EVITANDO QUE LA CALLE SE LOS TRAGUE

EVITANDO QUE LA CALLE SE LOS TRAGUE EVITANDO QUE LA CALLE SE LOS TRAGUE NATALY ALEXANDRA CAMACHO MARIÑO UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA FACULTAD D

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EVITANDO QUE LA CALLE SE LOS TRAGUE

EVITANDO QUE LA CALLE SE LOS TRAGUE

NATALY ALEXANDRA CAMACHO MARIÑO

UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA FACULTAD DE CIENCIAS HUMANAS DEPARTAMENTO DE ANTROPOLOGÍA BOGOTÁ D.C 2011 1

EVITANDO QUE LA CALLE SE LOS TRAGUE

EVITANDO QUE LA CALLE SE LOS TRAGUE

NATALY ALEXANDRA CAMACHO MARIÑO

Trabajo de grado para optar al título de Antropóloga

Director CARLOS GUILLERMO PÁRAMO BONILLA Docente Departamento de Antropología

UNIVERSIDAD NACIONAL DE COLOMBIA FACULTAD DE CIENCIAS HUMANAS DEPARTAMENTO DE ANTROPOLOGÍA BOGOTÁ D.C 2011 2

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AGRADECIMIENTOS

A pesar que agradecer pueda parecer simple, en este caso yo debo darle las gracias a un sin número de personas que muchas veces ni siquiera conocí. Le agradezco a los ñeros con los que hablé y con los que no; de los que recibí insultos, de los que me tocó huir. Le agradezco a cada uno de los ñeros y ñeras que lograron enfrentarme a mí misma y que me enseñaron a ver más allá de lo evidente para poder entenderlos, al menos un poco. A Charlie, a Gina Paola, a Missi, a William, a Javier, a los que aún flotan por la calles de Bogotá y a los que la calle se los tragó. Le doy las gracias a mi mamá por ser la primera persona que me acercó al tema de la vida en la calle con cada una de sus historias. A mi abuelita por toda la fuerza que me dio. Al profesor Carlos

Páramo

por todas

sus

conversaciones, consejos

y

enseñanzas

acompañadas de un café. A Rodrigo por las fotos y las anécdotas. A Patricia Ariza y Carlos Zatizábal por su amabilidad y sus conversaciones. Al profesor Carlos Miñana por orientarme al inicio del camino en el que se convirtió este trabajo. A la profesora Gloria Vargas por recibirme y permitirme conocer su investigación. Y a Heinz por las largas caminatas y su compañía.

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TABLA DE CONTENIDO

Páginas GLOSARIO

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INTRODUCCIÓN

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CAPÍTULO I EL INICIO DEL CAMINO. ENCUENTROS Y DESENCUENTROS

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CAPÍTULO II UN CUERPO EN LA CIUDAD Caminando De la pelvis al pecho Con las manos Mirar

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CAPÍTULO III ARTICULANDO Evitando que la calle se los trague

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CAPÍTULO IV (CONCLUSIÓN) “LA LLECA”

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BIBLIOGRAFÍA

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GLOSARIO

Aguacates o Tombos: Policías. Bazuco: Un tipo de droga elaborado con residuos de la pasta base de la cocaína. Tiene un muy bajo costo, y al lado de la bareta (marihuana) son las drogas más consumidas en la vida de la calle. Chuzo: Puede referirse a un lugar cerrado específico, pero para este caso en particular, hace referencia a una navaja, cuchillo o cualquier elemento corto punzante. Dañado: Ser dañado significa ser delincuente. Dedicar su vida a los robos, los asesinatos y las violaciones. Olla: Es un lugar caliente, en constante ebullición, en donde se cocina la ilegalidad, la delincuencia, la adicción y la insalubridad. Es aquel lugar en donde se concentran los ñeros y se identifica por su presencia. Cuando las ollas se ubican en un lugar abierto, es común ver fogatas en las noches; y cuando son en un lugar cerrado, es difícil que la policía entre, a menos que sea en un gran operativo. En las grandes ollas el comercio de droga y los robos son fundamentales para su permanencia. Palos: Millones. Pepazo: Disparo. Traba: Tener una traba es estar bajo la influencia de drogas, para el caso específico, del bazuco. 5

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Vicio: Término para referirse a todo tipo de drogas que se puedan consumir en la calle, incluyendo la aspiración del pegante Bóxer, y al alcohol en todas sus manifestaciones. Visaje: Hacerse notar demasiado, al punto de poder ser sorprendidos por la policía o que otras personas se den cuenta de sus actos. Dar visaje es ofrecer la ocasión para los ñeros, refiriéndose a ellos mismos y, dar papaya es ofrecer la ocasión, pero por parte de los transeúntes, los demás ciudadanos, para, normalmente, ser atracados.

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INTRODUCCIÓN

A veces, por cada calle que transitamos en Bogotá vemos a un “habitante de la calle”. Lo vemos durmiendo sobre el asfalto, lo vemos revolcando en las basuras, comiendo los desperdicios, orinando o defecando en cualquier lugar, robando o huyendo de la policía. Lo vemos ajeno a nosotros y nos da miedo; miedo de su presencia, de su imagen, de lo que representa, de su locura. Y no logramos evitar aquella combinación de temor y asco cuando se nos acerca, nos pide, o casi nos obliga a darles una moneda. Nos incomoda. Aquí importan esas personas que habitan la calle, las que la viven, las que la sueñan, las que la sufren. Este trabajo transcurre en la calle y habla de la calle. Comienza en un parque y termina entre basura. Este trabajo se caminó y se caminó y se cuenta a través y desde cuerpos; desde ñeros que también caminan y caminan las calles de Bogotá. Está contado recorriendo el cuerpo y la calle. Mientras va por las piernas, la pelvis, el pecho, mientras va por los brazos y se concentra en las manos, mientras llega a la boca y se detiene en la mirada, también recorre las ollas, los hogares de paso, los callejones, las vías. Y al mismo tiempo que hace todo esto, recorre la vida de estos ñeros, el juego de la vida, el juego de la supervivencia en la calle. Sin ignorarme, y partiendo de una experiencia de campo que me enfrentó a mis propios límites, a mis miedos, a mí misma, intento relatar lo que fue un trabajo etnográfico de varios años en el centro de Bogotá. Encamino este texto por ideas de contaminación, de

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cuerpo, de caridad, de pobreza y por supuesto, de lo que implica una vida flotante en una ciudad. Es importante decir también, que uno de aquellos lugares que caminé y que relato en este trabajo fue desalojado mientras escribía este texto. Sin embargo, no sé por cuánto tiempo “Cinco Huecos” permanecerá sin lo que lo identifica, así como en el 2008 cuando fue desalojado y otra vez re ocupado casi inmediatamente.

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Basura, desorden, promiscuidad, rozamientos; ruinas, barracones, barro, inmundicia; humores, excrementos, orina, pus, secreciones, rezumaderos: todo eso contra lo cual la vida urbana nos parece ser la defensa organizada, todo eso que nosotros odiamos, todo eso de lo que nos protegemos a tan alto precio, todos esos subproductos de la cohabitación, aquí no alcanzan jamás un límite. Más bien forman el medio natural que la ciudad necesita para prosperar. La calle, sendero o callejón, proporciona a cada individuo un hogar donde se sienta, duerme y junta esa basura viscosa que es su comida. Lejos de repugnarle, adquiere una especie de estatus doméstico por el solo hecho de haber sido exudada, excretada, pateada y manoseada por tanta gente.

Tristes Trópicos (Lévi-Strauss, 2006 a: 159)

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EL INICIO DEL CAMINO. ENCUENTROS Y DESENCUENTROS

Era domingo. Se escuchaban los gritos y risas de los niños que jugaban en aquel lugar. Pasaban los balones por el aire, danzando con el viento, esperando entrar en medio de las dos piedras que formaban la portería. ¡Gol!, se escuchaba, y a unas pequeñas sonrisas las iluminaba el sol. Niños corriendo de un lado para otro, con sus amigos o con sus padres, eran las escenas vivas de ese día soleado. Los helados y los refrescos eran avisados por las campanitas de los carritos blancos. Las camisas sin mangas, los pantalones cortos y las gorras hacían una combinación casi perfecta con la luz, el sol y el verde del pasto. Era un parque. Rodeado por dos grandes avenidas de la ciudad de Bogotá, la Caracas y la Carrera Décima. Un parque diseñado milimétricamente, en donde cada uno de sus vértices fue medido de la manera más minuciosa. Un parque en el que cada árbol y cada flor fueron colocados como parte de un gran proyecto arquitectónico de recuperación. El Tercer Milenio tiene por nombre. Fue el proyecto para la recuperación de la zona con mayor marginalidad urbana que había en esta ciudad y que se llamaba El Cartucho. Si, antes, de lo que pasaba ahí dentro no se sabía casi nada y se contaban historias que producían miedo en la ciudadanía, ahora de lo que pasa en el parque, muchas veces solo de juego se puede hablar. Aquel domingo yo comenzaría mi trabajo de campo con ñeros, aquellos personajes que habitan la calle, y como no sabía muy bien cómo acercarme a ellos, decidí caminar por las

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zonas que rodean la olla en la que se basaría mi trabajo: “La Ele” o “El Bronx”, y El Tercer Milenio queda enfrente. Caminaba y caminaba. Recorrí “El Pulgoso” o “Mercado de las Pulgas” sobre la Carrera Décima. Unas carpas improvisadas albergaban todo tipo de objetos ya maltratados por los años: relojes, ropa, teléfonos, zapatos, grabadoras, discos, cassettes, y por supuesto albergaban también a los vendedores de todos esos elementos. Elementos que entre la búsqueda de los compradores y la minuciosa mirada de muchos de ellos, podían convertirse, algunos, en verdaderos objetos de colección. Transité por todas las demarcadas rutas de asfalto y ladrillo que forman circuitos con rampas y escaleras en el parque. Veía a algunos habitantes de la calle que detenían su marcha en los espejos de agua que decoran aquel lugar milimétricamente diseñado, se arrodillaban o sentaban en el borde y con manotadas de agua lavaban su rostro. Por el parque me di cuenta que sería difícil comenzar alguna conversación con habitantes de calle. Su caminar es rápido, y si llegasen a detenerse, es sólo por un momento, al menos en estos días festivos y de mucha gente. Además, la policía fija su atención en ellos cuando transitan por este lugar público y de recreación. Comencé a caminar por una calle que bordea el parque y detrás de mí uno de ellos empezó a acercarse. Javier era su nombre. Si de desafíos se trata, esta primera conversación fue de lo más difícil. Mis relaciones con habitantes de la calle antes de lanzarme en este trabajo habían sido muy impersonales.

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Giro un poco mi cabeza y veo a un hombre joven, con cabello corto y una mirada que entre milésimas de segundos diluyó mi miedo. Se me fue acercando cada vez más lento y entre más detallaba su rostro, cubierto por una capa de suciedad, encontraba en él aquellos huequitos en las mejillas que se forman al sonreír. Él se aproximó con cautela. Supongo que no quería que me asustara ni que me impactara con la ausencia de su brazo izquierdo. La herida aún estaba abierta. Me pidió monedas para comprar algo de comer. Supuse que sí quería hablar con él era lo mínimo que debía darle, pero cuando escuché “comer” me pareció mejor decirle que fuéramos a algún lugar cercano para comprar algo de comida. Aceptó. Señaló hacia el frente y comenzamos a caminar. Atravesamos la Caracas en dirección occidental y ya estábamos exactamente al lado del Centro de Reservas del Ejército, en la calle que también conduce a una de las entradas del “Bronx”. En una esquina, mirando hacia la olla, había un pequeño local en donde vendían pandebonos con avena helada. Yo entré, compré un pandebono y un vaso de avena para él y decidimos caminar un poco. Por supuesto no en dirección a la olla porque la verdad, yo tenía miedo. La conversación comenzó preguntándole su nombre y poco a poco mientras caminábamos él me contaba de su vida. En un momento, nos encontramos con otro habitante de la calle con quien se conocía, y quien al ver comer a Javier le dijo que Dios le había mandado un ángel. Ahí entendí que la mejor manera de acercarme a ellos era por medio de la comida. Esto fue en mayo de 2007, y de ahí en adelante esta se convirtió en mi estrategia de entrada, llevaba algunos panes o los invitaba a comer en algún lugar cercano.

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Pero no podía quedarme solo hablando con ellos mientras comían. Yo necesitaba entrar a la olla y eso era más difícil; claramente no podía hacerlo sola. No conocía realmente cómo era la situación ahí dentro y los riesgos que corría iban a ser muchos. Yo no podía entrar con un policía acompañándome como lo hacían algunas personas que hacían estudios en la zona por parte de la Alcandía Distrital. Un policía iba a cortar cualquier comunicación que quisiera tener con ellos; un policía es precisamente lo que ellos menos quieren ver, y estar con uno limitaría mi trabajo de campo. Por esos días un compañero de antropología decidió trabajar con la misma población y nos unimos con este fin. El primer día que fuimos juntos quisimos entrar pero no nos fue bien. La policía nos detuvo en la entrada, nos pidió papeles, nos requisó y al ver que éramos estudiantes de la Universidad Nacional nos pidieron que no nos acercáramos porque según ellos íbamos a comprar droga. Intentamos explicarles que estudiábamos antropología y que hacíamos un trabajo de investigación. Se rieron y nos exigieron para poder entrar al “Bronx” una carta de la universidad explicando el fin último de nuestra investigación. Ese fue uno de los últimos días que vi policía controlando la entrada a esta calle. Sin embargo, con o sin ellos, entrar no era fácil y menos con fines investigativos. Porque preguntar de más en un lugar como estos puede costar la vida. Hablar con ñeritos cada vez se me hizo más fácil. Cuando llegaba a la Plaza del Voto Nacional, algunos de ellos, que ya me conocían, iban y se sentaban conmigo en el andén a conversar un poco y, al ver esto, otros más se acercaban. Logré entablar buenas

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relaciones pero aún no había conseguido entrar. Me daba miedo hacerlo sola, porque mi compañero desistió. Al menos, unos meses después de mi primer contacto con el campo en este lugar, ya entendía un poco la dinámica externa de la olla, y para acercarme cada vez más a ellos me di cuenta que de mi parte había, aún, más cosas por hacer. Lo primero fue cambiar la manera de vestirme para ir a campo. Sacar la ropa más vieja del armario y los zapatos que ya no usaba. Ponerme medias largas en donde pudiera colocar algo de plata para los buses y la comida y por supuesto desprenderme de todo. Ir a campo con el diario y un esfero en el bolsillo. Tuve que olvidarme de cámaras o grabadoras de voz que a veces se vuelven tan indispensables en nuestro trabajo. Tuve que cambiar también mi manera de hablar, empezar a utilizar algunas palabras y expresiones que son comunes entre ellos, al menos para que la comunicación fuera más fácil y para que, aunque era un cuerpo totalmente ajeno, ellos no me vieran tan distante. No sé si tuve, o simplemente le fui perdiendo el asco a muchas cosas. Los intensos olores dejaron de causarme náuseas. Dejé de pensar en lavarme las manos cada vez que tocaba algo sucio. Los tocaba a ellos, permitía que me tocaran a pesar de la mugre pegada, casi prendida a sus pieles. Me abrazaban, sentía su olor confundirse con el mío y eso no me molestaba. Le perdí el asco a los desperdicios de comida, a la basura, a la mierda y a los orines. Ellos, aunque me decían que no mirara o que intentaban disimular un poco, defecaban en frente de mí sin problema. Al principio mi impacto fue muy grande por la costumbre a buscar un lugar privado para estas necesidades y por el pudor que tenemos con nuestro cuerpo, pero poco a poco fui entendiendo que no es que ellos no tengan este 14

