FAHRENHEIT 451 (1966) Gran Bretaña 113 min

VIERNES 11 21’30 h. Aula Magna de la Facultad de Ciencias FAHRENHEIT 451 (1966) Gran Bretaña 113 min. Título Orig.- Fahrenheit 451. Director.- Fr

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VIERNES 11 21’30 h. Aula Magna de la Facultad de Ciencias

FAHRENHEIT 451

(1966)

Gran Bretaña

113 min.

Título Orig.- Fahrenheit 451. Director.- François Truffaut. Argumento.- La novela homónima de Ray Bradbury. Guión.- François Truffaut y Jean-Louis Richard. Fotografía.- Nicolas Roeg (Technicolor). Montaje.- Thom Noble. Música.- Bernard Herrmann. Productor.- Lewis Allen. Producción.- Enterprise-Vineyard Films para Universal Pictures. Intérpretes.- Julie Christie (Linda Montag / Clarisse), Oskar Werner (Montag), Cyril Cusack (el capitán), Anton Driffing (Fabian), Jeremy Spencer ( el hombre de la manzana), Anne Bell (Doris), Caroline Hunt (Helen), Anna Ralk (Jackie), Roma Milne (la vecina), Bee Duffell (la mujer-libro), Alex Scott (Henri Brulard) v.o.s.e.

Candidata al León de Oro del Festival de Venecia

Música de sala: Fahrenheit 451 (Fahrenheit 451, 1966) de François Truffaut Banda sonora original de Bernard Herrmann

“Los abogados hollywoodienses de la Universal querían que no se quemaran libros de Faulkner, Sartre, de Genet, de Proust, de Salinger, de Audiberti, etc. Limítese a los libros que pertenezcan al dominio público, dicen por temor a eventuales procesos. Eso sería absurdo. He consultado a un abogado de Londres que afirma: Ningún problema. Tiene Vd. el derecho de citar todos los títulos y autores que quiera. Habrá tantas citas en FAHRENHEIT 451 como en los once films de Jean-Luc Godard juntos. (...) Sólo hoy me he dado cuenta de que es imposible dejar caer los libros fuera de cuadro en esta película. Debo acompañar su caída hasta el suelo. Los libros son aquí personajes, y cortar su trayecto equivale a dejar fuera de cuadro la cabeza de un actor. Notaba que algunos planos de la película eran malos desde el principio y ahora comprendo que era a causa de esto.” Esta es la historia de una civilización donde los bomberos no apagan fuegos, sino que los provocan. La ley es tajante: todo libro debe ser eliminado porque atenta directamente contra la felicidad de los ciudadanos. La prohibición de leer evita la pasión y la reflexión que hacen sufrir al hombre. En esta sociedad futurista de un país indeterminado, las relaciones personales se encuentran codificadas como si de objetos se trataran. Montag, el protagonista, no conoce otra cultura que la de las imágenes proyectadas por las televisiones, imágenes anodinas que abotargan el espíritu del pueblo y que indican a los habitantes de esa quimérica nación la forma en que deben comportarse. Los títulos de crédito del film son leídos por una monocorde voz mientras en la pantalla aparece el cielo atestado por miles de antenas que, amenazantes, parecen formar un pequeño ejército quitando a la palabra escrita, ya desde los minutos iniciales, cualquier tipo de protagonismo. Pero del seno de esta sociedad nace un hombre, precisamente un “bombero”, que se formula a sí mismo una pregunta inquietante: ¿qué contendrán los libros para estar tan radicalmente prohibidos? La evolución de este hombre es el eje argumental de FAHRENHEIT 451. La idea y el argumento son del novelista de ciencia ficción Ray Bradbury. La originalidad del tema y la esencia de su desarrollo corresponden por lo tanto a este escritor. ¿Cuál ha sido entonces la labor de Truffaut? Prestar color y vida cinematográfica a esta singular idea.

