ESTUDIOS SERIE ARTE. Cuaderno de pintura

ESTUDIOS SERIE ARTE Cuaderno de pintura Manuel Quintana Castillo Cuaderno de pintura 1a edición, Consejo Nacional de la Cultura / Galería de Art

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Introducción a la Historia del Arte. Pintura. I.- DEFINICIÓN. Arte de representar figuras en una superficie mediante colores. II.- VALORES TÉCNICOS.

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ESTUDIOS SERIE ARTE

Cuaderno de pintura

Manuel Quintana Castillo

Cuaderno de pintura

1a edición, Consejo Nacional de la Cultura / Galería de Arte Nacional 1982 1a edición en Monte Ávila Editores, 2010 DIAGRAMACIÓN María Gabriela Rodríguez IMAGEN DE PORTADA El gabinete de Caligari (fragmento), (2008) Manuel Quintana Castillo Marly Quintana, selección del fragmento CORRECCIÓN Olga Marina Molina / Alí Molina © MONTE ÁVILA EDITORES LATINOAMERICANA, C.A., 2009 Apartado Postal 1040, Caracas, Venezuela Telefax (0212) 485.0444 www.monteavila.gob.ve Hecho el Depósito de Ley Depósito Legal N° lf50020098002685 ISBN 978-980-01-1728-6

PRESENTACIÓN*

Una de las cosas más difíciles de enseñar es el arte; es difícil de enseñar porque los elementos que constituyen el vocabulario de la plástica están constantemente en transformación. Los elementos constitutivos del arte son difíciles de fijar y se escapan, como pez bajo el agua, de las manos del pescador. ¿De qué manera, entonces, enseñar algo tan subjetivo, algo que es tan cambiante? Hablando con sinceridad, ¿qué cosas puede enseñar un artista, cuando él mismo no llega a sentirse del todo en posesión de la verdad? Cuando advierte que su arte no se encuentra en una etapa estable sino en un período de transición.

* Este texto, reproducido en la edición de 1982, es de autor no identificado (N. del E.).

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Estas inquietantes palabras de Manuel Quintana Castillo, que pertenecen a un texto incluido en este libro, nos introducen de una vez al doble camino que recorreremos en sus páginas: el camino que conduce al conocimiento del arte y aquel de las dudas e inseguridades que el arte mismo establece: y ambos caminos son recorridos aquí tanto por el pintor como por el espectador, tanto por el hombre que dedica su vida a la investigación plástica como por quienes somos testigos —curiosos y estudiosos— del fenómeno plástico. Pero si el párrafo anterior pareciera conducirnos a un terreno de inseguridades, otra línea escrita por Quintana Castillo puede ofrecernos estimulante equilibrio: «La pintura siempre es un hecho nuevo porque cada cuadro que el artista produzca tendrá la significación de algo que ha sido arrancado a la nada, es decir, algo que antes de él no existía». Efectivamente, arrancado a la nada es todo el arte; y quien puede dar significaciones a ese milagro es, en primera instancia, el artista mismo, y luego el espectador. Tal como lo ha sospechado nuestro lector, ese carácter dialéctico constituye la definición del pensamiento de Quintana Castillo: proposiciones de temas apasionantes, discusiones, dispersiones y reagrupaciones conceptuales: todo como la vida misma de un artista que se interroga continuamente. Pocas veces, en la historia de la pintura, un creador escribe (y escribe bien) sobre ella, sobre los grandes innovadores y sobre las relaciones entre arte y sociedad. Quintana Castillo, con agudeza y sensibilidad muy especiales, se interna en tales áreas despertando siempre ángulos y apreciaciones de original fuerza. Tanto en órganos periodísticos como en catálogos y en un programa radial (de cuyo nombre surge el título de este li-

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bro), el artista ha cultivado esa fructífera inclinación reflexiva. Realmente constituye para nosotros una placentera labor haber obtenido estos textos, diseminados durante las últimas décadas, para integrar este unitario y valioso conjunto de experiencias, tal como nos las transmite Manuel Quintana Castillo, el pintor. Ganador del Premio Nacional de Artes Plásticas en 1973, Manuel Quintana Castillo nació en Caucagua, estado Miranda, el 6 de enero de 1928. Ha ejercido la docencia en la Escuela de Artes Plásticas y Artes Aplicadas de Caracas, y en la Facultad de Arquitectura de la Universidad Central de Venezuela. Su obra pictórica posee un admirable y sostenido aliento visual, así como una penetrante búsqueda de significaciones filosóficas a partir del arte mismo. JOSÉ BALZA

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LA PINTURA en Venezuela, y en cualquier parte del mundo, será lo que los pintores quieran hacer de ella. Pero esta aseveración no significa, necesariamente, que los artistas estén dispuestos a someter su obra a las ligerezas de un simple capricho que, por superficial, le reste la trascendencia necesaria. El artista nunca actúa por antojo pasajero, y aun en aquellos casos en que la obra sea el resultado de una actitud completamente desprejuiciada ante los imperativos del raciocinio y el conocimiento teórico, esa obra: rebelde, independiente, autónoma, espontánea, e incluso arbitraria en muchas circunstancias, está respondiendo de la manera más fiel a determinados estados de espíritu, lo cual equivale a decir determinadas realidades. Y sucede, precisamente, que el artista no inventa la realidad, porque ella es algo que si bien existe en

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él, no es menos cierto que primeramente estuvo dada antes y fuera de él. Lo más que puede hacer el artista ante la realidad es transformarla, recibirla y devolverla ya modificada por la alquimia de su temperamento. El artista está imposibilitado para crear algo que de alguna manera ya no existe en la naturaleza o en la vida. Quiéralo o no, siempre estará sujeto a expresar las cosas que lleguen a él por las vías de la percepción y los sentidos. El mundo nunca le será extraño, y por la calificación que le confiere su sensibilidad, nadie será más autorizado que él para interpretar y traducir el lenguaje de todas las cosas que existen y suceden a su alrededor y dentro del ámbito de su conocimiento del mundo. Todo esto quiere decir que el arte está indisolublemente ligado a la vida, y las cosas que suceden en la vida y en la realidad siempre obedecen a razones, a verdades muy auténticas; en arte es igual: nada en él es ilógico ni gratuito. Así, pues, el arte ha seguido paralelamente las ondulaciones del movimiento histórico y ha experimentado, dentro de sí mismo, las transformaciones sufridas por la cultura; llegando, incluso, en no pocas oportunidades, a adelantarse en experiencias a otras disciplinas del conocimiento y la evolución. Sobrados son los ejemplos, e incluso para contradecir el tan cacareado argumento de la influencia recibida por la pintura a raíz de la aparición del psicoanálisis, podemos decir que, si bien puede ser verdad que la pintura fue influenciada por el psicoanálisis, no es menos cierto que también el psicoanálisis ha sido influenciado por la pintura. El Bosco existió antes que Freud, también los sueños; y los sueños han estado siempre más cerca del arte que de la ciencia. Entonces, no podemos menos que aceptar como un hecho natural todas las transformaciones que el arte haya sufrido, aun cuando las obras resultantes de ese proceso no se avengan con las premisas dictadas por el criterio.

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La pintura venezolana, por su parte, no ha sido ajena a esa evolución. Sobre todo en los últimos años, cuando los pintores jóvenes se propusieron actualizar en nuestro país las grandes corrientes que se venían acentuando en amplitud universal. La sensibilidad venezolana, más plástica que literaria, siempre ha producido excelentes pintores. Esta es una constante que se inicia con los llamados pintores de mano esclava y Juan Lovera en la Colonia, pasando después, respectivamente, por Rojas, Michelena, Herrera Toro, Boggio, Marcelo Vidal, Monasterios, los pintores del Círculo de Bellas Artes, hasta llegar al pintor de personalidad más definida y más propiamente realizado hasta ahora en nuestro país: Armando Reverón. Con el año 1945 se abre un período de grandes promesas para la pintura venezolana. Un valioso grupo de artistas jóvenes viaja a París y allí se integran, casi como pioneros, al movimiento abstracto que en ese momento comenzaba a imponerse en el mundo. Entre estos artistas, fundadores del grupo de «Los disidentes», cabe nombrar a Pascual Navarro, Alejandro Otero, Mateo Manaure, Guevara Moreno, González Boggen, Perán Erminy, Mercedes Pardo, Armando Barrios y Miguel Arroyo. De ellos, la mayoría ha sido consecuente con su personal proceso creador, que progresivamente ha sido susceptible a nuevas transformaciones. Navarro, al parecer, ha sido la excepción. Dotado, extraordinariamente, para el ejercicio de la pintura, en la cual se expresó con una paleta rica de color y materia, en figuraciones y paisajes de trazo suelto y emotivo, la abandona, repentinamente, para perderse en actividades ajenas a su vocación. El grupo «Los disidentes», se convierte, en París, en abanderado del arte abstracto, y de haber contado con un apoyo más efectivo de parte de entidades oficiales, como de

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particulares, hoy en día algunos de ellos serían pintores de amplia cotización y renombre en el mundo. Pero sucedió que por circunstancias diversas, casi todos regresaron a Venezuela, donde al poco tiempo impusieron firmemente el arte abstracto. La abstracción geométrica vino, es justo decirlo, a romper la siesta tropical que dormía la pintura venezolana. Contra el paisajismo, el desnudo y la naturaleza muerta, que campeaban en los salones, ellos levantaron el principio de que era necesario plantear los principios genéricos de la plástica y exaltar la imaginación, destruyendo lo que, en palabras de Mondrian, se llamó la «forma limitadora». Había que excluir, en la concepción y realización del cuadro, cualquier semejanza con el repertorio de formas propuesto por la naturaleza. No más árboles, no más cerros, no más retratos ni bandejas de frutas. La pintura tradicional, la pintura establecida, fue incapaz, ya por falta de capacidad polémica, ya por falta de decisión y también por indiferencia, de oponer un frente que rivalizara en pensamiento y obra con los abstractos. Los únicos que con un empecinamiento de carbonarios demostraron y demuestran una intransigencia feroz con el abstraccionismo fueron los adictos al llamado realismo socialista. Pero el desacuerdo de los Realistas Socialistas no debe extrañarnos, pues es cosa conocida que ellos, por principio, están contra todo movimiento nuevo que golpee las murallas de su dogma. Los abstractos, pues, barrieron con todo: acuchillaron al costumbrismo, reventaron la academia, negaron la pintura de caballete y protestaron contra toda actitud romántica en la pintura. Al negar el caballete, adoptaron la solución del muro y buscaron la integración de la pintura a la arquitectura. Sin embargo, dentro de su apasionada rebeldía llevaban, sin advertirlo, el caballo de Troya que a la larga ha-

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bría de destruir al geometrismo. A fuerza de condenar el academicismo, el arte geométrico se constituyó, a su vez, en academia. Al rechazar todo el arquetipo de formas de la naturaleza, adoptaron, en cambio, el arquetipo de las formas geométricas que, a su vez, también pueden ser igualmente limitadoras. Pero, no obstante todas las contradicciones y aspectos negativos, el arte abstracto sí dejó obra valiosa en Venezuela. Omar Carreño, Otero y Manaure, entre otros, pintores de fina sensibilidad y definida vocación, encontraron en su momento el medio de expresión idóneo para expresarse cabalmente en cierta etapa de su evolución. Pero el proceso no se detiene, y si bien los años que van desde 1947 hasta 1959 habrían de estar signados por la abstracción geométrica, en 1960 se realiza, simultáneamente, en Caracas y Maracaibo, una exposición que por su naturaleza traía un acento nuevo, que sería determinante en la formación de un espíritu distinto y renovador en la pintura venezolana. Esa exposición se llamó «Espacios vivientes» y contaba entre sus participantes a artistas, muchos de ellos hasta entonces desconocidos, como Fernando Irazábal, Alberto Brandt, Carlos Almenar, Carlos Contramaestre, Marcos Miliani, Esteban Muro, Jorge Castillo, Daniel González, Cruxent, Teresa Casanova, Maruja Rolando y varios más. También participaron en esta exposición pintores de nombre ya conocido, tales como Mercedes Pardo, Vázquez Brito, Jaimes Sánchez, Milos Jonic, Pascual Navarro, Mary Brandt, Pedro Briceño, etcétera. Estos artistas, conocidos unos, desconocidos otros, se agruparon al coincidir sus intenciones en la necesidad de formular un arte, una pintura, cuyos principios implicaban una saludable libertad al instinto y a la acción inmediata en la realización de la obra. Había una fe profunda en la restitución

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e incorporación de procedimientos cuyo fin último era revelar aspectos desconocidos de un mundo indeterminado y germinal, dotando a la materia en su estado primario de una potencia psíquica capaz de actuar sobre el espectador sensibilizado, valiéndose de recursos diáfanamente plásticos que podían ser resumidos en estas conclusiones: poder emergente de la materia en extensión (mancha), de la materia en profundidad y relieve (textura) y modificación por análisis visual del espacio sobre el que tales tensiones se producen. Este grupo de pintores viene a sentar las bases del movimiento informalista en Venezuela, el cual, como ya hemos dicho en otra oportunidad, se encargó de destruir toda aquella asepsia, aquel obstinado rigor del arte geométrico que reducía cada vez más las potencialidades de la pintura en la elaboración de esquemas que las más de las veces pecaban de una pureza inhumana. Con esto restituye, también, a la pintura, propiedades tan estimulantes y renovadoras como la incorporación del gesto, lo inmediato, casual e impremeditado, las texturas, y también la libertad de emplear «accidentes» en el soporte, cuyas aparentes imperfecciones le conferían un nuevo valor a la obra. Actualmente estamos asistiendo a un panorama muy distinto en la pintura venezolana. Los artistas de mayor inquietud creadora están entregados afanosamente, de una manera dramática y angustiosa, a las experiencias más conmovedoras. Por una parte están los pintores llamados, según sus propias palabras, de «la realidad». Régulo Pérez, Guevara Moreno y Jacobo Borges son sus más calificados exponentes. Ellos buscan expresar los aspectos de la realidad, pero concibiendo la idea de realidad como un fenómeno total que abarca todos los aspectos de la naturaleza y la vida. No establecen diferencias entre la realidad árbol, la realidad hombre y la realidad

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conciencia. Para ellos la realidad puede ser una o todas las cosas, sin excluir tampoco, en su planteamiento, los valores subjetivos del ser humano. Por otra parte están los artistas antes abstractos y ahora entregados a nuevas experiencias. Manaure ha retornado a la figuración. Y con un espíritu de sencillez y pureza, recrea sus visiones del paisaje urbano y rural con un sentido de fino equilibrio en el color y la composición. Alejandro Otero ha abandonado la representación plástica por los medios irracionales de pintar valores, colores, formas, para entregarse a la experiencia del objeto. En su obra se advierte la decisión de hacer que se manifiesten las diferentes cualidades emotivas que el objeto pueda presentar en sí mismo, provocar la excitación de ciertas cualidades sensoriales y, al mismo tiempo, descubrir la significación plástica que las cosas poseen. En perspectiva semejante está Alirio Oramas. También Omar Carreño, quien ahora busca su forma de expresión en la materia y las formas libres. Por otra parte encontramos a pintores que tienden a una expresión individualizada, como Mario Abreu, pintor del instinto y de figuraciones de acentuado carácter imaginativo. Oswaldo Vigas, inclinado a un procedimiento donde se conjugan la inmediatez del gesto, el dramatismo de la materia y la violencia del color. Mercedes Pardo, quien realiza una escritura plástica en la que busca los signos más relevantes del momento creador. También es de significación el grupo El Techo de la Ballena, el cual sostiene una actitud nihilista y de intransigente agresividad, dando cabida en su seno a todo gesto y manifestación que supongan poco conformista, pero cuyos postulados de tipo esencialmente plástico devienen de la obra y los principios afirmados antes por el informalismo. Artistas como Soto y Cruz Diez se ubican dentro del campo

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de las experiencias cinéticas o del movimiento. Soto, artista de paciente y callada labor, es hoy día el artista plástico venezolano que goza de un merecido reconocimiento en los círculos artísticos europeos. Cruz Diez, por su parte, continúa sus trabajos sobre los aspectos y posibilidades físicas del colorsensación, que él llama «fisiocromías». Resulta demasiado largo continuar una enumeración de los artistas y sus obras, son tantos. Lo importante es saber que la pintura venezolana está viva, se mueve, encuentra a cada momento soluciones nuevas que, inevitablemente, tienden también a producir otros resultados. De esta confrontación, de este conflicto permanente del hombre consigo mismo y con su obra, saldrán, ciertamente, nuevas e importantes obras y perspectivas para la plástica nacional. Caracas, abril de 1963

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APARENTEMENTE el aspecto de la pintura venezolana no ha cambiado mucho desde 1963 hasta ahora. Al menos, en lo que a movimientos importantes se refiere; tal vez sucede lo mismo en la evolución del trabajo individual. En efecto, después de la aparición del Informalismo con la exposición «Espacios vivientes», celebrada simultáneamente en Caracas y Maracaibo el año 1960, no hemos tenido algo que, como movimiento, tenga una importancia semejante. El pop-art, en nuestro medio, no se ha manifestado con la vitalidad y coherencia que caracterizaron al movimiento Espacios vivientes, ni tampoco la Nueva figuración se ha revelado con una consistencia e importancia parecidas. Esta circunstancia puede ser tomada como evidencia para suponer que existe una situación de crisis en la pintura venezolana. Crisis que afectaría

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el espíritu de nuestra pintura en lo que se refiere a su valoración colectiva, es decir, a su importancia como núcleo que sintetice una expresión homogénea, determinada por el trabajo de varios artistas animados por una intención común. De tal modo es posible suponer que exista una crisis en la pintura venezolana, si nos empeñamos en encontrar en ella alguna semejanza o identificación con los movimientos hoy en día establecidos en el mundo: la nueva figuración, el popart y el op-art. Ahora bien, si no existen indicios de que nuestra pintura se haya afiliado de una manera decidida a ninguna de esas formas de arte, cabría preguntarnos si estamos acaso, por ese motivo, situados al margen de las grandes corrientes que agitan la plástica contemporánea, o a qué se debe nuestra eventual indiferencia hacia ellas. Tal vez para quien observa la pintura como una manera de estar al día y nada más, con razones o sin ellas, esta situación de nuestra pintura puede aparecérsele como una situación de crisis, una situación alarmante. Viéndolo desde otra perspectiva, el problema no reviste tanta gravedad. Yo creo que no hay crisis, que no se puede hablar de crisis cuando hay inquietud, espíritu de aventura, duda, voluntad de afianzarse en las verdades adquiridas o en las que se van adquiriendo. Tal vez de lo único que se pueda acusar a la pintura venezolana es de exceso de individualidad, de egocentrismo, de aislamiento en determinadas soluciones personales que no encuentran vínculos de relación con la obra ajena. Nuestra pintura, es verdad, no ha llegado a su madurez. Pero a la madurez se llega por un proceso de experiencias continuas, de éxitos y fracasos que se van eslabonando hasta llegar al punto en que se produce el alumbramiento de la obra auténtica. Sin embargo, no se puede llegar a tal iluminación si antes el artista no ha transitado

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todos los caminos que su inconformidad y su instinto creador le van abriendo. Yo pienso que el problema no es el de hacer pop-art, op-art o nueva figuración por el solo hecho de hacerlo y estar al día. El problema reside en encontrar en nosotros mismos el rostro de la sinceridad, nuestro verdadero acento individual, para luego trascender hacia lo general. Es un fraude hacer algo sin que antes no exista una profunda necesidad de hacerlo. Incluso la misma profesión de pintor está cuestionada por esa circunstancia. Ya no se trata de pintar cuadros, de producir cuadros solamente, si el hecho de pintarlos carece de un verdadero sentido y una significación. No importa que nuestra pintura no encuadre inmediatamente dentro de las corrientes impuestas por los grandes centros de divulgación, siempre que esa pintura tenga su asiento en una actitud de auténtica sinceridad. Por otra parte, no veo la necesidad de encerrarse entre tales y cuales límites, entre tales y cuales propósitos. Al contrario, pienso que nuestra actitud debe ser la de una absoluta libertad ante el hecho creador. Por mi parte, no dejo de ser optimista en cuanto a lo que la pintura venezolana representa como posibilidad. Tengo la impresión de que casi todos los pintores representativos están resteados, están dando todo lo que tienen. Y de esa actitud necesariamente debe salir algo bueno, algo importante. Consciente o inconscientemente hemos asimilado, o estamos asimilando una verdad. La verdad de que lo importante es la actitud que tengamos hacia la pintura, más que hacer éste o aquel tipo de pintura; que lo importante es una actitud de sinceridad, aunque esa sinceridad pueda cerrar las puertas de una aceptación fácil y un éxito económico halagador. En la mayoría de los pintores representativos advierto la necesidad de evolucionar hacia algo, de operar un cambio hacia una

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situación presentida, más que conocida. Después de abandonar los grandes movimientos de la década del cincuenta al sesenta: abstraccionismo geométrico e informalismo, la pintura venezolana ha entrado en una etapa de tanteos, de vacilaciones y encuentros. Los pintores que antes tuvieron algo seguro entre sus manos, ahora se encuentran librados a su propia suerte, buscando afirmarse en unas u otras cosas, sin que esas cosas hayan todavía adquirido una fisonomía definida. Da la impresión de que nada se supiera por adelantado, que estamos de nuevo a partir de cero, que se pinta, más para tratar de comprender algo que todavía está fuera de nuestro alcance, que para expresar una realidad propiamente conocida. Tal como dice Henry Miller, parece que no hubiera progresos sino un movimiento perpetuo de avance y retroceso, un desplazamiento circular, en espiral, interminable. Tengo especial confianza en los pintores que pudiéramos llamar «maduros» —maduros en nuestro medio—, en los que vienen de regreso de muchas posiciones tomadas en un momento feliz, porque advierto en ellos la necesaria profundidad en el sentimiento vital de la pintura. Esto no implica en modo alguno un concepto despectivo hacia la obra de los más jóvenes, sólo que en ellos no veo todavía el impulso capaz de cuajar en un movimiento juvenil, semejante en ímpetu y relieve, a lo que fueron como generación «Los disidentes» y el «Taller 48». Nadie podrá negar que hasta ahora la iniciativa en la dirección de las artes plásticas la ha tomado la gente nacida entre 1922 y 1932. Indudablemente, ésta ha sido la generación más brillante que la pintura venezolana haya producido y todo, o casi todo lo que se ha hecho y se hace actualmente en Venezuela, ha sido promovido de alguna manera por esa generación. Así pues, la pintura venezolana actual

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continúa siendo centralizada en los nombres de Oramas, Otero, Manaure, Guevara Moreno, Abreu, Vigas, Jaimes, Régulo Pérez, Borges y otros, donde debemos incluir a Omar Carreño, Virgilio Trómpiz, Vázquez, Brito, Enrique Sarda y Alirio Rodríguez. Estos son algunos de los nombres más importantes en la pintura venezolana desde 1948 hasta ahora. Importantes por su obra individual y por su participación —la mayoría de ellos— en los movimientos que han tenido significación en el proceso de nuestra pintura. Pero las cosas han llegado hasta este punto. Después de «Espacios vivientes» y el Informalismo no ha aparecido ninguna corriente que, con el carácter de movimiento, tenga una importancia semejante a aquél. Exceptuando el Techo de la Ballena, donde, aparte de Contramaestre y Daniel González, no encontramos una participación plástica equivalente a la literaria, el Techo... fue más un movimiento literario que plástico. Por otra parte, la generación del Pez Dorado, que sería la llamada a reunir los pintores más jóvenes para lanzarlos con fisonomía propia al terreno de nuestras artes plásticas, no ha tomado, al parecer, conciencia de esa posibilidad. Bien, parece que de una u otra manera hemos llegado a la evidencia de que hoy en día la pintura venezolana es toda posibilidades, toda promesas, lo cual equivale a decir que es absolutamente joven. No veo entonces por qué debemos dejar de ser optimistas. 1965

RAFAEL RAMÓN GONZÁLEZ, LA PERMANENTE JUVENTUD

RAFAEL RAMÓN GONZÁLEZ es uno de los maestros de la pintura venezolana que aún mantiene contacto directo con los jóvenes. Profesor con más de veinticinco años de trabajo docente en la Escuela de Artes Plásticas de Caracas, ha visto pasar por ella más de una generación y categorías de artistas: los que pasaron y quedaron, los que pasaron y desaparecieron, los que continúan y los que comienzan. El caso «humano» de Rafael Ramón González, es decir, lo que ha sido su vida, es algo tan diverso y lleno de situaciones, que tal vez pudiera servir como argumento de algún libreto cinematográfico. Este hombre, nacido en el mismo pueblo del general Páez (Araure), un día de fines del siglo pasado, ha transitado por los oficios y experiencias más diversas. Su anecdotario haría feliz a cualquier estudioso del costumbrismo local, y

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serviría para llenar varias docenas de páginas de todo lo que ha sido la pequeña anécdota venezolana, urbana y rural, durante mucho más de un cuarto de siglo. Rafael Ramón ha sido «hombre de a caballo», albañil, pintor de brocha gorda, letrista, empleado de comercio, cocinero improvisado de un campamento maderero, pescador, marino, e infinidad de cosas más, antes de llegar a la Academia de Bellas Artes, donde hizo sus primeros estudios de pintura, para convertirse después, junto con Manuel Cabré, Rafael Monasterios, Antonio Edmundo Monsanto, Marcos Castillo, Próspero Martínez, Pedro Ángel González, César Prieto y López Méndez, en uno de los pintores representativos del movimiento que se ha convenido en llamar Escuela de Caracas. Hombre de espíritu dionisíaco, Rafael Ramón ha encontrado en la naturaleza y la luz las fuentes propicias para extraer los recursos de su identificación con la vida. La pintura de Rafael Ramón no aspira a la trascendencia metafísica, ni a la soledad interior, ni a la motivación subjetiva, ni al «mensaje» social, ni a la proposición intelectual. No obstante su dilatada experiencia vital, conserva todavía la inocencia, la frescura necesaria para estar en el mundo asistido solamente por un profundo amor a todas las cosas, lo cual equivale a decir: un profundo amor a la vida. La pintura de Rafael Ramón quiere ser terrenal, de este mundo. Nada es para él más aleccionador que el paisaje: la luz que juega, cambiante y caprichosa sobre el follaje de los árboles, sobre las paredes encaladas de las viejas casas, y los techos, que unen sus tejas rojizas con el dorado de una nube, o el azul brillante del cielo. Los ríos rumorosos, la fresca sombra vegetal, la alegría de los días iluminados sobre las montañas verdes y azules; el sol anaranjado que abre sus mil caminos de luz entre el cinabrio de los helechos y las flores

RAFAEL RAMÓN GONZÁLEZ...

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rojas de la cayena. En la pintura de Rafael Ramón hay amor hacia todas estas formas y colores de la naturaleza, de nuestra naturaleza; pero de ese amor trasciende también una gran nostalgia —al menos nosotros la sentimos—, nostalgia de una manera de estar en el mundo con la pureza de lo que todavía permanece incontaminado, nostalgia de aquellas visiones que dieron sentido a nuestra primera realidad, cuando la naturaleza, más que objeto de contemplación y éxtasis, era la revelación de nuestra verdadera identidad con el mundo. La importancia de esos cuadros de Rafael Ramón no es sólo plástica —lo cual pudiera ser suficiente— sino también afectiva, sentimental. En su pintura coinciden la voluntad de representación objetiva con el sentimiento individual de las cosas: el color y la memoria, la materia plástica y el amor hacia las cosas representadas. Hay un momento en que la luz adquiere la significación del tiempo: la mañana y la tarde, el amanecer y el crepúsculo, o la rabiosa incandescencia del mediodía. Entonces sentimos que esa luz, ese momento de la luz, corresponde a otros tantos significados. Sentimos que en algún momento se ha establecido entre nosotros y esa luz, entre nosotros y esa hora de la luz, alguna relación profunda. Esa relación vuelve a despertarse por asociaciones, en virtud de la memoria, siempre que encontremos la clave y el registro correspondiente a esa sonoridad del corazón y el recuerdo. Es hora de hacer el homenaje a Rafael Ramón González. No sólo éste, de quienes en algún momento fuimos sus alumnos, sino el homenaje público, el reconocimiento nacional. Hay muchas maneras de ser maestro, pero la condición imprescindible es la identificación del hombre con su destino. La entrega total, incondicional, a lo que el hombre es y debe ser. La conducta de Rafael Ramón en tal sentido ha sido

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ejemplar: se ha «jugado entero» con la pintura. Sin escándalos, sin ruido, sin gritos ni aspavientos, lejos del afán publicitario y las posiciones escandalosas; ha sido fiel a su verdad, a su manera de interpretar la pintura y amar la vida a través de la pintura. Con silencio y humildad, este hombre bueno que es Rafael Ramón González, ha venido entregando durante más de cincuenta años un testimonio de inobjetable validez a la pintura venezolana, testimonio donde ha comprometido su vida de hombre y de artista, y que ya por esa sola circunstancia, la de haber permanecido fiel durante más de medio siglo a esa actividad heroica en nuestro medio, que es el arte, se hace acreedor a nuestro respeto y reconocimiento. 1965

PALABRAS PARA ALGUNOS CUADROS DE RUBÉN MÁRQUEZ

Sólo el espacio existe. Un objeto sólido tiene tres dimensiones nada más... Se requiere entonces una nueva actitud. Una actitud sin memoria. Una existencia espacial en el mismo sentido de espacio del papel en que escribo ahora, en este momento.

Son palabras de Lawrence Durrel en su correspondencia con Henry Miller. En los cuadros, y en los últimos trabajos de Rubén Márquez pude advertir (tal vez alguien pueda ver algo distinto) algo así como un impulso de extenderse y hundirse en el plano pictórico. Una voluntad, o instinto, de llenar algo que estuvo vacío. Poblar con signos y trazos elementales la superficie material de la tela, que para él en esos momentos, presumo que constituye no sólo la superficie

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material, sino también un universo virgen en el cual el pintor necesita dejar la huella de su presencia. Para lograr tal necesidad, Márquez poco a poco se va despojando de la representación propiamente figurativa para quedarse con lo elemental, lo particular, primario e inalienable, que es su caligrafía, su escritura plástica. La forma comienza a desaparecer porque al pintor lo guía la necesidad de ocupar, abordar impacientemente una superficie, cuyo vacío, soledad y mudez le resultan intolerables. No requiere entonces de la idea, ni de las formas preconcebidas. Entiende que sólo son imprescindibles para cumplir esa necesidad de llenar un espacio, rompiendo el vacío y la soledad, dos elementos, mejor dicho, un elemento y una actitud: el trazo y el instinto. Creo que Rubén Márquez está dando en el clavo, porque su actitud en la pintura no es la de halagar el gusto y el criterio comunes, sino al contrario, su decisión es la de cumplir fielmente una necesidad expresiva. Parece que tiene las condiciones necesarias para tomar las cosas «por su extremo más difícil» y decidirse a pintar sólo lo que le gusta, lo que le sale, lo que realmente quiere hacer; y no lo que otros quisieran que hiciese. Conozco a Márquez y estoy seguro que en lo que a oficio y conocimientos se refiere, está en condiciones de intentar cualquier aventura, figurativa, abstracta o lo que sea, que encuadre perfectamente dentro del criterio y el gusto de cierto tipo, o varios tipos de crítica. Pero afortunadamente este no es su caso. Creo que continuará dando en el clavo mientras sus propósitos no sean los de hacerse famoso, lo cual equivale a decir: mientras continúe haciendo lo que verdaderamente quiere hacer. 1965

MARCOS CASTILLO

HABLAR de Marcos Castillo, de su vida, de su pintura, no es tarea demasiado fácil. Si bien una de ellas, su vida, estuvo rodeada de soledad; la otra, su pintura, estuvo rodeada de intimidad. Intimidad y soledad, son, a nuestro entender, las condiciones que auspician esa pintura, esa actitud de pintor, que con rigor y ternura se complace en tocar amorosamente las pequeñas cosas, las visiones cercanas de todo aquello que de alguna manera le ha pertenecido, para dotarlas de dignidad y hermosura con el recurso de la luz y el color. Castillo es, en nuestro medio, uno de los pintores que con mayor claridad ha comprendido el problema de la pintura; pero en Castillo, además de la comprensión intelectual, existe una gran capacidad de asimilación sensible que, en su caso, se resuelve, por lo general, en función de uno de sus

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elementos plásticos más genuinos: el color. Si nos empeñáramos en establecer algo así como una parentela espiritual de Castillo, en el orden de las afinidades con otros pintores que le han precedido, supongo que podríamos hacerlo con artistas como Chardin, Cézanne, Monet, Matisse y también Morandi; es decir, con artistas que para expresarse cabalmente no necesitaron ni del grito ni del aparataje teatral efectista y «grandilocuente». Artistas de semejante estirpe no requieren ir más allá de los objetos, las pequeñas cosas de las cuales voluntariamente se han rodeado, o todo aquello que les pertenece por amor y constituye su mundo más propio, para encontrar las motivaciones capaces de producir una obra que de ninguna manera está por debajo de otras, cuyos objetivos han sido dirigidos hacia efectos más agresivos o más impresionantes. En la pintura de Marcos Castillo lo más importante está representado en sus naturalezas muertas y retratos, que no han sido más sino pretextos para dar rienda suelta a su innato sentido del color. Aunque también a diferencia de Giorgio Morandi, para quien la representación del objeto significó una manera de trascender hacia un plano de rigor espiritual y un ascetismo casi místico, no recurre Castillo al objeto como medio para identificarse con una situación ideal proyectada fuera de sí mismo, sino que lo utiliza como referencia de forma, para localizar en él sensaciones cromáticas puras y situarlo en un espacio y una atmósfera equivalente, lo cual conduce inevitablemente a dotar el objeto de una nueva o segunda realidad. En perspectiva semejante, no obstante a que por su técnica pudiera suponerse que Castillo utiliza de manera ortodoxa los principios técnicos empleados por Cézanne y los postimpresíonistas, en lo que se refiere al empleo del valor-color: claroscuro por matizaciones y no por degrada-

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ciones, omisión del negro para indicar los tonos más bajos de la escala, función de los complementarios y utilización de los procedimientos de colorido por analogías, acordes, armonías y contrastes, que también fueron propios de Bonnard y Vouillard; no es así en su caso, o no siempre es así. Castillo, sin duda, resume en su pintura todos esos principios de la perspectiva cromática posteriores al impresionismo, y en sus mejores cuadros encontramos esa exactitud y justeza en los acordes y el balance de las tintas, capaces de satisfacer generosamente al ojo más avezado y exigente. Pero si profundizamos un poco más en el análisis, podremos encontrar que, lejos de atarse incondicionalmente a principios dogmáticos fijos, Castillo, por regla general, sólo hace uso del conocimiento como un medio para llegar a la intuición; virtud que pudo permitirle llegar a obtener procedimientos técnicos de colorido absolutamente personales e indudablemente originales. Castillo sabía lo que quería hacer y dispuso también de los atributos necesarios para hacerlo, aunque cuando se enfrentaba al modelo comenzaba a entenderlo más como una aventura que como una obligación. Tal como Goya, no veía líneas, pero sí como Monet y Bonnard veía matices, manchas, colores que avanzan y retroceden, se encienden y se apagan. Castillo veía la luz, el aire y la atmósfera que rodea las cosas y a veces las disuelve. Cuando emprendía la pintura de un retrato, un rostro o una cabeza, no comenzaba como seguramente lo hizo el venerable académico Jean Paul Laurens (maestro de Rojas y Michelena) modelando primero el contorno con carboncillo y anotando las sombras y los volúmenes con un poco de siena natural y otro tanto de rojo inglés, o rojo de Venecia, antes de atacar directamente el problema con la pasta completa; sino al contrario, Castillo

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comenzaba, como lo haría su propio maestro Emilio Boggio, enfrentándose directamente al color. Castillo no se detenía mucho en el dibujo, sino que de una vez tomaba un poco de azul violáceo y lo frotaba ágilmente con el pincel, un trapo o simplemente los dedos, para indicar las zonas ocupadas por la sombra; después, con rosas, verdes, naranjas y marfiles, indicaba las luces. Lo demás venía como un juego: un poco de ultramar aquí, un tanto de azafrán allá; algo de rojo de cadmio para calentar el tono local, o también algún acento de pardo o gris pizarra para «enseriar» una sombra. Pero todo ese procedimiento lo hacía Castillo con una gran soltura, viajando libremente con el pincel y los dedos a todo lo largo y ancho del cuadro: tocando aquí, matizando allá; cargando el empaste en una zona, o limpiando en otra con una «aguada» casi neutra. El resultado casi siempre se traduce en esas pinturas luminosas y frescas, que lucen siempre como acabadas de pintar. Marcos Castillo nació con el siglo; nació en Caracas el 3 de abril de 1900, y murió en la misma ciudad el 19 de marzo de 1966. Castillo falleció víctima de una cruel e implacable enfermedad, contra la cual luchó dramáticamente hasta sus últimos momentos. Castillo no quería entregarse a la muerte; su vocación de artista y creador lo inclinaba hacia la luz y no hacia la sombra. Amaba la luz, el color radiante; amaba la naturaleza y el mundo, porque sentía que su destino era el de ser testigo de las cosas más hermosas que la naturaleza y el mundo pueden contener. La pintura de Marcos Castillo fue una afirmación de la vida, una manera de ser optimista, y también una afirmación de las cualidades más nobles y potestativas del hombre: la facultad de crear cosas bellas; la capacidad de encontrar en las cosas aquellos aspectos y

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propiedades que elevan a la naturaleza, desde su condición física, a la categoría de otra realidad: la realidad del espíritu. Marcos Castillo fue un maestro a través de su pintura y a través de su palabra. No obstante a que en algunas oportunidades adoptaría posiciones de relativa intransigencia frente a algún hecho nuevo producido por los jóvenes, no es menos cierto que la pintura joven de Venezuela le debe mucho más a Marcos Castillo que a todos sus detractores juntos. En tal sentido, esa circunstancia de ninguna manera debe lesionar su memoria, y tampoco ser motivo para que algunos espíritus mezquinos, situados entre el snobismo, la demagogia y la incomprensión, arremetan contra su limpia y rigurosa trayectoria de artista. Marcos Castillo fue un maestro y continúa siéndolo, porque su pintura es un libro abierto para todo aquel que sepa leer y sienta la necesidad de aprender. En enero de 1965, antes de morir el pintor, tuve oportunidad de visitarlo en su casa. En esa ocasión Marcos Castillo me recibió con su habitual amabilidad. Ya entonces se advertía en él al hombre condenado a muerte por una enfermedad implacable: pálido, enflaquecido, agotado. Su voz apenas era un susurro; sin embargo, sus ojos aún tenían el brillo y la vivacidad que denotan un espíritu despierto y una inteligencia alerta. Conversamos sobre distintas cosas, y ese día, que conservaré siempre en la memoria, Marcos Castillo me dio una última lección. Yo no deseaba prolongar demasiado la entrevista para no fatigar al maestro, pero Castillo no quiso dejarme ir y me invitó a visitar su antiguo taller que quedaba unas cuadras más allá de su residencia. Castillo se puso su sombrero de fieltro y el impermeable que siempre usaba bajo el sol o la lluvia. Salimos a la calle; quise que tomáramos un taxi, pero Castillo se opuso: «vayamos a pie —me dijo—, quiero

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caminar, me gusta caminar». En su viejo taller continuamos la conversación. El taller lucía abandonado, polvoriento. Algunos cuadros colgaban de las paredes. Sobre una mesa había una paleta llena de colores secos, y en un rincón una pequeña vitrina guardaba los objetos más frecuentes en su pintura: floreros, objetos de plata y porcelana, pequeñas jarras, copas y algunos libros forrados en cuero. «Los médicos me han prohibido hablar, pero tengo que hacerlo —me dijo—, no puedo permanecer mudo. Sólo la pintura tiene derecho al silencio porque su silencio es elocuente. También me han prohibido que fume, pero no puedo hablar sin fumar.» Hablamos; Castillo me habló de Reverón con verdadera devoción. Habló de pintura con la convicción y seguridad que sólo dan una larga experiencia. Habló de Boggio, a quien consideraba su maestro: Casi todo lo que sé se lo debo en gran parte a Boggio. Él fue mi maestro. Boggio me enseñó una cosa muy difícil, pero no inaccesible: la seguridad en el color. El color es, entre otras cosas, un problema de elección. La gama de colores es ilimitada, pero hay que elegir una analogía y una armonía, un par de ellas es suficiente; ahora, desde el momento en que te has decidido por un color, no trates de contradecirlo, no le busques enemistades, no lo destruyas, si has elegido un color, desarróllalo y llévalo a fondo. La pintura no es un arte de quitar sino de poner. Es un pecado quitar un color que se ha puesto, lo que ha sido puesto en el cuadro, allí debe quedar, sea como sea.

La pintura de Marcos Castillo fue una pintura de intimidad, fue una pintura rodeada de soledad, aunque también

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de amor: amor a la naturaleza, amor a las cosas y los objetos; fue una pintura de amor a la vida. Castillo ha sido uno de los más grandes coloristas de la pintura venezolana. Su pasión era el color. A semejanza de Goya, aunque de modo distinto, él no veía líneas sino colores que avanzan y retroceden. La forma para él no era una necesidad compositiva sino un pretexto para dejar que el color se manifestara libremente. En su pintura las formas prestan su coherencia para obtener la fuerza constructiva indispensable, pero más que formas son localizaciones cromáticas donde la luz juega y discurre entre infinitos caminos, haciendo que sea perceptible su presencia inquieta, alegre, versátil y radiante. La pintura de Castillo pudiera ser ubicada entre los postimpresionistas y los nabís. De los primeros tiene el carácter estructural que reivindica la permanencia de la forma, en trance de disolverse durante el impresionismo; de los segundos tiene la vocación hacia el color como factor principal de la pintura, la intención de hacer que todo sea expresado en función del color. Si nos empeñamos en buscarle un árbol genealógico de afinidades estéticas, los hermanos mayores de Castillo bien podrían ser Monet, Cézanne y Bonnard. Pero al margen de la afinidad que Castillo pudiera tener con esos maestros, esa circunstancia estaba fuera de su voluntad y se presentaba como un resultado derivado de la obra en sí misma. Castillo era un artista de temperamento intelectual, aunque también lo era, en mayor grado todavía, de temperamento sensible. Castillo conocía y dominaba los secretos y recursos de la pintura, pero al momento de pintar, esos conocimientos se ponían al servicio de la intuición del artista, quedaban relegados a la condición de consejeros y correctivos del instinto. Castillo jugaba con el color, sentía el placer del juego y el goce de la

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armonía cromática. Su problema era de invención, pero no invención de formas, como Picasso, sino invención de color, como Matisse y Bonnard. Cuando Castillo pintaba, casi comenzaba directamente por el color. «Yo no sé dibujar —me dijo ese mismo día—. Mi problema no es de contornos sino de superficies, de superficies iluminadas». Naturalmente, Castillo dibujaba muy bien, pero a fuerza de respetar el dibujo decía esas cosas. Lo que sucede es que Castillo no quería perder demasiado tiempo en el dibujo, y por eso, impacientemente, atacaba directamente la forma para expresarla a través del color; para «pintar la luz», como era su deseo. Castillo, como hemos dicho antes, comenzaba a manchar su cuadro con espontaneidad y frescura: frotaba y empastaba la tela, buscando, o encontrando, acordes, analogías y armonías siempre justos y exactos. Fíjate [decía al momento de encender un cigarrillo], yo pongo este azul aquí, pero le concedo dos funciones: la función de ser sombra y la función de ser color azul. Pongo también algunos acentos de azul de prusia y viridio para hacer más profundo el color, ¿y qué pasa?, que esta zona del cuadro continúa siendo una zona fría. Pero los cuadros, como las gentes, no deben ser sólo fríos, sino también calientes; es necesario calentarlos, aunque sea de vez en cuando.

