal vez a tus nuev os vec inos les guste pasear –le susurró. Al volver a casa , pensó que no iba a ser fácil alejarse de todo aque llo. Pero te nía que hacerlo. No podía qued ars e ni volver a Roma. Debía enc ont rar un sitio donde esconderse has ta que la he rida que Silvia le había infligido con tanto de sdén se le curara. Un sitio donde su prima no pu diere e nc ont rarla. Ni Angelo. «En nue stra próxima reun ión…». Esas palabras de la carta de Angelo, que había ro to y quem ado, la habían obligado a actuar de modo tan drástico, por que la idea de tener que volver a verlo, aun que fue ra brevemente y en el ambiente formal del bufete de un abogado, le resultaba insoportable. Su inimaginable traición la había dejado vacía y llena de dolor. También le resultaba inc omprensible, ya que él sabía por la nota que le había dejado que que ría el divorcio. No había ne cesidad de que la «convenc iera» con o sin la aprobación de Silvia. Así que, ¿por qué se había empeñado en seduc irla? ¿Po r qué había fingido tanta te rnu ra y tanto de seo? Su conduc ta había sido cínica, pe rve rs a e imperdonable. Pero a quien te nía que perdonar sobre todo era a sí misma por permitir que hu biera suc edido. Si él ne cesitaba estar seguro de que ella hablaba en serio, ¿por qué no había sido sinc ero con ella y le había dicho que había vue lto con Silvia, que estaba emb arazada? Le habría hecho mucho daño, aun que no la hu biera sorprendido. Era un golpe que se esperaba. Pero el dolor que sent ía en aque llos moment os era mucho mayor. Y ése no era su ún ico torment o. Por que odiarlo como lo odiaba, no la volvía inm une cont ra él, sino que te nía que aceptar la hum illante ve rdad de que no se atrevía a volverlo a ver; que la ira y la triste za que le causaban su traición tal vez no fue ran una prote cc ión suficiente ; que si le sonreía, se ace rcaba a ella o la tocaba, no estaba segura de darle la espalda. Necesitaba otro refu gio donde nadie pu diera enc ont rarla, ni siquiera su madrina. Y cuando supieran el motivo de su repent ina desaparición, nadie podría culparla.
«Y fue ron felices y comieron perdices». Ellie cerró el libro y miró el semicírculo de cara s embelesadas frente a ella. –Más, signori na, más –le pidió el cor o de voce s. Pero ella negó con la cabeza. –Es casi la hora de come r. Si llegáis tarde, la madre Fe licitas os dirá que se acabaron los cue nt os. A pesa r de lo exage rado de la amenaza, los niños la aceptaron y se marcharon. Ellie metió el libro en el bolso y se levant ó. Fue a la ventana y miró la maravillosa vista de verdes coli nas y camp os llenos de amapolas. La ciudad más ce rcana era una mancha en el horizonte .
Debajo de la ventana había un patio pequeño con una mor era que daba somb ra a un banco de made ra y que se había conve rtido en uno de sus sitios preferidos. Pensó que el convento era el refu gio perfecto. Y nun ca podría pagarle a la madre Felicitas que se lo hu biera ofrecido y le hu biera hecho tan pocas pregunt as. Cuando le dijo que su matrimonio había te rminado, ella se limitó a manifestarle su preocupación. Y también había acc edido a su petición de que nadie supiese que estaba allí, pero con una condición. –Ent ien do que ne cesite s tiempo e intimidad para pensar en el futu ro, que rida niña. Pero si alguien me pregunta directamente si estás con nosotras, no ment iré. –Eso no sucede rá –respondió Ellie. Y no había suc edido. Seis semanas atrás, cuando aún estaba en Casa Bianc a, escribió a la abue la de Angelo y a la princ esa para decirles que estaba bien y content a, pe ro que ne cesitaba estar sola y que no se preocuparan por ella. Su habitación, en la zona del convento que albergaba el orfanato y la escue la, era agradable, aun que algo espartana. La madre Fe licitas le había puesto una mesa y una silla para que pu diera seguir trabajando. Pagaba por el alojamiento y la comida y, ade más , ayudaba en la escue la dando clases de inglés a los niños mayores y leyendo sus propias traduc cione s de cue nt os populares a los más peque ños. La agenc ia inmobili aria enc argada de vender Casa Bianc a le enviaba el correo, pero aún no había recibido documento alguno para iniciar el divorcio. Era evidente que los abogados de Angelo no tenían la misma prisa que Silvia para iniciar el pro ce so, aun que Ellie estaba perpleja por el retraso. Aparte de otras