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pudor, o al menos algo de él, sino que al no tener ese lugar privado, y al habitar un espacio público, ellos transforman este espacio en privado, se apropian de él. Y también la gente no los mira igual que a los demás. No son seres que se sientan realmente observados, porque las personas evitan verlos. Sin embargo, a mí sí me contaban que iban a orinar o defecar con el fin de que no los observara. Empero, lo que se iba haciendo más difícil y desafiante era controlar mi miedo, pues mis ascos y algunos de mis tabúes iban perdiendo fuerza, y finalmente hasta que no lograra hacerlo completamente era mejor que no me arriesgara a entrar a la olla. Para interactuar con ñeros hay que estar muy tranquilo, ellos huelen el miedo. Cuando saben que alguien está nervioso inmediatamente se convierte en un blanco fácil de atraco o para presionar asustándolo para que les dé monedas. Si en los alrededores del “Bronx” estar asustado es un peligro, allá adentro la situación no iba a ser mejor. Después de un tiempo, unas compañeras de antropología se unieron al trabajo de campo en la zona. Con ellas intentamos entrar al Bronx por medio de una iglesia menonita que los sábados le llevaba comida a esta población. Pero tampoco resultó. El contacto era también muy impersonal. Llega la camioneta, se parquea frente a la Iglesia del Voto Nacional, los encargados advierten de no entrar a la olla “por ningún motivo”, los ñeros hacen una fila, se entregan las comidas, los voluntarios en esta tarea se suben a la camioneta y ya. Nunca hubo un mayor contacto. Nada de conversaciones. Debíamos estar siempre juntos y estar pendientes de los demás voluntarios. Yo decidí no utilizar esta estrategia de inmersión, porque sentía que perdía gran parte de lo que había logrado en mi trabajo de campo solitario, pues ahora el contacto iba a ser distante y mediado por la 15

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figura de una institución religiosa. Después, cuando volví a campo sola algunos de ellos me reconocían como cristiana, o bueno mejor como una ayuda espiritual. Tanto, que una de ellas se me arrodilló rogando que le diera la bendición. Pero aún no conseguía entrar al Bronx. Seguí mi trabajo de campo en los alrededores hasta que un día conocí a una ñerita, como ella misma se llamaba, a la que le caí bien. Con ella hablé durante varios días, ya que nos empezamos a encontrar más frecuentemente y ella me dijo que me ayudaba a entrar. Y así entré. Con ella me sentía protegida, creo que mucho más si hubiese entrado con un policía. No fue una visita muy larga porque el lugar es bastante complicado y ella no quería arriesgarme. Me presentó a algunas de las personas que conocía y se enfrentó con los que no tenía buenas relaciones. Fue impresionante para mí ver su rostro desafiante ante los otros. Ella necesitaba mostrarse lo más fuerte posible para no sólo protegerse a sí misma sino para protegerme a mí también. Cuando ella sintió que debíamos salir lo vi en sus ojos y entendí. Estar conmigo allí, también era un riesgo para ella. No salimos por donde entramos sino por la siguiente cuadra, la que daba en frente de aquel lugar en donde casi un año atrás había invitado a comer a Javier pandebono con avena. Aquel lugar ya no estaba. Hasta hoy, escribiendo esto, pienso en lo arriesgada que fui; pero si quería seguir entrando debía hacerlo con ellos mismos. Y así lo hice. Después de algunas idas más a campo con mis compañeras y sin la iglesia, encontramos a Charlie. Un hombre a quien entre los crespos y la suciedad de sus cabellos se le comenzaban a vislumbrar algunos visos blancos. Él estaba sentado en un pequeño pedazo de pasto que hay en la Plazoleta de los Mártires. Supongo que nos observó por algún tiempo antes de hablarnos, y cuando 16

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se decidió a hacerlo nos dijo que podía ayudarnos en lo que necesitáramos. Nos sentamos a su alrededor y hablamos por largo rato. Después caminamos un poco y nos despedimos con la certeza de un próximo encuentro. Desde aquel día Charlie se encargó de llevarnos por todas las ollas del centro de Bogotá. Hicimos varios recorridos en días diferentes y aunque él algunas veces no llegaba a las citas, siempre hubo un siguiente encuentro. Charlie era un señor ya de edad avanzada y ya se había ganado el respeto de los otros ñeritos. Además, como él mismo decía, no se metía con nadie y eso permitió que no tuviéramos problemas en hacer los recorridos con él. Estando a su lado, nosotras también ganamos un poco del respeto que tenía. La verdad supongo que era así, pues no es muy común que un ñero vaya de una olla a otra sin problema, y mucho menos en lugares donde el negocio de droga es muy grande y está controlado por grandes jíbaros. Pero con Charlie, al trascurrir del tiempo, las cosas comenzaron a cambiar. Nos involucramos sentimentalmente con él y por este motivo intentamos hacer todo lo posible para ayudarlo. Por mi parte le di mi número celular para estar al pendiente de lo sucedido con uno de sus nietos que se encontraba en un hogar juvenil. Busqué la manera de ayudarlo a que lo viera, pero por esos días lo cogió la policía y se lo llevó para la UPJ. Después Charlie me llamaba para que lo ayudara en todos los problemas en los que se metía y para contarme todos los inconvenientes con su hija. Llegó el momento en que yo ya no sabía qué hacer. Quería ayudarlo así fuera con pequeñas cosas, pero mi relación con él comenzó a asustarme. Me alejé porque no supe cómo manejar la situación. Me alejé no sólo de él sino también de mi trabajo de campo.

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Dejé pasar algunos meses y cuando tuve que diseñar el proyecto para esta monografía de grado retomé mis visitas frecuentes al lugar. El miedo empezó a recorrer mi cuerpo y me era muy difícil controlarlo. Quise hacer las cosas como algunos años atrás, pero todo me era extraño. Volví a caminar por los alrededores, y así lo hice durante varios días. No hablaba con nadie porque ahora me era muy difícil. Tampoco encontraba a alguien conocido, hasta que un día por casualidad vi a Missi, la ñerita de la que hablé anteriormente. Ella me reconoció inmediatamente y casi rogándome me pidió que no entrara a la olla. Me dijo que las cosas estaban duras

allá porque la policía estaba

haciendo allanamientos en las noches y en el día mandaban policías disfrazados. Ni siquiera ella había vuelto a entrar por miedo de morir de un tiro. Indudablemente mi miedo se incrementó. Si a ella, quien había nacido en la calle, le daba miedo entrar a la

olla yo no tenía ninguna posibilidad de continuar con el trabajo de campo tal y como lo venía realizando. Lo primero que debía hacer esta vez era legitimar de nuevo mi presencia en la zona. Pero si la situación estaba tan difícil, y los personajes que controlan esta olla estaban tan atentos a cualquier movimiento, yo no podía llegar a caminar, observar, conversar, preguntar y tomar notas. Necesitaba acercarme a la zona de otra manera. Gracias al contacto de un profesor logré hablar con Integración Social de la Alcaldía Menor de la Localidad de Santafé, quienes trabajan sobre la problemática de habitabilidad en calle. La idea con ellos era acompañarlos en los recorridos que realizan con frecuencia por el sector y con mi trabajo poder apoyar su labor.

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La directora de Integración Social parecía muy contenta con mi colaboración, pero a los coordinadores de los proyectos no les agradó mi presencia. Era una estudiante venida de una disciplina que ellos no conocían y de la cual la única referencia que tenían era que buscábamos fósiles. Fue un proceso largo para explicarles que trabajaba con antropología social y sin embargo ellos veían inútil mi presencia. Me preguntaron si con mi investigación yo iba a hacer que al menos un grupo de esta población saliera de la calle. Respondí que eso no dependía de mí ni de mi investigación, y como era obvio, menos les interesó. Aproveché lo que pude del poco tiempo en que me integré con el trabajo de esta institución distrital. Realicé visitas a hogares de paso y algunos recorridos por el sector. No entré con ellos a las ollas porque la situación se tornó tan tensa, que a ellos les prohibieron la entrada. Esta prohibición no la hizo ni la policía, ni la Alcandía Mayor de la ciudad, sino los que controlan lo que pasa ahí dentro. Los mismos ñeros, coordinados por alguien, que no sé quién es y que tampoco podría decirlo, no permiten la entrada al “Bronx” a “los del chaleco rojo”. A las pocas semanas de mi entrada a Integración Social, hubo una reestructuración de directores, y con la salida de mi único respaldo ahí dentro, tuve que salir también. Me dediqué a seguir mi trabajo en solitario. No pude volver a entrar a la olla, y mis caminatas por el centro de Bogotá se fueron haciendo cada vez más largas en busca de nuevos lugares para realizar trabajo de campo. Y así terminé, caminando y caminando. Entendiendo en carne propia lo que significa “no dar papaya” y “tener el pico cerrado”. Aprendí a descubrir los momentos en los que no podía preguntar más de la cuenta. Aprendí a ver el peligro, porque casi lo toqué. 19

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Empero, lo más difícil no fue enfrentarme a ese riesgo constante en donde cada palabra, cada pregunta tenía que ser medida. Lo más difícil fue verme en medio de situaciones en donde hasta la vida de otras personas estaba en peligro y yo no podía hacer nada. Me enfrenté a atracos con cuchillos. Saber que van a robar a alguien, que lo están robando o que ya lo hicieron y no tener a quién decirle para que entre en defensa, porque policías ya casi no hay y a los soldados no les importa. Ver una riña entre dos ñeros, en donde se sabe que no pararan hasta que al menos uno de los dos caiga al piso y si tiene suerte alcance a llegar al hospital. Me enfrenté a ver cómo entre algunos de ellos se organizan rápida y cautelosamente para robar carros o a transeúntes desprevenidos. Vi lo que no debía ver y lo que no quería ver, pero afortunadamente no me paso nada. Tuve miedo. Miedo de los habitantes de la calle y miedo de la policía. Vi cómo unos policías sin motivo alguno golpeaban a un ñero; como él les rogaba que no lo golpearan más; y como yo no podía meterme, no podía decir ni hacer nada porque, como en una conversación me dijo Wilson, “a los aguacates hay que tenerles miedo porque son más

hampones que nosotros”.

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UN CUERPO EN LA CIUDAD

Por las calles de esta ciudad, Bogotá, y todas las ciudades los cuerpos transitan por todas partes. El ritmo de la vida urbana se acelera cada vez más. Las horas parecen fugaces y el afán parece recorrer las calles. Cuando hablo de cuerpos, hablo de personas, de hombres y mujeres que veo a diario en esta ciudad. Pero hablo también de esto que somos. Somos un espacio, un tiempo, somos algo, alguien, somos uno, todos. Sin embargo, no puedo negar que la concepción moderna del cuerpo, como plantea David Le Breton (2008), está basada en la idea de la individualización. El cuerpo se convierte en un límite que marca ante los ojos de otro la presencia de un sujeto. Se convirtió en un accesorio, que se arregla y se cultiva porque es lo que se muestra. Aquí importan esos cuerpos en contextos urbanos. Los que van, los que vienen, los que trabajan, los que estudian; importan específicamente los que se dice que habitan la calle. Los que la viven, la aman, la sufren, los que la sueñan. Hace unos años en Bogotá, cuando políticamente no era correcto seguir hablando de indigencia, de gamines, de vagabundos, se empezó a pensar en otra forma para referirse a los “chinos de la calle”. “Habitantes de la calle”, pareció ser un término más correcto que empezó a utilizarse de manera repetida y sin caer en discusiones sobre el asunto. Aún se usa este término; es mucho más respetuoso y suena menos despectivo que decir “indigente”, “gamín”, “desechable”, o “loco”. Este cambio en la terminología se dio gracias 21

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al proyecto iniciado en 1992 por parte de la ONG S.O.S con la colaboración de Patricia Ariza y Carlos Zatizábal. La idea inicialmente era llevar a cabo algunas obras de teatro con “indigentes” y ponerlas en escena en teatros de la ciudad. Así como también, con el apoyo de algunos pintores reconocidos, hacer grandes murales en las principales calles de Bogotá. De esta manera se buscaba no sólo dar una actividad y una experiencia diferente a esta población con tantos problemas de marginalización, sino también mostrar a la ciudadanía bogotana otra cara de lo que era la vida en la calle. En 1994 se consolida este proyecto con la primera versión del Festival de la Cultura de la Calle. En este, se presentaron varias obras de teatro, se realizaron exposiciones de pintura y fotografía, encuentros de poesía y Rap. El proyecto continuó con la publicación de tres ediciones de un periódico llamado “La lleca”, nombre que también tenía el grupo de teatro, y con el rodaje de un documental: Calle Adentro. En este documental hablan ellos. Dicen lo que sienten, lo que quieren y también son ellos mismos los que realizan las entrevistas a grandes personajes de la política colombiana. Hablan con políticos sobre su condición, hablan con y para el resto de la gente que no estaba acostumbrada a escucharlos.

“Desechables no es la palabra para nosotros los ñeros, porque cosa desechable es como una basura, como si cogieran y lo tiraran a uno”. “Somos seres humanos, nosotros no necesitamos de nombres”.

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Frases como estas son las que se escuchan en las entrevistas. Frases que vienen de ellos mismos y que lograron influenciar en la posterior manera de ser nombrados. También, expresiones utilizadas por algunos políticos se dan a conocer en la grabación respecto a la terminología que se usaba en la época, y que aún se usa en algunas ocasiones, para referirse a ellos.