Y así, Castillo enfriaba y calentaba su cuadro; de los azules pasaba a los violetas y del violeta al rojo y del rojo al naranja y del naranja al amarillo y del amarillo al verde, hasta volver al azul. Los colores del espectro jugaban en su paleta y él jugaba con ellos con la alegría de un niño. A veces sentía un capricho, sentía la necesidad de una disonancia; en-

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tonces era capaz de poner un verde vegetal al lado de una laca escarlata, o también avecinaba un azul cerúleo al amarillo brillante. En todo esto, evidentemente, había una libertad, pero también una disciplina. Castillo no fue excesivamente complaciente con los jóvenes; no fue complaciente sino exigente. Él nunca se preocupó de fabricar un clan juvenil, no hizo demagogia ni incurrió en el error de elogiar y acatar incondicionalmente todo lo que hacían los jóvenes por el solo hecho de ser jóvenes. Castillo exigía una calidad y una disciplina. Marcos Castillo nos habló de sus recuerdos; mencionó al señor Lesseur, un comerciante que por simpatía, siendo él muy niño, lo puso a escoger entre un telescopio y una caja de acuarelas; naturalmente, prefirió la pintura a la astronomía. Recordó también al señor Liendo, maestro de escuela en El Valle, y a José Eugenio Montoya, un pintor retratista colombiano que fue su primer profesor de pintura, discípulo a su vez de la Academia Julien, donde estudió con Bonnard y Ferrier. Habló de su pasantía por la Academia de Bellas Artes de Caracas, fundada por Maury y dirigida antes por Herrera Toro y el arquitecto Herrera Tovar. Con mayor emoción habló de Emilio Boggio, a quien consideraba su verdadero maestro. Se refirió a sus antiguos amigos, especialmente uno de ellos, Abdón Pinto, quien cambiaba sus flores y paisajes por las tres comidas que le daba un isleño instalado en la esquina de Las Ibarras. No olvidó sus trabajos para ganarse la vida, primero como guardaalmacén de Monte de Piedad y después como santero en la fábrica de un catalán llamado Rovira, donde vaciaba sagrados corazones, vírgenes y san josés en yeso, dorados y coloreados, a real y medio la docena. Los ojos se le iluminaron cuando recuerda su primera exposición realizada el año cuarenta y dos en el Club Central, de Santa Capilla a

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Mijares, donde vendió nada menos que dieciséis mil bolívares, suma ésta que le permitió ¡al fin! viajar por primera vez a Europa. Tampoco olvidó Castillo a Antonio Edmundo Monsanto, Monasterios, Prieto, Pedro Ángel y Rafael Ramón González (la vieja guardia), sus amigos y colegas en el profesorado de la Escuela de Artes Plásticas durante los años treinta, cuarenta y cincuenta. Tuvo también un recuerdo cariñoso para «el majo» Ramón Martín Durbán, aragonés y republicano, ahora olvidado y casi loco. El hecho de ser colorista obligó a Marcos Castillo a elegir la naturaleza muerta como tema fundamental de su pintura. Igual que Giorgio Morandi, aunque con resultados muy distintos, ya que Morandi cultivó más la imagen que el color; él eligió sólo algunos pequeños objetos que constituían un mundo aparentemente limitado, para desarrollar su concepto de la pintura. Es cierto que Castillo también pintó paisajes, retratos y desnudos, pero a mi juicio, sólo en la naturaleza muerta encontró el «modo» que se acomodaba mejor a su temperamento y su necesidad de expresión por medio del color. El «bodegón» o «naturaleza muerta» es una de las pocas especialidades de la figuración donde el pintor encuentra la oportunidad de interpretar el objeto por medio del color en primer plano; al menos después de Cézanne ha sido así. La naturaleza muerta permite emplear a fondo casi todas las técnicas del colorido, ya que en ella los objetos se convierten en un puro pretexto para el color. Una jarra de porcelana, un vaso con algunas flores, un libro y tres o cuatro frutas son un pretexto admirable para emplear un despliegue de todas las gamas del color. Marcos Castillo fue un verdadero maestro en la pintura de naturaleza muerta; más que en cualquier otra especialidad de la pintura figurativa, encontró en aquélla la oportunidad de hacer esa pintura suya tan llena de elegancia, de lujo y sobriedad al mis-

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mo tiempo, también de sensualidad y equilibrio. Es posible que Castillo hubiera llegado a ser un excelente pintor abstracto. Se me ocurre pensar que dentro del tachismo pudiera Castillo haber realizado muchas cosas con éxito. Digo dentro del tachismo como podría decir dentro de cualquier concepto de la pintura abstracta donde la sensibilidad pudiera revelarse por medio de construcciones puras y emotivas del color, estructuras de color orgánico, compuestas y relacionadas de manera sensible, ¿por qué no? Castillo poseía una cualidad de colorista que no lo hubiera hecho quedar mal al lado de un Bissiere, un Mannesier, un Birolli, Ajmone o Staël. Castillo no llegó a la abstracción, no porque no pudo sino porque no quiso hacerlo. Esa inhibición, tal vez tuvo su origen en la necesidad que siempre sintió de reproducir el objeto figurativo; o quizás no quiso ser inconsecuente con un modo de pintar que ya era inseparable de su personalidad. Pero no obstante, Castillo nos dejó un testimonio de colorista que todavía sirve, y servirá durante mucho tiempo para alentar y estimular a numerosos artistas, jóvenes y maduros. Por otra parte, no sabemos hasta qué punto, o en cuáles casos, específicamente, sea necesario exigir a un artista que cambie, que modifique su lenguaje para estar al día. Un artista no tiene necesariamente que cambiar y estar al día; le bastan la sinceridad y la honestidad de su obra, en la medida en que esa obra sostenga su poder vital y continúe siendo una fuente de nuevas experiencias. El mayor compromiso de un artista es consigo mismo, con su capacidad o su facultad de aportar resultados inéditos, aun a través de formas conocidas. Es posible que esa exigencia indiscriminada de cambio haya perjudicado, más que beneficiado, el talento natural y la normal evolución de muchos artistas. La mejor enseñanza es aquella que nos dice que cuando un pintor ha encontrado el acento propio de su personalidad y su carácter,

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aquello que satisface sus más íntimos requerimientos de artista, debe ser fiel a esa actitud, sin preocuparle si su pintura encuadra o no dentro de los estilos que virtualmente constituyen la última palabra en materia de artes plásticas. A veces las grandes innovaciones advienen a través de medios aparentemente tradicionales. En todo caso, la pintura misma es la que debe conducir al artista hacia determinados resultados; de no ser así, esos resultados corren el peligro de convertirse en una sobreestructura artificial, carente de verdadero sentido y significación. Marcos Castillo fue fiel a su manera de concebir la pintura, una digna manera de concebir la pintura; esa circunstancia no disminuye sino que acrecienta su condición de artista. Si su mundo fue grande o pequeño, ambicioso o limitado, audaz o conservador, exaltado o sereno, es cosa que no debe preocuparnos demasiado. Lo que nos interesa verdaderamente es que Marcos Castillo fue un pintor, un pintor que nunca quiso aparentar ser lo que no era. Lejos de las mistificaciones, mimetismos y otros supuestos por el estilo, estuvo libre de la obsesión de tomarse medidas de comparación con los demás. Marcos Castillo fue Marcos Castillo y basta; sólo eso y nada más, pero tampoco nada menos. Lo que nos interesa verdaderamente es que Marcos Castillo nos entregó una pintura de indudable validez; un testimonio plástico que lo acredita como artista y como hombre que supo ser fiel a una vocación. Marcos Castillo fue un artista y un hombre de conceptos e ideas brillantes. Paralelamente a su actividad de pintor, leía mucho y también escribía; escribía muy bien. Fue columnista en varios periódicos, y por allí, entre revistas y diarios, anda disperso su pensamiento a la espera de alguien que se decida a recopilarlo y publicarlo. De uno de esos artículos, «Notas de mi cartera» —así se llamaba la columna—, aparecido en el diario

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Últimas Noticias con fecha 29 de marzo de 1957, hemos extraído algunos fragmentos. Oigamos hablar a Castillo: Mis propósitos Todos los seres tenemos una misión que cumplir. No es el «acaso», ni una circunstancia fortuita quien nos adueña de nuestro patrimonio. Todo éxito es una perseverancia. Tal es el afán y la lucha del hombre, desde su génesis hasta el presente. Transformarse. Crearse, no a la «imagen de Dios», sino a su propio «querer». Y así habremos evolucionado de la forma mítica, a la hondamente humana. ¿Qué mejor, qué peor? Allá los críticos, leales o ileales... Volviendo a mis «propósitos» que después de mi jubilación reciente, son bien diferentes, en cuanto a «libertad» y «tiempo», diré que procuraré ensanchar aún más el remanso de mi soledad, que es y ha sido siempre el sublime diapasón de mi existencia... ¿Y lo demás? Una pequeña «biografía» con los ensayos y gráficas de la historia, o trayectoria, de cuanto he podido lograr «escasamente». Pues, sírvame de norma la sublime lección del maestro Corot, que muy poco antes de morir, casi preagónico, exclama que veía nuevos cielos, y una luz muy diferente a la que lo acompañó todo el período de su vida...

También Marcos Castillo, muy poco antes de morir, debió vislumbrar esos nuevos cielos y esa luz desconocida a los sentidos del hombre... Adiós Marcos Castillo, adiós maestro, descansa en paz, pero que tu espíritu y tu pintura nunca dejen de acompañarnos. 1966

FELICIANO, LOS INGENUOS Y EL INGENUISMO

El artista ingenuo, no sólo es inocente, sino que está obligado a la inocencia.

LA PINTURA ingenua es una cosa y la ingenuidad es otra. Eso dice Maurice Gleure en su libro La pintura contemporánea (Editorial Diana, México). Las palabras de Maurice Gleure pueden significar que existen dos pinturas ingenuas: una que por deficiencias de los recursos técnicos del artista produzca resultados aparentemente ingenuos, y otra que es naturalmente ingenua, es decir, que corresponde a un estado de espíritu y un estilo de vida. En nuestro país ha habido últimamente una proliferación del arte ingenuo, ha habido un acentuado interés por parte de intelectuales y artistas en descubrir artistas ingenuos y valorar su obra: Feliciano Carvallo, el policía Sandoval —misteriosamente desaparecido—, Bárbaro Rivas, Salvador Valero, «El hombre del anillo»; la señorita Rivas y, más recientemente, Aguilera el Oriental; son los nombres

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que configuran el cuadro actual de la pintura ingenua venezolana. Es curioso observar que cada uno de estos ingenuos tiene sus respectivos padrinos o descubridores, cuyos nombres, las más de las veces marchan ligados al de sus pupilos en un vínculo indisoluble. Así, por ejemplo, Alirio Oramas descubre a Feliciano Carvallo; Francisco D’Antonio descubre a Bárbaro Rivas; Carlos Contramaestre y Alfonso Montilla descubren a Salvador Valero; Edmundo Aray y el grupo del Techo de la Ballena descubren al «Hombre del anillo» y la señorita Rivas, y por último, Luis Lucksic y Jacobo Borges descubren a Aguilera el Oriental. Ante tales hechos y circunstancias, no se podría decir que en nuestro medio los artistas e intelectuales hayan sido indiferentes a esa manifestación del arte popular que es la pintura y el arte ingenuo en general. Hablar de los artistas ingenuos no es nada fácil. Para analizar su pintura es necesario partir de elementos imponderables, es decir, de algunos supuestos que corresponden más que nada al orden individual de los valores imaginarios; a un orden subjetivo. Además, dentro del ingenuismo hay también variantes y diferencias; no todos ellos son iguales ni son propiamente ingenuos en la misma medida. Sería absurdo, por ejemplo, comparar al aduanero Rousseau con Bárbaro Rivas, Feliciano o el policía Sandoval; ni tampoco compararlo con el haitiano Guadalupe Aubin. Parece que los ingenuos son ingenuos a la medida del ambiente cultural que los ha producido. El aduanero Rousseau escribió una pieza de teatro que fue puesta en escena; también se ganaba la vida dando clases de teoría y solfeo; su pintura, incluso, dio origen a una escuela. Tales circunstancias nos obligan a pensar que nuestros ingenuos (los ingenuos latinoamericanos) son ingenuos más primitivos o tercermundistas que los europeos.

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El arte de los ingenuos (en este caso me refiero a los absolutamente ingenuos) no se puede discutir; los ingenuos, como los niños, están fuera de discusión; a ellos no se les puede discutir sino comentar. Los ingenuos y los niños son fenómenos naturales como la lluvia, el calor, el viento o la tempestad; ellos, simplemente existen. Creo, por otra parte, que no es hora de ponernos a dilucidar si el término «ingenuo» es o no correcto para calificar específicamente a ese tipo de arte; aunque tal vez la denominación más apropiada sería, no la de ingenuos, ni tampoco primitivos, sino más bien la de «artistas naturales». Pero mejor es dejar las cosas como están y convenir en aceptar el calificativo habitual de ingenuos. Debo aclarar también que hasta ahora no había querido intervenir en los comentarios que se tejieron en torno al premio concedido a Carvallo, porque pensaba que no tenía nada más que agregar, ya que mi actitud, en este caso, fue y es la que casi todo el mundo asumió: aceptar y aprobar el premio concedido a una obra que es, como dije antes, un fenómeno natural, y por lo tanto situado al margen de toda discusión o controversia. Sólo para atender la solicitud que Ludovico Silva me hizo en nombre del Ateneo, me he atrevido a hilvanar estas ideas, no para discutir el premio ni la pintura de Carvallo en particular, sino más bien para aprovechar esa circunstancia como una oportunidad de analizar e interpretar la significación del arte ingenuo y el ingenuismo en general. Creo que Feliciano Carvallo corresponde ampliamente al concepto de artista ingenuo. En él son una misma cosa su vida y su pintura; su comportamiento personal y su actitud en el mundo se identifican plenamente con la pintura que hace. Es evidente que su sinceridad y su autenticidad lo ponen a salvo de cualquier suspicacia. Su mundo es como un permanente

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estado de gracia, donde la realidad se convierte en un caudal de revelaciones y sorpresas. Revelaciones y sorpresas que, además, poseen la condición de ser un medio para establecer una identificación con la vida. El paisaje, los personajes, las costumbres, los mitos y tradiciones populares, constituyen las experiencias inmediatas de Feliciano; tales experiencias y motivaciones son interpretadas poéticamente, a través de una plástica intuitiva y elemental. Una de las cualidades del artista ingenuo es que no puede trascender de su condición, se encuentra atado a ella de manera indisoluble, y lo más que puede hacer es perfeccionar y estilizar sus particulares recursos plásticos. La facultad de perfeccionar y depurar sus elementos expresivos conduce al artista ingenuo a la formación de un estilo peculiar, dentro del cual ya no le queda otra alternativa sino la de continuar hasta el fin en la reelaboración gozosa de todos sus esquemas representativos, que para él serán otras tantas oportunidades de disfrutar plásticamente en la contemplación de la naturaleza y los objetos, de gozar y sentirse feliz en el acto de pintar. Pero ese disfrute sensorial y sentimental del mundo que el artista ingenuo experimenta como necesidad de expresión, lo hace identificarse cada vez más, sujetarse y establecer un fuerte vínculo de unión con una forma de la realidad que para él viene a ser inmodificable y eterna. Todo el arte ingenuo es esencialmente intuitivo, aunque yo agregaría algo más: en el origen de todo acto creador hay siempre un principio intuitivo. Todo artista es un intuitivo, ya que la condición creadora fundamental reside en el poder de la intuición y la imaginación. Incluso aquellos artistas a quienes se atribuye una acentuada cualidad intelectual, como Mondrian y Paul Klee, por ejemplo, concedían un papel de suma importancia a la facul-

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tad intuitiva; sólo que para los artistas no-ingenuos, la intuición es un punto de partida que inevitablemente conduce hacia nuevas formas de conocimiento; en tanto que para el artista ingenuo, el proceso de su arte comienza y termina en la intuición; se produce y se consume en sí mismo. El artista ingenuo no sólo es inocente sino que está obligado a la inocencia. En la condición de ser inocente reside la fuerza y la autenticidad de su arte. Por regla general hay la tendencia de asociar el arte de los ingenuos con el arte de los niños; tal cosa es un equívoco, una falta de precisión en la percepción de los resultados y también de las motivaciones que animan uno y otro arte. El arte de los niños es único, así como el arte de los ingenuos también es único. Entre unos y otros existen una propiedad y una relación que los acercan y al mismo tiempo los alejan; esa propiedad es, que tanto la niñez como la ingenuidad, son situaciones que están absolutamente al margen de la voluntad: no se puede aprender a ser niño, como tampoco se puede aprender a ser ingenuo. La niñez y la ingenuidad no son cosas que se aprenden, sino al contrario, son situaciones naturales susceptibles a perderse. Entre el niño y el ingenuo existen, por supuesto, grandes diferencias; una de ellas es que aquello que en el niño es una situación temporal, en el ingenuo se convierte en una actitud permanente. El niño no hace «obras de arte». Cuando el niño pinta, no lo hace guiado por una intención estética sino por una necesidad expresiva. Lo que el niño hace son ideogramas expresivos, que además poseen un relativo poder de comunicación. El niño trata de reproducir, con recursos gráficos muy particulares, y también muy vitales, aquellas percepciones que de alguna manera han llegado a impresionar su sensibilidad y su afectividad, es decir, aquellas cosas que constituyen su caudal de

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experiencias más próximas y que han tenido la virtud de estimular su imaginación: dibuja y pinta a los padres, a los hermanos y amigos; dibuja casas, muebles, juguetes, barcos, árboles, montañas y nubes; dibuja símbolos del sol, la luna, la lluvia y el viento. Pero el niño de ninguna manera le concede un valor trascendental a sus obras; ese valor se lo damos nosotros. El artista ingenuo, igual que los niños, parte de la intuición, la imaginación y el instinto lúdico; hace símbolos de las cosas que rodean su vida sensorial y afectiva, y también de aquéllas, que aun sin serle próximas, han sido de algún modo capaces de excitar su imaginación. Pero a medida que su pintura «progresa», el artista ingenuo, condicionado por el desarrollo normal de su arte, llega a hacer «escuela» de sus propios medios expresivos, y se convierte en un virtuoso de sus particulares recursos técnicos y plásticos. El niño está sujeto a circunstancias imperativas de cambio y transformación; en un momento determinado de su edad, necesariamente se incorpora al ritmo ascendente de su evolución mental, y pierde, también necesariamente, la condición primaria de su inocencia. El niño se encuentra obligado, por imperativos biológicos y determinantes sociales a asumir un grado progresivo de responsabilidad intelectual; esta responsabilidad intelectual supone igualmente un factor de compromiso con la civilización y con la historia, lo cual es obvio que lo transforma, de un ser inocente que fue, en un ser consciente que debe ser, es decir, en un ser históricamente responsable. El fenómeno del ingenuismo, en sí, es un hecho absolutamente excepcional. El ingenuo es un hombre que, si bien marcha al margen de los acontecimientos, sin haber llegado a tomar conciencia del compromiso que la pintura y la vida como hecho histórico suponen, por otra parte enriquece al mundo con

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el aporte de su fantasía y espontaneidad, con su poder de fabulación y con el caudal de jubiloso instinto, sencillez y sinceridad que su arte es capaz de contener. Pero hay más todavía. Hasta ahora he tratado de hacer un análisis de lo que es el arte ingenuo en sí, pero también pudiéramos observarlo en lo que él posee de necesario para nosotros. Antes de continuar quiero dejar bien claro que considero que todo arte es de algún modo necesario; no útil, sino necesario. El hecho de que los artistas y los intelectuales se hayan interesado por el arte ingenuo, puede de cierta manera significar que exista, consciente o inconscientemente, una necesidad de revisión en las artes plásticas. En el último Salón Oficial, que si bien no fue precisamente brillante en su conjunto, el premio nacional recayó en un artista ingenuo: en Feliciano Carvallo. Sin entrar a discutir ni comentar el Salón, pues no es ese el objetivo de este artículo, sí pudiera decir que había allí algunas obras de significación, igualmente merecedoras del premio, entre las cuales menciono las de Alirio Rodríguez, Mario Abreu y Cruz Diez. Los cuadros que Feliciano expuso en esta oportunidad son, indudablemente, bellos cuadros, cuadros muy hermosos donde se siente un refinamiento en el color y una estilización ascendente de los particulares recursos plásticos y el mundo sui generis de ese artista. En este caso se hizo justicia a un artista popular que viene trabajando con ejemplar perseverancia desde hace más de veinte años. El otorgamiento de un premio siempre implica una definición, en el sentido de que se está afirmando un concepto o una tendencia, en el sentido de que se está afirmando y reconociendo una obra, una perseverancia, un concepto y una tendencia. Así sucedió esta vez, aunque no siempre fue así en la historia del salón.

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Hago referencia a los jurados porque en esta oportunidad estuvieron presentes algunos artistas con suficiente experiencia y capacidad de juicio, y tengo entendido que fueron esos artistas quienes defendieron con más calor la obra de Feliciano. La obra de Carvallo fue confrontada con la de Cruz Diez y Alirio Rodríguez (a Mario Abreu, como de costumbre, no se le tomó en cuenta), quienes representan, cada uno dentro de sus particulares conceptos, dos de las corrientes que hoy en día poseen importancia y divulgación internacional: el arte cinético y el expresionismo figurativo. Creo entonces tener razón al suponer que el premio a Carvallo, que es representante de un arte popular, de un arte esencialmente intuitivo, signifique la necesidad, consciente o inconsciente, de hacer una revisión a fondo de nuestra pintura: de sus motivaciones, sus resultados y su destino; también del criterio que ha privado, o los factores que han intervenido en la concesión de los premios. De no ser así tendríamos entonces que admitir lo que muchos han supuesto: que la concesión de los premios nacionales ha obedecido a una lista, a una nómina jerárquica de artistas, y no a la obra específica de cada quien. ¿Por qué, entonces, no se había contemplado antes la posibilidad de conceder el premio a Feliciano? ¿Por qué no se confrontó antes la obra de Feliciano con la de Soto, Alejandro Otero, Manaure, Guevara Moreno, Borges o Jaimes Sánchez? De haber sido así, ¿hubiera ganado Feliciano? ¿Debemos entender que a Feliciano le llegó su turno? ¿Debemos entender que la situación actual de la pintura venezolana (la pintura que entra en esas competencias) hace posible el triunfo de Feliciano, pero sólo cuando los grandes nombres están ya fuera de concurso? Repito: el premio a Feliciano es justo, no lo discuto, pero sí pregunto ¿por qué sólo ahora, y no an-

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tes, fue valorada de tal modo su obra hasta el punto de convertirla en un premio nacional casi indiscutible? La pintura de Carvallo es, sencillamente, una alegría: la alegría de vivir y la alegría de pintar. La pintura y el mundo de Carvallo a nadie más que a él pertenecen; para nosotros, ese mundo sólo posee la realidad de las leyendas y los mitos, pero no estamos inmersos en él, Feliciano sí lo está. Para nosotros, los que de una u otra manera, voluntaria o involuntariamente estamos ligados al drama contemporáneo, la vida, más que leyenda, se hace realidad tremenda e ineludible. El mundo nuestro no es exactamente folklórico ni mitológico. Este, nuestro mundo, está constituido por todas esas experiencias, no del todo poéticas ni bucólicas; allí tienen cabida la conciencia de nuestra responsabilidad, el sentimiento angustioso de la alienación, la necesidad de ser libres, la compulsión a proponer soluciones, y la indagación, sin término de tregua, de la verdad. Estamos obligados a ser conscientes de todas estas cosas; sabemos, además, que el retorno no es posible, no hay marcha atrás. La valoración de la pintura ingenua puede ser indicio de una nostalgia: la nostalgia del paraíso perdido. La nostalgia de volver a tomar la naturaleza tal y como se nos ofrece, sin modificarla ni alterarla, y también la esperanza de asumir la vida como una realidad primaria, sin mayor destino que no sea el que ella significa en su propia naturaleza. La valoración del arte ingenuo puede ser igualmente una requisitoria contra la complejidad ideológica del arte contemporáneo, y contra su excesiva conceptualizacion. El arte ingenuo puede significar la reposición del instinto lúdico en el proceso de la creatividad plástica: el placer del juego y el amor al asombro. «Quiero aprender a pintar como los niños»,

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decía Picasso. Pero lo que él reclamaba era la libertad de jugar, la facultad de imaginar figuras sin restricciones académicas, y la felicidad de sentirse siempre maravillado frente a todas las cosas. 1966

EL AMANTE DE LAS MUÑECAS

TUVO REVERÓN el raro privilegio de ser uno de los pocos hombres que verdaderamente hacen de su vida lo que quieren hacer y viven como quieren vivir. El crítico Enrique Planchart, en su texto ya clásico sobre la pintura en Venezuela, al parecer no comprendió suficientemente la significación de Reverón ni su actitud ante la vida, Cuando señala que «…en Reverón hay también una cantidad enorme de cosas artificiales, empezando por la mayor parte de su vida exterior (…) Eso es algo —anota Planchart— que él ha preparado con mucha malicia». Tal vez por su cercanía con Reverón (a veces las cercanías son distancias), no pudo Planchart captar que en ese aparente artificio a que él alude, en esa cualidad histriónica y desconcertante de Reveròn, estaba implícita una cualidad sobresaliente de su personalidad: su condiciòn de actor.

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Reverón, efectivamente, hizo su teatro, un teatro donde él fue autor, escenógrafo, tramoyista, actor y director de escena. Él realizó una forma de teatro singular que era su teatro y no el otro, donde siempre se negó a actuar. Su particular forma de narcisismo (lo cual es frecuente en los actores) lo llevó a convertirse en primerísima figura de un teatro único, hecho a imagen y medida de su temperamento. En esta perspectiva puede decirse que hizo un teatro total. Fue Reverón un hombre cesáreo. Su principio de autoridad lo llevó a crear para su uso exclusivo un mundo singular, donde todo lo que lo rodeaba quedaba sometido a su voluntad y capricho; de allí sus acompañantes: Juanita su mujer, prodigio de lealtad que con admirable devoción lo sigue hasta el fin de la vida, aceptando las excentricidades y manías del pintor como actos de naturaleza sagrada. También las mascotas del artista: los pájaros y el mono Pancho, al que vestía con disfraces y adornos y enseñó a actuar para divertir a los visitantes del Castillete. El mundo de los objetos fue otra extensión de su creatividad. Fabricó su teléfono, las escaleras que no conducían a ninguna parte (escenografia pura, o lo que hoy los posmodernos llaman ‘instalaciones’). Hizo también Reverón instrumentos musicales de utilería: violines y otros. Y todos estos objetos fueron la gran escenografía que él movió y dispuso a su antojo, como buen tramoyista. Por último hace las muñecas. Las muñecas pueden tener diversas explicaciones, objetivas, subjetivas, prácticas e ideales. Es indudable que Reverón confeccionó esas muñecas para servirse de ellas como modelos; ¡pero qué modelos! Ni siquiera Rubens pudo tener nunca tan dóciles y gentiles damas, siempre dispuestas a complacer las mínimas exigencias de su señor. Allí estaban Graciela, Isabel, Rosa, Seferina, con todo y los nombres que el pintor-

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autor les había puesto. Allí estaban ellas, vestidas de sedas imaginarias, de tules y armiños increíbles, con sus ojos deslumbrantes, la boca sensual, el seno incitante, los muslos redondos con una blancura irreal, con luminosidad de arena bajo la luna y un rosa insospechado en las mejillas, que tiene más de fruta que de flor. Allí están las bellas damas, siempre preparadas para entrar a escena y siempre dispuestas a complacer a su galán. Se dice que Reverón fue casto, pero adviértase la relación que tuvo con las muñecas, siempre ellas y no otra cosa. Con la figura de las muñecas tuvo siempre Reverón al alcance de la mano la presencia y el erotismo de la mujer. Las muñecas fueron sus amantes, amantes pasivas que nada exigían, aparte de la sola contemplación. Pero, ¿la sola contemplación, o tal vez la caricia en momentos de soledad? No es forzado imaginar que en algunos momentos de erotismo sublimado pudo Reverón entrar en otra forma de contacto y comunicación (no sólo visual) con sus muñecas: ¿una forma de fetichismo? Tal vez, aunque esa posibilidad pudiera ser motivo de análisis para psiquiatras, sexólogos y psicólogos interesados en la fenomenología erótica de la conducta artística. Reverón hace su teatro, construye su escenario (el Castillete), su utilería (los objetos), confecciona a sus actrices y modelos, que también son su público (las muñecas), e instruye a su mascota cómico (el mono Pancho) para divertir a los visitantes. Como vemos, allí lo tenemos todo: comedia, drama, circo y sainete. Pero ese acto de creación no es gratuito y produce sus efectos: el artista acaba por contagiarse de la locura que él mismo ha preparado y se establece una relación imprevista entre el sueño y la realidad, donde las fronteras se borran o se confunden. Pero al mismo tiempo, reúne dentro de sí los atributos de la santidad: su espiritualidad, la

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necesidad de pureza, la sensibilidad humana, el amor ecuménico... Entonces la revelación de lo absoluto y lo eterno se le aparece a través de la pintura. De allí que en el acto de pintar él llega a sentirse como oficiante de un rito majestuoso. Reverón nunca aborda groseramente la tela, pues para él, pintar no es un acto doméstico sino sagrado; entonces se prepara y se castiga como un penitente, a fin de alcanzar el estado de gracia y la máxima pureza. Expulsa las fuerzas oscuras para quedarse sólo en el espíritu: el espíritu de la pintura, que en su caso es el color blanco. Divide su cuerpo en dos (¿el sacrificio?), para quedarse con la parte orgánica más noble: el corazón y la mente. En su particular fenomenología de la creatividad, la pintura era un acto empírico y representaba un encuentro imprevisible. La iluminación —o situación perceptiva— era algo que podía presentarse en momentos para los que debía estar dispuesto. A Reverón, en su teatro, le crecieron la vida y la pintura, hasta el punto de llegar a ser la única forma concebible de estar en el mundo. Reverón el pintor, el actor, el director de escena, el tramoyista y cómico, el escenógrafo, payaso y santo. Todo eso junto. …Y también el amante de las muñecas.

PREPARAR LA TELA ¡YA ES PINTURA!

SIENDO YO un adolescente, estaba inscrito en el taller de pintura que dictaba el maestro Rafael Monasterios en la Escuela de Artes Plásticas de Caracas (así se llamaba hasta 1958, cuando pasó a ser, para mal o para bien, Cristóbal Rojas). Una tarde tenía el trabajo de preparar una tela de 0,60 x 0,45 aproximadamente. El soporte era de arpillera o yute crudo, y la preparación consistía en aplicar dos manos de una mezcla de blanco españa, blanco de zinc, aceite de linaza y cola de carpintero, entre otras cosas. La verdad es que aquello parecía u olía como las ollas de las brujas de Macbeth en el primer acto. El taller de Monasterios quedaba en el segundo piso (el balcón) del edificio de la esquina de El Cuño, sobre la biblioteca y enfrente del taller de don Pedro Ángel González, del cual también era alumno. Estaba yo ocupado

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dándole la primera mano a mi tela cuando en eso hizo su aparición en la sala nada menos que Armando Reverón, quien nunca fue profesor regular de la Escuela pero de vez en cuando se daba una vuelta por allá para conversar con sus amigos y ver los trabajos de los alumnos. Esa tarde entró Reverón al taller. Era un hombre de mediana edad y estatura, algo magro y muy nervioso. Se desplazaba casi a pequeños saltos, como un pájaro. Vestía un traje de drill blanco y llevaba corbata negra. Los pantalones le quedaban por encima de los tobillos, al estilo «brincapozo», como se decía entonces. Nunca hacía Reverón largos discursos y sus observaciones eran breves y muy objetivas. Esa vez se acercó donde yo estaba trabajando y me preguntó: —¿ Cómo te llamas tú? Le di mi nombre y luego él volvió a interrogarme: —¿Y qué estás haciendo ahí? —Estoy preparando una tela —respondí. Hubo una breve pausa y luego me dijo, antes de irse (nunca más lo volví a ver): —¿Sabes una cosa, Manuel? Preparar la tela ¡ya es pintura! Recuerdo bien que hizo énfasis en la última frase. En ese momento no entendi su observación y para mis adentros llegué a preguntarme, intrigado: «¿preparar la tela ya es pintura?; ¿y cómo, si ahora es cuando a este cuadro le falta?». Yo no entendia que el cuadro podía salir de una vez, como una iluminación, sin mayores artificios ni tramoyas. Entonces no entendía, y sólo ahora he comenzado a aproximarme a esta reflexión. Sin embargo, para descorrer ese velo ha sido necesario transitar un largo camino de apropiaciones, fracasos y renuncias; sí, porque en la pintura, tal vez más importantes,

PREPARAR LA TELA, ¡YA ES PINTURA!

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aunque dolorosas, son las renuncias que las conquistas y apreciaciones. La renuncia exige un despojamiento para quedarse solo (solo de soledad) con una presencia íngrima y desnuda. Pero es difícil, porque en este caso ya no se pinta pensando en la celebridad sino en la verdad, y la verdad puede ser la encarnación de una virtud o la presencia de un silencio, una soledad o una ausencia. De Reverón se ha escrito bastante. Sin embargo, todavía quedan cosas por ver y decir. Aparte de sus comentados vínculos con el impresionismo, nosotros pensamos que él inventó un espacio pictórico singular y propio; un espacio gráfico reducido a la nada. Igualmente llegó a plantearse el problema de la línea, una línea sensualizada, texturizada y autónoma como factor determinante en la deconstrucción del cuadro, con la que registra toda la actividad interna de los planos y los volúmenes virtuales. Es de imaginar también que tal vez hubiera llegado a plantearse la conciencia del vacío en plenitud (la plenitud del vacío que estudia François Cheng en un libro con ese mismo título publicado por Monte Ávila Editores), señalando en sus cuadros la presencia objetiva de una ausencia: la nada convertida en presencia visual y táctil. En la pintura todo es espacio, incluso las formas. Es posible que Reverón haya querido formular un espacio pictórico no acentuado sino nadificado: un vacío pleno de actividad interna.

II

PRESENCIA DE GEORGES BRAQUE

A DOS AÑOS de su muerte, conviene recordar el nombre de Georges Braque. Este pintor angélico, en cuyo arte veía Apollinaire una belleza llena de ternura; irisa nuestro entendimiento con el nácar de sus cuadros, y enseña a los hombres y otros pintores el «uso estético de formas tan desconocidas que sólo algunos poetas hubieran podido sospecharlas».No podemos recordar el nombre de Braque sin asociarlo con el cubismo, y también con otro artista genial (aunque de otra naturaleza) Pablo Picasso. La vida, la pintura de ese pintor tan singular que fue Braque, están ligadas de una manera indisoluble con ciertos momentos de la trayectoria de Picasso, y con aquel movimiento cuya paternidad les corresponde por igual. El cubismo vino a marcar una huella de relieves inconfundibles en la historia de las artes plásticas contemporáneas.

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Por tal circunstancia, y debido a ese paralelismo existente en la obra de ambos artistas, continúa siendo imposible evitar la eterna pregunta: ¿Quién inventó el cubismo, Braque o Picasso? Es indudable que ellos mismos sufrieron la acometida de innumerables «curiosos», empeñados en obtener de sus propios labios una declaración que despejara la incógnita. Pero no fue así; tanto Braque como Picasso eludieron siempre adjudicarse la paternidad del cubismo. Cuando Torres García interroga a Picasso: «¿Fue usted quien inventó el cubismo?», éste responde: «Oiga, eso se lo hubiera podido decir Juan Gris; él se ocupaba de esas cosas» (Juan Gris hacía tres años que había muerto). Ante la misma pregunta, Braque contesta: «El cubismo es algo que debía venir y vino. Sólo sé que nosotros pintábamos; todos estábamos trabajando... lo demás, lo que resultó, era algo que estaba como en el aire y se venía acercando por todas partes». Pero bien haya podido ser Braque, o Picasso, quien encontrara primero las formas del estilo cubista, lo importante no es eso, sino que con el cubismo, a sabiendas o no de sus creadores, se estaba dando origen a una de las transformaciones más genuinas, sufridas por la pintura después del Renacimiento. A Cézanne le corresponde la distinción de ser el último pintor renacentista, y, al mismo tiempo, el privilegio de ser el punto de partida para toda una nueva estética en la concepción de las formas, cuyos principios llevan a la pintura a revelar lo que es propiamente sustantivo de las cosas, al margen de su apariencia natural. Las teorías que Worringer vendría a sintetizar en 1908, tres años antes de la aparición de las primeras acuarelas abstractas de Kandinsky, fueron antes llevadas a la práctica por Cézanne. Si bien es cierto que en Cézanne coinciden la estética de lo bello natural con la estética de lo bello en el

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arte. Mucho más importante es que a partir de él, y posteriormente con el cubismo, quedaría afirmada la idea central de Worringer, cuando éste anota que la obra de arte se halla al lado de la naturaleza como un organismo autónomo equivalente, con leyes específicas que no tienen nada que ver con la estética de la belleza natural. De tal modo, ante un cuadro de Cézanne no tendríamos ya que preocuparnos de las condiciones en que el paisaje pueda ser un fiel reflejo de la naturaleza, sino analizar y comprender las condiciones en que la representación de ese paisaje se convierte en obra de arte. Si el Renacimiento fue una exaltación de la aventura terrenal del hombre, una invitación al pleno disfrute de los sentidos, una identificación total con lo temporal y placentero de las cosas, que tuvo su equivalencia en la primacía de las apariencias, en la exaltación vital de las formas orgánicas, que prevalecieron en el arte y fueron reproducidas en la pintura mediante los aspectos más subyugantes de la naturaleza, que era como una ventana abierta hacia el mundo circundante, revestido de luz y de color. Al cubismo le corresponde, mucho después, la importancia de ubicar la pintura en un plano de mayor identidad con lo absoluto. La razón fundamental del cubismo no sería tanto la de lograr un goce objetivado de las formas naturales, sino la de trascender hacia un sistema de valores más permanente y menos temporal. El sistema cubista fue una disciplina, pero también fue una libertad de la capacidad de invención. Disciplina para analizar las formas, reduciéndolas a su carácter esencial, y libertad para convertirlas en imágenes de otra jerarquía plástica. La sensibilidad del pintor cubista penetra en lo sustantivo de las cosas, aludiendo su aspecto habitual. Su intención, o su estado de espíritu, no lo conducen a reproducir la apariencia de los seres

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y los objetos, sino más bien a representar la idea de ellos. El pintor cubista se sitúa frente a los objetos para descomponer sus contornos habituales y reconstruirlos bajo el rigor de un sistema de relaciones, cuyas leyes se ajustan a los requerimientos de una voluntad artística genuinamente plástica, cada vez más desligada de la sujeción a las formas orgánicas y al espíritu de imitación. Inventa formas que están más allá de las formas inmediatas y descubre relaciones insospechadas entre ellas, para llegar a las consecuencias extremas, es decir, a la revelación de un mundo visual sorprendente, que por su homogeneidad viene a ser como una segunda naturaleza, una naturaleza equivalente, que existe independientemente al lado de la primera. * Conociendo el poder creador de Picasso, nada difícil sería admitir que haya sido él quien inventara, descubriera o intuyera el cubismo. No nos sorprende. Su genio consiste en abrir caminos que luego abandona, solicitado por nuevas y distintas aventuras. Su placer es la sorpresa interminable y su virtud, la audacia; aunque quizás sea la impaciencia uno de sus mayores defectos. Picasso parece haber hecho suya aquella cualidad de los espíritus creadores, entrevisto por Rubén Darío: cuando una musa le da un hijo, ya tiene en cinta las ocho restantes. Pero en el supuesto de que a Picasso pudiera corresponderle el privilegio de ser quien primero llegara a las puertas del cubismo, a Braque, y también a Juan Gris, les corresponde el mérito de haber sido sus maestros más representativos, y, por consecuencia, sus clásicos más calificados. Braque es uno de esos maestros que, como Chardin, Courbet, Bonnard, Seurat, Pisarro, Utrillo, y también Cézanne, ponen la pintura a la escala de las posibilidades humanas. Braque

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aporta al cubismo, y a la pintura, su organización mental, su equilibrio, su serenidad y su innegable capacidad de invención plástica. Él logró conciliar la voluntad constructiva que le fue tan propia, con su extraordinario sentido de la composición libre y el gran contenido lírico de su imaginación. «Amo la regla que corrige a la emoción», es una de las frases definitorias de su personalidad. Braque nos atañe más que Picasso. Picasso es una violencia, un impulso desatado. Él no ha obtenido nada; todo le ha sido concedido de antemano: es un genio, pero los genios nos interesan menos que los hombres. Braque es un hombre, un maestro igual que Cézanne; sus obras y sus ideas no dejan lugar a dudas, oigámosle hablar: En el momento de las búsquedas, Picasso y yo debimos ayudarnos y sostenernos. Nuestra amistad fue una especie de ligamento, juntos al salir, pero separados al llegar a la meta. Es difícil decir quién haya guiado y quién haya seguido. Hemos andado adelante juntos, ligados, con fatiga igual e igual peligro. Lo que a Picasso interesa es el juego de las formas, no sus valores táctiles. Él juega, le gusta jugar. Tiene demasiado talento, un talento espantoso, y por eso es el más extraordinario caricaturista que haya jamás existido. Siempre ha jugado, jugado con el collage, jugado con Velázquez, jugado con todo. Yo hice mi aprendizaje artístico con el buril y el mármol. Por eso persigo el tacto. Para Picasso, el buril no es algo para tocar, sino para crear formas. Él tiene una virtud única: renovar en lo profundo todo lo que toca, todos los materiales que usa. (…) En cierto momento, la gran pintura ha sido la pintura histórica, y en ese tipo de pintura no pueden existir grandes artistas. La revolución impresionista es ésta: buscar una medida más discreta de la naturaleza. Y luego, la gran lección de

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Cézanne. Después de él no ha habido más maestros. Con Cézanne termina la etapa artesanal de la pintura. Cuando la gente me dice maestro, yo replico: No soy ningún maestro. Soy lo que soy, pero no un maestro. Con Cézanne comenzó la mayor aventura de la pintura: la aventura de la libertad. Bien entendido, la libertad no se da, se toma. Por eso no es disposición sino de unos pocos. (…) La pintura, y el arte en general, es un trabajo solitario. No se siente uno tan seguro como cuando está solo, y aun desolado.

En Braque coinciden lo intelectual y lo intuitivo. Cuando nos dice: «Amo la regla que corrige a la emoción», quiere comunicarnos que los sentidos perciben lo relativo y transitorio, mientras que el entendimiento percibe lo que es eterno. Sin embargo, se engañan quienes piensan que Braque fue un espíritu asfixiado por un racionalismo intemperante y frío. Antes que eso, Braque fue un artista intuitivo por excelencia. Sus cuadros se originaban en la percepción y el recuerdo de las formas naturales, aunque esa visión inmediata y directa de las cosas haya sido sólo una referencia, un punto de partida del cual toma los datos principales para transmutar la realidad en imágenes ideales y formas sensibles. Cuando alguien, en cierta oportunidad, le pregunta: «¿Antes de pintarlas, estudia usted sus obras?», Braque responde: «No, porque la pintura debe ir del cuadro al cerebro y no a la inversa». Esto significa que el proceso reflexivo e intelectual del pintor, en relación con la obra que ejecuta, se va produciendo en la medida en que los colores, los tonos, las líneas y las formas comienzan a buscar sus perfiles y proporciones; su densidad, su ritmo y su equilibrio dentro del cuadro, para obtener, mediante la conjugación de valores y la

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presencia simultánea de diversos elementos plásticos, lo que sería el cuerpo sinfónico (valga la homología musical) de la composición. Braque resumió de manera imponderable todas estas virtudes. Fue un pintor en la más absoluta extensión de la palabra. La ansiedad de pintar le salía por los cuatro costados, y su fe, su pasión por la pintura, contagiaba a todos. Para los espíritus que continúan aferrados a un academicismo extemporáneo, podrá resultar intolerable tener que admitir que la pintura se hace a sí misma; sin embargo, Braque lo creía así, y muchos lo creemos hoy en día. Con Kandinsky, Braque y Picasso, comenzó el artista a morder la fruta del bien y del mal, quedando, desde entonces, librado a los alcances de su instinto y su imaginación. No hay que añorar el «Paraíso perdido», ni el asentimiento de un padre académico al cual se ha renunciado desde hace tanto tiempo. Braque supo comprender muy bien todas estas cosas, y su talento se manifiesta en haber logrado hacerse maestro de su propia intuición, en haber logrado medir, corregir y dirigir hacia un fin determinado, los impulsos que su instinto y su sensibilidad de artista le imponían. Los resultados están a la vista: la puerta ha sido abierta y muchas otras lo serán todavía, mientras exista una fe auténtica en la pintura y cada día sean descubiertos aspectos nuevos en la realidad y en la vida. Lo más importante para un pintor es sentir la necesidad de pintar. Braque la sintió hasta el último momento: murió con los ojos abiertos, viendo los árboles de su jardín y la luz que nunca dejó de acompañarle. La muerte, como postrera visitante de su taller, comenzó a cerrarle silenciosamente la ventana de su vida, hasta que se hizo la total oscuridad, aunque su pintura jamás dejará de resplandecer. 1965

FERNAND LÉGER

A PICASSO puede definírsele como un impulso, a Braque como un equilibrio, y a Matisse como una alegría. ¿De qué modo, entonces, pudiéramos conceptuar a Fernand Léger? Fernand Léger, es la salud de la pintura. «Ese campesino —dijo Picasso en una oportunidad—, es un soplo de aire fresco. Su pintura desaloja las telarañas». Es cierto. La pintura de Léger es como el olor del pino y el aceite. En ella todo es claro y sencillo, limpio y vigoroso. Se equivocan quienes pretenden interpretarla a través de complicados mecanismos o fórmulas intelectuales, porque lo que Léger quiere entregar y entrega, es el testimonio más directo y difícilmente simple que muy pocos artistas hoy en día pueden igualar. Sin embargo, Léger no es un pintor que agrada a la primera impresión. Los primeros contactos con la pintura de Léger siempre producen algún

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estupor o alguna desconfianza. Aparentemente vemos allí todo tan duro, tan inexpresivo y superficial, cuando no decorativo, que pasamos de largo sin detenernos mucho. Sólo cuando el tiempo y la experiencia han aclarado suficientemente la visión, es que podemos, como una sorpresa muy grata, darnos cuenta de todo lo que Léger nos estaba proponiendo, y ¡claro!, nos escandalizamos y hasta nos reñimos por haber tardado tanto en aprender a ver algo que estaba tan a la mano, tan cerca de nosotros, de modo tan evidente como lo pueden estar la piedra, el metal y el árbol. Porque sucede que una de las equivocaciones del hombre contemporáneo es la de hacer parecer difícil lo que no es, o menospreciar, como el amante caprichoso, aquello que se nos ofrece de manera tan inmediata. Léger no tiene trucos ni artificios. No trata de engañar, no quiere complicar las cosas. Su pintura no va hacia lo profundo, sino, al contrario, emerge de lo profundo hacia la superficie. Es necesario tener un talento extraordinario para hacer una pintura tan alta con formas tan simples. ¿Cuál es el secreto de Léger? Léger no tiene secretos; su manera de proceder es diáfana y segura, porque él trabaja con los elementos que la realidad le ofrece. Él toma posesión de las formas y las trasmuta en objetos plásticos dotándolas de un vigor y una alegría que supera, en muchos aspectos, lo que la realidad ofrece de buenas a primeras. Léger no quiere inventar lo que de algún modo no exista o no esté dado en la naturaleza. Con Léger podemos afirmar: sólo la referencia al objeto puede dar más impulso a la imaginación. Aunque con procedimientos muy distintos, él continúa desarrollando lo que los impresionistas propusieron: la claridad de visión ante el objeto. Léger no es un místico ni un metafísico. Él no quiso trabajar nunca con lo inexistente,

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con lo inmensurable, con lo que escapa al poder de asimilación y demostración. Su afán de claridad, de objetividad, lo hace elegir los colores planos y una escritura plástica donde la línea, una línea gruesa, lenta y robusta, rodea el contorno de las formas para acentuar su nitidez. Léger fue un cubista a su manera, nunca se pareció a Juan Gris, a Braque o a Picasso. * Ya en su época cubista se adivinaba su intuición del mundo contemporáneo, del mundo actual, condicionado por la industrialización y el maquinismo. Derivó hacia un cubismo metálico, de formas tubulares con fulgor de acero y aluminio brillante. También se identificó más, por ese motivo, con el orfismo y el futurismo, que con el cubismo analítico o el cubismo sintético. Sus pinturas son agrupaciones de formas cerradas, en las que se yuxtaponen los volúmenes y los planos, sus pinturas son como cerramientos de energía. Esos cuadros de volúmenes plenos y colores luminosos poseen la energía latente del átomo o el núcleo celular. Léger reclamaba una valoración del objeto por encima del sujeto, de allí que su pintura no haya sido nunca decididamente abstracta. Al menos él lo entendía así. «Yo creo que el arte abstracto ha dado todo lo que podía dar» —dijo en una oportunidad—. Léger creía que el arte abstracto había llegado a un punto muerto, en su perspectiva creadora. Sin embargo, concedía al arte abstracto una ubicación singular, o excepcional dentro del campo de la actividad plástica. El arte abstracto —decía—, el arte abstracto incorruptible, es un verdadero purismo. Una religión que no se discute.

