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BELMONTE / esculturas Edita Diputación de Córdoba Fotografía / Alfonso Alonso Diseño, maquetación e impresión / Ediciones y Publicaciones. Diputación de Córdoba Depósito Legal CO-266-2011
A mis modelos; Miguel, Ernesto, Manuel y Luis, por su colaboración desinteresada. Y a todos mis mayores que tanto me han dado en la vida.
PRESENTACIÓN
Realmente, es todo un honor tener la oportunidad de presentar esta nueva exposición de la original obra del escultor cordobés José Manuel Belmonte, especialmente en estos momentos en los que estamos inmersos en ese objetivo común de lograr que Córdoba sea en 2016 Ciudad Europea de la Cultura, para que nos sirva de acicate y motivación para hacer de la ciudad y el conjunto de nuestra provincia, territorios permanentes de la cultura vivida, igualitariamente disfrutada y construida en el seno de la sociedad cordobesa, con dimensión igualmente de proyección e intercambio exterior. Y, en este contexto, el arte contemporáneo juega un papel central pues el ciudadano no puede quedar al margen de la significación y la importancia de la auténtica revolución estética que supuso el arte del siglo XX, en clara conexión con la fecundidad productiva en el ámbito científico e intelectual, que nunca como antes en la historia de la humanidad interpeló al hombre en su concepción de la realidad. Y al igual que muchas otras iniciativas puestas en práctica, con la extraordinaria muestra de José Manuel Belmonte respondemos a la permanente demanda de una sociedad que crece en número e inquietudes culturales a la vez que evidenciamos la capacidad de Córdoba para constituirse en un referente nacional e internacional de ciudad dinámica, abierta a las nuevas tendencias, formas de expresión y preocupaciones sociales, conceptuales, políticas y estéticas del arte contemporáneo. Porque ese concepto de capitalidad cultural, donde predomine la participación, la implicación y el compromiso ciudadano, debe partir de la incentivación y motivación de nuestros propios creadores, de nuestros artistas de los que Córdoba puede hacer gala, mediante la difusión y el conocimiento de sus obras, de su lenguaje plástico, de su expresión artística. Porque es la mejor manera de gozar y compartir sus propuestas, sus interpelaciones, sus sugerencias. Como ocurre en esta magna exposición de José Manuel Belmonte, ante la que nadie podrá quedar indiferente. “El recreo de los ausentes” es la obra más personal de este creador que no olvida sus raíces, que no renuncia a su formación clásica y cuya fidelidad a ese academicismo le lleva a una original interpretación estética de las formas anatómicas, del desnudo humano colmándolo de vida interior, de vida “ausente” en esta ocasión, pero insinuantes siempre, desconcertadamente exigente.
Francisco Pulido Muñoz Presidente de la Diputación Provincial de Córdoba
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JOSÉ MANUEL BELMONTE EN EL RECREO DE LOS AUSENTES
Quizá nada mejor, para comenzar este texto, que traer a colación la evidencia, poniendo de manifiesto la circunstancia de que José Manuel Belmonte ha superado ya su propia madurez como artista. Y nunca mejor dicho para el caso de una exposición como esta, donde lo maduro abunda allá por donde se mire. En todo caso, me refiero a una madurez que, en tanto que relacionada con lo artístico, no solo es madurez creativa, sino también física y mental. Ya que de ordinario, y más en el caso de la escultura de gran formato, todas las variantes de la misma suelen caminar al unísono. Pero dejemos aparte estas dos últimas para centrarnos en la que nos concierne, la creativa, cuyos comienzos hay que situar allá por la década de 1980, cuando bajo la batuta del profesor de escultura Antonio Gallardo Parra, desde la Escuela de Artes y Oficios de Córdoba, Belmonte modelaba y moldeaba en detalle y sin parar, cuerpos, bustos y rostros, realizando especialmente retratos del natural con una extraordinaria facilidad y una insultante maestría impropia de la edad con que contaba. Con ellos venía a demostrarnos dos cosas: que si bien era un chico precoz, era también a la vez lo bastante maduro como para ser un gran artista. Y es que casos como los de José Manuel Belmonte - en los que unas extraordinarias cualidades se unen a una