esta obediencia?» Género y sentido de El príncipe constante

CRITICÓN, 78, 2000 pp. 93-108. «¿Es humildad o valor / esta obediencia?» Género y sentido de El príncipe constante José Javier Rodríguez Rodríguez U

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CRITICÓN, 78, 2000 pp. 93-108.

«¿Es humildad o valor / esta obediencia?» Género y sentido de El príncipe constante

José Javier Rodríguez Rodríguez Universidad del País Vasco

I En un escrito publicado el año 1983, Audrey Lumsden-Kouvel explicita un dilema latente en la tradición crítica sobre El príncipe constante1. Asumiendo la relación establecida por Wolfgang Kayser2 entre la obra calderoniana y el género del Martyrerdrama, manifiesta su discrepancia respecto a los términos precisos de la misma. Según recuerda, el estudioso alemán distingue dos modalidades dentro del drama de mártires, en función de la presencia o ausencia de un factor estructural esencial, la conversión del protagonista. Al parecer, Kayser opina que El príncipe constante está vinculado al segundo grupo: don Fernando no experimenta una transformación espiritual radical, sino que va desplegando distintas facetas de su virtud, hasta lo admirable, a medida que la situación varía y se torna cada vez más acuciante. Una visión coincidente con ésta la expone Albert E. Sloman3. El designio del dramaturgo consiste en ilustrar, mediante la figura del infante don Fernando, la virtud cristiana de la fortitudo, definida en términos tomistas. Las diferentes fases del argumento ofrecen las circunstancias oportunas para que el protagonista ejemplifique 1 «El príncipe constante: drama de la Contrarreforma. La tragedia de un santo mártir», en Luciano García Lorenzo, éd., Calderón. Actas del «Congreso internacional sobre Calderón y el teatro español del Siglo de Oro» (Madrid, 8-13 de junio de 1981), Madrid, C.S.I.C, 1983, pp. 495-501. 2 «Zur Struktur des Standhaften Primen von Calderón», en Gestaltprobleme der Dicbtung, Bonn, Bouvier, 1957, pp. 67-82 (reeds.: Die Vortragsreise: Studien zur Literatur, Berna, Verlag, 1958, pp. 232-256; Hans Flasche, éd., Calderón de la Barca. Wege der Forschung, Darmstadt, 1971, pp. 321-347). 3 The dramatic craftsmanship of Calderón, Oxford, The Dolphin Book Co. Ltd., 1958, pp. 188-215.

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sucesivamente las cualidades anejas a la citada virtud, tanto en su vertiente activa (magnanimitas, magnificentia), como en la pasiva (patientiez, perseverantia y constantia). Aunque desde perspectivas bien diversas, convergen sobre este punto otros críticos, como María Norval y James A. Parr. La primera propone una relación figurativa entre don Fernando y Jesucristo, relación actuante desde el comienzo de la representación que excluye toda posibilidad de conversión. En todo caso, el infante portugués sufre la experiencia de la angustia, ante la expectativa del sacrificio, cuya superación manifiesta cumplidamente en el acto II4. Parr, por su lado, asimila El príncipe constante a una idea de la tragedia incompatible con la conversión, en la medida en que el destino y la grandeza trágicos se entienden como el resultado de la fidelidad heroica del protagonista a unos principios propuestos a priori y amenazados por las circunstancias del argumento5. Frente a esta posición, se sitúan dos eminentes calderonistas en artículos publicados curiosamente el mismo año. Alexander A. Parker escribe: aceptando el fracaso de su ideal político, [don Fernando] puede rechazar todos los valores en los que los hombres basan sus esperanzas de felicidad —poder, prestigio, honor, riqueza, salud y vida— y elige morir de hambre como un esclavo en un estercolero, que equivale a la negación total de la gloria humana, conversión que determina su «triunfo espiritual», su «santidad»6. Confluye con esta la opinión de Peter N. Dunn, para quien la obra explora la condición humana desde la óptica metafísica del mundo como teatro y la consiguiente tensión entre papel y ser. Mientras que el resto de los personajes se caracteriza por la insuperable sumisión a su papel, el infante «finds in physical captivity the conditions of his spiritual freedom», despojándose de la máscara militar y caballeresca, «down to that nakedness before God which, by a Christian paradox, is recovery of freedom in true being»7. Como se advierte, las categorías metafísicas se asimilan a las específicamente religiosas, anunciando la explicitación del concepto cristiano de conversión. La autoridad de Dunn es evocada por Lumsden-Kouvel para insistir, frente a Kayser, sobre esta misma idea de la conversión de don Fernando, como clave de El príncipe constante y de su significado en tanto que «drama de la Contrarreforma»8. Estas últimas palabras sugieren que la cuestión de la conversión o no conversión del infante don Fernando transciende el ámbito del análisis estructural de la obra, para influir decisivamente en la determinación de su sentido. Aquellos críticos que 4

«Another look at Calderón's £/ príncipe constante», Bulletin oftbe Comediantes, 25, 1, 1973, pp. 18-

29. 5

«El príncipe constante and the Issue of Christian Tragedy», en Studies in Honor of William C. McCrary, Lincoln NE, SSSAS, 1986, pp. 165-175. 6 La imaginación y el arte de Calderón, Madrid, Cátedra, 1991, p. 376. El capítulo XXI de este libro («Religión y guerra: El príncipe constante», pp. 349-378) reproduce, corregido y aumentado, el ensayo «Christian values and drama: El príncipe constante», publicado en Karl-Hermann Kórner y Klaus Riilh, eds., Studia Ibérica. Festschrift für Hans Flasche, Berna/Munich, Franke, 1973, pp. 441-458. 7 «£/ príncipe constante: a Théâtre of the World», en R. O. Jones, éd., Studies in Spanish Literature of the Colden Age presented to Edward M. Wilson, Londres, Tamesis, 1973, pp. 90 y 92. 8 Op. cit., p. 501.

