Evaluación Inicial de Prácticas del Lenguaje Primer año de Secundaria. Ciclo 2013

Evaluación Inicial de Prácticas del Lenguaje Primer año de Secundaria Ciclo 2013 La lectura puede ser un recurso para dar sentido a la experiencia de

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INDICE - Editorial 2 - Enfoque 4-6 - Nivel Inicial 7 - Primer Ciclo 8-9 - Segundo Ciclo 10-18 - Tercer Ciclo 19-23 - Nivel Polimodal 24-

PRUEBA DE EVALUACIÓN INICIAL: LENGUAJE
PRUEBA DE EVALUACIÓN INICIAL: LENGUAJE 6º Primaria NOMBRE DEL ALUMNO / A_____________________________ TUTOR / A______________________________________

PRUEBA DE EVALUACIÓN INICIAL: LENGUAJE
PRUEBA DE EVALUACIÓN INICIAL: LENGUAJE 5º Primaria NOMBRE DEL ALUMNO / A_____________________________ TUTOR / A______________________________________

Ciclo infantil inicial
3 d colores Material pedagógico sobre reciclaje Enseñanza primaria 5 Ciclo infantil inicial 3 Ciclo infantilinicial d colores Material pedagógi

A DE PRIMER CICLO
DOCUMENTOS DE REFLEXIÓN PARA EL PROFESORADO DOCUMENTO DE REFLEXIÓN PARA EL PROFESORADO CONOCIMIENTO DEL ALUMNADO CARACTERISTICAS PSICOLÓGICAS DEL NI

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Evaluación Inicial de Prácticas del Lenguaje Primer año de Secundaria

Ciclo 2013 La lectura puede ser un recurso para dar sentido a la experiencia de alguien, para darle la palabra a sus esperanzas, a sus miserias, a sus deseos; la lectura puede ser también un auxiliar decisivo para repararse y encontrar la fuerza necesaria para salir de algo; y finalmente, otro elemento fundamental, la lectura es una apertura hacia el otro, puede ser el soporte para los intercambios.

Michele Pètit

Aprender Prácticas del Lenguaje es importante para... (Objetivos del área) Conocer y comprender mejor el mundo y a nosotros mismos a través de nuestra lengua y la literatura.  Construir una perspectiva lingüística personal que permita discernir los propios procesos de aprendizaje vinculados con la comprensión, la interpretación y la producción de textos orales y escritos.  Formarse progresivamente como lectores independientes, capaces de elegir críticamente autores y obras según intereses personales y particulares. Interesarse en producir textos orales y escritos que se adecuen a las pautas de comunicabilidad que organizan nuestra cultura.  Leer textos en diversos formatos y situaciones, según propósitos variados y empleando diferentes estrategias.  Reflexionar acerca de la lengua en su aspecto normativo y gramatical.  Valorar las posibilidades de la lengua oral y escrita como medio que permite expresar y compartir pensamientos, sentimientos y conocimientos. 

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Contenidos involucrados en la Evaluación Inicial

La Lengua como sistema Clases de palabras Sustantivos (Se espera que los alumnos conozcan la clasificación semántica y morfológica del sustantivo) Adjetivos (Se espera que los alumnos conozcan la clasificación semántica y morfológica del adjetivo) Verbos (Identificación de accidentes de persona, número, tiempo y modo. Reconocimiento de raíz y desinencia) Adverbios (Identificación de tipos de adverbios: de tiempo, modo, lugar, afirmación, negación, etc.) Preposiciones, conjunciones e interjecciones. Pronombres personales, demostrativos, posesivos y enfáticos. (Los alumnos deben identificar cada una de las clases de palabras y conocer sus respectivas funciones sintácticas)

Gramática estructural: La oración simple: la oración bimembre y la oración unimembre (sin verbo conjugado). El sujeto. Sujeto simple y compuesto. El sujeto expreso y el sujeto tácito. El predicado verbal simple y compuesto. Modificadores del sustantivo: modificadores directo e indirecto. Aposición. Partículas de relación sintáctica (coordinantes y subordinantes). Construcción comparativa. Modificadores del verbo. El objeto directo. El objeto indirecto. Los circunstanciales con conexión directa e indirecta. Reconocimiento de los objetos por medio del reemplazo pronominal. El complemento agente. Frase verbal de voz pasiva y de tiempo compuesto. Pasaje a voz pasiva.

Normativa Tildación general. Identificación de palabras según su acentuación (agudas, graves, esdrújulas, sobresdrújulas). Reglas de tildación. Uso de mayúsculas y signos de puntuación. Verbos: Paradigma de la conjugación regular. Formación de palabras (identificación de prefijos y sufijos) Diptongo, triptongo y hiato. Sinónimos, antónimos, homónimos, homófonos, hipónimos e hiperónimos. Construcción de familias de palabras. Reglas ortográficas básicas (usos de B, V, G, J, S, Z, C, H, X) Dictado 2

Tipologías textuales. Literatura y Teoría literaria. Reconocimiento de tipos de textos: ficcionales y no ficcionales. Tramas textuales (trama narrativa, dialogal, descriptiva, expositiva, argumentativa, instruccional) e intención comunicativa. Identificación de clases de narrador según grado de conocimiento y persona de la enunciación (protagonista, testigo y omnisciente). Reconocimiento de personajes principales y secundarios. Identificación de núcleos narrativos. Capacidad para elaborar un resumen argumental a partir de un breve texto propuesto. Identificación de conceptos de texto, párrafo y oración. Identificación de tema, subtema e ideas principales. Capacidad para construir secuencias narrativas. Creación de textos cohesivos, coherentes y acordes a la normativa de la lengua española. Uso correcto de los tiempos verbales. La reescritura. Construcción de paráfrasis. Cambio del punto de vista en la narración. Redacción de textos de trama eminentemente narrativa.

Comprensión lectora Se propondrá una serie de textos a partir de los cuales, los alumnos realizarán actividades que permitirán medir el grado de comprensión lectora alcanzado. A la hora de evaluar este punto, se observará el cuidado y ajuste a la normativa, además de la correcta construcción textual.