“Es una barbaridad, yo creo que ningún ser humano es desechable, todos los seres humanos son productivos”

Entonces, gracias a este proyecto que mostró la otra cara de la vida en la calle, y la vida de los que viven la calle, se empezó a usar el término de “habitantes de la calle”. Y parece coherente: ellos habitan la calle. Sin embargo, nosotros, el resto de los ciudadanos, los que tenemos una casa a donde llegar cada noche, también la habitamos ¿no?. Salir de nuestra casa ya implica salir a la calle. No importa si estamos en un lugar cerrado; sigue siendo calle porque no es la casa. Hacemos diligencias, caminamos, cogemos buses, taxis, o vamos en carro, salimos al parque. Estamos en la calle permanentemente. También la vivimos y la sufrimos, pero la diferencia entre ellos y nosotros es la manera como la vivimos. No importa que tengamos un lugar a donde llegar cada noche, ellos a veces pagan un cuarto en alguna residencia o llegan a alguna institución donde pueden dormir, entonces esto no nos diferencia tanto. Nos diferencia que nuestra ciudad está mediada por ir de aquí a allá, ir de un lugar a otro 23

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rápidamente, no hay tiempo que perder, nuestra ciudad va veloz, muchas veces más rápido que nosotros mismos y es ese el ritmo que intentamos llevar. En cambio, ellos ven la ciudad como su casa. Es como cuando nosotros estamos en nuestro hogar que todo parece más lento y tranquilo. Ellos están en ese callejeo constante que nosotros ya perdimos por la fugacidad de la ciudad que nos atrapó. Ahora se nos convirtió en una trama de trayectos que hay que llevar a cabo. A diferencia de nosotros, ellos van por la ciudad escarbando de bolsa en bolsa de basura, buscando comida o cosas para reciclar, pidiendo monedas, ayudando a parquear. Otros de ellos mismos van al acecho de una víctima para robarle algo; al que “de papaya” le caen. Otros se paran con un palo en las avenidas y le revisan el calibre de las llantas a los buses públicos. Los ñeros se apropian de los espacios de la ciudad. Los que tienen su carro

balineras para reciclar, se apoderan de las vías. Pareciera que el espacio público para ellos se vuelve privado. En cualquier calle, esquina, parque o escalera ellos se instalan. La esquina de la carrera 24 con calle 22, es un claro ejemplo de ello. Allí, a cualquier hora del día hay un carro balineras. En las noches un grupo de ñeros acomoda sus carros, sus cartones, plásticos o periódicos y se sienta, antes de dormir a apostar monedas con un dado o una cajita de chicles de las pequeñas. Y en las mañanas, buscan entre varios algo de desayunar; piden cosas en Paloquemao, que queda cerca y se disponen a comer ellos y a darle de comer a sus pares, a sus compañeros: a sus perros. Recuerdo un día. El sol se movía y se disponía a marcar el medio día. Una mañana clara pero con un viento frio que obligó a unos ñeros a mantener la cobija sobre sus hombros. Se estaban despertando. A un lado un carro de esos que se usan para “zorra”, pero sin 24

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caballo; era de los grandes, de los que dejan callos en las manos del peso, de los que esfuerzan los hombros de tanto halar. Bolsas negras, de aquellas que se usan para la basura, cubrían el carro e impedían ver lo que había adentro. Como era de los que no tienen soporte adelante sino solo dos llantas traseras, el andén y unas piedras, seguramente traídas de la construcción de al lado, le daban equilibrio, estabilidad y una posición horizontal. Otras dos piedras colocadas en las llantas impedían que el carro de desplazara, pero sin embargo, de un momento para otro, este comienza a tener algunos leves movimientos. Una mancha negra sale del plástico; unos lazos, también negros, le dan forma de zapatos. Dos piernas se deslizan entre la madera de la estructura y el plástico. Las piernas se doblan en su ángulo intermedio al borde del carro y el gran cobertor negro se levanta lentamente. Un hombre sale de ahí. Soñoliento aún, busca un paquete, también negro, coge una de las bolsas que lo cubrió durante la noche, la coloca en el piso al borde el andén, se sienta en este último, desocupa el paquete sobre la bolsa y los desechos de comida empiezan a tomar formas sobre la superficie. Lenta y pacientemente separa el alimento. Va escogiendo con cuidado y separando en tres. Deja que sus sentidos actúen en esta elección; observa, huele, lleva un poco a su boca y saborea. Coge uno de los montones que acaba de separar, y esta vez sin poner mucha atención en los movimientos de sus manos, lo vuelve a colocar en donde lo tenía. Aleja el paquete de su lado como si no lo necesitara más y se dispone a pararse del piso siempre mirando en dirección a su carro. Levanta un poco más los plásticos que lo cubren; inclina la mitad de su cuerpo, que luego se pierde dentro del carro, y en sus brazos saca un perro. Pequeño, negro con algunas manchas blancas y una correa improvisada con cabuya, mueve su cola de lado a lado; luego de estar en el piso se sacude un poco, 25

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observa a su amigo que le acerca a su boca un poco de comida y come. Mira al piso, ve una bolsa que sostiene dos montones de alimento y sin distraerse se devora uno. Mientras tanto, su amigo que pasó varios minutos escogiendo la comida, come también y espontáneamente pasa la mano sobre su cabeza dándole una expresión de cariño. Estos “habitantes de la calle”,

los de los carritos de balineras; los de los carros de

“zorras”; los que se arropan cada noche con periódico, o los que tienen cobija; los que tienen perros; los que los perros los tienen a ellos; los que casi se mimetizan con sus amigos de cuatro patas, son lo que viven nuestra ciudad. Son los personajes que se ven por ahí en las esquinas del centro de la ciudad. Son los que piden monedas. Son los que caminan y caminan nuestras calles. En Bogotá, Javier Omar Ruíz, un consejero del gobierno distrital para este tipo de asuntos ha pensado la situación de estos “habitantes de la calle” desde la heterogeneidad de la ciudad. Dice que la ciudad es tan diversa como las dinámicas de vida de los ciudadanos, “junto a la ciudad sedentaria circula una ciudad nómada a otros ritmos, a otras velocidades, con otra lógica, como si un atavismo convocara a la libertad de las calles” (1999: 172). Esta idea de nomadismo tiene mucho sentido, “cazadores y recolectores de bienes y servicios urbanos (alimentos, monedas, relojes, collares, basuras, instituciones)” (1999: 174). Empero, él contempla esta vida como inserta en una cultura nómada, una cultura de la calle, y creo que verlo de esta manera invisibiliza la situación de marginalidad y miseria que se vive en las calles, y que esta realidad se reduce a una exclusión de parte de los sedentarios urbanos hacia estos nómadas urbanos.

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Cito lo planteado por Ruíz ya que ha sido muy importante en la manera como se piensa y se maneja la situación desde la administración. “La calle, otra forma de ser ciudad” (Ruíz, J., 1994) pone en evidencia otro estilo de vida citadina pero deja de lado, entonces, que son dos formas de ser la ciudad jugando y encontrándose en un solo espacio, porque la ciudad es sólo una. Deja de lado ese miedo constante de los “sedentarios” cuando pasan por las ollas, lugares donde se concentran los “nómadas”, pero también la delincuencia y la droga, y lugares que son los más peligrosos de la ciudad, como se afirma en la prensa bogotana. Considero que aún no hemos encontrado un término adecuado para hablar de ellos, los que viven la ciudad diferente, pues todos los términos terminan siendo siempre insuficientes. Como aún no existe ese término que me parezca apropiado y como debo encontrar una manera como llamarlos, por lo menos en este trabajo que está pensado en ellos, he decidido nombrarlos como “ñeros”. Me siento más fiel a mi trabajo de campo llamándolos de esta forma porque ellos se autodenominan así. “Los ñeros lo que somos es compañeros y también somos sue-ñeros”, como decía Alberto en una entrevista que le hizo el mismo Javier Omar Ruíz (1994: 45), y como me dijo Anderson alguna vez que llegué a la Plazoleta de los Mártires y me lo encontré: “¿para qué le puede servir este ñero?”. Definiendo ya la manera como se les mencionará a ellos en este trabajo, ahora hablaré de los ñeros.

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Caminando

Cuando uno sale a caminar de noche por una calle, y un hombre, visible desde muy lejos -porque la calle es muy empinada y hay luna llena-, corre hacia nosotros, no le detenemos, ni siquiera si es débil y andrajoso, ni siquiera si alguien corre detrás de él gritando; le dejamos pasar. Porque es de noche, y no es culpa nuestra que la calle sea empinada y la luna llena; además, tal vez esos dos organizaron una cacería para entretenerse, tal vez huyen de un tercero, tal vez el primero es perseguido a pesar de su inocencia, tal vez el segundo quiere matarle, y no queremos ser cómplices del crimen, tal vez ninguno de los dos sabe nada del otro, y se dirigen corriendo cada uno por su cuenta hacia la cama, tal vez son noctámbulos, tal vez el primero lleva armas. Y finalmente, de todos modos, ¿no podemos acaso estar cansados, no hemos bebido tanto vino? Nos alegramos de haber perdido de vista también al segundo. Transeúntes (Kafka, 1983)

Recuerdo un día de ese julio de 2008 cuando volví a encontrar a Charlie, después de unos cuantos días que no había llegado a una cita que teníamos para ir a comer algo. Charlie, un hombre en ese entonces de 58 años, un ñero que había pasado gran parte de su vida en la calle, estaba parado ahí, en la puerta de la Iglesia del Voto Nacional esperándonos a mí y a unas compañeras, también estudiantes de antropología, con las que queríamos recorrer la zona y conocer un poco de él. Aún no sé cómo llegó ese día a la cita, ya nos había incumplido algunas veces porque él no sabía nunca la hora y porque siempre de la

traba se quedaba tan dormido que cuando se despertaba ya era la hora de almuerzo. Lo 28

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primero que nos dijo aquella mañana, después de saludarnos con un abrazo, fue “¿a dónde quieren ir las niñas?”. Íbamos a caminar y nosotras sólo dejamos que él condujera el camino. Charlie vestía como todos allí, con ropa vieja, rota, sucia y maloliente. Como era delgado y no muy alto, la chaqueta le quedaba grande. Los zapatos estaban rotos y no tenía medias. En sus manos y su rostro se notaban costras de mugre, era barbado, moreno y de una sonrisa que invitaba a reír también. Su mirada tranquila no producía miedo. Su pelo era crespo y corto, y lo tapó algunas veces con un gorrito rojo. Muy amable y soñador. Soñador no por él sino por sus nietos, quienes inquietaban su pensamiento cada instante con solo pensar que les tocara vivir la vida que le toco a él. Aquel día caminamos primero hacia el norte. La mañana estaba lúgubre al igual que los lugares por donde íbamos. En las primeras cuadras no vimos mucha gente. Algunos ñeros y ñeras en los andenes durmiendo o trabándose con bóxer y otros que buscaban en las bolsas de basura algo para comer. Con Charlie recorrí por primera vez muchos lugares, casi perdidos entre las paredes de la ciudad que no se conocen o que no se quieren conocer. Aunque El Bronx ya lo conocía, con Charlie descubrí su dimensión. En El Bronx el movimiento interno no descansa y el externo comienza temprano. A las seis de la mañana llegan algunas camionetas que recogen a los ñeros para llevarlos a los hogares de paso. La verdad no muchos están despiertos a esa hora y casi siempre se quedan. Les pasa lo que pasa a Charlie. Otros se quedan porque ya no hay más cupo, les toca esperar otro día para poder bañarse, lavar alguito de ropa y comer como es debido. 29

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Al Bronx también se le conoce como “La Ele”. En estos momentos es la olla más grande de la ciudad. El lugar de mayor comercio de droga, donde se concentran la delincuencia, la indigencia, la adicción y la pobreza. Un lugar que parece otra ciudad, al que si entras no sabes si sales, o por lo menos, no cómo sales. Un lugar lúgubre, caótico y peligroso. Esta olla está ubicada exactamente al lado del Centro de Reclutamiento y Reservas del Ejército Nacional. Está en medio de este, de la Iglesia del Voto Nacional, del hospital San José, de la Estación de policía de la Sexta. Este lugar sucio, ilegal y de pecado, está contradictoriamente ubicado en medio de la higiene, la salud, la legalidad y lo sagrado. Desde que se camina por la plazoleta de Los Mártires un olor espantoso y asfixiante empieza a entrar por la nariz y a revolver el estómago. Huele a basura, a orines, a mierda; huele a lo que nadie quiere oler. Entre más se acerca la entrada a la olla el olor se intensifica. Es este el olor de los ñeros. Y es ese olor y su manera de vestir lo que causan muchas veces la repulsión del resto de los ciudadanos hacia ellos. Pues en aquella concepción moderna del cuerpo que plantea Le Breton y que mencioné unas páginas atrás, el cuerpo debe permanecer discreto. Los malos olores generan una espontánea repulsión. El hombre occidental es un animal que quiere oler bien, que combate esos olores del aliento, el sudor, la orina, las heces, que son tan naturales. Esta idea de “oler bien” viene vinculada, como argumenta Richard Sennett (1994: 281), con la ciudad.

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“El limpiar de manera escrupulosa los excrementos del cuerpo se convirtió en una práctica específicamente urbana y de la clase media. A mediados del siglo XVIII, la gente de la clase media comenzó a utilizar papel desechable para limpiarse el ano después de defecar. Por esa fecha los orinales comenzaron a vaciarse diariamente. La propia repugnancia a los excrementos era un fenómeno urbano, cuyo origen estaba en las nuevas ideas médicas acerca de las impurezas que bloqueaban la piel. Además, quienes transmitían ese conocimiento médico vivían en las ciudades”.

Sennett (1994: 280) habla de la relación con la ciudad, ya que en la lectura que él hace del texto “Ville et champagne dans le discours medical sur la petite enfance au XVIII siècle” de la historiadora Marie-France Morel, nos relata que “en el campo, entre los campesinos, la suciedad pegada a la piel parecía natural e incluso saludable”. Pero no sólo el olor identifica a los ñeros; su manera de vestir se vuelve también importante en la calle, en sus relaciones diarias con el resto de la ciudadanía. Su ropa es la ropa que nosotros botamos a la basura, la que no nos sirve, la que no queremos. Ellos la usan y poco a poco se van convirtiendo en

la misma basura, una basura que

contamina. Ellos cambian nuestras gramáticas del vestido; devoran nuestro orden. Usan ropa grande, muy grande, o pequeña. Pueden usar varios pantalones a la vez; no usan ropa interior. No les importa la gama de colores, pues finalmente ellos no son observados por nadie y la mugre termina siempre por ocultar cualquier color. Tienen un zapato diferente a otro y las medias no son indispensables; otros van descalzos aguantando las inclemencias del duro y maltratado pavimento bogotano. Ellos negocian una chaqueta en 100 pesos; ellos no van a almacenes sino a basureros. La cobija la llevan en el hombro y 31

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la mugre ya hace parte de ellos. Así, en el sentido de la suciedad de Mary Douglas (1973: 55), como “el producto secundario de una sistemática ordenación y clasificación de la materia, en la medida en que el orden implica el rechazo de elementos inapropiados”, ellos se vuelven fuente de rechazo. Los ñeros usan lo que en nuestro orden debe estar en un basurero. No sólo en la ropa o en las pocas cosas que tienen para vivir, sino en la comida también: ellos comen lo que ya es un desperdicio. Por eso contaminan, por eso muchas personas se cambian de andén cuando ven que viene un ñero. Por eso los sacan rápido de buses, de cafeterías. Por eso ni siquiera los dejan entrar a muchos lugares, y si entran causan bastante asombro e incomodidad. Esa incomodidad la viví dos veces. La primera en el 2007, cuando conocí a Yuri. Una ñerita de 35 años, para entonces. Fue el 20 de julio, ella intentaba subir a un árbol una bolsa que contenía los cartones, plásticos y periódicos que se convertían cada noche en su cama. Con ella también caminé mucho. Después de hablar un rato, paso tras paso, la invitamos a almorzar. Aquel día iba con Giovani, otro compañero de antropología interesado en esta población. Ella quería pollo asado. Buscamos, por la Av. Caracas, mientras nos mojábamos. La lluvia caía intensamente sobre nosotros y el vapor del agua despertaba nuestros olores. En frente de la ASAB1, encontramos finalmente un asadero. Pequeño, poco confortable en realidad, y donde los que entraban a almorzar parecían de clase media baja de la ciudad. Mientras entrábamos me sentí observada. Todas las personas ahí dentro nos miraban extrañadas: miraban a Yuri con desprecio y cuando pasábamos entre las mesas, las sillas y los clientes, estos volteaban la cara, se tapaban la nariz y cogían fuertemente sus pertenencias. La mesera nos acomodó en la parte de atrás 1

Academia Superior de Artes de Bogotá.