evidente juventud -, aparecen contados. Y cuando lo hacen, son siempre signo de la llegada al mundo de un certero talento envuelto en pañales de futuro prometedor. Es sabido, además, que su trayectoria siempre ha trascurrido unida a lo académico. Trayectoria académica, groso modo, será aquella que comience vinculada a un centro de enseñanza artística fundamentado en la profundización y mantenimiento de los ideales clásicos. O lo que es aproximadamente lo mismo, vinculada al trabajo con las formas naturales según aquellos ideales ya presentes en el arte griego antiguo. En este sentido, es obvio que, como ha venido demostrando, José Manuel Belmonte ha sido desde siempre un “académico”. Ello es fácilmente perceptible con tan solo echar una ojeada por su obra, donde se percibe de manera rápida que sus figuras están siempre imbuidas de clasicismo, entendido éste como parte de la forma natural que va a surgir siempre de la inicial referencia al cuerpo humano. Es más, en Belmonte, este clasicismo de corte académico se va fundamentar sobre dos grandes ejes o preocupaciones: el problema de la forma natural – con su referente primario -como hemos dicho-, en el cuerpo humano; y el de la inserción de la misma en el espacio. De ese primer problema surge su reflexión sobre lo formal y lo estético, mientras que del segundo nace su preocupación por la dinámica. No hay nada más que ver su pasada serie sobre los hombres-pájaro, o también la más reciente sobre los hombres-viejo, que constituye el núcleo de esta exposición, para
que se pueda comprobar cómo toda su obra se construye bajo el intento de la captación de la naturaleza veraz del cuerpo humano. Y es que en todas ellas, el cuerpo humano -por supuesto desnudo, ya que es en el desnudo donde radican sus formas primigeniasconstituye el epicentro o eje aglutinador de su poética. Y es que Belmonte sabe que es ahí, en el cuerpo desnudo, donde está el primigenio origen de la forma, y el camino de ida y vuelta que va desde la tierra al cielo y viceversa. Esas formas, las del cuerpo, solo pueden ser dominadas por unos pocos: estos son los verdaderos artistas. Los demás solo pueden aproximarse. Pero una vez que el cuerpo es aprehendido, y por tanto dominado, viene un segundo problema: su interacción con el espacio. Se trata también de una vieja preocupación, que afecta de manera muy especial a la escultura en tanto que arte de la tercera dimensión. Para decirlo con lenguaje tecnológico contemporáneo: el problema de la pintura sería HD, mientras el de la escultura sería 3D. Sea quizá por ello que también en este tiempo abunden menos los escultores que los pintores.
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Como consecuencia del mismo van a surgir igualmente problemas derivados, pudieran serlo el de la inestabilidad y el del equilibrio, el del orden en el el de la ascensión y la caía, el de los puntos de partida y llegada de ese que, en definitiva, lleva al hombre desde la cotidiana existencia hacia lo más hacia la comunión con la divinidad.
como caos, viaje alto,
Y esa estable y definitiva unión con la divinidad en lo más alto, suele interpretarse en todas las culturas como un vuelo ascensional, es decir, de abajo hacia arriba, del desorden al orden, de la tierra hasta el cielo. Y ese es a mi juicio el viaje que José Manuel Belmonte ha venido proponiendo con sus hombres-pájaro, esa especie de modernos Icaros, que con sus alas vuelan siempre hacia lo más alto, para volver a la tierra -incluso desmochados -a recordarnos ese equilibrio frágil que existe siempre entre el ser y el no-ser, entre el yo y el alter-ego. Y todas y cada una de las partes de la forma se ponen, en Belmonte, al servicio del viaje: desde la disposición de los pies y las manos, a la de la cabeza, la de la mirada o el cabello. De esta suerte, y en tanto que ello no suele conseguirse fácilmente, los hombrespájaro de Belmonte eran también fantásticos guerreros. Para triunfar habrían primero de hacer la guerra, pero su única arma era el cuerpo desnudo: el arma corporis, el corpus-arma. En este sentido, sus hombres-pájaro eran también portadores de la aspiración a la vida, a la existencia plena, a la comunión del ser-humano con el ser-divino en la búsqueda del ideal clásico de la felicidad, siempre conseguida sin ningún tipo de armas.
