FALLO DEL XIV CONCURSO INTERNACIONAL DE CUENTOS VALENTÍN ANDRÉS

Maqueta XIV CUENTOS 26/9/05 09:56 Página 11  FALLO DEL XIV CONCURSO INTERNACIONAL DE CUENTOS VALENTÍN ANDRÉS En Grado /Grau, siendo las 21 hora

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FALLO DEL XIV CONCURSO INTERNACIONAL DE CUENTOS VALENTÍN ANDRÉS

En Grado /Grau, siendo las 21 horas del día 17 de junio de 2005, se reúne el Jurado del XIV Concurso Internacional de Cuentos “Valentín Andrés”, convocado por la Asociación Cultural Valentín Andrés, con el patrocinio de cajAstur, Ilmo Aytmo de Grado/Grau, Consejería de Cultura, Comunicación Social y Turismo del Principado de Asturias, Grupo Martínez Núñez y Río Narcea Gold Mines SA, PRESIDIDO por D. Leopoldo Sánchez Torre, catedrático de Filología de la Universidad de Oviedo/Uviéu y director del Aula de Las Metáforas “Fernando Beltrán”, y formado por: D. Fernando Menéndez, escritor, D. Xilberto Llano, escritor, Dña María Luengo, periodista, Dña Mar Madera, representante de la Consejería de Educación y Ciencia del Principado Asturias, D. Javier Calvo, profesor y representante de la Asociación Cultural Valentín Andrés, y Dña. Emilia Barrio, representante del Ilmo Aytmo de Grado/Grau, que ejerció como Secretaria, con el fin de emitir veredicto sobre la clasificación de los cuentos presentados al citado concurso.

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1.-Se acuerda conceder el PRIMER PREMIO, dotado con MIL DOSCIENTOS EUROS, DIPLOMA Y PUBLICACIÓN DEL CUENTO, al relato titulado: “MIRE, CHACHO”

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presentado bajo el seudónimo de CUIS, y que corresponde a: D. ANTONIO RODRÍGUEZ DE ANCA español, residente en Buenos Aires 2.-Se acuerda conceder el SEGUNDO PREMIO, dotado con SEISCIENTOS EUROS, DIPLOMA Y PUBLICACIÓN DEL CUENTO al relato titulado: “EL EXILIADO” Presentado bajo el seudónimo de SOCAIRE y que corresponde a D. RAÚL FRANCISCO PÉREZ TORT argentino, residente en las Islas Canarias No habiendo más asuntos que tratar, se levanta la sesión, siendo las 22 horas del día 17 de junio de 2005 Firmado Dña Emilia Barrio -Secretaria-

Firmado D. Leopoldo Sánchez Torres -Presidente-

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1 er. P R E M I O Antonio Rodríguez de Anca Madrid

“Mire, Chacho”

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Antonio

Rodríguez de Anca Madrid

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ntonio Rodríguez de Anca es escritor, dramaturgo, director escénico, periodista, administrador cultural y profesor de Artes Escénicas.

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Hasta el 3l de diciembre de 2004 fue director de la Revista teatro del Complejo Teatral de la Ciudad de Buenos Aires, que reune a los teatros comunales San Martín, Presidente Alvear, Regio, Sarmiento y De la Ribera. Es autor de la obras teatrales: Tres gatos en la escalera, comedia musical para niños (1992), Encuentro en octubre mención honorífica del Fondo Nacional de las Artes, (1997), y estrenada en el Ciclo de Teatro Leído Teatrísimo 1999 del Teatro Alvear, con dirección de China Zorrilla y actuación de ella misma y Franklin Caicedo; Pensionadas (2000, sin estrenar), Renato (2003, sin estrenar) y de varias adaptaciones, entre ellas Peer Gynt de Henrik Ibsen (1989), estrenada en el Teatro San Martín con Alfredo Alcón, en el papel principal; Shakespeare, todavía (1990), selección de escenas de obras de Shakespeare, interpretadas también por Alfredo Alcón en la Fundación Banco Patricios) y La dama boba de Lope de Vega (1991, en colaboración con Osvaldo Bonet), estrenada en el Teatro Regina, con su dirección. En el rubro ficción ha escrito numerosos cuentos, entre ellos Clandestino, que resultó “finalista” en el Premio Internacional Max Aub 2004. Además, como periodista, realizó muchísimo artículos relacionados con la cultura y, especialmente, el teatro universal.

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En recuerdo de Osvaldo “Chacho” Dragún, escritor y dramaturgo argentino, ser humano excepcional. Y de una de sus más fantásticas y alocadas creaciones: Teatro Abierto. Un sueño suyo que devino en movimiento artístico, tan metafórico corno para aglutinar en un mismo hecho humano real y concreto, lo democrático, lo político sin banderías partidarias, lo contestarío en un momento de opresión, lo artístico despojado de estilos y rigideces temáticas y, por sobre todo, infundidor de un hálito de ilusión y esperanza.

Mire Chacho, y discúlpeme que lo llame así, como lo hacen sus amigos. Yo no podría, no debería, considerarme su amigo aunque, en el fondo, el tiempo me ha llevado a sentirlo así en lo íntimo, en lo profundo. Yo, puedo sentirlo así. De hecho, lo siento. Pero usted, no puede. Usted, aunque no lo sepa, me odia. Sin conocerme, me aborrece, y es lógico su sentimiento. Aunque no me conozca, aunque ignore mi apariencia, mi contextura física, mis rasgos y mis gestos, usted, necesariamente debe acumular un enorme y justificado resentimiento hacia mí. ¡Vaya a saber uno como se recompone mi imagen física en su mente! Sobre todo pensando en una mente como la suya, tan imaginativa, tan acostumbrada a inventar personajes, a ponerlos en movimiento sobre un escenario, algo que, ahora, a esta altura de mi vida, a los sesenta y tantos -somos contemporáneos-, me parece mágico (y después le explicaré por qué). Claro, en este dramático momento suyo, debatiéndose entre la vida y la muerte, yacente en esa agresiva cama de hierro de terapia intensiva, canalizado, entubado, alimentado a suero, con un aparato respirador, dependiendo de médicos y enfermeras, usted, que con tanta habilidad ha manejado el drama, sólo puede conformarse con sostener más o menos rítmicamente la respiración asistido por un negro fuelle de goma, “porque mientras haya aliento hay esperanza”. De verdad, sinceramente, deseo, suplico, Chacho, que logre triunfar en esta cruel batalla, en esta lucha real,

