ÉTICA, RESPONSABILIDAD SOCIAL Y TRANSPARENCIA

ÉTICA, RESPONSABILIDAD SOCIAL Y TRANSPARENCIA 6.0 EL MAPA DE LA PERSONALIDAD “La mayor fortuna es la personalidad” Goethe El apartado anterior (5.0)

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ÉTICA, RESPONSABILIDAD SOCIAL Y TRANSPARENCIA

6.0 EL MAPA DE LA PERSONALIDAD “La mayor fortuna es la personalidad” Goethe

El apartado anterior (5.0) se ha dedicado a definir la personalidad, a explorar sus parámetros e ilustrar la capacidad humana para incidir sobre el propio yo. No perdemos de vista los condicionamientos biológicos (5.1.1), sociales y culturales (5.1.2) que intervienen en la formación de nuestros valores, y en la determinación de nuestras actitudes. Simplemente afirmamos que el ser humano se autoposee (5.3), y que dicha vivencia de la libertad nos permite enfrentar los condicionamientos de maneras diversas. Una imagen común para representar esta condición es la del juego de cartas: no elegimos “la mano” que nos ha tocado jugar en la vida, pero podemos elegir qué hacer con las cartas que nos han tocado: somos libres para decidir cómo jugar. La vida no es puro azar (ruleta, dados), pero tampoco depende completamente de nuestra razón (ajedrez). El mapa de la personalidad es el panorama de lo que somos, de lo que nos distingue de los demás y nos configura como individuos y como integrantes de una sociedad. Es el conjunto de nuestras pautas de conducta, y el horizonte de lo que podemos llegar a ser. Abarca nuestro estilo de vida, nuestras formas de pensar, de sentir y de reaccionar; los patrones que utilizamos para interpretar los hechos y para conducirnos por la vida. Es desde este panorama del yo que podemos integrar en un proyecto coherente las dimensiones de nuestra personalidad: el pensamiento, la afectividad y la acción. Este “mapa”, como todas las cartografías realmente interesantes, nos presenta marcados relieves. La personalidad tiene zonas claras y zonas obscuras. Hemos hablado ya de la inestabilidad del carácter (5.2) y de los enemigos enconados de la autoposesión (5.4). No resulta sencilla la constitución de un proyecto que nos aproxime a la vida lograda. En este

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apartado intentaremos proponer algunas herramientas que faciliten la tarea. A la luz de lo que hemos dicho sobre la autoposesión, descubrimos que el mapa de la personalidad lo configuramos nosotros mismos. Pensemos ahora en los mecanismos por los cuales, consciente o inconscientemente, el ser humano orienta sus pasos. Además, contrastaremos el mapa de la personalidad con los escollos o enemigos de la persona y la sociedad. 6.1 La constitución de la personalidad: el hábito Todos odiamos que nos cuelguen ciertas “etiquetas”. “Fulano es un depresivo”, “es un irresponsable”, “es melancólico”, “es muy voluble”... Rechazamos que los demás se expresen de nosotros como si fuésemos un ejemplar disecado, incapaz de cambiar y de elegir qué quiere ser. Sin embargo, es un hecho que tenemos inclinaciones, y que así como a algunos les cuesta un trabajo enorme levantarse temprano, otros tienden a pasar por largos períodos de tristeza y otros controlan con dificultad la propia ira. Que hay cosas que se nos facilitan, y otras que se nos complican especialmente, es una realidad innegable. El único modo, pues, de huir de las “etiquetas”, de la molesta tipificación, es hacernos cargo de nuestras inclinaciones y orientarlas del modo más conveniente. Nos enfrentamos al tema del hábito. Los hábitos son inclinaciones adquiridas. Su mecanismo es muy sencillo: conforme repetimos un acto (el que sea: desde levantarse temprano hasta aplicar el método científico a la clasificación de las aves), éste se nos facilita, podemos llevarlo a cabo con más rapidez y eficacia, e incluso lo disfrutamos más. El hábito es una cierta costumbre que fortalece nuestras acciones. La práctica hace al maestro. Si estamos habituados a alguna acción, ésta nos exige menor esfuerzo y menos desgaste; la llevamos a cabo con seguridad y con gusto. Todo empezó con un acto (la primera vez que subimos a una bicicleta, que hablamos en público, que usamos un microscopio). Al repetirse la acción un cierto número de veces, alcanzamos un fuerte condicionamiento natural, físico y psicológico, lo queramos o no. Esto sucede porque la acción humana no sólo influye en el exterior de quien la realiza (en la madera que estamos cortando para fabricar una repisa); también se revierte hacia el sujeto que actúa (después de muchas repisas, nos convertimos en carpinteros expertos).

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Hay, pues, una retroalimentación en la acción del ser humano. Al actuar, nos configuramos a nosotros mismos y decidimos nuestras costumbres y disposiciones. Como ya se ve, los hábitos pueden liberarnos de las “etiquetas” negativas. Si estamos biológicamente inclinados a la melancolía, y por algunos períodos nos cuesta mucho encontrar motivos de alegría en nuestra vida, podemos hacer un esfuerzo, por una vez, para encontrar los aspectos positivos de la existencia. La próxima vez nos resultará más sencillo, y así sucesivamente. Controlar el enojo en una situación complicada nos fortalece para contenerlo posteriormente. Quien ha hablado muchas veces en público sigue sintiendo nervios, pero puede manejarlos y utilizarlos en su provecho; ya no tiembla o tartamudea como la primera vez. Este acostumbramiento se da aunque no seamos conscientes de ello. Es importante, sin embargo, tenerlo en mente, porque, como ya hemos esbozado (5.4.3) no todos los hábitos convienen. El mecanismo de la habituación funciona en ambos sentidos: así como levantarme temprano continuamente me facilita el madrugar, levantarme a las 11 de la mañana se convierte en una costumbre, y si lo sigo haciendo, cada vez me resultará más difícil alterar dicha disposición. Un individuo habituado al asesinato lo ejecuta con mayor maestría y con mucha más frialdad que la primera vez que atentó contra la vida. Sin duda hay impulsos que no convienen a nuestro proyecto existencial. Si está en mis planes obtener una beca para estudiar en el extranjero, el impulso de botar los libros e irme a la playa no es muy coherente, aunque pueda sentirme muy inclinado a ello en algún momento. Si quiero ser un atleta, no me ayuda aspirar thinner: ello disminuirá mi capacidad pulmonar. El hábito puede ser, por tanto, vicio (si nos dificulta alcanzar la vida lograda, si nos empobrece y denigra) o virtud (si expande nuestra capacidad para obrar convenientemente, si nos enriquece y nos otorga mayor libertad). Las virtudes son instrumentos para pasar de lo que soy a lo que quiero ser, son el mejor modo de poseerme a mí mismo y representan una condición fundamental de la libertad. Virtud significa fuerza; es aquel hábito que nos facilita la elección y operación de lo conveniente.

