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Escribí esta meditación el día de la Circuncisión del Señor del año 1.940. Si hay una leyenda enraizada en la mente de los hombres es la de la dureza de corazón de nosotros los cirujanos. La gente cree que la costumbre nos ha embotado la sensibilidad, y que el hábito de tener que optar por un mal para lograr un bien nos ha colocado en un estado de serenidad anestésica. Nada más lejos de la verdad. Es cierto que tenemos que acerarnos contra aquellas emociones que hagan peligrar, o que simplemente interfieran con la operación quirúrgica (tal como el boxeador instintivamente retrae el epigastrio cuando espera el golpe); sin embargo, la compasión anida también en nosotros, siempre viva y yo diría que se agudiza con la edad. Cuando uno ha pasado años enteros inclinando sobre los sufrimientos de los otros, y los ha experimentado también en su propia carne, está siempre más cerca de la compasión que de la impasibilidad, porque se da cuenta de lo que es sufrimiento, de sus defectos y de sus causas. Así pues un cirujano que ha meditado en los sufrimientos de la pasión, que ha escrutado el tiempo y las fases de aquel martirio de una noche y un día, se encuentra en una posición más ventajosa que el predicador más elocuente, mejor aún, que el más santo de los ascetas (excepto quizás el místico que ha tenido una visión directa de la pasión y se ha sentido aplastado por ella), para entrar en los sufrimientos de Cristo. Podéis creerme es algo insufrible. Por lo que a mí se refiere, yo ya he llegado al punto de sentir un verdadero terror al solo pensamiento de ella. Será cobardía, sin duda; pero yo creo que se necesita o una virtud heroica o una total falta de compresión; es decir, o ser un santo o ser un irresponsable, para hacer el vía crucis. Por mi parte, yo ya no puedo resistirlo.
Y, sin embargo, se me pide que escriba precisamente sobre las estaciones del VIA Crucis. Y no lo puedo rehusar porque sé que tiene que hacer algo de bien. Oh, dulcísimo y bondadoso Jesús, ayúdame. Tú que aguantaste aquellos sufrimientos, hazme capaz de describirlos. Tal vez esforzándome para permanecer objetivo, tal vez oponiendo a la emoción mi “insensibilidad” de cirujano, logre llegar hasta el final. Pero si sollozo antes de terminar, mi querido amigo lector, haz tú lo mismo sin vergüenza alguna: Querrá decir que has entendido. Sígueme, pues. Nuestros guías serán los textos sagrados y la Sábana Santa, cuyo estudio científico ha demostrado plenamente su autenticidad. En realidad, la pasión había empezado en Navidad, ya que Jesús, mediante su sabiduría omnisciente, conocía, veía y deseaba desde el proncipio todos los sufrimientos que iban a torturar su humanidad. Su primera sangre se vertió por nosotros en la Circuncisión, ocho días después de su nacimiento. Podéis imaginarnos lo que significa para un hombre conocer exactamente de antemano el martirio que le espera. Pero fue en Getsemaní donde el holocausto empezó de veras. Después de haber dado su cuerpo como alimento y su sangre como bebida, a los que eran suyos, Jesús se los lleva, como de costumbre, al huerto de los olivos. Los deja recostarse a la entrada mientras se lleva a sus tres íntimos algo más adentro y luego se aleja de ellos como un tiro de piedra para vigorizarse con la oración. Sabe que le ha llegado su hora. Le había dicho ya al traidor de Skarioth: “Date prisa en tu faena” (Jn. XIII, 27). Es el señor el que tiene prisa y quiere que todo se cumpla pronto. Pero como él, en su encarnación había tomado sobre si la forma de esclavo; es decir, nuestra humanidad, su naturaleza humana se rebela, y la tragedia comienza como un forcejeo entre su voluntad y su naturaleza: “Y le invadió el terror y la angustia” (Mc. 14, 33). El cáliz que tiene que apurar le trae dos tragos amargos: Uno es el de los pecados, que ti, el justo, debe cargar sobre sus hombros para redimir a sus hermanos. Y este es sin duda el más cruel: Es un suplicio que solo los santos, no nosotros los que más vivamente sienten su propia indignidad e infamia: Nosotros, en cambio, entendemos mejor el otro suplicio: El de sufrir por anticipación todas las torturas físicas que han desfilado ya por su mente
torturándola. Y, sin embargo, nosotros no hemos hecho más que proyectar hacia aquel dolor no lo sabemos expresar. ”Padre, si agonía y su sudor caía a tierra gruesas gotas de sangre”. ¿Debemos explicar este fenómeno?. Una intensa dilatación de los vasos capilares subcutáneos pueden causar una ruptura en su punto de contacto con los terminales de millones de glándulas sudoríparas. La sangre se mezcla con el sudor y sube a la piel en exudación. Esta mezcla se va agrupando y fluyendo cuerpo abajo en cantidad suficiente para caer al suelo. Hay que hacer notar que esta hemorragia microscópica tiene lugar en toda la piel y de este modo toda la piel queda dolorida y demasiado frágil para los azotes que le esperan. Pero prosigamos … Judas se está acercando ya. Junto con él llegan los siervos de Sanedrín, armados con espadas y garrotes, trayéndose cuerdas y antorchas. Había ciertamente un destacamento de soldados en el templo a las ordenes de un tribuno. Pero se había tenido buen cuidado de que no llegar información a los romanos y la cohorte de la Torre Antonia. Les llegaría su turno sólo cuando los judíos, pasada ya su propia sentencia, trataran de hacerla ratificar por el procurador.