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consideran que el carácter de don Fernando se mantiene esencialmente idéntico a sí mismo a lo largo de toda la representación tienden a interpretarla como la exaltación simultánea de tres triunfos: los de la Fe, el reino cristiano de Portugal y la Iglesia. Buscan su significado en el ámbito de la polémica político-religiosa y sostienen que la visión de la historia implícita en el drama se acomoda al pensamiento providencialista católico. En palabras de Alexander A. Parker, refieren su significado al «espíritu de las Cruzadas»9, dependiente —añadimos nosotros— antes de una visión épica que de otra de signo trágico10. Por el contrario, la defensa de la hipótesis de la conversión suele ir unida a la idea de que el único triunfo sancionado por el desenlace es el estrictamente individual de la salvación de don Fernando. En opinión de Parker, el argumento de El príncipe constante constituye un implacable «relato de fracaso»11 en el plano social, político e histórico: tanto el reino de Fez como el de Portugal saldan con la frustración sus pretensiones expansionistas, recogiendo el solo fruto del sufrimiento de sus subditos. El fracaso y el dolor señalan la ceguera irredimible que preside el destino de la sociedad humana. En un sentido convergente se expresa Dunn, cuando sintetiza la obra como «the story of one man's émancipation from history»12, donde la historia se ha identificado con el teatro y la ilusión, subordinándose al capricho de la Fortuna. El significado del drama se traslada, por lo tanto, a un plano religioso-moral, como representación de la pugna irreconciliable entre el mundo y el alma, entre los falsos valores que gobiernan los afanes y relaciones de la sociedad y el descubrimiento por el individuo de la vocación transcendente y caritativa del espíritu. El dramaturgo estaría apuntando de este modo a una espiritualidad ascética, cuya participación en la «infinitamente cansada tristeza [de Dios] ante la perversidad de los renglones eternamente torcidos de los hombres»13 constituiría un genuino sentimiento trágico cristiano, al que sólo cabe oponer el proceso individual de la conversión, cimentado en el desengaño y la negación del mundo. La causa principal del dilema exegético reside en la búsqueda de coherencia para la trayectoria dramática del infante don Fernando, aparentemente escindido en diversos papeles, no siempre juzgados como compatibles14. El escollo crítico más peligroso ha sido el de la valoración de sus actitudes en el primer acto. Sloman entendió que el trabajo de refundición sobre el modelo inmediato de La fortuna adversa estuvo orientado «by Calderón's new conception of the story of Prince Ferdinand and in 9 Op. cit., p. 351. 10 Tengo en mente la distinción entre «dos grandes experiencias arquetípicas» establecida por Patxi Lanceros (La herida trágica, Barcelona, Anthropos, 1997, p. 109): la experiencia de la conquista, o épica y la del exilio, o trágica. Una dicotomía próxima a ésta subyace en la propuesta de periodización y clasificación genérica de la Comedia realizada por Marc Vitse («El teatro en el siglo xvn», en José Ma Diez Borque, dir., Historia del teatro en España, I, Madrid, Taurus, 1987, pp. 529-548 y 560-575): el drama de Lope y sus coetáneos depende de la experiencia épica de la conquista, mientras que el de Calderón escenifica la experiencia trágica del exilio. El príncipe constante, como otras tragedias calderonianas, representa justamente la decepción respecto al ideario de la conquista y el descubrimiento de la realidad del exilio. 11 Op. cit., p. 359. 12 Op. cit., p. 94. Í3 A. A. Parker, op. cit., p. 356. 14 Además del artículo citado de Wolfgang Kayser, véase a este respecto Robert Sloane, «Action and Role in El principe constante», Modem Language Notes, LXXXV, 2,1970, pp. 167-183.

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particular of the character of Ferdinand himself ». Explica cómo el retrato del infante, en el texto-fuente atribuido a Lope de Vega, se mantiene sustancialmente fiel a su personalidad y comportamiento en los relatos históricos. En la primera escena de La fortuna adversa, he appears as a prayerful and saintly figure who distributes clothes and food to the poor. At Tangier he is subordínate to Enrique, and he disembarks with the sea contingent whilst Enrique advances upon the town by land.15 Frente a esta caracterización, la novedad de la versión calderoniana es radical: «Calderón admits no trace of the diffident Ferdinand in his play». No solamente elimina todo rastro de timidez bélica en las primeras acciones del infante, sino que destaca decididamente su valor y vocación militares, extremando para ello el contraste entre don Enrique y don Fernando, en términos inversos a los transmitidos por las crónicas y por su modelo dramático. Al mismo tiempo, desaparece de la reelaboración calderoniana aquella presentación del protagonista como persona devota, penitente y contemplativa. Según el criterio de Sloman, Calderón transforma al «religioso Infante»16 en «Christian crusader»!7. Aprovecha, en consecuencia, el acto I, para atribuir a don Fernando las cualidades correspondientes a la dimensión agresiva de la virtud definitoria del caballero cristiano, la «Christian Fortitude»18. Su comportamiento como resuelto comandante de la expedición portuguesa ejemplifica su grandeza de ánimo («magnanimitas»}. La generosidad con que libera al afligido general enemigo, Muley, tras haberle hecho prisionero personalmente, revela su «magnificentia». A partir de la derrota de Tánger y, sobre todo, de su negativa a ser intercambiado por Ceuta, la fortaleza cristiana de don Fernando desplegará hasta grados de sublimidad su dimensión de resistencia: «patientia», «perseverantia» y «constantia»i9. La valoración del comportamiento del infante en la batalla de Tánger por parte de Parker y Dunn es bien diversa. El primero, a pesar de concederle el beneficio de la buena intención, censura su ingenuidad: prestándose a encabezar y dirigiendo con entusiasmo una «guerra de conquista» disfrazada como guerra santa, contrae la culpa de haberse dejado confundir y arrastrar por el «vano orgullo» a que en última instancia se reducen el ideario del honor y el afán de gloria de los políticos y los guerreros. En consecuencia, la cautividad de don Fernando posee también una vertiente expiatoria20. Dunn, por su lado, cierra su comentario de las escenas del desembarco y la liberación de Muley con estas significativas palabras:

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Op. cit., p. 191. El título de la biografía de Román (Medina del Campo, 1595), seguida muy de cerca por el autor de La fortuna adversa, reza: Historia y vida del religioso Infante don Fernando (apud A. E. Sloman, op. cit., p. 189). 17 Op. cit., p. 193. 18 Op. cit., p. 216. 19 Op. cit., pp. 192-203. 20 Op. cit., pp. 363-364. 16

