Fe en la tecnología? Redes sociales, periodismo y la obra de James W. Carey

Persona y Sociedad / Universidad Alberto Hurtado | 143 Vol. XXV / Nº 1 / 2011 / 143-160 ¿Fe en la tecnología? Redes sociales, periodismo y la obra de

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Persona y Sociedad / Universidad Alberto Hurtado | 143 Vol. XXV / Nº 1 / 2011 / 143-160

¿Fe en la tecnología? Redes sociales, periodismo y la obra de James W. Carey Alfredo Sepúlveda*

RESUMEN El artículo examina el optimismo depositado en las herramientas digitales de vanguardia. En la actualidad se las considera un medio para promover la participación social en procesos políticos mediante la producción de discusiones públicas ajenas a los medios de comunicación tradicionales. El artículo revisa la obra del académico estadounidense especializado en comunicación James W. Carey, quien definió la comunicación como un ritual, y analizó las predicciones sobre un futuro mejor que se han formulado en el transcurso de la historia humana por parte de personas entusiasmadas con la tecnología. Carey propuso que estas predicciones son siempre teleológicas y fallidas. Por lo tanto, la fe en la tecnología que existe en nuestros días es parte de una tradición que está condenada a fallar. El artículo señala la importancia de la conversación pública como una herramienta efectiva para lograr el cambio y la cohesión social.

Palabras clave Carey • conversación • periodismo • red social • tecnología

Faith in Technology? Social Networks, Journalism and the Work of James W. Carey

ABSTRACT The article examines the optimism placed on avant-garde digital tools, which are currently seen as a means of encouraging social participation in political processes *

Licenciado en Comunicación Social Universidad de Chile, M.S. en Periodismo Columbia University. Profesor adjunto Escuela de Periodismo Universidad Alberto Hurtado. E-mail: [email protected].

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by enabling public discussions outside the realm of the traditional media. The article reviews the work of American communications scholar James W. Carey, who defined communication as a ritual and analyzed historical predictions about a better future formulated by technology enthusiasts. According to Carey, these predictions are always teleological and failed. Thus, current faith in technology as a tool for social change is part of a doomed tradition. The article points at the importance of public conversation as an effective tool for social cohesion and change.

Keywords Carey • conversation • journalism • social network • technology

1. En buena parte gracias a las tecnologías de la información, y sobre todo a las redes sociales que ellas generan en plataformas como Twitter y Facebook, las autocracias y dictaduras de Medio Oriente han temblado y/o caído en Túnez, Egipto, Yemen y en la pequeña isla-estado de Bahrein. Dice el economista Thomas Friedman (2011) que las fuerzas que sostenían el statu quo tradicional en estas naciones, es decir, el petróleo, la autocracia, el temor u odio a Israel y el temor al caos “se han encontrado con un motor de cambio que es más poderoso”. Sucede, señala Friedman, que a las grandes masas de jóvenes desocupados pero con grados académicos en el mundo árabe “la difusión de Twitter, Facebook y los mensajes de texto, […] finalmente les da una voz para responderle a sus líderes y para hablar entre ellos” (WK 10). La ola de protestas a favor de reformas democráticas y en contra de corruptos regímenes nepotistas ha mutado, al cierre de la edición de este artículo, en una guerra civil en Libia, uno de los países de Medio Oriente con menos acceso a internet.1 El líder autócrata local es el inefable Muamar el Gadafi: un connotado derribador de aviones civiles en la década de 1980 e inversionista generoso en Europa en los dos mil. Hoy Libia tiene zonas capturadas por rebeldes y la capital es defendida por el gobierno. Masacres y desapariciones están a la orden del día. La partida de esta revolución árabe la dio un suceso local: en Túnez, un joven con educación universitaria, pero que tenía un trabajo informal callejero como gran

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5,1% en 2008 contra 16% y 27% para el mismo año en Egipto y Túnez, respectivamente. Datos de World Development Indicators, Banco Mundial (http://data.worldbank.org/indicator/IT.NET.USER.P2).