ES IMPRESCINDIBLE QUE LOS ALUMNOS SE PRESENTEN AL EXAMEN HABIENDO LEÍDO EN PROFUNDIDAD TODOS LOS TEXTOS QUE FORMAN PARTE DEL CORPUS.

Producción textual Se propondrá la construcción de textos a partir de una consigna de escritura. Se espera que los alumnos tengan la capacidad de construir textos cohesivos y coherentes que respeten los aspectos solicitados en la consigna.

Criterios de evaluación: A la hora de evaluar se tendrán en cuenta los siguientes criterios: Comprensión de las consignas propuestas. Ajuste de la respuesta a lo solicitado en la consigna. Claridad y calidad de la producción textual escrita. Ajuste a la normativa de la lengua española. Reconocimiento de las diferentes clases de palabras y sus respectivas funciones sintácticas. Reconocimiento de los principios generales del sistema de la lengua y de la gramática textual y oracional. 3

Capacidad de abstracción para la creación de resúmenes, mapas conceptuales y/o secuencias narrativas. Uso de un vocabulario adecuado. Dominio de la información. Pertinencia temática. Capacidad para comprender textos literarios e informativos. Reconocimiento de tipos textuales y capacidad de producción acorde a diferentes tipologías de textos.

NOTA: LOS ALUMNOS DEBERÁN PRESENTAR LA EVALUACIÓN EN TINTA. NINGUNA ACTIVIDAD (INCLUSO LAS DE SINTAXIS) PODRÁ PERMANECER EN LÁPIZ. SERÁ NECESARIO CUIDAR LA CALIGRAFÍA, YA QUE TODA RESPUESTA ILEGIBLE SERÁ CONSIDERADA INVÁLIDA.

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Corpus de textos Los textos que se encuentran a continuación proponen recorridos de lectura, trayectos en los que los alumnos transitarán por la sorpresa, el miedo, el placer y el interés que nos provocan las historias. Leer abre las puertas a un mundo maravilloso de goce y aprendizaje. Es necesario que los alumnos lean en profundidad los siguientes textos. Algunas actividades de la Evaluación Inicial se basarán en la lectura realizada.

El mito de Eco Cierta vez, Zeus se encontraba tomando un descanso en un verde bosquecillo rodeado de ninfas con las cuales conversaba divertido. De repente, apareció celosa Hera, su esposa, y las ninfas, que conocían su carácter vengativo, se preguntaban cómo escapar sin que ll las reconociera. Entonces, la ninfa Eco, que era una gran conversadora, se interpuso en el camino de Hera y comenzó a hablarle y a hablarle sin parar, mientras las otras ninfas aprovechaban para huir. Enojadísima la diosa, cuando se dio cuenta de la estratagema, le dijo a la atrevida: -¡Desde hoy, tú solo hablarás última! Y así fue. Desde entonces, Eco solo puede repetir lo que los demás dicen.

La planta de Bartolo Laura Devetach El buen Bartolo sembró un día un hermoso cuaderno en un macetón. Lo regó, lo puso al calor del sol, y cuando menos lo esperaba, ¡trácate!, brotó una planta tiernita con hojas de todos colores. Pronto la plantita comenzó a dar cuadernos. Eran cuadernos hermosísimos, como esos que gustan a los chicos. De tapas duras con muchas hojas muy blancas que invitaban a hacer sumas y restas y dibujitos. Bartolo palmoteó siete veces de contento y dijo: —Ahora, ¡todos los chicos tendrán cuadernos! ¡Pobrecitos los chicos del pueblo! Estaban tan caros los cuadernos que las mamás, en lugar de alegrarse porque escribían mucho y los iban terminando, se enojaban y les decían: —¡Ya terminaste otro cuaderno! ¡Con lo que valen! Y los pobres chicos no sabían qué hacer. Bartolo salió a la calle y haciendo bocina con sus enormes manos de tierra gritó: —¡Chicos!, ¡tengo cuadernos, cuadernos lindos para todos! ¡El que quiera cuadernos nuevos que venga a ver mi planta de cuadernos!

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Una bandada de parloteos y murmullos llenó inmediatamente la casita del buen Bartolo y todos los chicos salieron brincando con un cuaderno nuevo debajo del brazo. Y así pasó que cada vez que acababan uno, Bartolo les daba otro y ellos escribían y aprendían con muchísimo gusto. Pero, una piedra muy dura vino a caer en medio de la felicidad de Bartolo y los chicos. El Vendedor de Cuadernos se enojó como no sé qué. Un día, fumando su largo cigarro, fue caminando pesadamente hasta la casa de Bartolo. Golpeó la puerta con sus manos llenas de anillos de oro: ¡Toco toc! ¡Toco toc! —Bartolo —le dijo con falsa sonrisa atabacada—, vengo a comprarte tu planta de hacer cuadernos. Te daré por ella un tren lleno de chocolate y un millón de pelotitas de colores. —No —dijo Bartolo mientras comía un rico pedacito de pan. —¿No? Te daré entonces una bicicleta de oro y doscientos arbolitos de navidad. —No. —Un circo con seis payasos, una plaza llena de hamacas y toboganes. —No. —Una ciudad llena de caramelos con la luna de naranja. —No. —¿Qué querés entonces por tu planta de cuadernos? —Nada. No la vendo. —¿Por qué sos así conmigo? —Porque los cuadernos no son para vender sino para que los chicos trabajen tranquilos. —Te nombraré Gran Vendedor de Lápices y serás tan rico como yo. —No. —Pues entonces —rugió con su gran boca negra de horno—, ¡te quitaré la planta de cuadernos! —y se fue echando humo como la locomotora. Al rato volvió con los soldaditos azules de la policía. —¡Sáquenle la planta de cuadernos! —ordenó. Los soldaditos azules iban a obedecerle cuando llegaron todos los chicos silbando y gritando, y también llegaron los pajaritos y los conejitos. Todos rodearon con grandes risas al vendedor de cuadernos y cantaron "arroz con leche", mientras los pajaritos y los conejitos le desprendían los tiradores y le sacaban los pantalones. Tanto y tanto se rieron los chicos al ver al Vendedor con sus calzoncillos colorados, gritando como un loco, que tuvieron que sentarse a descansar. —¡Buen negocio en otra parte! —gritó Bartolo secándose los ojos, mientras el Vendedor, tan colorado como sus calzoncillos, se iba a la carrera hacia el lugar solitario donde los vientos van a dormir cuando no trabajan.