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Fernando has been seduced by the vision of a soldier's paradise. He relishes his own prowess and nobility in first capturing Muley and then releasing him [...]. [Aparece complacido por] a role which satisfies vanity and invites the steem of his equals. There is nothing yet in Fernando which transcends the limitations of military caste and knightly panache. If Muley, Fénix and the other characters represent «the world», Fernando is fully of the world at this moment.21 Aquellos hechos y actitudes en los que Sloman veía la manifestación de la faceta activa de la fortaleza cristiana del cruzado, son interpretados ahora como síntomas de la pertenencia del infante portugués al mundo (en tanto que categoría religioso-moral), de su participación en sus falsos valores y en su pecado, de los que habrá de liberarse posteriormente mediante un proceso de desengaño y conversión. No obstante, la confrontación de ambas posiciones permite superar la constatación de la discrepancia y obtener alguna conclusión clarificadora. La relación simétrica que mantienen revela un eje sustancial de coincidencia, desde el que se alejan y se oponen las apreciaciones valorativas. Aunque calificado por Sloman como cristiano y por Parker y Dunn como mundano, el sustantivo definitorio de don Fernando en el primer acto es para todos el mismo: «caballero», o mejor «grande», o en definitiva «príncipe». El valor, la cortesía y la generosidad aristocráticas son las cualidades que substituyen en el protagonista calderoniano a la devoción, la penitencia, la caridad y el apocamiento de su contrafigura en La fortuna adversa. La nitidez del perfil nobiliario del infante en el primer acto (príncipe no sólo por posición, sino por vocación) ha sido constatada siempre por la crítica, abocada de tal forma al problema de conciliario con la figura del Job cristiano martirizado en el acto tercero, pasando por el rehén que renuncia a su condición de infante y se asimila a un cautivo común en el segundo. Tanto la imposición apriorística del membrete de «Christian crusader» sobre la autodefinición «Un hombre noble y no más» (I, 825)22, como el establecimiento de una ecuación desvalorizante entre el honor aristocrático y la vanagloria mundana, responden al intento de reconducir la caracterización inicial de don Fernando a términos compatibles con el significado propuesto para su trayectoria posterior, prescindiendo o ayudándose del expediente de la conversión. Tales operaciones críticas se realizan, sin embargo, al precio de falsear la experiencia originaria de la lectura, donde no se nos impone la representación modélica del «capitán cristiano» enviado por la Providencia23, ni tampoco el espectáculo abominable del orgullo humano, sino la valerosa, cortés y generosa figura de «un portugués caballero» (I, 807), «no más», ni menos24. 21

Op. cit., p. 91. Cito el texto de El príncipe constante por la edición de Alberto Porqueras Mayo, Madrid, EspasaCalpe, Clásicos Castellanos, 1975. 23 Así es como queda caracterizado definitivamente Rodrigo Díaz de Vivar tras su encuentro con san Lázaro (Guillen de Castro, Las mocedades del Cid, ed. de Christiane Faliu-Lacourt, Madrid, Taurus, 1988, III, 2115-2352). Entre su drama y £/ príncipe constante se percibe toda la distancia que separa la confianza épica de la edad de Lope de la angustia trágica de la de Calderón. 24 Bruce W. Wardropper («Christian and Moor in Calderón's El príncipe constante», Modem Language Review, Lili, 1958, pp. 512-520) ya constató la presencia en la obra de un paradigma ético laicoaristocrático, al lado del cristiano. No postuló una relación de oposición excluyeme entre ambos, sino de paralelismo encarecedor: el sistema cristiano de valores y creencias perfecciona, sin negar su dignidad intrínseca, la axiología nobiliaria, supliendo su carencia de perspectiva transcendente. El sentido del drama correspondería entonces a la apología del Cristianismo frente a la gentilidad, donde incluso la nobleza de 22

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II Es preciso aceptar el hecho: lo primero que nos propone el drama es la figura de un príncipe ejemplar, no especialmente piadoso, ni tampoco culpable notorio de vanidad. En lugar de precipitarse a difuminarlo, conviene explorar su significado en función del desarrollo argumentai. El segundo cuadro del primer acto puede reducirse a los siguientes acontecimientos: desembarco de los portugueses en las playas de Tánger (tercetos: 477-558) y enfrentamiento victorioso con el destacamento de Muley, en el curso del cual don Fernando prende personalmente y después libera al general norteafricano (romance e-e: 559-842); llegada del grueso del ejército de Fez, acaudillado por su rey, con el apoyo de las tropas de Tarudante de Marruecos; combate valeroso de los portugueses, pero en desventaja; derrota de los cristianos y apresamiento de don Fernando, como garantía de la cesión de Ceuta por Portugal (silva de pareados: 843-970). Ante el ataque combinado de los ejércitos de Fez y de Marruecos, cuya superioridad y posición estratégica frente a los portugueses cambia inexorablemente el signo de la batalla, el infante protagonista prueba los quilates de su valor y de su conciencia aristocrática. A la angustiada pregunta de su hermano, don Enrique, «¿Qué haremos, pues, de confusiones llenos?» (I, 861), responde: ¿Qué? Morir como buenos, con ánimos constantes. ¿No somos dos maestres, dos infantes? Cuando bastara ser dos portugueses particulares, para no haber visto la cara al miedo. (I, 862-867)

Consumada la derrota, acepta el razonamiento del rey de Fez («tu prisión o muerte / con tal sentencia decretó la suerte», I, 917-918), para explicar a su afligido hermano «que en la suerte importuna / éstos son los sucesos de Fortuna» (I, 925-926) y para tratar de contagiarle su actitud valerosa frente a la «desdicha» (I, 953): «preso quedo; / ni al mal ni a la Fortuna tengo miedo» (I, 949-950). Don Fernando había anticipado la identificación entre el mal y la Fortuna en su conversación con el vencido y preso Muley, donde describía el lance desfavorable del general moro como «un golpe de la Fortuna» (I, 677) y reducía su propia intervención a la de haber sido quien tuvo «más parte en este accidente / de la Fortuna» (I, 698-699). No obstante, su discusión previa con Don Enrique, a propósito de los temores y presagios funestos manifestados por este último, alimenta la duda sobre el verdadero alcance de las expresiones dirigidas a Muley que acabamos de citar. Si entendemos que espíritu permanece infecunda, encerrada entre la angustia nihilista y la desesperanza estoica. No obstante^ las operaciones mediante las cuales Wardropper aisla y jerarquiza las virtudes aristocrática y cristiana no resultan irrefutables. Al contrario, la potencia de la axiología aristocrática se impone con tal fuerza que suscita incluso lecturas como la sugerida por James A. Parr (op. cit., p. 174, en nota): «I think there may be reasonable doubt whether Fernando is a full-fledged martyr for the faith. His suffering is made unavoidable and necessary by his character».

