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Escribir una novela: la autora, sus personajes y sus lectores
Natalia Sanmartín Fenollera 1 Muy buenos días. Es un placer para mí estar aquí, en la Universidad Pontifica de la Santa Croce, en una ciudad maravillosa como es Roma, y gracias los organizadores de este VI Congreso sobre Poética y Cristianismo, a los que agradezco especialmente esta invitación. Cuando me propusieron dar esta charla me sugirieron que explicase el proceso de escribir una novela. Una novela que en mi caso es la primera, así que no es una larga y prolífica experiencia como escritora el motivo de mi presencia aquí. No, la razón por la que estoy hoy aquí, en un congreso que se llama Poética y Cristianismo, es porque esa novela, que se titula El despertar de la señorita Prim, debe mucho a la poética y mucho al cristianismo. Cuando comencé a escribir el libro no sabía siquiera si se publicaría en España, pero lo que no pude imaginar de ninguna forma es que se traduciría a ocho idiomas, entre ellos el italiano y el inglés, y saldría a la venta en más de 70 países. ¿Por qué no podía imaginarlo? No solo por ser una primera novela, sino porque mi intención al escribirla no era contar una historia, pero también poner en cuestión ciertas ideas que hoy se suelen dar por sentadas e incontestables. Así que voy a plantearles esta charla casi, casi, como una novela de misterio. No buscamos un asesino, sino más bien un móvil: por qué un libro que contiene claves cristianas y pone en duda muchos de los dogmas de la cultura actual ha sido tan bien recibido en un mundo que en muchos casos ya no comprende esas claves y en otros las rechaza. Si tuviera que definir El despertar de la señorita Prim diría que es una historia aparentemente sencilla, con esas sencillez suave que tienen los cuentos, pero salpicada Texto provisorio de la conferencia de la escritora en el VI Convegno Internazionale di Poetica & Cristianesimo. Scrivere. Per chi e perché. Gioie e fatiche dell’artista, organizado por la Facultad de Comunicación de la Pontificia Università della Santa Croce. Roma, 27-28 de abril de 2015. 1
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de cañones. Son unos cañones extraños, porque están cubiertos de azúcar y chocolate, como la casa de Hansel y Gretel, pero son cañones. La historia comienza con la llegada de Prudencia Prim, una mujer joven, independiente y llena de títulos académicos a San Ireneo de Arnois, un apacible pueblecito cuyos habitantes han declarado la guerra al mundo moderno. La señorita Prim ha acudido en respuesta a un anuncio de trabajo puesto por un caballero, ferozmente antimoderno e irritantemente tradicional, que necesita una bibliotecaria que ordene sus libros. El choque entre estas dos personalidades, opuestas y fuertes ambas, y el trato con los peculiares habitantes del lugar pondrán en cuestión buena parte de las firmes convicciones de la autosuficiente Prudencia Prim y cambiarán su vida para siempre. Como ven, no se trata de un thriller, no es una novela policíaca, no es novela negra, tampoco es una historia erótica o una narración histórica. ¿Qué es entonces? Yo suelo decir que es un cuento, en el sentido de que no es una novela realista, pese a que habla de cosas profundamente reales. Y tiene la licencia de los cuentos, que nos permiten intensificar los colores en algunos aspectos y suavizarlos en otros, y que proporcionan la libertad de girar los puntos de vista y de forzar la mirada para llamar la atención sobre cosas que a veces pasan desapercibidas. Cuando comencé a escribir El despertar de la señorita Prim me propuse construir una historia que pudiese leerse de tres maneras y en la que cada lector pudiese quedarse con la suya. La primera de ellas es como una historia costumbrista desarrollada en un pueblecito peculiar y, paralelamente a ella, como una historia de amor. Esa es la lectura que han hecho muchos lectores del libro. Una lectura que sabe a poco, porque como historia de amor es demasiado contenida para los cánones actuales y porque el libro no es una historia de amor. No al menos en el sentido que hoy damos a ese término, aunque