La leyenda del Gauchito Gil Iris Rivera Se llamaba Antonio este correntino. Y era apenas un gauchito cuando se enamoró de aquella muchacha. Mala suerte: el comisario también le había echado el ojo. Pero ella prefirió al gauchito. Mala estrella: el comisario lo entró a perseguir como si fuera criminal. Hasta que lo encontró. Y fue en la pulpería1. — ¡Eh, vos, mocito! —lo apuró.

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Almacén de campo

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Pero el mocito no era lerdo y le hizo frente, facón2 en mano. El comisario desenvainó también. Y se trenzaron. Uno era hombre de experiencia; el otro, mozo de habilidad. Y en un momento de descuido, el cuchillo del comisario cayó al piso. El gauchito pudo matarlo ahí nomás, pero dudó. Le perdonó la vida. Lástima que el otro seguía siendo el comisario, y ahora tenía una excusa: el gauchito se le había

desacatado. De ahí en adelante lo persiguió con más encono. Por atentar contra la autoridad. Así fue como al gauchito le nació la mala fama de tener líos con la policía.

Cuando se armó la guerra con el Paraguay, el gauchito, como tantos otros, se alistó como soldado para tener ocupación. Y estuvo allá, peleando como cinco años, hasta que la guerra se acabó. Entonces volvió al país. Pero acá se encontró con otra guerra. Celestes contra rojos. Argentinos todos, pero en guerra. El gauchito era rojo de pensamiento y de pañuelo. Un día lo quisieron reclutar. A la fuerza... porque él se resistió. No iba a pelear contra sus compatriotas: eso, nunca. Y no le quedó otra que hacerse desertor junto con varios de su misma idea. Y así anduvieron nomás, escondidos en el monte, escapados. Cosa grave era esa. Por aquel tiempo, se pagaba con la vida. La gente entró a comentar que se habían vuelto bandoleros. Otros decían que robaban, sí, pero solo a los ricos y para repartir entre los pobres. Se hablaban muchas más cosas del gauchito. Que había curado a este y sanado a aquel, por ejemplo. Y con solo imponerles las manos. Y que tenía en los ojos un poder magnético. Y que colgaba de su cuello un amuleto de San la Muerte que lo protegía del mal. Así se iba ganando cierto respeto y hasta cierto temor, el gauchito. Hasta que una patrulla lo encontró. Y no hubo san la Muerte ni magnetismo que le valieran. —Y vos, ¿por qué desertaste? —le preguntaron. — Ñandeyara se me ha aparecido en sueños — dijo el gauchito —. Y me ha dicho que no hay que pelear entre gente de la misma sangre. ¿Ñandeyara? ¿El dios de los guaraníes? El sargento a cargo no le creyó. Y decidió trasladarlo a Goya para que lo juzgara un tribunal, a ver si merecía la muerte o no. Pero, mientras iban de camino, los vecinos del lugar empezaron a juntar firmas para que el gobernador lo indultara. Pensaban que el gauchito era un buen hombre y lo querían libre. Claro que esto de las firmas empezó a poner nervioso al sargento a cargo. Ya casi llegando a Mercedes, resolvió: — ¡Qué tribunal ni tribunal! Yo digo que a este gaucho desertor lo matemos acá mismo. —No me matés, sargento —dicen que dijo el gauchito —. No me matés, que la orden de mi perdón está en camino. Pero los soldados ya lo habían tirado al suelo, debajo de un algarrobo, y, sin mirarlo a los ojos, le habían atado los pies con una soga larga. La pasaron por encima de una rama y lo izaron de manera que

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Cuchillo grande y puntiagudo.

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quedó cabeza abajo. Para que no pudiera usar el poder de su mirada y para que el payé (brujería) de San la Muerte, que nadie se animó a quitarle, no pudiera actuar. Entonces, cuando el gauchito se vio cabeza abajo, le dijo a su verdugo: —Vos me vas a matar, sargento. Pero cuando llegues a Mercedes, te van a entregar la orden de mi perdón. Y eso no es nada: también te van a decir que tu hijo está muriendo de mala enfermedad. El sargento no lo miraba. —Vos no me creés, sargento. Y me vas a matar igual. Pero, cuando llegues a Mercedes, vas a saber que mi sangre es inocente. Y va a ser tarde para que me salves. Pero salva a tu hijo al menos. Acordate de mi nombre, invocame. Porque la sangre inocente hace milagros. Como bien decía el gauchito Gil, el sargento no le creyó palabra y ordenó a los soldados que dispararan. Pero dicen que las balas rebotaron en el San la Muerte y no entraron en el cuerpo del gauchito. Entonces, enardecido, el sargento desenvainó su cuchillo. Y lo usó. La sangre del gauchito Gil mojó la tierra. Y allí quedó colgado el cuerpo, sin sepultura, en tanto la patrulla recorría el camino que faltaba para llegar a Mercedes. Al entrar en la ciudad, el sargento recibió a la vez las dos noticias: el gauchito había sido indultado y su propio hijo agonizaba. Sin desmontar, regresó a todo galope al lugar donde había derramado aquella sangre inocente. Descolgó el cuerpo llorando, y llorando le dio sepultura. Y persignándose invocó el nombre del gauchito Gil. Le pidió perdón y le rogó para que Dios no se llevara la vida de su hijo. Dicen que, de regreso a Mercedes, con el alma en un puño, el sargento encontró al chico milagrosamente sano. Dicen también que entonces cortó unas ramas de ñandubay y formó una cruz que clavó en el lugar exacto donde la tierra se bebió la sangre del gauchito Gil. El primer viajero que se detuvo allí colgó de la cruz un trapo rojo, el color del pañuelo del gauchito, el del partido federal. Al tiempo se supo que la sepultura había quedado en tierras de una familia "importante". Y esta gente no quiso saber nada de que "ese gaucho bandolero" descansara allí. Y, mucho menos, que "el pueblerío" se juntara a rezarle justamente dentro de sus tierras. Movieron influencias en el gobierno y consiguieron que trasladaran el cuerpo al cementerio de Mercedes. Entonces el pueblerío empezó a murmurar que el gauchito se iba a vengar por esa ofensa. Si se vengó o no, no es el caso. El caso es que la familia empezó a perder fortuna y salud... hasta que al padre lo atacó un remolino de locura. Y parece que ahí fue cuando alguno de ellos dijo: "Mejor traigamos de vuelta al gauchito". Y lo trajeron al lugar mismo de donde lo habían sacado. La familia, entre arrepentida y aterrada, le levantó un monumento para desagraviarlo mejor. Si lo desagraviaron o no, no es el caso. El caso es que les empezó a volver la salud y también la fortuna. Claro que lo que volvió además fue el pueblerío. La caravana de devotos del gauchito, hasta el día de hoy, le sigue dejando trapos, pañuelos, banderas y estandartes rojos. Velas rojas y rojas flores para el gauchito del pueblo. Y placas de metal con inscripciones, en número incontable. Así lo recuerdan y así le agradecen por los tantísimos milagros que le piden y él les cumple, según dicen, generosamente.