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sus argumentos contra los «miedos vanos» (I, 556) iban más allá del propósito circunstancial de animar a su aprensivo hermano, para reflejar llanamente las convicciones del protagonista, entonces habremos de admitir su inicial confianza providencialista en la protección divina de una empresa militar de cuyo éxito depende el engrandecimiento de la Cristiandad25. Ocurre, en cualquier caso, que los hechos desmienten las razones de la arenga: los aciagos pronósticos de don Enrique comienzan a cumplirse, obligando a don Fernando a extraer la enseñanza de que «II n'est pas donné à l'homme [...] d'agir sur son destin», esto es, de su desamparo «sur le plan physique»26. Un abrumador sentimiento de 25 Como he señalado arriba, leo El príncipe constante en la edición de Alberto Porqueras Mayo (Madrid, Espasa-Calpe, Clásicos Castellanos, 1975), que toma como texto base el de la Primera parte de Vera Tassis (Madrid, Fernando Sanz, 1685), en cotejo con la editio princeps (Primera parte, Madrid, María de Quiñones, 1636) y las dos impresiones de 1640 (Madrid, viuda de Juan Sánchez). Fernando Cantalapiedra y Alfredo Rodríguez López-Vázquez (Madrid, Cátedra, 1997) editan el texto según la versión del Ms. 15.159 de la Biblioteca Nacional de Madrid (del siglo xvn, no autógrafo, pero muy correcto). El texto del Ms. presenta algunas variantes respecto a los impresos en este cuadro. Una de ellas consiste en la redistribución de ciertos parlamentos de la primera escena entre don Fernando y don Enrique. Concretamente, asigna a don Enrique los vv. 477-481, 485-488 y 533-559 (Ms.: 459-463, 467-470 y 502-527), pronunciados por don Fernando en los impresos, mientras que atribuye a este último los vv. 481-484 y 517-532 (Ms.: 463-465 y 486-501), correspondientes a don Enrique en las ediciones. Como consecuencia de ello, se producen dos alteraciones arguméntales. La primera afecta al orden del desembarco de los infantes: mientras en los impresos el primero en desembarcar es don Fernando, en el Ms. es don Enrique; en ambos casos, el segundo en desembarcar es también quien tropieza y cae a tierra. Este hecho da pie a la segunda discrepancia argumentai: si en las ediciones es don Enrique quien manifiesta recelo ante una serie de sucesos que interpreta como malos augurios, mientras don Fernando procura desvanecerlo, en el Ms. los papeles se intercambian. En sus notas al pasaje, tanto Porqueras Mayo como Cantalapiedra y Rodríguez López-Vázquez aprueban la versión del Ms., en razón de su mayor fidelidad a las fuentes del dramaturgo y del superior grado de consistencia con la trayectoria posterior de don Fernando y el simbolismo de la obra. Pasan por alto, sin embargo, un hecho previo: la señalada redistribución de parlamentos quiebra la coherencia del pasaje. Tanto en las ediciones como en el Ms. se adjudica a don Fernando el papel de jefe de la expedición, como prueba que sea él quien disponga las operaciones militares: 492-500, 571-579, 862-870 y 872-875 (Ms.: 475-482, 539-547, 847-856 y 858-861). Parece, por tanto, más coherente que sea don Fernando el primero en desembarcar en la costa africana. Ocurre, además, según he señalado, que el segundo en tomar tierra es también quien tropieza, interpretando el accidente como el último de una serie de presagios funestos. La resolución y el valor mostrados por don Fernando en la dirección de sus tropas no se compadecen con una aprensión semejante, mucho más conveniente a un don Enrique limitado al papel de seguir las órdenes e imitar el modelo de valentía de su hermano: 571-582 y 847-870 (Ms.: 539-550 y 831-856). 26 Aline Bergounioux, «Remarques sur le thème de la mélancolie dans El príncipe constante de Calderón», Crisol, 15, 1992, pp. 14-15. Sloman interpreta la enunciación de los presagios por don Enrique y la vehemente respuesta de don Fernando como parte de la caracterización contrastiva de los infantes: «Calderón saw in Enrique the means of setting Fernando into relief by contrast, and the renowned Henry the Navigator, whose very recklessness was probably the primary cause of the Tangier disaster, is converted into one who is diffident and defeatist. He trips on landing in África and frets over this and other ill-omens. Fernando, on the other hand, by his présence of mind, turns bad omens into good, and reprimands his brother for falling into the error of the infidel» (op. cit., p. 203). La lectura de Norval es semejante, si bien integrada en su propia visión del sentido de la obra: «Enrique's omens and fears are characteristic of every major figure save Fernando. These fears and pessimism end in a human despair to which everyone sooner or later succumbs. It is Fernando, as Christ, who conquers this despair (and energetically urges the others to do so) by his constant faith in another dimension of existence —"la eternidad"» (op. cit., pp. 19-20). Ocurre, sin embargo, que los pronósticos funestos se cumplen. Parker entiende este hecho como síntoma de que, contra la interpretación tradicional, don Enrique «representa la voz de la prudencia política», o sencillamente de «la

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desgracia y abandono domina la conclusión del cuadro y del acto, manifiesto finalmente en unas lágrimas (I, 964) que el afán de sobreponerse al dolor no ha podido reprimir («Enrique, / tu voz más sentimiento no publique», I, 923-924). En tales circunstancias, el protagonista repite un mensaje para su hermano el rey: «Dirásle a nuestro hermano,/ que haga aquí como príncipe cristiano / en la desdicha mía» (I, 951953); «Esto te encargo y digo: / que haga como cristiano» (I, 955-956). La combinación de insistencia y reticencia (culminada en la réplica con que se cierra el acto, donde la iniciada reiteración del mensaje queda literalmente interrumpida: I, 962) llama inevitablemente la atención del auditorio, para quien el encargo se convierte en un enigma, que habrá de resolverse después del entreacto. Como señaló Sloman, la ambigüedad del mensaje sirve también para crear un cierto clima de suspense, preparatorio del impacto emocional de la escena climática del primer cuadro del segundo acto (romance e-a: 1173-1512). No obstante, cabe todavía preguntarse, aceptando la sugerencia de Robert Sloane27, si lo que hay detrás del lacónico mensaje de don Fernando es una certeza o una duda: ¿está seguro en este momento don Fernando de cómo ha de afrontar un príncipe cristiano la situación, o más bien, acusando el efecto de la desgracia imprevista, comparte con el espectador la incertidumbre y la ansiedad? Quizás asentir a esta última posibilidad sea ir demasiado lejos. En cualquier caso, la intuición tácita del infante se convierte en interrogación para el público y centra la atención sobre la cuestión esencial: ¿asiste al ser un derecho de apelación frente a la jurisdicción de la suerte? El primer cuadro del segundo acto se abre con la escena en que Fénix relata a Muley su premonición fatal (décimas: 971-1060), dando paso a un segmento donde se suceden dos conversaciones: la de don Fernando con un grupo de cautivos, observada a distancia por Muley, y la del infante con el general moro (redondillas: 1061-1172). Advertido por la experiencia, el protagonista confiesa a su noble interlocutor la hondura de su recelo frente al poder de la Fortuna y el dominio de la desgracia sobre la existencia: Naciendo infante, he llegado a ser esclavo, y así temo venir desde aquí a más miserable estado; que si ya en aqueste vivo, prudencia», frente a la «excesiva confianza» de su hermano, arrastrado por la brillante apariencia de cruzada cristiano-caballeresca con que se reviste la guerra expansionista, conducida en el fondo por el «vano orgullo» del afán mundano de gloria (op. cit., pp. 359 y 363). Ciertamente, el cumplimiento de las siniestras premoniciones da en parte la razón a don Enrique, contra don Fernando; pero hay que hacer dos precisiones: en primer lugar, el curso de los acontecimientos refuta la relectura de las señales por este último, pero no invalida por ello su actitud valerosa; en otro orden de cosas más decisivo, el error de don Fernando no es de carácter moral (imprudencia), sino metafísico y procede de no haber experimentado hasta ahora que «II n'est pas donné à l'homme (...) d'agir sur son destin». A la luz de esta consideración, las siguientes palabras de Sloman cobran un sentido casi del todo opuesto a su intención original: «Enrique's diffidence [...] is the caution of one who looks for no help from Providence; Fernando's confidence is the faith of the Christian crusader» (op. cit., p. 204). El impensado cumplimiento de los augurios arroja a don Fernando al mundo espiritual de la tragedia calderoniana, el del «silencio de Dios» (Marc Vitse, op. cit., p. 561). 27 Op. cit., pp. 171-172.