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6.2 La continuidad entre hábitos cívicos y hábitos personales También el conglomerado social se configura por sus hábitos: tiene vicios y virtudes. Hay sociedades acostumbradas a la corrupción, al servilismo, al desorden y a la irresponsabilidad con el medio ambiente. También hay grupos sociales habituados a la transparencia, a la libertad, a la cooperación cívica, al cuidado ecológico, a la responsabilidad social. La personalidad de la sociedad se constituye también por repetición de actos. Así se van enriqueciendo o empobreciendo las posibilidades que dicho grupo humano tiene de alcanzar los fines que a todos interesan. Queremos desmentir ahora algunas opiniones que afirman que los hábitos individuales y los hábitos cívicos funcionan por separado, y de manera contrapuesta. Estas posturas sugieren que la suma de los vicios particulares (por ejemplo, de la ambición desmedida de los ciudadanos) da por resultado una virtud pública (la competitividad laboral en la sociedad). Por supuesto, hay muchos ámbitos en los que conviene distinguir lo público y lo privado, lo cívico y lo personal. Pero en el terreno de las virtudes y los vicios, contraponer ambas esferas es un grave error. La “competitividad” alcanzada mediante la suma de los irracionales egoísmos particulares no es más que “canibalismo laboral”: fomenta la trampa, el abuso y la desconfianza. Con ello, no sólo obstaculiza la lucha por la vida lograda que cada individuo sostiene (quién puede estar tranquilo si ha de cuidarse las espaldas todo el tiempo); también se opone al funcionamiento adecuado de la sociedad en su conjunto (que pierde recursos, tiempo y esfuerzo en tratar de controlar trampas, golpes bajos e injusticias). Un vicio personal no genera una verdadera virtud cívica. Por ello, no es posible ser una buena persona sin ser un buen ciudadano, y viceversa. El ser humano está íntimamente ligado a la sociedad en la que vive. Hay reciprocidad: si yo grito improperios a quien se me cierra en la avenida, resulta inconsecuente cuestionarme luego por qué vivimos en una sociedad neurótica. Tener en cuenta la continuidad entre lo cívico y lo individual recuerda que, construyendo mi personalidad de modo virtuoso, participo - en la medida que me corresponde - en la constitución de una sociedad lograda. También

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recuerda que, en la plena consecución de mi proyecto de vida, el mejoramiento de la sociedad en la que me muevo resulta indispensable. Expondremos ahora algunas de las más importantes virtudes cívicas, que, como ya tenemos claro, son también virtudes personales; hábitos positivos que nos conciernen a todos en lo individual y en lo colectivo. 6.3 Autodominio y autoestima Experimentamos impulsos que se oponen a lo que realmente queremos. ¿Por qué? Quizá porque esas pulsiones no son del todo mías: me vienen impuestas por la genética, por el entorno, por las contradicciones y debilidades de mi personalidad. Acostumbrarme a seguir dichos impulsos inconvenientes me conduce al vicio. Controlarlos y orientarlos virtuosamente me facilita el logro de mis metas, permite que mis acciones sean consecuentes con mis planes, y posibilita que seamos individuos originales y auténticos, seres humanos íntegros, personas “de una sola pieza”. Este encauzamiento de las pulsiones vitales que todos experimentamos corresponde específicamente a la virtud del autodominio. La exponemos en primer lugar porque es condición para la adquisición de cualquier otra virtud: el autodominio significa precisamente la capacidad para controlar mis inclinaciones: único modo de no ser controlado por ellas. El acceso a cualquier otra virtud presupone esta aptitud para tomar las riendas de la propia vida. Por la misma razón, el autodominio es una de las virtudes más difíciles de conseguir. De hecho, todos, independientemente del grado de autodisciplina al que hayamos accedido, desearíamos, en alguna faceta de nuestra personalidad, contar con más autodominio. Los impulsos que experimenta un ser humano no son armónicos: a menudo tiran en direcciones contrarias, y no es fácil identificar cuál de ellos resulta más importante en la consecución de la vida lograda.

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Vivimos estas complejidades del yo como una lucha interna. En ella, frente a otro tipo de pulsiones, la razón ha de predominar, no para eliminar, pero sí para encauzar los apetitos con vistas a una personalidad bien integrada y al logro de los fines propuestos. Esta orientación a menudo consiste en la moderación y en el refinamiento de ciertos matices de la personalidad. Exploraremos algunos de ellos más adelante (6.3.1 a 6.3.4). Por el momento, sólo agregaremos que este heroico esfuerzo por dirigir las inclinaciones cobra un sentido destacado ante el tema de la autoestima. El término se ha puesto de moda, y se utiliza a menudo sin saber exactamente a qué se refiere. La autoestima se experimenta como una percepción positiva sobre uno mismo. Ello no quiere decir que consista en cegarse ante los propios defectos y limitaciones. Por el contrario, una autoestima sana es aquella que valora objetivamente lo que uno es y lo que uno puede llegar a ser, tanto en lo corporal como en lo intelectual, lo afectivo, etc. Por supuesto, esto no es sencillo. En la concepción que cada individuo tiene de sí mismo intervienen factores diversos y de difícil control: desde trastornos psiquiátricos (5.4.1), hasta zonas débiles de la personalidad, e incluso tienen su peso específico las variantes externas del entorno, que a menudo, como veremos, fabrica e impone modelos frente a los cuales los individuos se sienten incómodos consigo mismos (6.6.5). Una autoestima sana es condición irrenunciable para una buena convivencia con los demás y para motivar y estructurar la adquisición de virtudes. ¿Cómo saber cuando mi autoestima no es lo suficientemente objetiva? Aunque es complejo, existen algunos síntomas de una baja autoestima: tendencia injustificada a generalizar lo negativo (“yo nunca hago nada bien”), establecimiento de condiciones injustas (“si no hago esto bien, debo despreciarme por el resto de mi vida”), la percepción exclusiva del lado negro de las cosas (“dicen que lo hice bien, pero en mi opinión sólo hice el ridículo”), la personalización de la crítica (“dijo que había personas desagradables, por tanto, se refería a mí”) y la autoacusación infundada (“si alguien se equivocó, seguro fui yo”).