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También están los viajeros que no creen mucho, pero igual, cuando pasan frente al santuario, detienen el auto un rato... por las dudas. O, si siguen de largo, al menos lo saludan tocándole bocina. No sea cosa que el gauchito se ofenda y les alargue el viaje con una serie de inconvenientes o, lo que es peor, que les suceda algún percance en el camino. Algún percance fatal.

En puntas de pie Elsa Bornemann Ronda cree estar soñando. No logra entender por qué está caminando por la acera de enfrente del edificio en donde vive con su familia, dispuesta a cruzar hacia allí y a volver a su casa. ¿Cómo es posible? En ese mediodía de lunes ella debía de estar —aún— bien lejos de su barrio, en Bariloche, disfrutando de las últimas jorradas de su viaje de egresados, junto con sus compañeros de séptimo de primaria. ¿Qué hace, de regreso a su departamento, antes de lo previsto... y sola? Se siente rara, una mezcla de temor y de perplejidad. No recuerda cómo ni cuándo abandonó el hotel del sur ni cómo llegó de vuelta a su domicilio. Confusa, todavía no atina a cruzar la calle que —a esa hora— es un río de vehículos. Es entonces cuando mira hacia el segundo piso de su casa y el sobresalto le resulta insoportable: «¡No!», se dice. «¡Estoy en medio de una pesadilla! ¡Ay, que me despierte de una vez! ¡Qué espanto!» Ronda se ha visto —con claridad— a sí misma, allá en lo alto, desplazándose a través de su balcón y regando las plantas, tal como lo hizo durante el atardecer del lunes de una semana atrás, momentos antes de partir hacia la terminal del ómnibus con destino a Bariloche, en compañía de sus padres y hermanos. Lo que más la inquieta es verse con la misma ropa que usaba en aquellos instantes: el jean, la camisa escocesa, el pullover azul anudado a la cintura... ¿Qué le está sucediendo? En un impulso desesperado, cruza la calle. Esquiva autos, colectivos y motos, sin pensar en el peligro de hacerlo justo cuando el semáforo de la esquina les ha dado vía libre. Llega a la entrada de su edificio. Lo primero que se le ocurre es pulsar el timbre de su segundo "C" en el portero eléctrico, aunque tiene las llaves para entrar sin problemas. Toca reiteradamente. En vano. Nadie responde a sus llamadas. Decide subir, entonces. Con seguridad ese sueño que la atrapa va a desvanecerse en cuanto ella pise las baldosas familiares del palier y, como en los cuentos de miedo que tanto la fastidian como lectora, se despertará —finalmente— en la habitación 203 del hotel de Bariloche, que comparte con sus amigas preferidas. Sí. No le cabe duda de que eso es lo que va a pasar, como tantas otras veces en que se ha despertado —de golpe— tras un sueño escalofriante como el que ahora la está eligiendo de involuntaria protagonista. Se ubica frente al ascensor. No alcanza a apretar el botón de llamada, pues el aparato se detiene en la planta baja y una vecina del tercero desciende apurada y, apurada, pasa junto a Ronda. «Será por eso que no contestó a mi saludo», piensa la chica, momentáneamente ausente de su pesadilla al cruzarse con un rostro conocido. «Ni me habrá visto... porque ella es muy amable...» Ronda sube —entonces— al ascensor que, de inmediato, la transporta hasta el segundo piso.