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mucha más distancia trae de infante a cautivo que hay de cautivo a más cautivo. Un día llama a otro día, y así llama y encadena llanto a llanto y pena a pena. (II, 1121-1131)

Sin embargo, la conversación previa con sus subditos cautivos prueba que le asiste todavía un consuelo: espera la liberación, que piensa extender, en una nueva muestra de generosidad y sentido del deber aristocrático, a los demás prisioneros cristianos. La frustración por su estado de cautiverio y por la limitación que supone a la hora de ejercer su obligación protectora para con sus subordinados (El alma queda en lastimosa calma, viendo que os vais sin favor de mis manos. ¡Quién pudiera socorrerlos! ¡Qué dolor!) (II, 1106-1110) aparece compensada por la combinación de dos esperanzas: la de la obtención de la libertad y la que todavía deposita en el poder redentor (para sí y para sus subditos) de su condición nobiliaria, aún intacta, como sugieren la confiada reverencia de los cautivos y las actitudes posteriores, tanto de Muley (quien enfatiza precisamente la diferencia de situación y expectativas entre don Fernando —«vuestra Alteza» (II, 1120)— y los cautivos comunes, e incluso considera su cuita amorosa más penosa que la desdicha del príncipe), como del rey de Fez, cuyo agasajo del noble rehén abre la escena siguiente, autorizando la autodescripción del propio infante: «Cortesano soy de Fez» (II, 1140). Pero, según sospechaba don Fernando, la Fortuna no ha terminado de girar su rueda. La tercera escena del cuadro (romance e-a: 1173-1512) acoge como acontecimiento principal el retorno de don Enrique, con la respuesta portuguesa a la demanda del rey de Fez (y al encargo del príncipe retenido en prenda): «que luego por la persona / del infante se dé a Ceuta» (II, 1259-1260). Sus hermanos han sido incapaces de cumplir la petición de don Fernando: no sólo el afligido y medroso don Enrique, que probablemente no comprendió siquiera el sentido del lacónico mensaje con que fue despedido, sino también el propio rey don Duarte, cuya mortal melancolía sugiere una falta de la entereza necesaria para afrontar el doloroso dilema. Vencidos por el sentimiento, ambos han actuado como cómplices de la Fortuna, que sitúa al rehén ante el verdadero «riesgo trágico»28. El consuelo doblemente apoyado en la esperanza de la libertad y en la fe en su condición aristocrática se desmorona. Ambas instancias se le presentan ahora como incompatibles: ya no puede aspirar al mismo 28 Adopto el término empleado por Marc Vitse para designar uno de los elementos decisivos (a mi juicio, el principal) en la definición del género trágico (opuesto al cómico, también dentro de la Comedia áurea): «ese riesgo que corre —y que imaginativamente comparte con él el oyente, por su temor y conmiseración— el héroe de una trayectoria dramática en que se ven puestos en juego los fundamentos éticos, políticos, míticos o metafísicos de la sociedad o del individuo» (op. cit., p. 522).

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tiempo a la libertad y al honor. Faltaría a su obligación como príncipe y como príncipe cristiano, si aceptara la entrega de la ciudad portuguesa del norte de África: No prosigas, cesa, cesa, Enrique; porque son palabras indignas esas, no de un portugués infante, de un maestre que profesa de Cristo la religión, pero aun de un hombre lo fueran vil, de un bárbaro sin luz de la fe de Cristo eterna. (II, 1266-1274) Sin embargo, el infante no se limita a renunciar a ese rescate. La peripecia se completa cuando proclama su autodegradación: ¿Quién soy yo? ¿Soy más que un hombre? Si es número que acrecienta el ser infante, ya soy un cautivo, de nobleza no es capaz el que es esclavo; ya lo soy, luego ya yerra el que infante me llamare. (II, 1361-1367) Asistimos, como ha notado unánimemente la crítica, al momento crucial del drama. ¿Cuál es su significado? Por una parte, el rebajamiento voluntario del príncipe sirve a una finalidad persuasiva. Fortalecido por una serie de entimemas, su gesto procura disuadir a moros y cristianos de la posibilidad de llevar a efecto el rescate acordado. No obstante, la declaración de don Fernando posee otra vertiente, como insinuación de y respuesta al insólito desafío de su destino: el conflicto entre su estado y su ser nobiliario, entre sus prerrogativas y su responsabilidad aristocrática. «Si es número que acrecienta / el ser infante», si por su condición de príncipe existe el peligro cierto de que se erija «un epitafio, un padrón / de nuestra inmortal afrenta» (II, 1329-1330), a don Fernando no le queda otra opción que sacrificar su rango, su libertad y su vida, frustrando de tal modo la conspiración del tiempo y de la Fortuna contra su fama y la de «la lusitana nobleza» (II, 1384). «Morir es perder el ser» (II, 1371), asienta don Fernando, como premisa mayor de uno de los silogismos retóricos mediante los que elabora oratoriamente su sorprendente proclamación. La muerte, así definida, no corresponde a la muerte física. Al contrario, la muerte física se manifiesta en ocasiones como el único recurso para evitar la muerte de la que aquí se habla, trocándola por una vida que tampoco es la vida física. Las palabras de don Fernando recuerdan las de aquellos náufragos portugueses que prefirieron perecer, en lugar de salvarse al precio de suministrar información estratégica al enemigo: «que el vivir / eterno es morir con

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honra» (I, 326-327)29. Don Fernando sacrifica el título y trato que corresponden a su ser como infante, justamente para no «perder el ser» nobiliario, para evitar el «morir» de la «inmortal afrenta», disponiéndose por el contrario a ganar heroicamente la fama («vividora», al decir de Segismundo) de «príncipe constante» (II, 1411)30. Tal y como observó Sloman, Calderón reelabora cuidadosamente este momento de la materia heredada, hasta alzarlo a la categoría de clave del drama. A partir de él, los padecimientos del noble rehén degradado a la condición de cautivo común, hasta su muerte «enfermo, pobre y tullido» (III, 1931), se inscriben en una determinada perspectiva de sentido. En primer lugar, representan la experiencia del desamparo del ser frente a la Fortuna, desasistido de toda protección, divina o humana. La visión de un maestre e infante «de cautivo y con cadena» (acotación post v. 1512), acarreando penosamente «dos cubos de agua» (acotación post v. 1551), ha debido parecer inaudita e inaceptable. El mismo don Fernando debe asegurar y pedir paciencia al público, diciéndole: Mortales, no os espante ver un maestre de Avis, ver un infante en tan mísera afrenta: que el tiempo estas miserias representa. (II, 1552-1555)