contenga una historia de amor con minúscula y otra de Amor con mayúscula. Luego hablaremos de esto. La segunda manera de abordar el libro -y ahí encontramos ya uno de los cañones- es como una declaración de guerra, como un grito de rebeldía contra la modernidad y sus demonios. La historia plantea el choque entre dos formas radicalmente distintas de entender el mundo: la tradicional, que representan los habitantes de San Ireneo, y la moderna, defendida por la señorita Prim. Los irenitas, así vamos a llamar a los habitantes de San Ireneo, son profundamente rebeldes, pero es una rebeldía un tanto particular, porque no mira hacia delante, sino hacia atrás, no reivindica lo nuevo, sino lo viejo, no busca el futuro en el futuro, sino en el pasado. Esta idea de buscar el futuro en el pasado parece una contradicción. Especialmente para nosotros, que solemos asociar lo rebelde con la idea de rechazar o destruir algo insatisfactorio para construir algo nuevo y mejor en su lugar. Pero en realidad se trata de una de esas ideas que no suelen ponerse en cuestión y que solo la historia enseña a poner en cuestión. Si pensamos en la caída de Roma, por ejemplo, y en los siglos inmediatamente posteriores, nos encontramos con que los pueblos romanizados no podían mirar con ansia el futuro, que veían muy oscuro, asolados por invasiones de tribus bárbaras que destruían todo lo que encontraban a su paso, sino que añoraban el pasado. Aquellas gentes echaban de menos los viejos tiempos de orden, administración y derecho que Roma llevó a tantos rincones del imperio. Para ellos, el progreso no estaba delante, más bien había quedado atrás. Hay una desolación conmovedora y terrible en los textos que nos narran ese derrumbe, ese oscurecimiento de la civilización. Es la voz de unos hombres que miran el presente 2
con horror, que no pueden siquiera imaginar el futuro y que lloran un pasado perdido. San Jerónimo, por ejemplo, que tanto amó y estudió en su juventud a los grandes autores latinos, habla del saqueo de Roma por Alarico de esta forma emotiva y desgarrada: “Mi voz se ahoga en la garganta; y, mientras dicto, los sollozos cubren mis palabras. La Ciudad que conquistó el mundo ha sido a su vez tomada”. (…). “La más brillante luz del orbe entero se ha extinguido; se le ha cortado, de hecho, la cabeza al Imperio romano. Por decirlo claramente, el mundo se muere con una Ciudad. ¿Quién habría pensado que Roma, que se edificó sobre victorias en el mundo entero, iba a caer de forma que se convirtiera a la vez en madre y tumba de todos los pueblos?”. Para las gentes de aquellos tiempos progresar no era abolir viejas estructuras, no era ni siquiera mirar al futuro, sino tratar de resistir la destrucción y conservar pedazos de civilización. Hay un libro de Chesterton, que se llama Breve Historia de Inglaterra, que explica esta paradoja muy bien. Chesterton mismo sostenía, con ese sentido común que le caracterizaba, que la palabra progreso, en sí misma, solo indica una dirección: hacia adelante. Pero solo un insensato tomaría una dirección como un fin. Porque no es lo mismo que uno progrese hacia un valle que mana leche y miel que hacia un oscuro precipicio. Los habitantes de San Ireneo de Arnois, el pueblecito al que llega la señorita Prim, tienen este convencimiento, esta sensación de que la civilización actual tiene delante un precipicio, no un valle fértil. Sostienen la idea de que vivimos en una época inquietante, una época en la que parece que el sol se está poniendo, una época en la que las verdades se han vuelto locas y los hombres han perdido la capacidad de reconocerlas. Muchos lectores me preguntan donde está San Ireneo y si existe un lugar como el que dibuja la novela o es, sencillamente, una utopía. La respuesta es que San Ireneo es un lugar ficticio, pero no es una utopía, porque se trata de un tipo de comunidad que está en el ADN de Europa, está en nuestros cimientos. Un minúsculo pueblecito nacido en torno a un pulmón espiritual, que en la novela es una abadía benedictina de rito romano tradicional, en el que se conservan viejas y sabias ideas, como la que nos recuerda que la vida humana debe estar sujeta