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Apenas transpone la puerta de su casa, nota que el atardecer se ha dado cita allí. Penumbras. ¿A dónde fue a parar la luminosidad de las doce? Con creciente angustia, llama: —¡Mami!, ¡Papi!, ¡Seba!, ¡Nico! —pero ni sus padres ni sus hermanitos le responden. Es evidente que no hay nadie. Se apresura a ir a su cuarto. «¡Oh, Dios, no puedo escapar de esta pesadilla!», deduce al observarlo tal cual lo dejó el día de su partida. Y la visión se le antoja doblemente inexplicable, porque todavía está su cama sin tender, como la abandonó después de la larga siesta... y los cajones de la cómoda siguen a medio abrir, mostrando el revoltijo de prendas que ella hizo —entonces— en busca del camperón que su abuela le había regalado para las fiestas. ¿Y el dormitorio de sus hermanos? ¡El colmo! Conserva el mismo desorden de aquel atardecer y de eso también puede estar completamente segura, porque los chicos habían estado armando la maqueta de una pista de autitos —sobre el piso— y se le presenta a medio terminar, igual como cuando ellos, protestando, tuvieron que interrumpir su juego. Y las latas de bebidas gaseosas a un costado de la maqueta... apenas consumidas... y la caja de papas fritas tan sin abrir, como cuando ella se las llevó y ya no había tiempo para comerlas... «¡Las comen a la vuelta, Seba!», había dicho su papá, nervioso porque temía llegar tarde a la terminal. «¿Quieren que perdamos el micro?» «No... es... insólito...», piensa Ronda. «Mamá nunca dejaría la casa patas arriba durante una semana... ¡Ni un día siquiera! ¿Qué diablos está pasando aquí?» La jovencita empieza a convencerse de que es prisionera de una pesadilla tortuosa, pero no comprende —ni por las tapas— lo que acontece. Desde la cocina —entonces— marca los números telefónicos del consultorio de su mamá, de la oficina de su papá, de las casas de los abuelos, tíos, amigos de la familia, y de algunos vecinos de confianza... Las campanillas suenan en el vacío. Invariablemente, todas. Ronda se echa a llorar, desconsolada y muerta de miedo, mientras pasa junto al balcón que da a la calle. Enmudece entre las lágrimas... Porque vuelve a contemplarse allí, regando las plantas tal como se había descubierto desde la acera de enfrente un rato antes. Decide buscar refugio en la habitación de sus padres. Entra y se arroja de bruces sobre la cama, gimiendo a más no poder. Cuando mira en derredor ve —borroneado— el perchero donde su papá había colgado el traje que se había cambiado por otra ropa más liviana y —tendido sobre él— el deshabillé de su mamá, el mismo que se había quitado después de bañarse para vestirse —ligerito— a fin de acompañarla a ella hasta la estación de autobuses la semana anterior. Desde la ventana del cuarto de sus padres se filtra el atardecer... y los relojitos de sus mesas de noche están detenidos a las diecinueve y cuarenta y cinco, la hora exacta en que todos salieron de la casa —siete días antes— rumbo a la terminal de Retiro... Trata de recomponerse: «¡Ah, el contestador telefónico! ¡Allí debe de haber grabado algún mensaje que signifique algo; algo que me ayude a descubrir esta intriga!» Y Ronda va —apresurada— hada el escritorio de sus padres, donde está instalado el aparato automático. Ciertamente, en el grabador hay una gran cantidad de mensajes que podrían despejar el misterio que acongoja a la nena. Pero ella no escucha ninguno.

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Cuando lo apaga, oye un murmullo de voces queridas junto a la puerta de acceso al departamento. Enseguida, ruido de llaves y los pasos de sus padres, hermanos, abuelos, tíos, más los de otra gente que aún no consigue reconocer. También oye cómo —entre susurros— el grupo se empieza a acomodar en la sala. Se precipita hacia allí, alborozada aunque con el corazón al borde de un estallido. —¡Mami! ¡Papi! —grita, a medida que se aproxima al lugar de reunión. —¡No sé cómo pero estoy de vuelta! —exclama, una y otra vez. En medio de la sala, ve a sus padres, llorosos. Llorosos los abuelos, los tíos, la directora de su escuela primaria... y ciertos vecinos con caras muy serias... Inútil que la nena les reclame atención... Nadie parece verla... ni oírla... En verdad, no la ven ni la oyen; no pueden verla ni oírla por más que Ronda se desgarre en lamentos. Es entonces cuando advierte un montón de recortes de diarios desparramados sobre la mesa ratona. ¿Qué relación tendrán con el absurdo de esa situación? Ya muda, se acerca a hojearlos. Lee fragmentos de una misma noticia y de varios avisos fúnebres, en tanto que siente que se va fragmentando a la par. Aterrada lee: ««TRÁGICO ACCIDENTE (...) BARILOCHE (...) LA NIÑA MURIÓ EN EL ACTO (...) AYER VIERNES (...)» RONDA... (...) en la paz del Señor (...) serán sepultados el próximo lunes... (...) con profundo dolor... (...) visitas de pésame (...)» ¿El viernes pasado...? De repente, sus pies comienzan a despegarse del piso hasta tomar la posición de puntas de una bailarina clásica. Su cuerpo se eleva en el aire, como aspirado desde arriba. Lenta, muy lentamente. Aúlla casi, mientras flota en dirección aI ventanal trasero del living, abierto al jardín del edificio. A medida que Ronda lo atraviesa, sus oídos perciben la campana del reloj de pared de la sala anunciando la una. La una del mediodía del lunes. Los rayos del sol la desdibujan, la esfuman, van borrando su silueta, hasta que se la traga la imperturbable luminosidad del cielo.

Amigos por el viento Liliana Bodoc A veces, la vida se comporta como el viento: desordena y arrasa. Algo susurra, pero no se le entiende. A su paso todo peligra; hasta aquello que tiene raíces. Los edificios, por ejemplo. O las costumbres cotidianas. Cuando la vida se comporta de ese modo, se nos ensucian los ojos con los que vemos. Es decir, los verdaderos ojos. A nuestro lado, pasan papeles escritos con una letra que creemos reconocer. El cielo se mueve más rápido que las horas. Y lo peor es que nadie sabe si, alguna vez, regresará la calma. Así ocurrió el día que papá se fue de casa. La vida se nos transformó en viento casi sin dar aviso. Yo recuerdo la puerta que se cerró detrás de su sombra y sus valijas. También puedo recordar la ropa