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parte de su generación, no obtuvo su permiso para trabajar debido a las prácticas corruptas de la burocracia que lo supervisaba. Como protesta, se quemó a lo bonzo. La noticia del hombre en llamas se esparció por las redes sociales tunecinas. Pero lo que hasta mediados de los dos mil podía ser la simple constatación en la pantalla del computador de lo que producían los medios tradicionales –si es que ellos hubieran informado sobre algo tan contrario al régimen–, sin que cupiera mayor posibilidad para lectores, auditores o espectadores que indignarse o enviar una carta que muy probablemente no sería publicada, en 2011, en pleno reinado de la web 2.0, fue una explosión: el anteriormente pasivo y displicente ‘público’ se transformó en activista político. Mediante el uso de blogs, Facebook y Twitter, personas comunes y corrientes reprodujeron la indignante noticia, y además coordinaron protestas masivas horizontales, sin liderazgos claros, que acabaron con el régimen. Las cosas no terminaron ahí. El sistema global de noticias llevó las novedades más allá de las fronteras de Túnez. El público en el vecino Egipto, también con redes sociales e internet al alcance del celular o en el café virtual, no necesitó un acontecimiento como el del joven quemado para protestar contra el presidente Hosni Mubarak, que llevaba más de treinta años en el cargo y gobernaba el país en conjunto con sus amigos y familiares. Ciudadanos se congregaron en la plaza Tahrir de El Cairo a pedir la renuncia del presidente, que se aferró por varios días al poder argumentando que tras él venía el caos.2 Tras 18 días de protestas en la plaza, con el país paralizado, el gobernante debió hacerse a un lado. Durante todo este tiempo, una página de Facebook llamada “Tahrir Square” se mantuvo como fuente de información confiable para los participantes en la protesta y como contrapeso al sistema estatal de medios de comunicación (Fahim y El Naggar 2011). La relación entre usuarios de internet y política no es nueva en el mundo. El primer caso de participación ciudadana a través de nuevas tecnologías fue la organización de una gran marcha de opositores al entonces presidente de Filipinas Joseph Estrada, en la avenida manileña Epifanio de Los Santos, en enero de 2001 (Shirky 2011). En Chile –y guardemos las distancias con respecto a la intensidad y consecuencias de la revuelta árabe de 2011–, las redes sociales también han logrado penetrar en la agenda pública. En agosto de 2010, la decisión gubernamental de aprobar la construcción de una central termoeléctrica en Barrancones, muy cerca de la reserva marina Punta de Choros, hizo estallar las redes sociales chilenas. En cosa de horas,

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Cable AFP, febrero 3 de 2011, disponible en http://www.emol.com/noticias/internacional/detalle/detallenoticias.asp?idnoticia=462425

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usuarios de Twitter y Facebook lograron coordinar una manifestación callejera en Santiago para protestar contra la decisión. Finalmente, el propio presidente Piñera intervino y detuvo la construcción de la central.3 No sólo era la primera vez que a través de Twitter se lograba organizar una manifestación política en las calles, sino que todo parecía indicar que el propio Presidente de la República –usuario él de esa red social– había sido influenciado por lo ocurrido cuando tomó la decisión de interrumpir el proyecto. El académico Eduardo Arriagada, que es usuario de Twitter, sintetizó así los sucesos: “Mi lección de estas semanas es que en los espacios sociales hay una nueva élite que conversa públicamente de forma mucho más rápida estas situaciones y está impidiendo que los medios tradicionales sigan siendo los canales únicos para la creación de nuestro clima de opinión” (Arriagada 2010). En estricto rigor, el uso de medios digitales en Chile para organizar actos políticos había ocurrido antes. En 2006, para la ‘revolución pingüina’,4 los estudiantes secundarios coordinaron su actuar a través de comentarios y publicaciones en sus blogs. Pero el funcionamiento de los blogs tenía que ver con comunidades más bien cerradas en torno a un autor, y no a grupos abiertos y horizontales como los que proponen Twitter y Facebook. De todos modos, la autonomía desarrollada por estos jóvenes marcó la primera vez que durante la democracia un mensaje político pudo articularse sin tener que recurrir a los medios de comunicación tradicionales, y por cierto sin que los responsables del movimiento tuvieran la necesidad de quejarse por la nula atención que en un principio la prensa brindaba al movimiento. Otro caso chileno reciente lo constituye la renuncia de la directora de la Junta Nacional de Jardines Infantiles, que en un diálogo con un seguidor en Twitter usó una expresión coloquial para dar a entender que su sueldo era bajo, en circunstancias que estaba varias veces sobre el promedio nacional. Este hecho parece confirmar la importancia del uso de nuevas tecnologías de información y comunicación sobre los asuntos públicos, sobre todo en temas de imagen y comunicación pública (Peña 2011). El entusiasmo por el supuesto resultado ‘social’ del uso de la tecnología digital era esperable. Chile es un país con una alta concentración de medios. En lo que se refiere a diarios escritos, una sola empresa es dueña del 45% de todos los títulos.5 En