El primer mérito del realizador reside en la ambientación. Entre las dificultades que presentaba esta película, encontramos la de decidirse por uno de estos dos caminos: crear una atmósfera completamente ficticia sin puntos de contacto con nuestra civilización actual, acentuando la diversidad de formas, edificaciones, vestidos, etc.; o bien, sin olvidar algunas influencias futuristas, partir de unos personajes y un ambiente de base real. Esta segunda opción, elegida por Truffaut, permite al film el carácter de ciencia ficción a la par que una buena dosis de mordiente en el ánimo del espectador. Los personajes tienen un aire como de enajenados. Pálidos, ausentes, desmoralizados, ni piensan ni aman a los demás. Sus vidas transcurren en un estadio infantil de incomunicación. Televisión, píldoras lenicidas, publicaciones gráficas van sumiendo a la sociedad en el letargo de una existencia meramente biológica. Truffaut nos introduce en ella suavemente por medio de una primera secuencia prodigiosa y puramente fílmica: se trata de una operación del cuerpo de “bomberos” al requisar y quemar una colección de libros ocultos. Esta ambientación, dada en el contraste de colores vivos y pálidos, así como en leves toques del vestuario y los decorados, comunica a todo el film un mágico encanto y una sobriedad íntimamente trabados con la índole del argumento. Se diría que el hombre sin libros va resecándose paulatinamente como una planta sin savia. Ahí están los primeros planos, cuando no primerísimos, insistentes, morosos, para quedarse en las miradas, en los gestos de soledad o autocomplacencia. El individuo se pierde en la colectividad, quedando paradójicamente, al privarse de individualidad, sin auténtico sentido de colectividad. Se transforma en el hombre-masa que no reacciona, se automatiza impresionantes secuencias del tren monorraíl-, sin salir jamás de la corriente impersonal, sin poder, por consiguiente, juzgar ni contemplar el corazón sugerente de cada una de las realidades que le rodean. En todo ello encontramos una correspondencia clara con otros novelistas de ciencia ficción. Pero el creador de esta actitud, que sustancialmente es una posición ante algunos aspectos de nuestra actual sociedad, es Huxley con “Un mundo feliz”. ¿No hay un cierto parentesco, por ejemplo, entre el Salvaje de aquella novela y los Hombres-libros de FAHRENHEIT 451, último reducto para la actividad del espíritu? Sólo aquellos que leen conservan algo de humanidad. “Detrás de todo libro hay un hombre”, dice uno de los personajes. En realidad, Truffaut ha querido que el verdadero protagonista de su película sea el libro. Los vemos de todos los tamaños y encuadernaciones, editados en todos los idiomas, de todas las materias. Frente a la diáfana parábola contra las sociedades represoras que contiene el texto del autor de “Crónicas Marcianas”, hay en Truffaut un tratamiento del libro como un sujeto íntimo, personal, más que como un instrumento cultural y de conocimiento. De ahí el pluralismo de libros y autores que arden en la secuencia de la muerte de la anciana que se niega a entregar su biblioteca: desde algún ejemplar de “Cahiers du Cinéma” a novelas tan dispares como “Madame Bovary” de Flaubert, “Justine” del Marqués de Sade, “Lolita” de Nabokov, “Plexus” de Henry Miller, o el “Mein Kampf” de Hitler. FAHRENHEIT 451 no rehuye su carácter de elemental reivindicación de una educación escrita, pueril si se quiere, incluso panfletaria en ocasiones, pero que Truffaut asume un poco al margen de las constantes del género que poco o casi nada le importan. Los libros siempre serán filmados como si tuvieran una entidad propia; la cámara, mediante lentes de aproximación, filmará sus líneas impresas otorgándoles una dimensión distinta. La primera página de “David Copperfied,” la novela con que Montag se inicia en el rito de la lectura, será filmada como si nos halláramos ante el umbral de una naciente actitud de clandestinidad. Con frecuencia hay un recreo en la contemplación de cada libro, como en los estéticos planos del papel en llamas, donde las páginas cobran movimiento y los volúmenes se convierten en seres vivos. En estrecha vinculación con esto, otro factor primordial de la acción, el fuego, siempre nos será presentado en su dimensión destructora, medio de extinción de una civilización; los páginas de los libros ardiendo están rodadas con un gran realismo, apurando al máximo la gama de colores del amarillo al negro. Por contraste con esta sociedad sin letras, surge una célula de humanidad que decide preservar la cultura. Cuando Montag se agrega a ella, la conocemos. En un ambiente nómada de carretas y tiendas de campaña vive un grupo de hombres que se comprometen a aprenderse de memoria un libro cado uno. Esta segunda parte del film es radicalmente diversa. Si la primera se caracterizaba por