cos as , el orgullo de Angelo exigiría que su he rede ro naciera dent ro de un matrimonio. La situación le resultaba inquietante. ¿Cómo podía volver a empez ar o hacer planes para el futu ro sin haber resuelto ese asunt o? A pesa r de la paz conventu al, la te nsión de la espe ra estaba afectando a su salud. La comida era bue na y abun dante , pe ro no te nía apetito y había adelgazado. Se sent ía gene ralmente cansa da y te nía problemas para dormir. Además, con frecue nc ia, le ent raban ganas de llorar. Había consultado sus problemas a la enfermera del convent o, la hermana Perpetu a, y ésta le había recomendado aire fresco y ejercicio. Ellie siguió su consejo, pe ro esa mañana se había despertado con dolo r de cabeza y náuseas, como si hu biera pillado un virus. «No puedo pone rme enferma», se dijo . «Bastante te ngo con lo que te ngo, y no quiero ser una carga para las monjas». Estar con los niños la había animado, como suc edía siempre, y el dolo r de cabeza se le había pasado. Pero no te nía ganas de come r. Tal vez debiera saltarse la comida e ir a descansar. Al dejar de mirar por la vent ana, la madre Fe licitas ent ró con un sobre en la mano. –Es para ti. Ellie vio que era de la agenc ia inmobiliaria de Por to Vecc hio. Quizá hu bieran
ven dido Casa Bianc a, de lo cual se alegraría. Pero no eran ésas las noticias que esperaba. Abrió el sobre y sacó un folio escrito a máquina. Leyó que muc has personas se habían inte resado por la casa , pe ro que habían aceptado la excelente oferta en metálico, por enc ima del precio estipulado, del conde Angelo Manz ini. Ellie lanzó un grito ahogado. Se volvió hacia la madre Fe licitas y dijo con una voz apenas audible: –Mi casa. Ha comp rado mi casa para ella… Y se desmayó.
Capítulo 13 NO me pasa nada –p ro te stó Ellie–. No debería estar en la enfermería. Sólo he sufri do un shock, y por eso me he de smayado. No estoy enferma. –No, no –la madre Felicitas le acarició la mano–. La he rmana Perpetua me ha asegurado que los primeros sínt omas de emb arazo sue len ser desagradables, pe ro no graves. Ellie no habría experiment ado un horr or mayor si hu biera explotado una bomba en la enfermería. –¿Un hijo? ¿Voy a tener un hijo? No puede ser. –La he rmana trabajaba en gine cología antes de ven ir al convent o. Me ha dicho que ya lo sospechó hace una semana. Y suc ediese lo que suc ediese en el pasado, se lo deb es decir a tu marido. –No –Ellie se inc orporó en la cama, alarmada–. No puedo hacerlo. –Pero llevas en tu vient re el he rede ro de un importante apellido. No puedes guardarlo en secreto. El conde Manzini debe sa ber que va a ser padre. –Se ría lo último que que rría oír –susurró Ellie–. Créame, se lo supli co, madre, y no me pida explicacione s –y comenzó a llor ar en silenc io. Exhausta emocionalmente , durmió mejor aquella noche y se levantó más tranquila y llena de dete rminación. Se olvidaría del pasado y emplearía el dine ro que Angelo había pagado por Casa Bianc a para empe zar una nueva vida en Inglate rra. Él ya lo te nía todo: su orgullo, sus recue rdos, su casa y su amor , a pesa r de que ella tratara desespe radamente de ne garlo. A la hora de la comida, tomó un tazón de sopa y un poco de pasta y fue a sent arse bajo la morera. Era una tarde bochornosa en la que ni los pájaros cant aban. Al oír los ladridos excitados de un perro, pe nsó que estaba soñando. Pero allí estaba, corri endo hacia ella mient ras movía la cola y cambiaba los ladridos por gemidos. Ella se levantó de un salto. –¡Poco! –susurró –. ¿Qué haces aquí? Y lue go se pe rcató de que alguien lo seguía, un hombre alto y delgado, vestido con vaque ro s y un polo neg ro, que la miraba. «Oh, no», gimió para sí. «No es verdad. Esto no puede estar pasándome». Sabiendo que su aspecto dejaba mucho que desear, cruzó los brazos en actitud defensiva. Angelo se detuvo con expresión resignada al ver el gesto. –Buona sera, Elena. ¿Cómo estás? –Hasta que has llegado, muy bien. Observó que estaba más delgado, que se le marcaban más los rasgos de la cara y que te nía los ojos sombríos. Pero no debía fijarse en esas cos as ni consent ir que le dieran pena. –Me han dicho que has comp rado Casa Bianc a –dijo con voz tensa –. Si quieres regalársela a Silvia, has malgastado el dine ro por que nun ca le ha gustado Por to Vecc hio, ni siquiera de niña. –La he comp rado para mí. ¿Quieres saber por qué ? –Su pongo que porque es una forma de darme dine ro que no pue do