Sus hombres-pájaro eran platónicos, pero eran también profundamente heraclitianos, porque eran y son virtuales psicopompos mostradores de camino, porque patentizan y señalan la existencia humana como una senda hermenéutica donde la corriente vital hace siempre su ida y su vuelta en el camino del eterno retorno. Eran portadores de esperanza, pero en ese último sentido eran también portadores de una enorme carga existencial. El hombre- pájaro era un hombre solitario. En tanto que puede volar, no pierde la capacidad de relacionarse, pero aun rodeado de amigos, nunca consigue colmar su existencia interna. Es lo que une la poética de Belmonte con las filosofías del existencialismo. Pero de un existencialismo que no es caótico o kafkiano, desesperanzado, patentizador de un hombre sin redención; sino más bien de un existencialismo utópico, sartriano y marcusiano, consciente de que el caminar solitario del hombre es un signo de la modernidad de nuestro tiempo, pero que es también portador de esperanza, dador de la posibilidad de que los solitarios se unan, formen legión, y puedan, como tradicionalmente ha ocurrido, cambiar el mundo. Por muy unificado o globalizado, y aún inmerso en las redes sociales, que éste se encuentre. Esa legión de pequeños hombres solitarios, individualmente caminantes, como pequeños y broncíneos guerreros
de Siam, que Alberto Giacometti planteaba en la década de 1950, es posible verla ahora a mayor tamaño, a gran escala, si juntamos todos los hombres-pájaro de Belmonte, o ponemos unos al lado de los otros a todos sus hombres-viejo. Cual guerreros rabiosos, de seguro Troya volvería a ser conquistada. El hombre-pájaro, al igual que el hombreviejo, es el hombre solo, el tipo humano en su soledad del siglo XXI. Es el Ángel caído (1878) de Ricardo Bellver, anclado en la tierra sin poder remontar el vuelo tras ser arrojado del cielo en el Paraíso perdido de Milton, hoy testigo y vigilante sobre toda España desde su emplazamiento en el Parque del Retiro madrileño. Pero es también sin duda la criatura indeterminada que viene a anunciar tiempos nuevos. No obstante, y a pesar de las indudables señas de identidad que los unen, hoy, ausentes con este Recreo de los ausentes, Belmonte ha dado un paso más, la forma ha dejado de ser intelectualista para volverse realista: se ha hecho carne para habitar en el reino de la tierra. De esta suerte, sus viejos no son ya tan solo esos jóvenes efebos que como herméticos trimegistos podían ir de la tierra al cielo para cuestionar a la divinidad, sino que han tomado cuerpo en esos aciagos perdedores que, con las facultades motoras disminuidas, descansan ganadores a la espera del sueño eterno. Se han quedado en la tierra para mostrar cosas nuevas.