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Todas estas reacciones son fundamentalmente emotivas; el análisis racional haría ver al interesado la inconsecuencia de estos pensamientos. Una autoestima sana, además, implica cierta tolerancia con uno mismo, actitud crítica para no dejarse imponer modelos postizos (5.4.2), el esfuerzo por superar las propias limitaciones mediante la adquisición de virtudes, y la habilidad de interpretar la opinión ajena y los hechos de modo racional y maduro. Soslayando por el momento las causas psiquiátricas (aunque éstas, cuando se presentan, se combinan con todas las demás), a menudo la baja autoestima surge de comparaciones superficiales, que generan en el individuo fuertes sentimientos de inferioridad. El conocimiento de la propia valía es incompatible con estas comparaciones apresuradas e injustas. En lo físico y en lo psíquico de todos los individuos existen valores que merecen reconocimiento. A partir de ellos la construcción de la propia personalidad nos conduce a la plenificación de nuestras aptitudes y capacidades. La virtud del autodominio está íntimamente ligada con la autoestima. Me percibo como algo valioso, y por eso oriento y controlo mis impulsos hacia fines dignos de mí. A partir de esta plataforma podemos articular ahora, como ya anunciamos, algunas virtudes útiles tanto para quien las posee como para la sociedad en la que se ejercen. 6.3.1 La cortesía Para muchos, la cortesía no es una virtud, sino sólo la apariencia de una virtud. Un ladrón no deja de ser reprobable por ser cortés; al contrario, se destaca la maldad de sus intenciones por el contraste con su actitud externa, que es entonces pura ostentación, pura hipocresía. Sin embargo, la “imagen de virtud” que los buenos modales representan, es fundamental para aprender y manifestar las virtudes auténticas. Es por ello que en el habla común a menudo se equipara la cortesía con la “buena educación”: quien ha sido habituado a ser cortés tiene más posibilidades de descubrir los valores que subyacen a las formas de la cortesía; valores como la gratitud, la solidaridad y el respeto.

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Los modales corteses a menudo parecen artificiales y poco auténticos. Lo son, si la cortesía no va acompañada de otras virtudes. Lo cierto es que los seres inteligentes no pueden evitar expresarse mediante ciertos formalismos, mediante signos; si no lo hacen mediante formas corteses, lo hacen mediante signos violentos, que traslucen desinterés e injusticia, y que alteran y dañan tanto a la sociedad como a los mismos sujetos que los ostentan. No es difícil pensar en cuánto mejoraría la circulación vehicular en las grandes ciudades si todos estuviéramos dispuestos a ceder el paso en los cruces de tránsito. No es lo mismo realizar un trámite gubernamental atendido por empleados corteses, que realizado por personas mal encaradas y despóticas. Tampoco hace falta ser psicólogo para darse cuenta de que todos nos sentimos mejor cuando las personas son amables y cuidan ciertas formas de reconocimiento en el trato con nosotros. No corresponder con el mismo cuidado implicaría una falta a la justicia, virtud de la que hablaremos más adelante (6.5). Las formas concretas de cortesía varían de lugar a lugar, de época a época. No son signos inmutables, sino cambiantes. Otro asunto es la anulación de la cortesía. En nuestro país la virtud de la cortesía estaba, hasta hace poco, firmemente arraigada. Hoy algunos pretenden eliminar toda formalidad, proclamando la espontaneidad y la simplicidad como requerimientos para ser personas “auténticas”. Lo que estos anunciantes ignoran es que, si se pierden las formas de cortesía, la convivencia se torna inhumana. Es cierto que es más importante respetar a las personas que simplemente aparentarles respeto. Pero si no expreso mi respeto mediante ciertos modales, dicho sentimiento y cuidado por la dignidad del otro termina por desaparecer; mi comunicación con los demás se vuelve del todo instrumental (me comunico con ellos por puros fines utilitarios), y así acabo convirtiéndolos en objetos, que uso a mi conveniencia y que desecho cuando dejan de servirme. Anular la cortesía, en aras de una pretendida espontaneidad -que no es en el fondo sino simplismo e incultura-, es deshumanizar el mundo. 6.3.2 La ecuanimidad Ser ecuánime significa, literalmente, tener constancia e igualdad de ánimo. En realidad, las variaciones anímicas son normales e inevitables: todos cambiamos “de humor” varias veces

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al día, y ante distintos estímulos presentamos diversas reacciones emotivas. A lo que se refiere la virtud de la ecuanimidad es a que nuestros cambios de humor no tienen por qué llevarnos a ser injustos ni arbitrarios. Este hábito nos permite no precipitarnos, nos hace capaces de determinar nuestra postura ante las cosas al margen de emociones variables y de impulsos desaforados. La virtud de la ecuanimidad se manifiesta en la imparcialidad de los juicios. El hombre y la mujer ecuánimes obtienen, a menudo, mejores resultados académicos, profesionales y sociales, pues inspiran confianza, generan tranquilidad en la sociedad y son siempre buenas referencias cuando se necesita una opinión, un dictamen, una sentencia. Este hábito, como todos, se adquiere con su ejercicio: manejando los propios impulsos emocionales se va alcanzando maestría en este sutil arte de la conducción del propio yo. 6.3.3 La serenidad Esta virtud se vincula con la anterior. Se dice que el cielo está sereno cuando se le ve despejado y sin nubes. Del mismo modo, la persona serena es aquella que puede conservar la tranquilidad, aquella cuyos pensamientos y emociones están libres de turbaciones y que, por tanto, puede tomar las decisiones más convenientes. No queremos decir que la persona serena sea impasible: ante cuestiones importantes sufre las alteraciones, los nervios y las inquietudes correspondientes. No experimentar emoción alguna frente a una desgracia o un peligro grave sería inhumano, incluso puede ser un indicio de enfermedad. Pero la serenidad le permite, por un lado, no exagerar en aquello que no merece reacciones fuertes (no “hacer una tormenta en un vaso de agua”), y por otro, utilizar sus reacciones, cuando éstas están justificadas, del modo más adecuado. Como todas las virtudes, la serenidad se prueba ante la resistencia. Se reconoce que una persona es serena cuando, ante las dificultades, se le ve en pleno control de sí misma. En nuestra sociedad, la serenidad se concreta también en el adecuado manejo de los tiempos, pues la prisa de la vida moderna es un modo de turbación y un atentado contra la libertad.