En la primera escena del tercer acto (quintillas: 1898-2018), el noble Muley actualiza en la conciencia del auditorio el significado de los sufrimientos del príncipe, llamándole «el monstruo de la Fortuna» (III, 1922) y procurando que su rey ceda a los sentimientos propios del espectáculo que ofrece: «ten [...] / ya que no piedad, horror; / asombro, ya

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Acepto aquí la lección del Ms. (éd. cit., I, 305-306), frente a la lectura de las ediciones del s. xvn: «que el vivir / eterno es vivir con honra». Aunque esta última versión también hace sentido, pierde el efecto de la antítesis y alienta la sospecha de un error por distracción. 30 Discrepo de Parker y Dunn, que ven en esta escena el despojamiento ascético de don Fernando. Aunque orientado por la interpretación de Wardropper, Robert ter Horst anticipa este giro ascético en la comprensión de la obra. En relación con el paso que estamos comentando, advierte, como nosotros, la superposición de dos intenciones en la acción del infante, si bien las remite a los planos de la lucha políticoreligiosa y del proceso religioso-moral del protagonista. Valiéndose de los términos derivados de la metáfora económica escogida como clave exegética, escribe: «through exploitation of the wasting asset that is Ufe itself, the Prince blocks Fez's exchange maneuver and banks a depletion allowance that he cannot touch now but which is credited to him for later use» («The Economie Parable of Time in Calderón's El príncipe constante», Romanistisches Jabrbuch, 23, 1972, p. 299). Creo poder invocar en apoyo de mi interpretación, por el contrario, el ensayo de R. W. Truman, «The thème of justice in Calderón's El príncipe constante», Modem Language Review, LIX, 1964, pp. 43-52. Aunque presentado como complementario del estudio de Sloman, lo cierto es que abre una nueva vía de acceso a la obra, en la medida en que la coteja, no ya con la moral cristiana, sino con la doctrina ético-política de los tratados de príncipes, centrados por el concepto de justicia. En relación con el lugar que nos ocupa, señala que la negativa de don Fernando a ser liberado a cambio de la ciudad de Ceuta está determinada principalmente por su aversión radical a la idea de la «inmortal afrenta». Su apelación a la «religión» y la «piedad» no debe ser interpretada como muestra de una motivación estrictamente devota, sino como ilustración de la conciencia de las obligaciones del príncipe para con Dios, implícitas en la noción de la justicia y designadas como religio y pietas. En definitiva, don Fernando no actúa llevado de un especial entusiasmo religioso, sino que simplemente cumple el compromiso para con Dios incluido en el ideal del príncipe justo.

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que no llanto» (III, 1979-1982). No cabe duda: a los ojos del general moro, el caso del infante portugués cumple punto por punto los requisitos de la tragedia. Todo el segundo cuadro del segundo acto (silva de pareados: 1513-1591; décimas, con dos sonetos intercalados: 1592-1699; romance é: 1700-1897) oscila entre dos polos semánticos. Por un lado, la vivencia de la «menesterosidad del ser»31, maestra de un saber doloroso, condensado en los célebres sonetos de las flores y las estrellas y anticipado en una sentencia tan llana como irrefutable: «Porque nace el hombre / sujeto a Fortuna y muerte» (II, 1641-1642). Por otro, el coraje opuesto por don Fernando al desfallecimiento de su noble asistente, don Juan Coutiño («¡Que no desate / un rayo el cielo para darme muerte!», II, 1573-1574): Don Juan, no ha de quejarse de esa suerte un noble. ¿Quién del cielo desconfía? La prudencia, el valor, la bizarría se ha de mostrar agora. (II, 1575-1578)32 A pesar del abandono en que ha dejado Dios a sus guerreros, a pesar de que el poder de la «Alteza» se haya desvanecido «en tal bajeza» (II, 1568-1569), don Fernando vuelve por la nobleza y por la fe, contra el abatimiento y la desesperación, transformando el desastre en prueba; el mal, en ocasión de gloria; la aparente pérdida del ser, en arriesgada pugna por ganarlo: «la prudencia, el valor, la bizarría / se ha de mostrar agora». En una existencia gobernada por la Fortuna, el ser es inexorablemente un ser agónico, que sólo puede afirmarse aceptando valerosamente el riesgo de perderse. Constituida la desdicha en categoría definitoria de la temporalidad humana, arrumbada la concepción providencialista de la historia, la fidelidad a su honor y, con él, a su responsabilidad política y religiosa, exige del «príncipe cristiano» nada menos que el heroísmo33. 31

B. W. Wardropper (op. cit., pp. 516-520) detectó la importancia del tema de la finitud (tiempo, Fortuna, desdicha, muerte), interpretándolo como la piedra de toque que demuestra la superioridad del sistema de creencias y valores cristiano, fundamentado en la transcendencia. Esa lectura, sin embargo, rehuye, mediante una apresurada transposición al plano apologético-religioso, la pregunta metafísica calderoniana, formulada también por esta obra: «Ni ilustrado del Siglo de las Luces, ni racionalista medieval o epígono de la escolástica tardía, Calderón se nos presenta tenaz y profundo, oponiendo la menesterosidad del ser al optimismo de la onto-teología» (Antonio Regalado, Calderón. Los orígenes de la modernidad en la España del Siglo de Oro, Barcelona, Destino, 1995,1, p. 79). 32 El pasaje aparece notablemente modificado en el Ms.: «CUTIÑO: ¿Que no desate / un rayo el cielo para darle muerte / a un tirano cruel? FERNANDO: Pues de esa suerte / un hombre desconfía, / rogar por él será más bizarría / que Dios quiere. CUTIÑO: N O quiero por ahora» (éd. cit., II, 1643-1648). Las diferencias obedecen principalmente a un cambio en el reparto. El personaje del lacayo Brito desaparece en el Ms., asumiendo Cutiño su caracterización. A ello se debe la supresión de las referencias a la nobleza en la respuesta de don Fernando, así como la transformación de la osada llamada a la muerte, por parte de don Juan, en la petición de la muerte ajena por Cutiño. 33 Precursor de la nueva ubicación del pensamiento calderoniano en el horizonte de la crisis germinal de la Modernidad, y no ya en el recinto supuestamente cerrado de la ortodoxia teológica y filosófica del neotomismo español, Alan K. G. Paterson descubre en la boga del neoestoicismo de Lipsio un probable puente entre el dramaturgo y las nuevas ideas. Encuentra reflejado en varios lugares y aspectos de El príncipe constante el énfasis lipsiano y moderno sobre la finitud y la opínabilidad, que deja al hombre desasistido de la seguridad ofrecida por la metafísica tradicional. Hasta aquí, este acercamiento a la obra puede conciliarse