Es el momento en que se establece la bajada hacia lo humano, y cuando la reflexión sobre la existencia se hace más cruda. El viejo de Belmonte es el ser que ha conseguido la felicidad plena, que se ha realizado como humano, pero que también patentiza las enormes desventajas que se producen en el paso de ser adulto a viejo. Y esto, semejante proceso, ocurre en todos los humanos. Por eso, si nos fijamos, todos sus viejos –el que lleva pañal, el que lleva los globos, o el que duerme plácidamente tendido una especie de sueño eterno–, parecen tener el mismo rostro. Eso sí, cada uno de ellos presentando su personal gesto contenido, modelado en la tez de una faz marcada por los años. Son los rostros y los cuerpos de nuestros ancianos, de nuevos sumos sacerdotes, de nuestros caudillos venerables que, una vez llegados a determinado punto de la existencia, a veces esta sociedad no sabe ni qué hacer con ellos. Qué triste final casi siempre para una epopeya. Qué fin impropio de un bestseller escrito con sudor y sangre habiendo sido de lo más vendido.
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Es ley de vida. El paso del tiempo no respeta ni las formas, ni los cuerpos. Todos quedamos unificados en la última etapa de nuestra existencia -la vejez-, antes de emprender, con el hombre- pájaro, el último vuelo. A través de ella, en ella, de nuevo el hombre se hace niño: hay que volver a darle de comer, es necesario volver a ponerle pañales, hemos de ser ayudados para que no nos caigamos al suelo… ¡Qué triste el destino final del guerrero que conquistó tantos reinos¡ Es como si la conciencia entrase en un estado de catalepsia, donde ya no es posible recordar los éxitos pasados, beneficiarse de los favores terapéuticos de Afrodita, disfrutar de los placeres sensuales de las musas del Parnaso, saborear las mieles del jardín de Baco. Una ausencia acaecida en la mente como consecuencia de la decrepitud del cuerpo, va a producir el que se llegue a
vivir como en una especie de patio de recreo, donde uno se abstrae de todo lo que le rodea, se olvida de todo lo que en otro tiempo fue materia de aspiración, ideología, o simple ilusión o anhelo. Se cierra con ello el bucle de la curva sinuosa de la existencia que sería así como una forma de perinola barroca, que se abre poco a poco hacia fuera hasta su madurez máxima, para retornar dibujando la misma curva, hacia el mismo punto primigenio. Puede cerrarse así también el ciclo de la escultura de Belmonte, que en el capitulo de los contenidos, va de lo ideal a lo terrenal, de lo humano a lo sobrenatural, de la materia al espíritu, de la tierra al cielo… Pero que sin embargo, en el terreno de la forma, se va a mantener siempre apegada al ideal clásico, siempre fuera de ese circuito perturbador de las vanguardias del siglo XX, que consistió en destruir todo lo destructible en poco menos de ochenta años. Es en este sentido en el que la obra de Belmonte se enraíza en lo clásico. Es una obra de la realidad natural idealizada, y por ello entronca perfectamente con esa escuela de los mejores escultores realistas españoles que tiene sus cabezas visibles en Antonio López García o Julio y Francisco López Hernández, cuyos inicios formativos, lenguaje formal y preocupaciones cotidianas, no se encuentran muy lejos de las que suelen rondar a José Manuel Belmonte. Pero qué duda cabe que para poder seguir a esos craques, hay que ser un crac como ellos. Con semejante lenguaje y su evidente dominio de lo formal, podemos plantarlo ya como a un nuevo Mateo Inuria de la escultura cordobesa, que en tanto que hábil dominador de las formas clásicas, puede ser y en determinados casos ha sido, al igual que él, tildado de clásico. Pero a diferencia de Inurria, que tuvo el cuerpo femenino y las preocupaciones localistas como ejes centrales de su poética -en tanto que signos consustanciales a los contemporaneidad en que trabajaba-, Belmonte lo va a tener en el cuerpo masculino y en ideales que más allá de lo puramente estético, lindan también a veces con aspectos o cuestiones de tipo social. Aunque nos falta todavía la suficiente distancia histórica como para que podamos apreciar la importancia de la propuesta de José Manuel Belmonte, le auguramos un puesto destacado en el panorama de la escultura española contemporánea. Lo que hace falta es que ahora, que parece haber metido la directa, no decaiga en su línea, y continúe trabajando durante mucho tiempo, dando nuevas respuestas con los medios de siempre, a esta nueva era de Supermodernidad por la que atravesamos. José María Palencia Cerezo Febrero, 2011. Entre Córdoba y Málaga