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Si no hay tiempo para reflexionar, en un sentido profundo, sobre qué queremos de la vida, ¿cómo conseguirlo? La serenidad tiene injerencia en los más diversos ámbitos: familiar, laboral, político. Detrás de muchos hechos violentos está el menosprecio de esta virtud. 6.3.4 La sobriedad Contra lo que algunos pudieran pensar, la sobriedad no remite a la abstención de los placeres. Sobriedad significa simplemente moderación, medida, goce inteligente. Es por ello que la palabra es utilizada, a veces, para significar aquello que no cae en ningún extremo molesto: su vestimenta es de un color sobrio (es decir, ni demasiado chillante ni del todo opaco), su discurso fue sobrio (ni exaltado hasta el colmo de lo cursi ni aburrido o indiferente). ¿Por qué moderar ciertos consumos, como el de las bebidas alcohólicas? Aunque tocaremos este tema más adelante (6.6.3), lo que queremos señalar por el momento es que los motivos para habituarnos a la moderación resultan convincentes desde cualquier perspectiva. El exceso en este consumo no es sólo peligroso por los riesgos físicos que implica (accidentes, enfermedades, generación de violencia). Es, además, incompatible con el cuidado que una persona con buena autoestima tiene de sí misma. Esclaviza: convierte a quien se excede, en un dependiente, esto es, en un ser esclavizado por un vicio, encadenado al placer y a la efímera evasión de la realidad que ese vicio le ofrece. El individuo dependiente deja de ser dueño de sí mismo: entrega tan valiosa posesión por un momento de gozo o de escape, y el mecanismo del acostumbramiento convierte ese “fugaz” exceso en un condicionamiento terriblemente restrictivo y destructivo, para el mismo sujeto enviciado, y de un modo especialmente trágico y doloroso para su entorno familiar y para la sociedad en la que se inserta. Ciertamente, existen factores predisponentes que inclinan a algunas personas a caer en todo tipo de excesos: desde variantes físicas hasta entornos agresivos, problemas familiares,

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presiones laborales, etc. Pero estos factores no determinan del todo el acontecer en la vida de una persona: ésta puede dirigir sus pasos, mediante decisiones correctas y hábitos bien dirigidos, hacia la virtud de la sobriedad, condición necesaria de una libertad auténtica. 6.4 Responsabilidad Todos somos responsables. Todos debemos responder por las consecuencias de nuestros actos y por los compromisos adquiridos. La diferencia radica en tener sentido de la responsabilidad, es decir, en ser plenamente conscientes de que los actos tienen repercusiones en quien los ejecuta -por la retroalimentación de la acción humana (6.1)- y en la sociedad en la que se insertan. El manejo irresponsable de nuestra libertad nos destruye y destruye a la sociedad. Carecer de sentido de la responsabilidad es sólo entendible en niños muy pequeños, incapaces de proyectar los efectos de su comportamiento hacia el futuro, o de entender lo que significa establecer un compromiso. El irresponsable da muestras de inmadurez, y cierra la posibilidad de que otros confíen en él. Con ello limita terriblemente el horizonte de sus relaciones interpersonales, y renuncia al logro de metas verdaderamente valiosas. Nada importante se alcanza sin hacerse cargo de las consecuencias -buenas o malas- de nuestros actos y de nuestras promesas. La responsabilidad es una virtud tan importante que se concreta en muchas otras virtudes. Reflexionemos ahora sobre algunas de ellas. 6.4.1 Orden La virtud, la fuerza, de la persona ordenada radica en la capacidad para poner unidad en la multiplicidad. Nadie puede responder plenamente por las consecuencias de su conducta ni forjar un proyecto vital coherente sin utilizar su inteligencia para integrar y armonizar los diversos elementos con que cuenta para ello. Estos elementos que deben ser ordenados van desde objetos físicos hasta ideas, objetivos, emociones y actividades. Todas estas dimensiones de la existencia se nos presentan como múltiples; la virtud del orden nos permite articularlas de modo que favorezcan el alcance de nuestras metas.

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6.4.2 Puntualidad Ser puntual es una importantísima forma de respeto al tiempo, las ocupaciones y los intereses de las personas que nos rodean. Es, además, manifestación de libertad, pues el puntual domina su tiempo, mientras el impuntual es dominado por él. La virtud de la puntualidad es uno de los hábitos que más fomento requieren en nuestro país. Ante los grandes problemas nacionales, a muchos esta propuesta podría parecerles intrascendente. Sin embargo, la configuración de una auténtica cultura cívica ha de empezar por las más sencillas manifestaciones de orden y de respeto. La puntualidad es una de ellas. 6.4.3 Servicio Sentado a la orilla del camino, reía el filósofo Diógenes. Cuando le preguntaron por qué, contestó: “Estoy sentado aquí desde el amanecer. Muchos han tropezado con aquella piedra, todos han maldecido... ¡pero ninguno se ha preocupado por retirar la piedra del camino, para que el siguiente no tropiece!” La anécdota es sugerente. Ya hemos hablado sobre la íntima conexión que existe entre lo privado y lo público. Nadie alcanza una vida lograda individual sin cooperar para el mejoramiento de la sociedad. Es en este marco donde la importancia de la virtud del servicio es patente. Para un ser humano servicial, la dimensión más profunda de su actividad (sobre todo de su actividad laboral) se encuentra en la colaboración que ésta supone para con la sociedad y para con otros seres humanos. Esta cooperación, como puede verse, nada tiene que ver con algún tipo de humillante servilismo. El servicio dignifica. Debemos insistir en este hábito, para contrarrestar ciertos enfoques actuales que no ven en el trabajo sino un modo de ganar dinero, y que no encuentran en las relaciones interpersonales más que motivos para la desconfianza, la paranoia y el individualismo exacerbado. Todos somos responsables de la conformación de una verdadera cultura de servicio.

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6.4.4 Laboriosidad y profesionalismo Si bien tocaremos lo referido a la deontología profesional más adelante (7.0), por ahora adelantaremos que la laboriosidad representa una de las dimensiones fundamentales de la responsabilidad. Mediante un trabajo bien hecho, el ser humano no sólo transforma el entorno externo; también se dignifica a sí mismo, y, como hemos dicho, coopera independientemente de la remuneración o prestigio de su oficio- con el bien de la sociedad.

6.4.5 Veracidad y transparencia La veracidad, dijo alguna vez el filósofo Immanuel Kant, es un deber absoluto. Hemos de habituarnos a la expresión de la verdad; primero, porque es el único modo de tener consistencia en un proyecto vital y de alcanzar la libertad en el plano individual y en el plano social: la mentira encadena y obliga al fingimiento, genera temor y ansiedad (siempre puede ser descubierta) y es muestra de una personalidad inmadura. En segundo lugar, toda sociedad requiere para su correcto funcionamiento de un estrato de confianza básica: no todo se puede regular o tipificar en la ley; el límite de la legislación se encuentra en esa confianza fundamental en la veracidad de los actores sociales. La transparencia auténtica -la radical- es la generalización de la virtud individual de la veracidad. Una sociedad transparente no es una comunidad donde “todo mundo sabe todo de todos”. Es una sociedad donde sus agentes viven la veracidad y, por tanto, la ciudadanía puede ejercer su derecho a la información y a la verdad. Si bien algunas veces, aparentemente, la mentira nos facilita las cosas o nos permite evadir dificultades, en realidad fragmenta la personalidad del individuo que la expresa y envenena el grupo social en que se emite. De nuevo conviene recordar que a ninguno le agrada ser engañado, y que por tanto faltar a la verdad implica una falta a la justicia y al respeto que debemos a las otras personas como seres con la misma dignidad y derechos.