Jesús se adelanta. Una palabra suya para derribar por tierra a sus agresores. Esta es la última manifestación de su poder antes de abandonarse a los designios divinos. Pedro, animoso, ha aprovechado la ocasión para cortarle la oreja a Malco. Y Jesús, con su último milagro, se la restaura. Pero se reagrupa aulladora la turba; ata a Jesús sin grandes consideraciones, por supuesto, dejando a un lado a las personalidades de segundo orden, Deserción, por lo menos en apariencia. Sabe Jesús que Pedro y Juan le siguen desde lejos y que Marcos logrará fugarse de un arresto inminente escurriéndose desnudo de debajo de la sábana que le cubría y que ha sido asida por los soldados. Ya estamos en presencia de Caifás en el Sanedrín. Es ya noche profunda. Esto no puede ser más que una formalidad preliminar a la sesión del tribunal. Jesús se rehusará a contestar. ¿No había predicado en público su doctrina?. Caifás está confuso y rabioso. Y entonces uno de los guardias, dando expresión a la cólera de su jefe, golpea a Jesús en la mejilla.
“¿Así respondes al sumo sacerdote?” (Jn. 18, 22). Pero eso no es nada. Había que aguardar al romper el día para oír a los testigos. A Jesús se le empuja fuera de la sala. En el patio ve a Pedro que acaba de negarle tres veces y con una sola mirada le perdona. Le arrastran hasta algún recinto subterráneo. La hez de palacio se va a divertir esta noche a costa del “falso profeta” (después de haberlo atado bien, se entiende), de aquel que les había derribado por el suelo un poco antes, vaya usted, a saber con que clase de “magia”. Una granizada de bofetones, golpes y salivazos caen sobre su cara. Como la pandilla no puede dormir esta noche, habrá que divertirse un poco. Le vendan los ojos y cada cual va por su cuenta golpeándole el rostro. Y hay que admitir que estos brutos tienen buenos puños. “¡Venga!, ¿profetiza!, dinos, Cristo, ¿quién es el que aporrea?”. Su cuerpo está adolorido ya por todos los lados. Su cabeza resuena como una campana, tiene vértigo. Pero calla. Una palabra suya podría aplastarlos. “No abre su boca … como oveja muda …”, dice Isaías (53,7). Por fin la chusma se cansa, y Jesús queda aguardando. Al romper del alba, se abre la segunda sesión. Avanza un triste cortejo de testigos falsos; pero no tienen pruebas. Será preciso que Ti mismo se condene a sí mismo afirmando su filiación divina. Y entonces será cuando aquel vulgar histrión. Caifás, denuncie la blasfemia rasgándose sus vestiduras. ¡Oh, no hay que preocuparse!. Aquellos honrados judíos, tan prudentes y ahorradores, tienen siempre a mano una túnica de repuesto para esas ocasiones: Hasta que esté ligeramente hilvanada de modo que se rasgue de un tirón sin estropearse, y así pueda utilizarse todas las veces que se quiera. Lo que importa ahora es arrancarles a Roma la sentencia de muerte, ya que en su protectorado ella se reserva el derecho de muerte o vida. A Jesús, agotado por la fatiga y el sufrimiento, se le arrastra ahora de un lado A otro de Jerusalén, pasando por el barrio donde se yergue la Torre Antonia, desde donde la majestad romana mantiene el orden de una ciudad demasiado convulsionada para las romanas complacencias.
La gloria de roma estaba representada allí por un pobre funcionario, un romano de modesta cuna, un arribista con suerte, feliz de ejercer el mando, aún con mano dura, sobre un pueblo fanático, hostil e hipócrita. Lo que importa a Pilato es conservar su puesto. Pero está emparedado entre las órdenes imperiales de Roma y las astutas intrigas de esos judíos que muchas veces le llevan ventaja en ganarse el favor de los emperadores. En una palabra: estamos en presencia de un pobre hombre. No tiene religión alguna; o, si se quiere, tiene una sola: la del “DIVUS CAESAT”. Pilato es un producto de una civilización barbárica, de una cultura materialista. ¿Cómo podríamos encolerizarnos con este hombre?, es, ni más ni menos, tal como lo han hecho. La vida de un hombre tiene poco valor a sus ojos, sobre todo si se trata de un sujeto que no es ni siquiera ciudadano romano. La compasión es una disciplina que no le han enseñado nunca, y de todos sus deberes, el que mejor conoce es éste: Que hay que mantener el orden público (“¡y en Roma seguirán creyendo que esto no es más que coser y cantar!”). Todos estos judíos, pendencieros, falsos y supersticiosos, con todos sus tabúes y con sus manías de lavarse a la menor provocación, con su servilismo y su insolencia, con sus intrigas en la corte contra el pobre administrador colonial, que, después de todo, está haciendo lo que puede … todo eso le enoja profundamente. Él les desprecia, pero también les teme. En cambio Jesús … (a pesar de haber comparecido ante Pilato lleno de contusiones y salivazos) … Jesús le impresiona hondamente. Nada: Hará lo posible para arrancarlo de las garras de aquellos posesos. “Pilato buscaba librarle” (Jn. 19, 12). “Jesús –se le ocurre ahora- es un galileo. Pues vamos a endilgárselo a ese zorro viejo de Herodes, que se cree ser quién sabe qué”. Pero en presencia de aquel hombre despreciable y sensual, Jesús entre aquella marca humana, entre aquellos desagradables fariseos que no cesan de chillar blandiendo sus barillas puntiagudas. ¡Qué canallada tan odiosa!. Que se queden afuera, ya que creen que se van a contaminar entrando en el Pretorio romano. Poncio interroga al pobre acusado que le despierta tanto interés.