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Una religión que tiene santos, discípulos y herejes. La vida moderna, tumultuosa y rápida, golpea furiosamente ese ligero edificio luminoso, delicado, que florece fríamente del caos. No lo toquéis. Está hecho. Si eso debía ser hecho, permanecerá.

Léger concebía que la pintura del porvenir debiera ser una pintura poderosa y humana, capaz de adoptar todos los medios conocidos y por conocer, pero, al mismo tiempo, reclamaba esa indispensable relación con el objeto. El sujeto, al fin, había dejado de ser el personaje principal. Así, pues, el objeto debía constituir la entidad fundamental en la pintura moderna. No era tampoco indiferente, Léger, al vínculo de comunicación que el arte debe o puede tener con el pueblo. Una de sus preocupaciones fue el reproche que siempre se le hacía o se le hace a los artistas, en el sentido de que su obra está destinada a una minoría. Para aliviar esa especie de conciencia de culpa, que tal vez llegó a sentir, participó en conferencias, conversaciones y reuniones con obreros, tendientes a producir ese acercamiento que él consideraba necesario. Sin embargo, no siempre resultaron bien las cosas. En alguna oportunidad llegaron a gritarle: «Vosotros trabajáis para los ricos, vosotros no nos interesáis». Pero Léger no respondió de manera violenta a esa acusación; al contrario, fue tolerante y comprensivo. Los obreros y empleados, es verdad, no aman la pintura, no entienden de eso, y las más de las veces ni siquiera les interesa lo más mínimo. Esa circunstancia, naturalmente, no es culpa de la pintura, aunque tampoco lo es del pueblo, la culpa es del desequilibrio existente. La pintura debe ser lo que es, nunca menos de eso.

FERNAND LÉGER

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Léger conceptuaba que uno de los factores que inciden negativamente, hasta el punto de producir esa desafección popular hacia la obra de arte, es el tiempo, el tiempo laborable y el tiempo disponible. Los obreros no tienen demasiado tiempo para divertirse. Entonces, cómo exigirles que se pasen todo un domingo en los museos, cuando en verdad lo que desean es salir al campo, ir al cine, o quedarse en su casa descansando. ¿Qué hacer, pues, para que estas gentes puedan interesarse por las obras de arte? Darles tiempo, dejarlos que por su cuenta puedan ver las exposiciones, sentir la pintura, analizarla. De ese modo podríamos asistir al rápido desarrollo de su sensibilidad. La pintura requiere del tiempo libre, del tiempo sin cansancio ni preocupaciones. El burgués, el ministro y el potentado pueden ir el domingo a las exposiciones, porque no tienen la preocupación del lunes. Ellos saben que no están obligados a presentarse a hora fija a su trabajo, y que, además, cuando lo deseen pueden ir a la playa o al campo y disfrutar holgadamente de todas las cosas.

Léger, como hombre del pueblo que era, amaba al pueblo. Así lo demuestra en sus palabras; oigámoslo: El pueblo tiene en sí mismo un sentido poético. De él salen esos hombres que todos los días inventan una poesía verbal, que sin cesar se renueva: el argot. Están dotados de una imaginación creadora constante. Trasponen la realidad. ¿Y qué hacen, entre tanto, los artistas modernos, poetas y pintores?, en el fondo lo mismo. Nuestros cuadros son nuestro argot. En ellos se trasponen la realidad, las formas, los colores. Entonces ¿por qué no podemos encontrarnos?

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Y dice Léger algo más: Si se examinan los orígenes de los artistas creadores, veremos que todos, o casi todos, salen del pueblo o de la pequeña burguesía, ¿entonces? Entre ambos polos, artista y pueblo, hay una sociedad que no hace absolutamente nada para realizar un encuentro. La pintura pide, como todo lo intelectual, una duración para adaptarse. El pueblo es rico en deseos insatisfechos. Tiene una capacidad de admiración, de entusiasmo, que se puede llevar y desarrollar en el sentido de la pintura moderna. Hay, pues, que darle tiempo, tiempo sin cansancio ni preocupaciones, para mirar, para enjuiciar, para aprender y para vivir.

1966

GIORGIO MORANDI

DENTRO DEL panorama de la pintura de nuestro tiempo, Giorgio Morandi representa una figura verdaderamente excepcional. Nacido en Bolonia, en 1890, Morandi estudió en la Academia de Bellas Artes de esa ciudad hasta el año 1913, cuando obtuvo su licenciatura. La sensibilidad de Morandi no le permitiría excluirse de los grandes movimientos que por esos años convulsionaban y llenaban de vitalidad el espíritu creador manifestado en las artes plásticas. Sin embargo, Morandi nunca rompió definitivamente las ataduras sensibles que lo unían al pasado. Giotto, Masaccio y Piero della Francesca fueron sus admiraciones eternas; así como Chardín, Corot y Cezanne. Morandi amaba el orden, el equilibrio y la lucidez. La pintura metafísica, iniciada por Chírico, no le fue indiferente. Pero la pintura «metafísica» de Morandi, realizada

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entre 1918 y 1920, estaba animada por un espíritu de sereno clasicismo, de pureza acentuada, que la diferenciaban de la condición romántica, no del todo extraña en De Chírico. El ensayista italiano, Lorenzo Montano, en un artículo publicado sobre Morandi, cita una de las frases más conocidas del artista: «La mía vita é stata lenta». La vida de Morandi estuvo signada por la soledad, la necesidad de soledad, el recogimiento, la intimidad y el silencio. Morandi rehuyó siempre todo lo que fuera espectacular, para entregarse a una pintura que era toda claridad y equilibrio. Igual que Paul Klee, fue un pintor de pequeñas cosas, aunque grandes en contenido. La disciplina creadora de Morandi es sorprendente y ejemplar, con muy pocos recursos y objetos, con una economía de medios muy difícil de igualar, logró hacer una pintura con alto contenido poético, llena de misterio y dignidad. El mundo de Morandi fue un mundo de intimidad. Toda su pintura fue realizada con algunas botellas, flores y pequeñas cosas que, sin embargo, tocadas por la magia sutil de su talento, se transformaban en pura esencia del espíritu. Morandi demuestra, en su pintura, que lo que cuenta no es el objeto en sí mismo, sino el modo como ese objeto es capaz de conmovernos, la manera en que ese objeto puede convertirse en recipiente de nuestra propia vida y ser un medio de relación con el mundo, un recurso para amar la vida a través de las cosas, y sentir, además, que la vida posee un sentido trascendente. Cosa muy difícil resulta lograr una alta pintura con recursos tan deliberadamente modestos. Parece que la pintura de Morandi hubiera sido hecha con el deliberado propósito de negar la preeminencia de los sentidos en el acto creador, para obtener una valoración privilegiada del espíritu. Casi podría decirse que Morandi no pin-

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ta cosas, sino el espíritu de las cosas, la esencia de las cosas. Hay algo que Morandi sintió, o comprendió muy a tiempo, y es que el artista debe conocer lo antes posible cuál es la vía de su sensibilidad, cuáles son las propiedades determinantes de su carácter y su modo de estar en el mundo. Morandi no se engañó a sí mismo, y nunca trató de engañar a nadie. Jamás trató de «aparecer» como un gran pintor. En el fondo él sabía que era un «gran pintor» y eso le bastaba. Situado en medio de las condiciones más revulsivas de su tiempo, comprendió que su destino era dar a las cosas una permanencia y una trascendencia. Dejó para otros las posiciones iconoclastas, la negación y la violencia. Él se contentó con afirmar lo que había de positivo en su condición de hombre y de artista. Hay quienes piensan que hoy en día no es posible hacer una pintura como la de Morandi, porque no es posible vivir a la manera de Morandi. Se dice —y no sin razón— que el mundo contemporáneo exige un margen ineludible de compromiso y participación, que obliga al artista, aun a pesar suyo, a contaminarse y sufrir en carne propia todos los desgarramientos y convulsiones de nuestro tiempo. Es posible que haya quienes crean que en la vida y la obra de Morandi hubo algo así como una voluntad de inhibición, de evasión orgullosa, que lo hicieron encerrarse en un estilo excesivamente austero y ausente. No es cierto, Morandi fue fiel a sí mismo, y en su despojamiento va implícita una voluntad de sacrificio y compromiso. Por encima de todas las vacilaciones y las dudas, Morandi sintió que tenía algo seguro entre las manos, pero esa seguridad no significaba una ausencia de preocupaciones ni una actitud de fácil virtuosismo. En su pintura existe la insistencia sobre un tema, pero ese tema es sólo un pretexto, al cual siempre

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le exigía algo más: una proyección mayor y un contenido siempre más elevado. Morandi iba llegando a la esencialidad de su ser a través de su pintura; llevado de la mano por su pintura, cruzaba el umbral de lo absoluto y lo eterno, para demostrar que, no obstante la condición doméstica de los objetos, la pintura puede ser un medio de realización individual, donde lo absoluto puede manifestarse, sin borrar la cualidad que las cosas poseen. * Giorgio Morandi no es, ni lo será durante mucho tiempo, un pintor de gran audiencia. Parece que su pintura fue hecha para conmover sólo a algunos poetas y a algunos pintores, que por afinidad tendrían acceso a un mundo tan original y exigente como el suyo. Tal vez me equivoque, pero su pintura tiene algo que ver con la poesía de Mallarmé, o quizás, más atrás en el tiempo, con el mundo imaginífico y metafórico de Góngora. A mi juicio, creo que la pintura de Morandi corresponde a una cierta jerarquía de símbolos y metáforas plásticas, donde las cosas no son aludidas directamente, sino presentadas a través de sus aspectos más significativos, aunque menos epidérmicos. En la pintura de Morandi comprendemos que han sido aludidos los objetos: botellas, potes, cerámicas y telas; pero también sentimos que además del carácter formal propio de las cosas, el artista ha querido reinventarlas como objetos de otra realidad. La pintura de Morandi, tal vez no es para todo el mundo. Para tener acceso a esa pintura de singular pureza, es necesario despojarse de todos los prejuicios formales y ubicarse en una situación capaz de facilitar una comunicación con ese mundo.

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GIORGIO MORANDI

* Por encima de todas las exigencias de escuelas y tendencias, la obra de Giorgio Morandi brilla con luz propia, resplandece con ese fulgor seco y contenido que fue propio de su sensibilidad. La obra de Morandi es una obra altamente intelectual y sensible. Ella corresponde a la mejor tradición del arte clásico, propia de su estirpe y su cultura. En esa obra no hay sólo botellas y pequeñas cosas, aparentemente insignificantes. Allí, tras esa pintura, se aposentan varios siglos de cultura latina, y se advierte la fisonomía inconfundible de la civilización occidental. 1966

ALBERTO GIACOMETTI

A GIACOMETTI lo conocíamos más por sus esculturas que por sus pinturas. Pero Giacometti reunió ambas condiciones: fue, en igual medida, escultor y pintor. Su obra, aunque tal vez poco conocida entre nosotros, nos pone ante un artista poseedor de una sensibilidad excepcional. Igual que en sus esculturas, también en sus pinturas la sensación del espacio, un espacio dramático, se impone sobre la materia y la corporeidad de las formas. Las figuras de Giacometti son figuras solitarias, tensas, como en trance de consumirse hacia adentro. El espacio muerde los contornos de esas figuras y penetra en ellas. En su juventud, Alberto Giacometti se traslada a París y establece allí su residencia. Conoce al escultor Bourdelle, aunque éste no llegó a ejercer sobre él ninguna influencia.

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Al contrario, su parentesco espiritual más próximo estaría representado en los artistas y poetas del grupo surrealista, con quienes entró en contacto, mediante su amigo André Bretón. En esos momentos, Giacometti siente la necesidad de destruirse a cada instante, para renacer de inmediato y dispararse hacia otras aventuras más inverosímiles. Sin embargo, posteriormente, rompe Giacometti con el grupo surrealista, para quedarse a solas consigo mismo y con su propia obra. Siente que en la obra de arte hay un margen de intimidad y testimonio personal que, en algunos momentos, excluye la presencia de testigos. Entonces, Giacometti hace retratos metafísicos, retratos ideales de personajes y modelos imposibles. Hace varios retratos de la madre, y hace retratos de sus propias esculturas. Son retratos de cosas y seres solitarios. Son figuras que se consumen en sí mismas, y se confunden con la fuerza y la tensión que el espacio ejerce sobre ellas. El crítico Osvaldo Svanascini encuentra afinidad entre Giacometti y los poetas surrealistas Antonin Artaud y Henry Michaux. Artaud, quien «halló en las barreras de la insania, los argumentos que darían fuerza a su repulsa». No sé si tales comparaciones son exactas, ya que es difícil concebir que Antonin Artaud se pueda parecer a nadie, ni viceversa. La «insania» de Artaud debía ser expresada de una sola manera, como lo fue, en la estrecha ligazón de su poesía y su vida. Pensamos que Giacometti era otra cosa. En su pintura existe un proceso de simplificación emotiva, aunque tal simplificación no disminuya la tensión dramática de los cuadros. Así, con algunas manchas de colores neutros: grises y marrones, y un dibujo gráfico muy esquemático, obtiene Giacometti una expresividad y un poder de comunicación, llenos de gran dignidad y fuerza.

ALBERTO GIACOMETTI

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La pintura de Giacometti, no obstante su esquematismo gráfico y la economía de sus recursos colorísticos, logra una riqueza esquemática y seca, aureolada por una especie de luz mental, o imaginaria. En sus esculturas, Giacometti presenta influencias de las estatuillas etruscas del siglo IV antes de Cristo; y también, por la espiritualidad de sus formas, mantiene una relación con el arte gótico. En un plano más contemporáneo, sus obras pueden tener alguna afinidad con las esculturas de Germaine Richier, o mejor sería decir, de ésta con Giacometti. Pero en la pintura, ¿qué afinidades pueden encontrarse a Giacometti, en relación con otros artistas? A nuestro juicio, el grafismo de su escritura plástica, tan personal, carece de parientes. La pintura de Giacometti es una pintura dibujada. Las figuras aparecen como cosidas y recosidas por un tejido complicadísimo de líneas que se entrecruzan, se alargan y se recogen, formando círculos, elipses y óvalos. Las figuras nunca están circunscritas por una sola línea, sino que el contorno de esas figuras está insinuado por muchos trazos y rayas que se cruzan y se confunden, hasta producir una visión temblorosa, y también precisa, de los bordes y los contornos. La posición de las figuras parece siempre rígida, y lucen como personajes ingrávidos, en trance de desintegrarse. No obstante que Giacometti sugiere la profundidad de la perspectiva lineal, las figuras siempre avanzan hacia un primer plano, viniendo del fondo hacia la superficie. También encontramos, en la pintura de este artista, un acentuado interés hacia el gestualismo y la pintura de acción, aunque el gestualismo de Giacometti es más racional que el de Jackson Pollock. En algunos casos llega Giacometti a una especie de rayonismo abstracto, pero más lírico y emotivo que el de los

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fundadores de la escuela rayonista rusa, Rodchenko y Natalia Gontcharova. Esos efectos los culmina Giacometti en sus paisajes, siempre tan personales y expresivos. Aunque siempre se mantuvo fiel a la representación de figuras, objetos y paisajes, se puede pensar que Giacometti también estuvo muy cerca del expresionismo abstracto. Hay cuadros suyos, sobre todo los paisajes, que son un hervidero de líneas, signos y rayas de colores, que se cruzan y se extienden en multitud de direcciones. El resultado viene a ser un grafismo dinámico y expansivo, que es como su propia escritura, o su propia firma espiritual. 1966

JEAN FAUTRIER

«UNO DE LOS precursores del Informalismo»; así se ha considerado al pintor Jean Fautrier. No obstante, si algo puede tener Fautrier de común con el «informalismo», es la preocupación por la materia, por el cuidado de las texturas. En cuanto a la forma, en Fautrier se advierte una preocupación por construir su cuadro, por definir un contorno y una superficie. «Me aburre pintar», dice Fautrier. Puede causar sorpresa esta expresión tan inesperada en un pintor como Fautrier, pero él lo ha dicho. Sin embargo, tratemos de interpretarlo. Lo que Fautrier quiere decir es que no le agrada detenerse demasiado tiempo en un cuadro, quiere resolver las cosas de una vez y no tocarlas más. El cuadro debe salir revestido de pureza y frescura de las manos del artista. Esta

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manera de pensar y actuar no es extraña a los artistas orientales, chinos y japoneses. Los artistas zen y los artistas sumi, sólo admiten la maestría cuando la mano es capaz de traducir en un solo trazo la imagen que ha adquirido cuerpo en el espíritu. «Contempla cien veces una rama de bambú; contémplala mil y más de mil veces; conviértete tu mismo en una rama de bambú, sólo entonces tendrás capacidad para pintarla». La maestría que produce la obra verdadera, llena de significados, no tiene que confundirse con un trabajo tortuoso y fatigante. Este es un prejuicio académico; tanto es así que muchas de las obras de los artistas propiamente académicos, como Michelena en nuestro medio, por ejemplo, resultan mejor logradas en los bocetos y apuntes, que en las obras que ellos consideraban definitivas. Jean Fautrier ha pasado por encima de todos esos prejuicios académicos y esas limitaciones. «La obra debe salir espontáneamente, sin maltratarla y sin golpearla. El artista debe tener seguridad en lo que hace, debe tener claro, aunque sea inconscientemente, lo que se propone hacer».Las vacilaciones fatigan la mente y entorpecen la mano. ¿Por qué, entonces, empeñarse en retocar, cambiar, voltear y rehacer una obra, que, desde el primer momento ha perdido su frescura. Emilio Boggio le confió a Marcos Castillo, y Marcos Castillo nos lo transmitió, un pensamiento que es clave como norma para entender el oficio de pintor: «La pintura no es un arte de quitar, sino de poner». Fautrier pinta en pequeño formato, pinta sobre una mesa, no le interesan las grandes telas ni las superficies espectaculares. Su pintura es una pintura de intimidad. Sobre la tela se vuelcan las imágenes del ambiente que lo rodea y son testimonio de su contacto con la realidad. Allí encontramos el ca-

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brilleo de las aguas movidas por el viento, la luz que se filtra temblorosa entre el follaje de los árboles, las texturas donde el rojo de los ladrillos, el gris del cemento y el blanco de la cal, se transforman en valores plásticos llenos de contenido vital. Fautrier es un pintor abstracto, y, sin embargo, en su pintura está presente la realidad. Nos enseña, con su arte, que hay muchas maneras de entender e interpretar la realidad, el recurso consiste en encontrar medios que no sean los habituales. El arte no renuncia a las motivaciones de la realidad, ni tampoco puede hacerlo, aunque así lo quisiera. La imaginación puede ser estimulada por la percepción de los objetos y las cosas que rodean nuestra vida. Aunque, tal vez, la más penetrante virtud sea encontrar una nueva realidad, desapercibida a simple vista, que viva junto a la realidad inmediata, o exista «en esa realidad» sin ser vista. Hay artistas que se reclaman vinculados a la naturaleza, y hay otros a quienes ese vínculo no les preocupa. Otros, piensan que más allá de las definiciones conceptuales, la obra se impone como un objeto en sí mismo. De Mondrian se ha dicho que detestaba a la naturaleza y odiaba las formas orgánicas. Pero, tal vez, sólo trataba de sustituir una emoción con otra. De él decía Herbert Read, que amaba la pureza de las formas cristalinas. Tal vez sea una blasfemia rechazar los vínculos con la historia, y también con las formas naturales. En esa perspectiva, puede resultar un acto subversivo proclamar un arte que se sitúe al margen de la realidad, o fuera de ella. Pero escapar de la realidad es una ilusión imposible. Habría que inventar otros sentidos para percibir otras sensaciones. 1966

MOHOLY NAGY

LADISLAO MOHOLY NAGY fue el artista plástico más versátil de la generación posterior a Kandinsky. Si Leonardo fue el pintor del Renacimiento, el hombre-renacimiento; pudiéramos decir, también, que Moholy Nagy ha sido el pintor del siglo XX, el hombre siglo XX. Moholy Nagy resume en su personalidad la capacidad inventiva de un Kandinsky, el rigor metodológico de un Mondrian y el espíritu de experimentación propio de un Duchamp y un Picabia. Con su arte, Moholy Nagy abre perspectivas a la plástica, hasta entonces insospechadas. Es cierto que el arte de nuestro tiempo aún no ha llegado, y tal vez está lejos de llegar, el momento de sedimentación donde las cosas comienzan a perfilarse como definitivas y estables. Lo importante en el arte de Moholy, no sería tan sólo el de la calidad intrínseca de su obra, sino

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lo que ella supone como actitud y como actividad, como procedimiento y como manera de estar situado en el problema de la creación. Tal vez no sería exagerado decir que con Moholy comienza un nuevo renacimiento de las artes plásticas, que, hasta el «impresionismo» y Cezanne, habían estado identificadas, de una u otra manera, con planteamientos plásticos instaurados por los artistas del renacimiento italiano. Moholy se plantea nuevos problemas de forma, espacio, color, luz y movimiento, y también comienza a experimentar con materiales diferentes a los tradicionales; hastiado de la vieja temática, buscó nuevos sujetos y temas. El vidrio y el cristal, el salero, la regla T, el radiador de un automóvil, el quemador de alcohol, el semáforo, la construcción en hierro, aparecieron en sus obras en lugar de las tradicionales manzanas, langostas y peras. Durante casi diez años (1922-1930) trabajó Moholy en la construcción de una máquina para efectos luminosos, una especie de «caleidoscopio» del espacio. Ese objeto era una estructura móvil accionada por un motor eléctrico. En ese experimento, Moholy trató de obtener nuevos elementos visuales por una superposición constante de sus movimientos. La mayor parte de las formas móviles eran transparentes, de material plástico transparente, alambre y láminas de metal perforado. Componiendo esos elementos en movimiento, logró efectos visuales insospechados, de una extraordinaria riqueza y variedad. Aunque conocía de memoria todos sus efectos —dice Moholy— me sentí como un aprendiz de brujo cuando el aparato fue puesto en movimiento, por primera vez, en 1930, en un pequeño taller mecánico. El móvil era tan asombroso en sus movimientos coordinados y articulaciones espaciales

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en secuencias de luz y sombra, que casi creí en la magia. Aprendí mucho de este móvil, que utilicé, posteriormente, en mis trabajos de pintura, fotografía y cinematografía.

Moholy se sentía deprimido al ver que la mayor parte de la gente era insensible a la belleza que de tales efectos se desprendía, así como su indiferencia para advertir en ellos la promesa de nuevas revelaciones que podrían ser desarrolladas en el futuro. No obstante, continuó experimentando y trabajando con materiales sintéticos e industriales; pintó sobre aluminio e hizo esculturas y objetos en metal y vidrio. «Si no hubiera temido que estos nuevos materiales fueran perecederos —confiesa— jamás hubiera pintado nuevamente sobre tela. Llevado por tales experiencias, Moholy se inclinó cada vez más hacia el problema de la luz, trató de pintar con la luz, de transformar la luz en color. Al afirmar la pintura con luz, hizo surgir, también, el problema de las texturas como efectos modulantes de la luz. Moholy reivindicó el antiguo problema de la luz plástica que había sido resuelto en los vitrales de la Edad Media, pero que, no obstante, había quedado detenido dentro de un concepto donde los problemas de la luzcolor no sobrepasaban, en mayor grado, el marco específico de la pintura opaca tradicional. Moholy utilizó efectos de proyección luminosa para investigar todas las posibilidades de los materiales transparentes: En mis primeros experimentos —dice— advertí que se precisaba una pantalla para proyectar los efectos luminosos de la pintura. De modo que monté la lámina pintada a una distancia de varias pulgadas de un fondo liso blanco o gris claro. Observé, entonces, que las formas sólidas arrojan sombras sólidas sobre láminas transparentes. Advertí que existían varios recursos para disolver

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y articular esas sombras densas, mediante raspados de la superficie pintada con finas líneas de distinta densidad que producen sombras de variados valores de gris, a semejanza de las variaciones en gris que se obtienen en los fotogramas. Igualmente, si se ilumina la composición desde un costado, las formas y las sombras del tema original aparecen desplazadas y crean una nueva relación entre los colores y sus sombras grises. Estos efectos producen una «textura de luz», especialmente si se utilizan tintas transparentes en lugar de pigmentos opacos. * Proféticamente, Moholy dice: «Aunque los plásticos son materiales nuevos, aún no probados plenamente, yo tenía la sensación de que es preciso trabajarlos, a pesar del riesgo de lograr efectos bonitos». Conocer a fondo estos materiales y desarrollar técnicas para manipularlos puede ser cuestión de décadas. Tampoco se han resuelto los problemas técnicos de la pintura sobre estos nuevos materiales. Tal vez algunos espíritus demasiado limitados o demasiado cerrados a la aceptación de un hecho nuevo, argumenten que Moholy era un técnico o un hombre cuya sensibilidad lo inclinaba a resultados puramente formales. Sin embargo, quienes tales cosas pudieran afirmar, olvidan que la pintura es un hecho exclusivamente visual, y que todos sus problemas están dirigidos hacia la percepción visual, así como todos los problemas musicales están dirigidos hacia resultados específicamente sonoros y auditivos. El pensamiento y la obra de Moholy Nagy estaban dirigidos hacia el encuentro y la formulación de un nuevo contrapunto visual; entendiendo por contrapunto un arbitrio que divide el mundo de los sonidos en intervalos

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regulados por reglas fijas. Moholy quiso obtener algo semejante para las artes plásticas. Él y algunos pintores abstractos contemporáneos han tratado de encontrar un nuevo contrapunto del espacio y proporcionar una norma a los procedimientos plásticos que se encuentran a merced del capricho individual. Su afán de objetividad llevó a Moholy Nagy a adoptar y proclamar los siete elementos biotécnicos, diferenciados por Raoul Francé, que serían los módulos constantes de toda construcción: el prisma, la esfera, el cono, la lámina, la varilla, la barra y la espiral. Otro aspecto que caracteriza al pensamiento de Moholy Nagy es el de la metodología en los procedimientos técnicos, formales y conceptuales; en tal sentido, dice lo siguiente: El artista interpreta ideas y conceptos a través de sus propios medios; en este sentido debe elegir su causa y proclamarla. Ningún auténtico artista puede eludir esta obligación, ya que de otro modo su obra no sería más que una demostración de habilidad técnica. El contenido del arte no es fundamentalmente distinto del contenido de otras expresiones, pero el arte logra su efecto, principalmente, por la organización subconsciente de sus propios medios. Si así no fuera, todos los problemas se resolverían exitosamente mediante el simple discurso intelectual o verbal. El pintor joven —agrega— llega a superar el diletantismo, el mero garabateo subconsciente y la repetición sonambulística de modelos, cuando comienza a plantearse problemas y a buscar su solución. El resolver conscientemente tales problemas no implica arriesgar la futura evolución ni perder la frescura emocional, aunque la complejidad de una expresión no puede ser captada por el pensamiento consciente. La parte consciente es sólo un pequeño componente que contribuye a sintetizar los elementos, independientemente del acto de coordinación intuitiva.

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Uno de mis «problemas» —dice Moholy Nagy—, el de expresar todo exclusivamente con líneas, me brindó una interesante experiencia. Añade que el insistir en el problema de la expresión por medio de la línea lo llevó a entender que sus agrupaciones lineales, o los análisis de objetos que con ellas hacía, no traducían tanto los objetos mismos como el entusiasmo que sentía por ellos; lo llevaron a admitir que esas agrupaciones lineales buscaban su propia y particular organización, independientemente del objeto analizado. Comprendió que el significado más completo estaba en las relaciones de esas líneas y no en los objetos en sí. Después de esas experiencias afirmaba que entendió mucho más a Van Gogh. «Van Gogh se me apareció bajo una nueva luz —dice—. Pude entonces captar mejor el significado de sus curvas y formas. El tener un problema propio, aunque pequeño, me enseñó a ver y aun a buscar los problemas de otros artistas. Eduard Munch, Oscar Kokoschka y Franz Marc se me antojaron perfectamente descifrables. Comprendí, entonces, por qué utilizaban combinaciones tan inusitadas de líneas curvas, rectas y zigzagueantes. Este era el modo de exponer sus problemas, su conciencia social, sus alegrías y sus temores. Las líneas se convertían en diagramas de fuerzas interiores. Extasiado, hice un dibujo; en él no había objetos, sólo líneas, rectas y curvas. Las únicas formas derivadas de la naturaleza eran ruedas y puentes que distribuí caprichosamente. Titulé a este dibujo: «Construid, Construid» (en húngaro: Epits). Veamos cuál es el concepto que Moholy Nagy tiene acerca de lo que es, en propiedad, «un problema plástico». «Este suceso —dice— cambió mi existencia de pintor. Ese día sentí, con una certeza imposible de expresar en palabras, que me hallaba en vías de resolver el problema de la

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pintura con mis propios medios. Pero ¿qué es un problema plástico? Los estudiantes jóvenes creen, comúnmente, que el problema del artista es algo erudito y enigmático, fuera del alcance de la mentalidad y la sensibilidad del hombre corriente. En realidad, visto por un artista, un problema puede ser cualquier cosa; desde la observación cuidadosa de un acontecimiento, o de su más ínfimo detalle, a la más profunda penetración intelectual de un tema. La dificultad radica en traducir el «problema» en una forma que pueda ser comprendida, asimilada o absorbida por el espectador. También, en esos días —continúa diciendo Moholy—, el color se convirtió en mi «problema». El color, que hasta entonces yo había apreciado, primordialmente, por sus posibilidades ilustrativas, se transformó en una fuerza cargada de latente articulación espacial y plena de contenido emocional. Me dediqué a comprobar el comportamiento de los distintos colores al ser relacionados entre sí. Hice docenas de collages con tiras de papel de colores. Durante una vacación en el campo, me inspiré en el panorama de cientos de pequeñas parcelas de tierra que divisaba sobre las colinas, y pinté unos cuadros consistentes en innumerables franjas de colores en yuxtaposición, que llamé «Acres». Moholy Nagy, nacido en Borsod, Hungría, en 1895, y muerto en Chicago el 24 de noviembre de 1946, fue uno de los artistas más grandes de nuestro tiempo. Fue un pionero, un estudioso y un verdadero trabajador, que empeñó su vida en la causa de encontrar un lenguaje, una nueva visión plástica que efectivamente tradujera la realidad y el carácter de nuestro tiempo. Desde su caballete, su mesa de trabajo y su cátedra en la Bauhaus de Weimar, Dassau, la famosa escuela de diseño clausurada por la barbarie nazi, trabajó infatigablemente por

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concretar ese lenguaje y esa nueva visión que su espíritu reclamaba. Walter Gropius se ha expresado de él en estos términos: Moholy Nagy nos ha legado un caudal de obras de arte y escritos que comprende toda la gama de las artes visuales. Triunfó, a la vez, como artista, pensador e inventor, como escritor y como maestro. Esto parecía demasiado para un solo hombre, pero la versatilidad era uno de sus atributos primordiales. Constantemente desarrollaba nuevas ideas, y siempre mantuvo intacta una curiosidad imparcial, de la cual podía surgir un nuevo punto de vista. Dotado de un vivo sentido de la observación, investigaba todo lo que podía, y no daba nada por sentado. Recuerdo su singular frescura cuando enfrentaba un nuevo problema. Con la actitud de un niño, feliz y sin prejuicios, nos sorprendía por la exactitud de su enfoque intuitivo... 1966

LA SANGRE ES MÁS DULCE QUE LA MIEL

«SI PICASSO es malagueño, yo soy catalán. Si Picasso es un genio, yo también. Si Picasso es comunista, yo tampoco». «Amo a Picasso más que a mi madre. Amo a Picasso más que a mi padre. Amo a Picasso más que a mi mujer. Amo a Picasso, incluso, ¡más que al dinero!» —eso dice Salvador Dalí. Salvador Dalí, además de pintor, es también un hombre de otras inteligencias. Es un genio de otra índole. A diferencia de Picasso, quien es un genio sustantivo, o un genio a secas, Dalí es un genio de naturaleza plural. Además de pintar extraños cuadros, Salvador Dalí ha sido, sin lugar a dudas, un amoroso francotirador. Ha sido Dalí un pintor, un intelectual, un histrión, un payaso exquisito y un fabulador capaz de asumir su propia forma de sinceridad.

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De haberlo querido así, también hubiera podido ser un playboy a tiempo completo (un playboy full time). Poseía, Salvador Dalí, las condiciones espontáneas del auténtico playboy: poder de seducción, talento, imaginación, desenfado, mundanidad, ingenio, humor, elegancia, refinamiento, estilo, clase, prestigio, dinero y ganas de divertirse. Uno de sus caprichos, o manías particulares y persistentes, consistía en divertirse a costa de Picasso. Él molestaba a Picasso, pero con amor. Al morir Picasso, su único comentario fue: «¡Qué lástima!, aparte de mí, ya no existe ningún otro genio aficionado al jerez». Discípulo de Moreno Carbonero, en la Academia de Bellas Artes, muy pronto pudo superar la rutina de ese ambiente y buscar incentivos intelectuales en los libros de Freud y en las lecturas filosóficas. Según lo afirmado por él mismo, las lecturas filosóficas son las únicas actividades que tienen el poder de conmoverlo y arrancarle lágrimas. Su respeto por el realismo minucioso lo llevó a buscar efectos fotográficos que posteriormente pudo experimentar con éxito en el cine, al lado de Luis Buñuel, en películas como «El perro andaluz» y la «Edad de Oro». Viajó en autobús y taxi desde Barcelona hasta París, para visitar a Picasso y de paso, «aprovechar el viaje para conocer el palacio de Versalles». Allí, en París, pintó un cuadro titulado «La sangre es más dulce que la miel». Dalí estudió el cubismo y entró en contacto con el grupo surrealista. Siguiendo los términos del pacto nupcial de los surrealistas, le pasó su mujer al poeta Paul Eluard, y él, a su vez, contrajo matrimonio con la mujer del poeta: Gala Eluard. Posteriormente, la revolucionaria Rosa Luxemburgo y la poetisa Anaís Nin, protestaron violentamente las condiciones del pacto:

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Es una repugnante demostración y una arbitrariedad más del machismo —dijeron—. En principio, estamos de acuerdo con la naturaleza del pacto, pero en sentido contrario.Nos negamos a ser un objeto de tráfico pasivo y exigimos que deben ser las mujeres quienes elijan al marido que prefieran.

En esos mismos tiempos (1929) inventó Dalí un nuevo método de creación, definido como «actividad paranoicocrítica», y publicó un libro titulado La femme visible. El método «paranoico-crítico» de Dalí buscaba intensificar la irritabilidad de las facultades intelectuales para implementar un sistema delirante, permanente y reiterativo, capaz de ocasionar una producción artística incesante de obras «casuales» y, al mismo tiempo, objetivas (cuadros, poemas, cine, teatro, textos, discursos, proclamas, nostalgias y aclamaciones). Suprimiendo las angustias del estado de «inspiración previa», que tantas vacilaciones y torturas ocasionó a los románticos sentimentales (a la manera de Becquer), pretendía Dalí, mediante su método «paranoico-crítico», nada más ni nada menos, que proporcionar un «Sistema» a la imaginación, capaz de prever anticipadamente los resultados y producir obras geniales a voluntad. Óigase bien: ¡a voluntad! Quería Dalí sobrepasar y agotar las imágenes de la realidad. Podía tomar el cliché de un cuadro famoso como El Ángelus, de Millet, por ejemplo, y después desvirtuar esa imagen con otros añadidos: cubriendo la imagen con moscas o signos visibles de putrefacción. De tal suerte, podía apartar el cuadro de su significación original y obtener de él una representación inesperada. No obstante el genio de Dalí, y sus delirantes aunque precisas invenciones, no es tampoco aventurado señalar que el surrealismo, más que una escuela pictórica (que nunca lo

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fue), es un fenómeno poético. La verdad es que el surrealismo inaugura un vocabulario más próximo a la literatura y el cine que a las artes plásticas. Se puede afirmar que pintorespintores, inmunes a cualquier otra infección ideológica o estética, como Georges Braque, o el Picasso de 1913; poseían el poder concreto de las superficies, la evidencia material de las texturas, la arquitectura esquemática de las formas, la simplificación geométrica de los signos, el espacio discontinuo, los planos fragmentados y el color mineral o mental de los objetos, mientras que Salvador Dalí, en perspectiva distinta, es el artista más alejado de la sensibilidad plástica y la vocación artesanal de los constructivistas. Al margen de cualquier optimismo laboral o humanístico, Salvador Dalí aparece con el fulgor sombrío de un payaso. Un payaso que anuncia la inutilidad de las acciones humanas. Un payaso que actúa en un escenario donde ni el tiempo ni la naturaleza sirven para la esperanza. Por eso, Salvador Dalí es un reloj blando y una jirafa en llamas. 1978

III

LA INTUICIÓN EN EL ARTE

—«¿UN ESCRITOR no es consciente de todo lo que hay en su obra?». —«Si lo es, no vale nada. Hay que ser algo inocente. Un poeta no debe ser inteligente. La creación tiene que realizarse como soñando». De este modo responde Jorge Luis Borges a la pregunta formulada por Madeleine Chapsal en una entrevista reproducida en esta misma página el 24 de marzo último. De igual manera, Borges siempre está en trance de advertir —o suponer— que la gente siente algo de decepción («—Ya está —dice en otra parte de la misma entrevista—, la desilusioné. Hubiera tenido que parecerme a Borges...») cuando no encuentran en él al monstruo de brillante y complicado aparato de ideas que ellos suponen, sino antes que eso, un hombre dotado de una extraordinaria lucidez y capacidad de síntesis

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que le permite expresarse con la mayor sencillez en torno a cosas, acerca de las cuales muchos esperan hallar un Borges más alambicado y propiamente intelectual. ¿Y quién duda de que Borges sea un intelectual en el sentido más valedero y auténtico? Por tal circunstancia, una afirmación de índole como la citada, más viniendo de quien viene, es digna de ser tomada muy en cuenta. Pero esta suerte de indiferencia por todo aquello que signifique una actitud preconcebida, racional o excesivamente consciente en la realización de un proceso creativo, es común a muchos de los artistas de mayor originalidad y superior caudal de imaginación, quienes, sin proponérselo las más de las veces, han transformado sustancialmente el panorama del arte y la literatura. Suficientemente conocidas son las expresiones de Picasso: «yo no busco, encuentro». Igual cuando dice que está tratando de olvidar lo aprendido y quiere pintar como los niños. Juan Miró afirma que él no se propone nada, simplemente deja que las manchas que va poniendo sobre la tela le sugieran otras tantas imágenes. Lin Chadwick no siente ninguna inhibición al declarar que sus formas obedecen a un desarrollo ideal de la materia con la cual trabaja, es decir, la idea surge pero como un resultado de la revelación de la forma. El abstraccionismo se origina de una manera casi accidental, cuando Kandinsky recibe una impresión puramente cromática ante un cuadro de Manet: «tuve la impresión —dice— de que la pintura misma era el tema de ese cuadro», y salió disparado para su casa a pintar las primeras acuarelas abstractas. En cierta oportunidad, a Picasso se le ocurre adquirir en un comercio algunas estatuillas africanas. Las coloca en su taller como simples objetos de ornato y ambientación, pero poco tiempo después comienza a sentir el influjo y el

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poder plástico de las mismas y empieza a hacer dibujos y más dibujos inspirados en las formas de la escultura negra. Más tarde realiza su cuadro más importante: Demoiselles D'Avignon, cuya frecuencia de curvas, rectas y planos cortados, imbricados y superpuestos, coincide también de cierta manera con la pintura de Cézanne y se origina por consecuencia en el cubismo. Tales consideraciones no significan necesariamente que la inteligencia sea un factor excluyente en la actitud creadora, no se trata de eso, sólo que no es primordial. El arte, más que todo, es un fenómeno de intuiciones, experiencias y sorpresas. Experiencias sensibles frente a las cosas, diría yo; ante las cuales el artista actúa a la manera de un intérprete y construye una realidad individual, equivalente, o superior, o simplemente distinta a la que le dio origen; pero que en cualquiera de los casos sería fundamentalmente una realidad intuida y transformada, cuyo grado más intenso de revelación obedece a normas que en el fondo siempre resultan inexplicables por estar situadas fuera de la voluntad, la intención o el conocimiento del artista. Naturalmente, pueden venir a la memoria abundantes casos de artistas cuya obra se supone obedeció más a un ejercicio de la inteligencia que a un desbordamiento del instinto: Leonardo, por ejemplo. Pero aun en el caso de Leonardo, tomándolo como la más calificada evidencia de lo que puede ser un artista puesto al servicio de un espíritu científico, continuamos pensando que lo verdaderamente importante en su obra no es tanto el rigor analítico de sus procedimientos, ni tampoco su extraordinaria capacidad de observación y estudio que le permitió desentrañar infinidad de aspectos físicos de la naturaleza y el hombre, sino algo imponderable que estaba más allá, o en un plano

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distinto, si se quiere; pero de cualquier manera fuera del alcance de lo que sólo le hubiera podido proporcionar la inteligencia y el conocimiento. Nada más que conocimiento pudo haber en un Guido Reni, o en un Andrea del Sarto (con el perdón de sus admiradores), pero es indudable que ese misterio, ese hálito de serenidad metafísica que envuelve casi toda la pintura de Leonardo y que es su cualidad imponderable, proviene de algo que excede las virtudes normales de una artesanía cabalmente aprendida y empleada. Cuando uno escribe, o intenta escribir, no puede sustraerse a la fascinación de las cosas que progresivamente va tocando, bien para aclarar algunas ideas o para extenderse en consideraciones que, en el peor de los casos pueden alejarnos del tema elegido. Una vez hecha esta observación, podemos citar algunas palabras del mismo Leonardo, que no dejan de ser bastante significativas y actuales: Dirán que, careciendo yo de letras, no podré expresar bien lo que quiero. Ignoran ellos que mis obras provienen de la experiencia y no de palabras de otros, y que siempre la experiencia ha sido escuela de los que bien escribieron; por eso yo la tomo también por maestra, y a eso me atengo.