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6.5 Justicia Durante siglos, las instituciones judiciales de la cultura occidental han funcionado con una definición de justicia articulada por la filosofía y asimilada convenientemente por la tradición del derecho romano: justicia es dar a cada quien lo suyo. ¿Y qué es “lo suyo”? Tanto lo que corresponde a todo ser humano en tanto ser humano (los derechos humanos, de los que nos ocuparemos posteriormente) como lo que se ha ganado en lo particular por sus méritos y su trabajo, y lo que le corresponde según los pactos y acuerdos establecidos. El “otro” mencionado en la definición de justicia no tiene por qué ser exclusivamente una persona particular: también debemos dar “lo suyo” a la comunidad, de modo que somos injustos si no hacemos nuestro trabajo como debiéramos, si no pagamos los impuestos proporcionados, si no cumplimos con nuestros deberes de participación cívica, etc. La justicia es tan importante que, para muchos, una sociedad justa es una sociedad que ha alcanzado su finalidad. El justo reconoce la dignidad de todas las personas. Esta virtud tiene mucho qué ver con todas las que hemos mencionado. Y es que las virtudes van de la mano, funcionan como “vasos comunicantes”, de modo que no se puede ser ecuánime sin ser sereno, ni ser responsable sin ser sobrio, ni ser justo sin ser veraz. Los hábitos positivos van desarrollándose armónicamente; forman un tejido, una trama a la que hemos llamado personalidad. Hemos dicho que la justicia puede darse respecto a otra persona, o respecto a la comunidad. Tradicionalmente se distinguen tres tipos de justicia: la que se da en la relación de individuos iguales entre sí (justicia de equidad), la que se debe dar de parte del Estado rector de una comunidad hacia los individuos bajo su mando (justicia de distribución), y la que deben los mismos individuos a la comunidad en la que viven (justicia legal). Existe, además, el deber de la exigencia de la justicia. Examinemos estos tipos de justicia por separado.

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6.5.1 Equidad Todos defendemos “lo nuestro”, de modo que defender también el derecho que tiene otro ser humano a lo “suyo” significa descubrir en él a alguien con los mismos derechos y dignidad que yo. Ser justo es ser capaz de ponerse en el lugar del otro. Comportarme con justicia ante otro individuo en mis mismas condiciones significa reconocerle paridad de derechos, y dar en la misma medida en que recibo en mi relación con él. No exageraba Cicerón al afirmar que es por la justicia, ante todo, por lo que llamamos bueno a un hombre. 6.5.2 Distribución La justicia de distribución es la virtud correspondiente al buen gobernante, al buen funcionario público, al líder político positivo. Es el deber que el Estado tiene para con los individuos de la comunidad a su cargo. Es una especie particular de justicia porque, en este caso, ya no se da al destinatario del acto justo algo que sea exclusivamente suyo, sino aquello que pertenece de algún modo a todos: el producto social o suma total de la convivencia. La justicia distributiva abarca bienes tan fundamentales como el alimento, el vestido, la vivienda, la cultura, la salud, la protección, el trabajo, la participación pública, etcétera. Obviamente, la justicia distributiva no implica que el gobierno sea una especie de emperador romano que aviente pan y monedas al pueblo. La distribución exige mecanismos complejos: no es el regalo ni el reparto arbitrario. La justicia distributiva es, ante todo, la creación de las condiciones necesarias para que todos los habitantes de un país alcancen una vida lograda. Por supuesto, la formación de este hábito requiere educación y buena voluntad en el gobernante. Pero también exige una respuesta proporcionada por parte de la comunidad gobernada, que debe aprender a aceptar la justicia distributiva. Esta respuesta suele denominarse justicia legal, aunque va más allá del mero cumplimiento de la ley. Los individuos que conforman el grupo social deben también estar dispuestos a promover una distribución cada vez más justa de los bienes; deben corresponder a la justicia distributiva

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con el pago de impuestos, con aportaciones y colaboraciones a la comunidad y con el respeto debido a la labor de los gobernantes. Para decirlo sucintamente, si queremos mejorar la distribución de la riqueza en nuestro país, debemos estar dispuestos a cumplir nuestras obligaciones ciudadanas, desde el respeto a una señal de tránsito hasta el pago de impuestos. El ideal de justicia distributiva necesita de una profunda revalorización de la actividad política, de modo que los encargados de la dirección del Estado se sientan comprometidos a responder dignamente por la autoridad que ostentan. 6.5.3 Exigencia Es justo exigir justicia, tanto a los otros ciudadanos como al Estado. Ello requiere madurez y valentía. Es una tarea en la que todos debemos participar. Quien se conforma o se calla la injusticia se convierte en su cómplice. A menudo nos sentimos impotentes ante injusticias que parecen estar más allá de nuestro alcance. Teniendo en mente la continuidad entre hábitos cívicos y hábitos personales de la que hemos hablado antes (6.2), debemos empezar por ejercer, impartir y demandar justicia en nuestro entorno más inmediato. Ése es el mejor conducto para la configuración de una sociedad justa. No olvidemos que en la mayoría de los casos, la infelicidad y la miseria son efectos, directos o indirectos, de alguna falta a la justicia. 6.6 Siete enemigos de la persona y de la sociedad Antes de concluir esta exploración del mapa de la personalidad, hablaremos sobre algunas de las disposiciones, vicios y enfermedades que resultan más corrosivos tanto para los individuos como para los grupos sociales. 6.6.1 La apatía Apatía significa, literalmente, insensibilidad. El apático, por ignorancia, por frivolidad o por cobardía, cierra las puertas a todo aquello que pueda comprometerlo con el bienestar de la sociedad y con su propio perfeccionamiento. Esta dejadez, este descuido de las propias