Y Jesús no le desprecia: tiene compasión por aquella invencible ignorancia suya. Hasta intenta instruirle. “¡Ah! – piensa Pilato-. Si sólo se tratara de esa chusma que está aullando ahí fuera, una salida de mis cohortes reduciría al silencio al más vocinglero y dispersaría a los demás a punta de espada. No hace mucho hice una carnicería con algunos galileos demasiado entusiastas en el propio templo. Pero es que esas viejas raposas del sanedrín andan insinuando que yo no soy amigo del César. Y en esas cosas no hay que andarse con bromas. Y además, ¡por Hércules!, que son estas consejas de un “Rey de los Judíos”, de un “hijo de Dios”, de un “Mesias”. Si Pilato hubiera leído alguna vez las escrituras tal vez hubiese llegado a ser otro Nicodemus. Porque también Nicodemus era un cobarde. Y aquí va a ser la cobardía la que le gane por la mano. “Este hombre es justo. Le voy a hacer azotar”. (¡Oh, la lógica romana!). Y entonces no será imposible que los judíos tengan compasión de él. Pero yo también soy un cobarde, porque mientras trato de atenuar la culpa de este pobre caballero romano, le estoy dando largas a mi penoso deber. Los guardias se lo llevan al patio del palacio y allí se les juntan los demás de la compañía. Las diversiones son muy escasas en esta tierra de ocupación. Y, sin embargo, Jesús ha manifestado a menudo una simpatía especial por los soldados. ¿No había alabado la confianza y la humildad del centurión, y su cariñoso desvelo por aquel siervo a quien él curó?. (Estoy seguro de que aquel siervo era de ordenanza de aquel oficial de infantería colonial). ¿No sería el centurión de servicio en el calvario el primero que proclamara la divinidad de Cristo?. Pero ahora, a la cohorte le asalta una psicosis que Pilato no había previsto. Satanás anda por allí para contagiarles de miedo. Pero basta. No más palabras. Solo golpes. A ver si logramos llegar hasta el final. Le arrancan los vestidos. Le atan por las muñecas a una columna en el pórtico, los brazos en alto. Los azotes los proporcionan unas correas con varias lenguetas, en cuyas extremidades hay unas bolas de plomo o tal vez unos huesos. Por lo menos, ese es el tipo de “flagrum” o azote que corresponde a las huellas de la sábana santa. El número de azotes está limitado a 39 por la ley judía, pero como los verdugos son brutales legionarios, probablemente el límite solo lo señala
el desvanecimiento de la víctima. Efectivamente, las señales que han quedado en la sábana son innumerables y la mayor parte de ellas están en el dorso (la partes frontal del cuerpo caía hacia la columna o pilón). Tales señales se encuentran en los hombros, en la espalda, en la región lumbar y hasta en el pecho. Han llovido golpes en los muslos y en las piernas. Aquí las extremidades de las correas se han enrollado entorno de los miembros, dejando estrías amoratadas hasta la espinilla. Los verdugos son dos: Uno a cada lado. Son de estatura diferente como se deduce de la dirección de las huellas en la sábana. Azotan sin compasión y con gran vigor. A los primeros golpes las correas dejan al retirarse unas largas huellas pálidas, unas contusiones subcutáneas moradas. No olvidemos que la piel ha sido ya alterada y sensibilizada por aquellos millones de hemorragias infradérmicas del sudor de sangre. Las bolas de plomo producen contusiones mayores. La piel, inyectada de sangre como estaba, y frágil, se resquejabra bajo los nuevos golpes. Salta la sangre. Pedazos de piel se desgajan y quedan colgando. Toda la superficie de la espalda es una mancha roja. Cruzada aquí y allá por grandes estrías cárdenas, las heridas mas profundas causadas por aquellas bolsas de plomo. Estas magulladuras quedarán más tarde impresas en la sábana. A cada nuevo golpe, el cuerpo se estremece espamódicamente. Pero él no abre la boca. Este silencio de la víctima atiza más la furia satánica de sus verdugos. Ya no se trata de cumplir fríamente una sentencia jurídica, por bárbara que fuera: Esto es un desenfrenado encarnizamiento de demon ios. La sangre fluye por toda la espalda y gotea en el suelo. Las grandes lozas de piedra se están enrojeciendo con ellas. Salpica desde los azotes en vaivén hasta las rojas clámides de los espectadores. Pronto la resistencia de la víctima empieza a ceder. Un sudor frío le baña la frente. Su cabeza gira en vertiginosa náusea. Un estremecimiento recorre su espina dorsal. Sus rodillas se doblan. Si no fuera porque le han atado en alto las muñecas, se habría desplomado en un charco de sangre. “Es verdad que no hemos llevado la cuenta: pero le hemos dado lo que merecía. ¿No nos han dado órdenes de matarlo a golpes?. Bueno: Que se recupere un poco. Nos podremos divertir todavía. ¡Y este pobre loco se jactaba de ser rey!, ¡cómo si no anduvieran las águilas romanas por aquí! … ¡y nada menos que Rey de los judíos!. El colmo. ¿No le han dado ningún fastidio sus súbditos?. ¡Venga, de prisa!. Sacad un manto y un cetro”.