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Tanto el contrapunto entre experiencia trágica y resolución heroica, como la ecuación de ser y honor, reciben una notable confirmación en el diálogo entre don Fernando y Muley que pone fin al segundo acto. Abrumado por la desgracia de su noble amigo cristiano, definida gráficamente como este inconstante desdén del tiempo, este estrago injusto de la suerte, este cruel ejemplo del mundo y este de la Fortuna vaivén (II, 1711-1715),

acude Muley a «pagar / deuda que un tiempo cobré» (II, 1726-1727), ayudando a escapar a don Fernando secretamente, de modo que el cautivo logre la libertad y él no quede deshonrado por la acusación de traición. Sospecha el rey, sin embargo, y frustra sagazmente el plan, haciendo al propio Muley alcaide del prisionero. El noble musulmán se enfrenta entonces a un dilema imprevisto: «entre mi amigo y el rey, / el amistad y el honor / hoy en batalla se ven» (II, 1833-1835). Pero no sólo él, sino también don Fernando, en la medida en que aceptar el ofrecimiento de Muley conlleva la deshonra del amigo. La cuestión de honor se resuelve como competencia aristocrática en generosidad, donde ambos llegan al límite: Muley manifiesta su disposición a arriesgar no sólo la vida, sino también el nombre, para responder a la obligación que le une a don Fernando; este último, sin embargo, se opone a que «sea / uno con su honor cruel / por ser liberal conmigo» (II, 1884-1886). En el momento de cerrar la representación del segundo acto, el infante demuestra que la autodegradación al estado de esclavo, la experiencia de la humillación, la penalidad física y la soledad metafísica no han aniquilado su conciencia nobiliaria, convencida de que el respeto al honor ajeno es parte constitutiva del honor propio34, sino que han actuado como crisol, del cual emerge en su máxima pureza, identificada con la disposición heroica al sacrificio, como

fácilmente con el nuestro. La discrepancia se produce cuando Paterson apunta al rebasamiento por Calderón de las posiciones de Lipsio, hacia una conclusión nihilista: «esa idea [de la armonía mundana] es retractada y sustituida por otra, basada en el odio, que admite sólo la crueldad universal, mundo Schopenhaueriano avant la lettre. [...] La constancia absoluta de don Fernando apenas sirve para ofrecer consuelo a los grandes del mundo. El tema lipsiano del menosprecio de la muerte, trasladado al teatro de Calderón, se extiende a un menosprecio terminante del poder, algunos dirían incluso de la vida» («Justo Lipsio en el teatro de Calderón», en J. M* Ruano de la Haza, éd., El mundo del teatro español en su Siglo de Oro: ensayos dedicados a John E. Varey, Ottawa, Dovehouse Editions, 1989, p. 284). Por nuestra parte, estimamos que Calderón atisba esa conclusión, pero orienta precisamente su esfuerzo dramático a superarla, oponiéndole una antropología y una axiología fundamentadas en el valor aristocrático. 34 El agudo sentido del honor de don Gutierre, protagonista de El médico de su honra, ilustra también este extremo. Con el propósito de no comprometer la fama de doña Leonor, se resiste todo lo posible a revelar al rey el motivo por el que interrumpió su relación con ella: «que si para mi descargo / hoy hubiera menester / decirlo, cuando importara / vida y alma, amante fiel / de su honor, no lo dijera». Doña Leonor, por su parte, a pesar de sentirse afrentada por don Gutierre, reprende indignada al lisonjero don Arias, cuando insinúa su consentimiento del cortejo del infante don Enrique a su esposa: «pues si fuerais noble vos, / no hablárades, vive Dios, / así de vuestro enemigo. / Y yo, aunque ofendida estoy, / y aunque la muerte le diera / con mis manos, si pudiera, / no le murmurara hoy / en el honor, desleal» (ed. de Don W. Cruickshank, Madrid, Castalia, 1989,1, 891-895 y II, 1838-1845).

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recurso extremo para afirmar la propia vocación de ser: «seré un príncipe constante / en la esclavitud de Fez» (II, 1896-1897). III A la vista de las observaciones precedentes, podemos afirmar que la nueva concepción de la historia y del carácter del infante don Fernando de Portugal, alegada por Sloman como fundamento de la refundición calderoniana de La fortuna adversa en El príncipe constante, consiste en la percepción del argumento como material adecuado para configurar una-drama trágico, es decir, para desarrollar una exploración de la condición agónica del ser aristocrático en una existencia determinada por la temporalidad35. La extrañeza de la obra procede justamente de este hecho, que parece conllevar una mixtura de géneros y ámbitos de sentido diferentes, los de la tragedia profana y el drama religioso de martirio. Generalmente se ha procurado eliminar esa rareza borrando, atenuando o adaptando la figura de la primera a los requisitos supuestos para el segundo. Es posible, sin embargo, que la comprensión de nuestra obra exija revisar algunas de las ideas tradicionales sobre el drama de mártires calderoniano. Para ilustrar esta intuición tomaré el ejemplo mejor conocido, El mágico prodigioso36, protagonizado, como se sabe, por los santos mártires Cipriano y Justina. El primero de ellos es un joven y noble filósofo gentil que, por su resolución y honestidad intelectuales, rechaza la religión pagana y está a punto de descubrir al verdadero Dios. El demonio acude a impedirlo. Fracasado su intento de distraerle dialécticamente, utiliza el recurso de obnubilarle mediante las pasiones, concretamente la soberbia (por la promesa de un todopoderoso saber mágico) y la lujuria (ofreciéndole la posesión de Justina). Esta última es una noble y casta doncella criptocristiana, a quien el diablo pretende condenar, quebrando su firmeza en la fe y en la virtud. Valiéndose de sus poderes sobrenaturales, la somete al cerco de la difamación, reforzado en última instancia por la insurrección de su propio deseo. Un primer rasgo notable consiste en que no sólo el joven pagano, sino también la doncella cristiana ha de afrontar en completa soledad la agresión diabólica. Justina descubre en el curso de la acción su condición de hija abandonada por un padre uxoricida. A ello se suma el hecho de que, como consecuencia de la difamación diabólica, recae sobre ella el repudio universal, que incluye el de su padre adoptivo, el sacerdote Lisandro. En la escena clave de su itinerario, sufre con horror y angustia la rebelión de sus sentidos y su imaginación, aparentemente coaligados contra ella con la naturaleza toda. La experiencia de Justina va más allá de la tentación del pecado, en la medida en que ésta se inscribe en el contexto de un desolador desvalimiento. A pesar de lo inquebrantable de su fe, la protagonista padece, camino del martirio, la angustia de la «menesterosidad del ser». Un segundo aspecto destacable viene dado por la importancia del tema de la infamia. Según he notado arriba, el demonio mancha la opinión de Justina mediante diversos trucos, con el fin de doblegar su constancia en la fe y en la virtud. Al no 35

Véase M. Vitse, op. cit., pp. 560-575, donde se resume la perspectiva que inspira principalmente nuestra definición de la tragedia calderoniana. 36 Leo este drama en la edición de Bruce W. Wardropper, Madrid, Cátedra, 1985.