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verdadera, que usted no puede modificar tachando y reescribiendo la escena, como ha hecho tantas veces en sus obras, en sus magníficas creaciones. Quizás sea esta conmovedora imagen suya, tan, despojada, tan dependiente, de total subordinación, en la que la inventiva y el talento no influyen para nada en el resultado final, esta patética imagen, repito, es la que me ha impulsado a escribirle esta carta, a vomitar -si me permite el verbo- esta confesión que no sé si alguna vez podrá conocer. Espero, ansío, Chacho, que sí. Que salga vencedor. Que pueda recibir este sincero mea culpa que yo no pretendería calificarlo de “pedido de disculpas”, porque estoy, plenamente consciente de que usted de ninguna manera me puede disculpar ni perdonar, aunque yo sólo haya sido un instrumento, un mero mecanismo de una acción perversa en su contra. Y en usted, en su persona, desde luego, estoy involucrando a una gran cantidad de personas, de voluntades, de ilusiones, de sueños. Esos sueños, esas ilusiones que usted, como auténtico y convincente líder, como ferviente luchador, supo estimular y despertar en sus compañeros. Y, entre tantos ilusos y soñadores, hicieron lo que hicieron. Eso que yo “casi”destruyo. Y si cabe el “casi”, no fue una consecuencia de mi ineficacia profesional, puesto que en ese terreno puedo decir con doliente orgullo que fue impecable, sino por la contundente respuesta que ustedes, los artistas, por usted conducidos, construyeron con rapidez y solvencia. A tal punto que mi acto criminal, paradójicamente, lo utilizaron astutamente en beneficio y provecho de su proyecto, de su proeza. Porque, dadas las circunstancias, eso fue: Una verdadera proeza. Pero vamos a los hechos. Para aquella época, -la de mi incalificable felonía- un poco antes, en realidad, fue

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cuando lo ví por primera vez y en ese momento lo odiaba. Usted no. Simplemente no me consideraba. Ni en su imaginación. Vivía, usted, en un edificio del barrio judío, es decir en el Once. Allí, en la misma casa, en el mismo piso, contra mi gusto y voluntad -debo reconocer que los judíos no me resultaban en lo más mínimo simpáticos o, para ser más exactos, me traspasaba de pies a cabeza... un acentuado sentimiento racista (una de las tantas cosas de las que hoy me avergüenzo y que por suerte he podido eliminar de mis sentimientos)-, con mi molestia, por la elección del lugar mi hijo había alquilado un departamento al que se mudó con su mujer y mi pequeña nieta. Le aseguro, Chacho, que cuando se fueron de mi casa los entendí por aquello de”el casado casa quiere” pero, al mismo tiempo, me quebraron el corazón. Esa nieta, esa pequeñita vivaracha y sonriente, era lo único que me hacía feliz, en tiempos en que por mi trabajo vivía en peligro. Y no estaba equivocado en mi ilusión con esa niña, le aseguro. Porque ella ha sido fundamental, insustituible, ya que se convirtió en el detonante que disparó el cambio profundo y revulsivo que se produjo en mí mundo interior, en mis vivencias más íntimas, en mi modo de afrontar la vida. Ella, no le quepan dudas, es la que me ha llevado a escribir esto que, le repito, deseo que algún día, no muy lejano, pueda leer. En la primera oportunidad que los fui a visitar me crucé con usted en el vestíbulo. No supe en ese momento por qué su cara me resultó familiar. Claro, en esos tiempos muchas caras nos parecían conocidas. Estábamos muy atentos. En vigilia y sospecha permanente. Era una cuestión de trabajo y, principalmente, de protección personal. Es necesario, a esta altura, puntualizar que por ese entonces yo, revistaba, en el cuerpo de bomberos de la Policía Federal y estaba especializado en explosivos. Las bombas aparecían a cada rato, ¿recuerda? Yo sí recuerdo. Y se me eriza la piel. Uno estaba permanentemente expuesto y

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no sabía si esa noche regresaba a su casa. En la repartición nos azuzaban contra los “subversivos”, nos inculcaban el rencor y encono. Eran el demonio. Y, nosotros, éramos materia fácil de convencer. Porque nos iba la vida. Y veíamos demonios por todas partes, en todos los rincones. Sobre todo aquellos que, como yo, hacíamos servicios extraordinarios en los grupos de inteligencia. Claro, cuando la situación se empezó a poner espesa, a los conductores de esos grupos les interesó mucho mi especialidad y mi experiencia, sobre todo por la frecuentación del riesgo. Recuerdo que aquella noche en que lo encontré por primera vez, cuando regresé a casa me puse como loco. Pensé en mi nieta y en mi hijo, pero sobre todo en ella, y me aterroricé. Reconozco que no tanto en mi nuera o sólo en la medida que era la madre de mi nieta. Siempre me pareció una tonta. Entre los papeles instructivos que me habían dado en una reunión de cuadros de represión figuraba un comunicado del IIº Cuerpo de Ejército, aquel famoso que conducía el temible general Menéndez, con una lista de artistas considerados como posibles terroristas o simpatizantes de la subversión. Ud, Chacho, era uno de los primeros de la nómina. Y hasta había una fotografía suya. No todos tenían foto y la mayoría eran bastante borrosas. Pero la suya, no. Era clarísima, nítida. No dejaba resquicio de duda. Sentí que mi adorada nieta estaba en peligro. En su casa podía haber bombas, armas, gente peligrosa, no había que descartar que en algún momento lo fueran a detener y se resistiera, se armara un tiroteo con imprevisibles consecuencias. Nadie se andaba con chiquitas. Desde ese momento me puse obsesivo. Cuando tenía algún tiempo libre iba a casa de mi hijo. Pero para vigilarlo a usted. Para ver si descubría algo raro. Esperaba durante horas detrás de la puerta, oculto en la escalera, para verlo entrar o salir. Hablé con mis jefes y me dijeron que