Primero fue la imagen y luego la idea (Sir Herbert Read). Nada más cierto. Y ante este desproporcionado crecimiento de la ciencia frente a los valores del espíritu que confronta el mundo contemporáneo, no le queda al artista, como solitario exponente de un modo sensible de estar en la vida, situado de cara a un mundo que no deja de serle conflictivo, hostil y utilitario, no le queda, decimos, sino la facultad de ir encontrando esas imágenes que provienen de su contacto con la realidad (frente a frente, como ante un espejo) y también la

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esperanza de que a través de esas imágenes pueda el hombre formarse una idea más noble de sí mismo. Le queda como a los niños, la virtud de la sorpresa y el asombro, que, como decía Ortega, es un placer negado al futbolista. La República, 7 de abril de 1963

EL REALISMO FANTÁSTICO EN PINTURA ¿Un método de interpretar y trascender la realidad por la intuición, la imaginación y el conocimiento?

«NADA HAY más fantástico que la realidad», dijo Dostoievski. Por lo tanto, la realidad es necesario entenderla como un fenómeno total donde, en primer lugar, está incluido el hombre con todas sus cualidades, circunstancias y posibilidades. Ahora bien, el hombre es en esencia un ser creador, dotado de tres propiedades determinantes: intuición, imaginación e inteligencia. Sin embargo, cabe todavía preguntarnos: ¿Está el hombre empleando a fondo todas sus posibilidades creadoras? ¿Acaso no es posible que ante una profunda toma de conciencia de su capacidad, de todo lo que le es dado hacer, no produzca nuevas y aún desconocidas formas de la realidad? Yo estoy convencido de lo último. La Realidad (con mayúscula) por lo general ha sido sentida y observada desde un ángulo quizás demasiado limitado, inmediato y superficial. Tal vez

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no hemos penetrado más allá de la periferia, la apariencia y superficie de las cosas. Pero todas las maravillosas proposiciones, los aspectos sorprendentes en cuanto a organización, desarrollo, composición, comportamiento, cualidades, diseño natural y todo aquello que para resumir pudiéramos llamar: la sabiduría de las cosas, continúa siendo en gran parte velado a nuestros ojos. En pintura, por ejemplo, después de la aparición del cubismo, el surrealismo y la abstracción, el problema de la creación plástica parece haber quedado planteado entre dos términos —que han llegado a convertirse en verdaderos procedimientos— puestos en situación de contrarios: la razón y la intuición. Por una parte, los pintores que se denominan realistas, o de la realidad, han concedido una importancia extrema a las funciones de la razón y la conciencia sobre las demás cualidades del pensamiento. El cubismo analítico también quiso ser un método racional para descomponer y reorganizar de una manera lógica el aspecto visual de los objetos. Los surrealistas, en cambio, dirigen su atención hacia el mundo subjetivo, lo instintivo e irracional. Buscan lo que ellos definen, en palabras de Bretón, como el funcionamiento real del pensamiento, fuera de toda preocupación estética o moral, y lejos, naturalmente, de cualquier dictado de la razón. Por ironía, ninguna de estas afirmaciones se refleja en sus obras. Sus cuadros, sus poemas, sus objetos, son bellísimos en la mayoría de los casos. (Anulada la negación estética.) Su conducta, en términos de altivez del espíritu y orgullo humano, es intachable y ejemplar (anulada la negación moral). Y por último, sus obras, obedecen a un método determinado de creación. (Anulada la negación intelectual.) Ahora bien, de la tesis realista: el conocimiento por el conocimiento y la identificación, a la antítesis surrealista: el

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conocimiento por el desconocimiento, no parece haber surgido ninguna síntesis, ningún cambio dialéctico originado por esa polarización de los contrarios. En situación aparte, la proposición del arte abstracto expresada por Mondrian en cuanto a que se hacía necesario lograr un arte plástico puro, suprimiendo las formas limitadoras —naturalismo, romanticismo— que serían reemplazadas por un arte de relaciones entre elementos geométricos que reflejen o produzcan el equilibrio ideal que la vida debe tener en su lucha contra las fuerzas opresivas, tampoco creo que haya proporcionado una visión del todo convincente. La razón es muy sencilla: Mondrian pide la supresión de la forma natural, entendida como forma limitadora, pero al mismo tiempo propone un arte plástico que se resuelve en otro arquetipo de formas (las geométricas) que igual a las primeras pueden ser también limitadoras, o quizás más todavía. Sin embargo, alguien dijo (no recuerdo quién pero sí sé que fue un pintor) una frase cuyo contenido es fundamental y que hasta ahora tal vez no ha encontrado su equivalencia en obras: «a la naturaleza no hay que imitarla en sus productos sino en sus procedimientos». ¿Cuál debe ser entonces la actitud del artista plástico contemporáneo? Advierto que no me considero lo suficientemente autorizado para emitir un juicio salomónico, ni dictar consejos definitivos, pero sí creo que el mundo actual es, y tiende a ser cada vez más, un mundo condicionado por la técnica y la ciencia. Ambas disciplinas parece que marchan al margen del desarrollo humanístico, lo cual supone una grave contradicción. Los artistas por nuestra parte, hemos mirado casi con temor este desmesurado crecimiento de la ciencia, hasta el punto de que la reacción general es la de mantenerse

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a un lado o ignorar lo más posible esa situación, ubicándose unos, los realistas, en un plano de atención hacia el costumbrismo, la anécdota y la filosofía social, expresados en formas que tienen un grado de mayor o menor relación con la figuración tradicional. En otra perspectiva se sitúan los artistas que a su vez también tratan de rehuir esa circunstancia, ubicándose en un ordenamiento de creación libre que es expresado, bien a través de manchas, texturas, grafismos, superposiciones, variaciones de la materia, modificaciones del campo visual, etc. (Tachismo y en el Informalismo.) O también por la incorporación sobre el soporte de materiales heterogéneos que al mismo tiempo subliman la condición del objeto y configuran un modo de afirmar la realidad mediante cosas que el uso, la permanencia y la frecuentación han hecho obsesivas e inevitables. (Pop-Art.) Los primeros, los realistas, acusan a los otros de evadidos e inconsecuentes con su destino histórico. Los segundos y terceros, rechazan o desdeñan esa acusación, reclamando para ellos el derecho a la voluntad creadora que debe corresponder necesariamente a todo artista en cualquier circunstancia, como afirmación de su ser esencial y auténtico. Cabría agregar en defensa de los últimos: la evasión. ¿Qué es eso? Nadie es un evadido porque la evasión no existe, es imposible. Somos prisioneros, aun de nuestra propia libertad. Entonces, estamos situados ante un silogismo que nos hemos empeñado en no comprender: la ciencia y la técnica se imponen en el mundo actual, por lo tanto, el mundo actual debe ser técnico y científico. Técnico y científico, pero, ¿en qué medida? Se hace necesario de tal modo colocar el espíritu, no en el medio, sino antes de esos dos términos. La ciencia como aliada de la poesía, no como su enemiga. Creo que

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al artista no le queda otra alternativa si verdaderamente quiere ser actual o del futuro, o al menos, si quiere sobrevivir. Cuando el enemigo, o el supuesto enemigo, es demasiado poderoso para destruirlo, no quedan entonces sino tres soluciones: convencerlo, hacerlo nuestro aliado o suicidarnos. El último recurso, por supuesto, es inaceptable. Ante esta disyuntiva ¿por qué no hacer de la ciencia nuestra aliada? No podemos marchar al margen de algo tan importante. Entonces ¿qué debemos hacer? ¿Cuál debe ser nuestra actitud? ¿Quedarnos alejados de algo que está dando la medida del mundo? ¿Ignorar todo lo que la ciencia propone o, por el contrario, adoptar todas las posibilidades que ella pueda ofrecernos y utilizarlas como medios para profundizar en nuestro trabajo creador? Desde esta perspectiva la Realidad es mucho, muchísimo más amplia que la imagen convencional y habitual que se tiene de ella. La realidad hay que entenderla como un fenómeno total. Toda es la Realidad, no uno de sus aspectos. Realidad es el hombre, pero también es el átomo. Realidad es el paisaje, pero también es la célula. Realidad es el presente, pero también el pasado. El metal, la sangre, las matemáticas, el reloj, el tiempo, un ojo de pez, el espacio, el oro, la basura, los hospitales, una pierna de mujer, una página escrita, un poema de Eliot, un icono bizantino, una astronave, un cuervo, la televisión, un lápiz con goma; todo eso es la realidad, incluyendo los sueños. Pero no hay que limitarse, es absurdo tener cercas. ¿Acaso no se siente fuertemente estimulada nuestra imaginación ante las solicitudes o la presencia de todas estas cosas? ¿Acaso no viven, no están presentes aquí, a nuestro lado, o más allá, pero siempre al mismo tiempo que nosotros? ¿No es preferible tomar como material de creación —toda la realidad en su mayor

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extensión, que limitarnos mezquinamente a uno o dos de sus aspectos, por lo general los más aburridos o habituales? Creo en la imaginación, sin excluir ninguna de las posibilidades del pensamiento y las altas condiciones del hombre: intuición e inteligencia. Es necesario estar despiertos, siempre en vigilia, hacer acopio de todo conocimiento y sabiduría. Nuestra actitud ante el mundo no debe ser la de sustraendos sino la de sumandos. No veo ningún motivo que nos obligue a quedarnos en el umbral de una puerta abierta; debemos, al contrario, entrar y abrir nosotros todas las que podamos. Es necesario dar la bienvenida a todas las cosas que la inteligencia del hombre proponga o pueda proponer. De las proposiciones, la más hermosa es la de que todo puede ser posible en función de una conciencia constructiva. Que el hombre tiene en sus manos un instrumento de valor imponderable: la intuición y la inteligencia, del cual debe hacer uso con apasionado entusiasmo hasta alcanzar las fronteras más altas... e ir más allá, si es posible. ¿Por qué no? 1965

EL PENSAMIENTO DE WORRINGER

WILHELM WORRINGER ha sido uno de los teóricos y críticos de arte más lúcidos de nuestro tiempo. En el año 1908 publicó su obra fundamental, que vino a conmover y transformar sustancialmente el pensamiento estético de nuestro tiempo, haciendo sentir su influencia en las bases conceptuales sobre las cuales se mantenía el arte desde el Romanticismo y el Impresionismo. Me refiero a Abstracción y Naturaleza. En este libro, que fue su tesis de grado, Worringer plantea de manera magistral el conflicto, o la dualidad existente entre los modos de interpretar y sentir el contenido de las obras de arte, así como el espíritu o voluntad artística que anima esos dos modos de la productividad artística, polarizados en situación de contrarios. En ese libro inicial, haciendo gala de una penetración de pensamiento que asombra por

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su densidad y precisión, Worringer define las dos actitudes de la sensibilidad artística del hombre: «el afán de proyección sentimental» y «el afán de abstracción». El afán de proyección sentimental encuentra su satisfacción en la belleza de lo orgánico, mientras que el afán de abstracción la encuentra en lo inorgánico y lo cristalino. Según Worringer, la proyección sentimental vendría a ser un goce estético autoobjetivado: «Gozar estéticamente —dice— es gozarme a mí mismo en un objeto sensible diferente a mí mismo, proyectarme en él, penetrar en él con mi sentimiento». «La necesidad de proyección sentimental puede considerarse como supuesto de la voluntad artística en el único caso de tender ésta hacia lo realista-orgánico». Obsérvese que aquí habla Worringer de la voluntad artística, idea que convertirá en su piedra de ariete para golpear el concepto materialista del arte, cuando este último confunde la «voluntad artística absoluta» con el producto de tres factores: propósito utilitario, materia prima y técnica, convirtiendo de tal modo la actividad artística en una historia de la capacidad humana a través del tiempo. Dice Worringer: Proyección sentimental es el sentimiento de felicidad que produce en nosotros la reproducción de la vida orgánicamente hermosa; aquello que el hombre moderno designa como belleza, es una satisfacción de esa interna necesidad de autoactividad que es la premisa del proceso de proyección sentimental. En las formas de una obra de arte nos gozamos a nosotros mismos. El goce estético es goce objetivado de sí mismo.

Esta sería la definición del principio de la proyección sentimental. En el polo opuesto sitúa Worringer la voluntad

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artística dirigida hacia el afán de abstracción. En tal sentido, dice lo siguiente: El recuerdo de la forma muerta de una pirámide, o el de la represión vital que se manifiesta, por ejemplo, en los mosaicos bizantinos, nos dice sin más ni más que en estos casos es imposible que la voluntad de arte haya sido determinada por la necesidad de proyección sentimental, necesidad que por razones fáciles de explicar siempre se inclina hacia lo orgánico. Es más, se nos impone la idea de que aquí se trata de un impulso diametralmente opuesto al afán de proyección, tendente a suprimir precisamente aquello que constituye la satisfacción de éste.

En el polo opuesto a la necesidad de proyección sentimental sitúa Worringer el afán de abstracción. En tal sentido apunta que el afán de abstracción se encuentra latente en la «voluntad de arte» de los pueblos en estado de naturaleza, en todas las épocas primitivas, y también en algunos pueblos orientales de cultura desarrollada. Deduce que el afán de abstracción se encuentra en el punto inicial de todo arte y permanece en ciertos pueblos poseedores de un alto nivel cultural; al contrario de los griegos y otros pueblos occidentales donde el afán de abstracción va disminuyendo lentamente hasta ceder su lugar al afán de proyección sentimental. Tales ideas son de una variedad que está fuera de discusión. En el arte griego arcaico encontramos esa necesidad de abstracción que alude Worringer, necesidad de abstracción que lentamente se va convirtiendo en un arte más romántico, más halagador a los sentidos y, naturalmente, mucho más particularizado que el anterior. Igual fenómeno sucede con el bizantino, el románico

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y el gótico, formas de arte determinadas por la necesidad de abstracción, valores absolutos que se transforman en esa gran fiesta de la proyección sentimental que fue el Renacimiento. Para indagar aún más en el proceso de la necesidad de abstracción, Worringer recurre a una pregunta: «¿Cuáles son —interroga— los supuestos psíquicos del afán de abstracción?». Él mismo responde: Estos supuestos tendremos que buscarlos en el sentimiento vital de aquellos pueblos (los primitivos), en su comportamiento anímico frente al cosmos. Mientras que el afán de proyección sentimental está condicionado por una venturosa y confiada comunicación panteísta entre el hombre y los fenómenos del mundo circundante; el afán de abstracción es consecuencia de una intensa inquietud interior del hombre ante esos fenómenos. Atormentados por la confusa trabazón y el incesante cambio de los fenómenos del mundo exterior, los pueblos primitivos y orientales se hallaron dominados por una intensa necesidad de quietud. La posibilidad de dicha que buscaban en el arte no consistía para ellos en adentrarse en las cosas del mundo exterior, en gozarse en ellas a sí mismos, sino en desprender cada cosa individual perteneciente al mundo exterior, de su condición arbitraria y aparente casualidad, en eternizarlo acercándolo a las formas abstractas y en encontrar de esta manera un punto de reposo en la fuga de los fenómenos. Su más enérgico afán era arrancar el objeto del mundo exterior, desprenderlo de su nexo natural, de la infinita mutación a que está sujeto todo ser, para depurarlo de todo lo que en él fuera dependencia vital, es decir, arbitrariedad; volverlo necesario e inmutable, aproximarlo a su valor absoluto. Al lograrlo, sentían aquella feli-

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cidad y satisfacción que a nosotros nos brinda la belleza de la forma orgánico vital. Es más, ellos no conocían otra belleza, y, por lo tanto, podemos llamar a esto su belleza

Estas ideas son cerradas por Worringer en un fragmento verdaderamente magistral, donde quedan evidenciadas la penetración y la actualidad de su pensamiento; dice así: No es que el hombre primitivo busque más ansiosamente o sienta con mayor intensidad la sujeción a la ley que rige la naturaleza. Es todo lo contrario. Precisamente por hallarse tan perdido y espiritualmente indefenso ante las cosas del mundo exterior; precisamente por no ver en su trabazón e incesante cambiar sino el caos y la caprichosidad, es tan fuerte en él el anhelo de privarlas de su condición caprichosa y caótica y darles un valor de necesidad y sujeción a la ley

Recurre Worringer a una comparación entre el hombre primitivo y el hombre civilizado de nuestro tiempo para poner en evidencia que en el hombre primitivo el instinto para la «cosa en sí», es más fuerte que en el hombre de nivel superior. Anota igualmente que el crecimiento del dominio intelectual sobre el mundo exterior y la costumbre adquirida hacen que ese instinto pierda su agudeza y vigor, aunque más adelante asienta que después de haber recorrido el espíritu humano en una evolución milenaria toda la órbita del conocimiento racionalista, se despierta en él de nuevo, como postrera resignación del saber, el sentimiento para la «cosa en sí». «Lo que antes había sido instinto es ahora el producto del último conocimiento. Precipitado desde las orgullosas alturas del saber, el hombre civilizado vuelve a encontrarse ante el mundo tan perdido y tan indefenso como el hombre primitivo».

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No menos brillante es Worringer cuando deslinda lo que él llama el «impulso de imitación» con el arte verdadero. Worringer admite que el impulso de imitación, la necesidad de reproducir y copiar la naturaleza, es una necesidad elemental del hombre, pero al mismo tiempo anota que esa necesidad está fuera del campo de la estética y su satisfacción no tiene nada que ver con el arte. Para despejar alguna duda o confusión posibles, añade que tampoco debe confundirse el impulso de imitación con el naturalismo como género artístico. En su calidad física —dice— no son idénticos del todo y hay que distinguirlos claramente, por muy difícil que esto parezca. Cualquier confusión entre estos dos conceptos es de graves consecuencias. Y es probablemente de aquí de donde se origina la actitud torcida que la mayoría de los hombres tiene hacia el arte.

La generalidad de las personas confunde con el arte verdadero, aquello que refleja con pasiva fidelidad su necesidad de imitación y calco de los productos de la naturaleza. Worringer admite que el impulso de imitación ha imperado en todas las épocas, pero aclara que la historia del impulso de imitación es la historia de la simple habilidad manual, la cual carece de importancia artística. En tiempos remotos, el impulso de imitación se hallaba completamente deslindado y divorciado del impulso artístico propiamente dicho. El impulso de imitación encontraba su campo de acción en las artes menores, en la producción de idolillos y juguetes simbólicos que se conocen desde las épocas artísticas más tempranas, y que en muchos casos están en abierta contradicción con aquellas creaciones donde sí se manifiesta la voluntad artística verdadera.

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Recordemos que en Egipto —dice Worringer— se desarrollaron simultáneamente, pero separado el uno del otro, el impulso de imitación y el impulso artístico. Mientras que el llamado «arte popular» creó con asombroso realismo aquellas conocidas estatuas como el escriba y el alcalde de aldea, el verdadero arte, llamado erróneamente «arte cortesano», muestra un estilo austero que evita todo realismo. Aquí no cabe hablar de incapacidad ni anquilosamiento. El arte genuino ha satisfecho en todos los tiempos una profunda necesidad psíquica, no así el instinto de imitación que siempre se queda en el gusto juguetón por la reproducción del modelo natural. La aureola que rodea el concepto de arte, toda la amorosa devoción que ha gozado a través de los tiempos, sólo puede motivarse psíquicamente, pensando en un arte que brote de necesidades psíquicas y satisfaga necesidades psíquicas. 1965

REVISTA SIGNALS

HA LLEGADO a nuestras manos el octavo número de la revista Signals, que publican en Londres Paul Keeler y el filipino David Medalla. En realidad, es el único número que conocemos de esa revista, que es órgano divulgativo de la galería del mismo nombre, instalada en la capital inglesa. La importancia y el interés que nos merecen tanto la revista como la galería, estriba en que ambas están orientadas hacia la divulgación de lo nuevo. Todas las experiencias, búsquedas y proposiciones, cuyo fin está dirigido hacia la concreción de nuevas formas, cuyo denominador común es la voluntad de creación, parece que encuentran estímulo eficaz en Signals. Pero lo que más nos concierne es que Signals ha demostrado estar dispuesta a incorporar de una manera decidida y lejos de cualquier discriminación a los artistas latinoamericanos y del

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mundo no europeo, contribuyendo de este modo a proporcionar a la obra de estos artistas la necesaria divulgación en el ambiente de las artes plásticas occidentales. En nuestro concepto, la obra de un artista no mejora ni empeora por el hecho de ser o no aceptada y reconocida en las grandes metrópolis que controlan la actividad plástica en el mundo. Un artista hace lo que su sensibilidad y su criterio le imponen, y nada más. El primero de los compromisos es consigo mismo, con su sinceridad. El límite de sus aspiraciones es la posibilidad de producir una obra que sea la medida más fiel de su ser auténtico, de sus ideas y de todos los valores que constituyen la suma de su voluntad y su capacidad para realizarla. Pero, sin embargo, no deja de tener importancia que una galería europea, poseedora de la seriedad, calidad y espíritu crítico que son inherentes a Signals, lejos de cualquier intención meramente especulativa y comercial, haya tomado la iniciativa de divulgar y entronizar la obra de todos aquellos artistas que, sin distinciones de nacionalidad, le merezcan algún interés. En este número de Signals aparecen codo a codo artistas conocidos y desconocidos, veteranos y principiantes, maduros y jóvenes; artistas que ya poseen un lugar en la historia del arte o tienen una ubicación sólida en los baluartes de la plástica, y artistas que sólo son conocidos en sus países de origen o están apenas comenzando una obra. Así pues, en el número que estamos comentando aparecen los nombres de Wassily Kandinsky, Paul Klee, Ben Nicholson, Kasimir Malevich, Naum Gabo, El Lissitzky, Kurt Schwitters, Constantin Brancusi, Alexander Calder y Eduardo Chillida, al lado de Jesús Soto, Carlos Cruz Diez, Narciso Debourgh, Alejandro Otero, Antonio Calderara, Takis, Matías Goeritz, Li-Yuen Chia, Rossini Pérez, Helio Oiticica, Ligia Clark, David Meda-

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lla, Liliane Lijn y Antonio Assis. Es también revelador de tal situación, el hecho de que Signals tenga montada actualmente una exposición internacional, donde coinciden los pioneros del arte abstracto y algunos de los artistas que han realizado obra importante dentro del cinetismo, el arte óptico y el arte elemental. En esta exhibición se encuentran presentes simultáneamente Mondrian, Picasso, Schwitters, Lisstzky, Duchamp, Calder, Arp, Leger, Nevelson, Henry Moore y González, junto con Ligia Clark, Cruz Diez, Narciso Debourg, Liliane Lijn, Alejandro Otero, Rossini Pérez y David Medalla, entre otros. ¿Cómo es posible, podrán preguntar algunos, que puedan coincidir en un catálogo los nombres casi sagrados de Mondrian, Malevitch, Picasso y Moore, junto a artistas tan desconocidos como Ligia Clark, Helio Oiticica, Li-Yuen Chia y Rossini Pérez? Pues bien, Signals parece no tener prejuicios para que esos nombres coincidan. Sus principios de evaluación excluyen, al parecer, cualquier valoración previa, cualquier referencia basada más en el currículum vitae que en la obra hecha y en el talento que se demuestra tener. Signals demuestra que sus propósitos son los de dar relieve a todo aquello que pueda ofrecer el carácter de una proposición nueva, y poseer además un margen imprescindible de calidad. Aunque por añadidura podemos también entender que lo «nuevo» por la novedad, no es lo que interesa a Signals, sino lo nuevo entendido como revelación de un estado de espíritu abierto hacia todas las posibilidades de la creación plástica. Es posible que entre los artistas nombrados —muchos de los cuales son desconocidos para nosotros—, es posible que algunos de ellos no hayan llegado todavía a la madurez que permita delimitar con precisión la fisonomía de una personalidad y un estilo definidos.

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De los artistas venezolanos actuales, solamente Soto ha llegado a esa situación. En el caso de los otros, no tenemos elementos de juicio suficientes para valorar el alcance de lo que hacen Ligia Clark, David Medalla o Helio Oiticica. Pero al mismo tiempo no es difícil advertir que lo importante que en esos artistas pueda haber, es la actitud que mantienen frente a la problemática de las artes plásticas de nuestro tiempo. Pienso que esos artistas están ubicados en una posición de contemporaneidad y de futuro, que indudablemente deberá traducirse en obras de alguna significación. Hoy día el problema de un artista no es tanto producir bellas obras, excelentes cuadros, esculturas y objetos, sino el hecho de que esos cuadros, esculturas y objetos posean alguna significación y estén respaldados por una posición y una actitud en la vida; posición y actitud que serán definitorios del compromiso adquirido por el artista consigo mismo y con todo aquello que pretenda producir. El problema, insistimos, es un problema de actitud; esta circunstancia implica la existencia de un verdadero contenido y excluye la simple delectación del juego formalista. Hemos visto que sólo los artistas que adoptan una línea de conducta y la llevan hasta sus más extremas consecuencias, son los que llegan a proporcionar a su obra un sentido histórico verdadero. Histórico, no como recuento de hechos circunstanciales, sino como una manera de haber asimilado e interpretado la naturaleza del mundo contemporáneo, así como las múltiples posibilidades creadoras que están a la disposición de la inteligencia humana. La inclinación intelectual del hombre de nuestro tiempo se manifiesta en la necesidad de ser cada vez menos dogmáticos y tradicionales. Parece que al fin el hombre está dispuesto a emplear y poner en evidencia todas sus aptitudes, sin excluir ninguna. Su decisión es la de reconocer, dentro del ámbito de su inteligencia y su ca-

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pacidad, la multiplicidad de cosas que le es dado hacer. El espíritu que anima la voluntad creadora del hombre contemporáneo ha venido anunciándose con estas palabras que repite incesantemente: nada es imposible, nada está prohibido. Tal vez se encuentre fuera del alcance de las posibilidades humanas la facultad de presentar una visión total de la realidad, y estemos obligados, por esa circunstancia, a producir sólo fragmentaciones de esa realidad. Pero aún dentro de esa limitación insuperable, sí es posible que cada hombre revele una parte de la realidad, al menos la parte que le corresponde; es posible también que cada hombre produzca los elementos necesarios para la formación de una nueva conciencia. Lejos de estar agotadas, las experiencias en el campo de la creatividad plástica abiertas por los pioneros: Kandinsky, Duchamp, Malevitch, Tzará, Pevsner, Picabia, Brancusi, Schwítters y Moholy Nagi; continúan siendo un campo propicio donde los artistas de talento podrán encontrar estímulos suficientes para profundizar en su trabajo y encontrar aspectos que aún no han sido completamente revelados. Tales ideas nos conducen inevitablemente hacia la convicción de que no es hora de retornar literalmente hacia formas que históricamente han dejado de pertenecemos, sino de asumir con la mayor vehemencia el compromiso de nuestro tiempo. Los límites que habían podido obstaculizar la percepción de un panorama más amplio, de una visión más radiante, optimista, ambiciosa y extensa, están siendo disipados. El hombre concibe actualmente al mundo en términos de infinito; por tal circunstancia, siempre es alentador ver que alguien tiene la decisión de deshacer las amarras y lanzarse hacia el encuentro de lo sorprendente y lo desconocido. 1965

ARTE Y EDUCACIÓN

LA INTRODUCCIÓN de la enseñanza del arte en los programas educativos es hoy en día una verdadera necesidad. Poner al niño desde los primeros años de la primaria en contacto con las altas manifestaciones del espíritu, es uno de los aportes más importantes que se puedan hacer al país. El objetivo fundamental de cualquier programa educativo que adopte el arte como enseñanza, debe consistir, no en producir mayor número de obras artísticas, sino en formar personas más aptas para el ejercicio de la cultura y la convivencia en un sistema de libertades. La llamada «educación artística» debe dejar de ser un archivo de conocimientos acumulados, nociones teóricas y rutinarias, para convertirse en algo más vivo. La educación por medio del arte —no la simple información acerca de períodos y obras artísticas— debe ser un modo de

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despertar y liberar las facultades creadoras del ser humano, haciendo extensiva esa influencia y esa iniciativa a todas las actividades de la existencia. El arte y el hombre se mueven incesantemente hacia lo nuevo; en eso reside su condición superior, porque el arte y la cultura tienden a desarrollarse, no en la dirección de la línea horizontal que simplemente une dos puntos, sino en el sentido de la espiral, que cada vez se desenvuelve sobre sí misma, pero en un plano más amplio. Por tal circunstancia, lo nuevo no debemos entenderlo como la sucesión gratuita de hechos desprovistos de significación, sino al contrario, como el proceso natural hacia otras verdades, cuyo destino es el acceso definitivo a un orden establecido por los principios que han sido la mayor aspiración del hombre: el bien, la verdad y la belleza. Los estudiosos de estos problemas han analizado las posibilidades de la educación bajo dos aspectos principales: I) Educar al hombre para llegar a ser lo que es. II) Educar al hombre para llegar a ser lo que no es; o lo que todavía no es. El primer enunciado da a entender que desde su nacimiento el hombre y la mujer traen consigo un potencial de cualidades que es necesario desarrollar hasta su florecimiento más completo. El segundo enunciado, aun admitiendo que el hombre ya de por sí estaría condicionado por un destino propio, persigue la cristalización de ese destino en un plano distinto de otro nivel. En ese punto, el hombre debe alcanzar una realización y una proyección más amplias. Situados frente a esas dos proposiciones, a las cuales no parece escapar ningún sistema educativo, me inclino a pensar que los niños y los jóvenes, a pesar de estar dotados de cualidades positivas de índole natural, corren, sin embargo, el riesgo de perder

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esas cualidades por influencias del medio social donde su vida transcurre. Al llegar a ese punto, la comprensión del problema de la educación se hace repentinamente claro: la función primordial de la educación debe ser la de desarrollar y cultivar las cualidades positivas del individuo, lo cual no es posible sino en la medida en que las cualidades negativas sean anuladas. Así, mediante el cultivo de la sensibilidad, orientada hacia las formas del arte y la cultura, serían suprimidos los aspectos negativos. El arte, como método educativo, puede rescatar al hombre para asumir la realización de un destino superior, integrando sus cualidades individuales a la unidad orgánica de la sociedad. Por tales razones cada día se hace más evidente la necesidad de utilizar las artes como recurso formativo de la cultura y la personalidad. La educación por medio del arte puede ser la base de una verdadera educación integral. Elevar la conciencia intuitiva, desde una situación obscura y confusa, hasta su forma más evolucionada de claridad y determinación. Ese propósito puede lograrse mediante el cultivo progresivo de las facultades creadoras latentes en todo ser humano. El planteamiento de estos propósitos no resulta demasiado complicado, sencillamente habría que intentar tres aspectos fundamentales: Desarrollo de los instintos estéticos: Dibujar, pintar, modelar. Desarrollo de los instintos simpáticos: Hablar, actuar, escuchar. Desarrollo de los instintos de investigación y experimentación: Estimular el deseo de conocer el por qué de las cosas. Estimular el deseo de producir cosas.

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Es criterio de la pedagogía moderna que la expresión plástica constituye una facultad inmanente en todo ser humano. El hombre primitivo llega primero al signo, al dibujo, al color y al modelado antes que a otras manifestaciones cultas. Nadie puede negar que la mayoría de los niños muestre una inclinación natural hacia el dibujo y las composiciones coloreadas. Mediante esas obras puede expresar gráficamente las imágenes objetivas que son fruto de su observación y comprensión del ambiente y el mundo que lo rodea, así como también de sus afectos y sentimientos. Pero por lo general esa facultad original se pierde por falta de orientación adecuada y por ausencia de un cultivo suficiente de los valores creativos. El adulto pierde sensibilidad en la misma medida en que su existencia se falsea por el contacto diario y permanente con la vulgaridad de las costumbres y el alejamiento de los principios sencillos y trascendentes de la vida. La educación por el arte puede ser definida (según Herbert Read, eminente miembro fundador del Bauhaus) como el cultivo de los modos de expresión. Consiste en enseñar a niños y adultos a producir imágenes, sonidos, movimientos y objetos. Un hombre que sepa hacer bien esas cosas y haya comprendido la razón y la idea de ellas, es un hombre bien formado, un hombre que ha tenido acceso a niveles culturales, porque en esos procesos intervienen todas las facultades del pensamiento: inteligencia, memoria, sensibilidad, reflexión, intuición, lógica, etc., y también porque en su aplicación no se excluye ninguno de los aspectos de la educación. Las artes plásticas no son, como erróneamente pudiera suponerse, un adorno ni un juego desprovisto de toda reflexión intelectual, sino una actividad creadora que pone en movimiento todos los mecanismos de la inteligencia y la sensibilidad. Usadas pe-

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dagógicamente, como instrumento estimulante de las ideas y la imaginación, las artes plásticas proporcionan al hombre los recursos perceptivos necesarios para encontrar en la naturaleza y en su propio ser, los apoyos que le permitan una comprensión más amplia de la verdadera esencia de todas esas formas de la realidad: la realidad objetiva y la realidad subjetiva. El arte, más que un medio de reproducir el mundo, debe ser una facultad para transformar al hombre. Las artes plásticas no son un juego ni un adorno, es un estado de conciencia que conduce hacia algo más complejo. Las artes plásticas son un libro abierto, pero antes es necesario aprender a leerlo. Más allá de la forma, o de las formas, existen otros tantos contenidos que de una u otra manera tienden a modificar la vida y obligar al hombre a exigirse un nuevo impulso, a saltar un poco más alto. El arte no es útil, sino necesario; necesario para transformar al hombre y llevarlo a ocupar el destino superior que le corresponde. 1965

EXPRESIONISMO Y ABSTRACCIÓN

DESPUÉS DE QUE el Impresionismo rompió los límites de la forma y abrió el campo para que la materia adquiriera una mayor valoración, la alternativa del arte contemporáneo ha quedado polarizada entre dos términos: el Expresionismo y la Abstracción. Expresionismo como necesidad de representar algo, o como necesidad de denunciar algo, asumiendo la totalidad de la obra en lo expresado. En sentido opuesto, la Abstracción, como la voluntad de descubrir órdenes intelectuales nuevos, donde el arte sea una «preparación para la vida» y no un resultado de ella. Habría que agregar todavía que el Expresionismo más reciente (nueva figuración) ha venido derivando hacia una especie de figuración de lo monstruoso: visiones de aquelarre donde se confunden las formas más brutales y violentas, tratadas con un virtuosismo y una delectación que

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hacen suponer la existencia de un estado de éxtasis mediante la sublimación de lo monstruoso. Existe hoy una estética de la fealdad, así como antes existió una estética de la belleza. El pintor y el espectador sensibilizados para esa forma de expresión, llegan a percibir resultados «hermosamente feos» o «feamente bellos», en las obras producidas bajo tal estado de conciencia. Es necesario advertir, sin embargo, que estas recientes formas de fealdad tienen más que ver con la fealdad de lo monstruoso, que con la «fealdad natural». El monstruosismo expresionista actual puede tener dos explicaciones, una de ellas sería que el artista interpreta al hombre como un ser absolutamente abyecto, partiendo, naturalmente, de una condición moral superior que el artista, consciente o inconscientemente se adjudica para presentar su visión apocalíptica del mundo. En este caso es sólo la presentación de la realidad, tal como el artista la siente, sin absolver ni condenar. Es un hecho cumplido que está más allá del bien y del mal. La segunda explicación del expresionismo monstruoso tiene un carácter menos pasivo. Partiendo también del supuesto de una condición moral superior que le pertenece, el artista no se limita a presentar su visión del mundo, sino que se reconoce como juez para señalar y condenar determinados aspectos de la realidad y la sociedad. En ambos casos su preocupación no está dirigida hacia la forma sino hacia el tema. Pero no siempre es así, y no son pocos los casos en que los recursos formales son los que parecen determinar la validez de la obra. Aun admitiendo la sinceridad del artista, en cuanto a que las formas de expresión por él adoptadas sean consecuencia de una necesidad de expresión preexistente en su espíritu, cabría preguntarnos: ¿hasta qué punto existe en el artista un goce, un éxtasis por determinados elementos formales correspondien-

EXPRESIONISMO Y ABSTRACCIÓN

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tes a esa estética de lo monstruoso? La formulación de interrogantes como ésta, resultan saludables y necesarias en los actuales momentos. El arte tiende hacia una mayor lucidez, y uno de sus signos más característicos es esa aspiración a encontrar su propia verdad. La pintura afirma su voluntad de asumir un contenido que sea razón de vida y existencia. Nunca como ahora había sentido el artista la necesidad de esa definición. Tal vez, el problema no deba ser planteado en términos de belleza o fealdad, sino en términos de intención y actitud: intención de no convertirse en una fórmula vacía de contenido, y actitud de ir hacia la concreción de algo. El problema es un problema de conciencia. Es necesario creer en algo, aunque primero sea indispensable creer en uno mismo. Se perfilan para el arte contemporáneo dos alternativas: Expresionismo y Abstracción. Expresionismo figurativo donde la proyección sentimental del artista encuentre una resonancia cada vez mayor, o abstractismo, entendido como voluntad de ir hacia lo sustantivo de las cosas, actitud de abrir ventanas hacia aspectos de la realidad aún desconocidos. Voluntad de representación por una parte, capacidad de imaginación por la otra. La abundancia de ismos habidos en lo que va de siglo, indican la necesidad que el artista ha sentido de agotar todos los recursos del pasado, para hacer tabla rasa y quedarse en el punto de partida, y después partir de él hacia otras cosas. El problema del artista puede resumirse en una pregunta fundamental: ¿Qué quiero hacer? El asunto no es tan simple como para responder que sólo basta dejarse llevar por el instinto. Incluso para dejarse llevar por el instinto existe un estado de conciencia que hace posible tal determinación. El informalismo fue una liberación del instinto, con el permiso

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de la razón. «Es necesario aceptar el azar como un aliado», decía uno de los teóricos del informalismo. Aunque parece que la afirmación de Leonardo cobra más fuerza: «La pintura es cosa mental». ¿De qué otro modo podría ser a estas alturas? ¿Cómo puede haber un arte esencialmente instintivo, fuera del conocimiento y la conciencia, después de tantos siglos de comunicación intelectual. En el artista, indudablemente, hay una condición distinta a lo intelectual y lo consciente. Es una «antena» que le permite sintonizar las ondas más significativas de su tiempo, y encontrar, a su modo, el camino que corresponde a esas intuiciones. El arte de nuestro tiempo está lleno de coincidencias sorprendentes. Kandinsky realiza en la pintura una transformación semejante a la realizada por Schönberg en la música. Esa transformación consiste en liberar la materia cromática para encontrar las leyes que la rigen. Físicos, matemáticos, escritores y artistas llegan a resultados aproximados o equivalentes, sin que los artistas hayan conocido ni sospechado las teorías de los científicos. No es aventurado pensar que los científicos, igual que los poetas y los artistas, proceden más por «iluminaciones» que por conocimientos estrictos. El artista puede elegir entre un arte de representación y un arte de creación. En uno existe la necesidad de expresar determinadas realidades; existe un estado de subversión de la materia contra la forma que hace posible el predominio de la distorsión. En otro, la posibilidad de encontrar nuevos órdenes sustantivos de la materia, para hacer visible la realidad inédita de las formas. 1965

ÉPOCA Y ESTILO

LA FISONOMÍA y el espíritu de todas las épocas se han reflejado en una secuencia natural de formas determinantes, que definen esas épocas de manera inconfundible. La inmutabilidad simbólica y religiosa del antiguo Egipto encontró su lenguaje plástico propio en la representación estilizada de sus deidades. La línea, la forma y el color se conjugan y logran unidad en densos planos de intensa policromía. La escultura, por su parte, circunscribe en volumen, masa y monumentalidad, la representación de las formas ideales de una cultura orientada hacia una aspiración colectiva de permanencia y eternidad. El griego fue, también, un arte de transmutaciones ideales. Arte pagano, pero de un paganismo que trascendía y superaba lo circunstancial para lograr una sublimación de la figura humana, hasta el punto de llegar a un arquetipo equivalente a lo sobrehumano: la

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serenidad y el equilibrio, excluyentes de la confusión y la imperfección. El espíritu griego supo abstraer de la naturaleza aquello que es permanente y perfecto, llegó a conocer el secreto de la simplificación de las formas. Su arte fue un arte sensible e intelectual, un arte que tuvo, a semejanza de los egipcios, principios establecidos y normas clásicas. El arte bizantino olvida, por una parte, la perfección clásica, mientras que, por la otra, se afianza y adquiere mayor fuerza como expresión del símbolo. Es, de igual manera, un arte antinatural; pero, al mismo tiempo, es un arte que tiende a afirmar valores absolutos que parten de un sentimiento religioso. El arte bizantino, igual que el arte egipcio y el griego, tuvo un estilo que era equivalente a una concepción de la vida y el mundo, allí nada es gratuito ni contradictorio. Esa concepción del mundo era fijada en símbolos precisos y definitivos. En el arte bizantino no encontramos dudas ni vacilaciones, sino el poder de una fe y una voluntad. Pero el ciclo de las culturas verdaderamente clásicas tiene su fin. El Renacimiento abre las puertas para la afirmación del hombre como individuo. Con el Renacimiento comienza, también, el tiempo de los «grandes maestros»: los individuos-pintores, los individuos-escultores; comienzan los estilos personales. Giotto, el primero de los grandes maestros individuales, encuentra una solución plástica personal que rompe con el estilo bizantino desde el momento que descubre otra vez el movimiento y un modo apropiado para pintar de una manera más natural determinadas circunstancias. Con Giotto entra a la pintura la expresión de los sentimientos particulares. Pero, por encima de cualquier circunstancia personal, el Renacimiento tiene importancia como afirmación de los sentidos y la vida terrenal. Su objetivo comienza a ser el hombre-hombre y no el hombre-dios. Llegados a este punto, ¿cómo no recordar el poema de Vallejo?:

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Dios mío, si tú hubieras sido hombre, hoy supieras ser Dios; pero tú, que estuvistes siempre bien, no sientes nada de tu creación. Y el hombre sí te sufre: el Dios es él.