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del lugar, en un rincón, después de los baños y casi debajo de la escalera. No sé qué sintió Yuri en ese momento, la verdad no le quise preguntar, parecía como si nada hubiera pasado, normal, acostumbrada. Pedimos lo que ella quiso y comió desaforadamente las patas, la rabadilla, las papas fritas y la arepa. Otra vez todo el mundo la observaba; su mirada luminosa, sus manos llenas de grasa parecían ignorar los ojos de los demás. Luego que la gente la veía comer así, muchos ojos dejaron de ser repulsivos y se tornaron de compasión. Sí, al resto de los ciudadanos, a los “sedentarios” como diría Ruíz, les incomoda este tipo de presencias. Son personas que no deben estar en este tipo de lugares tan públicos como privados. Contaminan. La segunda vez que viví esta experiencia fue con Charlie y mis compañeras. Esta vez fue en un lugar tradicional de la ciudad, nada más y nada menos que en La Puerta Falsa. Este sitio es conocido por vender los tamales más ricos de Bogotá. Y como era de mañana soleada y nuestro acompañante no había desayunado, decidimos llevarlo allí. Desde que íbamos caminando por la Carrera Séptima, las personas nos miraban extraño. Dudo que sea normal para ellos ver cinco jóvenes mujeres rodear a un ñero, a un “habitante de la calle”, escuchando atentamente cada cosa que decía y deteniéndose cada tres pasos cuando él paraba para completar sus frases. Cuando llegamos a la entrada, a aquella puerta falsa, todas las miradas de adentro hacia afuera se concentraron en nosotros. Charlie se sentía muy apenado de entrar ahí. Él mismo lo dijo “soy como un mosco en leche”. Empero, su mirada se iluminó con el olor a tamal, chocolate, agua de panela y queso. Nos dio las gracias y entramos a pesar de las miradas. Subimos las pequeñas escaleras, caminamos por el angosto pasillo y nos sentamos en la última mesa. En el segundo piso no había nadie más, pero por el gran espejo que refleja 33

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los dos niveles se convirtió en una especie de cámara por donde los empleados y los otros clientes nos observaban. A Charlie dejaron de importarle las miradas, se concentró en su comida y con una gran sonrisa en su rostro nos dijo que había sido el mejor desayuno que había tenido en mucho tiempo. En realidad creo que el miedo y las miradas de los clientes de estos dos restaurantes estaban dirigidos a que no contamináramos o, bueno, a la extrañeza de que situaciones como estas se presentaran. Los empleados de los establecimientos no podían impedirle la entrada a Yuri y a Charlie, como lo hubiesen podido hacer en otra ocasión que fueran solos, simplemente porque iban con nosotros. Ellos estaban acompañados de ciudadanos más común y corrientes, de ciudadanos que sí se piensan en estos lugares. Además que nuestra presencia garantizaba de algún modo que no pasaría nada y que por supuesto íbamos a pagar lo consumido. Hablo de contaminación en el sentido de Mary Douglas (1973:55), como esa “reacción que condena cualquier objeto o idea que tienda a confundir o a contradecir nuestras entrañables clasificaciones”. Ellos no debían entrar a estos lugares. Lo que pasa normalmente es que ellos se quedan en la entrada, piden algo de comer y los empleados, cuando son amables, les sacan algo de sobrados de la comida y ellos se van; y cuando no son tan amables, los sacan a gritos y actitud desafiante. Siguiendo con la olla, muy pocas veces hay policías en la calle que da entrada al Bronx. Cada vez se ven menos. Sí hay algunos soldados, pero para ellos es indiferente, completamente invisible lo que pase a su lado. Desde que no se metan con el lugar que ellos cuidan, no hay problema que se maten a unos pocos metros. En toda la esquina de 34

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la entrada hay una tienda: no hay mucho surtido, algunas golosinas, cerveza, cigarrillos, pero sí tiene rockola. En este lugar, aparte del olfato, el oído también se empieza a agudizar. Sólo es pararse en la entrada, mirar hacia adentro, y encontrase con otra dimensión, ¿otro mundo?, ¿otra ciudad?, algo que no estamos acostumbrados a ver. Entrar, no saber por dónde caminar. Trapos tendidos en el piso con mercancía posiblemente robada, personas fundidas con el asfalto y la basura, basura. El oído se empieza a agudizar: la gente habla, palos trituran marihuana al unísono, las rockolas vibran con el regaetoon, la norteña, el vallenato. Debe ser que fuera de allí la ciudad es más silenciosa y menos caótica. Algunas carpas fuera de los edificios, sofás viejos y droga. Hombres y mujeres sentados, acostados metiendo vicio, trabados, llevados, volando o subidos en el ascensor. Gente drogada, algunos a la inconciencia. Como es una “Ele”, cuando se gira a la izquierda la prostitución toma fuerza, niñas esperando, niñas y niños también drogados. A este sitio no entra cualquiera. No es un lugar público como las otras calles de la ciudad, pero tampoco es un lugar privado. ¿Es posible nombrarlo como un lugar semipúblico? No lo sé bien. Allí, como alguna vez me contaba Yuly, hay un papá y una mamá que controlan todo, es como una gran familia. Nadie los conoce, sólo los grandes jíbaros. Ellos saben todo lo que pasa ahí dentro, los distinguen a todos y los protegen. Tienen sus campanitas, ñeros que trabajan para ellos y les informan por medio de intermediarios cada cosa que pasa, saben cada persona que entra y sale diferente a los que ahí viven, “y si viene uno de Cinco Huecos de aquí no sale” contaba Yuly. Es un lugar público que poco a poco se ha ido privatizando, ni siquiera la policía entra a menos que sea en un allanamiento. Los 35

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funcionarios del distrito que trabajan para mejorar las condiciones de los “habitantes de la calle” tampoco tienen entrada. Allí entra el que quiera, el que se arriesgue pero bajo su propia responsabilidad. Es un lugar compuesto por unas calles públicas, un lugar peligroso al que casi nadie quiere entrar, un lugar que inspira miedo para el resto de los bogotanos. Y es precisamente ese miedo, esa repulsión, lo que creo lo ha convertido en un lugar semipúblico, un lugar semiprivado.

Ollas en Bogotá hay muchas. “Cinco Huecos” es otra de ellas. Se ubica a pocas cuadras del “Bronx”, pero sus características son diferentes. Esta también la conocí con Charlie. Con este ñerito la visita fue tranquila, a él lo conocían y lo respetaban. Lo respetaban porque era un viejo ya, había pasado por El Cartucho siendo de los que no se metía con nadie. No andaba buscando problemas y cuando los problemas lo buscaban a él, intentaba huirles. Leía el periódico, era ilustrado según sus amigos y siempre decía cosas interesantes. Su calma, tratar bien o con indiferencia, no tener enemigos y ser, desde hace tiempo, una persona conocida por todos los ñeros hacía que lo respetaran, lo

llevaban en la buena. Él no tenía impedida la entrada entre las ollas porque, como dije antes, no se metía con nadie, pero también porque no era ningún peligro. Era un viejo al que le gustaba hablar de su vida y de las cosas interesantes que leía y de las que a veces escribía. Cuando llegamos, la impresión que tuve fue muy diferente a la del “Bronx”. Me habían hablado tanto de este lugar y de las peleas que había normalmente entre los que controlaban una y otra olla, que lo imaginé muy parecido a aquel “otro mundo” al que sentí que había entrado unos meses antes.

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En “Cinco Huecos” las calles parecían más públicas, supongo que porque estaba todo despejado; bueno, al menos un carro podía pasar sin problema. En los andenes había algunos carros de balineras, y sus dueños, algunos sentados en el piso y otros organizando lo recolectado. Otros ñeritos caminan de un lado para otro. Por una de las cuadras hay dos casas en donde en las puertas hay un escritorio de oficina y una persona atendiendo, y así se comercializa la droga. Es menos caótico que “La Ele”, por lo que es más pequeña y la venta de droga está mucho más organizada. Los ñeros se traban pero se van a otros lugares; muy pocos se quedan ahí, de pronto para no dar mucho visaje con la policía. Pero la verdad, no vi policías; algunos auxiliares de policía caminaban por las calles y hablaban con varios ñeros con gran confianza. Se sabían los nombres, se saludaban con un sistema especial de golpes con las manos, simplemente se conocían. Cuando veían a Charlie muchos de los ñeros se acercaban a saludarlo y otros, al verlo con nosotras, solo hacían una seña desde lejos. A muchos les era indiferente nuestra presencia, pero a otros se les notaba que les incomodaba; no hacían nada en nuestra contra al vernos con uno de ellos, pero su mirada fija en nosotras logró intimidarnos. Por otro costado de aquella cuadra de los escritorios: una calle sin salida. Varios ñeros y

cartoneros se concentran ahí. Unos consumiendo drogas, otros alcohol, otros con su nariz ya pegada al Bóxer, casi todos en lo suyo, sin molestar a nadie y evitando que los molesten; y unos pocos solo conversan entre ellos. Pero los ñeros no están solo en las ollas. Ellos van y vienen por toda la ciudad apropiándose de ella, haciéndola suya. Aunque los hay por todas partes, una de las zonas donde es más común verlos es en el centro. Van escarbando basuras, intimidando a la 37

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gente. Van por la Décima, la Caracas. Se caminan La Candelaria, La Perseverancia, San Bernardo, la calle 22, la 19, la 17, la carrera Séptima. El ruido de los carritos de balineras se mimetiza con el ruido de la ciudad en esta zona. Solo cuando esos carritos cobran vida gracias a sus dueños es que se mira hacia ellos. Algún viernes, de esos fríos que acontecieron en septiembre de 2010, yo caminaba siguiendo el “Septimazo”. El sonido de las balineras se confundía con los gritos de las personas que vendían sus productos y con las diferentes músicas de los diversos shows que se presentaban aquella tarde, mientras caía la noche. Y de repente, entre una multitud que transitaba y que miraba con asombro, aparece un ñerito, ya achacado por los años que no pasan solos. Él, sacando fuerzas de donde parecía ya no habían más, halaba su carrito, en donde no habían cartones, ni periódico, ni basura, sino un perro grande descansando. Unas cuadras más adelante el ruido se detiene. El perro baja de la plataforma donde recostado esperaba y recibe en su hocico, de manos de su amigo el ñero, la cuerda de donde se hala el carro. Su amigo es el que se sienta, ahora, en la plataforma y relaja sus músculos en función de descanso. Todos los transeúntes admirábamos con ternura la escena mientras este par de compañeros seguían su camino, por las calles del centro de Bogotá, alternándose para llegar a algún lugar. Pero de todas estas calles que ellos caminan y que nosotros también transitamos, hay lugares que en las noches se transforman. De día solo tienen pequeñas marcas de fogatas o basura regada, pero en las noches se convierten en lugares de concentración de ñeros. Uno de estos ejemplos es la carrilera del tren, por la calle 19 a la altura de las carreras 22 y 24. Cotidianamente, con la luz del sol, la calle que acompaña estos rieles es de tránsito 38

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constante de carros y de personas, aunque se vea uno que otro ñero caminando, durmiendo, trabándose, u organizando lo reciclado. Sin embargo, cuando la noche comienza a caer y la oscuridad y el frio empiezan a acobijar, en estas ya de por sí lúgubres calles, otras cosas acontecen. No sé si es apropósito, pero la luz nocturna de sectores como estos de la ciudad hace que no den ganas de pasar. Algunos postes con los bombillos dañados y otros bombillos con una luz amarilla, tenue. En las noches, por aquí, son las fogatas que hacen estos personajes que habitan la calle, lo que ilumina y da calor. Empero, si sin ellos no parece tan agradable pasar por la zona, con ellos es menos atractivo. Una tarde, mientras caminaba realizando este trabajo de campo por el sector del Samper Mendoza, fui dirigiendo mi trayecto en busca de la carrilera. Eran casi las 6 y el sol iba desapareciendo cada vez más rápido. Cuando llegué a las calles más próximas de la carrilera estaban completamente desoladas. De nuevo, aquellos postes de bombillos dañados solo ayudaban a oscurecer más, y los pocos negocios, que distinguí por los avisos, estaban cerrados. Era domingo y en Bogotá hacía un frío inclemente. Por una de las vías que te lleva directamente a la carrilera, unos niños se comunicaban por las ventanas. No podían salir de sus casas y jugaban haciéndose señas y escribiendo en el vidrio. Mientras yo caminaba un señor me adelantó en una bicicleta en la misma dirección. Otro señor intentaba abrir a la fuerza la puerta de una casa azul. Llegué a la esquina y tres hombres estaban sentados en el andén como si esperaran algo. Una señora martillaba frente a ellos unas cajas de madera y el señor de la bicicleta se iba acercando a donde ellos estaban. Se pararon dos y detuvieron al señor. El sacó algo del bolsillo de su saco y 39

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se fue muy rápido. Lo habían robado. La señora de la caja alcanzó a verme, muerta del susto, por supuesto. Miré hacia el otro lado y unas fogatas se estaban prendiendo; en frente, el ruido del señor intentando abrir la puerta y yo que doy la vuelta, comienzo a caminar rápido y a perderme de ahí. La noche transforma los espacios, sus usos; transforma la ciudad. Si en el día nosotros, los que vivimos la calle pero no dormimos en ella, jugamos con una serie de trayectos en la ciudad, en las noches encontrar un lugar seguro es lo más importante. De noche hasta subirse a un bus de servicio público puede dar miedo. La inseguridad se incrementa. La oscuridad se convierte en la aliada de la delincuencia y los lugares que transitamos, que con la luz del sol nos parecen seguros, en la noche producen desconfianza. Y entre más tarde mucho peor; no estamos acostumbrados a una vida nocturna en la ciudad, refiriéndome específicamente al recorrido de sus calles. Quizá es porque la oscuridad enmarca muchos temores que no dormimos en la calle. La calle es la intemperie, es estar a cielo abierto, sin techo ni otro reparo alguno2. Dormir en la calle es exponerse, es pasar el límite. En la ciudad de São Paulo, Brasil, por ejemplo, las personas que habitan la calle “ya cayeron en la exclusión social” y la ayuda que se les pueda brindar a ellos podría convertirse en innecesaria, pues estos ya pasaron aquel límite. Los servicios de asistencia social están encaminados y dirigidos a las personas que están al borde de pasar este límite, a la “Población acogida”, como se denomina. Según María Helena R. Antuniassi, profesora de sociología de la Universidade de São Paulo, el fin último de la asistencia 2

Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española. http://buscon.rae.es/draeI/SrvltConsulta?TIPO_BUS=3&LEMA=intemperie

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Versión

digital.

Véase

en:

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social es buscar caminos y estrategias para que nadie caiga en la “exclusión completa”, que significa ser “habitante de la calle”3. Para la población acogida existen cuatro tipos de albergues: los Servicios por Convenio, en donde se manejan los cupos por noches; Centros de Acogida Especial; República4 y Hotel Social. De los primeros hay 74, de los segundos 285, en Repúblicas y hoteles sociales 12 y 10 respectivamente. Estos albergues están creados por diversas etapas de reinserción social. El ideal es que los psicólogos y los trabajadores sociales que hacen la asistencia eviten que las personas lleguen a dormir en la calle. Sin embargo, cuando una persona no tiene un empleo, así sea ocasional, ni familia, ellos asumen que está realmente en situación de calle. De esta manera tienen también algunas categorías físicas para hacer la distinción entre los dos tipos de población. Estas distinciones tratan de no ser evidentes, pero al escuchar un comentario de una persona que acudió al servicio de albergue se ponen en claro. “La asistente social vio que yo no tenía personalidad de habitante de calle y por eso quiso ayudarme”5

Es difícil saber qué quiso decir exactamente la persona que habló de “personalidad de habitante de calle”, pero la posterior referencia a las ropas sucias y malolientes y al hecho de andar sin zapatos por toda la ciudad se hizo casi fundamental para dar a entender otro punto importante de lo que significa estar en la “exclusión social completa”. Sin embargo, 3

Tomado de: Ponencia sobre el proyecto de investigación: Ruptura, desemprego e solidão: relatos de acolhidos nos serviços de assistência social na cidade de São Paulo. En: Mesa Redonda “A cidade de São Paulo: família, trabalho e pobreza”. Ponente: R. Antuniassi, María Helena. Univeridade de São Paulo: 38° Encontro Nacional de Estudos Rurais e Urbanos. Mayo 17 de 2011. (La traducción de la ponencia es mia) 4 La traducción más cercana al español es: Residencia. 5 Comentario referenciado en: Ponencia sobre el proyecto de investigación: Ruptura, desemprego e solidão: relatos de acolhidos nos serviços de assistência social na cidade de São Paulo.