comunicar belleza sirviéndose de las máquinas (coche de bomberos, TV, calles y edificios) superdesarrolladas, atractivas en su frialdad y tristeza, la segunda es el testimonio de una pobreza culta sobrecogedoramente cálida. El halo poético que circunda a estos seres amantes de los libros concuerda con un paisaje romántico de niebla, árboles altos y luz filtrándose. Quizás la muerte del anciano mientras transmite su libro de memoria al pequeño nieto sea el motivo más característico de esta parte. “Me parece - dice Truffaut- que toda la segunda parte encierra un poco la filosofía del marginado. Esa sociedad no tiene nada para brindar a la población, aparte de los libros prohibidos. Sé que a muchos este final les parece bastante deprimente”. Al menos la silla de enea junto a los andrajos es de por sí un poema fílmico. Sin embargo, podría achacársele a esta parte su buena dosis de gratuidad artística. No se nos ha preparado convenientemente para una interrelación entre ambas sociedades. Aparece la nueva al final como un “deus ex machina” que salva a los protagonistas. ¿No hubiera sido mejor darle un valor más acusado dentro de la estructura del film y convertirla en una parte más realista? Es difícil responder a esta pregunta, porque lo que hubiera ganado en realismo y proporción quizás lo hubiera perdido en sugerencia y poder de sorpresa. Pese a tratarse de su primer film en color, Truffaut consigue un tratamiento uniforme del mismo con una fuerte unidad cromática con abundancia de colores metalizados, hiperrealistas un poco anticipadamente, como es el caso de los uniformes y los coches de bomberos, o la dominante blanca de los interiores frente a la acentuación de grises en la secuencia de los Hombres-libros, filmada bajo la nieve. Otro aspecto digno de reseñar es el desdoblamiento de la misma actriz, Julie Christie, en dos personajes: Linda y Clarisse, cuyos nombres ya dan en parte la clave de sus caracteres. La segunda lee, la primera no. Linda es una mujer bella, víctima de la indolencia y la imagen (hay una crítica feroz de la influencia entontecedora de la televisión, por lo que Montag romperá violentamente la gran pantalla). Clarisse, redentora de Montag, ha mantenido, alimentada por el libro, la llama del espíritu. Dos versiones conseguidas por Julie Christie. Oskar Werner es un actor que se presta al papel cerebral que le compete. Su evolución, de ojos adentro, es suave pero perceptible. Interpreta dando trabajo al espectador, que es una de las mejores formas de interpretar. En suma, Truffaut ha probado una nueva fórmula de hacer cine. Él, siempre testigo de verdades urgentes, trata los problemas con cariño de poeta. Basta recordar Los cuatrocientos golpes (1959), Jules y Jim (1961) y La piel suave (1964). La diferencia de FAHRENHEIT 451 está sobre todo en el estilo de la realización. Bien es verdad que no abandona del todo la libertad de cámara característica de la Nouvelle Vague; pero aquí su cine es más fundamental, su montaje más americano, sus encuadres menos rebuscados. Quitando algún fundido en rojo, panorámicas o travellings y primeros planos sin regla alguna tan propios de la nueva ola, es un film sencillo y esquemático, como lo pide el argumento. Bastante maltratado en el momento de su estreno, es un film que con el paso del tiempo ha ido acrecentando sus aciertos frente a los errores parciales de la adaptación, sobre todo en su intento de aproximarnos a una pesadilla crepuscular que en ocasiones ha tomado visos de realidad: desde la quema de los libros del III Reich al Mccartysmo. Queda algo que no podemos dejar de hacer notar. Sin hacer obra maestra de género, Truffaut abre camino para una ciencia ficción que no se queda en el mero divismo estilístico. Los espectadores que acaban de ver FAHRENHEIT 451 tienen la conciencia de haber pasado un rato divertido, pero salen con hambre de leer y con unos grados más de cariño hacia los libros. Texto: Pedro Miguel Lamet, “Fahrenheit 451”, en François Truffaut, cineasta, Mensajero, 1985. Carlos Balagué, François Truffaut, Ed.Jc, col. Directores de cine, nº 30, 1988