El Renacimiento abre sus brazos a la vida y las dulces vírgenes recobran sus formas redondas de mujer. Es la época en que el hombre redescubre la naturaleza y comienza a elaborar su inventario; es la época en que Leonardo, incapaz de reprimir la diversidad de su genio, pierde su tiempo de pintor en brillantes especulaciones intelectuales y científicas. Leonardo es el hombre-renacimiento, así como Ticiano fue el gran pintor del Renacimiento. Pero, con Leonardo, comienzan también a complicarse las cosas, ya el pintor deja de ser artesano para convertirse en hombre pensante. La frase de Leonardo, ya tan conocida, lo define a él como individuo, y, al mismo tiempo, define lo que sería el arte por venir: «La pintura es cosa mental». Es decir, ya la pintura no sería tanto el reflejo natural de una circunstancia y una fe colectiva, sino una actividad individual de reflexión y elección. Una actividad donde se conjugarían la intuición del artista junto con el análisis y el conocimiento. El Renacimiento es la época en que coinciden estilos diferentes y simultáneos: Ucello, Massaccio y Piero della Francesca, clásicos; Miguel Ángel y Caravaggio, barrocos. Aquí comienza el tiempo de los estilos individuales, el tiempo de los estilos particulares y el tiempo en que se harían más acentuadas las fragmentaciones de la realidad. Este aflujo y reflujo que parte del Renacimiento, lleva y trae momentos de clásica serenidad y agitado barroquismo. Pasando por el amanerado Rococó, muestra determinante de

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lo que pudiéramos llamar el arte de una clase social, cuyo excesivo refinamiento la llevó a perder las formas sobrias y sencillas para caer en un delicioso mundo de frivolidades y aventuras galantes. El Romanticismo trae explosivas afloraciones del sentimiento y lánguidas situaciones de tristeza. Delacroix toma una posición revolucionaria frente a la frialdad del Neoclásico, representado en la pintura de David, e introduce en la pintura sus formas dinámicas y vehementes, condicionadas por la exaltación de los sentidos y el ritmo de una intensa vitalidad, aunque tal vez demasiado subordinadas a una intención anecdótica e ilustrativa. Los románticos se complacieron en tumultuosas composiciones, donde sultanes y odaliscas se mueven en un ambiente de las mil y una noches, mientras en otros casos hacen brillar los atuendos militares y piafar los caballos en sus cuadros de tema guerrero. El tema épico se impone como preocupación fundamental, hasta la aparición de Cézanne. Comienza, en el siglo XIX un período de revisión, que vendría después a desembocar y desarrollarse en el siglo XX. El Impresionismo nace con vocación heroica, trae una visión objetiva de la pintura, que se impone a pesar de la sorda incomprensión que trató de ignorarlo en sus comienzos. El grupo impresionista, con una decisión y una voluntad admirables, descubre la riqueza infinita del color-ambiente. Los impresionistas encontraron, con alegría y sorpresa, las modificaciones que el color sufre y adquiere en la luz y en la sombra. Por intuición, ciencia o accidente, descubrieron sobre la tela y ante la naturaleza las leyes de los colores complementarios, los acordes y la trasmutación de la luz en materia cromática. Estos hallazgos no habían sido extraños a Delacroix, quien en una de sus cartas anota sus observaciones sobre la variedad de los re-

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flejos que el color local de los objetos provoca en las sombras y los medios tonos. Pero sólo con los impresionistas estas experiencias llegaron a su culminación. Además, los impresionistas reaccionaron contra el llamado «gran arte», el arte convencional, de temas «nobles», cuya fuente se encontraba en los motivos griegos y romanos. El Impresionismo hizo frente a ese arcaísmo de formas y contenidos, pero se embriagó excesivamente con ese mundo vaporoso de la luz, llegando a olvidar la necesidad organizadora de las formas. Las formas agonizaban en una atmósfera luminosa, gaseosa, envuelta en la policromía de matices sensuales. Con Cézanne, la pintura recupera la forma, en trance de perderse, y reafirma los medios que le son propios. Este maestro admirable, que nos enseña a pintar, con igual ponderación, un rostro, una casa, una montaña o una manzana, cierra una época, un tiempo, y abre otro. En opinión de Braque, Cézanne fue el último maestro. Quiso decir el «último maestro del Renacimiento». El último que, además del valor de la expresión en sí misma, tenía algo que enseñar. Después de Cézanne viene el cubismo, y después del cubismo viene el panorama más complejo de la pintura. Los pintores descubren el árbol del conocimiento y quedan librados a su propia suerte. La pintura se convierte en un «sálvese quien pueda», donde los más iluminados podrán encontrar la fisonomía de un nuevo estilo: el estilo del siglo XX. Este afán angustioso de ir al encuentro de un «estilo», es el drama que conmueve al arte de nuestro tiempo. La existencia misma de ese estado de conciencia, ya de por sí determina un «carácter» y supone una definición, una elección. Sin embargo, nuestro arte continúa siendo un arte experimental, un arte de formas que buscan una significación a través

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de fragmentaciones de la realidad. Probablemente, de la simultaneidad de esas experiencias saldrá la formulación de un arte que defina, cada vez con más nitidez, el rostro verdadero de nuestro tiempo. 1965

LA FORMA Y EL CONTENIDO

FORMA Y CONTENIDO son dos términos que necesariamente deben estar implícitos en toda obra de creación. La existencia de una, determina la existencia del otro. La forma implica la existencia del contenido que le corresponde. Pero no obstante esta afirmación, en la cual me imagino que todos los que hemos tenido alguna relación con las cosas del arte estemos más o menos de acuerdo, sería bueno reflexionar un poco sobre el alcance que ambas ideas puedan tener. La «forma» es algo que proviene de una motivación propia del artista. Algo que responde a una necesidad de expresión del artista como individuo. ¿Qué es, entonces, el «contenido»? Yo creo que la pregunta debemos formularla en plural, porque no hay uno sino varios «contenidos». Puede haber, por ejemplo, el contenido subjetivo y el contenido objetivo, el contenido interno

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y el externo. Lo que sucede es que generalmente se ha asociado la idea del contenido con alguna anécdota o algún modo de narrar determinados hechos y circunstancias, provenientes de la historia o de las contingencias exteriores. En el arte egipcio encontramos un contenido simbólico-religioso. Los griegos buscaron una sublimación de la figura humana. El románico y el gótico extremaron el valor del símbolo, hasta lograr la identificación de la forma con un significado de alta tensión mística; el hombre no tenía importancia como individuo doméstico, sino como modelo de un contenido ideal. El Renacimiento abre las puertas para la afirmación del hombre como individuo. Con el Renacimiento comienza la historia de los «grandes maestros»; los individuos-pintores, los individuos-escultores, los individuos-arquitectos. Giotto, el primero de los grandes maestros renacentistas, encuentra una solución personal que rompe los esquemas formales de varios siglos de pintura anteriores a él. Con Giotto termina el arte bizantino y comienza el Renacimiento. Con Giotto entra a la pintura la expresión de los sentimientos particulares, además del movimiento de las figuras para expresar, de un modo más «natural», determinados aspectos de la historia. Después de Giotto, hemos visto que la afirmación del «individuo» ha venido acentuándose cada vez más, hasta encontrar sus alcances más subjetivos en el arte de los surrealistas. Cézanne, no obstante su inconfundible personalidad, y el cubismo, después, abrieron las puertas a experiencias más generalizadoras. Braque decía que Cézanne fue el último maestro. Tal vez, con él terminaba el Renacimiento y comenzaba una concepción distinta de la pintura. Estos procesos

LA FORMA Y EL CONTENIDO

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corresponden a fragmentaciones inevitables de la realidad. El arte no puede reflejar «toda la realidad», porque eso está fuera del alcance de las capacidades humanas, y sólo puede hacer un reconocimiento fragmentario de algunos aspectos significativos. El poder de los símbolos nunca ha sido ajeno al arte, en ninguna de sus formas; incluso la pintura de Mondrian, que ha sido tomada como un ejemplo de la más absoluta abstracción de la realidad, y erróneamente calificada por algunos como el arquetipo del arte formal, o arte formalista, no es así, de ningún modo. Mondrian es el antiforma; todo en su arte aspira a ser puro contenido. Su arte es una proposición de lo que él interpreta como el equilibrio dinámico, el ritmo liberado, capaz de invalidar la opresión y el sentimiento trágico, para llegar al estado ideal en que las formas artísticas podrían dejar de existir para dar paso a una situación estética de la vida: en el futuro —dice Mondrian— la realización de la expresión plástica pura, en la realidad palpable, reemplazará a la obra de arte... Entonces, ya no tendremos necesidad de la pintura y la escultura, porque viviremos en el arte realizado. El caso Mondrian es el más apropiado para demostrar que el arte siempre ha sido un medio para desentrañar la vida, y un instrumento para el desarrollo de la conciencia humana. Lo importante es entender el arte como una posibilidad activa, capaz de modificar o condicionar nuestra concepción de la vida y del mundo. También podemos advertir que la forma y el contenido siempre están íntimamente relacionados, ambas se corresponden, para dar cuerpo a un estado ideal de la conciencia. Viendo el proceso del arte, desde este punto de vista, advertimos que aquello que diferencia la obra de un artista verdadero de la de un simple «fabricante» de formas

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artísticas, es que en el primero siempre existe un estado de conciencia —aun a través de la inconciencia— que se traduce, mediante el lenguaje de la forma, en una visión certera de lo que la realidad puede contener. Tal estado de conciencia, o inconciencia, tienen su origen, siempre, en la intuición. Para el mismo Mondrian, a quien muchos consideran tan excesivamente racional, o cerebral, el arte significaba el cultivo de las capacidades intuitivas. Todos los hallazgos en el proceso de las artes plásticas, desde Altamira hasta nuestros días, han incorporado un número determinado de formas y otros tantos contenidos. Para el artista de nuestro tiempo, el «panorama» de las formas disponibles es prácticamente ilimitado, lo cual trae por consecuencia que la abundancia de tales formas artísticas sea para muchos un motivo de confusión. El conflicto del artista contemporáneo es que está sentado ante una «mesa tan revuelta», que no sabe dónde elegir o dónde situarse. Hoy en día existen excelentes pintores, capaces de hacer las cosas de un modo o de otro. Los caminos son tantos, que el pintor llega al extremo de no saber cuál elegir. Los artistas del pasado no se encontraban ante una disyuntiva semejante, para ellos la forma era una consecuencia natural de su situación en el mundo. Los conocimientos se transmitían por generaciones, hasta el punto de constituir un arte artesanal, válido en la medida en que ese arte siempre expresó circunstancias propias de la realidad que les tocó vivir, pero, ¿cuál es la verdadera imagen del arte de nuestro tiempo?, ¿cuáles son, o serán las formas que definirían ese arte? Nuestra preocupación debe estar por encima de la incertidumbre acerca del aspecto que presenta o presentará el arte actual a las generaciones del futuro. Es indudable que tendrá alguna explicación y presentará una fiso-

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nomía coherente. Pero nuestro problema, es si estamos o no dando una visión auténtica de nuestra realidad. ¿Hasta qué punto estamos haciendo un «arte formal», un arte que no tiene raíces en lo que verdaderamente es nuestra realidad. Dice uno de los poemas de la epopeya de Gilgamesh: Aquél que creó este buey salvaje debe crear ahora su semejanza; para la impetuosidad de su corazón dar un igual, que luchen juntos y que Uruk descanse.

Cuando el artista crea un buey salvaje, debe entonces corresponderse con él para dar a su corazón una impetuosidad que sea equivalente a la que esa imagen significa. ¿Puede entonces la imagen condicionar al hombre, hacerlo, transformarlo, cualificar su conducta y su naturaleza? Herbert Read, a través de Fiedler, afirma que el arte ha sido, y es todavía, el instrumento esencial en el desarrollo de la conciencia humana. Hólderlin dice que «la función del poeta es la trasmutación del mundo en palabras. La poesía es un tomar posesión de la realidad». Volviendo a Herbert Read, ese espíritu crítico, que de manera tan lúcida ha interpretado los problemas estéticos fundamentales quien establece como base para su libro, Imagen e Idea, la antítesis o contraposición al concepto de un gran historiador del arte: Max Dvorak, quien definía la historia del arte como la historia del desarrollo espiritual o intelectual. Herbert Read, por su parte, afirma su concepción en un proceso diametralmente opuesto: la historia del espíritu o intelecto como la historia del desarrollo artístico. Bernard Berenson coincide, sin proponérselo, con las ideas de Mondrian, en el sentido de que el arte sea una manera

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de lograr la intensificación de la vida y un estado superior del desarrollo humano, cuando dice lo siguiente: Por significación espiritual intento designar todo lo que nos ofrece la perspectiva de aligerar el peso muerto de la materia, todo lo que nos da la esperanza de que nuestras vidas serán algo más que el desenvolvimiento de la espiral de energía con la que nacimos; y la promesa de que nuestras actividades serán dirigidas, progresivamente, hacia la construcción de una estructura social donde será seguro y laudable vivir libre de preocupación, de avidez y de astucia; donde ser valdrá más que hacer, lo intransitivo más que lo transitivo, donde el hombre podrá morar, una vez más, en un paraíso terrestre; pero esta vez, alimentándose sin pecado del árbol de la sabiduría y del árbol de la vida.

Tales ideas significan que el arte, más que un medio de reflejar la realidad es un acto capaz de transformar y modificar esa realidad. El arte se nos presenta como un SER activo, capaz de lograr los mayores alcances en el destino humano: la transformación del hombre, de un ser animal que en un momento fue, en un ser superior, capaz de asumir el destino que le corresponde. La forma, entonces, debe llevar consigo el contenido de esa aspiración. 1965

AMÉRICA Y EL ARTE

ES ANTIGUA la controversia acerca del arte americano. Pero de todo lo que se dice y lo que se escribe, no ha surgido ninguna opinión que tenga la importancia de conciliar las dos ideas en pugna; por una parte, los que abogan por un arte esencialmente americano, un arte que tenga su origen y proyección en el mundo específicamente americano, y en perspectiva contraria los que afirman la necesidad de un arte universalista, un arte que mantenga vínculos con los aportes culturales emanados de las grandes metrópolis del mundo occidental. Pero en uno y otro caso, existe de antemano una actitud preconcebida que resta espontaneidad para llegar a una solución concreta. Actitud preconcebida es buscar, contra viento y marea, un contenido específicamente americano, prescindiendo de cualquier otra forma de influencia o estímulo que no sean

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los provenientes de nuestro ámbito geográfico y social. Actitud preconcebida es también proponerse a toda costa un arte universal, prescindiendo de cualquier forma de contacto con nuestra identidad. A nuestro juicio, ambas maneras de concebir el problema son equivocados, precisamente porque antes de buscar un acento personal que se traduzca como resultado en la obra, se ha partido de ideas que se imponen al artista como resultados ya hechos. A estas alturas ya debería estar fuera de discusión que la América actual es el resultado de la cultura, o la civilización occidental. Después de ese accidente histórico que fue el descubrimiento y la conquista, América perdió su realidad interior y fue incorporada violentamente a un proceso cultural distinto. Desde entonces, todas nuestras formas y estructuras sociales, económicas, políticas y culturales, han sido reflejo de los esquemas y procedimientos emanados de ese mundo occidental. El arte no podía ser excluido de esa transformación, y así hemos tenido períodos artísticos que han sido la consecuencia de todos los movimientos nacidos en Europa: la academia, el romanticismo, el simbolismo, el impresionismo, el expresionismo, el cubismo y el arte abstracto. Para ser justos, hay que admitir que, dadas las circunstancias, no podía ser de otro modo. ¿Cómo hubiéramos podido nosotros descubrir el Impresionismo si nos faltaba el Renacimiento? ¿Cómo hubiéramos podido encontrar el arte abstracto si nos faltaba el cubismo? América forma parte de la cultura occidental y ha tenido acceso —aunque como pariente pobre— a todas las formas de pensamiento emanados de Europa. Pero no obstante esa situación, no podemos tampoco perder de vista que América es una nueva realidad, con características particulares que le confieren una fisonomía singular. No obstante su com-

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plejidad y la diversidad de factores que entren en su composición, América parece que comienza a tomar conciencia de sí misma, de su propia realidad. El solo hecho de que nos ocupemos en discutir la naturaleza del arte americano, es revelador de que algo está sucediendo. Europa no se preocupa en averiguar si el arte que produce allá es o no europeo; no obstante a que Europa ha asimilado la influencia de formas artísticas de otras latitudes. Sin ir más lejos, el simbolismo, el art nouveau, o como se llame; ¿no tuvo su punto de partida en la influencia recibida por algunos artistas occidentales al descubrir las estampas japonesas? Gaugin introdujo un arte que parecía extraño y exótico al espíritu europeo, aunque después ese arte enriqueció el panorama del arte occidental. La influencia del arte negro, del arte africano, fue determinante en la formulación de un arte nuevo en Europa. Esto significa que el arte europeo, el arte occidental, recibió influencias de Asia, África y Oceanía. Sin embargo, Europa adoptó esas influencias, las asimiló y las impuso como formas propias de expresión. El problema se reduce a la participación de unos cuantos artistas de talento, que han sabido encontrar, por intuición, los elementos y las motivaciones necesarios para producir una visión nueva y auténtica del arte. El problema no consiste en tratar de ser americanos, europeos o universales, sino en ser fieles a nosotros mismos como individuos. Creo que debemos partir de lo individual para trascender hacia lo universal. Aquello que se califica como una actitud mimética de los artistas latinoamericanos quienes han adoptado diferentes problemas formales, entendiéndolos como una manera de hacer «pintura moderna», pero

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no como formas que correspondan a una auténtica necesidad de expresión. La pintura muralista mexicana fue importante cuando cumplió esa función a través de sus maestros representativos, y dejó de serlo cuando se trató de imponerla como la única manera válida de hacer «Arte americano». Desde el año 1945 hasta ahora han sucedido varias cosas en las artes plásticas. El arte abstracto y las ideas de Mondrian surgieron y llegaron a imponerse de manera casi definitiva en nuestro medio. La mayoría de los artistas jóvenes hicieron suyas esas ideas y se sumaron incondicionalmente a la línea impuesta por esa escuela. Poco después, el informalismo barrió con el rigor geométrico e impuso la pintura gestual, las texturas, el azar y otra manera de concebir el espacio y la materia pictórica. Más recientemente han sido la nueva figuración, el pop art y el op art, esta vez provenientes de Norteamérica y no de París, que, al parecer, ha dejado de ser el centro de divulgación y consagración plástica. A pesar de no haber tenido ninguna participación en la génesis de esos movimientos, muchos artistas latinoamericanos han corrido a ponerse al día y ya abundan los nuevos figurativos, los pop y los op artistas. ¿Qué sucede después de esas convulsiones? Sucede que sólo quedan los pioneros, aquellos que en el momento preciso tuvieron la iluminación de hacer un arte que los reflejara a ellos y también al medio que los había producido. No creo que la preocupación de un pintor sea la de estar al día, ni tampoco la de ponerse afanosamente a buscar formas inéditas para dar el grito antes que todos los demás, y salir sudoroso con su encuentro entre las manos. Insisto en que el problema fundamental de un pintor, bien sea europeo o americano, es el de la SINCERIDAD. Me causan risa los críticos que hoy alaban una cosa porque les

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parece lo mejor, y mañana la olvidan porque han surgido otras «novedades» que le parecen más «actuales», y que en ese momento reflejan lo que su capricho les impone como el único recurso válido de la pintura y el arte. Los árboles no los dejan ver el bosque. En una oportunidad decía que el problema no consiste en hacer «pop-art», «op-art» o «nueva figuración» por el solo hecho de hacerlos y estar al día. El verdadero problema consiste en encontrar nosotros mismos el rostro de la sinceridad, nuestro acento individual, para luego trascender hacia lo universal. Es un fraude hacer algo sin que antes no exista una profunda necesidad de hacerlo. Incluso, la misma «profesión» de pintor está cuestionada por esa circunstancia. Ya no se trata simplemente de pintar cuadros, de producir cuadros, si el hecho de pintarlos carece de un verdadero sentido y una significación. No importa que nuestra pintura no encuadre inmediatamente dentro de las corrientes impuestas por las grandes metrópolis, siempre que esa pintura tenga su raíz en una actitud de auténtica sinceridad. Pienso que los pintores debieran formularse estas preguntas: ¿Por qué pinto? ¿Para qué pinto? Esas preguntas no pueden ser respondidas con ligereza, ellas requieren un proceso de reflexión antes de ser contestadas. Para el artista latinoamericano, el problema puede lucir más complejo, aunque sea más sencillo. Carecemos de tradición, pero esa falta de tradición puede ser convertida en una ventaja. Esa falta de tradición nos deja libres las manos para «hacer una tradición» que nos pertenezca. Podemos descubrir, o inventar una tradición. Debemos trabajar con espíritu inocente, con alegría y audacia. No podemos permitir que ninguna limitación interfiera y obstaculice nuestro trabajo. Nuestra voluntad debe sobrepasar el temor de que nuestras

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obras sean o no aceptadas en las grandes metrópolis. Lo ideal sería imponer, nosotros, aquello que verdaderamente nos corresponde y creemos. En este sentido los primeros mexicanos han sido valientes, han hecho su arte, guste o no guste. Orozco es un expresionista de calidad excepcional, y Tamayo es un pintor donde la realidad y la subjetividad se han revelado a través de una materia plástica ancestral y mágica. No quiero decir con esto que la única pintura válida para nosotros sea la de Orozco o la de Tamayo, sólo que ellos hicieron lo que tenían que hacer, y lo hicieron bien. La falta de madurez, y la ausencia de una crítica verdaderamente consciente y capaz, han sido motivos de confusión para muchos pintores latinoamericanos. Por eso, cuando se tiene entre las manos algo valioso, algo que es importante y auténtico, debemos llevarlo hasta sus últimos resultados, sin importarnos las consecuencias externas de esa obra, ni los rechazos ni los halagos. El mejor destino de nuestra pintura será aquél que le proporcione la imaginación. América es una realidad, pero más todavía, es una realidad por hacer. Tenemos que inventar lo que nos hace falta, lo que sea imprescindible a nuestra grandeza. Procediendo de ese modo, todas las cosas se iluminarán con un fulgor desconocido. Es necesario ponerse en la situación de quien va a empezar algo nuevo, partiendo de su propio impulso, a partir de cero; tomando de aquí y de allá, quitando, poniendo, inventando, modificando; pero siempre en una actitud que corresponda a nuestra íntima realidad. No creo en el apocalipsis ni en la destrucción como actitudes que correspondan al mundo americano. ¿Qué vamos a destruir, si poco o nada tenemos? Nuestra conciencia debe ser una afirmación de la vida y no de la muerte. Entiendo el acto de pintar como una alegría. El cuadro siempre es una

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aventura, un objeto nuevo, reciente. Amo el cuadro que voy a pintar mañana, más que el que pinté hoy. ¿Qué alegría puede compararse a la que nos produce el cuadro que acabamos de hacer? Esa obra siempre será algo nuevo, algo que sin nosotros no hubiera podido existir. Nadie podrá negar que en el acto de pintar haya un goce, un disfrute, y también un dolor. Alegría hay en quien pinta la vida, el color radiante, la forma plena, la luz, el espacio vibrante, lo insospechado, lo sorprendente, lo maravilloso. Dolor hay en quien pinta la muerte, la miseria y la enfermedad. Ambas formas pueden ser válidas si se respaldan con la vida y con la sangre, y dejan de serlo cuando se hacen para adquirir fama y dinero. 1965

APUNTES SOBRE ESCULTURA

LA LIBERTAD en la escultura puede convertirse en su propia limitación, y viceversa. ¿A qué llamamos limitación en la escultura? Es muy simple: el espacio real, el espacio tridimensional. Así como el espacio propio de la pintura es el espacio bidimensional, la superficie plana; aunque por una parte pueda conceptuarse como una limitación, no es así, si entendemos que a cambio de eso posee el pintor la facultad de convertir esas dos dimensiones: largo y ancho, en el campo de acción donde va a imprimir las relaciones que su imaginación pueda imaginar. El pintor tiene la posibilidad de presentar simultáneamente todos los aspectos de la forma, y construir o modificar el espacio pictórico de la manera que más se ajuste a su necesidad de expresión.

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El espacio propio de la pintura es virtual, imaginario. Esto implica, por añadidura, la facultad que el pintor posee para manejar el espacio pictórico, su espacio, con una libertad e independencia que es negada a las otras formas de expresión plástica. Así mismo dispone el pintor, como material de creación, de esas sensaciones imponderables: la luz y el color. Los conceptos antes enunciados no pretenden, de ninguna manera, ser una confrontación entre la pintura y la escultura. Las actividades del espíritu no pueden ser medidas con un criterio semejante al de los fanáticos del fútbol. Sólo quiero plantear las diferencias entre uno y otro arte, para ver con más claridad sus virtudes, sus posibilidades, sus cualidades positivas. Así como el espacio propio de la pintura —decía antes— es el espacio plano, la superficie bidimensional, la escultura, en cambio, dispone del espacio real, el espacio tridimensional, como campo específico de acción. Más cerca de la arquitectura que de la pintura, la escultura es un arte de las formas corpóreas y de los volúmenes negativos y positivos, que encierran, desplazan y dividen el aire, la atmósfera. La escultura no puede ser concebida ni interpretada sino en función de las tres dimensiones del espacio real. Construir en el espacio. Emplear el espacio como valor esencial en la creación plástica es la función de la escultura. Tal vez, desde los escultores mesopotámicos hasta Rodin, ya los artistas habían intuido que la belleza de su obra se encontraba latente en los materiales empleados, más que en el tema tratado, aunque la imposición del tema privó siempre sobre la conciencia de las posibilidades del material. Los descubrimientos de los escultores contemporáneos rompieron las barreras de esa dualidad y liberaron la materia de cualquier otro compromiso que no fuera convertir el material en volumen, forma y espacio. Para

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la comprensión de estos conceptos han sido de fundamental importancia los libros y artículos de artistas teóricos, como El espacio-tiempo, de Beothy; El color en el espacio, de Del Marle, y Visión en movimiento, de Moholy Nagy. Materia, posición en el espacio, dimensiones, intención, se convirtieron en los verdaderos motivos de la creación escultórica, dejando a un lado la antigua obligación de erigir monumentos a los grandes personajes del presente y del pasado. Moholy Nagy define las fases de la escultura en cinco períodos esenciales: I) Escultura en bloque (pirámides, menhires, trilitos, etcétera); II) Escultura modelada (a partir de las Venus prehistóricas); III) Escultura perforada (principio que aparece con timidez en los relieves, pero que alcanza su verdadera realización en las obras de nuestro tiempo: Moore, Gargallo, Zadkine); IV) Escultura suspendida (que tiene antecedentes en los ángeles barrocos), y V) Escultura móvil (cuya realización es exclusivamente contemporánea). A estos grupos se pueden agregar dos más: la escultura polimatérica (hecha con materiales combinados, de diversa índole) y la escultura maquinista (que comprende los «objetos construidos» y los «objetos» de funcionamiento simbólico de los dadaístas, los surrealistas y los constructivistas rusos. La escultura contemporánea tiende, cada vez más, a conceder un valor principal a la idea del espacio en íntima relación con las cualidades propias de la materia, apartándose cada vez más de las implicaciones psicológicas y literarias, a las que se considera como valores alusivos, pero no inherentes a la materia escultórica. En tal sentido, se pueden admitir como establecidas tres corrientes: una que centraliza el trabajo en la especulación de las propiedades del movimiento, resumiéndose en el concepto de la forma dinámica, que tiene sus mayores exponentes

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en Calder, Brancusi y Tinguely. Otra que establece un nuevo contacto con la escultura en bloque, los valores del volumen, las texturas y las formas cerradas, desarrollo y aprovechamiento de las líneas curvas y análisis sensible de la estructura morfológica de objetos naturales; a este grupo corresponden escultores como Hans Arp, Henry Moore y Bárbara Hepwort. La tercera corriente podemos identificarla en la obra de los constructivistas: Tatlin, Gabo y Pevsner, que buscan localizar una expresión plástica pura a través del análisis y la integración del espacio y la materia. No podemos olvidar a los escultores de la actual escuela británica: Paolozzi, Chadwick y Armitage, quienes sin mayor preocupación por las exigencias de la tradición o las influencias determinadas, realizan una escultura de inconfundible fisonomía y fuerte contenido plástico, donde la inspiración en las formas y objetos de la realidad es claramente perceptible, así como la trasmutación de esas percepciones en un neofigurativismo revelador de una visión absolutamente actual de la imagen del hombre y el mundo contemporáneos. Los nombres fundamentales en la escultura de nuestro tiempo son muchos más de los que he citado, contentémonos en agregar algunos más: Boccioni (futurista); Archipenko, Barlach, Zadkine, Lizchip y Giacometti (expresionistas); Duchamp y Domínguez (surrealistas). Podemos afirmar que después de Duchamp, Brancusi, Moore y Pevsner, el mundo de la experiencia escultórica se abre hacia posibilidades imprevistas. Con ellos ha quedado establecido que el material escultórico no debe estar necesariamente limitado al empleo del mármol o la piedra noble, ni tampoco a representar una función de anécdota y narración; sino que también la materia escultórica puede tener validez como medio de revelar las cualidades que le son

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inherentes, y, al mismo tiempo, resolver con propiedad el conflicto entre llenos y vacíos, volúmenes y espacios, texturas y superficies, formas internas y externas, movimiento y estabilidad, proyecciones y ritmo interior. Nunca podremos tener una visión exacta sobre lo que es, en propiedad, el problema de la escultura contemporánea, si nos empeñamos en seguir empleando, para su interpretación los moldes de criterio que no admiten más que a Fidias, Mirón, Policleto, Donatello, Verrochio, Rodin y Miguel Ángel. Ellos fueron grandes escultores, escultores geniales, pero por más geniales que hayan sido, la escultura no podía quedar sometida a ser una fría repetición o caricatura de lo que ellos hicieron. La escultura contemporánea es distinta, porque distinto es el tiempo y son otras las exigencias que condicionan nuestra sensibilidad. En nuestro medio no hemos sido insensibles a esas nuevas proposiciones de la escultura, y no obstante a que nunca hemos tenido propiamente una tradición escultórica —aparte de la obra de los tallistas e imagineros de la colonia— recientemente, después de Narváez, quien fue, durante mucho tiempo, nuestro único escultor; hemos visto aflorar una generación de escultores que avanzan con paso decidido. Me refiero a Pedro Briceño, Víctor Valera (antes pintor) y los más jóvenes: Prada, Guinand y Martínez. Hace diez años, en la obra de Briceño, era sensible la influencia de Arp y Moore. Después de su viaje a Europa abandonó la escultura en bloque y los volúmenes biomórficos para realizar una escultura que lo acercaba más a su nuevo maestro Julio González. Esta nueva escultura de Briceño trata preferentemente las posibilidades del metal, resolviéndose en estructuras abstractas donde la identificación del espacio y la forma constituyen, a la manera de unidad ideal, el objetivo central de su actividad.

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Más afines a los escultores de la nueva escuela británica: Paolozzi, Chadwick y Armitage, son los más jóvenes: Prada, Guinand y Martínez; en cuya obra se advierte la presencia de un expresionismo constructivo que no desdeña emplear a fondo las sugerencias del mundo objetivo, para trasmutarlas en una materia escultórica de indudable validez. La escultura, que entre nosotros siempre estuvo ampliamente rebasada por la pintura, parece que comienza a adquirir un inusitado desarrollo y a ganar adeptos entre los artistas más jóvenes. 1965

EL ESTILO DE NUESTRA ÉPOCA

LO CLÁSICO y lo romántico, más que estilos son actitudes, modos de ser y comportarse en la vida y en el arte. No obstante a que ha habido épocas condicionadas por una u otra de esas dos actitudes, no es menos cierto que en todas las épocas también ambas actitudes han existido simultáneamente. Lo clásico tiende a ser más exacto, más consciente y equilibrado; lo clásico trata de proponer una solución y un estilo; lo romántico es lo contrario, no trata de proponer estilo alguno, sino que es un estilo en sí mismo, aun al margen de su voluntad. Pero la actitud romántica tiene la virtud de remozar y refrescar todo lo que toca, proponiendo, aun sin proponérselo, un ordenamiento nuevo y una manera distinta de ver y apreciar las cosas. Uno de los dilemas de nuestra época es que no es ni clásica ni tampoco enteramente romántica. El carácter de su

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estilo —si es que lo tiene— sería el de la complejidad formal y conceptual, y el de la transición; una transición donde el hombre se debate entre las afirmaciones y las dudas. En todas las épocas anteriores, el hombre había tenido un asidero, algún apoyo espiritual que ofreciera seguridad a su conciencia y su existencia; hoy en día no es así, pues el hombre se debate en un mar de vacilaciones, dudas e incertidumbres, que, por ironía, le producen la conciencia de su inseguridad; de que ninguna cosa pueda ser absolutamente falsa. Sólo se salvan de esa incertidumbre angustiosa, aquellos que tienen una fe verdadera e incondicional en algunos de los sistemas de valores que el mismo hombre ha propuesto como soluciones posibles, para los demás no queda sino la alternativa dramática de cumplir su destino como un imperativo categórico que todo lo exige, y nada, o muy poco, ofrece. Sin embargo, ha surgido una posibilidad de afirmarse en la vida, esa posibilidad consiste en la actitud de creer en algo, no porque se tenga una fe invulnerable en la veracidad de ese algo, sino porque se quiere y se necesita depositar la fe en algún valor trascendental. En tal sentido, el hombre se esfuerza en convencerse asimismo de la legitimidad de su fe, porque ha sentido en algún lugar de su conciencia, más que de su corazón, la urgencia de proponer a esa fe un objetivo capaz de proporcionar sentido a la vida. La pintura y el arte de nuestro tiempo son fiel reflejo de esa situación, más que obra de arte, parece que el artista se empeñara en pintar lo que él supone o siente como su propia autenticidad: se pintan, no obras de arte sino autenticidades. Lo que antes nadie se empeñaba en indagar en la obra de arte: la autenticidad, porque se la consideraba obvia, hoy en día se ha convertido en el objetivo central de artistas y críticos.

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Anteriormente, la obra del artista era un producto natural de las costumbres y los hábitos adquiridos, contra los cuales sólo muy de vez en cuando, genios como Giotto, Caravaggio, Goya, El Greco, Velázquez y Cézanne, insurgían intuitivamente, para producir a su vez, métodos, hábitos y ordenamientos nuevos que sustituían a los anteriores. Pero el genio de esos artistas se manifestó, dejando que su instinto se impusiera y corriera libremente por su cauce natural. En nuestro tiempo la situación se ha hecho mucho más compleja y difícil. El artista no va a su obra con espíritu inocente, llevado simplemente por la necesidad de pintar, sino que trata de sobreponer a su oficio un valor conceptual que exceda las virtudes que la pintura, en sí misma, es capaz de producir. Tal vez estemos llegando a la situación abusiva de pedirle peras al olmo: a la pintura se le está exigiendo mucho más de lo que ella puede dar, porque el artista se esfuerza en exigirle, a toda costa, la imagen nítida de una autenticidad que pudiera no estar del todo clara. El artista se siente acosado por la duda de su autenticidad y quiere que la pintura le dé una respuesta afirmativa, sea como sea. El artista aspira a encontrar su autenticidad por sobre todas las cosas; quiere ser fiel a una actitud existencial que no en todos los casos está definida con verdadera firmeza. Sucede muchas veces que la pintura no es reflejo de una autenticidad, sino que se convierte en generadora de una autenticidad que antes no existía. Pero esa angustia, ese imperativo de ser auténtico de alguna manera, se traduce en una crisis permanente que puede reducir y limitar el impulso creador. Tal estado de cosas se traduce en la requisitoria de que el artista, necesariamente, deba hacer una elección, deba afiliarse a un modo u otro de hacer pintura, y ya embarcado en una u otra actitud, se le exige y obliga a que

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lleve el objeto de su elección hasta sus últimas consecuencias, lo contrario sería indicio de dudas y vacilaciones, a las cuales se considera como pecados y delitos imperdonables. La situación actual del arte obliga al artista a ser militante en lo figurativo, militante en lo abstracto o militante en el arte experimental; todas esas circunstancias formales del arte actual poseen procedimientos y normas particulares que de una u otra manera le dan carácter de escuela, por no decir de academia. Pero lo más difícil es que no basta con hacer uno u otro tipo de arte, sino que es imprescindible creer en alguna especie de motivación filosófica o dialéctica que justifique la obra que el artista produce. De tal modo, el artista se encuentra cuestionado por la exigencia a priori de creer en algo, de tener fe en algo, de estar afirmando o negando algo. Es evidente que tal situación existe, y la sola existencia de ella es indicio de la gran crisis contemporánea: la crisis de fe. Tal estado de cosas no solamente afecta a los artistas en particular, sino que, incluso, se ha hecho extensiva al arte continental. Reciente, todavía, está la polémica con Marta Traba, en el curso de la cual esa señora lanzó una requisitoria contra el arte latinoamericano, representado en un número bastante grande de artistas, que a fin de cuentas no estarían haciendo un arte auténtico, enraizado con la realidad americana. Recuerdo bien que la señora Traba exigía una «identidad» del artista con la realidad ambiente. No admitía, Marta Traba, que se hiciese una pintura cuyo punto de origen estuviera en la obra de algunos maestros europeos o norteamericanos, más que en la particular circunstancia que significa nuestra realidad continental con todas sus implicaciones políticas, sociales y estéticas. La señora Traba se limitó a plantear esta cuestión, no dio soluciones; no podía darlas tampoco, pues las solucio-

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nes sólo podemos encontrarlas los artistas con nuestras obras y no con las palabras o las ideas. A mi entender, la polémica con la señora Traba no resolvió nada, no aclaró ni puntualizó nada con suficiente objetividad. Sólo quedó en pie la requisitoria de Marta Traba, contra la casi totalidad del arte latinoamericano, al cual se acusó de estar peligrosamente inclinado hacia una actitud mimética con respecto al arte que proviene de las grandes metrópolis y centros de divulgación. Creo que en la polémica con Marta Traba hubo mucha confusión y vaguedad de parte y parte. Debo confesar que todavía no he entendido bien qué tipo de arte, concretamente, es el que pide Marta Traba; ni tampoco me parecieron lo suficientemente categóricas y convincentes las razones aludidas por la parte contraria. Quizás el motivo de tal falta de precisión en los conceptos se deba a que los términos en discusión se confunden y dejan de tener la suficiente claridad. Por lo general, la gente que habla más corto es la que dice más: al pan, pan, y al vino, vino; no sucede así cuando la gente teme decir directamente lo que piensa y cubre sus conceptos con una especie de algodón o niebla dialéctica y erudita que termina por hacer que esos conceptos pierdan la nitidez de sus rasgos originales. Yo creo que ya es tiempo, en nuestro país, de que la gente comience a hablar claro, a decir «yo creo esto o aquello, así, de tal modo». Es tiempo, también, de que los artistas dejemos de disfrazar nuestra verdadera situación espiritual y aceptemos la responsabilidad de nuestra condición o nuestra actitud, sin tratar de camuflagearla y darle un aspecto distinto al que verdaderamente presenta. Hoy en día, por ejemplo, existe algo así como una vocación general hacia la realidad; existe una compulsión hacia la realidad; todo el mundo se reclama intérprete de la realidad: «mi obra está íntimamente ligada

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a la realidad»... «la realidad, necesariamente, se refleja en mi obra». «Estoy identificado con la realidad, todo lo que hago es la realidad»; argumentos y palabras como éstos son frecuentes de oír en boca de artistas. Todos reclaman su participación en la realidad, como disculpándose, como justificándose. Pero la realidad no necesita de tantas aseveraciones; ella es ineludible; no es necesario afirmarla porque siempre está aquí, de un modo u otro. ¿Qué sucedería si a alguien se le ocurriera decir lo contrario; si alguien dijera: «mi pintura no tiene nada que ver con la realidad; no me interesa la realidad; estoy acosado por la realidad y quisiera encontrar otra salida?». Pero no, es muy difícil que alguien se atreva a decir eso, aunque lo piense y lo sienta, porque la realidad es una compulsión y una obsesión. Hay, también, otro monstruo sagrado que se levanta furioso y terrible ante los artistas: el monstruo de la fidelidad incondicional a un tema específico. «Fulano es un artista vacilante; está confundido, no tiene seguridad en lo que hace; no sabe lo que quiere, no es todavía un artista maduro». «¿Qué nos propone?». «¿Qué quiere decirnos?». Estos son, también, argumentos muy frecuentes para calificar a algún artista que no haya logrado definirse. A los artistas se les pone contra la espada y la pared; se les sitúa entre dos extremos: a veces se les pide que cambien y a veces se les pide que no cambien. De tal modo, los artistas se sienten intimidados por tal circunstancia y tratan de encontrar a troche y moche alguna justificación dialéctica a la obra que hacen o intentan hacer. Nadie ha sido capaz de admitir su incertidumbre, o aceptar su circunstancia, en caso de no tener suficientemente claros sus propósitos, ni la posible significación de su obra.