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lo más significativo al hablar de habitar la calle y estar en la exclusión era la constante referencia a la pérdida de la ciudadanía. No trabajar, no tener familia, ser un vagabundo, estar sucio, estar excluido, prácticamente ser nadie, eso es ser “morador de rua”6, es no ser un ciudadano. En Bogotá, los albergues casi siempre van dirigidos directamente a la población “habitante de la calle”. Aquí, como contaba anteriormente, tanto las instituciones pertenecientes a la administración distrital, como las que sin ánimo de lucro quieren ayudar a esta población, recogen a los ñeros en las inmediaciones de las ollas y los llevan hasta los hogares. Los ñeros también pueden llegar caminando, aunque queden lejos, porque en la vida de la calle a donde se va, se va en dos patas. En la Carrera 35 con calle 10 se ubica “La Libre”, uno de los más grandes hogares de paso que hay en Bogotá, perteneciente a la Alcaldía. Este es un lugar de muros altos; muros que no dejan ni siquiera salir ese sentimiento de encierro que se siente dentro de ellos. Varias edificaciones y algunos jardines son el refugio de cientos de ñeros que deciden comer bien así sea un día. Los dormitorios femeninos y masculinos están separados, al igual que los baños. Un gran salón con algunos televisores y juegos de mesa intenta entretenerlos. Allí dentro todo está impecable, a pesar de lo sucios que llegan sus moradores cada día. A los ñeros los uniforman con sudaderas; la gris es para los externos y la vino tinto para los que siguen el proyecto de “Pre-comunidad”. “Pre-comunidad” es el nombre de una gestión realizada desde este hogar de paso para “reincorporar a la vida civil” a los ñeros que toman la decisión de hacerlo. Esta 6

Término en portugués para referirse a Habitante de la calle.

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“reincorporación” de la que hablan los funcionarios del distrito tiene, finalmente, el mismo trasfondo que el hecho que en São Paulo el “morador de rua” no sea un ciudadano. Aquí tampoco lo es, al menos desde esta visión de las cosas. Este proyecto tiene un proceso de ocho meses en los cuales los ñeros, que al final del tiempo no serán más ñeros, viven en el hogar y reciben talleres en diferentes oficios y artes, así como también charlas de autoayuda. El ideal es que a los seis meses de ellos seguir el proceso puedan encontrar algún convenio laboral; salen en las mañanas en las mismas camionetas del hogar y los recogen en las tardes para volver. Claramente no a todos les permiten salir, pues depende del comportamiento y solo a muy pocos lo dejan retirarse del hogar bajo su propia responsabilidad. Cumplidos los ocho meses los ñeros, o mejor, los que ya no son más ñeros, dejan el hogar y no pueden volver, al menos durante un año. Para los funcionarios distritales es de suponer que este tiempo es suficiente para una “rehabilitación”. Si salen del hogar con convenio laboral ganan 35 mil pesos a la semana, y eso debe alcanzar para mantenerse. Pero cuando salen ¿a dónde van? Muchos recaen en las drogas, ellos me decían que a veces es inevitable. Mientras siguen el proceso de “Precomunidad” tienen un lugar donde dormir y donde la droga no es una tentación; pero al salir hay que pagar un cuarto, y este no puede ser caro: debe ser lo más barato posible para que lo que se gana rinda un poco, y un cuarto barato queda en una zona en donde la

vida se vuelve a complicar. Aunque los hogares de paso hacen lo posible por bridar el mejor servicio y en realidad ayudar a esta población, muchas veces hay que ver las cosas desde el interior para

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entender por qué la mayoría de estos proyectos no funcionan y por qué la situación se complica ahí dentro. Uno de los problemas que tuvo que afrontar Integración Social, mientras yo realizaba mi trabajo de campo en el funcionamiento de los hogares de paso, fue el incremento y demanda de la población LGBT, y sobre todo de la travesti. Como conté anteriormente, estas instituciones separan los dormitorios y baños, incluyendo las duchas, por femenino y masculino. No fue fácil entender que algunos de ellos siendo hombre o mujeres de nacimiento no se sentían de tal manera y se reconocían del sexo opuesto. Para Sebastián y Wilson, una pareja homosexual que seguía el proceso de “Precomunidad” era muy incómodo dormir y bañarse con hombres, además ñeros también, y

montadores, que lo único que hacían era burlarse e insultarlos. A Hasbleidy y Diana les sucedió lo mismo, ellas se consideran mujeres y estar expuestas a estos hombres que las agredían por pirobitas se convertía en una tortura y un motivo para no querer volver al hogar, ya que ellas eran externas. Sin embargo, no sabían qué era más duro: si aguantar esa tortura dentro de esos muros de donde no podían escapar, o aguantarla en la calle en donde podían esconderse. Pero no siempre.

De la pelvis al pecho

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Aquel no poder esconderse, para los ñeros y ñeras travestis u homosexuales significa volverse blanco de maltratos físicos y mentales, y violaciones. Las relaciones de poder en la vida de la calle, y sobre todo las referentes al sexo, se controlan de manera muy fuerte y violenta. En el hogar de paso me contaban que no podían transitar por todos los lugares. Había sitios por donde si pasaban no sabían en qué estado saldrían. Por ejemplo, las grandes

ollas no son de los mejores lugares para permanecer, aunque de vez en cuando deber ir a conseguir el vicio. Y existen personajes específicos a los que les temen. “El Cachetes” es uno de ellos, del que más se habla y el más temerario. Este personaje cuando está

empepado, trabado, busca a las ñeras transexuales por los lugares en donde ellas normalmente están, porque no tienen más a donde ir, y las obliga a que le hagan sexo oral. A la que no quiera le mete un pepazo, cuando tiene arma, o simplemente la apuñala con el cuchillo con el que no acostumbra a fallar. “Los maricas comemos más mierda que el resto en la calle”, me decía una de ellas. “Cuando uno es gay y llega al punto de vivir en la calle, debe asumir otro tipo de posturas, diferentes a los maricas normales. O son trans o un gay serio, porque el que está en el medio come mierda de la pura” me decía otro. Así, la vida de esta población LGBT en la calle pasa por todos los contrastes y los duros azotes de la miseria. Ellos también se enamoran, pero ver que su pareja es violada por tres tipos a la vez, para ver si le dejan de gustar los hombres, debe ser tan duro que ningún refugio llega a ser el más seguro.

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La vida de la calle es muy machista. No sólo por el juego de poderes que se vive a diario sino también porque casi siempre que se hace referencia a “habitantes de la calle” se piensa en hombres. Y si las mujeres quedan casi invisibilizadas, a la población LGBT no le va mejor. Las políticas públicas están diseñadas pensando en el sexo masculino. La imagen que tenemos de esta población es de hombres. Y allá dentro, en la calle, son los hombres los que tienen el control. Las mujeres deben asumir un rol también muy fuerte; como ellas mismas dicen, se vuelven casi de piedra. Para evitar que la calle se lo trague a uno hay que saber jugar, y el juego de la calle solo lo ganan los más fuertes, porque no sólo se lucha contra uno mismo, sino contra los demás. A las ñeritas, cuando caen en el vicio y la calle y que las ven que no conocen como es la movida, las violan. “Es darles la bienvenida a este mundo”; un mundo en el que de ahí en adelante no pueden dejarse de nadie. Diana era muy joven cuando la conocí. Tenía 17 años y tres hijos de 4, 3 y 1 año, que el bienestar familiar le quitó y dio en adopción en el exterior. Sus tres embarazos se dieron siendo víctima de violaciones. Ella me decía que como la veían chiquita y sin fuerzas,

porque el hambre es dura, la cogían y ella no podía defenderse. La primera, y única vez que la vi, me impactó su mirada dura, fría. Me hablo de sus hijos contándome de su vida en la calle, pero no les daba importancia. Su recuerdo se había reducido al recuerdo de haber sido violada y para ella lo mejor que podía pasar era que se los llevaran, porque no se iba a hacer cargo de tres más, ya bastante era luchar por ella misma. Missi nació en la calle, entre bazuco y basura. Es hija de “La Pana”, una mujer que había ganado mucho respeto en el antiguo Cartucho. Por el respeto que tenía su madre a ella 46

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nunca le pasó nada, pero cuando “La Pana” murió su realidad en la calle comenzó a cambiar. Ahora le tocaba cuidarse sola, intentó dejar esa vida gracias a lo que le decían algunos cristianos y testigos de Jehová que ella se ponía a escuchar. Pero ella no conocía otro modo de vida y, aunque lo que le presentaban estas personas parecía una propuesta interesante, ella siempre volvía a la calle. Nunca me contó si había sido violada pero evitaba todo el tiempo cualquier tipo de relación con los hombres, no sé si por un motivo de abuso sexual o por impedir agresiones de otro tipo. Un día que la encontré por casualidad, cuando las dos, con rumbos diferentes, caminábamos, ella tenía en su mejilla una herida que parecía de película de terror. El pus, la sangre y la suciedad se mezclaban y daba la sensación de que en cualquier momento gusanos comenzarían a salir. La herida grande y profunda fue causada por un mordisco que un ñero le dio porque ella había ocupado el lugar en donde él quería acostarse a dormir. Le quitó el pedazo y la infección, por más curaciones que le hicieran en el hospital, no iba a bajar. Eso se le fue secando con el tiempo y con la ayuda de una crema que le había conseguido su segunda mamá. Los ñeros y ñeras permanecen solos la mayoría del tiempo. Cada uno se la lucha solo o con su perro, los que tienen. Sin embargo, a veces se entablan relaciones cercanas entre ellos que van más allá del hecho de llegar a la misma olla. La segunda mamá de Missi es una señora de aproximadamente 65 años; Doña Alba tritura marihuana para la venta, sobre una mesa y con un balde, en un rincón del Bronx. A ella la “La Pana” alguna vez le dio un poco de comida y por eso ella no desampara a Missi; le da vicio cuando lo necesita o le consigue la medicina cuando se enferma.

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El primo de Wilson, por ejemplo, es con quien, de vez en cuando, se encontraban en el mismo lugar para dormir y el hecho de compartir ese espacio ya los hacía parientes. Otras veces, algunos ñeros encuentran en otro “un loco con el que roban”, sin embargo, al estar drogados las peleas acostumbran a ser muchas al momento de repartir lo que se hacen y la relación no dura por mucho tiempo. Doña Carmen, una mujer discapacitada que transita por las calles sentada en su silla de ruedas, recibe constantemente la colaboración de Raúl, a quien ella considera su primo por haber compartido algunas noches el mismo lugar de reposo. Estas relaciones de parentesco entre los ñeros están mediadas, como vemos, por el juego de dones. Esas obligaciones del don: dar, recibir y devolver, de las que nos habla Mauss (2009) se evidencian cada segundo en la vida de la calle. Se adquieren mamás, papás, hermanos, primos por el simple hecho de un día dar un poco de comida o de bazuco, por brindar una ayuda mínima, que en la calle se hace inmensa debido a la dura situación. También estos lazos se hacen con los perros: Guardián, el perro de Raúl, el amigo fiel de día y de noche, el hermano, el que lo salvó de la soledad, el que le dio cariño; y ahora Raúl le devuelve ese cariño en comida, en calor en las frías noches callejeras. Sin embargo, y pensando con más detalle el don y sus obligaciones, en la limosna este se disuelve, se deshace. En las calles de Bogotá, y debido al incremento tan alarmante de la inseguridad, las personas, la gran mayoría de las veces, ya no damos limosna a los ñeros a no ser que nos sintamos amenazados de cierta forma. Damos, ellos reciben, pero ¿qué no devuelven?, ¿es posible afirmar que nos devuelven con el simple hecho de no hacernos

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daño?. ¿Un antidon?, ¿un don paradójico?, un don que no es don porque los ñeros no lo ven de esta manera. Fue extraño para mí, después de haber hecho el trabajo de campo en Bogotá, hacer algunos recorridos por la ciudad de São Paulo y ver como allá los “moradores de rua” si pasan mucho tiempo en grupo. En Praça da Sé, la plaza más importante del centro histórico y donde se ubica la catedral, a cualquier hora del día se ven grupos de ellos conversando al lado de los árboles o sentados en el borde de un pequeño muro. Comparten comida y algunas veces el abrigo. Al lado del Centro Cultural, también acostumbra a hacerse un grupo de siete personas; siempre vi los mismos. Ellos se reúnen en este lugar a partir de las cuatro de la tarde y van compartiendo comida mientras conversan. Cuando es hora de dormir, acomodan entre todos los cartones que les sirven de colchón y disponen sus improvisadas camas de la manera en que sientan menos frio. Sin embargo, en esta ciudad no tuve la suerte de encontrar parejas entre ellos, como si las encontré aquí. En Bogotá, a pesar de que ellos permanecen casi todo el tiempo solos, el amor hace parte de sus vidas así hubiese sido para caer en la calle, para mantenerse o para salir de ella. Desde que comencé mi trabajo de campo en 2007, las historias de amores y desamores empezaron a aparecer en los relatos. William fue el primero en contarme la suya. Él llegó al vicio y a la calle por culpa de una mujer que lo traicionó. Empezó a hundirse en las drogas hasta que ya no pudo salir y la vida callejera lo atrapó. Intentó recuperar su vida de antes varias veces con el apoyo de su familia, pero ese amor era tan grande que

morirse en vida era lo único que quedaba por hacer. Pasaron seis años y él seguía 49

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pensando en aquella mala mujer, hasta que conoció en una institución a una ñerita que estaba en el proceso de recuperación. Ellos se enamoraron, William inició una vez más este proceso y su familia comenzó a ayudarlo de nuevo. Cuando logró salir de la calle y de las drogas su hermano le consiguió un trabajo con el que podía mantener a su nueva compañera, además que ella también trabajaba y así pudieron pagar un arriendo. Después de un año de estar trabajando y con una vida “normal”, como él le decía, su madre le regalo un lotecito de tierra pequeño pero suficiente para hacer una casita. William sacaba tiempo de donde no había para trabajar más y poder ahorrar e ir pagando una casa prefabricada, que para ese entonces costaba como 10 palos. Él se sentía completamente feliz y había vuelto a creer en el amor, hasta que encontró a su mujer con otro hombre en su propia cama. Llevaban dos años juntos, pero el despecho, de ese que mata y oprime el pecho, lo hundió otra vez en la calle por otros cuatro años. Cuando lo conocí no quería volver a saber de amores aunque al despedirnos me dijo: “Hay que creer en el corazón”. Al menos las historias de Charlie no fueron tan tristes. Cuando conocimos a este personaje estaba enamorado de La Paisa. Bueno, él ni siquiera sabía que sentía por ella, pero había sido su mujer y quería que volviera a serlo. Ellos terminaron porque La Paisa empezó a trabajar en una institución para que la ayudara a dejar esa vida de la calle y era muy difícil verse y estar juntos. Además “ella no iba a seguir con un viejo vicioso y loco”. Yo la conocí, tenía 27 años y muchas ganas de dejar esa vida y de que Charlie la dejara también, pero él no quería. Cuando “La Paisa” lo dejó por irse a la recuperación, él se metió con “Candela”. Una ñerita de 15 años, de ojos claros, cabello rojo, cuerpo delgado y una sonrisa que al mirarla 50

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no sabes si está llena de inocencia o maldad. Estando con ella iniciaron un plan para sacarle plata a un traqueto que por “Cinco Huecos” siempre la buscaba, ya que ella se prostituía. Ellos se unieron por el negocio y por sexo. Charlie la protegía y la quería pero sabía que esa niña, con cara de angelito, era el demonio en persona. Se dio cuenta que ella le mentía para quedarse con toda la plata y él no quería más problemas, así que se fue alejando de ella, además porque aunque era prostituta él sabía que se acostaba con otros hombres sin cobrarles. Y así decidió estar solo, al menos mientras “La Paisa” volvía, sabiendo en el fondo que jamás lo haría. Charlie tiene una hija y dos nietos, como conté anteriormente. Con la mamá de su hija nunca se volvió a ver después que se la dejó cuando era muy pequeña y él no pudo hacer mucho por ella, porque no le podía dar otra vida que la de la calle. Naydú creció entre drogas y se volvió viciosa también. Fue víctima de violaciones y llego a prostituirse pero cuando el bienestar le quitó a su hijo ella cambió para poder recuperarlo. Finalmente no lo logró pero “por fortuna”, como dice Charlie, cuando estaba cayendo otra vez, siguiendo el único ejemplo que le daba su padre, quedo embarazada de “La Chiquitica”, de Leslie. Ella dejó la calle y trabaja vendiendo dulces por el Centro Internacional y protege a su hijita de que no se la quiten. No ayuda a su padre porque lo culpa de su vida. Es muy difícil encontrar relaciones amorosas serias en la vida de la calle. Normalmente están mediadas por intereses de parte y parte, que pueden ir más allá de lo sexual. Sin embargo, el sexo, sea por violación, prostitución o por que la traba conduce a este, va a ser siempre factor de interés en la calle.