JOSÉ MANUEL BELMONTE. UNA SERENA AUTO CONTEMPLACIÓN ¿Es posible para un humano coger la luna? ¿Puede transformarse en pájaro para, desde su soledad, interrogarse? ¿Puede jugar al ajedrez preguntándose si, acaso, el último movimiento no será el del final de su vida? Se puede. Aunque no para los mortales. Sólo hay algunos, elegidos por el don sensible de las manos y el corazón, para quienes todo aquello no sólo les es cercano, si no cotidiano. Y así, asombrosamente normal cuando se le ve por las calles de su ciudad, Córdoba, José Manuel Belmonte, el Maestro, arrastra su mirada y su sentir de carne y hueso hasta arribar a su taller, en donde los convierte en punzadas que van directas allá donde, los que no simplemente miran, se ven. Y se escuchan. Y se interrogan. Y lloran. Y callan. Y no quieren o no saben ya verse. Así es esta última donación al espíritu universal del Ser que hace José Manuel. Aquí está la esencia de lo por venir. La grandeza de la mente rota, a la que siempre los dioses interpelaron para hacernos llegar la sensación de lo distinto. Aquí estamos; dormidos, en pañales, con globos en las manos, con barquitos de papel sostenidos por una memoria que ya no nos asiste, pero que nos hizo. O no. Quizá esa mirada introspectiva tan cargada de Fidias, Miguel Ángel o Mateo Inurria, hacen del Maestro Belmonte el notario que da fe de lo que somos: nada y todo; vacío y plenitud. Juega con la sensación de mirar atrás y se adelanta a su tiempo. Aunque no es extraño en los genios. Nos ve. Belmonte nos ha visto ya cuando lleguemos a ser lo que él intuye. Y nos trata con dulzura. Nos entiende y nos mima como a los niños que nunca dejamos de ser, aunque el transcurso del tiempo y la vida nos hayan colocado en nuestro lugar. O no. Y se apiada. Y nos devuelve la grandeza serena de la mirada que ya no ve. Nos regala el tesoro de la consciencia fugaz de lo efímero y sin valor aparente, convertida ahora en reflexiones atesoradas de pasado. Qué importa. Es la vida. Sobre todo a la que estamos llamados. Asistimos al nacimiento del paso de la iconografía más pura expresada en los Hombres Pájaro, Los Viejos y Anatomía del Alma, donde la
“grafía” de lo descriptivo desde la concepción de Erwin Panofsky alcanza la perfección, hacia la “logía” que conduce a lo más profundo del logos, logos el pensamiento, la razón; miradas, ausencias, introspección –alma-, estaban ya ocupando el interior de estas últimas figuras, todavía inspiradas en la presencia intencionada de la Córdoba barroca y la Grecia Clásica que también su antecesor más inmediato, el igualmente cordobés Mateo Inurria, respiraba. Pero volviendo a los historiadores del Arte, consideramos que algunas corrientes de principios y mediados del siglo XX se inquietarían al comprobar que la forma, la composición, la estructura más esencial y pura, aún pueden engrandecerse, completarse; y se alegrarían filósofos como Cassirer: el amante de los símbolos, del ideal, de lo sensible y de los significados del alma. El volumen, las formas, ya no tienen secretos ni rincones que explorar por el talento de José Manuel Belmonte. Sabedor de ello, quizá, desafía al equilibrio en Jaque Mate o en La Nadadora, cuando ya ha dado el salto hacia el sentimiento universal, que como tal fue considerado en unos de sus más prestigiosos reconocimientos: el 1º Premio Internacional de las Artes 2007, al que concurrieron artistas de más de 35 países.