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Nadie ha sido capaz de decir: «bien, es verdad, no sé lo que me propongo, desconozco el verdadero sentido de mis intenciones; soy contradictorio; no estoy verdaderamente convencido de ninguna cosa en particular; es cierto, mi obra es confusa; no puedo dar soluciones ni estoy en situación de demostrar nada; sólo sé que quiero pintar y pinto lo que se me ocurre; no quiero afiliarme a nada, estoy dominado por el caos y el absurdo». ¿Qué sucedería si a alguien se le ocurriera hacer una exposición completamente contradictoria y heterogénea; si algún artista adoptara como línea no tener ninguna línea? Es evidente que la posición del que acepta estar confundido, del que acepta estar en el absurdo, puede ser tan verdadera y auténtica como la del artista que, afortunadamente para él, posee una mística, una convicción y una certeza. Aún más, tal vez la condición del artista que acepta el absurdo y se reconoce en él, puede ser más auténtica y contemporánea que la del artista, que se siente en posesión de la verdad. Pero ¿es que acaso el mundo es homogéneo, lógico o coherente? ¿Quién puede, hoy en día, demostrar que algo es verdaderamente cierto, o que otra cosa es absolutamente incierta? ¿Quién podría explicar cuál es el verdadero sentido de la vida; cuál es su destino, o para qué otra cosa debiera servir, además del hecho simple y elemental de vivir? Estas preguntas sólo podrían responderlas afirmativamente los fanáticos, los fieles, los convencidos o los que quieren convencerse; pero la circunstancia, la realidad del mundo contemporáneo es otra. La verdadera situación del mundo contemporáneo es la situación de crisis. Todo está en crisis: los valores, las estructuras económicas, la situación política, el equilibrio mundial. El mundo actual está conmovido por una onda de transformación que lo conducirá inevitablemente hacia otra

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cosa no prevista, hacia otra realidad que nadie habría podido intuir; en caso de que no concluya en la destrucción y la aniquilación total. Pero de ninguna manera la situación del mundo contemporáneo ofrece los asideros espirituales capaces de proporcionar una seguridad y un destino coherente a la vida. Entonces, si el mundo no es coherente y homogéneo, si carece de estructuras firmes, ¿cómo exigir al arte y al artista que sean equilibrados, que posean una fe y una mística inquebrantables, que posean una claridad de propósitos cuyas motivaciones no se encuentran en ninguna parte? Situado ante tal desconcierto, al arte sólo le restaría una cosa, una posibilidad única, que ya de por sí es suficiente: existir a toda costa. Existir a toda costa significa evitar su destrucción. Sean cuales fueren los motivos que hacen que el arte pueda subsistir, esos motivos son válidos, siempre que llenen su fin: que el artista se sienta de algún modo estimulado, así sea bajo la conciencia de su incertidumbre; que sienta la necesidad de hacer su obra, que sienta que su obra continúa siendo necesaria, aunque no lo sea sino para él mismo. Isidro Nonell, el pintor catalán que fue uno de los maestros de Picasso, decía: «Yo pinto y basta». Esto lo decía Nonell a fines del siglo pasado. Si el pintor siente la necesidad de pintar, debe hacerlo sin inhibiciones, sin limitaciones de ninguna especie; el pintor lo que debe hacer es pintar; ya eso es suficiente. En los albores del cubismo analítico, cuando comenzaban las discusiones, las teorías y las proposiciones dialécticas sobre el arte, Edgar Degás, quien tuvo oportunidad de asistir a esas reuniones, decía después, refiriéndose a ellas: «Es sorprendente, lo que esos jóvenes se proponen es algo mucho más difícil que pintar». ¿Cuál es el estilo de nuestra época? No podríamos decirlo a ciencia cierta. Lo más que se nos ocurre es que nues-

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tra época no es del todo romántica, ni mucho menos clásica. El estilo de nuestra época es el estilo de la complejidad formal y conceptual. Nuestra época ha sido, y continúa siendo rica en proposiciones, encuentros y modificaciones. Es una época de transformación y transición. Es una época de cambio sustancial y su aspecto puede corresponder al instante cuando el agua se transforma en vapor, la semilla en planta. Tal vez, por eso, su estilo sería el de la complejidad y la indefinición: la forma de lo que todavía no tiene verdadera forma. El arte contemporáneo es un arte difícil; es un arte que se ve obligado a comer de sus propias entrañas para poder vivir. 1966

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CUANDO A Georges Braque alguien lo llamaba maestro, el respondía casi indignado: «no soy ningún maestro, soy lo que soy, pero no un maestro. El último maestro fue Cézanne; con él termina la etapa artesanal de la pintura». Lo que Georges Braque quería decir es que Cézanne fue el último en tener algo seguro entre las manos; algo que sin estar desasistido ni desligado totalmente de la tradición, proponía, sin embargo, una solución nueva y vivificante para la pintura y las artes plásticas en general. Y así fue, en efecto. De la coincidencia, o la correlación entre la obra de Cézanne y la esquematización geométrica del arte negro, descubierta posteriormente por Braque y Picasso, nació el cubismo. El cubismo, a su vez, constituyó la transformación más radical sufrida por la plástica después del Renacimiento. Quería decir, Georges Braque,

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que después de Cézanne el arte plástico se convertiría en un «sálvese quien pueda» (saludemos a Breton) donde sólo los más iluminados, los más intuitivos o los más inteligentes, podrían encontrar métodos o soluciones válidas, sin que esos métodos o soluciones llegaran a poseer la importancia o la significación de sistemas universales, a la manera del arte antiguo, del bizantino, del románico, del gótico o del renacentista. Hasta el Renacimiento, o más acá todavía, hasta Cézanne; el arte fue una artesanía. Una gran artesanía donde el artesano, en virtud de su talento o su genio, podía trasponer los límites del oficio o la manipulación artesanal, para alcanzar el plano de lo poético o lo imponderable, que es propiamente la obra de arte. Esa artesanía universal, ese lenguaje totalizador se perdió, como perdió Adán el paraíso terrenal, cuando el artista saboreó el fruto del árbol del conocimiento y se constituyó en el centro del universo y en el punto de partida de toda génesis posterior. El artista quedó librado a sus propios poderes, quedó librado a la aventura creadora por su cuenta y riesgo, cuyos supuestos o bases ideales de sustentación estarían plantados en la subjetividad y no en el objeto, en el mundo de adentro y no en el de afuera. Pero esa circunstancia, necesariamente, contribuiría a la formulación de muchos lenguajes individuales, a la reedificación de una nueva torre de Babel, donde el módulo comunicativo original quedaría fragmentado en mil pedazos, correspondientes a otros tantos individuos o talentos, que reclamarían cada uno para sí la verdad y la virtud comunicante. Cada uno de esos lenguajes tendría su propia gramática, su propia etimología y sintaxis particular. Es evidente que después de esto, el valor comunicativo de la obra de arte sería mucho más difícil de percibir, y exigiría, igual que sucedió con las ciencias

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particulares, después de emanciparse de la filosofía, un margen siempre creciente de especialización. Tal estado de cosas llevó al arte a una situación de incomprensibilidad para la mayoría; su fisonomía, antes elocuente, se tornó enigmática y misteriosa; su verdad sólo podría ser percibida por los iniciados, por aquéllos que hubieran dedicado un largo trayecto de su vida a asimilar los signos inevitables de la nueva cábala, es decir, por los artistas. El arte contemporáneo es un arte para artistas, es un arte de selección y minoría, que exige un inevitable nivel de cultura, formación y afinidad para ser interpretado. Sólo mediante esa virtud inefable, primigenia y original de la sensibilidad, podría el neófito, el extraño o el hombre común percibir el contenido, siempre metafórico de la obra de arte. Y que no se diga que hablar sobre éstas es para referirse a eso que tan ambiguamente han dado en llamar artepurismo o arte puro. El arte no es puro ni impuro, es arte. Las diferencias existen en los procedimientos, la necesidad de realización y la voluntad de expresión, pero el contexto formal de la obra siempre se circunscribe de uno u otro modo, a los diversos procedimientos individualizados, posteriores a Cézanne. La misma escuela realista mexicana tampoco escapa a esa circunstancia. Aparte de que pueda ser una pintura que llegue a capas más amplias de la sociedad, lo cual ni afirmo ni niego, porque no es ese el tema que ahora me preocupa, o me ocupa, esa circunstancia se debería, no tanto al mensaje de la obra, sino a la medida en que ese mensaje (no me agrada la palabra mensaje; recuerdo que en este sentido Marcos Castillo decía: soy pintor y no telegrafista) satisfaga una determinada necesidad de forma y color inherente al pueblo mexicano. Pero si analizamos la obra de los artistas representativos

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de esa escuela: Orozco, Rivera y Siqueiros; encontraremos que ellos no escapan a las condiciones de forma impuestas por las escuelas poscézannianas. Orozco es un extraordinario pintor expresionista, es el mejor de los tres. En su obra encontramos esa propiedad barroca de la forma que confiere a las figuras la virtud de trasponer el aspecto inmediato de la realidad, para convertirlas en símbolos puros, de una naturaleza individual desgarrada y fáustica. Orozco es Orozco, es un pintor que volcó en su obra una voluntad de expresión que sólo a él pertenece y que de ninguna manera pueda ser tomada como norma general de procedimiento y conducta. Rivera, al contrario de Orozco, quien es un pintor de formas centrífugas y espacios abiertos, tiende a la pintura lineal, a las formas cerradas y a la obtención de un espacio abigarrado de localizaciones cromáticas definidas y precisas. Con la paciencia y la virtud de un primitivo, Rivera se sitúa más cerca de Paolo Ucello o Massolino, que de Caravaggio o El Greco. En términos contemporáneos, Orozco es de la misma familia de Van Gogh y Ensor, mientras que Rivera corresponde al parentesco de los simbolistas y Paul Gaugin. Siqueiros es también un pintor expresionista; su obra, por requerimientos individuales de expresión encuadra dentro de esa escuela, sin menoscabo a su capacidad para formular un lenguaje particular e inconfundible. Pero, adviértase que cada uno de estos pintores responde a una necesidad de expresión absolutamente individual, su obra no puede ser convertida en un código al cual deban someterse todos los artistas, mexicanos o latinoamericanos. Ellos, quiérase o no, están ubicados dentro de ese gran mosaico que es el arte contemporáneo, en el cual no existen patrones fijos ni técnicas nacionales definitivas. El peligro para la asimilación e interpretación del arte moderno, es el de cerrarse a la comprensión de otros proble-

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mas distintos a los que la sensibilidad particular o el gusto personal determinan. Existen, evidentemente, obras que pueden ser más accesibles al gusto general porque no exigen mayor esfuerzo de comprensión. La pintura, que de algún modo sea agradable a los sentidos, por su belleza de color o su equilibrio de formas, tiene más probabilidades de aceptación colectiva que aquella donde los procedimientos visuales de realización plástica golpeen los moldes tradicionales del gusto habitual, y exijan un mayor esfuerzo de acomodación sensible y espiritual, así como una capacidad de percepción más evolucionada. Para lograr una aproximación sensible a la obra de arte, de cierto modo hay que estar en un nivel espiritual semejante al del artista que la produjo. Para lograr una comunicación con la obra de arte es imprescindible interrogar a esa obra en su propio lenguaje y no en otro. Nunca se podrá comprender a Mondrian mientras se le interrogue en el lenguaje de Massaccio o Delacroix, ni tampoco será posible comprender a De Kooning o Bacon, mientras se les interrogue en el lenguaje de Rafael o Leonardo. Jamás podrá nadie lograr una aproximación a la obra de Max Ernst mientras continúe pensando sólo en Zurbarán o Murillo. Todas estas ideas nos conducen a admitir que el arte contemporáneo es complejo y difícil, que no existe un modelo universal para calibrar el valor de la obra, que las proposiciones son variadas, y en tal sentido hacen necesario un conocimiento previo de las motivaciones de esos «términos», antes de condenarlas arbitrariamente. Cuando he afirmado que el arte contemporáneo es un arte para artistas, no he querido decir que deba circunscribirse sólo a los artistas, excluyendo a los demás. Mejor que eso sería admitir la necesidad de que todas las personas, quienes junto con el artista forman la colectividad, hagan un esfuerzo

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de adecuación semejante al del artista, para situarse en un nivel de sensibilidad equivalente, capaz de hacer efectiva la comunicación con la obra. La obra de arte supone un esfuerzo para realizarla y también exige un esfuerzo de receptividad para comprenderla. Mientras no exista una necesidad de arte por parte del espectador, tampoco el arte podrá comunicar nada a ese espectador. El arte es mudo para los indiferentes y los despreocupados. Pudiéramos decir que la pintura y el arte plástico en general, han perdido en colectivo lo que han ganado en libertad. Es común, hoy en día, advertir que muchísimas personas que jamás se han tomado la molestia de ir a una exposición; de leer, así sea muy someramente, una historia del arte; de tener amistad con algún pintor o escultor, ni de oír con seriedad y espíritu receptivo las palabras de los artistas, se lancen de buenas a primeras a condenar con epítetos despectivos, aquellas obras que no correspondan a los límites de sus gustos particulares. La pintura y el arte plástico contemporáneos están hoy en día a merced de todos los equívocos. Hay improvisados y diletantes que, sin la menor preparación conceptual o técnica, se sienten con derecho a asumir la representación plástica de nuestro tiempo; o también, en las escalas más elementales, no vacilan en desdeñar a los artistas contemporáneos, argumentando que ellos pueden hacerlo igual o mejor. «Eso lo puede hacer mi hijo». «Tengo una sobrina que pinta mejor».«Mi tía sí pintaba de verdad, ojalá pudiera usted ver sus cuadros». Frases semejantes son expresiones muy frecuentes de oír en boca de personas que, en otras circunstancias, serían incapaces de contradecir a un médico cuando éste les receta cloromicetina en lugar de vermífugo San Antonio. A nadie, que no sea del oficio, se le ocurre discutir con un ingeniero, un científico o un farmacéutico;

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sin embargo, cuando de pintura se trata todo el mundo se siente con derecho a discutir y objetar. Los verdaderos artistas son los que mejor respetan comprenden e interpretan a los verdaderos artistas. Todo aquel que trate de obtener una aproximación con el artista, esta en vías de obtener un nivel espiritual semejante que le permitirá una verdadera comunicación con la obra. De ese modo, aun sin producir arte, sería también un artista. 1966

LA PINTURA Y LOS OBJETOS

DESDE LOS dadaistas, los surrealistas, Marcel Duchamp, Picabia, etc., el uso del objeto ha tenido diversas aplicaciones, intenciones e interpretaciones en las artes plásticas. En algunos casos, el objeto ha sido tomado como un resultado o una realidad primaria, en bruto; donde su posible significación no tuviera que rebasar su particular naturaleza de objeto. En otros casos, el objeto ha sido empleado para producir un shock psíquico o emocional, para confundir a la razón mediante la presencia simultánea de objetos heteróclitos, cuya relación o familiaridad sería imposible en la vida ordinaria (recordemos el encuentro fortuito de un paraguas y una máquina de coser sobre una mesa de disección, propuesto por los surrealistas). En tercer lugar existe la posibilidad de utilizar el objeto, no para revelar su naturaleza o su propia significación,

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ni tampoco para producir impactos a la sensibilidad, sino para aprovechar su carácter plástico y someterlo a la pintura como un nuevo elemento de expresión capaz de enriquecer, extraordinariamente, la imagen visual, proporcionándole un mayor poder comunicativo y plástico. Convertir al objeto en pintura es, para el pintor, la más noble manera de utilizar e interpretar el objeto. La valoración del objeto, como elemento plástico lleno de infinitas posibilidades, es una de las premisas del arte de nuestro tiempo. El objeto ha sido una manera de retornar a la realidad, una manera de aferrarse al mundo y a la vida a través de las cosas más sencillas y aparentemente triviales. Ha sido, y es, un modo sumamente eficaz de estimular la imaginación y encontrar posibilidades de creaciones siempre nuevas e inagotables. La poesía de las cosas. La sabiduría que las cosas contienen puede ser convertida en fuente inagotable de experiencias, y también en un potencial inigualable de fabulación y fantasía. No en vano dijo Dostoievski que nada hay más fantástico que la realidad. Pero la realidad es todo, nada escapa a su influjo ni nadie puede ser inmune a su presencia. La realidad está presente en todas las cosas, incluso en los sueños y las acciones más absurdas. Lo que pudiera habernos molestado es el hábito de parcelar la realidad, de identificar la realidad con un estrecho compartimiento de la vida, cuya excesiva valoración nos conduce al aburrimiento, más que a la desesperación. Las limitaciones y las inhibiciones siempre han tenido la mala propiedad de castrar las energías del espíritu. En tal sentido es necesario que el artista no se cierre, con premeditación y alevosía, a la posibilidad de adquirir nuevas experiencias, de utilizar todos los medios y recursos necesarios para lograr la potencia expresiva que la obra requiere. La pin-

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tura, antes que un dogma inmodificable y frío, debe ser un medio de asumir la totalidad del mundo. El pasado, el presente y el futuro son ideas que el hombre tiene de la realidad de su existencia, pero antes que ideas son experiencias sensibles que mantienen una estrecha e indivisible relación. El presente deviene del pasado y contiene el futuro; una cosa no puede vivir sin la otra, no puede ser aislada porque su aislamiento e inmovilidad supondrían su inexistencia como acontecimiento propio de la vida. La conciencia del pasado y del presente son abstracciones de la inteligencia, son intuiciones intelectuales que sólo podemos asimilar plenamente cuando se nos presentan, no como ideas sino como sensaciones, como experiencias directas ante las cosas. Ese cúmulo de experiencias constituye la memoria de lo que hemos vivido, de lo que hemos sentido y comprendido, y que al vivirlo, sentirlo y comprenderlo, forman parte de nuestra existencia. La pintura es una gran memoria, es la memoria de algunas cosas, o de todas las cosas, que convertimos en objeto cada vez que ponemos colores, líneas, manchas, signos y formas sobre la tela o sobre un soporte cualquiera. La pintura en sí es un objeto, un objeto capaz de conmovernos y conmover a los demás. El cuadro posee un contenido intrínseco capaz de producir determinadas o indeterminadas sensaciones. En tal sentido, lo que el pintor hace no es sino transformar las cosas en objetos de otra realidad. La función del pintor, como la del alquimista, es la de modificar las cosas que recibe para convertirlas en otras. Los objetos entre sus manos, bien sean colores, tintes, mosaicos, papeles o pigmentos; sin perder su naturaleza original, su materia prima, se transforman, no obstante, en una cosa distinta a la de que por sí solos constituían originalmente antes de sufrir la manipulación del artista.

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El pintor posee una sensibilidad particular, así como el escultor, el músico, el actor, el arquitecto, el cineasta y el escritor, también la poseen a su modo. Esa sensibilidad particular determina que las cosas sean vistas y sentidas de un modo y no de otro. El escultor siente el volumen real o virtual, el arquitecto siente el espacio, el músico siente los ruidos y los sonidos, el cineasta siente el movimiento y el escritor los acontecimientos. Es posible que unos y otros experimentemos todos esos fenómenos juntos, pero los sentimos de manera distinta. Hay una forma de sensibilidad que predomina sobre las demás, y esa forma primaria decide que un hombre sea esto o aquello, o reaccione de determinada manera ante las cosas. La pintura ha sido tradicionalmente, y continúa siéndolo, cosa del plano. El pintor siente el volumen, el color y el espacio de un modo diferente al escultor o al arquitecto. Todos esos elementos le interesan, pero más que todo le interesan como factores capaces de modificar una superficie y transformarla en un resultado pictórico. Al pintor, aunque presente simultáneamente todas las dimensiones de un objeto (como lo hicieron los cubistas) en realidad sólo le preocupa una de ellas: la única dimensión situada frente a él y frente al espectador, es decir, la dimensión del plano. El problema del pintor es de una superficie, no de muchas. Incluso, artistas cinéticos como Soto, Agam y Cruz Diez, demuestran, no obstante los relieves que aplican sobre el soporte, una sensibilidad de pintor, ya que esos relieves y accesorios que producen la sensación del movimiento óptico, a fin de cuentas continúan desarrollándose en el plano, o sobre el plano, y no en el espacio abierto que corresponde al escultor y al arquitecto. Ya sé que hay personas enemigas de la diferenciación entre los conceptos de pintor, escultor, ceramista, grabador o

LA PINTURA Y LOS OBJETOS

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arquitecto. Presumen tales personas, que dichas diferenciaciones son apriorísticas, convencionales y demasiado tradicionales, ya que el problema contemporáneo de las artes visuales rebasaría todos esos conceptos, para situar a las personas dedicadas a esa actividad en la única condición de artistas plásticos, y nada más. Sin embargo, yo creo que las cualidades distintivas entre una y otra forma de sensibilidad sí existen, existen como cualidades originales y no como prejuicios artificiales. Tan fuerte es ese impulso natural hacia la sensibilidad del plano o del volumen, que existe una pintura escultórica, así como existe una escultura pictórica. También es posible que algunos artistas logren conciliar ambos términos; sin embargo, en tal situación, esos artistas se encontrarán inducidos a actuar como escultores cuando traten el volumen y el espacio real, o como pintores cuando trabajen sobre el plano y el espacio virtual. En caso contrario, una forma de sensibilidad prevalecerá sobre la otra. Hay casos excepcionales como el de Giacometti, quien logra una sorprendente identidad entre su pintura y su escultura. Giacometti, guiado por una singular necesidad expresiva, logró inventar el espacio necesario a las formas descarnadas y dramáticas de su pintura, y también pudo hacer que esas figuras ingrávidas y ligeras de su escultura, sin dejar de serlo, casi se disolvieran en el aire. El pintor puede utilizar los objetozs volumétricos, tridimensionales y bidimensionales para someterlos a la condición de elementos pictóricos. Puede dotar a la imagen pictórica de una mayor potencia expresiva y una riqueza plástica superior; añadiendo el objeto, la fotografía, el recorte, los diseños ornamentales, a la imagen pintada, dibujada, recortada o reproducida.

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Su objetivo es el de activar el campo visual propio de la pintura, con la presencia simultánea de diversos elementos que se estimulen mutuamente. El pintor puede utilizar el objeto para convertirlo también en pintura. Integrado al plano de la pintura, ese objeto poseerá una importancia formal equivalente al color, la línea y los valores; y también contribuirá a la obtención de un clima psíquico extraño y alucinante: contribuirá a exaltar el poder subjetivo de la obra. 1966

DE LAS INFLUENCIAS Y LA CREACIÓN

CREO QUE la preocupación por las posibles influencias que sufriría un pintor no debe existir. En realidad no existe nadie que no haya recibido alguna influencia en cierto momento de su carrera. La historia de la pintura y de las artes plásticas es una cadena ininterrumpida de sucesos que se eslabonan unos a otros para producir resultados siempre nuevos. En cierto modo, es preferible que el joven artista reciba una buena influencia desde el comienzo de su actividad profesional, y no quede librado desde muy temprano al libre arbitrio de su voluntad y su instinto, que por falta de suficiente formación y madurez, pueden confundirlo y desviarlo, más que orientarlo propiamente. El buen acierto estaría en dar oídos a la propia sensibilidad y aceptar la influencia de un maestro cuya obra tenga afinidad con lo que ese joven artista

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presiente. Si elige mal, o elige un maestro que todavía no lo es, peor para él. Así, pues, el problema no está en no recibir influencias, sino, al contrario, en aceptar buenas influencias, asimilarlas y después desprenderse de ellas cuando se haya obtenido lo que se desea. Una práctica que debería renovarse en las escuelas de artes plásticas es la de poner al alumno a analizar dibujos y cuadros de los grandes maestros antiguos, modernos y contemporáneos; no a copiar, sino a interpretar las obras ya clásicas del arte universal. Cuando digo ya clásicas, no me refiero exclusivamente al arte renacentista o grecorromano, como es común, sino a todo el arte plástico que es patrimonio artístico de la humanidad. En todo ese amplísimo repertorio, el alumno podrá elegir lo que más le convenga, y la labor del profesor sería la de orientar debidamente al estudiante en la solución de los problemas técnicos que se presenten en el transcurso del trabajo. Tal sistema, además de obligar al alumno a hacerse de una cultura plástica y una aptitud visual, le ampliaría, también, sus facultades sensibles y su capacidad de percepción. Quienes hemos tenido alguna experiencia en la enseñanza del dibujo y la pintura, advertimos que la tarea más ardua no es tanto la de enseñar, sino la de hacer olvidar al alumno lo que mal ha aprendido. Ya sabemos que la mayoría de los muchachos vienen ya estropeados desde la escuela primaria, donde los obligan —como nos obligaron a todos— a copiar láminas y reproducciones de muy baja calidad. Como si esto fuera poco, el muchacho trae, además, el lastre de una infinidad de vicios visuales producidos por la televisión y las malas revistas que caen en sus manos, cuya influencia, extremadamente perjudicial, es muy difícil hacer desaparecer una vez que el joven las ha asimilado. La dificultad está en que no sólo se asimila lo bueno, sino

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también lo malo, y se asimila más lo malo, porque las imágenes y las reproducciones mediocres están a la orden del día. Así, pues, el mejor modo de destruir una mala influencia es oponiéndole una buena influencia. No veo de qué modo sea perjudicial para nadie, hacer análisis e interpretaciones de dibujos de Rembrandt, por ejemplo, o de Pisanello; o estudios cromáticos de pinturas de Cézanne, o de cualquier otro maestro que venga al caso. La historia de las artes plásticas es una continuidad de influencias sucesivas, donde cada cultura proporciona las bases para el desarrollo de otra cultura posterior. Esta es una verdad que podemos observar en el arte egipcio y mesopotámico, en el arte cretense, griego, romano y bizantino. El arte bizantino fue una confluencia del espíritu oriental y occidental; así como el románico y el gótico fueron, a su vez, un desarrollo posterior de esas formas culturales. Las formas clásicas grecorromanas entran de nuevo al arte durante el Renacimiento, por el reencuentro de obras de la antigüedad, que fueron asimiladas por los artistas para insuflarles un espíritu nuevo. El florecimiento del neoclasicismo en Francia, se debió al descubrimiento de las obras antiguas y a la formación de los museos, posterior a las invasiones napoleónicas. Creo que en América Latina nos hemos preocupado demasiado por la influencia del arte occidental y hemos perdido demasiado tiempo en discutir si tales influencias son o no benéficas. En este sentido existe un verdadero complejo cultural que nos hace ponernos en guardia contra influencias de otras culturas consideradas extrañas, así como un empeño en indagar cuáles podrían ser nuestras verdaderas formas culturales. Europa ha estado lejos de esa obsesión. Los artistas europeos nunca se han preocupado de hacer un arte específicamente europeo;

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al contrario, ellos han adoptado formas artísticas provenientes de culturas diametralmente opuestas a la suya, cuando ha sido necesario adoptarlas, pero las han asimilado e incorporado al espíritu occidental. El simbolismo y el artnoveau fueron producto de la asimilación del arte oriental, por medio de las estampas japonesas que invadieron a París a fines del siglo pasado. Así como el violento colorido y las formas casi primarias, motivadas en las islas de Oceanía, entraron al arte occidental gracias a Gaugin. El cubismo es una prolongación de Cézanne, pero también se debió a la asimilación del arte negro por parte de Braque y Picasso, quienes intuyeron que la esquematización y la construcción por planos cortados de la escultura africana eran necesarios para el arte europeo en esos momentos. Esa obra maestra de Picasso: Las Demoiselles d'Avignon, es un claro ejemplo de la perfecta integración entre el arte africano y el espíritu occidental. Europa, como vemos, no ha estado exenta de influencias. No sólo eso, sino que también las ha recibido de culturas extrañas, como la oriental y la negra. Si hay algo de original en el hombre, ello se manifestará espontáneamente, sin necesidad de buscarlo con desesperación. Las formas artísticas obedecen a leyes propias, cuyas motivaciones o principios determinantes, fluyen siempre de adentro hacia afuera, como la vida; y cada hombre, cada artista, siente un llamado misterioso que proviene de lo más íntimo de su ser. El artista, desde muy temprano, siente afinidad hacia la obra de otros artistas que lo han precedido. Esa afinidad representa para él un estímulo y una incitación, no para copiar una expresión ajena, sino, al contrario, para expresarse o realizarse dentro de un modelo que se adapta a su personalidad y a sus cualidades específicas. El arte es un libro

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abierto a todas las experiencias, aunque antes sea necesario aprender a leerlo. Tal vez uno de los mayores peligros que la complejidad del arte moderno presenta al artista adolescente, es el afán desmedido de originalidad y novedad. El afán de novedad, el capricho de llamar la atención a toda costa, puede desvirtuar totalmente la verdadera capacidad creadora de un artista. La pintura no se entrega a los impacientes sino a los perseverantes. La pintura y el arte plástico en general, aparte de sus motivaciones ideales, subjetivas, intelectuales o sensibles; están sujetos, también, a una condición artesanal, porque sus resultados siempre se traducen en objetos que han sido fruto de la manipulación que el artista ejerce sobre determinados materiales. La pintura y el arte plástico tienen mucho de alquimia, de trabajo silencioso, insistente y continuo, donde, incluso los temperamentos más angustiados y apremiantes —a la manera de Van Gogh y Soutine—, deben trabajar tenazmente para lograr que la forma y el color lleguen a ser equivalentes a su angustia. La pintura siempre es un hecho nuevo, porque cada cuadro que el artista produzca tendrá la significación de algo que ha sido arrancado de la nada, es decir, algo que antes de él no existía. 1966

ARTE EXPERIMENTAL

ES INDUDABLE que hoy en día están planteadas dos posibilidades, o mejor dicho, dos actitudes a tomar en las artes plásticas. Por una parte existe el campo del arte experimental, y por la otra la de un arte de afirmaciones, es decir, de proposiciones y realizaciones concebidas de una manera definitiva y permanente. No creo que se puedan asumir simultáneamente ambas actitudes. La intención experimental requiere un estado de espíritu sui generis; una adaptación libre a los resultados que proporcionalmente se vayan obteniendo. El artista experimental llega a tomar conciencia de que lo que hace no es una finalidad en sí misma, sino que los resultados de su trabajo tienen la importancia de conducir hacia otra cosa, que la mayoría de las veces ni el propio artista sabe en qué consiste. El artista experimental siente la necesidad

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de indagar todas las posibilidades de la materia. Presiente que de esas manipulaciones saldrá, necesariamente, un objeto o una realidad nueva. En cierto sentido, lo que el artista experimental se propone es agotar las posibilidades del material hasta encontrar algo que él supone no ha sido descubierto. Pero la actitud experimentalista no puede pretender, tampoco, que sus resultados sean admitidos como obra definitiva. En justicia, la obra experimental sólo posee un valor como tal cosa, como experiencia, como acontecimiento, como algo que aún no ha superado el período de gestación, y permanece todavía en ese estado de indeterminación, propio de las cosas sin resolver. Sin embargo, la actitud experimental no supone, necesariamente, el juego, la travesura o la trivialidad. Tal vez debiera ser lo contrario. Quien adopta el experimento como sistema de trabajo, lo hace bajo la convicción de que está partiendo de algunas premisas determinadas para llegar a otros resultados todavía imprecisos. Es posible que el artista experimental tome lo imprevisto como punto de partida, incluso, también es posible que ese imprevisto original conduzca hacia otro imprevisto posterior, pero al llegar a este último resultado, al artista experimental no le quedarían sino dos caminos: adoptar su hallazgo como punto de partida para un desarrollo ulterior más consciente y riguroso, o abandonarlo para comenzar de nuevo otra aventura experimental. Es obvio que una situación de permanente comienzo, pueda conducir al artista a un agotamiento de sus facultades, y, también, producirle una sensación de desconcierto y confusión. La aventura es siempre fascinante y atractiva. Es difícil sustraerse al influjo de lo desconocido, pero también es verdad que las limitaciones naturales del hombre no dan margen para demasiadas aventuras.

ARTE EXPERIMENTAL

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No es posible vivir indefinidamente en una actitud de permanente aventura. Cada hombre tiene una imaginación particular, y las visiones que su imaginación produzca, siempre llegarán a identificarse con las cualidades propias de su naturaleza. No se puede producir algo que no se encuentre presente en nosotros. Joan Miró dice que cada cuadro es, para él, una aventura distinta. Pero también es verdad que cada cuadro de Miró, aun siendo una aventura nueva, a la postre viene a ser una nueva pintura de Miró, un Miró más, que nunca pierde el vínculo con el estilo de ese artista. Miró, igual que todos los pintores, tiene sus elementos plásticos particulares, los cuales mueve a su antojo para producir relaciones que pueden ser siempre nuevas, pero que nunca dejan de ser correspondientes a él mismo, De Wifredo Lam y Roberto Matta se puede decir otro tanto. Ellos han sido y son aceptados como prototipos de artistas en quienes la imaginación juega un papel de singular importancia. Sin embargo, para cualquier observador atento será fácil advertir que ambos poseen elementos plásticos, procedimientos y sistemas de construcción, modelado y arquitectura del cuadro que, no obstante algunas modificaciones de forma, son siempre constantes en todas sus obras. Picasso posee un poder creador y una imaginación que nadie pone en duda. Sin embargo, el poder creador y la imaginación de Picasso siempre se resuelven dentro de las cualidades que son propias a su personalidad y su genio. El hombre, por más genial que sea, nunca podrá aspirar a la totalidad. A lo sumo debe contentarse en presentar fragmentos cada vez más amplios de la realidad, pero siempre fragmentos. El hombre no es más sino la única parte de ser que le ha correspondido. Toda su capacidad de aventura, hallazgo e invención, estarán comprendidos en el fragmento particular de su ser.

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CUADERNO DE PINTURA

Los artistas imaginativos son mucho más racionales de lo que se piensa. Absolutamente inconscientes pueden ser los locos, pero no los artistas. El loco, el enfermo mental, permanece en la más completa oscuridad. No sabe lo que hace ni lo que quiere hacer, carece de la conciencia necesaria para advertir su inconsciencia, y sólo es capaz de producir la incoherencia y el caos. Cosa muy distinta es el artista lúcido que ha admitido el subconsciente como fuente propicia de la creación. Recuerdo que Perán Erminy decía, en uno de aquellos excelentes artículos que escribió para el movimiento informalista de Venezuela, algo que, más o menos, sería lo siguiente: (...) durante mucho tiempo la razón se ha constituido en arbitrio del acto creador, el subconsciente ha sido relegado a un plano de nulidad, pues bien, es hora de invertir los términos: tomemos el subconsciente y hagamos que sea nuestro aliado.

En esa oportunidad, Perán dio en el clavo: «hagamos que el subconsciente sea nuestro aliado». Nosotros podríamos agregar: dejemos que el subconsciente trabaje, con el permiso de la razón. No creo que sería del todo acertado, suponer que el artista experimental sea, necesariamente, un hombre abandonado a las arbitrariedades del instinto. Al contrario, me parece que el artista experimental, cuando ha aceptado seriamente el problema de la experimentación, procede más bien con los atributos del científico. El artista experimental verdadero no es el hombre que juega trivialmente con las cosas, sino el individuo consciente que quiere penetrar hasta la raíz de determinados problemas para encontrar una respuesta o una solución. Empeñado en esa labor de investigación no vacila

ARTE EXPERIMENTAL

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en utilizar todos los medios y procedimientos que sean necesarios, y nunca se inhibe ante aquellos conocimientos que sean imprescindibles para facilitar el desarrollo de sus ideas. Pero no se puede ser un artista experimental a «medias tintas». Eso no es posible. Se es o no se es un artista experimental. El arte experimental no admite la timidez, sino que exige la audacia y el trabajo. 1966

APUNTES SOBRE EL ARTE MODERNO

SE HA DICHO que el tiempo es la condición a priori de todos los acontecimientos. Los acontecimientos se desarrollan en el tiempo, y también se ha dicho que el espacio es la condición a priori de todas las cosas. Es necesario que exista el espacio para que las cosas también existan. La pintura, el cuadro y la plástica en general, son cosas del espacio, más que del tiempo; al menos hasta ahora lo han sido, aunque ya se conocen tentativas orientadas a situar la plástica dentro de una condición temporal. Entiendo que la condición temporal del objeto plástico estaría dada en la circunstancia de que la percepción visual requeriría una secuencia temporal susceptible de producir sensaciones específicas. El tiempo es condición primaria de la música, y también de la literatura. Nunca antes lo había sido de la plástica, una de cuyas principales

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virtudes, o la principal, es la de ser el único arte que escapa a la condición del tiempo. Concretando más, diríamos que la pintura, antes que la escultura, la arquitectura y las artes del volumen; ha sido quien en propiedad, poseía y posee esa cualidad de ser independiente del tiempo. La escultura está sujeta a exigencias temporales producidas por su carácter tridimensional. La escultura, a menos que se trate de un móvil, exige el movimiento del espectador alrededor suyo para poder proporcionar el resultado visual y táctil en tres dimensiones. La arquitectura, en mucho mayor grado, se encuentra relacionada con la condición temporal. La arquitectura, más que una secuencia de volúmenes es una correspondencia de espacios; espacios o ambientes donde el hombre se mueve y percibe una diversidad visual y un cambio temporal. Sumido en los ambientes arquitectónicos, el hombre puede tomar conciencia del transcurrir de su vida, el paso de un ambiente a otro puede producir una experiencia siempre nueva, siempre actual. El devenir de la vida contenido en las palabras de Heráclito: «Nadie se baña dos veces en el mismo río», pudiera ser convertido en la mayor ambición de la arquitectura al decir: «nadie vive dos veces en el mismo espacio». Cualquier persona puede lograr una aproximación a la idea del tiempo y del espacio sin necesidad de ser un erudito o un especialista en las disciplinas filosóficas. Por intuiciones sensibles podemos llegar a la comprensión de ese problema tan complejo del espacio y el tiempo; y cuál mayor intuición que poder sentir el tiempo al movernos en un espacio real. Tal vez el arte plástico que más se aproxima a la relación espacio-tiempo es la arquitectura. Porque la arquitectura es un arte para la acción, antes que la contemplación. La correlación de estas ideas puede hacernos comprender que la idea del tiempo está más

APUNTES SOBRE EL ARTE MODERNO

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vinculada con las artes del volumen y el espacio real, que con las artes del plano y el espacio virtual. Las artes del volumen son necesariamente activas, exigen la acción del sujeto, mientras que las artes del plano son contemplativas, no sólo dejan de exigir la acción del sujeto, sino que lo obligan a detenerse ante ellas para poder producir la percepción visual que contienen. La sola idea del cuadro, el cuadrado, es estática. No es por una coincidencia gratuita que los pintores, a través del tiempo, adoptan ese formato como el soporte ideal de la pintura. El cuadro representa, mejor que otra cosa, la idea del plano. El triángulo sugiere la pirámide, el círculo y el óvalo sugieren a la esfera, que son todas formas volumétricas. Sólo el cuadrado significa el plano. Además del plano puede significar, también, el cubo; pero también el cubo se inscribe mejor en el plano que la pirámide o la esfera. El mejor ejemplo que se nos viene a la mente para confirmar la observación de la planitud del cuadrado es el cubismo. La planitud entró a la pintura con el cubismo. A partir del cubismo la pintura toma conciencia de su condición plana, de su bidimensionalidad. Tanto fue así, que los pintores cubistas redujeron la imagen a un espacio simultáneo y único; el objeto fue presentado simultáneamente, en el plano, desde todos sus puntos y dimensiones posibles. El cubismo no trató de presentar fragmentos de las cosas, sino la totalidad visual de los objetos: la visión simultánea, el espacio y el tiempo dados conjuntamente. Los futuristas quisieron «producir» el movimiento, pero sólo lograron «representar» el movimiento. La imagen futurista, no obstante las líneas-fuerza, los ritmos gráficos que reproducen las distintas secuencias de un objeto en movimiento, sólo llegaron a una apariencia dinámica, pero sólo

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una apariencia, pues la imagen pintada continuaba siendo tan fija y tan inmóvil como los bisontes de Altamira. Los futuristas intuyeron la necesidad del movimiento, pero equivocaron los medios aptos para lograrlos; ellos continuaron pintando cuadros, tan cuadros como los que pintaron Giotto, Ticiano, Rembrandt y Cézanne. Los futuristas no comprendieron que el problema no era representar el movimiento, sino producir el movimiento, no comprendieron que para producir el movimiento era imprescindible salirse del cuadro, del plano y del concepto de la pintura-pintura, e ingresar en el tratamiento de los objetos sólidos, en la tercera dimensión. La pintura, es verdad, puede producir una impresión dinámica, una acción que no deja de ser virtual. A lo sumo un movimiento estratificado: la historia de una acción que dejó de ser acción al poner la última pincelada. Los pintores del gesto lo que han hecho y hacen es fijar una acción, pero la acción queda allí, petrificada, como una apariencia de algo que fue, de algo que sucedió y dejó de acontecer para convertirse en pretérito, en tiempo pasado. Así, la «acción» parece ser una gran ilusión. Todas las investigaciones y descubrimientos más importantes en el campo científico y técnico están orientadas hacia el movimiento, hacia el sentido dinámico, o han producido tales fenómenos como resultado: los medios de locomoción, el automóvil, los trenes expresos, el avión, la retropropulsión. La fisión nuclear y el mundo del átomo, corresponden al tiempo. Las artes plásticas se han sentido tocadas por la necesidad de asumir la creación como un hecho que corresponda a esa condición, y existen, actualmente, artistas como Soto, Vasarely, Schófer, Cruz Diez y Tinguely, quienes con distintos medios ópticos, mecánicos y físicos, están llegando a resultados donde la idea del movimiento es el núcleo central de sus realizaciones.

APUNTES SOBRE EL ARTE MODERNO

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Sin embargo, eso no significa que la pintura en el plano haya desaparecido, o deba desaparecer. Tal vez ahora sea mayor el compromiso de los artistas que aceptan el problema de la pintura pura y tratan de obtener nuevos resultados. 1966

PLANTEARSE PROBLEMAS

EL PINTOR joven —dice Moholy Nagy—, llega a superar el diletantismo, el mero garabateo subconsciente y la repetición sonambulística de modelos, cuando comienza a plantearse problemas plásticos y a buscar su solución. El resolver conscientemente tales problemas no implica arriesgar la futura evolución ni perder la frescura emocional. Más adelante, agrega: «el tener un problema propio, aunque pequeño, me enseñó a ver y aun a buscar los problemas de otros artistas». En una charla anterior me referí al pensamiento y a la obra de Moholy Nagy, el artista húngaro que fue uno de los fundadores del movimiento constructivista. En esta oportunidad traigo nuevamente a colación las palabras suyas, en las que este artista tan versátil e imaginativo plantea la necesidad de abordar metódicamente el proceso de la obra plástica.

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En más de una oportunidad hemos leído y oído hablar acerca de la importancia del instinto y la razón en el proceso creador. En estos momentos creo que tales cosas se han actualizado con el afloramiento de un arte ingenuo que se ha impuesto con una rapidez asombrosa. Decimos que tales cosas se han actualizado, porque cualquier suceso, cualquier acontecimiento que adquiera las características de un fenómeno de atracción colectiva es digno y merecedor de un análisis que pueda proporcionarnos una visión acerca de la legitimidad de esos fenómenos. Personalmente, en lo que a mí se refiere, cada día me siento menos inclinado a asumir una actitud fanática e intransigente, en el arte y en la vida. En materia de arte, que más que oficio me ha servido de materia de conocimiento y formación, me situó en la posición del que quiere indagar lo verdadero y lo positivo que pueda haber en las cosas. Tratamos de interesarnos —volvamos al plural— en lo que esas cosas puedan tener de auténtico y verdadero. Hay, o puede haber, tres maneras de interpretar la pintura: la primera es la de quienes buscan en la obra sólo un valor plástico, sin pedir nada más; la segunda es la de aquellos que, además de buscar el valor plástico en la obra, indagan, también, si esa obra obedece a una motivación más profunda que el simple goce formal. Es decir, además de los valores puramente formales, se le exige al artista una condición de identidad conceptual con su obra: se indaga en su obra para descubrir qué es lo que nos propone, qué es lo que nos dice, o cuáles valores son los que en esa obra están contenidos; el tercer modo es el más exigente: es el de quienes exigen a la obra de arte contemporáneo una proyección en el tiempo. Tales espectadores no se contentan sólo con los valores formales y conceptuales, sino que exigen por añadidura que tales valores

PLANTEARSE PROBLEMAS

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tengan una capacidad o una ambición de futuro. Se le pide al artista, no que haga lo que ya ha sido hecho, ni tampoco que haga lo que se está haciendo, sino que se anticipe en el tiempo y produzca una obra que lleve el futuro en ella misma, que de cierta manera sea objeto y también futuro. En tal sentido, los artistas que de tal modo actúan, necesariamente deben tener una preocupación; estarían ocupados en algo que no existe del todo en el presente. Es decir, tales artistas estarían inventando el futuro. Entienden que el futuro no es algo preestablecido que debe advenir sin su intervención, sino al contrario, que sólo mediante su intervención es que el futuro puede llegar a ser realidad, y llegaría a ser realidad a la medida de sus aspiraciones, a su propio querer. Los hábitos mentales nos hacen amar sólo las cosas que conocemos y a las cuales nos hemos acostumbrado. Es difícil romper moldes y tratar de adaptarnos a algo que nos resulta extraño y desconocido. Lo desconocido siempre se nos aparece como algo amenazador e incómodo. Lo desconocido nos incomoda porque nos obliga a pensar, y la actividad del pensamiento exige un esfuerzo constante; una calistenia intelectual que requiere cada vez un esfuerzo aún mayor. La diferencia entre el artista ingenuo y el artista culto, es no tanto la circunstancia superable de la información técnica y el oficio técnico, sino una actitud espiritual: el artista ingenuo —me refiero a los verdaderamente ingenuos, no a los autodidactas que son caso aparte— no sólo es inocente sino que está obligado a la inocencia; debe permanecer en estado de inocencia bajo pena de dejar de ser ingenuo; el artista no ingenuo —digámoslo así para no usar el término «artista culto», que puede resultar demasiado ambicioso para ser utilizado como generalización— se ve compulsado a asumir un grado

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progresivo de responsabilidad intelectual, a dejar de ser inocente y adquirir algún compromiso o alguna responsabilidad. Ambas situaciones implican una definición y ser auténticos. La autenticidad del arte primitivo reside en su particular condición de frescura e inocencia, en el hecho de asumir la pintura como un juego y un goce de los sentidos, en la falta de prejuicios y preocupaciones ante el hecho creador. En el artista primitivo o ingenuo, la pintura se da de modo natural y espontáneo, asistida sólo por la sensibilidad y el poder de fabulación, en la libertad de imaginar un mundo sui géneris y componerlo como objeto plástico de un modo también particular, personal, íntimo. Tal vez sea necesario que ahondemos en la comprensión del arte primitivo o ingenuo y exijamos procedimientos de análisis que excedan a los habituales o convencionales. Ya existe algo así como una actitud mental establecida para interpretar el arte ingenuo, que cada día adquiere características inconfundibles de lugar común. Incluso existe un vocabulario acatado como norma o patrón fijo; así, por ejemplo, se dice: «poder de fabulación», «imaginación desbordada», «instinto avasallante», «colorido deslumbrante», «visiones de ensueño», «la magia de la forma», «la frescura del gesto», «el poder ancestral de la forma», «la presencia de los elementos», «los misteriosos mecanismos de la creación», y multitud de frases más que pueden ser acomodadas de un modo u otro en la oración, para coincidir siempre en una misma conclusión, conclusión que puede perfectamente resumirse en una palabra: instinto. La fuerza del instinto —perdón por incurrir también en lugares comunes— es la razón de ser del arte ingenuo. El hombre pinta porque hay algo dentro de sí que lo induce a pintar. Siente la necesidad ineludible de poner líneas y colores sobre cualquier superficie.