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Solo una vez escuché de una relación seria. Era la del “Mil Artes”, su esposa Gloria y la bebé que estaba en su vientre. Este par de enamorados trabajaron en el proyecto de “La Lleca”, pero sus nombres y su historia llegaron a mí por boca de mi mamá, quien también trabajó con estos ñeros cuando vivían en “El Cartucho”. Haciendo mi investigación me encontré con él; había perdido un brazo pero seguía haciendo las artesanías en lata por las que era conocido. Hablamos un buen rato; sonriendo me contaba cómo habían sido esos años de teatro, pero cuando le pregunté por Gloria y la niña su rostro cambió, se paró y se fue. Nunca volví a encontrarlo. No obstante, de las cosas más bellas que he visto en mi trabajo de campo fue una corta escena que se presentó ante mis ojos cuando caminaba por La Caracas con carrera 20. Un ñero se detuvo frente a un establecimiento de repuestos para moto; no puedo negar que su rostro me causó mucho miedo. Era calvo, con muchos pearcings en su cara y una mirada que cuando la vi sentí que me atravesó con su dureza. Los dueños de la tienda, al verlo, salieron a la puerta pensando que robaría algo. Sus movimientos eran fuertes y desafiantes. Era un joven. Luego de unos minutos, por mi lado pasó una ñerita. Joven también, con un gorro rosado, pantalón corto y una sonrisa gigantesca. Se vieron desde lejos con aquel ñero que a todos los que estábamos cerca nos había asustado y la mirada de los dos se iluminó tan increíblemente que nuestro miedo se fue. Se abrazaron, él la cogió de la cintura fuertemente, ella se prendió de su cuello y se dieron un beso tan intenso y tan cariñoso que simplemente conmovía. Emprendieron su camino, ella aún colgada de su cuello y el dándole besos en la frente. Así se perdieron entre la multitud.

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Con las manos

Mais voici bien autre chose. Descendons un peu plus bas. Contemplons un de ces êtres mystérieux, vivant, pour ainsi dire, des déjections des grandes villes ; car il y a de singuliers métiers, le nombre en est immense. J’ai quelquefois pensé avec terreur qu’il y avait des métiers qui ne comportaient aucune joie, des métiers sans plaisir, des fatigues sans soulagement, des douleurs sans compensation, je me trompais. Voici un homme chargé de ramasser les débris d’une journée de la capitale. Tout ce que la grande cité a rejeté, tout ce qu’elle a perdu, tout ce qu’elle a dédaigné, tout ce qu’elle a brisé, il le catalogue, il le collectionne. Il compulse les archives de la débauche, le capharnaüm des rebuts. Il fait un triage, un choix intelligent ; il ramasse, comme un avare un trésor, les ordures qui, remâchées par la divinité de l’Industrie, deviendront des objets d’utilité ou de jouissance.7

Le Vin (Baudelaire, 1968 [1860])

Conseguir el palo de escoba adecuado; revolcar entre la basura a ver si hay una esponja que se le pueda poner al palo. Abrir los huequitos a la tapa de una botella de esas de agua o gaseosa pequeña. Comprar un poco de jabón, ojalá del Dersa que es más barato. Y si la esponja no funcionó bien, ahorrar para comprar un limpiavidrios de esos elegantes con una esponja nuevecita por un lado y un borde de caucho por el otro. Esos son los primeros pasos para empezar un trabajo decente en la calle: pararse en los semáforos a

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. Traducción al español de Enrique López Castellón (1994): “Observad al que se dedica a recoger diariamente lo que tira la ciudad. Todo lo que la gran ciudad ha tirado, todo lo que ha perdido, todo lo que ha desechado, todo lo que ha roto, él lo cataloga y colecciona. Examina las basuras de una fiesta, los desperdicios de un banquete. Y los clasifica de modo inteligente; recoge, como el avaro su tesoro, las basuras que, trituradas por el Dios de la industria, se convertirán en objetos de utilidad o de placer”.

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limpiar los vidrios de los carros. Este no es un trabajo común de ñeros; pero después que empezó a ser frecuente en los semáforos, gracias al rebusque de la gente, ellos comenzaron a copiarlo. Sin embargo, cada vez inventan cosas más extrañas para pedir plata sin que parezca limosna, y para que se pueda nombrar como trabajo. Coger un pedazo de cualquier palo de madera para calibrar las llantas de los buses. Ellos no dicen nada, solo le dan tres golpes a cada llanta y van a la ventana del conductor para que le dé algunas monedas. Algunos les dan, pero otros, cuando ven que se acerca un ñero, mueven un poco la buseta para que no hagan nada. La otra opción de cada día es ayudar a las personas a parar el taxi o el bus. La primera vez que los vi hacer esto me impacto mucho el miedo de la gente. Tres ñeros estaban parados en la esquina de la carrera 7ª con calle 19, un sábado a las 9 de la noche. Sucios, pero además caminando con esos movimientos ligeros que muestran la droga en su sangre; con su mirada dirigida a cada persona, inspeccionando muy bien lo que tienen en sus manos, y casi como rayos x traspasando los bolsillos para ver qué hay dentro. Intimidaban a cada uno de los que esperaban, pero creo que sin intención; la gente les hacía mala cara, o decidían no esperar el transporte en un solo sitio, pero ellos solo preguntaban si necesitan taxi, o qué bus les servía y decían si estaba demorado o no. Los ñeros estaban trabajando y no delinquiendo, pero su sola presencia incomodaba, asustaba. Cuidar carros o pararse con un trapo rojo en una de las calles del centro, de esas que dan a la Caracas o a la Décima de donde no es fácil salir, para ayudar a los conductores a abrir 54

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paso y dar la vía: más de aquellos trabajos de los ñeros, que no se puede decir cotidianos, porque pasan de uno a otro de un día al otro, o porque los dejan con la facilidad de dar un paso hacia otra dirección, sin importar nada. Antes era más fácil pedir limosna, me decía Arturo. A veces ellos no tenían ni qué pedir y la gente les iba dando. Ahora, según ellos, con frecuencia hay que llegar al punto de intimidar para que les den una moneda. De todas maneras intimidar no es tan difícil. Ellos aprovechan el miedo que generan para, con decisión, acercarse a alguien haciendo la

maña de intentar tocarlo. Y que los toquen, a muchas personas no sólo les da miedo por un robo, sino que les da asco: aquella contaminación de la que hablaba antes, aquel temor a ser contaminado que ellos provocan. Alguna vez yo estaba caminando por la carrera 4 con calle 19, cuando al otro lado de la avenida una mujer joven esperaba el bus. No era la única, pues a esa hora de la tarde la 19 permanece llena de personas, en los bordes de los andenes, viendo las tablas de los buses para ver cuál es el que los lleva a su destino. Pero sí era, al menos en esa cuadra, la única mujer sola. De la 3 venía bajando una ñerita, hacía frío y sin embargo ella lucía un corto short y una pequeña blusa que dejaba ver su ombligo y su delgado cuerpo. Ella, con sandalias, su cabello totalmente despeinado y movimientos bruscos en su caminar y el acompañamiento de sus manos, se acerca a aquella joven. Ya había visto que estaba sola. Con agresividad le pide una moneda y ella, apretando fuerte su bolso, le dice que no tiene. Esta ñerita comienza a gritarle todas las groserías que se les puedan ocurrir e intenta tocarla. La joven esquivaba a los insultos y manoteos caminando un poco. Nadie hacía nada, miraban la escena aterrados intentado ser indiferente, pero los gritos seguían 55

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llamando la atención. Esa mujer desesperada sin poder huir para ningún lado porque su bus no pasaba le da 100 pesos y eso pareció incrementar la agresividad. Los 100 pesos causaron mayor agresividad en la ñera; ella hacía sus movimientos cada vez más fuertes, persiguiendo y enfrentado cada vez más. Le botó por la cara la moneda diciéndole que no se iría si no le daba más. La joven, sin remedio y perpleja del susto, saca más monedas de su bolsillo, observa que su bus se acerca, lo para, y lo más rápido posible se sube escapando de la situación. La ñera después solo se reía y a carcajadas caminó por toda la 19. Nadie la miraba para evitar llamar su atención. Muchos de ellos buscan así intimidar y causar el miedo que saben muy bien que logran producir. Juegan ese temor para casi obligar a que les den una moneda o simplemente ejercer un tipo de presión que casi siempre termina a su favor. Pero usan ese miedo también para robar. Los ñeros conocen cada rincón de la zona que se toman, de la zona que es suya, y conocen también cómo es la movida. Por eso saben cuándo atacar, por eso son a veces imperceptibles muchos robos. La única vez que me sentí realmente agredida en todo el trabajo de campo fue cuando me atracaron en la zona; y eso que no fue a mí, sino a un amigo que me acompañaba. Eran casi las 4 de la tarde; una tarde oscura y con el cielo a punto de estallar en lluvia. Como acostumbraba a hacerlo, le pedí a mi amigo que no llevara nada a la zona si insistía en acompañarme. Él, efectivamente, no llevo ninguna maleta pero en cada uno de sus bolsillos tenía un celular. Yo no me di cuenta en el momento y seguimos caminando hasta la Plazoleta de los Mártires, ahí donde queda la iglesia del Voto Nacional. Ese día yo quería ver específicamente los horarios de la misas en la iglesia, porque me parecía extraño que 56

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la mayoría de las veces que estaba en la zona la iglesia estaba cerrada, siendo una de las más importantes y tradicionales de visita en Bogotá. Mientras caminábamos un poco por la plaza se nos acercó Jefferson. Un ñerito joven, con su cabello largo, su piel morena y aparte con grandes parches negros de suciedad. El pantalón le quedaba inmenso y la chaqueta chiquita; un zapato de uno y otro de otro le ayudaban a dar sus pasos. Lo primero que nos dijo fue que para qué podría servirnos, luego se presentó como Jefferson, nos dio la mano y nos acompañó al atrio de la iglesia para ver el pequeño aviso con los horarios. Yo llevaba un pequeño canguro cargado en mi cadera en el que por supuesto no llevaba nada de valor. Dentro de este había solo una bufanda debido al insoportable frío, mi diario de campo y un lápiz para escribir. Cuando observábamos los horarios, dos ñeros más llegaron y se ubicaron detrás de nosotros. Estaban muy drogados, su mirada parecía completamente perdida en un horizonte desconocido; hacían movimientos como si volaran y los dos parecían jugando al péndulo. Sus cuerpos se balanceaban de un lado para otro y casi cuando ya parecían caer lograban un equilibrio con el viento que los devolvía hacia otra dirección. Me gustaba ver su manera de moverse pero no les puse mucha atención respecto a lo que podrían hacernos. Cuando hablábamos con Jefferson, estos ñeros intentaron abrir el canguro, pero la forma que este tenía no daba la impresión de tener nada de valor adentro, y ellos sí que saben distinguir las formas de las cosas. Jefferson les pidió que nos dejaran sanos pero a ellos no les importó su petición. Se nos iban acercando cada vez más y aunque me comencé a asustar un poco yo necesitaba saber lo que iba a pasar. Ellos no tenían buenas 57

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intenciones, eso era claro, pero tampoco parecía que controlaran sus movimientos. Mi amigo y yo comenzamos a bajar las escaleras de la iglesia con la intención de irnos por la lluvia que se venía. Jefferson nos acompañaba y los otros ñeros nos seguían. Nos pidieron monedas que la verdad no teníamos. Solo aparecieron de la nada 200 pesos que le pedí a mi amigo que se la entregara a ellos, mientras veía como de sus brazos, mimetizados entre su piel y la camisa de manga larga que llevaban, se iban asomando dos cuchillos, gigantes, del tamaño de la muñeca al codo. Entre los dos agarraron a mi amigo. Se acercaron mucho a él para que pareciera, ante los ojos de los posibles sapos, algo frecuente en la zona: las entregas de droga. Un cuchillo en el pecho y el otro al lado izquierdo del abdomen acompañados de dos miradas de aquellas a las que no les importa nada, de las que no tiene nada que perder, y un “pase el celular o no respondo”. Al contrario de sus movimientos sus palabras sí parecían firmes. Yo, al lado derecho de la escena sin saber qué hacer, y a mi lado Jefferson, quien no pronunciaba palabra. Le dije a él que hiciera algo pero su respuesta fue que él no tenía cuchillo para enfrentarlos. Mi amigo les entregó el celular que tenía en su bolsillo izquierdo, y Jefferson lanzó rápidamente en la escena su mano hacia el bolsillo derecho de mi acompañante, tapando de esta manera el otro celular y evitando que los otros ñeros lo vieran y lo robaran también. Los dos péndulos se alejaron y casi danzando llegaron hasta la entrada del Bronx. Ellos, en esa traba tan impresionante en la que estaban, lograron ver cosas que yo no vi. Mi amigo, bastante flaco y con un pantalón ancho, disimulaba muy bien lo que había en

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sus bolsillos; pero por lo visto no lo suficiente ante la mirada de estos ñeros. Ellos generaron toda la situación para producir el robo; tenían plena conciencia de todo. Si los ñeros van a robar a alguien, lo hacen de frente. Ellos no son de esos ladrones de manos de seda que, sin que la víctima se dé por enterada, pueden robar lo que sea. Ellos en estos casos son agresivos y directos: si no lo piensan para intimidar a alguien por la calle solo por una moneda, no lo hacen tampoco al momento de robar a alguien. Algún día de aquellos de mi campo, hablando con uno de los bicitaxistas que trabajan en la Plaza de los Mártires y que dan la vuelta a la manzana por la Plaza España, él me contaba que a ellos mismos los ñeros los atracaban. A ellos que estaban ahí todos los días, quienes tenían a sus compañeros al lado, que no son pocos para defenderlos y, sin embargo, los ñeros de frente encuentran la manera de hacerlo. “Los locos”, como llaman los bicitaxistas a los ñeros, los abordan con un cuchillo ahí, a los ojos de todos, en la plazoleta, en el mismo lugar donde nos abordaron a mi amigo y a mí. La amenaza es tan fuerte que pedir ayuda puede ser clavarse uno mismo el cuchillo. Les piden el producido, se lo quitan y rápidamente buscan llegar a la olla, porque lo que allá

entra no sale. Y no es que entre este pequeño gremio de transportadores informales no se cuiden y no estén pendientes el uno del otro, sino que los ñeros tienen la capacidad de controlar todo el espacio y saber en qué preciso momento nadie está observando. Pero no todos los ñeros son ladrones, como muchos creen. Aunque se pierdan en un contexto de delincuencia, muchos de ellos están en la calle solo por la droga y la libertad. Pero para drogarse hay que ganarse alguito haciendo algo. El reciclaje es común entre