a un orden para ser verdaderamente humana. Un lugar donde se cultivan los vínculos vecinales, existen familias sólidas, la economía es pequeña y sus habitantes libran una batalla por conservar lo mejor de un pasado sin el que no se puede entender el presente ni se puede afrontar el futuro. Los irenitas han huido de la vida moderna, de un mundo desmesurado y lleno de ruido, de una cultura occidental en el que se ha perdido la escala de lo humano y se ha olvidado otra antigua idea -qué hermosas son las viejas ideas que sobreviven a las jóvenes vidas de los hombres-: la de que el mundo debe hacerse a la medida del hombre y no el hombre a la medida del mundo. Les he hablado de tres lecturas. Nos queda la tercera, que es la más importante y también la menos evidente. Las aventuras de Prudencia Prim en San Ireneo de Arnois narran la historia de una conversión religiosa, que no todos los lectores descubren, porque está contada al modo de la carta robada de Poe. Está tan presente, está tan a la vista, está tan metida en los hilos de la novela… que muchos no la ven. ¿Por qué hacerlo así? De uno de mis escritores favoritos, el británico Evelyn Waugh, se cuenta que estaba un día en una fiesta cuando se le acercó una señora para felicitarle por su último libro. Waugh, que era ácido y corrosivo como pocos, le respondió de un modo que hizo que la rendida admiradora exclamase: “¿Cómo es posible que siendo usted cristiano sea tan desagradable?”. Y él le respondió: “Lo que usted no sabe, señora, 3
es que antes de ser cristiano yo apenas era humano”. Menciono a Evelyn Waugh y esta percepción tan clara que tenía sobre el efecto de la gracia en sí mismo porque Retorno a Brideshead fue para mí un modelo a la hora de plasmar la historia de conversión que contiene El despertar de la señorita Prim. Waugh intentó en esa magnífica novela explicar, dentro de lo imposible que resulta explicarlo, cómo la gracia nos va guiando a través de los acontecimientos de nuestra vida, a través de las personas que conocemos, a través de nuestras alegrías y nuestras tristezas, a través de la contemplación de la belleza y, muy especialmente, a través de nuestras heridas y nuestras caídas. Eso es lo que, con todas las limitaciones que el tema exige, yo intenté hacer en el libro y es lo que explica que las claves de esta tercera lectura no sean tan evidentes como las otras. Porque Dios no suele ser evidente, sería todo mucho más sencillo si lo fuese, pero lo cierto es que no lo es. Y eso es algo que saben particularmente los conversos: esa experiencia de que la gracia actúa de forma suave, habla bajito, habla al oído, sin prisas, sin forzar, con delicadeza. El propio Waugh dijo una vez que convertirse es como ascender por una chimenea y pasar de un mundo de sombras, donde todo es como una caricatura de las cosas, al mundo real. El epitafio del cardenal británico John Henry Newman recoge una idea similar: “Desde las sombras y las imágenes hacia la Verdad”. En las Crónicas de Narnia, de C.S. Lewis, nos encontramos con un personaje que nos explica cómo las tierras de Narnia son una “sombra” o una copia “de la Narnia real, que siempre ha estado aquí y siempre estará”. Y la señorita Prim se desconcierta cuando una tarde cuatro niños le explican en un jardín que el Evangelio es un cuento de hadas “real”, no porque se parezca a los cuentos de hadas, sino porque los cuentos de hadas se parecen al Evangelio. Es esa idea fascinante sobre la Revelación como mito verdadero que sostenían Tolkien y Lewis. Es también en esta tercera lectura donde se encuadra la historia de amor de la señorita Prim. Prudencia Prim recorre toda la escala del amor en la novela. Al principio de la historia, cuando llega a San Ireneo de Arnois, se ama principalmente a sí misma, protege cuidadosamente su autoestima y está muy preocupada por su dignidad. Luego descubre el segundo tipo de amor, la amistad, al ir conociendo poco a poco a los irenitas e integrándose en el pueblo. A continuación llega el tercero, el amor entre hombre y mujer. Un amor que sólo es posible realmente cuando se alcanza el cuarto, que es la fuente de todos los demás: el Amor divino. Es entonces