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Fuente: Emol, agosto 26 de 2010, disponible en http://www.emol.com/noticias/nacional/detalle/detallenoticias.asp?idnoticia=432692 Se conoce así el movimiento de estudiantes secundarios que pedía reformas a la calidad de la educación chilena en 2006, y que marcó la primera crisis política del gobierno de la entonces presidente Michelle Bachelet. Elaboración propia con datos de la Asociación Nacional de la Prensa.

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lo que se refiere a circulación de diarios de alcance nacional, dos empresas capturan el 100% de los ejemplares. Nada mal para una industria, la de los diarios, que se lleva el 26% de la inversión publicitaria.6 Por otro lado, la televisión pública, por ley, depende de los recursos que obtenga de la publicidad, con las consecuencias que ello implica en la selección y tratamiento de temas de la agenda pública; es decir, en la práctica, debe comportarse como un canal comercial, sin diferencia con la competencia (Sepúlveda 2009). No podemos afirmar, con datos duros, si lo que se comentó en redes sociales con respecto a Barrancones modificó las pautas de la prensa, pero sí es un hecho que los medios tradicionales recogieron lo que ocurría en Twitter y lo trataron como una noticia relacionada.7 El caso Barrancones escapó de las manos de los profesionales de siempre. Editores, periodistas y camarógrafos tuvieron poco que decir al momento de seleccionar y priorizar la información, y fueron ciertos ciudadanos agrupados en las nuevas redes sociales quienes tuvieron –brevemente– el sartén por el mango. Desde que apareció la llamada web 2.0 a principios de la década pasada, los ciudadanos tuvieron la posibilidad de participar en internet no sólo como consumidores pasivos de información que otros –aquellos con los recursos y el conocimiento tecnológico necesario– les proveían, sino como activos productores de información (O’Reilly 2005). Este cambio ha golpeado a la industria de los medios de comunicación de maneras que aún no se comprenden del todo y ha posibilitado formas de periodismo que antes eran meros sueños (Varela 2008). La posibilidad de producir para la web hizo posible, por ejemplo, el movimiento de Periodismo Ciudadano, que equiparó a aficionados con profesionales (Gillmor 2004). Aparentemente, lo ocurrido en 2010 con Barrancones marcaba en Chile una nueva (pero en realidad vieja, como veremos más adelante) promesa: que la tecnología nos dará libertad. En rigor lo que ocurrió ese día fue que los ciudadanos, a través de herramientas tecnológicas, lograron determinar qué era una noticia. Una noticia incómoda para el poder, por cierto, que no se podía controlar, ni morigerar con lobby o llamados telefónicos al director del medio de comunicación. ¿Y cómo ha tomado todo esto el periodismo? En las escuelas de periodismo tradicionales se enseñan tres paradigmas básicos para la profesión: que son los medios los que determinan lo que consideramos ‘noticia’; que, como dice Espada

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El dato es de 2009, cuando existía un diario con una circulación de 30 mil ejemplares, propiedad de la empresa semipública La Nación. Este diario dejó de existir en formato papel a finales de 2010. El dato proviene del Informe de Inversión Publicitaria 2009, Achap. Disponible en http://www.achap.cl/documentos/inv_publicitaria2009.pdf Ver nota de agencia Orbe “Preparan marchas en rechazo a aprobación de termoeléctrica en Punta de Choros”. Disponible en http://www.emol.com/noticias/economia/detalle/detallenoticias.asp?idnoticia=432364