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me “quedara tranquilo”, que “los intelectuales como usted rara vez pasaban a la acción directa pese a su peligrosidad ideológica” y que ya estaba “acotado” porque con la distribución de listas negras en los medios artísticos se le había prohibido trabajar en todas partes. “Se va a tener que ir”, me aseguraron, porque “en cuanto saque los pies del plato, es boleta”. De todos modos, esos argumentos no me tranquilizaron demasiado. Además, me enteré que una actriz bastante famosa le había estrenado una obra que usted escribió ocultándose bajo un seudónimo -un alias, decía entonces- en un teatro universitario del barrio de Belgrano. Un síntoma de que usted no se daba por vencido como pretendían mis superiores. Lo curioso fue que no lo supe por mis cuidadosos trabajos de investigación sino por la tonta de mi nuera a la que se lo había contado una muchacha que la ayudaba en la limpieza, a la que, a su vez, se lo comentó, la muchacha que trabajaba en su casa, Chacho. Esto me llamó la atención porque delataba, al menos, una gruesa falla en su estrategia de protección, Chacho, en la protección de un hombre sospechado y perseguido, a tal límite que tiene que usar un alias (¡perdón, un seudónimo!) para poder trabajar, pero que permite que su mucama (“sierva” era la palabra que utilizaba antes) se entere de su vida y se la cuente a cualquiera. O era tan audaz y provocador que no le importaba. Porque la única hipótesis que no podía admitir es que fuera un ingenuo. ¿Un hombre tan inteligente e imaginativo? No, no era posible. Por esa vía también me enteré que estaba preparando con otros artistas, a!gunos muy famosos, un proyecto medio artístico, medio desafiante, porque reunía a la mayoría de los nombres que las autoridades habían prohibido por sus actividades sospechosas y sus vinculaciones con la subversión. Cuando se lo conté a mi jefe -el del grupo de inteligencia o de “tareas”, como eufemísticamente daban en llamarlo-, me dijo: --¡Pero, Grifo: ¿qué te

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pasa con ese tipo?! ¿Querés que lo apretemos? Creo que todavía no vale la pena. Hay peces más gordos, pero si insistís, lo hacemos. Pero al darle algunos de los nombres que lo acompañaban, Chacho, la cosa le empezó a interesar, porque ustedes podían estar armando una célula terrorista disimulada detrás de la cuestión artística. Me pidió que tratara de infiltrarme. -¡Metele, Grifo! (Mi nombre verdadero es Renato) pero todos teníamos un nombre de guerra).Aproveché mis conocimientos de electricidad y me ofrecí para colaborar en la parte técnica. del proyecto al que, no sabía muy bien por qué, lo llamaban “Teatro Abierto”. Me recibieron encantados porque era lo que más les faltaba: técnicos voluntarios. Ahí lo volví a ver, Chacho. Y me asombraba su dinámica y su entusiasmo. En verdad me parecían todos locos. Todos profesionales que laburaban gratis, sólo por el gusto de hacer teatro. No me entraba en la cabeza y por lo tanto tenía algo de sospechoso. No obstante por más que miraba y averiguaba no encontraba nada raro, fuera de los permanentes y generalizados ataques verbales y las gruesas injurias al gobierno de los militares. Pero eso, el ser contreras, es muy argentino y no podía ser tomado al pie de la letra. Sobre todo si uno está metido en medio de intelectuales, casi invariablemente, izquierdosos. Discúlpeme, Chacho, pero ese era mi lenguaje y respondía a mi pensamiento y quiero ser lo más fiel posible con mi relato, sobre todo para que pueda apreciar exactamente mi cambio. A mí, que era un duro haciendo un trabajo duro, me sucedió algo que casi me hace quebrar al principio de la operación y que, después de cometida la atrocidad que motiva esta carta, no pude superar. Sólo ahora creo que empiezo a sobrellevarlo. Teatro Abierto se gestaba en un gran local de la cortada Rauch convertido en un teatro llamado “Del picadero”. Allí durante muchos años funcionó una imprenta. En esa imprenta trabajó mi padre por más de 20 años. Era tipó-

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grafo, oficio que había aprendido en su Galicia natal. ¡Un tipo fenómeno! El sí le hubiera servido como personaje, Chacho. De niño correteé los pasillos y escaleras, aspirando el olor a tinta y papel. Allí murió el viejo de un ataque al corazón, sentado en el banquito de una linotipo. Cuando me paré frente al viejo edificio se me vino la imagen de mi madre tironeándome del brazo para que subiera a la ambulancia en la que llevaban, vanarnente, el cuerpo de mi padre al Hospital de Clínicas. Yo era un adolescente pero sabía, estaba convencido, que mi viejo estaba muerto, totalmente muerto. La sirena de la ambulancia se me incrustó en el oído. Un sonido que como se imaginará, Chacho, por oficio, se me, repitió y se me repite muchas veces. Pero, disculpe Chacho, me estoy apartando del tema. Volvamos. Todo iba bien. Yo presentaba mis informes que, de acuerdo a lo que observaba, no eran graves y nadie se inquietaba demasiado. -Hay que dejarlos que se diviertan un poco. Ya le va llegar el turno, decía, bromeando, mi jefe. El problema, Chacho, le voy a decir la verdad, lo provocaron ustedes. No se enoje por lo que le digo, pero es la verdad. Ustedes y la prensa. Ustedes porque hicieron todo muy bien. Y juntaron a todos. Los artistas famosos y los desconocidos. Todos estaban. Y laburaban. Sin que ninguno fuera patrón. Sin jefes que verduguearan. Todos se sentían dueños y nadie era el propietario. Yo no lo podía creer: me parecía milagroso. Hasta llegué a entusiasmarme y hacía mi trabajo de electricista, tendiendo líneas, colocando focos, empalmando cables, colocando gelatinas de colores, como uno más de ustedes. En algún ensayo, por momentos, me olvidaba de cuál era el objetivo de mi presencia. Y la prensa les empezó a dar manija. Salían en todos los diarios. De pronto, en un país de individualidad es, partido por el “yo me salvo”, ustedes se pusieron a demostrar el valor del equipo, la importancia de juntarse. Para colmo estrenaron. ¡Lo que fue ese estreno! Ahí me asusté. Sentía que la

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gente no tenía límites. Era como un partido de RiverBoca, pero con un sólo equipo. Claro, la onda expansiva del éxito llegó a los capos. y no les gustó. No les gustó para nada. No eran una célula terrorista pero mostraban un alto grado de peligrosidad.