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reseca sacudiéndose al sol mientras mamá cerraba las ventanas para que, adentro y adentro, algo quedara en su sitio. —Le dije a Ricardo que viniera con su hijo. ¿Qué te parece? —Me parece bien —mentí. Mamá dejó de pulir la bandeja, y me miró: —No me lo estás diciendo muy convencida... —Yo no tengo que estar convencida. —¿Y eso qué significa? —preguntó la mujer que más preguntas me hizo a lo largo de mi vida. Me vi obligada a levantar los ojos del libro: —Significa que es tu cumpleaños, y no el mío —respondí. La gata salió de su canasto, y fue a enredarse entre las piernas de mamá. Que mamá tuviera novio era casi insoportable. Pero que ese novio tuviera un hijo era una verdadera amenaza. Otra vez, un peligro rondaba mi vida. Otra vez había viento en el horizonte. —Se van a entender bien —dijo mamá—. Juanjo tiene tu edad. La gata, único ser que entendía mi desolación, saltó sobre mis rodillas. Gracias, gatita buena. Habían pasado varios años desde aquel viento que se llevó a papá. En casa ya estaban reparados los daños. Los huecos de la biblioteca fueron ocupados con nuevos libros. Y hacía mucho que yo no encontraba gotas de llanto escondidas en los jarrones, disimuladas como estalactitas en el congelador, disfrazadas de pedacitos de cristal. "Se me acaba de romper una copa", inventaba mamá, que, con tal de ocultarme su tristeza, era capaz de esas y otras asombrosas hechicerías. Ya no había huellas de viento ni de llantos. Y justo cuando empezábamos a reírnos con ganas y a pasear juntas en bicicleta, aparecía un tal Ricardo y todo volvía a peligrar. Mamá sacó las cocadas del horno. Antes del viento, ella las hacía cada domingo. Después pareció tomarle rencor a la receta, porque se molestaba con la sola mención del asunto. Ahora, el tal Ricardo y su Juanjo habían conseguido que volviera a hacerlas. Algo que yo no pude conseguir. —Me voy a arreglar un poco —dijo mamá mirándose las manos—. Lo único que falta es que lleguen y me encuentren hecha un desastre. —¿Qué te vas a poner? —le pregunté en un supremo esfuerzo de amor. —El vestido azul. Mamá salió de la cocina, la gata regresó a su canasto. Y yo me quedé sola para imaginar lo que me esperaba. Seguramente, ese horrible Juanjo iba a devorar las cocadas. Y los pedacitos de merengue se quedarían pegados en los costados de su boca. También era seguro que iba a dejar sucio el jabón cuando se lavara las manos. Iba a hablar de su perro con el único propósito de desmerecer a mi gata. Pude verlo transitando por mi casa con los cordones de las zapatillas desatados, tratando de anticipar la manera de quedarse con mi dormitorio. Pero, más que ninguna otra cosa, me aterró la certeza de que sería uno de esos chicos que, en vez de hablar, hacen ruidos: frenadas de autos, golpes en el estómago, sirenas de bomberos, ametralladoras y explosiones. —¡Mamá! —grité pegada a la puerta del baño. —¿Qué pasa? —me respondió desde la ducha. —¿Cómo se llaman esas palabras que parecen ruidos? El agua caía apenas tibia, mamá intentaba comprender mi pregunta, la gata dormía y yo esperaba. —¿Palabras que parecen ruidos? —repitió.

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—Sí. —Y aclaré—: Pum, Plaf, Ugg...

\Ring\ —Por favor —dijo mamá—, están llamando. No tuve más remedio que abrir la puerta. —¡Hola! —dijeron las rosas que traía Ricardo. —¡Hola! —dijo Ricardo asomado detrás de las rosas. Yo miré a su hijo sin piedad. Como lo había imaginado, traía puesta una remera ridícula y un pantalón que le quedaba corto. Enseguida, apareció mamá. Estaba tan linda como si no se hubiese arreglado. Así le pasaba a ella. Y el azul les quedaba muy bien a sus cejas espesas. —Podrían ir a escuchar música a tu habitación —sugirió la mujer que cumplía años, desesperada por la falta de aire. Y es que yo me lo había tragado todo para matar por asfixia a los invitados. Cumplí sin quejarme. El horrible chico me siguió en silencio. Me senté en una cama. El se sentó en la otra. Sin dudas, ya estaría decidiendo que el dormitorio pronto sería de su propiedad. Y que yo dormiría en el canasto, junto a la gata. No puse música porque no tenía nada que festejar. Aquel era un día triste para mí. No me pareció justo, y decidí que también él debía sufrir. Entonces, busqué una espina y la puse entre signos de preguntas: —¿Cuánto hace que se murió tu mamá? Juanjo abrió grandes los ojos para disimular algo. —Cuatro años —contestó. Pero mi rabia no se conformó con eso: —¿Y cómo fue? —volví a preguntar. Esta vez, entrecerró los ojos. Yo esperaba oír cualquier respuesta, menos la que llegó desde su voz cortada. —Fue... fue como un viento —dijo. Agaché la cabeza, y dejé salir el aire que tenía guardado. Juanjo estaba hablando del viento, ¿sería el mismo que pasó por mi vida? —¿Es un viento que llega de repente y se mete en todos lados? —pregunté. —Sí, es ese. —¿Y también susurra...? —Mi viento susurraba —dijo Juanjo—. Pero no entendí lo que decía. —Yo tampoco entendí. —Los dos vientos se mezclaron en mi cabeza. Pasó un silencio. —Un viento tan fuerte que movió los edificios —dijo él—. Y eso que los edificios tienen raíces... Pasó una respiración. —A mí se me ensuciaron los ojos —dije. Pasaron dos. —A mí también. —¿Tu papá cerró las ventanas? —pregunté. —Sí. —Mi mamá también.

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—¿Por qué lo habrán hecho? —Juanjo parecía asustado. —Debe de haber sido para que algo quedara en su sitio. A veces, la vida se comporta como el viento: desordena y arrasa. Algo susurra, pero no se le entiende. A su paso todo peligra; hasta aquello que tiene raíces. Los edificios, por ejemplo. O las costumbres cotidianas. —Si querés vamos a comer cocadas —le dije. Porque Juanjo y yo teníamos un viento en común. Y quizá ya era tiempo de abrir las ventanas.