PLANTEARSE PROBLEMAS

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Siente la necesidad de crear imágenes, de contar cosas con esas imágenes o reproducir el mundo con ellas; las pinta porque, sencillamente, quiere pintar, y goza y se siente feliz cuando lo hace. A mi entender, esa es la enseñanza del arte ingenuo: la falta de prejuicios, la libertad del instinto, el sentimiento del juego, y, sobre todo, la sensación de ser feliz cuando se pinta. La pintura es un medio eficaz de ser feliz. Pudiéramos decir otras cosas más sobre la pintura ingenua; pudiéramos decir, por ejemplo, que así como en la pintura culta existen variadas formas de expresión, técnicas y problemas diferentes, en la pintura ingenua, por su parte, existen igualmente esas diferencias. Incluso, los pintores ingenuos, aunque ellos no lo sepan, no hayan tomado conciencia de ello, o la hayan tomado a su manera, se plantean problemas plásticos propios que tratan de desarrollar para producir determinados resultados, y que diferencian la obra de cada artista de uno a otro artista. El problema plástico de Bárbaro Rivas es muy distinto al de Feliciano Carvallo. Bárbaro Rivas se plantea, a su manera, un problema de grises y colores sordos que enmarcan y construyen formas donde los volúmenes y los planos se disuelvan y se articulen en el espacio; mientras que Feliciano Carvallo procede a un desarrollo óptico de formas minúsculas y planas que se mueven como acentos de color brillante y contrastado sobre un gran plano negro o de color que les sirve de fondo. Hay obras ingenuas que tienen valor, y también las hay que no lo tienen, o tienen muy poco. Es decir, no todas las obras ingenuas son buenas por el solo hecho de ser ingenuas. El arte y la pintura ingenua son tan arte y tan pintura como la pintura culta, lo que la diferencia es que ambos se mueven en planos distintos. El arte y la pintura ingenuos están

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situados en una circunstancia distinta a las formas cultas. Están, es obvio, fuera del desarrollo histórico del arte culto, pero, sin embargo, poseen su propio ambiente y su dimensión particular. Creo que resultaría interesante y revelador hacer un estudio a fondo del arte ingenuo a través del tiempo y observar de qué modo se ha comportado al lado de las formas evolucionadas. Es indudable que hubo un arte ingenuo egipcio, asirio, caldeo, mesopotámico, cretense, griego, romano, gótico, renacentista, etcétera. Sería interesante averiguar si las formas ingenuas experimentaron alguna evolución, o en qué grado la experimentaron; y también si hay constantes del arte ingenuo a través del tiempo. Esto en lo que se refiere al arte ingenuo propiamente; es decir, el arte que se produce simultáneamente con las formas cultas, sin serlo, en colectividades civilizadas. Obsérvese que estamos excluyendo el arte de los pueblos primitivos, que es problema aparte. Si la fuerza del arte ingenuo es el instinto, también lo es del arte culto, pero en un plano diferente. El instinto es el motor, es la potencia interior que induce a un hombre a comportarse de un modo o de otro, a hacer una u otra cosa, a ser de tal o cual modo. El instinto en la pintura culta puede manifestarse en la necesidad de identificarse con una u otra forma de expresión; con uno u otro concepto o modo de interpretar el arte plástico. El instinto induce al artista culto a adoptar un problema plástico determinado. No olvidemos que problema es todo aquello que pueda ser resuelto; lo que no puede ser resuelto no es un problema, es una calamidad, o una tragedia, porque, sencillamente, no tiene solución. Así, pues, el artista culto adopta un problema determinado que encuadre con su personalidad y con sus posibilidades, y que, al mismo tiempo, corresponda al proceso histórico del arte. Al enfocar un

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problema plástico determinado adviene la seguridad de propósitos y la coherencia estructural de la obra. El acierto de los artistas plásticos estaría en que supiésemos elegir el problema que verdaderamente nos corresponde, en elegir un procedimiento y un objetivo que no contradiga nuestras facultades naturales, nuestra capacidad, nuestro modo de ser y nuestras aspiraciones más íntimas. Ya lo dijo el crítico italiano Lionello Venturi: «lo que es bueno para unos, puede ser malo para otros, no hay procedimientos fijos a los cuales todos deban adaptarse; sólo hay modos de expresión que corresponden a una u otra personalidad». La elección de un problema plástico determinado, por pequeño que sea, proporciona seguridad y confianza; hace superar —como decía Moholy Nagy— el diletantismo y la repetición sonambulística de modelos. El dearrollo de un problema plástico, requiere, fundamentalmente, la aplicación del instinto y de la intuición, pero también de la razón. La confluencia de esas condiciones puede producir una obra coherente, segura y definitiva. La seguridad y la confianza de un pintor pueden producirle esa situación inefable: la sensación de ser feliz cuando pinta. La felicidad ante el hecho creador puede y debe corresponder a todo artista, sea culto o ingenuo. La pintura sirve para llenar la vida, para colmarla y proporcionarle un sentido, sirve para ser feliz. 1966

LA ENSEÑANZA DEL ARTE

UNO DE LOS temas que debiera ser analizado con más interés es el de la enseñanza del arte. En nuestro tiempo, la educación, como muchas otras cosas, tiende a hacerse cada vez más técnica y más objetiva. En los países donde la educación está desarrollada, los profesionales y especialistas dedican largas horas de estudio y discusión para llegar a la formulación de programas capaces de proporcionar al estudiante lo que se entiende por una buena formación, una formación apta para crear ciudadanos sensibles a la cultura y a la civilización, y, al mismo tiempo, dotarlos de los instrumentos necesarios para desempeñar con éxito algún oficio determinado. Sin embargo, dentro del mundo de las artes plásticas la situación, en ese aspecto, no es tan clara. Una de las cosas más difíciles de enseñar es el arte; es difícil de enseñar porque los elementos

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CUADERNO DE PINTURA

que constituyen el vocabulario de la plástica están constantemente en transformación. Los elementos constitutivos del arte son difíciles de fijar, y se escapan, como un pez bajo el agua, de las manos del pescador. ¿De qué manera, entonces, enseñar algo tan subjetivo, algo que es tan cambiante? Hablando con sinceridad, ¿qué cosa puede enseñar un artista, cuando él mismo no llega a sentirse, del todo, en posesión de la verdad; cuando advierte que su arte no se encuentra en una etapa estable, sino en un período de transición? Después de la desaparición de la academia —cuya muerte no tenemos por qué llorar, ya que ella no hizo sino estratificar y codificar los principios técnicos derivados del Renacimiento, pero sin insuflarle un espíritu nuevo— el problema de la enseñanza de las artes plásticas se ha hecho más complicado y más complejo. Lo que sucede es que actualmente no existe, ni en lo figurativo ni en lo abstracto, un lenguaje universal, un conocimiento determinado que pueda ser transmitido de modo coherente por principios rígidos. El artista se encuentra librado a su propia suerte, y a cada uno le corresponde encontrar su verdad, su propio destino, aunque para ello tenga que inventar sus propios instrumentos. En épocas anteriores no sucedía igual. En el Renacimiento, por ejemplo, los pintores recibían un número determinado de alumnos en su taller. Allí, esos pintores enseñaban a sus discípulos lo que ellos sabían; los enseñaban a pintar del modo como ellos pintaban. Cuando los discípulos entraban al taller de Ticiano, de Veronesse, de Tintoretto o de Rubens, aprendían a pintar del mismo modo que pintaba el maestro. Este, por su parte, no se preocupaba demasiado en investigar las inclinaciones personales del alumno, sino que lo enseñaba a pintar a su manera, le enseñaba lo que él sabía hacer, lo que había aprendido y lo que había inventado o descu-

LA ENSEÑANZA DEL ARTE

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bierto por su cuenta. Después de esa enseñanza, el discípulo quedaba en libertad de seguir pintando a la manera del maestro, o encontrar su propio camino, si era capaz y tenía talento suficiente. Pero los creadores de estilos no eran comunes. Por lo general, esos estilos personales surgían de modo natural en los individuos muy dotados, sin que ellos se lo propusieran de una manera deliberada; el resto, la mayoría, se sentían muy felices de poder pintar a la manera del maestro, y se encargaban de divulgar por el mundo el estilo que habían aprendido. De tal modo, los estudiantes elegían al maestro que más se acercaba a su temperamento, y seguían sus enseñanzas disciplinadamente y sin ánimo polémico. Velázquez tuvo dos maestros: el primero fue Herrera el Viejo y el segundo fue Francisco Pacheco, pero sólo con el último pudo avenirse Velázquez, ya que el carácter de Herrera lastimaba su modo de ser. Esto quiere decir que no todos los maestros convienen a todos los alumnos. Hay maestros que pueden ser provechosos para algunas personas, y maestros que, al contrario, puedan ser dañinos. El acierto estaría en que cada quien eligiera el maestro que más se adapte a sus aspiraciones y a su temperamento. Pero en la actualidad la situación es muy distinta; los artistas consagrados trabajan como profesores en institutos que siguen un patrón fijo de enseñanza, y en muchos casos se ven obligados a enseñar a pintar como ellos no pintan; es decir, en su taller hacen una cosa y en la cátedra otra. No enseñan el problema que los ocupa en tiempo presente, sino el problema que los ocupó en el pasado, o tal vez un problema que no han tenido nunca. Así vemos el caso de pintores abstractos que enseñan a pintar de la manera figurativa, artistas que están empeñados en un problema de color y deben

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enseñar problemas de líneas. También aquellos que no sienten el color y se ven obligados a enseñar esa materia. Es cierto que un artista debe conocer el abc de la profesión, que debe comenzar por el principio, debe aprender a dibujar, a modelar y también a conocer los procedimientos del colorido. En tal sentido se ha convenido que el estudiante debe comenzar por lo figurativo, debe aprender a analizar los objetos y a transcribirlos por medio de la línea, de los valores y los colores. Eso está bien, pero lo que debemos preguntar es ¿de qué modo se van a enseñar esos procedimientos, o bajo qué normas van a ser vistos los problemas de forma y colorido? Tal vez se diga: «bueno, lo importante es que el alumno aprenda a dibujar, que aprenda a ver las cosas y pintarlas bien». Sin embargo, la forma de dibujar y de ver el modelo no siempre es igual. Así, el modo de componer la figura en Durero, es muy distinto al de Rembrandt, y el de Ucello es diferente al de Ticiano o Caravaggio. Leonardo no veía igual que El Greco, ni El Greco sentía el espacio a la manera de Velázquez. La interpretación del color en Vermeer es diámetralmente opuesta a la de Zurbarán. La sensación del volumen en Rubens es distinta a la de Rafael. Es necesario aprender a dibujar, aprender a pintar y aprender a interpretar los modelos. Eso está claro, lo que no está tan claro es que exista un modo universal de hacerlo. Cuando nosotros, los artistas de mi generación, nos encontramos en trance de profesores; consciente o inconscientemente, recurrimos a las cosas que hicimos o vimos hacer en la vieja escuela de la esquina de El Cuño. Esa circunstancia no es gratuita. Esa circunstancia se debe a que la vieja escuela tenía una norma, un patrón y un procedimiento, a los cuales todo el mundo tenía que adaptarse. Esa norma eran los

LA ENSEÑANZA DEL ARTE

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procedimientos de dibujo y colorido derivados de los posimpresionistas y de Cézanne. Los grandes inspiradores de la antigua escuela de artes plásticas de Caracas, fueron Cézanne, Pascin y André Lhote. Eso puede advertirse fácilmente en la obra juvenil de casi todos los antiguos alumnos de la escuela. Lo que acabamos de decir significa que los procedimientos de enseñanza de las artes plásticas no han sido sustituidos, no han podido ser sustituidos por otros procedimientos que sean tan efectivos y coherentes como los anteriores. No han sido sustituidos, no por falta de voluntad de los artistas contemporáneos, sino porque aún no se ha llegado a formular un nuevo vocabulario que tenga una coherencia formal semejante a la precedente. Tal vez tendríamos que admitir que el arte actual no puede ser enseñado de una manera igual, porque ese arte es producto de experiencias individuales, en proceso de afirmación o transformación. No se puede enseñar lo que no se posee en totalidad. No se puede enseñar aquello que no ha sobrepasado el grado experimental. Sólo pudiera intentarse una aproximación, un acercamiento entre los artistas que están abocados a ciertos problemas y aquellas personas que sientan la necesidad de incorporarse también a esos problemas. Volver al procedimiento de los talleres individuales donde el artista trabaja y enseña bajo principios particulares. La enseñanza de las artes plásticas es difícil, pero más difícil es el aprendizaje. Para entrar en el arte, para interpretar la pintura, es necesario un lento proceso de formación interior. Es necesario prepararse en cuerpo y espíritu, en aptitudes y capacidades. Es necesario un espíritu abierto, casi en blanco, libre de prejuicios. 1966

LA OBRA MAESTRA DESCONOCIDA

ENTRE LOS muchos libros que se me extraviaron en el primer taller que tuve en el hotel El León de Oro, allá por el año 1963. recuerdo el Universalismo constructivo de Torres García —que hoy en día es un incunable— y muy especialmente una pequeña obra maestra de Balzac, que precisamente se titula La obra maestra desconocida. En ese libro, Balzac hace una incursión por el mundo de la pintura, y plantea, con todo el brillo de su genio, algunas posibilidades de las artes plásticas, que sólo en el siglo XX habrían de encontrar su medio histórico y espiritual apropiado. El asunto del libro es el siguiente: un joven pintor llega a París, proveniente del interior de Francia. Este joven pintor, provinciano, inocente, lleno de candor, frescura y también de ambiciones —como es natural—, por alguna circunstancia fortuita llega a tener

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CUADERNO DE PINTURA

la suerte de ser introducido en la casa y el taller de un personaje desde todo punto de vista extraordinario. Ese personaje era un pintor y también un sabio; un hombre poseedor de una cultura sorprendente. El anciano pintor (¿Nicolás Poussin?), que en otro tiempo fue uno de los artistas más renombrados de su país, había hecho un paréntesis de muchos años en lo que pudiéramos llamar su vida pública de artista. Ese pintor, lleno de experiencia y sabiduría, no exponía sus obras; ni tampoco las dejaba ver con nadie. Se cuidaba de hablar a nadie de su pintura, de sus proyectos y experiencias. Es evidente que todo el mundo cultural estaba a la expectativa de lo que aquel hombre —suerte de Fausto vertido a la pintura— estaría haciendo en su silencio y aislamiento, pero nunca el grupo de amigos que lo frecuentaba pudo obtener la confidencia que tanto ambicionaban, ni mucho menos lograr que el pintor les permitiera subir a su taller. El joven artista pudo ingresar en ese reducido y selecto círculo de artistas e intelectuales, y lo que es más, pudo llegar a ganar la simpatía y el afecto del extraordinario personaje. Las conversaciones, o mejor dicho, los monólogos del anciano en compañía del joven, expresados a través de un lenguaje verdaderamente deslumbrante, introducen al lector en un mundo de revelaciones e intuiciones, que sobrepasan cualquier calificativo habitual. Después de varios años de amistad, el joven artista obtuvo un privilegio inesperado: el anciano le confió lo que estaba pintando. Desde hacía poco más de veinte años estaba pintando un cuadro, que estimaba como su obra maestra. En ese cuadro trataba de resumir todas sus facultades y toda su sapiencia. Allí estarían reflejados, en colores y formas insospechados, el sentimiento de la vida y de la muerte, la belleza suprema, la significación de la existencia, la conciencia del mundo, la prefiguración de la

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eternidad, la abstracción o la concreción de objetos ideales, transmutados, por una alquimia prodigiosa del lenguaje plástico, en valores espirituales supremos. Ese cuadro, como imaginara después Jorge Luis Borges, sería como un Aleph: la primera letra del alfabeto de la lengua sagrada, el punto que contiene en sí todos los puntos posibles e imposibles, el espejo de Merlín, la divinidad sin límites de la cábala, el símbolo de los números transfinitos, en los que el todo no es mayor que alguna de las partes; la esfera cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna, el ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur, la visualización de millones de actos deleitables y atroces, los interminables ojos que se incrustan en quien los ve, como ante un espejo. En ese cuadro, el anciano y sabio artista quiso escribir un lenguaje conjetural y secreto, quiso escribir con la escritura de Dios. Algún tiempo después, el anciano concedió a su joven amigo un privilegio mayor, el sumo privilegio: lo invitó a subir a su taller para ver su obra maestra. El joven subió, ciertamente, y entraron ambos a un gran salón sumido en la oscuridad. El anciano encendió una lámpara, cuya luz vacilante cortó apenas las tinieblas; entonces, el joven pudo advertir que estaba dentro de un cuarto muy amplio, de paredes muy altas. El aposento estaba lleno de polvo y en gran desorden; por todas partes había telas, pinturas, figurillas, libros, papeles, botellas y multitud de objetos. Parecía, en efecto, que desde hacía mucho tiempo nadie trabajara allí. Sin embargo, no era así; en el centro del taller se levantaba un cuadro inmenso, cuyas formas el invitado aún no podía divisar. El anciano acercó la luz y el joven pudo, al fin, ver el cuadro maravilloso, la obra maestra desconocida; la pintura más ambiciosa de cuantas

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pudieran haber sido concebidas. Allí, delante de sus ojos sorprendidos se levantaba un cuadro donde el emocionado joven no pudo percibir sino manchas, tachaduras, rayas, enmiendas, borrones, líneas entrecruzadas en una red inexplicable; colores de todas las gamas, matices de todas las intensidades, escalas de todos los valores neutros y cromáticos presentados en forma simultánea. La única forma reconocible, en medio de aquel aparente caos, era un pequeño pie que aparecía en un extremo inferior del cuadro. Un pie solamente, pero ¡qué pie! Aquel pie era como la culminación de toda la pintura figurativa. Estaba pintado de un modo que resumía todas las posibilidades ponderables e imponderables de la plástica. Era como la sensación más pura e intensa de toda la sabiduría de la forma y el color aplicada a un pequeño fragmento, a un trozo insignificante de tela. Eso fue todo. Algún tiempo después, el anciano pintor se destruyó junto con su casa, sus muebles, sus libros y su obra maestra desconocida. Imaginemos ahora el alcance de esa intuición de Balzac. Imaginemos que algún pintor de su época se hubiera sentido influido por esa extraña visión de la pintura, y tratara de hacer una obra aproximada a esa visión. En ese caso se habría producido el milagro de que la pintura se anticipara, por más de cien años, a problemas de espacio, signo, colorido y contenido simbólico, que sólo ahora, en nuestro tiempo, están encontrando su realización, y continúan planteados como experiencias no concluidas. Pensemos que el tachismo, el informalismo, la pintura gestual, el expresionismo abstracto y los hallazgos propios del Dadá y el pop-art, se hubieran adelantado en más de un siglo. Pero no fue así. Balzac, ciertamente, pudo ver más que los pintores de su tiempo. Para que tales cosas pudieran suceder en las artes plásticas, hubo que espe-

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rar a que nacieran los impresionistas, hubo que esperar a que nacieran Van Gogh, Picasso, Braque, Matisse, Kandinsky, Reverón y Jackson Pollock. Podemos imaginar que la obra maestra, total y absoluta, es un acto imposible. En todo acto humano hay un margen de imperfección, y el maestro pintor que nos presenta Balzac en su libro, el artista lleno de genio y sabiduría, el artista que estaba en la cima de sus facultades, nunca llegó a estar satisfecho de su obra maestra. Su obra maestra quedaría inacabada por siempre. 1966

PRESENCIA DE LA REALIDAD

NO OBSTANTE a que actualmente parece que existiera una vocación general hacia la realidad, o más que vocación: una obsesión de realidad en las artes plásticas, ya que todo el mundo, de un modo u otro reclama su participación en ella; no se ha llegado todavía a proponer un arte figurativo que posea la suficiente coherencia formal y conceptual, capaces de proporcionar al artista un asidero y una visión unitaria y objetiva de la realidad. Dice el escritor Alberto Moravia, en una nota redactada para el pintor Franco Gentillini: Estamos todavía en una época de crisis del lenguaje figurativo. Mientras que los antiguos disponían de una visión unitaria y objetiva de la realidad, al par que contaban con un lenguaje adecuado y no menos unitario, los modernos, por

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CUADERNO DE PINTURA

el contrario, habiendo roto la objetividad clásica y con ella el lenguaje con que se expresaba, tienen qué limitarse, forzosamente, con medios puramente individuales y experimentales, a continuas alusiones, oscuras y en clave (pero en una clave ignorada por los mismos que de ella se sirven) a la crisis que sacude a la civilización, y, por consiguiente, al arte.

Continúa Moravia en estos términos: A artistas como De Chirico se les ha llamado metafísicos, por cuanto aluden a una posibilidad de narrar que no existe todavía, pero que existirá, sin duda, cuando la civilización haya recuperado esa visión unitaria y objetiva de la realidad. Para aclarar este concepto, tomemos el nombre de Kafka en literatura. El escritor bohemio también es metafísico, pero se diría más bien que, antes que a una trascendencia positiva —que no podría dejar de restar lo lóbrego y oscuro de sus escritos—, él alude continuamente a la falta, a la posibilidad y a la necesidad de esta trascendencia. De aquí ese sentimiento de escena vacía y espectante, de suspensión mística y vana, de anhelo impotente, que es uno de los caracteres más poéticos de los libros de Kafka. Un escritor como Kafka es el testigo de una ausencia, de un vacío, de una carencia, y al mismo tiempo, de la imposibilidad que tiene el hombre de olvidar esta ausencia, este vacío y esta carencia... De cierta manera, es casi un acto de obligación que el pintor se convierta en pintor de una crisis, que se exprese con los medios de la crisis misma.

Hasta aquí Alberto Moravia. Poco habría que agregar a estos conceptos del escritor italiano, que tan diestramente

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corta y aparta la epidermis para dejar al descubierto la verdadera situación de la realidad contemporánea y el problema que se le plantea al artista como intérprete de esa realidad. Una de las características de la pintura de nuestro tiempo —exceptuando el arte abstracto, que ha sido, por encima de todo, la única forma de arte que intenta proponer un método y un sistema coherente y unitario— es, no precisamente la imperfección, sino la necesidad de imperfección. Al artista contemporáneo no le satisfacen las formas clásicas, bellas, serenas y exactas, sino, al contrario, su sensibilidad lo inclina hacia las formas imperfectas e inacabadas. El arte plástico contemporáneo se ha caracterizado por el sentimiento de lo inacabado, la sugerencia y la aproximación. El artista, aun pudiendo terminar su obra a la manera tradicional, dejándola pulida, resplandeciente y perfecta; prefiere la alternativa de producir la sensación opuesta: la sensación de lo que todavía no está acabado de hacer, la forma que sugiere una forma, sin serlo definitivamente. Esa necesidad de abocetar, de presentar el bosquejo como obra definitiva, de no sentirse seguro en la realización acabada del objeto, demuestra, mejor que cualquier otra cosa, la incapacidad del artista, no para realizar la forma —que sería un problema de habilidad manual— sino para proponer una solución coherente y un sentimiento integral de la realidad. El artista contemporáneo no carece de habilidad para producir una imagen llena de belleza clásica, de serenidad y equilibrio, ni tampoco sea completamente incapaz de adquirir esa habilidad; sino que es sincero consigo mismo, y fiel a la circunstancia de su tiempo, cuando advierte que su sensibilidad no encuadra dentro de esos cánones establecidos en la antigüedad y exige un nuevo lenguaje; un nuevo lenguaje que no está hecho sino por hacer, cuyos términos

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CUADERNO DE PINTURA

el artista intuye, pero que ni siquiera él mismo conoce y comprende a cabalidad. Esta situación confusa, este desconcierto general, significan, simple y llanamente, que el artista está librado a su propia suerte, que el arte se ha convertido, según la profecía de Bretón, en un «sálvese quien pueda», donde cada uno podrá evitar su propio naufragio en relación con la seguridad que puedan proporcionarle su instinto y su imaginación. En tal sentido, no están del todo equivocados quienes plantean que el nihilismo, que si bien puede no ser una necesidad, ni mucho menos una solución en sí mismo; es, sin embargo, una de las condiciones de nuestro tiempo, donde cada artista se siente comprometido con el destino del mundo y advierte dentro de sí la necesidad de producir una obra que sea reflejo de su particular circunstancia y también de la circunstancia cultural e histórica que le ha tocado vivir. Tal vez la angustia del artista contemporáneo tenga su origen en la conciencia de éste de que su obra no puede ser otra cosa sino reflejo de una situación de crisis, cuya Solución está completamente fuera del alcance de sus posibilidades. El artista presiente la existencia de esa crisis, toma conciencia de ella, pero al mismo tiempo advierte que no es él, o solamente él, quien pueda ser capaz, no sólo de encontrar, sino de producir una salida o una solución posible. Hemos visto también, que el artista, no satisfecho del todo con el arte abstracto, que no obstante haber sido la única forma de arte contemporáneo contentiva de un orden y un sistema coherente; exige algo más, o algo diferente, exige el término opuesto: no un orden, un rigor ni un sistema seguro que lo ponga a salvo del conflicto de la crisis misma, aunque sin superarla ni destruirla, sino algo que lo sumerja aún más dentro de esa crisis y lo haga identificarse con ella. Así hemos llega-

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do a la situación de que el artista, por una parte se ha referido al objeto, como medio de reivindicar e identificarse con la realidad inmediata, y por la otra se ha esforzado en reproducir los aspectos más dramáticos y severos de esa realidad, incluso por la vía del humor. Dice Worringer que la voluntad de abstracción corresponde, no exclusivamente a los pueblos civilizados, sino antes a los pueblos primitivos donde el hombre no alcanzaba a explicarse la naturaleza de los fenómenos y se encontraba atemorizado y desamparado ante ellos, encontrando sólo en las formas geométricas y sus relaciones, la seguridad y el orden que el mundo no podía ofrecerle. La voluntad de abstracción también sería común a los pueblos situados en un ambiente natural hostil y agresivo, cuyas motivaciones, lejos de atraer su atención, se convertían en objeto de repulsión y, al mismo tiempo, en estímulo para encontrar medios más eficaces y seguros donde volcar su necesidad artística. Esos medios los encontraban en el mundo coherente, absoluto y eterno de las formas geométricas. Es posible que la voluntad de abstracción manifestada también en nuestro tiempo, responda igualmente a la necesidad de encontrar una salida unitaria y objetiva, capaz de producir un sentimiento, o una conciencia de seguridad, que la realidad y el mundo circundante están lejos de ofrecer. El hombre, situado en la cima del conocimiento y la civilización, ha requerido, al igual que el hombre primitivo, la presencia de un ordenamiento formal capaz de proporcionarle los medios de afirmación que el mundo le niega. Pero en sentido contrario, el artista contemporáneo que se aparta de ese ordenamiento formal de la abstracción, o que no se realiza en él de manera ortodoxa, no lo hace llevado por la necesidad de «proyección sentimental», que vendría a ser un disfrute, un goce

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objetivado de la naturaleza: proyectarse a la obra de arte y gozarse a sí mismo en ella; o tal vez modifica el sentido de esa «proyección sentimental» y la convierte en algo distinto, es decir, el artista no se proyectaría a la obra para gozarse, sino para sufrirse en ella. El artista contemporáneo se sitúa ante su obra con un gran sentimiento de inseguridad; sabe que carece de asideros firmes, que cada día debe partir de un impulso nuevo, que necesariamente debe convertirse en un generador de energía para poder vivir, y también para sentir que su vida posee un sentido y una significación. 1966

LA PINTURA ES UNA GRAN MEMORIA

LA SABIDURÍA que las cosas contienen puede ser convertida en fuente de inagotables e imprevisibles experiencias. No en vano decía Dostoievski que nada hay más fantástico que la realidad. La realidad en perspectiva total: nada escapa a su influjo ni nadie puede ser inmune a su presencia. La realidad está presente en todas las cosas y circunstancias, incluso en los sueños y los acontecimientos más absurdos. Lo que pudiera habernos molestado es el hábito de parcelar la realidad, de identificar la realidad con un estrecho compartimiento de la vida, cuya excesiva valoración nos conduce a la domesticidad y el aburrimiento, es decir, a la nada. La pintura, antes que un dogma inmodificable, debe ser un medio de asumir la totalidad del mundo. El pasado, el presente y el futuro son ideas que el hombre tiene de la realidad

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CUADERNO DE PINTURA

de su existencia, pero antes son experiencias sensibles que mantienen una estrecha relación. El presente deviene del pasado y contiene el futuro; una cosa no puede ser sin la otra, no puede ser aislada, porque su aislamiento e inmovilidad supondría su inexistencia como acontecimiento propio de la vida. La conciencia del pasado, el presente y el futuro son abstracciones de la inteligencia, parcelas de los sentimientos, iluminaciones en el mejor de los casos, que sólo podemos asimilar plenamente cuando se nos presentan, no como ideas sino como sensaciones, como experiencias directas de las cosas. Ese cúmulo de experiencias: imágenes, visiones, olores, sabores, texturas y sonidos, constituye la memoria de lo que hemos vivido, de lo que hemos sentido y comprendido, y que al vivirlo, sentirlo y comprenderlo cada vez de nuevo, cada vez en primera persona del presente indicativo (yo soy) asumimos la totalidad y la conciencia de la vida. La pintura es una gran memoria, es la memoria de algunas cosas y también de todas las cosas, que convertimos en objetos sensibles y objetos ideales cada vez que ponemos colores, líneas, manchas, signos y formas sobre la tela o un soporte cualquiera. La pintura en sí es un objeto, un objeto siempre nuevo, siempre reciente (ningún cuadro existía antes de ser pintado), así como la experiencia ante ese cuadro será siempre nueva («Nadie se baña dos veces en el mismo río». Nadie ve dos veces el mismo cuadro). El cuadro posee un contenido propio, capaz de producir determinadas o indeterminadas sensaciones. En tal circunstancia, lo que el pintor hace no es sino transformar las cosas comunes en objetos de otra realidad, de su propia y particular realidad. La función del pintor, como la del alquimista, es la de modificar inevitablemente las cosas que percibe, encontrar la

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piedra filosofal, no para transformar la materia en oro, sino para transformar el mundo en imágenes. Los objetos entre sus manos, bien sean colores, tintas, mosaicos, papeles o pigmentos, sin perder su naturaleza original, su condición de materia singular, pasan a ser una cosa distinta a la de que por sí solos constituían antes de convertirse en imágenes de arte. Todo va en función de la sensibilidad, pero la sensibilidad no es igual en todos los casos. El pintor posee una sensibilidad particular, así como el escultor, el músico, el actor, el arquitecto, el cineasta, el escritor, el ingeniero, el jockey (sería interesante registrar la percepción del color y la imagen en movimiento de los jockeys: ellos deben entender a Boccioni y Marcel Duchamp) y el hombre común, también la poseen a su modo. Esa sensibilidad particular hace que las cosas sean vistas y sentidas de un modo y no de otro. El escultor siente el volumen real o virtual, el arquitecto siente el espacio, el músico siente los ruidos y los sonidos (a lo mejor son la misma cosa. El silencio es como una tela en blanco. Los ruidos perturban el silencio. Los colores manchan la tela; así, pues, la música es una forma de ruido, y el grabado, que consiste en rasguñar, quemar y maltratar una inofensiva lámina de metal, vendría a ser una forma de crueldad. De todo esto podemos fácilmente deducir que eso que llaman «Arte» es una actividad antinatural de permanente agresión contra el orden, la integridad y la inocencia de la naturaleza), el cineasta siente el movimiento, el actor siente la mímica y el gesto en relación a una dinámica espacial y plástica, el escritor siente los acontecimientos como nadie, en la novela y el cuento siempre pasa algo, aunque sólo sean las palabras unas tras otras, incluso en el nouveau romance y la poesía pánica.

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CUADERNO DE PINTURA

Es posible que algunos hombres reúnan varias formas de sensibilidad simultáneamente, pero la conciencia se concentra en un objetivo fundamental, el centro de atención para ser efectivo debe ser único, como un microscopio. No en balde todos los cirujanos rodean de gasas, algodones y delicadas blondas el sitio donde han de cometer sus agresiones (la cirugía es una forma de crueldad supuestamente humanitaria). Hay una forma de sensibilidad que predomina sobre las demás, y esa forma original decide que un hombre sea esto o aquello, o reaccione de cierto modo ante las cosas. La pintura ha sido tradicionalmente, y continúa siéndolo, cosa del plano. El pintor siente el volumen, el color y el espacio de un modo sui generis, diferente al escultor o al arquitecto. Todos esos elementos de expresión plástica le interesan, pero más que todo lo interesan como factores capaces de modificar una superficie y transformarla en un resultado pictórico. Al pintor, aunque presente simultáneamente todas las dimensiones del objeto (como pretendieron hacerlo los cubistas y fueristas) sólo le preocupa, en propiedad, una de ellas: la del frente. La única dimensión, el único lado de las cosas que le interesa al pintor-pintor es el lado del frente, que en realidad es el único lado visualmente posible, ya que nadie tiene ojos en la espalda. En este caso, decir la dimensión del frente, significa lo mismo que decir la dimensión del plano. Las tres dimensiones no existen, no hay sino una sola dimensión, un solo espacio, una sola superficie: la que estamos percibiendo ahora, en este momento. El pintor, trabajando con una gran mentira que es el espacio virtual, es, sin embargo, quien obedece a la lógica visual más precisa: haber intuido que la única dimensión posible a las condiciones humanas de percepción visual, la superficie única, tal como se demuestra en la cinta

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de Moebius. Allá los escultores con su problema (no resuelto todavía) de los volúmenes negativos y positivos. Allá ellos con su problema de los dos lados. Habría que preguntarles: ¿de qué lado tiene la taza el asa? El problema del pintor es de una superficie, no de muchas. Incluso, artistas cinéticos como Soto, Cruz Diez, Vasarely y Agam demuestran, no obstante los relieves que aplican sobre el soporte, una sensibilidad de pintor; ya que tales relieves, alambres, accesorios y otros accidentes, a fin de cuentas se traducen en un resultado pictórico: corresponden al plano y no al espacio abierto del arquitecto. Es necesario subrayar que las cualidades distintivas de la sensibilidad sí existen. Tan fuerte es ese impulso natural hacia la sensibilidad del plano o del volumen, que existe una pintura escultórica (Mantegna) y también una escultora pictórica (Rodin). Rodin no es ningún escultor (escultor es Maillol), Rodin es un pintor expresionista. Hay casos como el de Giacometti, quien logró una sorprendente identidad entre su pintura y su escultura. Giacometti, guiado por una singular necesidad expresiva (igual que Reverón, quien no es impresionista, como muchos creen, sino expresionista), logró inventar el espacio necesario a las formas descarnadas y dramáticas de su pintura, y también pudo hacer que esas figuras ingrávidas y ligeras de su escultura, sin dejar de serlo, casi se disolvieran en el aire. El pintor utiliza los objetivos volumétricos, tridimensionales y bidimensionales para someterlos a la condición de elementos pictóricos. Puede dotar a la imagen pictórica de una mayor potencia expresiva y una riqueza plástica superior, añadiendo o superponiendo cosas. Su objetivo es el de activar el campo visual propio de la pintura, con la presencia simultánea de diversos elementos que se estimulan mutuamente. El pintor puede utilizar el objeto para convertirlo también en pintura.

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Integrado al plano de la pintura, ese objeto poseerá una importancia plástica equivalente al color, la línea, la textura y los valores, aunque también contribuirá, en el mejor de los casos, a la obtención de un clima psíquico inesperado y fantástico. 1967

LA PINTURA DE EXTRAVAGANTES PODERES No la vida a lo sobrenatural, sino lo sobrenatural a la vida. ELI FAURE

TODO LO QUE deja de ser experiencia trivial se convierte en símbolo, y los símbolos siempre poseen un extraño poder de transformación; tienden, inevitablemente, a convertir al hombre en lo que ellos, los símbolos, son. Por eso las grandes religiones han preferido el símbolo a la anécdota doméstica. El hombre sólo se conmueve ante aquello que de alguna manera es diferente y sobrepasa lo cotidiano. Lo perfecto y lo imperfecto ejercen una misteriosa fascinación, aunque todo arte, para poder serlo en propiedad —según Nietzche— debe tener algo de imperfección. La más acentuada voluntad de perfección conduce inexorablemente a un resultado antinatural, así como la más acentuada voluntad de imperfección conduce a un resultado sobrenatural. Ambos caminos pueden coincidir en lo fantástico. Igualmente fantásticos pueden ser

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CUADERNO DE PINTURA

Fidias y Archimboldo, Boticelli y Goya; Klee, Miró, Duchamp, Picabia y Max Ernst. La gran Atenea de Fidias dista mucho de ser la representación de una mujer «normal». Esa figura monumental, solemne, sobrecogedora, magnífica y terrible, que se alza como una monstruosa violencia de perfecta imperfección contra los sentidos, tiene muy poco que ver con el ama de casa que lava los pañales del niño y prepara la comida al marido. Esa monstruosa, bella, bellísima, amada e imponderable invención está totalmente desprovista de domesticidad y temporalidad. Todo el arte griego fue absolutamente sobrenatural, por eso fue un gran arte. Pero, ¿qué cosa monstruosa hace perder al hombre esa virtud inefable del asombro y la fabulación? ¿Qué sucede en la vida del adulto para que una hoja de hierba, una rana sobre una piedra, un caracol desvencijado, un lápiz nuevo, el color de un barco, una baratija, la víspera de un viaje, el olor, el sabor y el ruido del mar, hayan dejado de tener la significación que en algún momento poseyeron, y la virtud de identidad y asociación que fue su más importante cualidad? ¿Por qué los sentidos pierden la condición de dignificar y modificar las cosas? La facultad de inventar los símbolos de su salvación ha sido uno de los más grandes anhelos del hombre. Esos símbolos siempre han tenido la fuerza suficiente para rebasar el límite de toda condición miserable, y más todavía, aptitud de convertirse en el lujo más deslumbrante de los sentidos. Por la puerta de los símbolos el espíritu sale a poseer todo aquello que le pertenece; ellos tienen la virtud de identificarse con secretas aspiraciones, con el amor y todo lo imaginable, incluso la desesperación. En las ambiciones del hombre entra lo que desea y también lo que no desea; tienen acceso por igual sus rechazos y sus afirmaciones, su amor y su desamor, su deseo de

LA PINTURA DE EXTRAVAGANTES PODERES

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vivir y el impulso de destruirse. El hombre está hecho de antinomias y contradicciones, siempre reacias a la afiliación racional. La razón no es toda la conciencia, es sólo una parte aparentemente lúcida que muchas veces se equivoca: cuando cree tener algo entre las manos, sucede como en los sueños, que al despertar todo ha desaparecido, aunque el puño permanezca cerrado. De tal modo, no sería del todo aventurado preguntarnos si no es hora de modificar los términos de nuestra vida, nuestra educación y conducta. Si no es hora de emprender una educación por la «deseducación», es decir, quitarnos de encima esa gruesa costra que asfixia los medios de percepción y que pesa sobre la sensibilidad como la garra de un verdugo sobre el cuello de su víctima. La condición poética es poder de revelación y rebelación, que debiera permitir la modificación o la reafirmación de la conciencia y de la vida en su sentido más propio. Ya lo ha dicho Bretón: «el espíritu no quiere negarse, sino atribuirse extravagantes poderes». También el pintor, en función de una poética ineludible, puede asumir una determinada personalidad de elección, actitud que consistiría en modificar su comportamiento técnico, su dossier profesional, para inventarse otros atributos, susceptibles de lograr que lo imposible se transforme en un inconcebible posible, tal como lo exigían Nerval, Tzará, Rimbaud, Picabia, Lautremont y Duchamp. Ese poder que permite transformar, incluso lo trivial, en objetos de alta tensión estética. No en vano ni gratuitamente decía Rimbaud: Me gustan los decorados y carteles de los saltimbanquis, las banderas, las iluminaciones populares... estoy acostumbrado a las alucinaciones simples: veo claramente una mezquita

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en lugar de una fábrica, y viceversa, una escuela de ángeles, carretas por los caminos del cielo, un salón en el fondo de un lago; los monstruos, los misterios; un título de vodevil vestido de espanto frente a mí...

1971 (Fragmento del ensayo inédito «El arte fantástico»)

LA CULTURA NO ES DIRIGIBLE SINO PERCEPTIBLE

TAL VEZ la mejor política cultural sea no tener ninguna política cultural, preconcebida y excluyente. Tal vez la mejor política cultural consista simplemente en dejar que la cultura se produzca de modo espontáneo, igual que los seres de la naturaleza, sin disposiciones arbitrarias ni códigos ideológicos de ningún tipo. Lo mejor que un Estado democrático puede hacer por la cultura es ayudar a que la cultura se manifieste y se realice, al margen de cualquier interferencia. Igual que las parejas de enamorados en los hoteles, cuando la cultura está en proceso generativo pone un letrero en la puerta que dice: «Please, do not disturb». Los caminos de la creación son misteriosos. Ella (la cultura) a veces se hace presente donde menos se espera, y también escurre el bulto cuando le preparan un «ambiente»

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demasiado artificial y sofisticado. La cultura, igual que Pentesilea y María Leonza, se deja agarrar por otra parte, pero no por los cabellos. Yo creo que para la planificación de una acción cultural no hacen falta propósitos excesivamente sofisticados, excesivamente complejos. La acción cultural por parte del Estado debe circunscribirse a producir los estímulos y los incentivos necesarios. Allí donde exista alguien haciendo algo con alguna significación cultural: pintando, escribiendo, haciendo teatro, cine, música, o produciendo ideas a nivel de creatividad, entonces hay que hacer lo posible para que estas actividades continúen y sean mejoradas y ampliadas, sin sufrir ninguna perturbación. La acción del Estado debe limitarse a secundar, asistir y auxiliar las manifestaciones culturales que se produzcan en el país. El Estado no debe dirigir la cultura sino percibirla. La condición sine qua non de un ejecutivo, o un trabajador cultural, debe ser la de percibir y distinguir los indicios culturales donde quiera que estén. La cultura no es una especialidad ni una actividad profesional aislada; la cultura es un hecho dinámico, igual a una criatura capaz de nacer con el sol de cada día. La cultura es secreta y misteriosa, es el alma de un pueblo. Los artistas, los creadores y los intelectuales son los instrumentos que surgen de la colectividad para diseñar la fisonomía de un humanismo y una sensibilidad singular. No se trata tampoco de dilucidar si los artistas y los intelectuales son personajes privilegiados, comprometidos, ausentes o elitescos, huraños o amistosos, gregarios o solitarios; eso no importa. Lo importante es que un país sea capaz de producir los intérpretes de su carácter cultural. Que los artistas y los intelectuales sean como han elegido ser, incluso adversarios o amigos del gobierno, disi-

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dentes de la revolución, o indiferentes a las fórmulas políticas conocidas, según el caso; pero eso sí, que ningún terrorismo ideológico, que ningún chantaje político, que ningún autoritarismo interfieran o perturben su trabajo. Los extraños y desconocidos meandros de la vida hacen que un país y un pueblo, con toda su historia a cuestas, depositen la responsabilidad de ser sus intérpretes, en algunos individuos, muchas veces en contra de las inclinaciones domésticas de ellos, quienes hubieran preferido ser personas análogas, naturales y felices como todo el mundo. Los intelectuales y artistas venezolanos tenemos doble responsabilidad: por una parte asimilar y continuar ciertas formas fundamentales de la tradición cultural y, por otra, producir nuestras propias realidades culturales. 1974 PS: Sin embargo, el distintivo de todo artista, poeta, escritor e intelectual verdadero y auténtico, debería, o debe ser, un ineludible compromiso con su país, con su pueblo y con su tiempo. Al lado de una lelevada cualidad estética, debe haber una relevante condición moral.