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ellos. Al mismo tiempo que buscan comida dentro de la basura van escogiendo material reciclable para vender. Los que tienen sus carritos de balineras o los grandes armazones con ruedas que parecen carros para zorra pasan los días recolectado cartones, latas, papel, pero también entre lo que recolectan seleccionan cosas que puedan servirles a ellos. Elementos para engallar los carros o para hacerlos más cómodos son siempre encontrados en la basura. Los ñeros aprovechan casi todo lo que encuentran. Saben cómo darle un uso a cada cosa a pesar de ser un desperdicio para los que las botan. Todo lo que ellos llevan encima viene de la basura, viene de las sobras de otros. Y de esas sobras viven, de esas sobras crean, como el bricoleur del que habla Lévi-Strauss (2006 b: 36). El bricoleur es capaz de ejecutar un gran número de tareas diversificadas; pero, a diferencia del ingeniero, no subordina ninguna de ellas a la obtención de materias primas y de instrumentos concebidos y obtenidos a la medida de su proyecto: su universo instrumental está cerrado y la regla de su juego es siempre la de arreglárselas con “lo que uno tenga”, es decir un conjunto, a cada instante finito, de instrumentos y de materiales, heteróclitos además, porque la composición del conjunto no está en relación con el proyecto del momento, ni, por lo demás, con ningún proyecto particular, sino que es el resultado contingente de todas las ocasiones que se le han ofrecido de renovar o de enriquecer sus existencias, o de conservarlas con los residuos de construcciones y de destrucciones anteriores. El conjunto de los medios del bricoleur no se puede definir, por lo tanto, por un proyecto […]; se define solamente por su instrumentalidad, o dicho de otra manera y para emplear el lenguaje del bricoleur, porque los elementos se recogen o conservan en razón del principio de que “de algo habrán de servir”.

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La cama de Yuri, por ejemplo, es un colchón que ella misma hizo y que guarda, o esconde, entre los árboles con especial cuidado para que nadie se lo robe. De abajo hacia arriba, lo primero que tiene es un plástico, luego cartón; sobre el cartón, periódico y sobre este más cartón; de nuevo otra lámina de plástico y encima otra de cartón y el toque final es de mucho periódico, que no sólo lo haga más confortable, sino que también ayude a dar calor. El pantalón de Arturo son dos botas diferentes que él cortó con su chuzo y pegó con el Boxér con el que se traba cada día. La coqueta blusa de Gina Paola era un pedazo de tela que ella encontró botado y que a su estilo logró acomodar para que le permitiera mostrar su ombligo y tapar sus senos. Sus ropas, dependen de lo que encuentren. Lo acomodan para usarlo y adquiere el toque de cada uno. Las ñeras trans buscan accesorios que les permitan mostrar lo que quieren mostrar. Ir un día buscando en las basuras un bolso para darse un poco de feminidad puede ser la meta. Revolcar y revolcar con la intención de encontrar pequeños detalles de colores, collares, manillas, o algo que sirva para fabricarlas. Con “lo que uno tenga” muchos ñeros también hacen artesanías que van ofreciendo por cualquier monedita. El “Mil Artes” no recicla las latas de gaseosa o cerveza para luego venderlas en algún deposito, sino que las recolecta para hacer figuras en este material. Usa también cartón, alambre, plásticos para realizar pequeñas piezas que son sus obras de arte.

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Buscar, revolcar, escarbar, encontrar, arreglar, fabricar, usar, comer. En la calle la basura se convierte en el principal recurso. Se vuelve de uso personal, se vuelve mercancía.

Mirar

¡Qué excelente ejemplo, el joven Oliver Twist, del poder de los vestidos! Liado en la colcha que hasta este momento fuera su único abrigo, lo mismo podría haber sido el hijo de un noble que el de un mendigo; difícil le hubiera sido al más soberbio desconocido asignarle su puesto adecuado en la sociedad. Mas ahora, envuelto ya en las viejas ropas de percal, amarillentas de tanto uso, quedó clasificado y rotulado, y al instante ocupó su debido lugar: era el hijo de la parroquia, el hospiciano huérfano, el galopín humilde y famélico que ha de ser abofeteado y tundido a su paso por el mundo, despreciado por todos y por nadie compadecido.

Las Aventuras de Oliver Twist (Dickens, 2007: 12)

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Caminar. Pasar por las calles de Bogotá sin dirigir la mirada, ver el piso con frecuencia, reconocer obstáculos y caminar. De frente se acerca un ñero, su mirada se concentra en nosotros, y la nuestra, aunque lo ve, intenta desviarse para no llamar su atención o hacer de cuenta que no nos importa que cada vez se acerque más a nosotros con la intención, que se ve en sus ojos, de decirnos o hacernos algo. Una sensación extraña e incómoda comienza a recorrer nuestra sangre cuando un ñero se acerca. Para algunos es miedo, para otros es asco, y la manera de huir a esa sensación es cambiando de andén, esquivando su presencia, huyendo de su imagen. Ellos representan en nuestra sociedad todo lo que no queremos ser, a lo que no queremos llegar. Ellos no van para adelante sino para atrás, porque cada vez están peor. Su imagen es fuerte, es contradictoria, es una imagen percudida por la ciudad, por la calle. Los ñeros y las ñeras tienen el poder en la calle. No son ellos lo que se cambian de andén al encontrarse su mirada con la tuya. Ellos siguen firmes, caminan con propiedad por las calles que recorren día a día. Se van apropiando de los espacios sin inconveniente alguno. Una tarde de viernes, cuando por el centro de Bogotá la idea de rumba empieza a aparecer desde antes de medio día, más o menos a las 5 de la tarde, cuando la idea de fiesta está más consolidada y se ven grupos de personas caminado y conversando en la búsqueda de un buen lugar para tomarse algo, en el Parque de los Periodistas, al lado del monumento en el pequeño trozo de pasto que como isla se instaló en el asfalto, se para una ñerita. Decenas de personas a su alrededor y ella completamente indiferente a su presencia, busca el centro de la isla y baja con delicadeza sus pantalones. Mientras estos se deslizan suavemente por sus piernas y su vagina queda al descubierto, ella toma su 63

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camisa del borde inferior y lo levanta un poco para acomodarse mejor. Decide, finalmente, quitarse los pantalones para poder agacharse sin problema. Se agacha, se instala y con la cabeza dirigida hacia el frente comienza a defecar. Nadie la mira, y los que por casualidad la alcanzan a ver cambian de dirección su mirada después de hacer un rostro de repugnancia. Quizá el lugar que escogió no fue lo suficientemente cómodo, así que se levanta, recoge del suelo sus pantalones, pero no se los coloca, se desplaza unos metros y de nuevo se acurruca para continuar. Se toma su tiempo, termina con calma, se pone el pantalón y se pierde en Las Aguas arriba, vía a Monserrate. Nadie miró a la ñerita mientras cagaba, yo también esquivé la escena, y supongo que no sentirse observada, no sentirse visible, hace que dejara su pudor de lado. Si sabes que nadie te ve, que difícilmente alguien te mirará con deseo, ¿por qué sentir pudor?. Aunque ese pudor se va esfumando gradualmente en relación a nosotros, entre ellos retoma un poco de fuerza. Los ñeros saben que nosotros no queremos verlos, pero entre ellos sí se ven. Por ejemplo, entre más desapercibidas pasen las mujeres, menos objeto de deseo serán y menos posibilidad de ser violadas tendrán. Por eso, también, entre más intenten arreglarse las ñeras trans, más coquetas se verán y más podrán seducir. Claramente tener una imagen de ellos en un sentido de seducción no es normal. Todo lo contrario: como dije anteriormente, producen miedos que muchas veces salen desde lo más recóndito de nuestro ser, a veces sin detenernos en la imagen. Huguito es el hermano de Charlie y tiene casi su misma edad. Es un ñero encantador. Sonríe todo el tiempo, no sólo cuando está borracho. Su adicción no son las drogas sino el alcohol etílico, se lo toma puro y al menos una botellita al día. Él, como en historias de 64

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piratas, no tiene la parte inferior de la pierna izquierda; anda con una muleta improvisada que le da el toque adicional de piratería a su aspecto. Pero él no es un pirata, es un ñero, viejo y alcohólico pero que no le hace daño a nadie. Sus amigos le ayudan a veces con la comida y él también la rebusca en la basura o pidiendo limosna. Sin embargo asusta. Cuando lo conocí me dijo que era bueno que ellos no me dieran miedo ni repugnancia, porque la gente siempre los miraba como si fueran basura y que había muy poca gente noble en esta ciudad. Me contó una anécdota de la que se acordó y que le sacó una sonrisa que se desdibujaba a cada sorbo que le daba a su botella: Una tarde, sobrio, caminaba como de costumbre por las calles del centro. Eran cuadras un poco desoladas, y al doblar una esquina una mujer muy arreglada y elegante apareció como de la nada y sus miradas se enfrentaron. Él tenía mucha hambre y quiso aprovechar la situación y la mujer para pedir algunas monedas. Sostuvo con su mano izquierda la improvisada muleta y la otra mano la estiró hacia ella en señal de petición. Aquella mujer, aterrorizada por el encuentro y la situación, como si le hubiera salido un fantasma, apretó con fuerza su bolso, no respondió nada, lo traspasó a pasos agigantados y buscó un policía. Huguito sólo respondió al hecho: “cómo si le fuera a salir corriendo”. La señora sintió miedo de ser robada y reaccionó al mismo miedo, pero no vio más allá de la mugre, del tufo y de lo que para ella representa un indigente. Huguito dijo que alcanzó a oler el miedo de la señora, pero que no tenía cómo hacer algo, y que tampoco quería hacerle daño a la gente. Él no era un aprovechado.

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Porque en la calle el miedo se huele es que hay que disimular; y se disimula con una mirada tranquila e indiferente. “Entre más asustado esté, más tiene” y “el que nada tiene, nada teme” dicen los ñeros. Es así como ellos escogen víctima: oliendo hasta las entrañas. Pero aunque te huelan las entrañas y descifren tu miedo, los ñeros que atracan tienen al mismo tiempo un control total del espacio, del tiempo y de la situación sin importar qué tan grande es la traba en la que están. Como en la anécdota que conté anteriormente, cuando esos dos ñeros en forma de péndulo abarcaron en su mirada todo el espacio a nuestro alrededor, y supieron el momento preciso, ni un segundo más ni uno menos, para actuar, cuando no había policías, cuando los soldados cambiaban de guardia, cuando los bicitaxistas estaban entretenidos en su trabajo. Y aunque yo llevaba el canguro conmigo no intentaron nada porque estaba tranquila y su presencia no me incomodaba, pero mi amigo sí estaba inseguro. Así es, el miedo en la calle no funciona, porque si nosotros tenemos miedo ellos nos tragan con su poder y su locura, y si ellos lo tienen, la calle se los traga. Pero no todos en la vida de la calle juegan a ser lo más fuertes y los más desafiantes. Como Charlie, Huguito y Doña Alba, cuando pasan cierta edad y que no se pueden meter con nadie y nadie se mete con ellos, pueden andar tranquilos y eso se nota en su mirada, en su caminar, en sus palabras. Los chuzos quedan de lado y se dedican a transitar las calles buscando no meterse en problemas. La actitud es diferente entre los ñeros más jóvenes y los más viejos. Los jóvenes pasan las calles enfrentado los carros, los viejos esperan en el semáforo a que este dé la señal roja. Los jóvenes desafían a todo y a todos, pareciera que no les 66

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importara nada. Los viejos, más cuidadosos, van despacio de caneca en caneca, de bolsa en bolsa buscando lo que necesiten, lo que les sirva. Los jóvenes atracan, los viejos no. Así se ven ellos. Unos más calmados que otros; unos más locos que otros. Porque entre más drogos estén, según los bicitaxistas, más locos, y entre más locos más dañados (malos). Así los vemos nosotros y ellos nos ven como víctimas, como los hijueputas que los tratamos de desechables o como los de iglesias extrañas que queremos cambiarles la vida, sacarlos de esa vida flotante.

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ARTICULANDO

Iba yo un día por la calle de San Juan de Dios con otro amigo un poco veterano en esto de aventuras mundanales, y al pasar por un zaguán nos alargó la mano descarnada y amarilla, como de momia sepulcral, una pordiosera que, envuelta en mil andrajos, y apoyada en muletas, con la cara medio carcomida, voz gangosa y lastimera nos pedía limosna. La fetidez que despedía de su cuerpo nos hizo dar una rehuida tal que por poco vamos al caño. Reminga o Vicisitudes de las Hijas de Alegría (Groot, 1866)

Y sin embargo, todo transcurre en un instante. En la vida de la calle lo que debe pasar rápido sucede casi a la velocidad de la luz y lo que debe ser lento puede tomar varios días. En el caminar lo que menos importa son las distancias; se camina y se camina a veces sin tener un destino. Pero si se roba algo y se debe correr, se corre y muy rápido; o se puede robar algo y saber que nada pasará, porque el ejército no se mete en esas cosas, y caminar con toda la calma hasta llegar a la olla. Y cuando se roba, se camina o se corre, se mira, se controla el espacio, se controlan los movimientos, se hace, se deshace. El cuerpo es un todo y funciona así. Y cuando se camina no sólo los pies llevan el paso sino que todo el cuerpo se articula. Dependiendo de la traba, el caminar es lento o no. Dependiendo del oficio, los brazos van sueltos o no. Dependiendo de lo que se siente, la mirada es más dura o no. Y depende de todo su cuerpo el miedo que logren generar: de la imagen que dan a los ojos del otro, de sus 68

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ropas, de lo que llevan en sus manos, de su suciedad, de sus cicatrices, de las posibles mutilaciones que puedan tener. La verdad, dudo que en esta época ninguno de ellos, desde el más niño hasta el más viejo, desde el más sano hasta el más dañado, nunca haya causado en alguien ese sentimiento de miedo y desesperación que recorre todas las células. Pero no siempre ellos han sido motivo de los más ínfimos miedos y ascos. En el siglo XVI, en España, y por supuesto en sus colonias en América, la caridad, como símbolo de la virtud cristiana, generó instituciones hechas para atender y ayudar a los pobres. El hospital era el lugar en donde llegaban los mendigos y los enfermos más pobres, que resignados a su condición, por el mandato divino, seguían su destino y se concentraban en estos lugares para vivir de la beneficencia. No obstante, esta idea de la pobreza como mandato divino cambia en el siglo XVIII en Europa Occidental. Se deja de ver desde un ámbito netamente religioso y se le da una sensibilidad más social, entendiéndose así como un problema de la sociedad en situaciones eminentemente urbanas.

Al ser desacralizada la pobreza es puesta en el orden de lo práctico y se tratará entonces de organizarla atacando la ociosidad de los vagabundos, asistiendo y encerrando a los mendigos y enfermos, y convirtiendo a los pobres en seres útiles para la sociedad mediante el trabajo. De esta forma la ayuda a los miserables es vista como una “inversión” que se traduce en “bien público”, matriz de la filantropía (Jurado, 2004: 22).