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metas y del grupo en el que estamos insertados, es el peor obstáculo para el mejoramiento de las personas y de las circunstancias sociales. La apatía es uno de los peores enemigos de la democracia y uno de los aliados más eficaces de la corrupción. El apático no debería tener la conciencia tranquila. Su inactividad representa múltiples injusticias: hacia la comunidad, que se ve privada de lo que ese individuo podría aportarle; hacia las otras personas, y hacia sí mismo, pues coarta su propio crecimiento al hacer del desinterés un modo -ciertamente bastante empobrecido- de existencia. 6.6.2 La violencia Apoyémonos de nuevo en el lenguaje común para acercarnos a la definición más precisa posible del fenómeno de la violencia. A menudo hablamos de una violenta tormenta o de un violento portazo. Podemos entrever en la violencia, por tanto, una fuerza desmesurada. El punto es, por tanto, ¿cuál es la medida correcta en el ejercicio de la fuerza? Debemos aceptar, de entrada, que el ejercicio de la fuerza y la agresividad son impulsos naturales en el ser humano. Sin embargo, la violencia es el uso ofensivo de dichas dimensiones humanas. Por ello puede ser considerada como la disposición antisocial por antonomasia. La razón debe dar medida al uso de nuestras potencialidades. La medida de este uso de la fuerza es nada menos que el respeto a la integridad física y psicológica de nuestros semejantes. En lo humano, un ejercicio violento de la fuerza y de la agresividad significa irracionalidad. Experimentamos la violencia en el mundo humano como un atropello a nuestra dignidad más fundamental. La violencia anula toda relación interpersonal, genera temor, y obstaculiza la libre manifestación de la interioridad del ser humano. 6.6.2.1 Violencia física y violencia psicológica Si la violencia es el uso desmedido de la fuerza, entonces no se limita a un fenómeno físico, puesto que también hay otros tipos de fuerza. Las amenazas, los chantajes, la persecución,

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la generación de ansiedad o de culpa son también modos de fuerza ofensiva: actos de violencia psicológica. Cuando influimos en la vida emocional y afectiva de los demás causando destrucción y desarmonías: somos violentos. Lo mismo cuando excluimos injustificadamente a una persona de tal o cual grupo, cuando manchamos su reputación o cuando disminuimos su autoestima -en la cual, como dijimos, las opiniones ajenas juegan un papel importante (6.3)- mediante un trato denigrante o mediante juicios condenatorios. Normalmente, los individuos que ejercen violencia psicológica contra los demás lo hacen para aparentar una seguridad y un control de las circunstancias que no tienen, y que les hace sentirse vulnerables ante las personas que les rodean. Si bien este tipo de violencia es menos patente que la física, y a menudo resulta mucho más complejo evitarla, debemos tenerla en cuenta porque puede ser incluso más corrosiva de la integridad personal y del orden social de lo que puedan llegar a ser las agresiones corporales. Las amenazas, por ejemplo, son un factor importante en el fenómeno de la desintegración familiar. Según el Centro de Atención a Violencia Intrafamiliar de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal, tan sólo en esta entidad se denuncian 58.5 amenazas de muerte cada mes entre familiares. Otros chantajes comunes son el de alejar a los hijos, el de dañar a otros parientes o el de correr de la casa a mujeres e hijos. Evidentemente, estas relaciones destructivas al nivel psicológico atentan contra la salud emocional y contra el desarrollo armónico de la personalidad. 6.6.2.2. La violencia familiar Este tema requiere de un tratamiento delicado. Tan sólo señalaremos que la experiencia de actos de violencia -física o psicológica- en la propia familia representa un obstáculo muy considerable para la configuración de una personalidad sana. Los modelos correctos sobre los que ha de funcionar la autoestima se forman en el núcleo familiar, por lo que la vivencia de agresiones y de ofensas, sobre todo a una edad temprana, genera una percepción deformada del propio valor, además de ansiedad, culpa y

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resentimientos. Sorprende descubrir cuántos problemas de desintegración social tienen su origen en personas que trasladan sus traumas familiares al ámbito de la convivencia cívica. Este factor es también una constante en la biografía de sujetos conflictivos, viciosos, delincuentes y suicidas. Ante esta trágica realidad, a la persona corresponde la pronta denuncia de los hechos de violencia en la familia, la educación de las jóvenes generaciones, que deben suprimir algunos modelos -por muy “tradicionales” que resulten- de abuso familiar, y la contención virtuosa de ciertos impulsos en función de una convivencia doméstica armónica y respetuosa. Como sociedad, tenemos aún mucho por avanzar en este sentido. Estudios realizados en 1999 por la Comisión Nacional de la Mujer sacaron a la luz que el 38.3% de los mexicanos considera justificado pegarle a su esposa. El mismo muestreo estadístico reveló que el 49.8% de las mujeres y el 72.2% de los hombres recibieron maltrato físico por parte de su padre en la infancia. Las cifras son alarmantes, y se agravan si enfocamos el análisis estadístico a los estratos menos favorecidos de la sociedad. Cada mexicano ha de asumir la responsabilidad de cambiar estos paradigmas, tanto en sus relaciones actuales como en la formación de una nueva mentalidad, respetuosa y cívica, en los niños y en los jóvenes. Al Estado corresponden progresos en la legislación al respecto de la violencia intrafamiliar, el apoyo a organizaciones no gubernamentales dedicadas al tratamiento de traumas familiares y de relaciones destructivas, y el impulso a la promoción de los derechos domésticos de los individuos. 6.6.2.3 La violencia social Los hechos de violencia social abarcan desde las agresiones que se dan cotidianamente entre conductores de automóviles hasta secuestros, violaciones y homicidios. La violencia social es la ruptura más grave del orden que debe regir la convivencia humana. Es, también, la frustración completa del diálogo y de la racionalidad, formas humanas más elevadas para enfrentarse a los conflictos.

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Los estallidos de violencia son prácticamente cotidianos. Nos hemos acostumbrado a un trato social intolerante y sádico; de modo que graves atentados contra el valor del ser humano pasan hoy inadvertidos, como una noticia más, entre tantas de la “nota roja”. Para revertir las tendencias culturales violentas debemos redescubrir nuestra sensibilidad y recuperar la capacidad de indignación y de empatía (la empatía es la capacidad para ponerse en el lugar del otro). Ése es el primer paso que la persona puede dar para el reestablecimiento de un orden verdaderamente humano en la sociedad. Nada lastima tan profundamente la personalidad como la experiencia de actos violentos. Además, debemos tomar en cuenta que sin un mejoramiento de las condiciones sociales, promovido desde el Estado y aceptado y alcanzado desde el esfuerzo individual de los ciudadanos, la violencia seguirá surgiendo como manifestación irrefrenable de problemáticas profundas. 6.6.3 Alcoholismo Hemos hablado ya del hábito positivo de la sobriedad (6.3.4) La necesidad de esta virtud se manifiesta ante las terribles consecuencias de un vicio-enfermedad como el alcoholismo. Soslayando las predisposiciones genéticas, podemos señalar como causas de esta adicción el afán de evadir circunstancias penosas de la realidad, la “inquietud” por nuevas experiencias y la necesidad de aceptación social. No consideramos necesario detenernos en los devastadores efectos del alcoholismo sobre la libertad del individuo, el bienestar de la familia y el correcto funcionamiento de la sociedad. Basta recordar que, en el mundo entero, aproximadamente el 50% de los homicidios están relacionados con el exceso en el consumo de bebidas alcohólicas, y que un porcentaje semejante de accidentes de tránsito y de accidentes laborales se debe a la misma causa. La embriaguez es también factor destructivo en problemas conyugales, abusos sexuales y maltrato infantil. Por encima de todas estas temibles consecuencias, hemos de pensar en que adicciones de este tipo atentan contra el valor del ser humano. Nada hay más denigrante ni más triste que contemplar el derrumbe de un individuo,