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Chacho, yo no quería que esta carta fuera tan larga. Pero al evocar los sucesos me doy cuenta que no puedo dominar la fuerza con que se me imponen los hechos (eso que no me detengo en los detalles). O quizás estoy tratando de dar rodeos para no llegar al centro del asunto, al núcleo de la cuestión. Porque es ahí donde está lo injustificable, lo infamante, lo imperdonable, lo que necesito conjurar de una vez por todas. Simultáneamente no sé si este, para mí, desgarrador esfuerzo de confesión es tan inútil como irracional. Ya sea porque usted nunca lo llegue a leer - el peor de los casoso yo flaqueé en el momento de dejárselo en su cama. Por eso quería ser conciso, terminarlo rápido, desprenderme, higienizarme lo antes posible. Aunque, en definitiva, hay en esta carta una enorme carga de egoísmo, porque soy yo, sólo yo, el que, vivencialmente, necesita descargar este entripado, esta descompostura sostenida que me acosa desde hace muchos años. Para usted, en verdad, Chacho, no existo, no soy nada. Sobre todo después del largo tiempo transcurrido (¡Diecisiete años!) Su memoria, por defensa, ya lo debe haber descartado. Y sólo lo revivirá si es que alguna vez puede leer esto. (¡Imagino su sorpresa!) Anoche escribí hasta la madrugada. Hice esfuerzos, pero no logré terminar. Me venció el sueño. Por suerte hoy lo ví bastante mejor, con una máscara de oxígeno pero sin ese insufrible respirador. Es algo, un progreso, pequeño, pero progreso al fin. Pálido, flaco, pero con mejor semblante. Lejos, muy lejos, de aquel rostro iluminado que sobrevolaba por las gradas del Teatro del Picadero,

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como un gran hacedor, como un paladín. Pero, eso sí, se lo ve algo más vivaz, más autónomo que ayer. Retornemos. Los estridentes ecos del suceso que estaban ustedes provocando, irritaron a los mandamás. A los pocos días, menos de una semana, el jefe me dijo -Bueno, Grifo, se acabó. Hay que terminar con esos maricas del teatro. ¡Meteles un caño. Que no queden ni las cenizas!. Como no pude disimular mi asombro, me espetó: ¡Y rápido, porque la orden viene de arriba, de bien arriba! Vos sabés cómo hacerlo. Tenía razón, Chacho, yo sabía como hacerlo. Era un miércoles 5 de agosto. Lo recuerdo con precisión porque al día siguiente mi nieta cumplía cuatro años. (Disculpe, Chacho, pero como le dije mi nieta es fundamental en esta historia) Armé los explosivos con especial cuidado y los preparé para que detonaran a la madrugada. Los metí en un bolso y me fui para la cortada Rauch. Era temprano pero ya había cola para la función. La presencia de esa gente me turbó. Disimuladamente, sin que me vieran, subí a los techos. Conocía el camino porque ya había hecho, desde los primeros días, un cuidadoso estudio de campo. Me escondí con mi bolso en una suerte de mocheta con alero, para protegerme de la llovizna que se descargó incesante. Desde ese refugio, a través de los techos de chapa acanalada escuché toda la función, las ovaciones del final, el murmullo del público retirándose, las conversaciones de los actores, las operaciones de los maquinistas y utileros preparando la escena para el día siguiente. Y después el silencio. Me desplacé como un gato por el tejado y coloqué los artefactos en serie. Después me deslicé por un edifico contiguo y salí por la calle Ríobamba. Aceleré el paso. No estaba feliz, Chacho. No sabía muy bien por qué, pero no estaba feliz. Me senté en un café de la avenida Corrientes. Al rato estalló el

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incendio. Pagué, salí a la calle y vi las altas llamaradas. Cuando me iba para casa escuché las sirenas de las autobombas. Me acordé de mi padre.

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El resto lo conoce. Al menos los resultados. Una paradoja: a la mañana siguiente cuando me presenté en mi trabajo oficial, en el cuartel de bomberos, me asignaron la tarea de investigar las causas del siniestro. Así volví a los techos del Teatro del Picadero. Conmocionado caminé por las chapas retorcidas. Estaba viendo desde otra perspectiva las consecuencias de mi trabajo. Tuve que contener las náuseas, Chacho, y disimular frente a mis compañeros. Por supuesto en el informe atribuí el incendio a un cortocircuito por exceso de carga eléctrica en las líneas. Otra paradoja. Después me fui a la fiesta de cumpleaños de mi nieta. Y tuve el temor de cruzarme con usted, Chacho. Alguno de los técnicos con los que había colaborado como impostor electricista me llamó para que fuera al “Teatro Tabarís” donde iban a seguir con las funciones. No se asustaron, ninguno se asustó. Quisieron intimidarlos y respondieron con un insólito coraje. Para escabullirme contesté a la propuesta con una negativa. Yo sí aduje temor por lo que había ocurrido. Y me entendieron, aceptaron comprensivamente mi falsa excusa. Los diarios me enteraron del rotundo éxito de Teatro Abierto en el Tabarís. Lo que aumentó mi sentimiento de culpa por la inutilidad de lo hecho. Afortunadamente mi hijo, al poco tiempo, se mudó al barrio de Caballito. Yo aproveché, dos años más tarde, con el advenimiento de la democracia, una oferta de la repartición y me retiré. Me salvé, no sin cierta inquietud, de las investigaciones y los juicios que se le hicieron a la represión. Pude tomar distancia y me asocié en una empresa que hace la venta y mantenimiento de los aparatos electró-

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nicos que controlan a los enfermos de terapia intensiva en varios sanatorios. De ahí que me he vuelto a cruzar con usted en persona, Chacho. Digo “en persona” porque usted se me ha aparecido a lo largo de todos estos años como una obsesión. Como movido por una fuerza maniática seguí toda su trayectoria. Leía los diarios, las revistas, iba a los estrenos. Trataba de descubrir a través de sus obras -al principio leer teatro me resultaba muy dificultoso- cómo era este hombre al que yo había agredido de una manera tan gratuita como inútil. Habían pasado poco más de diez años de aquella noche en los tejados de la cortada Rauch (supe que “Rauch” en alemán quiere decir “humo”; otra paradoja ¿verdad?) cuando me ocurrió el hecho más insólito y más inesperado. Mi nieta al descubrir en mi biblioteca un libro suyo, Chacho, me confesó con temor que quería estudiar teatro, que su vocación era ser actriz. Obviamente traté de desalentarla. Hablé con mi nuera que ya no me parecía tan tonta- para que la convenciera. Y con mi hijo, que se me rió en la cara. --Qué problema te haces viejo, ya se le va a pasar, son chiquilinadas. Pero todo fue inútil. Ella siguió con su objetivo. Cuando advertí que no podía hacer nada para cambiar su rumbo, decidí ponerme a su lado, acompañarla. Me hice su más sólido aliado. Esto me obligaba a estudiar. Leí todos los libros, todas las obras. Le ayude en sus ensayos, en sus ejercicios. Me hizo muy bien, Chacho. Empecé a ver la vida de otra manera, a entender a las personas. Las enseñanzas que le daban sus maestros me las transmitía y yo, el ex-bombero, el hombre duro, descubrí que tenía otras cosas. Me sensibilicé. Descubri el valor de la emoción. Nací de nuevo. Ya maduro, nací de nuevo guiado por la mano de una adolescente. La mayor emoción que he sentido