cuando todo se ordena, el amor a sí misma, el amor a los otros, todo ocupa su lugar y su medida cuando se encuentra con el Amor con mayúscula. En la historia de amor entre los dos protagonistas del libro, la señorita Prim y el hombre que la contrata para organizar su biblioteca, hay una lucha de dos personalidades totalmente diferentes. Diferentes no solo por su concepción del mundo, sino por el modo que tiene cada uno de acercarse a la realidad. El representa la razón, una razón iluminada por la fe -porque es un converso- que es el único modo de que la razón no caiga en la tentación de convertirse en un monstruo ciego. Y ella representa el sentimentalismo, que es una vieja patología de la razón o, si prefieren, de los sentimientos, que crecen, se desbordan y ocupan un lugar que no les corresponde, algo que los antiguos diagnosticaron muy bien. La señorita Prim es muy sensible, ama el arte y la belleza, pero piensa con el corazón en lugar de pensar con la cabeza. Y el corazón tiene una función maravillosa y única -amar- pero fracasa cuando se utiliza para lo que no ha sido creado. 4
Vamos a hablar de otros cañones recubiertos de azúcar. ¿Contra qué otros blancos disparan los irenitas? El feminismo como ideología y, muy especialmente, la educación moderna son algunos de ellos. Una de las primeras sorpresas de la señorita Prim es que en San Ireneo de Arnois existe un peculiar sistema educativo que sorprende y escandaliza a la bibliotecaria. Los irenitas educan en casa y educan en comunidad. Los niños reciben clases de varios habitantes del pueblo: el que domina la biología da clases de biología; el que es experto en literatura, de literatura; el que se dedica a las matemáticas, de matemáticas. Hay una maestra en el pueblo que enseña a los pequeños el trívium, las tres herramientas -gramática, retórica y dialéctica-que hasta no hace tanto tiempo se consideraban imprescindibles para aprender a pensar. La lectura es absolutamente esencial en esta pequeña comunidad, con un fervor reverencial por los clásicos. Hasta el punto de que sus habitantes proclaman orgullosos que la mayor parte de lo que el mundo llama literatura, San Ireneo lo llama “perder el tiempo”. Muchos lectores me preguntan si la especial relación entre la infancia y la literatura que se recrea en el libro es posible. Los niños irenitas crecen rodeados de cuentos de hadas, de buena literatura infantil, de viejos poemas, sagas y leyendas, y de clásicos, muchos clásicos. Son niños capaces de disfrutar de El Viento en los Sauces, de Kenneth Grahame, pero también de reconocer unas líneas de Virgilio en latín. Crecen en un hogar en el que se puede aprender a amar Peter Pan, Alicia en el País de las Maravillas o los cuentos de hadas, pero también la Odisea y la Ilíada, los romances medievales, Robinson Crusoe u Oliver Twist. ¿Otra utopía? Lo cierto es que si uno coge la literatura infantil del siglo XIX o de principios del XX y la compara con muchas de las obras que hoy en día se escriben para los niños llega a la conclusión de que o los niños de ahora son menos inteligentes de lo que eran antes o la sociedad los considera menos inteligentes de lo que son. Yo creo que la segunda respuesta es la correcta. A eso hay que unir que nos hemos acostumbrados a llamar utopías a cosas que nuestros predecesores no consideraban en absoluto inalcanzables. Hay una anécdota, y esto es un ejemplo entre muchos, sobre la infancia del Tolkien que sirve para ilustrar esto. Tolkien se educó en casa bajo la tutela de su madre, una mujer de clase media que había recibido una buena instrucción. Con su ayuda comenzó a leer a los cuatro años y aprendió latín, francés y alemán a los siete, antes de ir al colegio. Ronald Knox, otro converso británico cuya biografía escribió Evelyn Waugh, es otro ejemplo. A los siete años componía tiernos poemas en latín. Y ahí tenemos a Bernard Shaw, que solía decir con esa ironía que le caracterizaba que su educación terminó también a los siete años, justo el día en que sus padres le enviaron a la escuela. Yo crecí en una época, los años setenta, en la que los libros no estaban clasificados por edades y a nadie le extrañaba