La estación fantasma Nicolás Schuff Ahora puedo contarlo porque pasaron muchos años. Pero, en ese entonces, tuve miedo de estar loca. O de que todos me creyeran loca, que es parecido. Sin embargo, ya pasaron muchos años. Hoy lo recuerdo como un sueño, como una extraña pesadilla. Yo aún era joven. Estudiaba de noche y trabajaba en un banco, en el centro de la ciudad. Pasaba allí casi todo el día, frente a una computadora. Al mediodía tenía una hora libre para comer. Iba siempre al mismo lugar: un barcito ruidoso, lleno de oficinistas, donde, según el día, servían milanesas, ravioles o arroz con pollo. Aquel día se cumplían dos años de mi trabajo en el banco. Nadie se acordaba, salvo yo, que, en realidad, quería olvidarlo. Ese trabajo me aburría. Para colmo, la mañana había empezado mal. Mientras elaboraba unas complicadas planillas en la computadora, la máquina hizo de golpe un ruidito y se apagó. Yo, con las manos todavía sobre el teclado, vi mi propia cara reflejada en la pantalla. Me vi pálida, aburrida y preocupada. Me vinieron ganas de llorar. Fui hasta el baño y me quedé un rato allí, junto a una ventanita. Llovía, y el agua, ligera y gris, más que mojar los vidrios, parecía empañarlos. Cuando regresé al escritorio, vi que la computadora había vuelto a funcionar, pero todo mi trabajo se había perdido. Quise explicarle a mi jefe lo ocurrido, y él me respondió: - Si no fueras una buena empleada, pensaría que me estás mintiendo… - Usted puede pensar lo que quiera, señor – dije remarcando el ―señor‖ para que él supiera que lo consideraba cualquier cosa menos alguien respetable. Salí del banco cuando ya era casi de noche. Aún lloviznaba. Los autos circulaban con los faros encendidos. Las luces de los carteles – rojas, verdes, azules – se reflejaban sobre las calles mojadas. Me levanté las solapas del piloto y caminé tres cuadras hasta la boca del subterráneo. El andén estaba lleno de gente. Algunos leían el diario, otros miraban los televisores encendidos que colgaban del techo. No bien llegó el tren, la gente se abalanzó para entrar y conseguir un asiento. Yo quedé de pie, apretujada entre una señora que olía a cremas y un hombre que intentaba hablar por teléfono celular. Me dolía la cabeza; quería llegar a casa lo antes posible y acostarme, ya que ese día no tenía clase. Miraba fijo por la ventanilla para no marearme: podía ver las paredes negras del túnel, con todos esos cables y esos tubos. Pasaron una, dos, tres estaciones… Cada vez subía más gente. Yo bajaba en la quinta estación. Sin embargo, entre la cuarta y la quinta, apareció de pronto una estación nueva, desconocida. Yo

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hacía ese viaje todos los días, pero jamás había visto aquella parada. Aunque el subte siguió corriendo a toda velocidad, sin detenerse, vi todo como en cámara lenta. La misteriosa estación estaba sin terminar. Era muy vieja, o tal vez, muy nueva. En sus paredes sucias había dibujos oscuros. Eran figuras grandes, extrañas, como de animales o insectos gigantes. Un tubo fluorescente colgaba medio suelto del techo y emitía una luz pobre, parpadeante. En el suelo había basura, y hasta me pareció ver ratas entre los desperdicios. En medio del andén pude distinguir a dos hombres, sentados en un banco de cemento. Parecían obreros. Tenían cascos y trajes de trabajo. Pero cuando el subte pasó frente a ellos, les vi las caras… o lo que quedaba de ellas. Los hombres tenían el rostro consumido; la piel sobre los huesos era amarilla, cenicienta, y sus ojos…, sus ojos, muy hundidos, eran blancos. Aquellos hombres estaban muertos y sus miradas vacías se clavaron en mí. Me pareció que sonreían… En ese momento sentí verdadero terror. Fue como si tuviera dentro del cuerpo un animal vivo, de muchas patas, que me subía desde la panza a la garganta. Después escuché un zumbido penetrante dentro de la cabeza, vi todo negro y me desmayé. Cuando desperté, estaba recostada en un banco, en la última estación. Un hombre me apoyaba un pañuelo húmedo en la frente. - Hola – me dijo sonriendo. - ¿Dónde estoy? – pregunté asustada - . ¿Qué me pasó? lleno.

- Creo que te bajó la presión – me explicó el hombre-. No te caíste al suelo porque el subte estaba - Gracias – dije, mientras le devolvía el pañuelo y trataba de incorporarme. - ¿te sentís mejor?

- Sí… No sé… Tuve un día largo – me excusé. No quería explicarle todo. Además, no estaba segura de los que había visto. Me arreglé un poco la ropa e intenté pararme. De pronto, recordé la macabra estación y las piernas se me aflojaron. El hombre me ayudó a sostenerme. - ¿No querés que te acompañe? – preguntó. – Me parece que estás por enfermarte. Lo miré. Tenía mi edad más o menos. Algo en él me transmitió confianza. Le dije: - Por lo menos salgamos de acá. Necesito respirar aire fresco. Afuera, la lluvia continuaba. Respiré profundo y el aire de la noche me reanimó. - Me llamo Carlos – dijo él. Yo me presenté, y caminamos un rato en silencio. Carlos preguntó: - ¿No querés tomar un café? Te va a hacer bien. Yo le dije que sí. Todavía no quería quedarme sola y volver a casa. Entramos en un bar pequeño y cálido, y nos sentamos junto a la ventana. Las paredes del bar estaban adornadas con cuadritos. Eran fotos en blanco y negro de puentes de todo el mundo. - ¿Sabés…? – me dijo Carlos -. Antes de desmayarte abriste muy grandes los ojos. Pusiste una cara de susto tremenda. ¡Yo mismo me asusté! Comprendí entonces que, en el vagón, Carlos me había estado observando. Sonreí, pero no dije nada. Realmente, Carlos era lindo. Me gustaron sus manos y su sonrisa. Tenía una nariz grande y un poco colorada, que le daba un aspecto cómico.