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en mi vida, Chacho, aunque no lo pueda creer, me la dió usted, sí usted, aunque nunca podría imaginarse cómo. Fue cuando mi nieta dio su prueba final interpretando el personaje principal de esa obra con una pareja de enamorados que se reúnen en la mesa de un bar. Ahí percibí el milagro del escenario, el milagro del teatro, del que le hablaba, al principio. Y lloré, Chacho, lloré como un chico. Hubiera sido un llanto sano, alimenticio, alentador si, al mismo tiempo, no lo empañaran las imágenes fantasmagóricas de toda la maldad que yo había descerrajado sin sentido sobre usted. Por eso le escribo estas líneas, Chacho. Para agradecerle todo lo que usted me ha brindado. Yo sé que usted brega por un teatro transformador del ser humano y de la sociedad. Esa es su bandería artística. Bueno, conmigo lo ha conseguido, su lucha, en parte, no fue inútil. Soy otro hombre, otro hombre mejor. Mire, Chacho, imploro para que pueda leer esta confesión. Será una prueba de que usted ganó la dura batalla con la muerte. Otra batalla, no la guerra. Porque esa, tarde o temprano, se pierde. Inexorablemente. Y no le pido perdón porque aquel hombre al que tendría que perdonar, sencillamente, ya no existe. Al nuevo, a este de hoy, sólo él mismo puede hacerlo. Y todavía le cuesta. Gracias, Chacho. Cuis

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“El Exiliado”

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Francisco Pérez Tort Buenos Aires

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ací en Buenos Aires, Argentina, donde transcurrió mi infancia. Me recibí de bachiller en el Colegio Nacional de Buenos Aires y de procurador, notario y abogado en la Universidad Nacional de esa misma ciudad. Mi vida profesional fue extensa y los azares me llevaron a ejercitarla por diversos ámbitos geográficos. Me desempeñé como escribano público durante alrededor de quince años. Me dediqué también a las actividades rurales siendo criador de ganado vacuno, ovino y caballar y productor de cereales. Como empresario abarqué diversos ámbitos de actividad, entre éstos los de la construcción, la consultoría y la producción industrial. También ejercí la docencia universitaria. Como deportista fui buen esgrimista y mediocre (aunque entusiasta) polista y navegante, devenido ahora en golfista. He viajado mucho y por casi todo el mundo y he habitado en varios países. Hablo (imperfectamente) cinco idiomas y en mis años mozos me atrevía también con el latín clásico, del cual hoy solamente aprovecho su base, que me ha ayudado a cimentar el castellano. Como ya lo dijera en una presentación, he tenido la suerte de poseer una fortuna y el desparpajo de gastarla. Luego de una vida consagrada al trabajo, radicado ya en España, me aboqué al oficio de escribir desde hace no más de cuatro años, suponiendo que podría aplicarme exclusivamente al “ocio creativo” de los romanos. Empero, tal labor literaria la comparto actualmente (el hombre propone y Dios dispone) con la restauración, ya que he dado en ser copropietario de algunos restaurantes, después de completar un período de casi dos años en los cuales mis aficiones de “gourmet”, más que mi calificación profesional, me hicieron director de varias cadenas de restaurantes y de empresas del rubro gastronómico. Quiero olvidar el cargo de director gerente de una importante empresa Canaria productora de hormigón y de prefabricados para la construcción que también ejercí en esta etapa de mi vida durante menos de un año. La editorial Santillana, en sus manuales para colegios, publica actualmente algunos de mis cuentos con el carácter de textos de introducción a la literatura. Diversas narraciones de mi autoría han sido seleccionadas, premiadas y publicadas por varias editoriales argentinas. En España, el pasado año recibí en Tenerife el galardón “Ayuntamiento de Tacoronte, Primer premio de narrativa breve” por el cuento “El manuscrito de Alejandría” y el “Accésit” de Caja Canaria en la misma especialidad, por el titulado “El Escritor”. Recientemente el Ayuntamiento de Murcia distinguió otro de mis cuentos, que será publicado en breve. Tengo escritos más de doscientos cuentos, una novela corta y decenas de poemas.

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A mi madre, Susana Vélez Ruiz del Campillo. “Alguna vez tuvimos una patria - ¿recuerdas? – y los dos la perdimos.” Jorge Luis Borges

Francisco Torres se quitó la boquilla que apretaba entre los dientes. “Vamos quedando pocos fumadores de pipa”, discurrió mientras dejaba con pesar la cachimba de raíz de cerezo apoyada sobre su soporte de plata vieja. Era una Dunhill, su favorita de entre las de la pequeña colección que tenía consigo y la única que utilizaba realmente, pues había abandonado la costumbre de alternarlas. “La poseo desde tiempo inmemorial”, pensó, para luego corregirse: “no, desde el sesenta y dos para ser exacto… me la regaló Mac Loughlin el día de mi santo, el año en el que ambos nos recibimos de bachilleres”. Observó con fastidio que le quedaba poco tabaco inglés, el de su marca preferida, y calculó, resignado, que ya no estaba su peculio en condiciones de menguarlo aún más adquiriendo exquisiteces como ésa de las hebras importadas. “Me veo comprando pronto alguna yerba autóctona”, se lamentó. En realidad, debería abandonar no sólo la picadura cara, sino todos aquellos pequeños lujos prescindibles con los que hacía más amable su condición de exilado en Montevideo, dado que los pocos pesos que había podido llevarse desde Buenos Aires se le iban acabando con rapidez y no podía contar con ayuda familiar, ni tampoco con la de sus correligionarios, que se había vuelto inexistente. “Lo cual es lógico dadas las circunstancias”, aceptó sin rencor. “Han conseguido que estemos aislados”, agregó para sí. Salió al ínfimo balcón que daba hacia la calle. Ésta era perpendicular a la costanera y a la playa de Pocitos, y le permitía ver el Río de la Plata, casi mar, cuya coloración leonada brillaba con el sol de la mañana. Unas nubes opacas se estaban espesando al oeste, sobre la Pampa. “Un poco

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más allá del horizonte está mi país, el verdadero, pues a este Uruguay acogedor y tan parecido a La Argentina, lo tomo sólo de prestado”, chanceó en mudo soliloquio.