EL CUBISMO ES LA PINTURA DE DIOS

LA TRISTEZA de Dios es la inconcebible soledad de un ser infinito, ilimitado. De allí su necesidad de amor. A Dios no se le puede comprender porque no tiene límites ni tampoco definiciones: es el Ser absoluto, total, íngrimo. De Dios sólo podemos sentir su infinita soledad y también su infinita necesidad de amor. Sentir algo de la angustia de Dios es compartir el Ser de Dios y también su soledad. Llega un momento en que uno se pregunta ¿qué significado tiene uno y qué significado tiene la vida? ¿Qué significado tiene el mundo, a no ser sólo la forma de un sueño de Dios? Un sueño que tal vez ya pasó o se repite como un film continuado; o tal vez es un sueño cómico donde el hombre es simplemente un gag. Como pintor a veces me pregunto: ¿para qué he empeñado los riñones, y la vista y el alma y la vida toda en esta locura

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de pintar cuadros?, cuadros que luego viene alguien y los compra, o no los compra, y después uno los guarda, o los arrincona, los rompe o los bota: los convierte en basura. Pero sucede que no son «cuadros», en el sentido de una generalización fácil. Son pedazos de los cojones del alma que uno va dejando para iluminar un poco o mucho nuestra pequeña sordidez, que es un poco o mucho la misma sordidez del mundo. En mi caso particular, he llegado al convencimiento de que me he pasado toda la vida pintando un solo cuadro. ¿No será que ya he muerto y, como un espectro, sólo trato de reconstruir infinitamente la forma de mi destino? Y todo lo demás: lo que está al alcance de los sentidos y la inteligencia, ¿no serán también, a su vez, reflejos de un único espejo? ¡Oh Berkeley, Berkeley! ¡Sólo el marxismo y la inocencia son capaces de contradecirte! Es mentira que un pintor pinte muchos cuadros (hablo de pintores y no de comerciantes de la pintura). Picasso, que a mi juicio pintó exageradamente (casi llegó a los cien años pintando sin tregua), no pintó en realidad sino dos cuadros definitivos: «Las señoritas de Aviñón» (o «Avinyó», en catalán) y el «Guernica». Aparte de ellos, su mayor relieve como pintor lo obtiene en la serie cubista, de 1911 a 1914, que es fabulosa y sigue vigente como vocabulario y como estilo. Lo que la gente no quiere entender es que el cubismo es el estilo plástico del siglo veinte. El cubismo es un vocabulario, un sistema infinito de relaciones plásticas; una manera de reconstruir el espacio y la forma, atendiendo a un orden psíquico. El espacio derivado del vocabulario cubista es un espacio mental, un espacio intelectual, a la par que sensible y emotivo. El mundo que surge de allí es infinito, e ilimitado en rigor e invención. El cubismo es una pintura pura, sana, inmensa y

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noble: capaz de «hacer ver» lo más grande del espíritu, mediante recursos humildes y sencillos. El cubismo es la pintura de Dios. El cubismo es como el jazz, un procedimiento rítmico de permanente invención e improvisación. Allí se puede obtener un clima emocional mucho más intenso todavía que en el expresionismo y un clima onírico más penetrante que el de los surrealistas, quienes recurren, por lo general, a procedimientos efectistas y extrapíctóricos en la mayoría de los casos. Bueno, en realidad eso no es pintura sino un teatro de formas enfermas. De los surrealistas, respeto a Max Ernst, Picabia y Marcel Duchamp. En realidad Duchamp era un experimentador en permanente estado de invención. Su caso es importante como estímulo o estimulador de fenómenos creativos. Él desarrollaba lo que se llama la «creatividad en cadena»: sin término ni medida. Hoy día mucha gente se adhiere al expresionismo como una manera de dar realidad gráfica a los instintos o las emociones, las más de las veces fuera de todo control. Si apuntáramos una crítica al expresionismo, pudiéramos decir que es el modo de torturar una forma para hacerla vivir. El expresionista no es un revolucionario sino un rebelde que desea vengarse de un mundo que él considera clausurado. Pero en verdad todas las formas de expresión plástica —quiéranlo o no los que las hacen— corresponden a la estética. ¿Por qué ese desdén o ese temor hacia la estética? Todo pintor, sea burgués, revolucionario, guerrillero, empatado, loco, divertido, etcétera, debe saber qué cosa es la estética antes de emitir juicios bizarros. A fin de cuentas, la estética es la teoría general de la sensibilidad en el sentido de arte, es decir, de la creatividad. ¿Cómo puede entonces un pintor rechazar una

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ciencia, cuyo objeto es propiamente estudiar lo que él hace? Todas las formas del arte están incluidas en la estética así como todos los seres orgánicos están incluidos en la biología, y todas las leyes en la jurisprudencia. El estudio de la estética nos demuestra, por ejemplo, que el paso de la pintura-pintura: sensible, plástica, emotiva, psíquica o sentimental, que se da en el cuadro de caballete (hoy tan vulnerado y humillado por los tecnólogos) no significa en modo alguno que la pintura-pintura haya concluido, como una progresión matemática irreversible, sino simplemente que hay artistas que han decidido cambiar sus materiales y procedimientos y con ellos su manera de concebir la función de sus obras. Se ha pasado de una forma estética a otra, aunque cada una es distinta y tiene su propio destino, su vocabulario y consecuencias. El arte Op (arte retinal) y el cinetismo corresponden a la estética fisiológica. La estética fisiológica fue formulada por Augusto Comte (fundador del positivismo) el siglo pasado. La estética fisiológica afirma que determinados objetos de arte actúan sobre las funciones del organismo biológico e influyen en nuestro cuerpo para producir ciertas sensaciones. ¿No es eso acaso lo que buscan quienes hoy hacen «happenings, enviroments y ambientaciones»? La estética fisiológica se propone adoptar los descubrimientos de la fisiología y la ciencia óptica, para inducir en el organismo sensaciones físicas de índole estética. Pero obviamente, ese no es el único y definitivo camino del arte. El cuadro de caballete, la pintura-pintura, no se proponen un desarrollo histórico lineal y progresivo, como una carrera de caballos, sino que muchas veces vuelven sobre sus pasos para encontrar un nuevo acento que no ha sido probado. Su dirección histórica no es lineal sino en espiral. Es cierto que nadie puede pintar como Velázquez o como

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Rembrandt mejor que ellos, pero los espíritus contemporáneos afines a esa pintura, pueden encontrar caminos insospechados, asimilándolos con los ojos y la sensibilidad del siglo veinte. Yo sigo empeñado en un proceso de simplificación. Quiero una geometría sensible, una geometría manual y espontánea. He hablado del cubismo, pero cuando pinto mis cuadros me olvido de él. Solamente asumo el espíritu constructivo, la organización espacial y la plasticidad pura, lo demás es invención y fantasía. Entonces me siento como un pintor primitivo. Pienso en la intensidad de las formas y las esquematizaciones sencillas y fuertes, a la manera del románico y el arte negro; el arte de Benín y los Bawili. Yo soy un pintor primitivo. Me proclamo un pintor primitivo. Primitivo es algo muy distinto a ingenuo. El ingenuo vive en una situación cultural e histórica sui generis, pero el arte primitivo implica un estilo y una cultura, a la par de un rigor y un dominio técnico. Digo esto porque el espíritu de simplificación, fuerza, rigor y plasticidad de los primitivos está más próximo a mi sensibilidad actual. Yo lo siento así y no tengo por qué ir contra mi naturaleza. No me gusta pintar animales. Sólo me interesan las alusiones figurativas y algunos signos con poder plástico. Tal vez pinte el caballo y también el pez, pero nunca podré pintar una cucaracha. En fin, cada uno debe elegir los símbolos que le son más propios. La figura humana posee dignidad estructural. Además, a mí me gusta la construcción plástica en orden vertical, y sólo el hombre, la botella y el árbol la poseen. Pero no me gusta llenar el cuadro de figuras. Por lo general no soporto más que una sola figura en el cuadro, aunque si el espacio es suficiente, puedo poner otra más, pero sin establecer ninguna relación doméstica habitual entre ellas. Serán figuras

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en un espacio vacío, solo, solitario, silencioso; pintadas en marrón y gris; en castaño, negro, blanco, oro viejo y gris. ¿Y qué más? ¿Qué estarán haciendo esas figuras en el cuadro: trabajando, durmiendo, comiendo? ¡No! No estarán haciendo nada. Simplemente estarán ahí. Siento las figuras como una presencia y nada más. Mi problema no es con el tiempo sino con la imagen y el espacio: quiero hacer una pintura que esté fuera del tiempo. No quiero que los fenómenos y los acontecimientos temporales se introduzcan en mi pintura. Estoy persiguiendo mi vocabulario, que es un vocabulario difícil y exigente. Ojalá ese vocabulario pudiera llegar a significar alguna potencialidad psíquica de mi país. Y me pregunto ¿qué es mi país?, y me respondo: mi país es un corazón elemental y simple; algo rudimentario y puro y también inocente. ¿Y qué soy yo? Yo también soy eso: soy mi país porque no soy otra cosa. Tal vez nuestra ilusión, nuestro sueño colonial nos inducía a ser como los franceses, o los americanos, o los ingleses, o los alemanes. Pero resulta que no somos ninguna de esas cosas. Creo haber entendido qué decía Neruda en sus memorias, refiriéndose al plano creativo de México, Chile y otros países, que él no veía la necesidad de forzar tantas semejanzas, sino más bien acentuar diferencias. Diferencias que proporcionan sabor y carácter a los países. El objetivo sería entonces acentuar nuestro carácter diferencial y no parecernos en todo a los demás. Nuestro vocabulario plástico vendría a significar esa pureza y esa elementalidad primaria de nuestro país. ¿Qué tienen que ver el andamiaje de dispositivos sofisticados, las instalaciones altamente tecnológicas y complicadas del arte avant-garde, con la realidad de este país? Un pobre país (aunque rico en petrodólares) que cada día pierde un poco de su fisonomía, de su carácter, de su

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naturaleza, de su temperamento, de su modo de sentir y amar. Un país que pierde sus costumbres, sus relaciones humanas, su urbanidad y sus sentimientos para deslumbrarse con el espejismo de una utópica grandeza. Hemos adquirido, ciertamente, los vicios de los países desarrollados, pero no sus virtudes, su poder, su prestigio, su influencia ni sus privilegios... 1975

EL CUBISMO

ES POSIBLE que el cubismo no sea un circuito cerrado, o concluido, o extenuado, ni tampoco una escuela más de la pintura que el tiempo se hubiera encargado de clausurar definitivamente. —¿Es que hay algo definitivamente clausurado? El cubismo no es, como todo el mundo piensa, la culminación sofisticada de la pintura occidental, sino al contrario, la irrupción en la conciencia occidental de una forma poderosa y hasta entonces ignorada para la sensibilidad europea. Obviamente me refiero al arte negro, el arte africano. La conciencia occidental renueva sus fuerzas y se hace primitiva (no ingenua), en la medida en que asimila los métodos de construcción de planos y volúmenes formulados en el arte negro.

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También, es cierto, fue el cubismo una reiteración de las ideas de Cézanne. Cézanne, por cierto, no vacilaba en declararse un «pintor primitivo». «¡Soy el primitivo de un arte nuevo!», solía afirmar. La pintura y la escultura que se apoyan en los procedimientos cubistas, tienen como objetivo fundamental el tratamiento de los valores esencialmente plásticos, a saber: línea, valor, color; eliminación de la perspectiva renacentista, construcción del espacio y la forma simultáneos, reconstrucción plana de la imagen. Tales conceptos son proclives a procedimientos de creatividad pura, en los cuales el dibujo y el modelado de los planos y volúmenes quedan reducidos a la interacción de sus dos elementos básicos: líneas rectas y curvas que se alternan, por lo general, en una organización rítmica en dirección vertical u horizontal. El predominio de rectas o curvas determina el carácter orgánico o inorgánico del objeto. Hace énfasis en el carácter plano del cuadro y destaca la importancia de la superficie pictórica. Son signos característicos la construcción rítmica de la imagen en planos alternos y superpuestos, el desplazamiento del color fuera del contorno, la ruptura de la forma, la introducción de signos en reemplazo de las figuras alusivas. Los contenidos a nivel psíquico se producen espontáneamente en distintas direcciones del pensamiento y la sensibilidad. Existen factores y estímulos de imaginación, improvisación (a la manera del jazz), sorpresa, impacto, equilibrio, humor, libertad, disciplina, rigor, amplitud, potencia, etcétera. Allí nada está proscrito ni prohibido. Existe la virtud de ser un orden y un impulso al mismo tiempo. Un estímulo para la creatividad, que necesariamente debe ser formulada en un vocabulario claro, preciso, fuerte, sobrio, primario y

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esencialmente plástico. Su código de señales es de una gran distinción intelectual. 1977

¿QUÉ ES LO ACTUAL?

LOS GRANDES símbolos del arte ofrecen enigmas sucesivos. Estamos frente al laberinto donde habita el minotauro. Estamos en los puntos de la serpiente que se muerde la cola: el tiempo circular, el tiempo espiral o el tiempo sagrado. Son epifanías del tiempo, la forma y el espacio, que no terminan de descubrir su misterio. Cuando pensamos haber adivinado un rostro definitivo, advertimos con asombro que es una nueva máscara. Son ficciones, señales y gestos multiplicados en una cámara de espejos. El tiempo y el espacio son proposiciones de un teorema que pretende afirmar una verdad demostrable, o mejor: una experiencia inevitable. La materia no puede ser destruida, pero sí sometida a presiones formales que le confieren

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una nueva apariencia: una máscara actual. El hombre, mientras tanto, permanece como «ser-arrojado-en-el-mundo». El mundo es laberinto, círculo y espiral: tiempo sagrado, espacio sagrado. Es una suma de posibilidades abiertas desde el principio. Allí están los caminos del laberinto. Caminos que a veces vuelven sobre sus pasos, se cruzan y repiten como los puntos sucesivos de una espiral. Pasos que vuelven sobre sí, con máscaras aproximadas, a distintos niveles. Los teoremas y los símbolos de la geometría y el arte son líneas que ambicionan determinar la posición de un punto, o un enigma. Son igualdades que contienen una o más incógnitas en el tiempo. ¿Qué es lo actual? ¿El más reciente de los acontecimientos, o una huella perdida que se vuelve a encontrar? En la antigüedad los estilos operaban en el vacío, no había referencias inmediatas ni sustancias de comparación. El Valle del Nilo se fue llenando de construcciones durante tres mil años. Luego las cosas se hicieron cada vez más difíciles. Tanto griegos como romanos se vieron forzados a asumir la «cuestión estética», a la manera de un «hecho actual» con antecedentes previstos. A partir del Renacimiento comienza una nueva obligación, ya entonces pintar era como escribir en un papel ya escrito, era inventar donde ya mucho se había inventado... y coexistía. La crisis general del estilo vino tras el esfuerzo del barroco. Aunque prevalecían todavía los modelos griegos y etruscos, las líneas constructivas desaparecieron como invadidas por una decoración rebosante de filigranas, volutas, ornamentos, arabescos y volúmenes movidos por un impulso delirante. El «eclecticismo» surge como corolario inevitable. Después, al siglo XIX le correspondería presenciar la mezcolanza más tétrica.

¿QUÉ ES LO ACTUAL?

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Responder al requerimiento de lo actual puede ser inútil como definición y satisfactorio como resultado. Se es «actual» cuando la presencia de ciertas formas singulares es una consecuencia válida de la experiencia estética y cultural. Se es actual en la medida en que se haya asimilado un código de símbolos significantes. Se es actual al asumir un vocabulario preciso, no importa cuál haya sido su procedencia ni tampoco sus raíces. Asimilar algo presupone haberlo poseído desde siempre. Son, tal vez, las «reminiscencias» a que se refería Platón. Imagino que el estilo plástico del arte bizantino y del arte románico está más cerca de nuestra sensibilidad que la estética reinante en el siglo XIX. En el arte bizantino prevalecen los símbolos fuertes, las formas geométricas expresivas, la simplificación de los volúmenes y los planos, la voluntad constructiva y el carácter no naturalista de las figuras. No es de extrañar que Picasso hubiera encontrado en el arte bizantino un excelente apoyo para sus análisis e invenciones cubistas. A muchos artistas plásticos se les presenta la cuestión del vocabulario formal como una interrogante dramática: ¿A través de qué medios expresar los símbolos necesarios, o los símbolos eficaces? La confusión entre los vocabularios posibles y coexistentes lleva a formulaciones heterogéneas. Se adoptan modelos de diversas latitudes y distancias históricas. Presenciamos cómo Velázquez y Goya, Rubens y Brueghel, El Bosco y Durero son hoy en día los modelos y las fuentes de inspiración formal de numerosos pintores figurativos en América Latina. También lo es el inglés Francis Bacon, y los expresionistas y surrealistas europeos, y los pintores pop norteamericanos. Un ejemplo a mano es la escuela muralista mexicana. Esa escuela no es otra cosa sino el expresionismo

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vestido con una alegoría local. Se han efectuado alteraciones y modificaciones topológicas de la obra de Velázquez, Goya y los antiguos dibujantes chinos y japoneses para obtener un clima distinto en la representación figurativa; tal es el caso de Francis Bacon y José Luis Cuevas, maestros de la Nueva Figuración en América Latina. En cuanto a Fernando Botero es un pintor naif. Sus volúmenes hinchados y blandos recuerdan más a Camilo Bombois (pintor naif francés nacido en 1883) que a Rafael o Rubens. Gran parte del arte «contestatario» que se está haciendo en América Latina tiene sus abrevaderos formales en los procedimientos de montaje y sobremontaje de la imagen gráfica ensayada por el movimiento «Dada» en 1916 y actualizados en 1960 por Rauschemberg, uno de los fundadores del Pop-art norteamericano. Los abstractos geométricos y posteriormente los cinéticos vienen de Malevich, Tatlín, Lisiztki, Duchamp, Pevsner, Mondrian y Francis Kupka, quien escribió: «Siendo la obra de arte en sí, realidad abstracta, exige que se la construya con elementos inventados... ¿No creó el hombre la columna dórica y la columna jónica?». Admito explícitamente que los abstractos serían más creativos que los figurativos. En América Latina, a lo largo de su corta existencia cultural, han sido asumidos los estilos occidentales: griego, renacimiento, barroco, plateresco, clásico, neoclásico, académico, rococó, regencia, imperio, naturalismo, realismo, impresionismo y expresionismo. Pero curiosamente, el arte precolombino y las raíces africanas continúan siendo fuentes vírgenes, aún sin explorar. En nuestros años de formación (que todavía son), algunos llegamos a familiarizarnos con el grafismo mágico de los petroglifos después de conocer la obra del suizo-alemán Paul Klee, el más grande de los pinto-

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res germánicos. Antes que nosotros (1913), el suizo-alemán Paul Klee había intuido la potencia plástica contenida en los signos precolombinos. ¿Por qué? ¿Por «reminiscencias»? Los grandes símbolos del arte ofrecen enigmas sucesivos. Picasso inventó un toro bifronte en 1938. Los bizantinos lo hicieron en el siglo VII de la era cristiana. Cabe entonces preguntar, después de transcurridos trece siglos entre una y otra obra: ¿Eran cubistas los bizantinos? ¿Tendrá Picasso mil trescientos años?

REENCUENTROS Y DESCUBRIMIENTOS

EL TIEMPO es como una serpiente que se muerde la cola. No hay descubrimientos sino reencuentros. Toda forma de creatividad necesita un modelo. Las artes plásticas son una forma de creatividad. Luego, las artes plásticas necesitan modelos para ser creativas. Si aplicamos este silogismo catedrático a la necesidad actual de encontrar «modelos operativos» para las artes plásticas de América Latina, surgirán numerosos ejemplos para comprender que los llamados «modelos operativos», en el vocabulario de la crítica moderna, han existido desde siempre. Modelos operativos, por ejemplo, encontraron David e Ingres para formular el estilo neoclásico de los siglos XVIII y XIX; el primero (David) eligió sus modelos en los procedimientos y

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temas favoritos de la academia italiana, el Renacimiento y el arte grecoromano. Ingres, por su parte, decidió su destino cuando vio unas copias de Rafael de Urbino en la ciudad de Toulousse. Esos encuentros del talento y el tiempo, en muchos casos «encuentros» fortuitos, o no deliberados (Picasso decía: «yo no busco, encuentro») dieron origen a pautas que influenciaron notablemente la historia del arte y contribuyeron a formar la «imaginación familiar» o actual de su época. Modelos operativos encontró Cézanne en Masaccio y El Greco para convertirse en precursor del cubismo, por la vía del arte occidental. Modelos operativos encontraron Van Gogh, Gauguin y Toulousse-Lautrec en las estampas japonesas para convertirse en adelantados del expresionismo y el simbolismo. Modelos operativos encontró Picasso en el arte románico, en la pintura de Cézanne y en la escultura africana para convertirse, junto con Braque, en fundador del cubismo. Modelos operativos encontró Monet en Turner (y Manet en Velázquez) para iniciar el impresionismo. Modelos operativos encontró Tatlín en las figuritas de cartón que Picasso hacía con sus propias manos (influenciado por las esculturas africanas) y que luego usaba como modelos para pintar sus cuadros del cubismo hermético (casi abstracto). Tatlín, a su vez, se inspiró en esas figuritas de cartón para inventar el constructivismo ruso (¡oh!, el constructivismo, tan intelectual, científico y europeo; igual que el cubismo también tuvo fuentes en el arte tribal de los negros). Ya desde principios de siglo, el arte plástico y musical del Tercer Mundo —el cubismo y el jazz— marcaron la conciencia y la sensibilidad europea y occidental). Modelos operativos encontró también Mondrian en el espacio y la forma discontinuos del cubismo analítico y el cubismo hermético para llegar a la abstracción

REENCUENTROS Y DESCUBRIMIENTOS

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pura. Modelos operativos encontró el venezolano Soto en el Cuadrado blanco sobre fondo blanco del suprematista Malevich y en la Máquina óptica de Marcel Duchamp, para intuir su propio cinetismo. Modelos operativos encontró el escultor inglés Henry Moore en la escultura azteca precortesiana para dar origen a una morfología figurativa de los volúmenes, absolutamente contemporánea y universal. Indudables afinidades operativas se encuentran entre los dibujos lineales de Paul Klee y los dibujos de los indios. Notables afinidades formales se advierten entre algunas esculturas de Braque y las monedas galas del siglo I de la era cristiana. Sorprende encontrar los mismos «cánones» o pautas para interpretar la figura humana en un bronce de Giacometti, de 1948, y una estatuilla etrusca del siglo IV antes de Cristo. El tiempo es como una serpiente que se muerde la cola. No hay descubrimientos sino reencuentros. El arte no obedece a las ideologías, el arte sólo responde a las experiencias del arte. 1978

LA MUERTE DE SÓCRATES A LOS 62 AÑOS DEL MOVIMIENTO DADÁ Se ruega a las personas que no estén en capacidad de comprender esta obra, tengan la bondad de observar una actitud sumisa de inferioridad ERIK SATIE

I

LA PALABRA o el concepto de «estilo» pueden definirse de una manera aproximada como un procedimiento normativo para producir obras de arte con relativa similitud de oficio. Es posible que también en la etimología de las costumbres usuales y frecuentes en los países civilizados del mundo burgués y la cortina de hierro, el «estilo» sea una praxis, un hábito ortodoxo y un código sagrado de conducta para comportarse debidamente en la vida y en la sociedad, sin molestar al prójimo y sin importunar excesivamente al gobierno. Es cosa sabida que la regularidad de las buenas costumbres prefigura un estilo llamado «urbanidad e higiene», que consiste someramente en el mantenimiento de nueve virtudes cardinales en el siguiente orden: la bondad, la justicia, el orden, la libertad, la belleza, el trabajo, el aseo, la honestidad

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y la higiene. En una sociedad ideal, según la sabiduría piramidal del número tres, deben existir tres virtudes morales, tres caminos estéticos y tres obligaciones disciplinarias. Los nueve principios fundamentales de la urbanidad e higiene son las metas de la civilización y también de una utopía de los intelectuales y los místicos llamada socialismo. La idea de la salud y la revolución, por lo general, van unidas y desembocan en consecuencias extremas. No en vano, e igual que muchos médicos, Saint Just y Robespierre inventaron un «comité de salud pública» para matar sumariamente a todas sus infelices víctimas. No es difícil inferir que la civilización, la urbanidad, la higiene y el socialismo, sólo son accesibles, en su esencia, a las personas civilizadas, urbanizadas, higiénicas, bondadosas y cultas. La vulgaridad y todas sus declinaciones: intolerancia, violencia, vandalismo e ignorancia, son variantes groseras que sólo tendrían alguna significación como elementos primarios de subversión y protesta a muy bajo nivel. Según el tenor de las evidencias, surge la incertidumbre acerca de si la revolución va a quedar finalmente en manos de caballeros o de rufianes. Se adquieren los hábitos del «estilo» en el seno de las familias, las profesiones y oficios, el estado civil, el comercio, la industria, las órdenes religiosas, los colegios, las universidades, los sindicatos, las patotas, las sectas esotéricas y los partidos políticos. El estilo proporciona un vocabulario, un comportamiento y hasta un olor sui generis a sus afiliados. No es descabellado afirmar que incluso la «santidad» tendría un olor característico. De lo contrario no se justifica el conocido adagio que se usa cuando fallece alguna persona muy piadosa, y que dice así: «murió en olor de santidad». Tampoco se descarta la posibilidad de que el gobierno sea

LA MUERTE DE SÓCRATES...

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capaz de producir algún estilo. Desde los tiempos de Sócrates es cosa sabida por la cultura occidental que las rutinas conducen, tarde o temprano, a ESTILIZAR el arte, la literatura y demás variantes artificiales de la conducta humana. El «estilo» es algo que puede aprenderse en el preescolar, escuelas y otros institutos de instrucción pública a diversos niveles, incluyendo las academias y universidades. Haciendo honor a los dadaístas y al homo sapiens, innumerables personas no vacilarían en exclamar alegremente: «¡Viva el estilo!, ¡Viva la pepa!, ¡Viva yo!».

II

En estos días llenos de efemérides, cuando se celebran los cincuenta años de la Generación del 28, los setenta años de Rómulo, los veinte años del 23 de Enero, los cuarenta años del Museo de Bellas Artes, los dos de la Galería Nacional, los treinta años de «Bambarito» y los veinte años del grupo Sardio, es oportuno que recordemos también otras instituciones y fechas gloriosas. ¿Puede haber alguna forma de arte y de conducta que carezcan de estilo? ¿Poseen los estilos alguna validez? Virtualmente, esas preguntas fueron formuladas hace 62 años por los fundadores del grupo Dadá, el 8 de febrero de 1916, en el cabaret Voltaire de Zurich, Suiza. Sin embargo, la pregunta quedó sin respuesta, o no tuvo la respuesta satisfactoria, o tal vez la respuesta vino a ser tan inesperada como un boomerang (arma de los nativos australianos, que cuando no da en el blanco se devuelve hacia el pitcher). Así, de tal modo, el antiestilo de los dadaístas terminó por convertirse también

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en un estilo. El estilo pues, no es el hombre, como afirman los textos universitarios, los refranes y los lugares comunes. El estilo no es el hombre sino algo mucho más transitivo: el estilo es un boomerang inevitable, o una máscara perfecta que a fuerza de usarla indefinidamente, termina por adherirse a la verdadera piel. La palabra «Dadá» fue elegida por azar en un diccionario francés. En el vocabulario, o el argot de los franceses, la frase «Dadá» significa «caballito de juguete». «Aller a dadá» (ir a caballito) dicen a sus niños las amas de casa y madres de familia en el hipódromo de Long-champs. La palabra Dadá es un absurdo que no tiene relación directa con las intenciones de las personas que crearon ese grupo y esa estética, así como la palabra «Sardio», encontrada por Alfonso Montilla en una enciclopedia bíblica, no tiene nada que ver con las intenciones o despropósitos de los sujetos que fundamos esa pandilla. Posiblemente, la intención original de los fundadores de Dada fue divertirse mediante el escepticismo y la negación de los valores establecidos. Dadá quiso burlarse del arte, de la literatura, de la política, de las instituciones, de la severidad, del fanatismo, de la solemnidad, de la intolerancia, de la academia, de la erudición, de la soberbia y de los monstruos sagrados. Muchos artistas, escritores e intelectuales formaron parte del grupo Dadá, aunque no todos compartían el espíritu Dadá en su forma extrema. Asociados a Dadá encontramos elementos tan heterogéneos como Marinetti, Marcel Duchamp, Tristán Tzara, Hugo Baal, Picasso, Apollinaire, Picabia, Modigliani, Hans Arp, Kandinsky, Blaise Cendrars, Max Ernst, Paul Eluard, Chirico, Giacometti y muchos otros. Dadá era un cajón de sastre, había de todo. Allí podían coincidir personas bondadosas y útiles a la colectividad al lado de genios; individuos estudiosos,

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inteligentes, cultos y humildes al lado de pintores y otros pedantes avant la letre. Dadá ha muerto, pero puede resucitar en cualquier momento. Bastará con que el espíritu de los artistas sin principios ni técnicas adecuadas, rescate el sentimiento de inutilidad y lucidez que configuró la fuerza anárquica del Dadá. El Dadá puso al desnudo la carencia, la ausencia que existe en no pocas variantes del arte moderno. Hizo patente la pérdida de legitimidad de los símbolos empleados en las iconografías tradicionales. Tristán Tzará niega que el Dadá tenga compromisos con otros movimientos de vanguardia de su época. En mayo de 1921 escribía Tzará en la revista Merez, de Hannover, que para él sólo cuentan «la indiferencia activa, la espontaneidad y la relatividad de las cosas y las intenciones». «Encuentro inexacto —afirma Tzará— la opinión gratuita de que el dadaísmo, el cubismo y el futurismo descansen sobre bases comunes». Tal vez el dadaísmo ha sido la consecuencia más lúcida y orgullosa de la individualidad frente a toda forma de dependencia. Es posible que Tzará tuviera razón al sustraerse, y sustraer a Dadá consigo, de todas las causas que sometieran su libertad de acción e inhibieran su voluntad crítica. Pero en igual medida es perceptible la urgencia de encontrar un modo, tal vez contradictorio e inexplicable de poder vivir y actuar al margen de afiliaciones incondicionales y pactos gregarios.

III

El dadaísmo no fue, en propiedad, un estilo. A lo sumo llegó a configurar una ambición existencial desmesurada, o

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una necesidad de ser de modo distinto. En el vocabulario de los psicólogos contemporáneos, el comportamiento y las ideas asumidas por los personajes del drama, o la comedia de Dadá, seguramente serían clasificados como «una forma de conducta atípica», es decir, alejada de los patrones comunes correspondientes a la masificación por decreto. Tal vez es lícito afirmar que muchos «estilos» y patrones establecidos no son otra cosa sino tiendas de máscaras festivas, autoritarias, atroces o amargas, según el caso. Tal vez Dadá presintió la inutilidad última de todas las acciones, iguales a otras tantas máscaras y gestos. Tal vez presintió la frustración de las mejores intenciones, la confusión de las palabras y la vacuidad de los emblemas. Figuran en Dadá muchos nombres y personajes, muchos ya olvidados y otros cubiertos de gloria. Pero quedan para la historia —a mi juicio— tres figuras cien por cien dadaístas: Marcel Duchamp, Tristán Tzara y Francis Picabia. Marcel Duchamp tuvo el increíble desprendimiento de abandonar la pintura por el ajedrez. Pensaba Duchamp que el ajedrez es una ocupación más lógica y confortable que la pintura. Su sentido del humor no le impidió decir: «La pintura es cosa de albañiles, de ahora en adelante encargaré a Picasso el cuidado de mis paredes». El amor hacia las cosas «inartísticas» fue inaugurado por Marcel Duchamp. Atrás de Duchamp quedan las perfecciones académicas del Renacimiento, los resplandores artificiales del barroco y los arreboles azules del impresionismo. Marcel Duchamp dio categoría estética a cualquier objeto común (ready-made), por el solo hecho de haber sido distinguido, percibido y seleccionado por la sensibilidad del artista. Una cajita de fósforos, un carrete de hilo, un pedacito de lápiz, un trozo de periódico, un recorte de madera, una sortija, un fragmento de fotografía, una estampilla, un botón, una carta de póker

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y un ojo de muñeca servían para construir un mecanismo visual de infinitas asociaciones. Objetos comunes, baratos y accesibles. Desechos y objetos encontrados en la calle, en las tiendas y quincallerías bastaban para componer suntuosos resplandores. ¿Cómo no pensar entonces en Rimbaud?: (...) Me acostumbré a las alucinaciones simples: veo una mezquita en lugar de una fábrica, una escuela de tambores dirigida por ángeles, carruajes en los caminos del cielo, un salón en el fondo de un lago; los monstruos, los misterios: un título de vodevil erige espantos ante mí.

Cabe añadir que aquí en Venezuela merecen figurar, incluidos en el espíritu del movimiento Dadá, personajes como el Marqués de Oliveira y Alberto Brandt, ambos fallecidos y muertos en su ley. También fue dadaísta el compositor Erik Satie. La música de Erik Satie es brillante por la concordancia de su línea melódica, la aparente arbitrariedad de sus acordes y la flexibilidad de su vocabulario rítmico. Posee la música de Erik Satie un fulgor hermético que lo sitúa a prudente distancia de ese venerable paquebote sonoro llamado Wagner (Wagner es un almacén de utilería germánica. A semejanza de Miguel Ángel, aturde con la exagerada polifonía de sus volúmenes). Antes del estreno de su obra La muerte de Sócrates, Erik Satie hizo circular el siguiente aviso entre el público: «Se ruega a las personas que no estén en capacidad de comprender esta obra, tengan la bondad de observar una actitud sumisa de inferioridad». Se dice que esas mismas frases las empleaba el poeta Hugo Ball antes de recitar sus poemas fonéticos en el Cabaret Voltaire. 1978

TEORÍA DE LA MÁSCARA

EL DISFRAZ elegido produce la forma visible: el personaje es una ficción y el estilo es la máscara. La máscara es más fuerte que el rostro. El rostro es vulnerable y cambiante, pero la máscara es eterna: posee un gesto único e indestructible. Sólo la máscara es capaz de prolongar un carácter al infinito. Mientras el rostro es víctima de los cambios de apariencia, la máscara tiene la condición de perpetuar la imagen de una fuerza, o una virtud. El hombre ama a su máscara más que a sí mismo, aunque también se habla como una virtud de la versatilidad de algunos rostros, capaces de aparentar sucesivamente la alegría, la tristeza, el valor, la bondad, la inocencia, la generosidad y otras cualidades abstractas del mundo moral. ¿Qué otra cosa sino innumerables disfraces son esos gestos? ¿Cuál es el

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rostro de la verdad?, ¿Cuál es el rostro del amor? Se puede sospechar que no existen tales rostros sino máscaras idóneas que conducen a una inevitable servidumbre. La experiencia ha demostrado hasta la saciedad que entre todos los seres de la creación, el hombre es el único capaz de dar la vida por su máscara. El hombre y el mono son los únicos seres que ambicionan el don de la expresividad y el arte mimético. No se contentan ellos con poseer y sentir sus propias emociones, sino además pretenden crear un artificio gestual para exteriorizarlas ostensiblemente. Pero, ¿quién ha visto nunca a un tigre o un caballo tratando de asumir la máscara de su propia naturaleza? El tigre y el caballo ignoran la existencia de los visajes y las muecas. El hombre padece la servidumbre que le impone su máscara. Inexorablemente se siente constreñido a exhibirse como un personaje altivo, digno, bondadoso, honesto, alegre, valiente, severo, inteligente, elocuente, exigente, apasionado y sentimental, según el caso o la máscara que haya adoptado. Las máscaras se eligen en la adolescencia o la primera juventud, aunque abundan casos precoces de máscaras adquiridas desde la infancia. Según la voluntad y perseverancia del sujeto, la máscara elegida puede permanecer durante toda la vida, y en casos extremos la máscara sufre una simbiosis hasta el punto de consustanciarse íntimamente con el rostro original. Una vez llegado a esa última consecuencia, el sujeto suele reconocer con admiración: «¡mi máscara soy yo!». Puede afirmarse igualmente que el rostro verdadero sólo se visualiza en los sueños, y tal vez por esa misma causa es que los rostros en los sueños son imperceptibles, o no se perciben con claridad; sobre todo los rostros de los muertos,

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quienes han sido despojados de sus máscaras. Podemos imaginar que los sueños no tienen rostro y carecen del poder de inventar máscaras intensas y persistentes. Los sueños son un vicio de la realidad. Los antiguos retratistas pretendían reproducir el rostro de sus modelos, pero sólo alcanzaron a pintar algunas máscaras eficaces. La pintura de retrato y el maquillaje tienen en común que ambos son capaces de dar la ilusión de una belleza, o una fisonomía sobrenatural. Los pintores de retratos y los maquilladores no han sido otra cosa sino fabricantes de máscaras blandas, sensuales, melancólicas, crueles, delicadas, enigmáticas o atroces. Rembrandt y Velázquez no pintaron rostros sino máscaras luminosas y cromáticas, Leonardo pintó máscaras mentales, Rubens pintó máscaras obesas; El Greco pintó máscaras enjutas, Goya pintó máscaras inclementes, Renoir pintó máscaras de algodón de azúcar, Cézanne pintó máscaras geométricas, Picasso pintó máscaras africanas y máscaras implacables, Francis Bacon pinta máscaras desarticuladas y Reverón pintó máscaras de muñecas de trapo: máscaras de máscaras. Todos, todos han sido fabricantes de espectros, hacedores de quimeras y gárgolas. En muchas colectividades primitivas el rostro era una representación sagrada. En esas sociedades, hacer un retrato de alguien podía ser interpretado como un acto de profanación. En los tiempos y las sociedades civilizadas actuales, afortunadamente ya no existen pintores de retratos. La pintura moderna ha adquirido el derecho a inventar sus propios espejismos, sin necesidad de invocar ninguna máscara previa. No es imaginable concebir al hombre sin un disfraz ideal. Sólo Adán y Eva fueron capaces de andar libres de máscaras y trajes, lejos de cualquier impertinencia de apreciación estética

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relativa a la «buena figura» y sin sufrir tampoco las inclemencias e incomodidades propias de la selva. En esa perspectiva, sólo Tarzán y su compañera lograron aproximárseles. Pero al adquirir la sabiduría del bien y el mal, y perder al mismo tiempo la inocencia natural, Adán y Eva sintieron la necesidad de cubrirse el rostro con las manos, inventando de ese modo la máscara. No es exagerado inferir que tal vez la única virtud que Dios le concedió al hombre a partir de ese momento, fue la facultad de inventar máscaras. Pero la única máscara que el hombre todavía no ha sido capaz de inventar es la máscara de Dios. 1979

REFLEXIONES SOBRE EL CONSTRUCTIVISMO La geometría de los constructivistas —dice Quintana Castillo— es hoy por hoy una geometría despojada de «imprevistos» humanos. Afirma que la perfección casi mecánica de sus obras contribuye a alejar todo acento individual y todo contingente vital. La huella de la mano desaparece para dejar paso a superficies extremadamente nítidas y bellamente técnicas, afirma, y en ese sentido la técnica ha desalojado el encantado misterio de la artesanía manual y ha propiciado la uniformidad industrial.

LA GEOMETRÍA es a las artes plásticas lo que la gramática es a la literatura. Existen inevitables sistemas para la construcción de la forma y el espacio plásticos, así como hay ineludibles estructuras para la formación de la palabra y el lenguaje. En cuanto al vocabulario musical, ya de por sí es tan preciso como una ecuación o un teorema algebraico. También pueden encontrarse analogías geométricas en la música. Por algo se habla de la línea melódica, volúmenes sonoros, contrapunto, compás, escalas, etcétera. La geometría, no es sólo que exista en la pintura, sino más todavía: es inevitable. Absurdo sería imaginar una pintura o un arte visual absolutamente desligados de todo concepto geométrico. En el cine, por ejemplo existen los primeros planos, las perspectivas, los ángulos, el espacio, las formas

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y el montaje. El pintor Goya decía que él no veía líneas sino formas que avanzan y retroceden. Él no veía líneas, pero sí veía volúmenes en distintos planos del espacio. También a él la geometría le era indispensable, aun sin admitirlo. Los informalistas en su oportunidad trataron, sin ningún éxito, de anular la geometría, y los expresionistas persisten en tan inútil empeño. Quieren ellos suprimir la geometría a cambio de pasiones intensas y fantasmas perversos. Pero por encima de esos delirios persiste una verdad irrefutable. La verdad es que sólo existen dos formas básicas para toda imagen sensorial o mental: el círculo y el cuadrado en la geometría plana, y el cubo y la esfera en la geometría del espacio. Esta verdad fue conocida desde antes por los egipcios, y más recientemente redescubierta por Cézanne y los cubistas. Sin embargo, lo más significativo es que tanto la idea del plano como la idea del espacio, son ya de por sí conceptos geométricos puros. Quiere decir que ninguna forma puede existir fuera del plano o del espacio, así como ninguna experiencia puede suceder fuera del tiempo. De tal suerte, imaginar formas sin espacio o experiencias sin tiempo, es un propósito inconcebible, fuera del alcance de la inteligencia humana. Sería un absurdo radical, o una blasfemia, pensar una forma que no sea ni redonda ni cuadrada, ni recta ni curva, sin espacio y sin tiempo, y que siempre, no obstante, fuera por igual forma y fenómeno. Con el nombre de «constructivistas» fueron conocidos los pintores abstracto-geométricos de origen eslavo, Tatlin, Malevich, Gabo, Pevsner y también los holandeses del grupo Stijl (Estilo) Mondrian, Van Doesburg y Vantongerló. Los constructivistas adoptaron la geometría plana y la geometría del espacio como base técnica y conceptual de sus obras.

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Pero, sin embargo, hay lugar para pensar que el concepto «constructivismo» aún no ha sido examinado a la luz de una investigación más profunda. Queda todavía por resolver la dimensión metafísica, u ontológica del constructivismo. Todavía falta por indagar esa magnitud, ya que hasta ahora las aproximaciones al constructivismo han sido en función de la integración arquitectónica, la artesanía industrial y las obras de ornato y ambientación públicos. Pero eso no es suficiente, ni tampoco explica la razón esencial, o el sentimiento del constructivismo. Es evidente que una ideología estética, asistida por intuiciones profundas, no puede quedar sujeta a las condiciones propias de la tecnología industrial. Más allá de la tecnología y los fenómenos mecánicos, es necesario encontrar la apertura humana y la magnitud sagrada del constructivismo. Más que el progreso de sus oportunidades técnicas, tal vez lo determinante sea asumir su condición original y plantearse esta cuestión: ¿Qué es ser constructivista? No sólo el hecho de producir obras abstractas y geométricas es indicio de poseer «conciencia constructiva». Es cierto que el constructivismo transformó a la geometría en una ideología estética y un sistema ortodoxo y dogmático. No obstante (¿o tal vez por eso mismo?) el constructivismo ha devenido en un estilo estético y un oficio industrial, olvidando el diálogo secreto con la intimidad. Pero la geometría ha tenido, y aún puede tener, un sentimiento religioso y secreto de la vida y el mundo. La geometría puede ser también un camino para asumir el misterio. No en vano en las antiguas tradiciones existe una dimensión sagrada de la geometría. Toda la plástica de las antiguas culturas: mesopotámica, egipcia, celta, rúnica, etc, ha sido siempre de naturaleza geométrica.

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En igual proporción y significado existe el patrimonio de las culturas africanas, oceánicas, primitivas y precolombinas. Ellas constituyen claros indicios de la sacralización de las formas mediante la geometría. La voluntad geométrica ha sido una constante de los pueblos que han establecido una relación mágica con el universo. En verdad se puede afirmar que el arte geométrico no corresponde sólo a los constructivistas, y sus propiedades desbordan la función de utilidad arquitectónica a que éstos lo han conducido. Hay en la geometría otras intuiciones y otras lecturas posibles. Incluso el concepto mismo de «abstracción geométrica» ha sido llevado por los constructivistas a consecuencias de excesiva pureza, donde las cualidades de «belleza» y «perfección» prevalecen sobre el instinto y la espontaneidad. La geometría de los constructivistas es hoy por hoy una geometría despojada de «imprevistos» humanos. La perfección casi mecánica de sus obras, así como el prejuicio de ser «impecables» a toda costa, contribuye a alejar todo acento individual y toda contingencia vital. La huella de la mano desaparece para dejar paso a superficies extremadamente nítidas y bellamente técnicas. En ese sentido, la técnica ha desalojado la relativa inocencia, el asombro y el encantado misterio de la artesanía manual, propiciando, en cambio, la uniformidad industrial. En manos de los constructivistas, la forma, el espacio y el tiempo han dejado de ser forma-sagrada, espacio-sagrado y tiempo-sagrado, para convertirse en un espacio-tiempo puramente fenoménico, lúdico o utilitario. En esa perspectiva habría que señalar que la cualidad distintiva del arte abstracto-geométrico ha sido la de sustraer las formas artísticas de toda contingencia individual y sagrada, para llevarlas, en sentido contrario, a la masificación. Las

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consecuencias extremas a que han llegado el arte abstractogeométrico y el constructivismo, contribuyen a la pérdida del concepto de «icono» y objeto singular que antes tuvieron la pintura y la escultura. También con ellos la arquitectura, si bien ha mejorado notablemente en confort y condiciones higiénicas, por otra parte ha perdido «misterio» y calor humano. Un edificio de Mies Van der Rohe es un bello artefacto técnico, bueno para ser admirado a distancia, pero áspero y ausente para vivir en él. Es curioso observar que los fundamentos ideológicos, las intuiciones y los sentimientos de hombres de naturaleza mística, como Kandinsky, Malevich y Mondrian, hayan sido proyectados a la formulación de reglamentos científicos, cuya mayor función vendría a ser la de integrarse a las unidades arquitectónicas y urbanísticas, o producir objetos de utilidad doméstica. Es difícil pensar que ese hubiera sido el destino previsto por Malevich. Malevich, quien a su muerte se hizo enterrar en un ataúd especial, con los brazos abiertos. Malevich, quien pintó un famoso Cuadrado negro sobre fondo blanco, y dijo de él: «Ese cuadrado negro que pinté, no es un cuadrado sino otra cosa; ese cuadrado es la sensibilidad de la ausencia del objeto». Malevich ni siquiera pintó la presencia de una forma sino su ausencia. De él se puede decir en propiedad que su sensibilidad poseía el vértigo de la nada. Las obras de esos primitivos constructivistas conmueven por su simplicidad manual y casi por su inocencia. Se percibe en esas obras el distintivo de la sencillez y la espontaneidad sin alardes. Hay allí la mesura y el orden de los principios naturales, aunque también sus improntas. Pero hay todavía otra cualidad, la más importante. En esas formas elementales pintadas a mano: cuadrados, círculos,

triángulos, prevalece la dualidad misteriosa de ser ellas mismas y al mismo tiempo otra cosa. Es lo que Octavio Paz ha llamado la «Otredad». Es la condición que tienen algunas formas privilegiadas de ser ellas mismas y al mismo tiempo la mitad perdida de «otra presencia». 1980

ÍNDICE

PRESENTACIÓN

VI

I PINTURA VENEZOLANA ACTUAL I LA PINTURA VENEZOLANA ACTUAL II RAFAEL RAMÓN GONZÁLEZ, LA PERMANENTE JUVENTUD

PALABRAS PARA ALGUNOS CUADROS DE RUBÉN MÁRQUEZ MARCOS CASTILLO FELICIANO, LOS INGENUOS Y EL INGENUISMO EL AMANTE DE LAS MUÑECAS PREPARAR LA TELA ¡YA ES PINTURA!

3 11 17 21 23 37 47 51

II PRESENCIA DE GEORGES BRAQUE FERNAND LÉGER GIORGIO MORANDI ALBERTO GIACOMETTI JEAN FAUTRIER MOHOLY NAGY LA SANGRE ES MÁS DULCE QUE LA MIEL

57 65 71 77 81 85 93

III LA INTUICIÓN EN EL ARTE EL REALISMO FANTÁSTICO EN PINTURA EL PENSAMIENTO DE WORRINGER REVISTA SIGNALS ARTE Y EDUCACIÓN EXPRESIONISMO Y ABSTRACCIÓN ÉPOCA Y ESTILO LA FORMA Y EL CONTENIDO AMÉRICA Y EL ARTE APUNTES SOBRE ESCULTURA EL ESTILO DE NUESTRA ÉPOCA PINTURA, TÉCNICA Y COMUNICACIÓN LA PINTURA Y LOS OBJETOS DE LAS INFLUENCIAS Y LA CREACIÓN ARTE EXPERIMENTAL APUNTES SOBRE ARTE MODERNO PLANTEARSE PROBLEMAS LA ENSEÑANZA DEL ARTE

99 105 111 119 125 131 135 141 147 155 161 171 179 185 191 197 203 211

LA OBRA MAESTRA DESCONOCIDA PRESENCIA DE LA REALIDAD LA PINTURA ES UNA GRAN MEMORIA LA PINTURA DE EXTRAVAGANTES PODERES LA CULTURA NO ES DIRIGIBLE SINO PERCEPTIBLE EL CUBISMO ES LA PINTURA DE DIOS EL CUBISMO ¿QUÉ ES LO ACTUAL? REENCUENTROS Y DESCUBRIMIENTOS LA MUERTE DE SÓCRATES TEORÍA DE LA MÁSCARA REFLEXIONES SOBRE EL CONSTRUCTIVISMO

217 223 229 235 239 243 249 255 261 265 273 277

Este libro se terminó de imprimir en agosto de 2010, en los talleres de FUNDACIÓN IMPRENTA DEL MINISTERIO DE LA CULTURA, Caracas, Venezuela. Son 3.000 ejemplares impresos en papel Mandocreamy 60 gramos.

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