rechazar. Pero da igual. La casa ya no es mía y pro nto me marcharé –hizo una pausa–. ¿Cómo me has enc ont rado? ¿Se ha pue sto en cont acto cont igo la madre Fe licitas a pesar de que me prometió que …? –No, nadie se ha puesto en cont acto conm igo. Vi un as cartas en la agenc ia inm obiliaria dirigidas al convento y rec or dé que te había visto hablar con la madre Felicitas en la última recepción a la que fuimos junt os. De pront o, después de sem anas de búsque da infructu osa, todo encajaba. He venido a pregunt ar por ti, y la madre me ha mandado aquí. Ellie se inclinó a acariciar a Po co. Se había ruborizado. –¿Me estabas buscando? ¿Por qué? Nos habíamos despedido. –Diji mos muc has cosas –cont estó él con brusque dad–, pe ro no sé cuánt as eran verdad. –Pues yo ahora sé la ve rdad –no lo miró, sino que siguió con la vista clavada en Poco. –Si te refieres a la carta que te mandé, la escribí por que estaba doli do y enfadado. Lo lamenté inm ediatamente e intenté que no la recibieras, pe ro era demasiado tarde. Y cuando pu de volver a Por to Vecc hio, habías desaparecido. –¿Con qué derecho estabas doli do y enfadado? –alzó la vista para mirarlo acusadoramente –. ¿O vas a neg arme que volviste a Ro ma por mi prima Silvia? –No niego nada. Cont esté a una petición de ayuda de mi abue la –Angelo se aproximó a ella–. Silvia se había presentado en casa de la abue la Cosima. Estaba histé rica y gritaba que yo había destruido su matrimonio y que el honor exigía que le ofreciera mi apellido a ella y al hijo que esperaba. Era una emergenc ia y tuve que marcharme –sonrió levemente . –¿Te resulta divertido? –La mayor parte de las cosas absurdas lo son. –¿Y Ernesto? ¿Y su hum ill ación? ¿Eso también te hace gracia? –Ernesto no sabe nada, y dudo que le importe Ha pue sto fin a su matrimonio pú blicamente al dejar a tu prima por su secretaria. Son amant es desde hace tiempo y creo que se van a casar. Me temo que la única hum illada es Silvia. –Pero él la ador aba –p ro te stó Elena. –Tal vez ant es. Pero su pasión por ella, al igual que el hijo que Silvia afirma estar esperando, son pro ducto de la imaginación de tu prima. Ellie inspiró profun damente . –¿No está embarazada? –De mí, no. Ni de nadie. Cuando le dije que se sometiera a una prueba de ADN, acabó reconocien do que no estaba segura de su estado; es decir, ment ía. –Pero vino a verme y me dijo que seguíais siendo amantes y que ne cesitabas divorciarte cuanto ant es. –¿Y la creíste , a pesar de todo lo que ha he ch o? ¿Y a pesa r de lo que nosotros he mos sido el uno para el otro? –preguntó él con inc redulidad. –Pero sabía lo nue stro, lo sabía todo. Me dijo que habías actuado así conm igo por ella, para convenc erme de acceder a lo que quisieras. –Y eso hice, carissima, pero por mí, no por ella. –Pero ¿cómo sabía lo que había pasado ent re nosotros? –Muy senc illo. En Por to Vecc hio sospeché que me espiaban y así era: una mujer que se hospedaba en el hotel estaba siempre donde estuv iéramos
nosotros. Se lo dije a Ernesto, quien me contó que había descubierto un cargo en la tarjeta de crédito de Silvia a cuen ta de una agenc ia de dete ctives, y que había creído que lo espiaba a él. Era evidente que Silvia buscaba prueb as de mi infide lidad para crear problemas ent re tú y yo. En vez de eso, descubrió que te nía una aventu ra con mi esposa. Ellie apartó la mirada. –O que fingías te ne rla. Pero seguías deseando a Silvia. Os vi en la recepción. Vi cómo te miraba y cómo le sonreías. –El lenguaje del cue rpo puede ser engañoso. Aun que pareciera que charlábamos amigablemente , le estaba diciendo que perdía el tiempo, que lo nu estro había te rminado y que no que ría que volviera a ace rcarse a mí. Ellie tragó saliva y trató de ordenar sus pensamient os. –¿Dó nde está Silvia? –Con tu madrina, aun que creo que el prínc ipe Damiano está harto de sus escenas y rabietas y le ha ordenado que se vaya. –Y las ór denes del prínc ipe se obedecen, como sé por propia experienc ia. Angelo se aproximó más a ella. –¿Ha sido siempre nue stra vida tan insoportable? ¿Pued es afirmarlo mirándome a los ojo s? Ella seguía sin mirarlo. –No que rías casa rte conm igo. ¿Por qué no dejaste que me fue ra? ¿Po r qué me seguiste ? –La ve rdad es que no que ría casa rme con