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Torres era un hombre que sobrepasaba los cincuenta años, de cuidada barba y escaso pelo cano. Su frente ancha, de profundas arrugas y su mirada inteligente, ponían de manifiesto su talante intelectual. Tenía el gesto adusto y medidos los modales. De porte elegante, la desgastada chaqueta que llevaba puesta denotaba aún el corte de un buen sastre. Sus pantalones de gabardina lucían impecables, dado que él mismo los planchaba asiduamente. Había resuelto no rendirse a la cómoda moda de los vaqueros ajados y vestir formalmente, aunque se mantuviese la mayor parte del tiempo aislado entre aquellas paredes donde se creía a salvo, lejos de las miradas inquisitivas y de los reconocimientos fortuitos. Se sentía como aquellos prisioneros ingleses que, aún en los campos de concentración, se empeñaban en asearse diariamente para la cena… y también como los viejos pobladores de la Patagonia, del mismo origen, algunos de los cuales había alcanzado a conocer en sus andanzas juveniles y que, por aquel entonces, se enfundaban en smokings para comer a la luz de los candiles, en los atardeceres de las estancias sureñas barridas por el viento y el polvo, rodeados de la nada, sin rendirse a la soledad impuesta por esos inmensos campos que se extendían en el confín del mundo. Un timbrazo le sobresaltó. ¿Quién podría ser? Obviamente, él usaba un nombre falso, aquel con el que había alquilado el pequeño apartamento que ocupaba, y su dirección era un dato oculto, salvo para muy pocos. Alfredo, el único amigo confiable que tenía en el exilio, nunca iba a visitarlo, tanto por precaución como por las dificultades que tenía para moverse siendo tullido. Se asomó a la mirilla con recelo. En el pasillo, la portera agitaba un sobre blanco. “Don Ortiz” (así había dicho

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que le llamaban), “carta para usted, la trajo un mensajero”. Entreabrió la puerta y extendió la mano. Tomó el envío con un seco “gracias” que hubiera querido sonara más cálido y cerró otra vez con llave. Un presentimiento hizo que pusiera también el cerrojo. Observó la remesa. No tenía su apellido ni el del remitente. Solamente la indicación de la calle, de la planta y del apartamento que habitaba, escritos a máquina. Lo miró al trasluz. Parecía inofensivo y contener únicamente una esquela. Lo abrió. Desplegó la misiva. Era escueta y contundente. “Van a matarle”, explicaba. “Le tienen ubicado y el sicario ha aceptado la misión. Escape. Aún está a tiempo”. No tenía firma ni seña alguna. No le extrañó el tenor del contenido, pues ya había asumido que -tarde o temprano- darían con él, pero lo aturdía desconocer el origen de la advertencia. ¿Quién se la había enviado? Si se trataba de alguien del movimiento, debiera haber sido más explícita… y aunque esa persona no quisiera comprometerse revelando su nombre, bien podría haberle dado más datos, en la medida que realmente quisiera hacerle o devolverle un favor y posibilitarle una salida… pero, si en cambio fuesen “ellos”, sus enemigos, quienes la hubieren enviado, ¿para qué la advertencia?, ¿por qué no seguirlo y eliminarlo con discreción y sin pregonarlo previamente? ¿Sería una forma sádica de venganza aquella de anunciarle la muerte y posponerla para regodearse con su angustia? La palabra “sicario” denotaba cierta instrucción en quien la hubiera redactado y lo de “misión” atribuía categoría épica a un simple asesinato. Estaba perplejo. Se miró interrogativamente en el espejo. Vio su cara demacrada, con marcadas ojeras y la blanca piel reclamando el sol que tiempo atrás la mantenía siempre tostada. Detrás de su propia imagen, la luz y las sombras conjugaban extraños contrastes en el fondo del recuadro que abarcaba el reflejo del azogue. Creyó ver una figura que se alzaba amenazante y una cara siniestra y borrosa. Quedó por un momento inmóvil. Se restregó los ojos y se dijo: “otra vez

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mis fantasmas”. Se obligó a no mirar y a deducir: “Lo que he visto, corrijo, creído ver, ha sido la cortina movida por la ventolera y esa cara adusta no es otra que la del retrato colgado en la pared del fondo, junto a la ventana”. Se dio vuelta lentamente y comprobó el aserto. “Debo controlarme… estoy solo y nada me pasará si huyo a tiempo… la imaginación está jugándome trampas”.

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Desde que había dejado La Argentina y abandonado la militancia, se sabía condenado. Lo consideraban un traidor a la causa. A partir entonces su vida dependía de la habilidad que tuviere para ocultarse. “Si… Pereira… Pereira debe ser quien está detrás de mí… qué otro si no…” Memoró su rostro de nariz chata y mentón hundido, los ojos oscuros y crueles que ocultaba tras gafas ahumadas, y se arrepintió una vez más de haber pertenecido al mismo bando. “…y si no es Pereira será alguno de sus hombres”… y desfilaron entonces por su mente rostros antes habituales y que ahora difuminaba el tiempo. “¿Cuál de ellos?, ¿Vanucci?, ¿Leo?, ¿Andrade?, ¿Moyano?” Pasó su mano menuda de escritor por la barba grisácea y echó una ojeada más al espejo. El hombre reflejado en éste alzó los hombros y endureció la mirada. No era tiempo para divagar sino de actuar. Decidió que abandonaría la vivienda inmediatamente, sin demoras que podrían resultar peligrosas. Fuera quien fuere el autor del consejo, lo consideraría un ultimátum. Volvió la vista sobre las pocas pertenencias que, a más de la ropa, había traído consigo y que ahora le serían un lastre: las pipas y los artificios de fumador empedernido, los soportes para las cazoletas, el bastón de ébano con empuñadura en forma de lebrel y el delicado marfil de “La guerra y la paz” que le había obsequiado un tío querido para su ya lejano casamiento. Banalidades, pero no había querido desprenderse de ellas, ni al divorciarse y ni siquiera al partir hacia el exilio. Eran un nexo entre su cómodo pasado y las vicisitudes del presente, objetos elegidos solamente por su resonancia espiritual. “Se los