Le obligan a sentarse en el basamento de una columna. Una vieja clámide de legionario sobre sus hombros desnudos jugará a las mil maravillas el papel de púrpura regia. Una gruesa caña en las manos, y, para completarlo, ¡qué bien le sentaría una corono!, algo original de veras. Diecinueve siglos más tarde aquella corona serviría para identificarle sin posible duda, gracias a las huellas dejadas en las sábana, ya que ningún crucificado, hasta entonces, había llevado corona alguna. Allí, en un rincón, hay unos haces de leña espinosa para alimentar el fuego. Los ramos son flexibles y erizados de largas espinas: Herirán; por lo tanto, más duro que los de acacia. Se los agarra con cuidado (porque pinchan), se los dispone en forma de capacete y se los aprieta contra la cabeza. Hay que atar los ramitos juntos y luego con un manojo de cañas entrelazarlas, se sujeta el yelmo ese de la frente a la nuca. Las espinas atraviesan el cuero cabelludo, el cual pronto está exudando sangre. (Los cirujanos sabemos muy bien cuan profundamente puede sangrar el cuero cabelludo). El pelo está ya pringoso en sangre. Largos regueros de sangre corren cabeza abajo, bajo el manojo de cañas y empapan la cabellera y la barba. Ahora empieza la función de homenaje burlesco. Uno por uno, van doblando la rodilla delante de él, saludándole al mismo tiempo con muecas seguidas de recias bofetadas: ”Salve a Ti, oh Rey de los Judíos”. El no replica su pobre rostros, magullado y pálido no se mueve. La cosa no está resultando demasiado divertida. Exasperados, sus “fieles vasallos” le escupen en la cara. “No se aguanta así el centro, hombre”, Y un fuerte golpe sobre el casco de espinas lo unde todavía más profundo. Síguense otras bofetadas. No sabría decir si aquel golpe insigne se lo dio un legionario o un miembro del Sanedrín. Pero veo muy bien claro que un tremendo golpe con un palo, dado oblicuamente, ha dejado una horrible contusión en la mejilla derecha, y veo cómo su noble nariz semítica ha quedado deformada por la fractura de un cartílago. Fluye abundante la hemorragia nasal hasta el bigote. ¡Basta, Dios mío! Pero ahora vuelve Pilato, un tanto preocupado de la suerte de su prisionero. ¿Qué habrán estado haciendo con él esos brutos?. ¡Oh, cómo lo han desfigurado!. Si esta vez no se contentan los judíos …
Y así, desde el balcón del palacio, se lo exhibe en sus preseas “regias”, mientras allá en su interior se pregunta cómo puede el permitirse tener compasión de aquella piltrafa de hombre. Pero Pilato no contaba con la vehemencia implacable del odio. “¡Afuera!, ¡afuera!; ¡crucifícale!”. Aquellos seres diabólicos ¡qué bien saben esgrimir el argumento que tanto asusta a Pilato!: “Se ha proclamado Rey, Y si tú sueltas, no eres amigo del César!. Entonces el cobarde se rinde y se lava las manos. Sin embargo, como escribiría más tarde San Agustín: “No fuiste tú, Pilato, el que lo mató. Fueron los judíos con sus lenguas aguzadas. Comparando con ellos, tú eres muchísimo mas inocente”. Le arrancan la clámide, que a estas horas está ya pegada a las heridas, y vuelve a brotar sangre. Un estremecimiento sacude aquel pobre cuerpo. Ahora le ponen de nuevo sus propias vestiduras. Para entonces ya está lista la cruz y se la cargan sobre sus hombros. ¿Qué milagro de energía tuvo él que operar para aguantar aquel peso?. No era la cruz entera, sino solamente la barra transversal –el madero horizontal llamado “patibulum”- la que tenía que acarrear en la subida al calvario. Pero aun así no podría pesar menos de cincuenta kilogramos. La estaca vertical de la cruz llamada “stipes”- estaba ya hinchada en la colina. Empieza el viaje al monte calvario – Jesús descalzo, naturalmente- por aquellas callejuelas tortuosas, cuya calzada irregular está sembrada de guijarros. Los soldados tiran de Él mediante las cuerdas con que le han atado, temiendo que no puedan llegar a la cima. Dos ladrones le siguen de igual manera. Por fortuna la ruta no es tan larga: Unos seiscientos metros. El Calvario estaba justo fuera de la puerta de Efraím. Pero el trayecto es muy irregular, aún dentro de las murallas. Penosamente Cristo va echando un pie delante de otro, y caes sobre sus rodillas, que a esta hora están ya en carne viva. Los soldados le levantan si sacudirle demasiado brutalmente. No les gustaría que se les muriese por el camino. Y todo ese tiempo el madero sigue equilibrado sobre sus hombros, excoriándolos con su aspereza, hincándose con su peso en la carne. Yo sé