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(2009) los periodistas son mejores para jerarquizar, editar, redactar y distribuir información relevante que los no periodistas; y que el periodismo es un ‘cuarto poder’, un vigilante, un antagonista del gobierno que está ahí para equilibrar las cosas (Schudson 2008). Es evidente que en las sociedades del Medio Oriente mencionadas más arriba, la corrupción gubernamental campeaba desde hace décadas, a vista y paciencia de la prensa. Fueron los ciudadanos, convertidos en productores y distribuidores de información, y armados con tecnología que suplantaba en forma efectiva a los medios tradicionales, los que ejercieron la labor de vigilar al gobierno… hasta derrocarlo. El entusiasmo alcanzó a Dima Khatib, la corresponsal para América Latina de la cadena panarábica Al Jazeera. Ella se expresó así en su cuenta de Twitter, el 11 de febrero de 2011, cuando el presidente de Egipto decidió dejar el poder: “Bravo, pueblo egipcio, por enseñarnos cómo hacer milagros en forma pacífica” (Khatib 2011). Desde luego, no hizo esta declaración en las pantallas de su canal, cuyos periodistas deben abstenerse de emitir opiniones personales, sino en su red social, que es seguida por más de treinta mil personas. A su vez, el comentario en que elogiaba a los egipcios, fue ‘retwiteado’8 por más de cien personas en forma directa.

2. En el otoño de 2000 escuché hablar por primera vez de ‘periodismo público’, o ‘periodismo cívico’. El concepto era tratado con gracia y humor por un profesor de baja estatura, moderadamente calvo, de barba blanca y ojos azules llamado James W. Carey. Él impartía un insólito curso llamado “Asuntos críticos en el periodismo” que se dictaba en el magíster de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia en Nueva York. El curso era insólito porque lo dictaban dos profesores en forma simultánea. El otro docente era Stephen Isaacs, el antónimo de Carey, tanto en el aspecto físico como en el teórico. En efecto: Carey era un teórico de la comunicación, un académico de toda la vida; Isaacs, un intenso ex editor del Washington Post. En rigor, dentro de la tradición de enseñanza de periodismo práctico, y no teórico, que encarnaba y encarna Columbia, Carey era la extravagancia e Isaacs la norma. De hecho, Carey era el único teórico de la comunicación en

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Es decir, fue vuelto a difundir por usuarios de Twitter que siguen a Dima Khatib hacia usuarios que los siguen a ellos, no necesariamente a la periodista. A su vez, estos últimos pueden haber vuelto a difundir el mensaje hacia sus propios contactos.

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todo el cuerpo académico. Alguna vez, la presidencia de la universidad le ofreció ser el dean de la Escuela, pero los académicos lo rechazaron por no ser ‘uno de ellos’; esto es, no ser periodista (Martin 2006). En clases, Carey hablaba, más que de periodismo, del público y de los periodistas. Isaacs, por el contrario, hacía de su misión de vida obtener la noticia en forma correcta y publicarla lo antes posible. Carey era la reflexión. Isaacs la industria de la prensa y el orgullo profesional. Carey se preocupaba de servir a la comunidad. Isaacs de atrapar al político corrupto. A Carey le interesaba el periodismo. A Isaacs, las historias que el periodismo contaba. La presencia de dos profesores con tan distintos trasfondos en una clase bautizada como “Asuntos críticos en el periodismo” era una salomónica respuesta a dos visiones que convivían –y conviven– en el oficio. Para finales del siglo XX, el periodismo estadounidense enfrentaba críticas desde varios sectores. El país salía del escándalo sexual y político Clinton-Lewinski, y estaba a punto de arrojarse a los brazos de la marea conservadora-creacionista representada por Donald Rumsfeld, Dick Cheney y George W. Bush. Las grandes corporaciones mandaban qué hacer y los intereses comerciales cruzaban –y muchas veces aplastaban– el periodismo de calidad que, supuestamente, debía servir a las personas. Un teórico que advirtió esto fue Jay Rosen, que fue el primero en acuñar la idea de ‘periodismo público’, aunque él la llamó ‘periodismo cívico’. Rosen explicaba la génesis del movimiento enraizándola con lo ocurrido desde el caso Watergate en adelante: un culto a la rudeza se había instalado entre los periodistas, en parte debido a la gran cantidad de engaños y mentiras que venían desde los funcionarios públicos. Los periodistas tuvieron que armarse de acero para su batalla contra quienes ensombrecían la verdad, le ponían muros y la sentimentalizaban. El culto no imponía penalidades a los pares que desconfiaban demasiado o agredían en forma exagerada, y al mismo tiempo garantizaba censura inmediata a quien pareciera ser muy suave. (Rosen 1999:34-35)