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A Colombia, para el mismo siglo, llega este cambio con las reformas borbónicas. En 1790 se abre el Real Hospicio de Santafé con el fin de capturar limosnas, clasificar a los menesterosos y disciplinar la mendicidad ambulante. Fines que quedan mucho más claros en una cita que hace Santiago Castro (2004:71) del decimotercer número del Papel

Periódico de la Ciudad de Santafé de Bogotá:

“Habiendo el Hospicio en los términos que se anhela, ya no se encontrarían por las calles esos vagos de uno y otro sexo, que fiados en la seguridad del alimento que logran cada día en la limosna que recogen, no piensan en nada más sino en esconder bajo el hábito de pordioseros una infinidad de vicios [...]. Habiendo el Hospicio, no se netaría [sic] tanta mala crianza y afeminación en esa numerosa turba de Jovenes viciosos y holgazanes, que no se emplean en otra cosa sino en cultivar los caminos de la iniquidad, de modo que cada esquina y puerta de una chichería, desde muy de mañana hasta lo más tarde de la noche, no presenta a la vista otros objetos que el libertinage, la relajación, la indecencia y la impiedad, sostenidos y fomentados por la embriaguez [...]. Habiendo el Hospicio, dexarían de introducirse baxo el pretexto de pobres miserables muchas jovenes y ancianas, que sirviendo de resortes para mantener ciertos amores ilícitos entre algunos que no pueden cultivarlos por otro medio, vienen a ser los instrumentos más adecuados para fomentar ese genero de comercio, de que redunda la desolación de muchas casas”.

El hospicio se convirtió así en el lugar en donde se les enseña a estas personas a hacer algo productivo. Es decir, que sean útiles para el comercio y de esta forma para la 70

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sociedad, pues la pobreza pasa de ser un problema religioso a ser uno económico. Había que acabar con la ociosidad y promover el trabajo. Nótese que esta idea del hospicio como lugar de hacer algo útil de estas personas no está muy distante del proyecto de “Pre-comunidad” manejado actualmente por los hogares de paso en Bogotá. En el fondo no dejan de ser la misma cosa. Enseñarles un oficio para que puedan darle a la sociedad algo productivo y al mismo tiempo para que de ahí puedan mantenerse, sin recibir la caridad de nadie. También, por supuesto, guiarlos por la moral cristiana para reforzar el hecho de que son personas y, luego, por medio del trabajo, convertirlos en ciudadanos. Debe ser por este motivo que este proyecto no es tan eficaz como se esperaría, pues las características de la vida en la calle han cambiado en más de dos siglos y, de esta manera, han cambiado también las personas que la habitan. Debe ser tenido en cuenta, además, que muchos de ellos están en la calle porque quieren, porque ese deseo insaciable de libertad los lleva a no querer perderla, sea bajo las condiciones que sea. No sólo la droga o el alcohol se vuelven una adicción: la libertad también. Las condiciones actuales claramente son otras y las soluciones a este problema deben basarse en estas. No se puede seguir interviniendo una población tan grande y marginalizada con propuestas que no se acomodan a la nueva realidad de la ciudad, de los ñeros y de nosotros como otros ciudadanos. En nuestros días los niveles de delincuencia y de violencia en las calles son cada vez mayores. Empero, hay que ver la otra cara de la moneda, y en la calle hay personas que están ahí por aquellas circunstancias de la vida que a veces no se pueden controlar. Personas que en la calle terminan siendo víctimas hasta de ellos mismos.

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Sin embargo, y a pesar de esta radical medida tomada en el siglo XVII para darle solución al problema de la pobreza, y de ese cambio en la concepción de la misma, en el siglo XIX queda registrado un texto de la literatura costumbrista colombiana en el que Januario Salgar (1866) escribe lo siguiente a propósito de los chinos de la calle:

Los muchachos de la calle, lo que llaman en Bogotá los chinos, son dueños de un tipo social sin imitación en ninguna otra parte. El chino de Bogotá no es semejante al pilluelo de ningún otro pueblo. Repárelo usted, y observe detenidamente las señales que caracterizan ese tipo tan bien delineado. El chino es regularmente un muchacho huérfano o abandonado, que pernocta en el portal más inmediato al lugar donde le coge la noche, que se alimenta de los despojos de otras comidas o de algún pan estafado con ardides ingeniosos. Se le ve por la mañana en la plazuela de San Victorino, lamiendo la estaca con que se destapan las botijas de miel, y por la tarde en los cerezos de Egipto o en las huertas de Las Nieves acariciando y sobornando al mastín que las custodia; sabe la casa de todos los habitantes de la ciudad; juega con los criados en el zaguán y engaña a los niñitos; sigue a los sordo-mudos y los impacienta; persigue a los locos y los enfurece; hace gestos a los viejos, se mofa de los paquetes de provincia; roba frutas en los mercados; saluda los triunfos de la libertad con sus gritos, acompaña a todos los presos hasta la puerta de la cárcel y hace número para toda pública rechifla. Viste, o más bien lleva como puede, un largo pantalón arremangado hasta la pantorrilla y sujeto debajo de los brazos por un suplente de calzonaria de orillo, que partiendo del botón que cierra la pretina, da vuelta por encima del hombro y vuelve al mismo punto y al mismo botón. Lleva una camisa desgarrada, llena de nudos, en que encierra un medio real pillado, regalado o encontrado, un dedal, un devanador, etc., que arrastró el caño en la última creciente; si tiene chaqueta,

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es como los calzones, grandísima, arremangada y con manoplas de dulce y mugre; con ella también suple la carencia de un pañuelo; nunca tiene sombrero, anda entre casa, es morador de la calle, inquilino de la municipalidad. Su fisonomía es graciosa, despierta, inteligente; sus ojos de víbora brillan por entre el cabello largo que anda siempre por la cara; el descuido y la mugre ocultan el resto de las facciones. Todos sus movimientos son el efecto de su natural inquietud, sus palabras son atrevidas y sus dichos célebres, sabe todas las ensaladillas, retiene todos los versos, silba toda la música que una vez oye, y no pierde un epigrama ni un cuento popular. Es comedido, servicial y dañino, según el humor del momento. Este conjunto de fealdad y de belleza, de maldad y de gracia, de inteligencia, malicia, perversidad... qué se yo, ese es el chino de Bogotá, el ángel de la picardía.

Y si para Salgar en aquella época ellos representaban ese conjunto de fealdad y de belleza, de maldad y de gracia, de inteligencia, malicia, perversidad...el ángel de la picardía, en nuestra época, claramente ellos ya no representan eso. Ahora, hasta a los más niños hay que temerles; porque aprenden desde pequeños las mañas de lo que significa lucharse la calle para evitar que se los trague.

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Evitando que la calle se los trague

“La calle traga gente y hay que evitarlo”, me dijo Arbey. Esa vida es una supervivencia diaria que por diferentes motivos ellos han asumido. Es aquí, en la calle, en vivir, en sobrevivir la calle, en donde todo se pone a prueba. Es una situación extrema en donde no hay nada peor que enfrentarse con uno mismo y por eso el vicio lo saca a uno de uno. El cuerpo se vuelve el peor enemigo, y sí que hay enemigos en la calle. Sentir hambre y no tener cómo saciarla, tener frío y no tener con qué cubrirse, sentir sed y no tener ni agua, tener sueño y que la lluvia caiga sobre ti como ráfagas impidiendo dormir, sentir dolor y no tener nada para calmarlo. Es ahí cuando sentir nuestro cuerpo es lo menos que queremos: es eso lo que ellos, los ñeros, viven a diario. La droga deja de lado todo eso que se siente, para llevar a los a otros estados, al menos a uno en donde lo de menor importancia sean ellos mismos, sea ese enemigo del que solo se puede huir por instantes, del eterno enemigo que te hace sufrir pero puede que no te mate. Hay enemigos que sí matan, pero de los que se puede huir sin tener que volver a encontrárselos, al menos de frente. La policía es uno de ellos. Los tombos matan, no sólo por gajes del oficio sino porque “con ellos uno nunca sabe”. Algunos son buenos, otros unos hampones de los cuales su ley es que “el que no sirve que no estorbe”. Una vez, en un bus en el que yo estaba, se subió un ñero pidiendo una colaboración por una causa que él llamaba justa. Él, con su olor y sus harapos espantó a todo el mundo. El conductor le gritaba por detrás del vidrio que se bajara; un niño lloró, otra señora escondió el bolso debajo de la silla, y mientras todo eso acontecía al unísono, el ñero contaba una historia 74

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que no pudo terminar: hacía varios días habían desaparecido dos parceros de la calle. El hecho se supo y se le dio importancia porque alguien había visto que unos policías los habían llevado a la fuerza y jamás volvieron. Según el ñero eso había pasado porque ellos no querían seguirle el juego a los tombos, no querían ser socios de ellos. Y como los policías a veces son tan pendejos, por miedo a que ellos cantaran decidieron matarlos y sus cuerpos aparecieron tres días después en un caño. Este ñero que contaba aquella historia con una indignación profunda, que se le notaba en sus lágrimas y el tono de su voz, nos pedía a los pasajeros unas monedas para hacerles un entierro lo más decente posible. Sin embargo, con esa rabia que expulsaba en sus movimientos, él lo que más quería era decirle a la gente, ignorante de estas cosas, lo que en realidad estaba pasando; contar lo que no se cuenta. Pero no pudo terminar su historia porque el conductor del bus paró el vehículo, se bajó y con un bate en su mano lo amenazó con golpearlo. Los policías también hacen limpieza social. Según los ñeros, por orden del gobierno; de todos esos poderosos que no los quieren porque dañan la idea de ciudad que pretenden crear. Como pasó en la demolición del Cartucho. William me contaba que esa “mafia” del Estado había acabado con cientos de ellos, que la llevada al Matadero había sido una trampa. Desde finales de la década de los 90 se buscó en Bogotá el desalojo del barrio Santa Inés, más conocido como la olla del Cartucho. Pero sólo hasta finales de abril del 2005 el desalojo se dio por hecho para la posterior construcción del parque El Tercer Milenio, y al no tener para dónde mandar a todas estas personas que habitaban la gran olla, los envían para el predio del Matadero Distrital, mientras se lograran ubicar en otro lugar. La 75

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permanencia de ellos en este lugar estaba programada para aproximadamente dos meses, pero en tan sólo veinte días este lugar quedó desocupado también. Según la historia de William, y la que escuché una vez más de parte de alguien que no me quiso decir su nombre, del Matadero habían varios buses llenos de ñeros y ñeras que jamás volvieron a aparecer. “Al Matadero nos llevaron a matarnos”, me decía, y aunque no puedo confirmar de ninguna manera esta historia, si sé que los hogares de paso de Bogotá, contando públicos y privados, no tienen la capacidad suficiente para albergar ni a la tercera parte de los ñeros que habitan la ciudad. Por lo visto nunca sabremos qué pasó. Pero entre ellos también se matan. Por pirobos, por hacer malos negocios, por meterse con los equivocados, por alzados, o por balas perdidas, varios mueren a diario. Algunas veces ellos avisan al hospital y recogen el cuerpo, y otras ellos hacen, si no es posible un entierro: una velación. A veces se extrañan, otras no. Se extrañan, y las muertes duelen más, cuando se sienten amenazados como grupo: cuando hace parte de la limpieza social, cuando son los hijueputas de los policías. Y duelen menos, algunas veces sin siquiera afectar mínimamente el transcurso normal de un día, cuando son peleas personales ya

casadas, cuando si se matan se matan entre unos, pero no todos están en riesgo. Y así la calle traga. Se ha tragado a los que ya no están, a los que se dejaron matar. Porque la calle no hay que vivirla sino sobrevivirla, y si tú no lo sabes hacer ella te traga sin compasión. A los ñeros no los consumen las drogas que se meten, a los ñeros los consume el lugar que habitan. Este lugar se convierte en productor de su comportamiento. Este lugar, simplemente, los atrapa y muy pocas veces los deja escapar, “porque el que conoció la calle, así sea una sola noche, siempre termina volviendo”. Eso 76

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me lo afirmó Arbey, quien ha intentado “rehabilitarse” cinco veces, a quien conocí en una fundación cristiana y quien aún, después de cinco años, no ha podido escapar de lo que en todas sus formas significa la calle. En la calle mueren muchos pero también nacen otros. Otros que normalmente quedan en manos del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, y otros que la calle se los traga desde su nacimiento. Si naces en la calle puede que tengas suerte y te adopten, consigas unos padres que no sean drogadictos, ni ladrones, ni asesinos; o puede que la estrella de la buena suerte no te haya caído a ti y comiences a enviciarte a los 3 años o antes, a robar desde 4, a matar desde los 10. Si naces en la calle y no te salvan desde chiquito, eso significa que no hay escape: la calle te tragó. ¿Cómo decirle que hay otro modo de vida a una persona que nació en la calle y que nunca ha salido de ella?

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“LA LLECA”

“La Lleca” es el nombre del periódico que en el año de 1994 surgió con el proyecto realizado por Patricia Ariza y Carlos Zatizábal, pero también es la expresión perfecta para decir lo que es la vida en la calle: una alteración del orden. La vida de la calle es algo que en nuestra misma sociedad, en nuestra misma cultura, contradice nuestro orden. Los ñeros usan y viven de lo que nosotros desechamos, por eso ellos mismos terminaron convirtiéndose en eso para nosotros, unos desechables. Ellos hacen cosas que nosotros no concebimos y por eso son unos locos y le tememos a su locura. Nosotros buscamos estar limpios, a ellos no les incomoda la suciedad. Los ñeros son todo lo que no queremos ser y por eso nos asusta tanto, no sólo la idea de imaginarlos sino también su presencia física. Ellos representan en su cuerpo ese detestable olor a humano, a sudor acumulado, a excremento, a orines; ese intenso olor que nos recuerda, en parte, lo que somos, aunque esas imperfecciones no nos gusten. Llevan en su cuerpo también, esos horribles harapos que muestran la idea del tiempo que va pasando y va acabando con las cosas; esos horribles harapos que hace, quizás años, regalamos o botamos a la basura. Llevan en su sangre ese vicio que tanto nos dicen que mata, pero que a ellos no los mata. Tienen en su voz ese disonante acento que altera y que identifica, y del cual hasta en imitaciones y burlas hemos caído. Pero vaya y escuche esas palabras o palabrotas, que a veces se nos convierten en chiste, de parte de uno de estos ñeros en una situación real: la risita no

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existe más y solo un sentimiento de miedo nos carcome hasta la desaparición de la presencia y del recuerdo. Pero ellos llevan en su cuerpo también a ese enemigo que los atormenta con el hambre, el frío, el cansancio, el dolor. El mismo que somos nosotros pero que tenemos cómo controlar y cómo, en palabras de Le Breton (2008), borrar. Y, sin embargo, aunque la vida en la calle sea sólo una pequeña parte de todo lo que conté en este escrito, y nos parezca tan trágica, horrible, espantosa y detestable; aunque ellos, estos ñeros, sean todo lo que no queremos ser; a veces nos parece tan extraño e inconcebible que ellos, comiendo desechos, vistiendo basura, envenenando su cuerpo, luchando contra la violencia y conviviendo con la delincuencia; que ellos, botados en el piso, casi fundiéndose con el asfalto y con esa capa de mugre que cubre su piel y ese olor que nos parece casi para intoxicarse, a veces, sólo a veces, parezcan más felices que nosotros.

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