Nuestra relación con François Truffaut pone en cuestionamiento nuestro amor por el cine. Gusten más o menos sus films, resulta imposible prescindir de alguien como él, entre otras cosas porque abanderó uno de los movimientos más importantes de la historia del cine. Además, le debemos un puñado de obras maestras, algunos ejercicios de crítica magníficos y una enorme influencia en cineastas posteriores, palpable en muchos diarios fílmicos e incluso en buena parte de la obra de Woody Allen. Con él, las actitudes airadas y los ímpetus juveniles no valen. Las opiniones sobre su carrera requieren matices, no admiten los juicios sumarísimos. Se puede mostrar mayor preferencia por Jean-Luc Godard, Jacques Rivette, Eric Rohmer o Claude Chabrol, pero en ningún caso puede dejarse de lado a François Truffaut, como si no existiera o como si todos sus films no valiesen nada. Es imposible. Cabe olvidarse de Tony Richardson, Karel Reisz o Lindsay Anderson, porque al fin y al cabo sus films saben existir por sí solos; con François Truffaut no se puede asumir la misma premisa, aun si uno adora Jules y Jim, La piel suave o El pequeño salvaje. Su presencia siempre es necesaria, acompañando a cada uno de sus films. Entender su obra es tan difícil como entender la obra de JeanLuc Godard, aunque a otro nivel, claro. La dificultad en François Truffaut reside en su vida y en los espacios en blanco dispersos en ella. Mientras que de otros cineastas apenas necesitamos saber nada, porque sus films son lo bastante explícitos o porque reflejan cosas que no tienen que ver con datos autobiográficos, viendo FAHRENHEIT 451 sentimos que en sus imágenes hay una profunda contradicción, relacionada por un lado con el amor de su director por los libros y el cine, y por otro con el apego a su propia vida, para hallar en su revisión el consuelo que le negaron los hechos. Por eso nos interesamos al mismo tiempo por el cineasta y por la obra. Francois Truffaut hizo una especie de autobiografía fílmica a través de la serie dedicada al personaje de Antoine Doinel (Jean-Pierre Léaud), aunque su visión de sí mismo fuese tan naturalista como imaginativa, provocando a menudo un cóctel un poco desconcertante, sobre todo a medida que su prestigio aumentaba y eso le permitía ampliar su discurso con elementos que le eran ajenos. Basta con tener esto último en cuenta para entender que sus historias de amour fou acaben resultando cómicas, que presente a veces a asesinas simpáticas y muy atractivas o que su visión de los seductores sea la de héroes a quienes convierten en tales las propias mujeres que van conquistando. FAHRENHEIT 451 es un film a varias velocidades. Una la marca la banda sonora de Bernard Herrmann, otra la marca la excelente fotografía de Nicolas Roeg, la tercera la marcan los actores y la cuarta le corresponde a Francois Truffaut. La música impone un ritmo trepidante, sólo apto para las transiciones, de igual manera que la fotografía y los actores le proporcionan un naturalismo excesivo a una historia que quizás habría requerido cierto grado de extrañamiento para que el film resultase más creíble como relato de ciencia ficción. Entre todos estos elementos disparejos está el cineasta francés, para quien FAHRENHEIT 451 fue su primera experiencia con el color y en un idioma distinto del suyo. Para él, la historia de Guy Montag (Oskar Werner), un bombero encargado de quemar libros en el futuro, cuando éstos han sido prohibidos y las noticias de los periódicos son a base de dibujos, refleja la incompatibilidad que hay entre los placeres del pasado y los avances que nos transportan al futuro. En cierta ocasión, Francois Truffaut dijo que nunca se había librado de la ansiedad que había experimentado durante su infancia “y esa ansiedad está presente de algún modo en mis films, como si en su interior hubiese algo clandestino”. Puede tratarse de la ansiedad que siente un pequeño niño salvaje a quien sacan del bosque donde ha vivido durante toda su vida y al cual vuelve al comprobar que nada en nuestro mundo civilizado puede equipararse a lo que uno siente perdiéndose entre los árboles. También es posible que sea la creciente felicidad de Guy Montag a medida que roba y lee los libros que él mismo debería haber quemado, descubriendo en ellos una puerta hacia la libertad, lejos del mundo anestesiado donde vive con su esposa (Julie Christie), delante de un televisor desde cuya pantalla controlan y gestionan sus vidas. La dualidad de los libros a lo largo del film pone de manifiesto la contradicción visual de las imágenes. Verlos quemarse con cierta demora, mientras sus hojas van reduciéndose a cenizas y el texto desaparece de forma lenta, demuestra una obsesión fetichista por parte de Truffaut hacia los libros, especialmente cuando una mujer (Bee Duffell) que guarda una gigantesca biblioteca adonde llevan a Montag, prefiere morir consumida por las llamas antes que dejar que los volúmenes se quemen solos. Ese fetichismo, no obstante, desaparece desde que el protagonista decide robar el