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dejaré a la portera junto con lo que no me quepa en una sola valija. Todo exceso de equipaje me incomodará”, decidió… “salvo, por supuesto, la Dunhill y la tabaquera... no es el momento oportuno para abandonar el vicio”, resolvió con un resto de humor. Sin más dilación comenzó a hacer las maletas. En una hora estuvo listo. Entregó a la casera las llaves y un par de bultos para que se los guardase, con una explicación difusa sobre un viaje imprevisto por la enfermedad de un supuesto hermano, y dejó a la mujer compungida y con la vaga promesa de acudir nuevamente a ella si necesitara alojarse otra vez y, obviamente, la de retirar lo que le confiaba. Tenía en claro que debía alejarse de aquel sitio que ya era conocido por otros y que había llegado la ocasión de acudir al auxilio de Alfredo. Su viejo camarada vivía en Punta del Este, en un chalé cercano al mar que había logrado alquilar muy barato -según le había comentadoy que ocupaba todo el año, aún en la temporada veraniega, cuando los precios se iban por las nubes. “Tuvo suerte “el rengo”… y yo en una pocilga que para colmo tengo que abandonar como rata por tirante.” Recordó al camarada con nostalgia. Había sido un bravo compañero. De la actividad clandestina le había quedado como resultado una herida en la cadera por un balazo que le alcanzó en un operativo fallido, y como secuela, una pierna baldada que ahora arrastraba con dificultad, auxiliándose con muletas. Pensar en él le procuraba cierta paz. Era como un salvavidas avistado en un mar embravecido donde podía naufragar. “Lo que más me gusta de Alfredo es su sonrisa”, coligió… “como la del gato de Cheshire es lo que más perdura de él en mi memoria”. “Me quedaré unos días en su casa hasta que se aclare el panorama y tenga noticias concretas… algún lugar seguro habrá para mí… quizás deba pasar al Brasil para estar a salvo y me provean de los fondos necesarios para subsistir allí”, razonó, “ya es hora de que también los míos se acuerden de que existo.”

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Salió a la calle. Con la maleta en mano se sintió blanco de las miradas. Observó con atención los alrededores, procurando advertir si alguien lo vigilaba. No notó nada anormal. Los transeúntes parecían ignorarlo, aunque ese hombre de gruesos lentes que leía el periódico podría estar espiándolo. “No debo sugestionarme, debe ser un vecino a la espera de cualquiera”. Llamó al primer taxi que atisbó. Estuvo tentado de decirle que lo llevara directamente a la terminal de ómnibus, pero se arrepintió antes de expresarlo y le dio las señas de un restaurante de la zona céntrica que conocía bien porque solía almorzar allí en sus escasas salidas por la ciudad. Al descender del coche comprobó que nadie le seguía (al menos no había visto a nadie). Dentro del local eligió una mesa apartada y mal iluminada desde la que podía controlar la puerta de acceso. Comió frugalmente, con el bulto junto a sus pies, disimulado por el mantel. Uno de los parroquianos parecía mirarlo con insistencia. Se sintió incómodo y trato de recordar si ese rostro concordaba con alguno de los que guardaba en la memoria. Luego, el desconocido se desinteresó de él y Torres se tranquilizó. Pagó la adición y se dirigió a los servicios. Allí había, recordaba, una salida auxiliar. Ganó nuevamente la calle, caminó hacia la esquina y subió a otro taxímetro. Se hizo conducir hasta Carrasco. Le pareció más seguro abordar el autobús en esa localidad pacífica de la periferia antes que exhibirse en la estación central. Aguardó durante algunos minutos que le parecieron interminables. Finalmente subió al transporte y luego de tomar asiento, al quitar la cortina de la ventanilla, lo vio… y el corazón le dio un salto. Había advertido repentinamente que un sujeto tenía clavados los ojos en él y que su expresión era –supuso- amenazadora. Se parecía a todos y a nadie. El vehículo arrancó suavemente y el rostro del hombre fue haciéndose cada vez más borroso hasta que lo perdió de vista. “Me imagino cosas”, coligió… “me estoy volviendo paranoico”. Tenía más de un par de largas horas de viaje por delante. Demasiadas para continuar pensando en lo que no

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tenía remedio. Reclinó la butaca e intentó dormir. Durante el trayecto estaría seguro. El panorama de la campiña uruguaya lo transportó a un mundo calmo. Envidió a los paisanos que veía al pasar, sumidos en las labores rurales, tan ajenas de su existencia ajetreada y azarosa. Dejó vagar la mente. Una tras otra fueron apareciendo las figuras de aquellos de quienes debía huir… y cualquiera de las caras recordadas tenía rasgos que coincidían con la entrevista hacía poco y que le causara temor. “Si todas se le parecían era que, en realidad, por lógica, no se asemejaba a ninguna.” Más tarde se impuso esta conclusión: el verdugo elegido podría ser un desconocido, pues ese tipo de servidores se renovaba constantemente, y no debía buscarlo necesariamente entre aquellos sujetos que su mente proyectaba. Él era un hombre molesto para el régimen, un potencial peligro, y aunque inactivo ahora, dejaría de ser inofensivo en el momento en que pudiera volver a hacer oír sin peligro su voz de escritor y de periodista. Lo único seguro para “ellos” era que muriese… y no dudarían en comisionar a alguien para que llevara a cabo el homicidio antes de que pudiera ocasionarles problemas publicando sus artículos desde el exterior. Todo concordaba con la advertencia recibida. Lo había presentido desde el primer día. Había tomado ese camino conscientemente, de acuerdo con su conciencia y no iba a arrepentirse ahora. Además, hubiera sido inútil. Su mente vagó por senderos más gratos: Alfredo y él preparando juntos los exámenes, compartiendo un partido de rugby, disputándose el efímero amor de una novia y prestándose mutuamente los libros de Borges. El oscilar de la carrocería del bus al rodar por la rampa de la terminal esteña lo quitó de sus meditaciones. Descendió. Una corta espera y de inmediato ascendió a otro autobús que acarreaba pasajeros por la ruta a San Ignacio, bordeando el mar. Dudó si debía telefonear a