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Sus Hombres Pájaro, lejos de retrotraerlo a espacios descontextualizados de su tiempo, se antojan el hito repetido una y otra vez a lo largo de la historia de la creación artística. Si se colocaran las tres figuras comenzando por la agachada con los brazos en cruz, el tercero de ellos, tras tres movimientos perfectos, habría rozado la frontera de transición para alcanzar su Renacimiento, que cristaliza en un sentimiento eterno, vanguardista, y lo sitúa más allá, tal vez, del máximo representante del más novísimo elemento incorporado al Arte: el video-arte del neoyorkino Bill Viola, ya que este otro excepcional artista circunscribe su universo a la iconografía bíblica, en tanto que El Recreo de Belmonte traspasa toda frontera, todo lenguaje; cualquier raya en los mapas de la cultura y del sentir. Más allá de la piel y la forma, sólo es posible aprehender la mirada. Todas y cada una de las biografías de estas representaciones; todas y cada una de nuestras propias biografías escritas desde Córdoba, y perfectamente legibles en cualquier lugar del mundo. Una emoción accesible y asequible por lo consustancial que al ser humano tiene. A todos, a lo que seguimos siendo. Siempre. Y por eso nos saca al Recreo, e interpretándolo, la Vida es Bella. Como su mar de Málaga, su eterno retorno a Córdoba y su completa y exquisita contemplación de lo que es. Y seremos.
Matilde Cabello 6 de Febrero de 2011
Diálogo de Esferas
Múltiples ilusiones ópticas ofrece la escultura contemporánea al ojo humano, y subliminales ardides compositivos a la comprensión del espectador de arte. Pero toda expresión que pueda y deba considerarse artística, está obligada a poseer entre sus virtudes una que podemos considerar primordial para que se estructuren todas las demás de forma convincente: el equilibrio. La esfera, ese cuerpo geométrico familiar, y tan frecuente en la Naturaleza, es quizás, en esta exposición del escultor José Manuel Belmonte Cortés, el volumen básico y omnipresente sobre el que se articula la amplia muestra escultórica que con el título o lema: «El recreo», tenemos hoy la oportunidad de contemplar. Todas las figuras son esferas extrusionadas, comprimidas, dilatadas, blandas, germinales. Preñadas, al fin y al cabo, de una intensa necesidad de diálogo más allá de la simple observación a la que son sometidas, para proclamarnos que su creador ha sabido resolver en forma esa perseguida ecuación orgánica que todos conocemos con el nombre de idea. No nos apartemos de las matemáticas, de la geometría, ni de las fuerzas físicas universales que mantienen el correcto orden planetario. No nos apartemos porque el arte de José Manuel Belmonte, es diálogo sereno con estas fuerzas primordiales, y con su trabajo nos demuestra, una vez más, que sabe actuar como moderador en ese sofisticado coloquio entre el cuerpo —o su representación— y la vida que lo alimenta. Entre ese pasado añorado que todas sus creaciones parecen poseer, y de alguna forma poseen, y un futuro cuántico exento de presente. Entre el sí y el no, entre lo que verdaderamente «es» y lo que, definitivamente, ya «no es». No hay duda: los cuerpos-esfera propuestos y expuestos por el artista están hechos de carne mineral que late ante nosotros. En su interior no hay espacio para el vacío; no habita en ellos la ausencia del recuerdo, porque el gran arte, ese gran arte que es la escultura, les ha cincelado en sus sienes una nueva memoria de viajes. Sí, estamos ante una crónica de aventuras fabulosas, donde el observador atento actúa como notario de la capacidad que poseen los genéricos hombres-esfera para atravesar mares imposibles, para subir a un firmamento dibujado aupados por un puñado de globos de colores, o para sacar a pasear a un fiero animal arrastrado por una humilde cuerda atada a su cuello de madera o cartón. Los hombres… las mujeres-esfera son así: perfectos al fin. Dejémoslos ser felices. Alfonso Cost
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