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lograrlo, toma la infamia de la doncella por objetivo en sí misma, procurando acreditarla definitivamente, mediante la entrega a Cipriano de un fantasma de Justina. Es en este momento, y justamente para evitar la deshonra de la doncella, cuando se produce la primera intervención divina, consistente en el milagro de transformar la apariencia diabólica en esqueleto. La acción divina se completa en el desenlace, cuando obliga al demonio a confesar ante todos sus engaños y a proclamar la intacta honradez de la doncella mártir. Ocurre, por lo tanto, que Justina afronta simultáneamente dos amenazas: una contra su salvación y otra contra su fama. La protagonista defiende al mismo tiempo su fe y su honor. Más aún: solamente recibe el auxilio divino solicitado («Vuestra es la causa, Señor. / Volved por Vos y por mí», III, 2407-2408) después de haber probado, hasta el límite del sacrificio de su deseo, su fidelidad al autollamamiento «¡Ay, honor! / Volved por vos y por mí» (II, 1536-1537). En lugar de establecerse un conflicto entre la axiología del honor y la cristiana, el argumento llega incluso a presentar el favor divino como una suerte de deuda nobiliaria. A la pregunta del desengañado Cipriano, «¿Qué le ha obligado [a Dios] a ampararla [a Justina]?», el demonio se ve forzado a responder: «Guardar su honor limpio y puro» (III, 26712672)37. Las observaciones anteriores autorizan a pensar que el protagonista y el conflicto del drama de martirio no son en Calderón de naturaleza radicalmente diferente a los de la tragedia profana. El mártir calderoniano es ante todo un héroe trágico, cuya trayectoria ilustra la permanente amenaza de aniquilación que conlleva la temporalidad de la existencia, frente a la cual la vocación aristocrática de ser descubre el valor como único fundamento de la identidad (del «ser quien se es», donde el ser para la fe no parece incompatible, sino armónicamente complementario del ser para el honor38). Si esta intuición es acertada, la presunta heterogeneidad de El príncipe constante se revela como el resultado de un desajuste de la perspectiva crítica, no suficientemente atenta a la continuidad del drama de mártir y de la tragedia heroico-aristocrática en el teatro de Calderón. El motivo del martirio de don Fernando no impide, sino que más bien exige el desarrollo de la potencialidad trágica y heroico-aristocrática de la materia, de modo que la pregunta del exasperado rey de Fez, «¿Es humildad [religiosa] o valor 37

También Cipriano es, como Justina, persona de calidad y comparte con ella el sentido del honor: «que nací / con obligaciones tantas / como los dos, a saber / qué es honor y qué es infamia» (I, 375-378). Esta conciencia nobiliaria se destaca mediante el pronunciado contraste ofrecido por los lacayos (los dos criados de Cipriano y la sirvienta de Justina), protagonistas de un ménage à trois, a propósito del cual se sucede toda una divertida serie de grotescas tergiversaciones de los valores aristocráticos. Este mismo énfasis señala la importancia del tema del honor, no suficientemente reconocida cuando se le relega a la función de representar «los valores sociales y políticos [...] mundanos, ilusorios», opuestos a «los valores intelectuales y espirituales [...] reales» (B. W. Wardropper, éd. cit., pp. 41-42). 38 Cabe incluso pensar que el ser para la fe se concibe según el modelo del ser para el honor. El padre adoptivo de Justina, el sacerdote clandestino Lisandro, nos ofrece dos ejemplos. Por un lado, se caracteriza mediante una relación que adopta la aristocrática forma de la genealogía, presentando su fe y su •disposición al martirio como la herencia de un linaje: «Cristianos nacieron ambos [mis padres], / venturosos descendientes / de algunos que con su sangre / rubricaron felizmente / las fatigas de la vida / con los triunfos de la muerte» (I, 607-612). Por otro, saluda el celo religioso de Justina con estas palabras: «No fueras, bella Justina, / quien eres, si no lloraras, / sintieras y lamentaras / esa tragedia, esa ruina / que la religión divina / de Cristo padece hoy» (I, 537-542). «No fueras [...] / quien eres»: la fórmula empleada por Lisandro anuncia el relato de los orígenes de Justina y vuelve a sugerir una concepción del ser cristiano sub specie novilitatis.

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[nobiliario] / esta obediencia?» (III, 2297-2298), sólo tiene una respuesta: es humildad y valor, es heroísmo que pugna por salvar el ser (del príncipe y del cristiano) de la nada a que lo arrastra «este inconstante desdén / del tiempo».

RODRÍGUEZ RODRÍGUEZ, José Javier. «"¿Es humildad o valor / esta obediencia?". Género y sentido de El príncipe constante». En Criticón (Toulouse), 78, 2000, pp. 93-108. Resumen. Este ensayo versa sobre un tema clásico, pero no agotado, de los estudios calderonianos: el del sentido de El príncipe constante. El repaso de la literatura crítica muestra que la dificultad planteada por la dualidad aparente del protagonista ha sido generalmente resuelta mediante la supresión de la autonomía o el valor en sí de su faceta caballeresca, con el fin de asegurar la interpretación religiosa de la obra. Por el contrario, este artículo llama la atención sobre aquel aspecto de la figura y sobre la esencia trágica (sin adjetivos) del argumento, necesario contexto de interpretación de sus connotaciones religiosas. Résumé. Un sujet classique mais non épuisé: la signification du Principe constante. La critique a bien montré la double dimension du protagoniste mais a généralement mésestimé la portée de sa facette chevaleresque pour mieux asseoir l'interprétation religieuse de l'œuvre de Calderón. On s'efforcera ici, à l'inverse, de souligner l'importance de l'aspect aristocratique du personnage et l'on mettra l'accent sur l'essence tragique de la pièce, sans laquelle on ne peut interpréter correctement ses connotations religieuses. Summary. This essay deals with a classic, but not closed, topic of Calderonian studies: the meaning of El principe constante. A review of critical literature shows that the difficulty posed by the apparent duality of the protagonist has been generally solved by suppressing the authonomy or the positive value of his knightly facet, in order to secure the religious interprétation of the play. On the contrary, this paper calis attention about that aspect of the figure and the tragical essence (without adjetives) of the plot, context into which religious connotations must be interpretated. Palabras clave. CALDERÓN DE LA BARCA, Pedro. Martyrerdrama. Principe constante, El. Teatro religioso. Tragedia.

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