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Alfredo para advertirle de su arribo. Optó por no hacerlo, previendo que la línea telefónica pudiese estar intervenida. Descendió en Manantiales. Un aburrido conductor le había abierto la puerta trasera y saludado con la mano. Él era el único pasajero y el vehículo se alejó vacío. “Buena gente estos yorugas, siempre amables”, se dijo (y aunque fuera un pensamiento puso esa expresión coloquial entre comillas, cuidadoso siempre de la pulcritud de su lenguaje) y emprendió el camino hacia la playa. La tarde era aún diáfana y la atmósfera leve estaba impregnada con el aroma del mar. En aquel paisaje apacible era incongruente temer una muerte violenta. Le parecía que el odio y la violencia debían haber quedado atrás, en la otra orilla, entre las turbias aguas del Riachuelo y esa Pampa en la que se disolvía la ciudad informe y a la que, pese a todo, se sentía ligado y añoraba día a día. Sus plantas se hundían en la arena del sendero. La casa que ocupaba Alfredo y que había conocido antes, cuando su compañero ya había pasado a la clandestinidad y él se mantenía dubitativamente dentro del sistema, se divisaba recortada sobre el fondo plateado del mar. Atardecía. Al acercarse a la costa sintió sobre su piel la refrescante brisa marina y aspiró el aire salobre con fruición. El viento agitaba su chaqueta. La maleta le pesaba e incomodaba. Se supo casi ridículo con una corbata ciñéndole el cuello, en un lugar donde nadie la usaba. Pronto atardecería. El chalet al que se dirigía era una construcción de piedra y madera, pequeña y aislada de la vecindad por un cerco vivo muy tupido. Se aproximó a la vivienda. Tenía la sensación de ser observado, aunque no parecía haber nadie en el interior. “Quizás Alfredo haya salido”, supuso, “en cuyo caso lo esperaré. No puedo hacer otra cosa”. Se tomó un tiempo para cargar la pipa. Necesitaba esa pausa. Avanzó cautelosamente, temiendo ser interceptado. “Boberías”, se recriminó,

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“nadie puede saber en donde estoy”. No había timbre sino una aldaba. Golpeó con fuerza. El sonido repercutió como si la casa estuviere vacía. Al cabo de un rato sintió el inconfundible andar de Alfredo: un paso quedo, el sonido de la muleta contra el suelo, el arrastrar del otro pie, nuevamente la muleta y así, sucesivamente, hasta que llegó al portal. Su amigo abrió la puerta de par en par. Le extendió la mano con una sonrisa. No le pidió explicaciones. Solo le dijo “pasa”. Lo invitó a sentarse. Luego, observándolo le dijo: “veo que aún conservas la vieja pipa que te regalé... las cosas están destinadas a perdurar más que sus dueños, los hombres. ¿Te acordás de cuando descubrimos a Borges y de aquel soneto que recitaste en clase de literatura con Batistessa?…el bastón, las monedas, el llavero / la dócil cerradura, las tardías….” Torres se sintió reconfortado y completó las últimas estrofas del poema: “Durarán más allá de nuestro olvido / No sabrán nunca que nos hemos ido”. Era la mejor manera de reencontrarse, con la poesía y la camaradería de antaño, con una época en la que todos los sueños eran posibles y estaban a la espera de los protagonistas que los hicieran realidad… tiempos en los que creían que serían ellos mismos los artífices del cambio. La calma de su amigo era un oasis después del ríspido día que culminaba. Se apoltronó cómodamente y se relajó. Alfredo ocupó el sillón del frente. Debía agradecerle que lo acogiera sin preguntas, pero estaba obligado a responderlas aunque éstas no fuesen formuladas. “Tengo que contarte lo que me ha sucedido” comenzó diciendo, pero su interlocutor le interrumpió: “no necesitas decirme nada, lo sé todo y soy yo quien debe darte una explicación”. Torres lo miró con sorpresa y guardó silencio. El otro continuó: “Sé que no me perdonarás. Igual no tendrás tiempo para recapacitar demasiado… pero quizás entiendas que debo hacerlo y por qué lo hago. No es nada personal… lo siento mucho. Yo te estimo, pero por sobre todo están los principios, las ideas…y yo no las he perdido ni traicionado.”

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Torres había quedado estupefacto. El interlocutor prosiguió: “tú creías que yo había huido... Te equivocabas. Me enviaron aquí, donde puedo ser más útil. Alguien tiene que ser el discreto contacto de esta ribera… y para esta misión (me refiero a vos) acudieron a mí porque sabían que le sería útil al movimiento… No voy a fallarles. Es obvio, Francisco, recordaron que fui tu amigo y supusieron que confiarías en mí”.

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Torres se incorporó como despertando de una pesadilla y se enfrentó con el arma que Alfredo empuñaba apuntando hacia su pecho. Hizo un gesto que, aún siendo mudo, expresaba una angustiosa pregunta: “pero…aunque pueda comprender lo de tus ideas y mi equívoco… ¿qué hay de nuestra amistad?” Alfredo le sonrió: “¿fuimos alguna vez amigos?...quizás sí, hace muchos años, en los patios del colegio… pero pronto la amistad se convirtió en rivalidad… tú me aventajaste en muchas cosas: fuiste el mejor promedio, conseguiste la beca a la que aspiraba y te quedaste con Sabrina, a quien yo no hubiera abandonado… ya vas entendiendo…ahora, porque antes nunca comprendiste nada… no supiste cuanta bronca me daban tus condolencias por mí, el pobre rengo, mientras me contabas tus triunfos en esgrima… yo no precisaba tu lástima, sino que admiraras mi condición de lisiado, porque a estas muletas las gané peleando…” “Perdoná esta ironía… te envié la nota de advertencia sabiendo que por ella vendrías a mí. ¿A dónde irías si no? Te imaginarás que yo, en mi estado, no podía andar cazándote por Montevideo sin dejar huellas. Aquí tengo todo preparado: una fosa muy honda abierta en la arena, la pistola con el silenciador y no hay porteros ni vecinos…” Torres podía comprender lo irrevocable de su asesinato, también justificarlo por las oscuras razones de la infame

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política, podía entender la obcecación del verdugo y disculpar por último su propia ceguera, pero no estaba dispuesto a exculpar esa innoble malevolencia de burlarse de su final parodiando la letra de un tango. Iba a increparlo, pero luego sus labios se plegaron en un rictus de aceptación. Era todo tan cruel, tan absurdo… “Ya no soy nadie, si alguna vez lo fui…” comenzó a decir en un intento de revertir lo que parecía ineludible, pero calló al reconocer que sería en vano continuar argumentando. “Alguna vez tuvimos una patria, ¿recuerdas?, y los dos la perdimos”, concluyó a modo de despedida. El sordo disparo puso fin a su perplejidad. Por breves instantes percibió la triste sonrisa de Alfredo, tal como la del gato de Alicia.

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