lo que es eso, cuando hacia el servicio militar, en la Quinta Brigada de Ingenieros, tuve una vez que transportar una cantidad de traviesas de ferrocarril, netamente cepilladas; y pude experimentar esa sensación cortante en mis robustos hombros de soldado. En cambio, los hombros de Jesús estaban cubiertos ya de heridas que se reabrían y se agrandaban y se ahondaban a cada paso que daba. Hay que atar los ramitos juntos y luego, con un manojo de cañas entrelazadas, se sujeta el yelmo ese de la frente a la nuca. Las espinas atraviesas el cuero cabelludo, el cual pronto está exudando sangre. (Los cirujanos sabemos muy bien cuan profundamente puede sangrar el cuero cabelludo). El pelo está ya pringoso en sangre largos regueros de sangre corren cabeza abajo, bajo el manojo de pampa y empapan la cabellera y la barba. Ahora empieza la función de homenaje burlesco uno por uno van doblando la rodilla delante de Él, saludándole al mismo tiempo con muecas seguidas de recias bofetadas: “Salve a Ti, oh Rey de los Judíos”. Él no replica. Su pobre rostro, magullado y pálido no se mueve. La cosa no está resultando demasiado divertida. Está agotado. Al dorso de su túnica. Sin costura, sigue extendiéndose un manchón de sangre. Vuelve a caer; pero esta vez de cabeza. El madero resbala sobre sus hombros, despellejándolos: ¿Se podrá levantar? Por buena suerte, allá llega un hombre volviendo de las faenas del campo. Es Simón de Cirene, quien, junto con sus hijos Rufo y Alejandro, pronto se harían cristianos. Los soldados le obligaron a cargar con la cruz. Este buen hombre no habría podido esperar cosa mejor. ¡Ah, de que buena gana lo habría hecho yo!. Ya no queda más que la última cuesta del Gólgata. Penosamente se llega a la cumbre: Jesús cae desplomado al suelo y ahora empieza la crucifixión. La operación no es muy complicada. Los verdugos saben muy bien su oficio. Primero de todo, se le despoja de todos sus vestidos; pero la túnica está firmemente adherida a las heridas, o más bien, a todo el Cuerpo, que es una pura llaga: Arrancarla es sencillamente atroz. ¿Habéis quitado alguna vez algún vendaje empleado en un primer socorro y que se ha secado ya, pegado a una considerable herida?. ¿Habéis experimentado en vuestra propia piel este
suplicio que a veces requiere anestesia?. En caso afirmativo, ya comprendéis, por lo menos en parte, que tal es eso. Cada fibra de la venda está encolada a la carne viva y cuando la despegáis, desgarráis con ello una de esas innumerables terminaciones nerviosas de la piel. Millares de penosos desgarrones se acumulan y se multiplican, y cada uno de ellos aumenta así la sensibilidad del sistema nervioso. Pero aquí no se trata de una herida local: Toda la superficie del cuerpo es una llaga, sobre todo la espalda, que aparece en un estado lastimoso. Y esos verdugos con prisa no se distinguen por su mesura o su tacto. Tal vez no es mejor que así sea. Pero ¿cómo puede ser que un dolor tan atroz no le haya hecho desvanecerse?. Es evidente que, desde el principio hasta el fin, es Cristo quien rige y determina su propia Pasión. De nuevo corre la sangre. Ahora está acostado en el suelo, y su espalda herida, al igual que sus muslos y piernas hechos una llega, se incrustan de tierra, piedrezuelas y polvo. Empieza el viaje al monte Calvario-Jesús descalzo, naturalmente por aquellas callejuelas tortuosas, cuya calzada irregular está sembrada de guijarros. Los soldados tiran de Él mediante las cuerdas con que le han atado, temiendo que no puedan llegar a la cima. Dos ladrones le siguen de igual manera. Por fortuna la ruta no es tan larga: Unos seiscientos metros. El Calvario estaba justo fuera de la puerta de Efraím. Pero el trayecto es muy irregular, aún dentro de las murallas. Penosamente Cristo va echando un pie delante de otro, y caes sobre sus rodillas, que a esta hora están ya en carne viva. Los soldados le levantan si sacudirle demasiado brutalmente. No les gustaría que se les muriese por el camino. Y todo ese tiempo el madero sigue equilibrado sobre sus hombros, excoriándolos con su aspereza, hincándose con su peso en la carne. Yo sé lo que es eso, cuando hacia el servicio militar, en la Quinta Brigada de Ingenieros, tuve una vez que transportar una cantidad de traviesas de ferrocarril, netamente cepilladas; y pude experimentar esa sensación cortante en mis robustos hombros de soldado. En cambio, los hombros de Jesús estaban cubiertos ya de heridas que se reabrían y se agrandaban y se ahondaban a cada paso que daba. Hay que atar los ramitos juntos y luego, con un manojo de cañas entrelazadas, se sujeta el yelmo ese de la frente a la nuca. Las espinas atraviesas el cuero cabelludo, el cual pronto está exudando sangre. (Los cirujanos sabemos muy bien cuan profundamente puede sangrar el cuero