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esclavizado por su propio vicio. El alcoholismo es, por ello, un serio problema de ética cívica, y no un mero asunto personal. A las familias corresponde la formación de sus hijos en el sentido crítico y en una voluntad fuerte, capaz de autodominio y de moderación en el consumo de bebidas alcohólicas. Para las personas que ya sufren de este problema (tanto el alcohólico como sus allegados), el recurso que mejores resultados ha entregado es el del ingreso a grupos de autoayuda. En ellos, el alcohólico recupera el control sobre su propia vida, vuelve a valorar su salud física y emocional, y encuentra el valor para enfrentarse a las circunstancias adversas de las que antes quería evadirse. Las familias afectadas encuentran en estos grupos comprensión y formas de canalizar las tensiones y resentimientos acumulados. La comunidad ha de jugar a su vez un papel activo en el combate a estos vicios y en la prevención de estos problemas para las nuevas generaciones. 6.6.4 Drogadicción Como en el caso del alcoholismo, la drogadicción o fármaco-dependencia representa un problema eminentemente ético. No se trata sólo de los problemas de salud que genera ni de las mafias que crecen a la sombra del consumo de tóxicos. Se trata de respeto a la integridad personal. El adicto se limita a sí mismo, se embrutece, atenta contra el núcleo más valioso de su personalidad. Los problemas familiares y la necesidad de pertenencia a un grupo impulsan a esta automutilación de la racionalidad, que pone en riesgo la propia vida del adicto, que lo convierte en un delincuente potencial y en un factor especialmente destructivo de la convivencia social. Hemos dicho que ciertas circunstancias explican el impulso a la evasión que ofrecen los fármacos (estimulantes, depresivos, alucinógenos). Sin embargo, personas en las mismas condiciones han podido evitar el abismo de las drogas. Aunque la tentación de “tomar unas vacaciones” de la realidad, pueda entenderse en ciertos casos, ceder o no ante ese impulso depende del autodominio que cada persona tenga sobre su propia vida y sobre el modo en que enfrenta sus problemas.

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Alguno objetará que hay drogas “socialmente aceptadas”, como el alcohol o el tabaco. Lo cierto es que, si estos productos causan daños físicos y psíquicos, ha de combatirse su consumo, y no agravar el mal legitimando el uso de otras sustancias dañinas. Además, el alcohol, por ejemplo, consumido en dosis moderadas, no atenta contra la integridad física o mental del individuo. Las drogas matan: también denigran, esclavizan, empobrecen. De nuevo hemos de pensar en la familia como núcleo de formación para la prevención de estos problemas, y para hallar soluciones rápidas y eficaces cuando éstos se identifican a tiempo. 6.6.5 Bulimia y anorexia Anorexia significa falta de apetito. Quizá sea un término impreciso para hablar del trastorno alimenticio que nos ocupa, pues en realidad la pérdida del hambre se presenta en una fase tardía del problema. A menudo éste comienza en un entorno estresante (exigencias académicas o laborales, conflictos familiares), y se concreta en un conflicto alimenticio conforme avanza la enfermedad. La persona afectada tiene serios problemas en su autopercepción. Mucho influyen los modelos impuestos por los medios de comunicación, que han generado una imagen del ser humano en la que la delgadez es un parámetro inevitable de belleza, y ésta es el único criterio de éxito personal y de satisfacción con uno mismo. Ante paradigmas tan generalizados y tan opresivos, el individuo se siente incómodo consigo mismo (tenga o no -lo mismo da- de hecho un problema de obesidad) y se encuentra incapacitado para tener una opinión objetiva sobre su cuerpo. Se engaña quien piensa que anorexia o bulimia son enfermedades exclusivamente femeninas, o propias de un cierto sector socioeconómico. Investigaciones recientes han señalado el aumento de este trastorno en varones, y su peligrosidad en todos los estratos sociales. Además, la enfermedad se presenta cada vez a edades más tempranas. El problema tiene, por supuesto, un fondo psiquiátrico y psicológico. Influyen la desintegración familiar, un entorno agresivo de falsas “amistades”, las comparaciones injustas. Empieza, como decíamos, por una alteración nerviosa, que conduce a una

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distorsión en la apreciación de la propia figura. La acompañan depresión y ansiedad. La variante anoréxica genera negación ante la comida, rituales con el alimento (cortarlo en pequeños trozos, calcular una y otra vez las calorías...), y reacciones histéricas.

Se

diagnostica bulimia cuando, además de los síntomas antes enunciados, el enfermo se provoca el vómito después de comer compulsivamente (los trastornos alimenticios oscilan entre la negación absoluta a ingerir alimento y los subsecuentes “atascones”). Los efectos de estas conductas son tanto fisiológicos como caracterológicos: pérdida de peso, palidez, variaciones violentas de la temperatura, adormecimiento, debilidad, cambios metabólicos... la personalidad se ve afectada por una constante irritabilidad, accesos de ira, sentimientos de culpa y de autodesprecio, retraimiento social, y desconfianza en el entorno. Las consecuencias últimas son el aislamiento social y la muerte (a menudo por inanición, suicidio o desequilibrio electrolítico). La asesoría psiquiátrica y nutricional, un entorno verdaderamente amigable y el apoyo familiar son condiciones necesarias para el restablecimiento de estos enfermos. Se requiere también de actitud crítica frente a los paradigmas postizos de la sociedad moderna, incapaces de reconocer el verdadero valor de una persona. Los grupos de autoayuda son también recomendables. Recientemente se ha descubierto la utilidad de la lectura y de las bellas artes para ayudar a la persona con el trastorno a redescubrir los verdaderos valores de su personalidad. 6.6.6 Pornografía infantil La pornografía infantil es la peor forma imaginable de explotación. Nada puede ser más degradante para la especie humana que la utilización de seres inocentes e indefensos, su transformación en objetos de consumo. La exposición de la intimidad infantil resulta injustificable, desde cualquier perspectiva. Se trafica con la intimidad de los pequeños: de entrada, se negocia algo ajeno. Se explota una sexualidad que los mismos niños aún no descubren. El desarrollo sexual, emocional y social de las víctimas de la pornografía infantil queda gravemente comprometido.