nadie. Acepté por la presión familiar y para cump lir con mi debe r, pe ro estaba furio so por la trampa que Silvia nos había te ndido. Todo cambió cuando te convertiste en mi esposa , Elena. Vostranto se transformó en mi hogar, un sitio al que deseaba volver, a pesa r de que me trataras como a un desconocido y apenas me dirigieras la palabra. Lanzó un brusco suspiro y cont inuó hablando. –Me dije que buscaría consue lo en otra parte; incluso lo intenté , pe ro pasaba las noches solo. Cuando aceptaste compartir la cama conm igo, me sometí a tus condi ciones porque , en mi arroganc ia, creí que te convenc ería de que te ent regaras a mí. Pero no fue así. Una vez me dijeron que el cue rpo femenino rechaza la semilla de un hombre al que no ama. Y comencé a pregunt arme si me odiabas tanto, que no podías que darte emb arazada. Fue ent onc es cuando me di cuen ta del infierno que era para ti nu estro matrimonio. Y cuando te fuiste , decidí que no podía continuar tortu rándote . Así que te seguí para decirte que dejaras de tener miedo y que no insistiría en que siguiéramos casados. Pero al ve rte en la playa, no te reconocí. Ya no eras reservada ni reticente , sino que cant abas y bailabas en el agua. Te habías conve rtido en alguien a quien que ría conocer. Ellie lo miró. –Y me pregunté si las cos as no hu bieran sido diferente s de habernos conocido en un lugar distinto y sin inte rferenc ias externas, si no nos hu biéramos enamor ado. Decidí averiguarlo. Así que me conve rtí en Luc a y te corte jé como si fue ras Helen. La tomó de las manos y se sentaron en el banc o. –He comp rado Casa Bi anca, amor mío, porque allí es donde he experiment ado la única felicidad de mi vida, donde he descubierto el he chizo de hacer el amor a la mujer a quien se ama y de ser una esposo de ve rdad para mi adorable esposa , mi otra mitad. Pensé que lo que habíamos creado cont inu aría al
volver a ser Angelo y Elen a. Sin embargo, me topé con tu rechazo. Tal vez hu bieras aprendido a aceptar que te hiciera el amor , pe ro no que rías mi amor porque tu libertad era más importante que un futu ro en común. Ella trató de decir su nombre, pe ro él le puso el dedo en los labios. –Regresé a Ro ma sint iéndome derrotado y vacío. Y me di cuenta de que estaba dispuesto a hacer lo que fue ra para que volvieras conm igo –le apretó las manos–. Por eso he vue lto a buscarte , para pedirte que vue lvas y aprendas, si pued es, a que rerme c omo yo te quiero y para que seas mi esposa para siempre. Ellie vio inc ertidum bre y te rnu ra en sus ojos. –¿No ves que te nía que mantene rme a distanc ia por que creía que era la única forma de que no me partieras el cor azón? Sabía que Silvia seguía deseándote y que estaba obsesionada con ser condesa. Me dijo que conseguiría que volvieras con ella, y yo la creí. Ellie respiraba con dificultad. –Toda la he vida he sido su somb ra, y me dije que eso nun ca cambiaría, que yo siempre sería la mujer que te habían impue sto. No podía soportar que me tocaras sabiendo que deseabas que fue ra otra. Y me asustaba demostrarte lo que sent ía realmente y que te burlaras de mí o, pe or aún, me compadecieras. Ent onc es, al ve rte con ella aque lla noche en la recepción, me di cuenta de que seguir viviendo así me resultaba imposible, de que, si que rías que Silvia volviera cont igo, te nía que marcharme para no verlo. Se le queb ró la voz. Angelo la abrazó con fue rza mient ras le mu rmu raba palabras que ella jamás pensó que oiría. –No puedo besa rte como quisiera porque, si empiezo, no podré detene rme y no quiero ofender a la madre Felicitas –le acarició la me jill a–. ¿Volverás conm igo y con nue stro perro a Vostrant o? –¿Nue stro perro? ¿Has vue lto a secuestrar a Po co? –p reguntó ella riéndose. –No, no, carissima. La signora Alfredi se va a vivir con su hijo , y a su esposa no le gustan los animales, así que me ha ofrecido a Po co como regalo de bodas – hizo una pausa–. Y ahora, Elena, ¿me dirás lo que ansío oír , que me quieres y que serem os marido y mujer para siempre? –Te quiero con todo mi cor azón, Angelo. Siempre te he que rido y siempre te que rré. Y ade más , cariño, puedo demostrárte lo. Le tomó las manos, se las besó con suavidad y las ace rcó a su cue rpo, al sitio donde estaba su hijo. Y la cara resplandeciente de Ellie le indicó a Angelo todo lo que ne cesitaba saber.
Fin