Sin embargo, lo que en estricto rigor podía ser favorable a un ‘cuarto poder’ que equilibrara las cosas con el gobierno, en la práctica se trataba de un poder coptado. Scott dice que antes de la aparición de internet, la fe pública que fusionaba el periodismo con los fundamentos constitucionales de la democracia estadounidense había sido mutilada “para sintonizar mejor las noticias al mercado comercial” (2005:91). La prensa de calidad no se salvaba. Ella había “entregado el mando, y producido periodismo de calidad sólo si calza con un grupo de consumidores de quienes se puedan extraer ganancias, y se quede dentro de los límites de crítica

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prescriptos por las clases políticas dominantes” (Scott 2005:91). Scott no niega que existieran los buenos periodistas y el buen periodismo, pero lo hacen dentro de un sistema de cálculo de mercado que los tolera y explota sin un compromiso de base con los principios de equidad social que tan ostensiblemente declaran […] En términos simples, es la diferencia entre servir al público a como dé lugar, y servir al público mientras arroje ganancias y promesas de arrojar más ganancias. (2005:91)

Mientras formaba parte del cuerpo académico de la Escuela de Periodismo de Columbia, Carey era profundamente crítico del estado de la profesión: “Es, sobre todo, un periodismo que se justifica a sí mismo en el nombre del público, pero en el cual el público no juega rol alguno, excepto el de audiencia; es un receptáculo para ser informado por expertos y una excusa para la práctica de la publicidad” (Carey 1993:12). Así, no era extraño que Carey abrazara con entusiasmo la idea del periodismo público: se trataba de una respuesta concreta y práctica y llevada a cabo por periodistas en ejercicio. Jay Rosen tampoco había sido reportero, pero su idea encontró inesperados aliados entre periodistas en ejercicio que hallaban que su trabajo carecía de sentido. ¿Qué es lo que hace que una democracia funcione y qué se le debe pedir a la prensa?, preguntaba Rosen (1999). No hay una sola respuesta, pero sí una actitud: los periodistas no pueden ser meros espectadores de la sociedad en la que viven: su trabajo es mejorarla. Si el periodista no era un simple transmisor de información, sino un agente fundamental en el mejoramiento de la vida cívica de su país, el periodismo público era una manera de reconectar a los ciudadanos con sus medios de comunicación. Al menos para comienzos de la década del 2000 ya había algunas iniciativas de periodismo público. En la ciudad de Filadelfia, para una elección de alcalde, el diario Philadelphia Enquirer pasó varios meses conversando con ciudadanos comunes y corrientes antes de decidir cómo establecer su pauta de noticias. Pero volvamos por un momento a la sala de clases de “Asuntos críticos en el periodismo”. Supongo que Isaacs y Carey eran amigos y se respetaban, pero no podían evitar lanzarse pullas y chistes en clases, ridiculizar sus respectivas posiciones y hasta mofarse de sus respectivos físicos. En aquel tiempo –yo había ejercido la edición periodística en Chile— me sentía más cerca del sentido práctico de las posiciones de Isaacs. Suponía yo que los periodistas sabíamos más que el público al que servíamos porque para eso nos pagaban, eso habíamos estudiado y en eso trabajábamos duramente todos los días. En mi experiencia, que las audiencias quisieran influir en la agenda de los medios se traducía en llamaditos telefónicos de