que un niño ojease una obra clásica e incluso la pintarrajease. Crecí en una familia numerosa, en ese ambiente ruidoso, libre y medio salvaje que se respiraba entonces en las familias muy grandes. Crecí con muchos hermanos y también con muchos poemas, leyendas, cuentos de hadas y clásicos, muchos clásicos, al alcance de los niños. El año pasado, cuando presenté El despertar de la señorita Prim en Alemania, tuve una conversación sobre este tema con un anciano profesor de literatura que me dijo con una tristeza enorme: “los niños alemanes ya no conocen a Goethe, ya no se lee a Goethe”. En cierto sentido, los europeos nos hemos convertido en esos enanos de los cuentos que están sentados sobre un tesoro y no tienen tiempo para disfrutarlo. Un tesoro de tradición y cultura de un valor incalculable que es el mejor regalo que uno puede dar a sus hijos. Hay una vieja Europa que se construyó con sueños y fabulosas historias repletas de héroes, bosques, dragones, 5
ciénagas, guerreros, anillos mágicos, brujas y caballeros, monstruos, hechizos, valor y sacrificio y que tiene una fuerza tal que es difícil no sentirse subyugado. Ese lenguaje mágico de los cuentos de hadas, de la épica medieval y de las sagas nórdicas precristianas es un lenguaje extraordinariamente dotado para transmitir verdades a los niños que no son fáciles de expresar de otro modo. Yo recuerdo que la primera vez que leí Beowulf, en la versión de Tolkien, a cuatro sobrinos míos muy pequeños, escucharon toda la historia sin pestañear. Esa fuerza es casi un hechizo élfico, es maravillosa. Otra de las batallas de San Ireneo pasa por preservar la magia que existe en la infancia. Nos hemos acostumbrado a que los niños estén presentes continuamente en el mundo de los adultos, a que sean el centro de las reuniones y muchas veces de las conversaciones. Pero no hace demasiado tiempo, el mundo infantil era algo aparte, un país cálido, seguro y mágico. Y esa magia provenía, en buena medida, de no estar expuestos a los intereses y los problemas de los adultos y a no ser considerados el centro de cualquier reunión. San Ireneo conserva esa magia: cuando la señorita Prim penetra en rincón del jardín en el que los niños de la casa juegan entra en un mundo al que no pertenece y que tiene sus propias leyes. Es una extraña, es una adulta; y ellos son niños. Son razas distintas y sus mundos tienen lógicas distintas. Al principio les decía que íbamos a hablar de un móvil que explicase por qué este libro, que defiende la tradición frente al culto ciego al progreso y es en sí mismo una historia de conversión, ha sido bien recibido por numerosos lectores que se alinean con ese progreso y no son en absoluto religiosos. Y creo que la clave es que no se trata de una historia escrita especialmente para cristianos ni tiene ninguna intención adoctrinadora. Es un cuento sencillo que habla sobre algo que ha estado en el corazón humano desde siempre: la búsqueda del paraíso perdido, la indefinible sensación de nostalgia que todos llevamos escrita en el corazón. Una nostalgia que tiene a veces el sabor de la infancia y que ni siquiera el ruido, la actividad frenética y la desmesura de un mundo que ya no tiene tiempo para reflexionar sobre las viejas preguntas, puede acallar del todo. El despertar de la señorita Prim comienza con una frase de Newman, de uno de sus sermones de su etapa anglicana, que explica magistralmente el por qué de esa búsqueda, de esa insatisfacción perpetua que arrastra el ser humano: “Creen que añoran el pasado, pero en realidad su añoranza tiene que ver con el futuro”. Y voy a terminar esta conferencia con otro británico, Robert Hugh Benson, otra converso muy especial para mí. Benson era hijo del arzobispo de Canterbury y clérigo anglicano, nacido en la época victoriana, y tiene un pequeño libro que se llama Confesiones de un converso en el que cuenta lo que somos con la sencillez y la belleza mágica de un cuento de hadas. “Todos nosotros no somos más que un grupo de niños que vagan por el campo, sucios del viaje, cansados y deslumbrados por la gloria”. Natalia Sanmartín Fenollera
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