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Además, la pornografía infantil corrompe las relaciones humanas y fomenta la violencia en todas sus modalidades; encima, promueve agresiones sexuales graves, secuestros y homicidios. Ya sea soft core (la llamada “pornografía blanda”) o hard core (la “pornografía dura”), la exposición de niños como productos para satisfacer la demanda de enfermos sexuales implica el peor menosprecio de la vida humana. De esta indiferencia ante el sufrimiento y la denigración de los inocentes se puede pasar fácilmente a la brutalidad y la violación. El combate a este problema social nos corresponde a todos: medios de comunicación, organizaciones civiles, padres de familia, educadores y autoridades. No deben confundirnos los falaces argumentos de “tolerancia” malentendida, que pretenden que este consumo es uno más entre los “entretenimientos” aceptables por la comunidad. Tampoco debe paralizarnos la apatía o el horror ante las verdades que podamos descubrir en la investigación que estos abusos exigen. 6.6.7 Acoso sexual En sentido amplio, acoso sexual es toda presión ejercida sobre un individuo, mediante amenazas o mediante la oferta de ciertos privilegios, para obtener de él algún tipo de relación sexual que éste no desea.

Normalmente, el problema se plantea desde la

perspectiva laboral: en esos casos, el hostigamiento consiste en la conducta de una persona que utiliza el puesto que ocupa para amenazar (sin amenaza, la insinuación sexual no es propiamente un acoso) con despidos o con la retención de algún estímulo, y así obtener cierta satisfacción sexual, que quizá le sea proporcionada, si no por el favor sexual en sí mismo, sí por un ambiente sexista y agresivo que le excita y refuerza sus actitudes antisociales. Sin importar si la amenaza es velada o explícita, si la proposición no ha sido provocada o solicitada por el elemento pasivo de la relación, y ésta es indeseable para él, estamos ante un caso de acoso sexual. Las conductas hostigantes abarcan desde comentarios ofensivos

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sobre el sexo o sobre el cuerpo hasta la solicitación de imágenes, el tocamiento en forma sexualmente sugerente, la invasión del espacio personal y la consumación del acto sexual. En nuestro país las demandas por hostigamiento sexual son pocas. Ello responde al miedo ante las represalias; a menudo el acosado evita toda acción que pueda afectar los términos o condiciones de su empleo. Esta obstaculización de la denuncia compromete a las empresas a ejercer medidas preventivas y correctivas, y a establecer mecanismos que den cauce a las quejas de este tipo sin comprometer de modo alguno el status laboral del demandante. Además, se ha de fomentar la exigencia de justicia y la cultura de la denuncia. El afectado ha de darse cuenta de que el acoso atenta contra su libertad más fundamental: se le está convirtiendo, literalmente, en un objeto de placer sujeto a intercambio. Es su deber alertar sobre el comportamiento invasivo, autoritario y antisocial de quien le acosa. En la mayoría de los casos, el hostigador sexual presenta estas conductas recurrentemente: repetirá el acoso con otros de sus empleados. Denunciarlo a tiempo puede evitar que otras personas sean utilizadas o perjudicadas por este tipo de presiones en el futuro. Debemos ser conscientes de que el fenómeno del acoso sexual no se da exclusivamente entre compañeros de oficina o entre jefes y subordinados en una empresa. También se da el abuso de poder y el hostigamiento en las instituciones educativas, en concursos y certámenes, en licitaciones y otros tipos de negocios, etc. El problema presenta facetas diversas según el entorno en que se suscita. Para enfrentarlo han de conocerse las circunstancias particulares de cada caso, atendiendo a estas condiciones singulares sin soslayar en ningún momento la dignidad del ser humano y el derecho de ser respetado en su intimidad. Entre los expertos en este problema, se ha suscitado la discusión de si el acoso sexual es un conflicto provocado por el abuso de poder o por la falta de autodominio que conduce a los desórdenes sexuales. Lo cierto es que ambos factores intervienen en este asunto. Así como las virtudes se comunican y remiten unas a otras, los vicios también se presentan

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mezclados. Nadie puede hacer un uso justo del poder si no sabe gobernarse a sí mismo. Del mismo modo, el desorden sexual implica la objetivación de las otras personas. El acosador “usa” a la persona: le niega el respeto que se le debe como individuo. Esta deformación de las relaciones interpersonales implica la comisión de todo tipo de injusticias. En la última década, según el INEGI, el porcentaje de mujeres con participación económica en nuestro país subió del 19.6% al 29.9%. Ante la creciente participación de la mujer en el campo laboral, el problema del acoso sexual ha ido agravándose (aunque aclaramos que también existe hostigamiento entre personas del mismo sexo o de mujeres a hombres). Evitarlo, investigarlo y, en su caso, denunciarlo y castigarlo, es parte de la responsabilidad social de cualquier empresa.

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Bibliografía recomendada 1. A.A.V.V.: El acoso sexual en la empresa: cómo prevenirlo, IPADE, México, 2001. 2. Benett, W.: El libro de las virtudes, Vergara, México, 1996. 3. Camps, V.: Virtudes públicas, Espasa-Calpe, Madrid, 1990. 4. Comte-Sponville, A.: Pequeño tratado de las grandes virtudes, SEP, México, 1999. 5. Cortina A.: Ciudadanos del mundo. Hacia una teoría de la ciudadanía, Alianza, Madrid, 1997. 6. Gordon, R.: Anorexia y bulimia: anatomía de una epidemia social, Ariel, Barcelona, 1994. 7. Guerra, A. J.: El alcoholismo en México, Fondo de Cultura Económica, México, 1977. 8. Macintyre, A.: Tras la virtud, Crítica, Barcelona, 1987. 9. North, R.: El alcoholismo en la juventud, Concepto, México, 1991. 10. Olivieri, L.: La drogadicción: un desafío a la comunidad internacional en el siglo XXI. Una respuesta global, Veintiuno, Madrid, 2001. 11. Raich, R. M.: Anorexia y bulimia: trastornos alimentarios, Pirámide, Madrid, 1994. 12. Ricoeur, P.: Lo justo, Caparrós Editores, Madrid, 1993. 13. Ricoeur, P.: Amor y justicia, Caparrós Editores, Madrid, 2000. 14. Wise, S.; Stanley, L.: El acoso sexual en la vida cotidiana, Paidós, Barcelona, 1992.

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