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agencias de relaciones públicas para poner ‘una notita’ en el diario sobre su cliente, o en llamados de gente que sostenía que uno, más que decir aquello que con sus humildes capacidades había logrado reportear, debía cuidar el honor de las personas y, en el caso necesario, callar.9 Carey se preocupaba mucho de dejar en claro que el periodismo público era, justamente, lo contrario: se trataba de llegar a las raíces de la sociedad, no a los intermediarios. Pero no había toneladas de ejemplos prácticos –ni siquiera en Estados Unidos– para poder defender con fuerza la idea. La tradición periodística de la que descendía Isaacs provenía de las ideas del académico Walter Lippman, que al darse cuenta del grado de propaganda usado por el gobierno en la Primera Guerra Mundial, propuso que una manera sana de salvaguardar la democracia era que la conformación de la opinión pública quedara en manos de profesionales no partisanos, pero aguerridos y neutros; supuestamente objetivos: los periodistas (Carey 1989a). Sin embargo, era evidente que tanto entre los periodistas como entre los teóricos la idea de Lippman estaba un tanto oxidada. Quien vendría en el rescate intelectual de ella sería Carey. Carey había leído la correspondencia entre Lippman y otro teórico de la comunicación, John Dewey, sociólogo de la escuela de Chicago, que en los años veinte debatía con Lippman respecto de cómo y quién debía conformar la opinión pública. Él reparaba en una característica de la comunicación que era pasada por alto por prácticamente todos los teóricos, incluido Lippman: que ella es la manera en que los humanos poseemos las cosas que tenemos en común: el fundamento de nuestra vida comunitaria (Carey 1989a). La idea de que la comunicación era algo más que simple transmisión de ideas no era algo propio de la tradición sociológica de Estados Unidos. Uno de los aportes más reconocidos de Carey es haber definido la ‘visión’ de la comunicación imperante (la bautizó como ‘la visión de transmisión’) y haberle opuesto una visión basada en Dewey, pero también en múltiples fuentes (Carey 1989b)10 que no encontraba en su propio país, pero sobre todo en McLuhan, que también reafirmaba la idea de que la comunicación era más bien una experiencia vital que procesos cognitivos,

En la Constitución chilena, el derecho a la honra de las personas goza de igual rango que el de la libertad de expresión. En Estados Unidos, la primera enmienda de la Constitución consagra a la libertad de expresión como derecho superlativo. 10 “Pero hacia dónde uno se dirige”, se pregunta Carey, “aun en forma provisional, para (encontrar) los recursos con los cuales obtener una perspectiva fresca de la comunicación? Yo, al menos, encontré los recursos al retroceder a las obras de Weber, Durkheim, de Toqueville y Huizinga, así como también en contemporáneos como Keneth Burke, Hugh Duncan, Adolph Portman, Thoman Kuhn, Peter Berger y Clifford Geertz”. Casi no hay estadounidenses en la lista, lo que es el sello de Carey: él es el gran importador de los estudios culturales a Estados Unidos (Carey 1989b:23). 9

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“especialmente en asuntos colectivos de medios de comunicación y tecnología, en los que el individuo es casi inevitablemente inconsciente de sus efectos sobre él” (McLuhan 1994:318). A este punto de vista Carey lo llamó ‘visión ritual’ de la comunicación. La visión de transmisión definía a la comunicación como un movimiento en el espacio para propósitos de control y hegemonía, que tenía sus raíces en las ambiciones religiosas evangelizadoras de los primeros colonos ingleses en la Norteamérica virgen y pagana; pero “una visión ritual de la comunicación no intenta extender mensajes en el espacio, sino mantener a la sociedad en el tiempo; no es el acto de impartir información, sino de representar creencias comunes” (Carey 1989b:18). Carey sostenía que la visión ritual no se preocupaba demasiado de qué tan original o inteligente era la transmisión, sino que se enfocaba en qué tan eficiente era ella para la “construcción y mantención de un mundo cultural ordenado y significativo, que pudiera servir como controlador y contenedor de la acción humana” (1989b:18-19). Así, para Carey, el salto de esta visión al periodismo estaba claro: La visión ritual de la comunicación se enfocará en un diferente rango de problemas al analizar un diario. Considerará, por ejemplo, que leer un diario no es tanto enviar o conseguir información sino es más como participar en una misa: una situación en la que no se aprende nada nuevo, pero en la cual una visión particular del mundo se representa y confirma. La lectura de noticias, y su escritura, es un acto ritual; más aún: dramático. Lo que se presenta al lector no es información pura sino un cuadro de las fuerzas en conflicto en el mundo. Es más: a medida que los lectores avanzan en el periódico, se involucran en un continuo cambio de roles o de foco dramático. Una historia sobre crisis monetaria los identificará como patriotas estadounidenses que luchan contra enemigos antiguos: Alemania o Japón; una sobre un encuentro político de mujeres los llevará a ser partidarios o contrarios al movimiento de liberación; un relato de violencia en el campus evoca antagonismos y resentimientos de clase. El modelo no es de adquisición de información, aunque esa adquisición ocurre, sino de acción dramática, en la cual el lector se une a un mundo de fuerzas en conflicto como público en una obra. No encontramos preguntas sobre el efecto o las funciones de los mensajes como tales, sino el rol de la presentación y el involucramiento en la estructuración de la vida y tiempo del lector. Reconocemos, tal como en los ritos religiosos, que las noticias cambian poco, y aun así son intrínsicamente satisfactorias; realizan pocas funciones pero se consumen