cabelludo). El pelo está ya pringoso en sangre largos regueros de sangre corren cabeza abajo, bajo el manojo de pampa y empapan la cabellera y la barba. Ahora empieza la función de homenaje burlesco uno por uno van doblando la rodilla delante de Él, saludándole al mismo tiempo con muecas seguidas de recias bofetadas: “Salve a Ti, oh Rey de los Judíos”. Él no replica. Su pobre rostro, magullado y pálido no se mueve. La cosa no está resultando demasiado divertida. Está agotado. Al dorso de su túnica. Sin costura, sigue extendiéndose un manchón de sangre. Vuelve a caer; pero esta vez de cabeza. El madero resbala sobre sus hombros, despellejándolos: ¿Se podrá levantar? Por buena suerte, allá llega un hombre volviendo de las faenas del campo. Es Simón de Cirene, quien, junto con sus hijos Rufo y Alejandro, pronto se harían cristianos. Los soldados le obligaron a cargar con la cruz. Este buen hombre no habría podido esperar cosa mejor. ¡Ah, de que buena gana lo habría hecho yo!. Ya no queda más que la última cuesta del Gólgata. Penosamente se llega a la cumbre: Jesús cae desplomado al suelo y ahora empieza la crucifixión. La operación no es muy complicada. Los verdugos saben muy bien su oficio. Primero de todo, se le despoja de todos sus vestidos; pero la túnica está firmemente adherida a las heridas, o más bien, a todo el Cuerpo, que es una pura llaga: Arrancarla es sencillamente atroz. ¿Habéis quitado alguna vez algún vendaje empleado en un primer socorro y que se ha secado ya, pegado a una considerable herida?. ¿Habéis experimentado en vuestra propia piel este suplicio que a veces requiere anestesia?. En caso afirmativo, ya comprendéis, por lo menos en parte, que tal es eso. Cada fibra de la venda está encolada a la carne viva y cuando la despegáis, desgarráis con ello una de esas innumerables terminaciones nerviosas de la piel. Millares de penosos desgarrones se acumulan y se multiplican, y cada uno de ellos aumenta así la sensibilidad del sistema nervioso. Pero aquí no se trata de una herida local: Toda la superficie del cuerpo es una llaga, sobre todo la espalda, que aparece en un estado lastimoso. Y esos verdugos con prisa no se distinguen por su mesura o su tacto. Tal vez no es mejor que así sea. Pero ¿cómo puede ser que un dolor tan
atroz no le haya hecho desvanecerse?. Es evidente que, desde el principio hasta el fin, es Cristo quien rige y determina su propia Pasión. De nuevo corre la sangre. Ahora está acostado en el suelo, y su espalda herida, al igual que sus muslos y piernas hechos una llega, se incrustan de tierra, piedrezuelas y polvo. ************************** Le han tumbado cerca de la “ stipes”, con los hombros recostado contra el “patibulum”. Los verdugos toman medidas. Si se talara la madera un poco, será más fácil para ellos clavar los clavos. Y ahora empieza una aterradora tortura. El verdugo toma un clavo cuadrado, largo, puntiagudo y afilado, que termina en una cabeza de un centímetro y medio de sección. Lo apoya en ese hueco interno donde se dobla la muñeca, y que él tan bien conoce por experiencia. Basta un golpe con un grueso martillo. La punta ha llegad ya al medero. Otro buen martillazo basta para fijarlo sólidamente. Jesús no grita, pero sus facciones se contraen de un modo aterrador. Veo en este instante que el pulgar se dispara violentamente contra la palma de su mano. ¡Ha llegado herido el nervio mediano!. Y entonces me doy cuenta de lo que ha debido experimentar. Un indescriptible dolor ha explotado allí, y como una lengua de fuego ha corrido a lo largo de sus brazos y hombros hasta relampaguear en el cerebro. Este es el dolor más insoportable que un hombre puede experimentar: El causado por la herida de los grandes centros nerviosos. Un dolor así generalmente provoca una inhibición, por medio del desmayo. Pero Jesús no ha perdido el conocimiento. ¡Si, por lo menos, el nervio se hubiera partido en dos!. Pero no. Y eso yo lo sé por experiencia. Sólo en parte se ha destrozado el nervio. El atroz dolor en los centros nerviosos persistirá: El nervio herido estará siempre en contacto con el clavo de hierro. ¡Y de este clavo va a estar colgando todo el peso del Cuerpo!. Pronto gravitará de él su Cuerpo crucificado; y el nervio quedará tenso como una cuerda de violín sobre el puente. Y vibrará a cada movimiento, a cada sacudida, a cada esfuerzo, a cada estremecimiento, y cada vibración reencenderá aquel dolor primero tan horrible. Y Jesús ¡lo aguantará durante tres horas largas!. Ya han estirado el otro brazo también. La misma operación; el mismo gesto; el mismo dolor. Pero esta vez “pensad en esto también” sabe de antemano lo que le aguarda. Ahora ya está clavado al “patíbulum”; los