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Después de tomar el café me sentí mejor. En la calle estaba dejando de llover. - Me parece que voy a ir yendo para casa – dije. Cuando nos despedimos, Carlos me pidió mi número de teléfono. Se lo di. Y, antes de irme, le pregunté: - Carlos, ¿vos creés en fantasmas? Él se quedó en silencio un instante. - Me parece que no – respondió. Y después agregó-: ¿Por qué? ¿Sos un fantasma? Yo me reí. Le dije: - ¡Ya sé que estoy pálida y doy miedo! - A mí – soltó Carlos sin vueltas – lo único que me da miedo es no volver a verte. La verdad es que nunca me habían dicho una cosa así. Sentí que la sangre se me subía a las mejillas y, en un segundo, me puse toda colorada. - ¿Ves? – dijo él-. ¡Ya no estás pálida! Nos despedimos. Al día siguiente, en el trabajo, repasé lo ocurrido y empecé a sentir miedo. ¿Y si la estación no existía? ¿Y si todo había sido producto de mi imaginación? ¿Y si la estación existía, pero solo yo podía verla? ¿Y si me estaba volviendo loca? ¡Justamente ahora que había conocido a un hombre que me gustaba! A las seis salí del trabajo y caminé hasta el subte. Para mi sorpresa, Carlos me esperaba allí, en la entrada. Tenía una flor en la mano. Era una flor rara, de color anaranjado. - Mi abuela decía que ahuyenta a los fantasmas – dijo Carlos, acomodándome la flor en un ojal del abrigo -. ¿Te molesta que viaje con vos? - Para nada – le contesté. Bajamos juntos al andén. Enseguida, comencé a temer que aquella estación volviera a parecer y que otra vez me desmayara. Pasó una estación, luego otra, y otra. Cuando dejamos atrás la cuarta, me puse muy tensa. Sin darme cuenta, lo tomé de la mano a Carlos. Él apretó mi mano en la suya. Fue muy lindo. Aún recuerdo la sensación. Era como si mi mano fuera un pajarito dentro de la suya. El subte iba ya a gran velocidad y las vías chirriaban en las curvas. Nos estábamos acercando. Pero justo en ese momento, las luces del vagón titilaron. Las bombitas, de golpe, se apagaron todas al mismo tiempo. Durante unos segundos, todo quedó a oscuras. Yo temblé. Cerré los ojos. Escuché la voz de Carlos que me decía al oído: - Tranquila, es un apagón, nomás. Y luego, cuando volvió la luz al vagón, vi que ya estábamos llegando a la siguiente estación. El subte aminoraba la velocidad. Yo no había visto nada, pero sudaba. Desde ese día, nunca más quise tomar el subte. Preferí olvidarme, o tratar de olvidarme. Ni siquiera a Carlos le conté lo que había pasado. Y eso que empezamos a salir y nos pusimos de novios. Pero lo cierto es que no me olvidé y, por eso, ahora lo cuento. Así que si alguna vez pasan por ahí y ven lo mismo que yo vi, por lo menos saben que no son los únicos. Y eso, aunque no lo crean, a veces es un gran consuelo.

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Como si el ruido pudiera molestar Gustavo Roldán Fue como si el viento hubiera comenzado a traer las penas. Y de repente todos los animales se enteraron de la noticia. Abrieron muy grandes los ojos y la boca, y se quedaron con la boca abierta, sin saber qué decir. Es que no había nada que decir. Las nubes que trajo el viento taparon el sol. Y el viento se quedó quieto, dejó de ser viento y fue un murmullo entre las hojas, dejó de ser murmullo y apenas fue una palabra que corrió de boca en boca hasta que se perdió en la distancia. Ahora todos lo sabían: el viejo tatú estaba a punto de morir. Por eso los animales lo rodeaban, cuidándolo, pero sin saber qué hacer. —Es que no hay nada que hacer —dijo el tatú con una voz que apenas se oía—. Además, me parece que ya era hora. Muchos hijos y muchísimos nietos tatucitos miraban con una tristeza larga en los ojos. —¡Pero, don tatú, no puede ser! —dijo el piojo—, si hasta ayer nomás nos contaba todas las cosas que le hizo al tigre. —¿Se acuerda de las veces que lo embromó al zorro? —¿Y de las aventuras que tuvo con don sapo? —¡Y cómo se reía con las mentiras del sapo! Varios quirquinchos, corzuelas y monos muy chicos, que no habían oído hablar de la muerte, miraban sin entender. —¡Eh, don sapo! —dijo en voz baja un monito—. ¿Qué le pasa a don tatú? ¿Por qué mi papá dice que se va a morir? —Vamos, chicos —dijo el sapo—, vamos hasta el río, yo les voy a contar. Y un montón de quirquinchos, corzuelas y monitos lo siguieron hasta la orilla del río, para que el sapo les dijera qué era eso de la muerte. Y les contó que todos los animales viven y mueren. Que eso pasaba siempre, y que la muerte, cuando llega a su debido tiempo, no era una cosa mala. —Pero don sapo —preguntó una corzuela—, ¿entonces no vamos a jugar más con don tatú? —No. No vamos a jugar más. —¿Y él no está triste? —Para nada. ¿Y saben por qué? —No, don sapo, no sabemos... —No está triste porque jugó mucho, porque jugó todos los juegos. Por eso se va contento. —Claro —dijo el piojo—. ¡Cómo jugaba! —¡Pero tampoco va a pelear más con el tigre! —No, pero ya peleó todo lo que podía. Nunca lo dejó descansar tranquilo al tigre. También por eso se va contento. —¡Cierto! —dijo el piojo—. ¡Cómo peleaba! —Y además, siempre anduvo enamorado. También es muy importante querer mucho.

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—¡Él sí que se divertía con sus cuentos, don sapo! —dijo la iguana. —¡Como para que no! Si más de una historia la inventamos juntos, y por eso se va contento, porque le gustaba divertirse y se divirtió mucho. —Cierto —dijo el piojo—. ¡Cómo se divertía! —Pero nosotros vamos a quedar tristes, don sapo. —Un poquito sí, pero... —la voz le quedó en la garganta y los ojos se le mojaron al sapo —. Bueno, mejor vamos a saludarlo por última vez. —¿Qué está pasando que hay tanto silencio? —preguntó el tatú con esa voz que apenas se oía—. Creo que ya se me acabó la cuerda. ¿Me ayudan a meterme en la cueva? Al piojo, que estaba en la cabeza del ñandú, se le cayó una lágrima, pero era tan chiquita que nadie se dio cuenta. El tatú miró para todos lados, después bajó la cabeza, cerró los ojos, y murió. Muchos ojos se mojaron, muchos dientes se apretaron, por muchos cuerpos pasó un escalofrío. Todos sintieron que los oprimía una piedra muy grande. Nadie dijo nada. Sin hacer ruido, como si el ruido pudiera molestar, los animales se fueron alejando. El viento sopló y sopló, y comenzó a llevarse las penas. Sopló y sopló, y las nubes se abrieron para que el sol se pusiera a pintar las flores. El viento hizo ruido con las hojas de los árboles y silbó entre los pastos secos. —¿Se acuerdan —dijo el sapo— cuando hizo el trato con el zorro para sembrar maíz?

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