primer libro y luego lo lee de noche, aprovechando que su mujer duerme. El problema es que registrar los cambios producidos en Montag al comenzar a adentrarse en la lectura habría requerido un tipo de actor diferente o quizás un tipo de interpretación más incandescente. Sea como fuere, se trata de un detalle secundario, pues cualquiera que ame los libros y el cine en general sabrá estar por encima de las contradicciones de tono que hay en FAHRENHEIT 451, conforme con sentir el amor de su director hacia los libros y hacia los films, que él incluso al final de su vida siguió preguntándose si valían más o menos que la vida. Hay quienes dividen la obra de François Truffaut entre trabajos humanistas y trabajos oscuros. La distinción es bastante peregrina, en especial si se tiene en cuenta que a veces quienes la establecen consideran El pequeño salvaje, uno de sus films más pesimistas, una obra humanista. A mí lo que me llama la atención de esto último no es que la gente pueda preferir los trabajos oscuros o los humanistas, sino que sea capaz de hacer tales distinciones cuando en realidad todos los films del cineasta tienen elementos humanistas y oscuros. FAHRENHEIT 451, por ejemplo, plantea un paisaje humano donde los lectores parecen una especie en vías de extinción y donde, sin embargo, al final puede verse a un enorme grupo de hombres-libros, cuyas identidades han sido suplantadas por la novela que cada uno de ellos decide memorizar, para que así el papel pueda ser quemado sin que se borre por completo la historia, impresa en la mente de las personas. Francois Truffaut fue abandonado por sus progenitores cuando era joven. André y Janine Bazin le abrieron la puerta de su casa, para que se sintiese allí como en su propio hogar, con unos padres adoptivos. En adelante, heredó de André Bazin su interés por los libros y por el cine, además de librarse de ir a combatir a Indochina en 1953 gracias a él, que le sacó de una prisión militar donde pasó seis meses por culpa de la inestabilidad emocional que sufrió a causa de sus traumas personales. La sombra de André Bazin se proyecta en los escritos críticos del joven Truffaut, pero también en sus films. Gracias a él descubrió el cine de Jean Renoir y en él encontró Toni (1934), que siempre le maravilló por el uso del sonido directo, actores no profesionales, expresiones dialectales... El naturalismo de ese film contribuyó a forjar el estilo que después haría célebre a Truffaut, produciendo a veces cócteles que no integraban por completo la inmediatez escénica con cierto amaneramiento narrativo (movimientos de cámara propios del cine de género, bandas sonoras grandilocuentes, directores de fotografía prestigiosos y hasta cierto punto relamidos, iluministas con ganas de experimentar o actores/estrellas). Nunca dejó de ser el cineasta más admirado y querido de la Nouvelle Vague, pese a dirigir films más convencionales que los de Jean-Luc Godard y en general que los de casi todos los integrantes del movimiento. Su obra tiene una espontaneidad que todavía hoy resulta en muchos casos contemporánea, como si los sentimientos más inmediatos y sinceros no dejasen de repetirse jamás o como si jamás prescribiesen por completo. Ahora mismo siguen haciéndose films en los que uno adivina el rastro del cineasta francés. Incluso FAHRENHEIT 451 ha dejado una huella bastante visible en obras como Safe (1995, Todd Haynes) o la trilogía Family Portraits: A Trilogy of America (2000-2003, Douglas Buck), donde se explora la desolación existencial en los barrios periféricos, en los cuales las amas de casa consumen sus vidas delante de la pantalla de sus televisores o se reúnen en torno a un gurú que va diciéndoles cómo actuar en cada situación. Pronto, no obstante, se estrenará un remake de FAHRENHEIT 451 que prueba que François Truffaut sigue vivo. Puede que con el tiempo desaparezcan los rastros visibles de su obra en las obras de otros cineastas, pero cada vez que uno sienta un pálpito inusual por debajo de imágenes en apariencia convencionales sabrá que quizás allí esté él, porque todo lo que uno aprende sobre sinceridad y amor por las cosas (a pesar de sus muchas imperfecciones) proviene de gente como François Truffaut… Texto: Hilario J. Rodríguez, “Farenheit 451”, en “50 obras maestras del cine europeo (2ª parte, I)”, rev. Dirigido, septiembre 2005.

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