hombros, nivelados, y sus brazos extendidos se apoyan sobre él. Ya ha tomado la forma de cruz. “! Ahora, levántate!” El verdugo y su ayudante agarran los extremos del madero y levantan a su Víctima, de manera que al principio el Señor queda sentado y después de pie sobre sus inseguras plantas. Luego le hacen andar hacia atrás hasta colocarle contra la estaca vertical de la cruz, clavada en tierra de antemano. Pero esto se realiza, naturalmente, manteniendo en tensión ambas manos clavadas. Con un gran esfuerzo y alzando los brazos (si bien el “stipes” no es muy alto), rápidamente (ya que el peso es considerable) logran, con una hábil maniobra. Ensamblar el “patibulum” sobre la “stirpes”. Sobre ésta campea el “titulus”, en tres lenguas sujetado al madero con unos cuantos clavos. En la sacudida, el Cuerpo se baja un tanto, ya que su peso entero tira de los brazos sujetos por los clavos. La espalda, lacerada por los azotes, resbala dolorosamente sobre la maera, rozando sus asperezas; y la nuca, que había quedado por encima del palo transversal, o “patibulum”, choca ahora contra éste, y por fin queda inmóvil a nivel con la punta de la estaca vertical o “stipes”. Las puntas aguzadas del grueso yelmo se hincan más hondas en la cabeza… en aquella pobre cabeza, que desde ahora quedará inclinada hacia delante, ya que el grosor de la corona no le permite apoyarse en el madero: Cada vez que la levante se renovará la coronación de espinas. El Cuerpo así colgado queda sujeto de los dos clavos que atraviesan las muñecas. Basta para ello: No puede caer hacia delante. Pero es regla que los pies se claven también. Gracias a este detalle, no hay necesidad ni de ménsula ni de taco en que se apoyen. Basta doblarle un poco las rodillas y extender la planta sobre el “stipes”. Si la ménsula no era indispensable, ¿por qué habrían debido contratar a un carpintero?. Cierto que no precisamente para aliviar los sufrimientos del Crucificado. Se coloca el pie izquierdo sobre la estaca y con un solo martillazo se hace entrar al clavo entre los huesos metatarsales, segundo y tercero. Luego el ayudante sujeta la otra pierna y entonces el verdugo, colocando el pie izquierdo sobre el derecho, hace pasar el clavo con fáciles martillazos por el mismo punto del pie derecho. Esta operación es sencilla. Luego unos cuantos martillazos más fijarán ambos pies al madero. Aquí, gracias a Dios, el dolor es ordinario. Pero la tortura no ha hecho más que
empezar. La maniobra, a cargo de dos hombres, habrá durado unos dos minutos, y las heridas no sangran mucho. Ahora pueden dedicar su atención a los dos ladrones. Los tres patíbulos ya están desplegados delante de la ciudad ingrata. No dispensemos demasiada atención a esos judíos triunfantes que se mofan de su agonía. Él ya les ha perdonado “porque no saben lo que hacen”. Después de tantos dolores atrozmente agotadores, la inmovilidad, la casi casi sería un alivio para aquel Cuerpo destrozado, porque ella significará una disminución de capacidad vital. Pero…!tiene sed¡ !Oh¡, no lo había dicho todavía. Antes de que lo tendieran sobre la cruz había rehusado aquella bebida narcótica, mezcla de vino, mirra y hiel, que algunas compasivas damas de Jerusalén solían, preparar. Tiene que completar sus sufrimientos. Pero tiene sed: “Mi paladar está seco como barro de alfarero y mi lengua se pegó a la garganta” (Is. 21, 16). No ha ingerido ni bebida ni alimento desde ayer noche. Y es mediodía ya. El sudor de Getsemaní, el cansancio, la gran hemorragia del Pretorio, las otras pérdidas de sangre, incluyendo ahora este gotear de sus heridas, han tenido que reducir enormemente su masa sanguínea. Tiene que tener mucha sed. Su rostro está tenso, pálido y regado de sangre que se va coagulando por doquiera: su boca, semiabierta, la mandíbula inferior empieza ya a ceder. Un hilillo de saliva se pierde en su barba, mezclándose con la sangre que sigue brotando de sus narices magulladas; la garganta, reseca y ardiendo. No hay duda: Tiene que tener sed. “¿Podéis descubrir en ese rostro hinchado, sangrante y deformado, al más hermoso de los Hijos de los hombre?. ‘Yo soy gusano y no hombre’”(Ps. 21, 7). Sería espantoso si no lográramos, a pesar de todo descubrir en Él la serena majestad de un Hombre-Dios que quiere sufrir para bien de todos los hombres. Ciertamente que todo esto lo va a declarar dentro de sí Jesús y decirlo para que se cumpla la Escritura en este confundido soldado, enmascarado pidiendo perdón como burla, le va a mojar los labios una esponja empapada dura y semiagria a la que los Evangelios la llaman vinagre. Y sin embargo, esto no ha hecho más que empezar. De repente aparece en su organismo un fenómeno extraño. Los músculos de los brazos se endurecen espontáneamente. El deltoide, los bíceps se distienden; los dedos se contraen. ¡Oh, Dios!, ¡los calambres!.
Todos, quién más, quien menos, en una ocasión u otra, hemos experimentado ese dolor, progresivo y agudo, en una pierna o entre dos costillas, y hemos intentado suprimirlo estirando el músculo contraído. Pero mirad al Crucificado. Ved como esa rígida, monstruosa distención aparece en sus músculos mientras los dedos de sus pies se contraen. Se diría que sufre un ataque de tétanos y que se debate entre las garras de esos espantosos espasmos que nadie que los haya visto en presencia de un caso de tetanización. Y eso, es, efectivamente, lo que está sucediendo aquí. Una horrible oleada invisible alcanza a los músculos del abdomen, que se endurecen. Luego, los músculos intercostales; luego, los del cuello; luego, los músculos respiratorios. La respiración se vuelve más corta y superficial. Las costillas, ya levantadas por la tracción de los brazos clavados en alto, se levantan aún más. El epigastrio se hunde aún más, los huesos de los hombros se ahondan más todavía. El aire penetra silbando en los pulmones, pero ya no puede salir apenas. Está respirando con el aire del pulmón solamente: pero el poco aire inhalado no lo puede exhalar de nuevo. Forcejea por una bocarada de oxígeno como un paciente en tan ataque de asma. Su rostro, ya tan pálido, se torna rojizo poco a poco, luego de púrpura, y por último cianótico. La asfixia le ahoga. No hay modo de aliviar aquellos pulmones, hinchados de aire carbónico. La frente se le inunda de sudor. Los ojos parecen que van a saltar de las orbitas. ¡Qué dolor tan atroz está martillando en su cerebro!. Está a punto de expirar. ¡Cuánto mejor sería!. ¿No ha sufrido ya bastante?. Pero no. Su hora no ha llegado todavía. Ni sed, ni hemorragia, ni asfixia, ni paroxismo pueden sin su permiso acabar con la vida del DiosHombre. Y si va a morir con estos síntomas, es exclusivamente porque Él lo quiere así: “Nadie me quita la vida: Soy Yo quien la doy de Mí mismo”. “tengo poder para darla y poder para volver a tomarla” (Jn. 10, 18). Así es, efectivamente, como resucitar. Pero ¿qué está sucediendo ahora?. Lentamente, con un esfuerzo sobrehumano, ha apoyado todo el peso de su Cuerpo sobre el clavo de sus pies, siendo sus heridas el punto de apoyo. El arqueo de sus piernas se ha reducido: Se está enderezando poco a poco, y al enderezarse su Cuerpo, Dios sabe trueque de qué dolores, la tracción sobre sus brazos disminuye –tracción de unos 100Kg. por cada brazo-. De esta manera el
terrible fenómeno se amortigua, la tetanización disminuye, los músculos, por lo menos los del pecho, recobran la elasticidad. La respiración se vuelve más profunda y extensa, y ahora los pulmones, vaciados de aire viciado, pueden inhalar una bocarada de oxígeno otra vez. El rostro ha recobrado su palidez de antes. Pero ¿para qué ese esfuerzo?. Porque quiere hablar: “Padre, perdónales” (Lc. 23, 24). ¡Oh!, si: Que Él nos perdone; porque somos nosotros sus verdugos. Pero, muy pronto, el resultado de ese esfuerzo disminuye y reaparece la tetanización. Cada vez que hable (y son por lo menos las frases que se han registrado), cada vez que quiera inhalar un poco de aire puro, tendrá que incorporarse y enderezarse apoyando su peso sobre aquel clavo de los pies. Y hasta el más ligero movimiento le ocasionará dolores indecibles en sus manos. Es como la asfixia periódica de un hombre a quien se sofoca limitadamente una y otra vez. Él no podía evitar la asfixia, ni por un instante, sino a cambio de los dolores más atroces y mediante un esfuerzo supremo de voluntad. Y yo estoy aquí al pie de su Cruz, con su Madre, con Juan y con aquellas pobres mujeres.