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en forma habitual. Los diarios no operan como fuente de efectos o funciones, sino como presentaciones dramáticamente satisfactorias, lo que no equivale a decir placenteras, de lo que es el mundo en su raíz. Es en este rol –texto– que el diario se ve: como una pelea de gallos balinesa, una novela de Dickens, un drama isabelino, una protesta estudiantil; es una presentación de la realidad que le da a la vida una forma, orden y tono general. (Carey 1989b:20-21)

Varela (2008) levanta la teoría de la visión ritual de Carey como uno de los sustentos de la muerte de los medios tal y como los conocemos: “El periodismo como arte y escenario democrático. Un día liderado por editores dispuestos a representar ese rol social. Hoy la tecnología, las nuevas formas de distribución y comercialización permiten convertir esa rentabilidad y participación social en nuevos modelos de negocio”. Carey murió en 2006. No conoció la proliferación de los blogs, de Twitter y de Facebook. No conoció gran parte de lo que aparentemente reivindica la visión ritual de la comunicación y de alguna manera supera lo que planteaba el periodismo público. ¿Qué diría de todo esto?

3. Las historias descritas al comienzo de este artículo de alguna manera reivindican una idea que parece nueva: armados de una ardiente tecnología, entraremos en las espléndidas ciudades. Los ejemplos están a la vista: es el uso de tecnologías contemporáneas el que hace posible que ciudadanos asuman el rol que los medios perdieron. En Chile o en Túnez, personas que participan en la web social han asumido las características que el movimiento de periodismo público requería de los periodistas. Es más: gracias a la naturaleza de estas herramientas, los ciudadanos no sólo son actores políticos, sino comunicacionales. La obra de James W. Carey, sin embargo, nos lleva a un paradigma menos optimista en lo que se refiere a la promesa tecnológica. En rigor, antes de que internet se popularizara, Carey analizaba la relación entre tecnología e ideología. El nombre de uno de sus artículos seminales da cuenta de su posición: “El mito de la revolución electrónica”. En efecto, ‘mito’ y no ‘promesa’. ‘Mito’ y no ‘esperanza’. ‘Mito’ y no ‘optimismo’. Porque antes de la revolución digital vino la revolución electrónica, y antes de ella, la industrial, y antes de ella, la agrícola. Todas formularon una promesa de futuro esplendor.

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En “El mito de la revolución electrónica” (escrito junto a John Quirk), Carey hace un análisis histórico de los rostros que la promesa de democracia, prosperidad y felicidad tomó en el imaginario de Estados Unidos del siglo XIX. Recuerda que fue Condorcet quien pronosticó que ‘América’ (es decir, Estados Unidos) doblaría el progreso de la raza humana, ya que estaba convenientemente aislada de los problemas y del caos político de Europa. Las virtudes rústicas del país, entonces agrario, se mezclarían armónicamente con la entonces floreciente industria. Las ideas de Condorcet convencieron a Thomas Jefferson, uno de los ‘padres fundadores’, de aceptar el programa de fomento industrial que proponía Hamilton, otro de los padres fundadores. Así, relata Carey, Jefferson diferenciaba entre “las grandes ciudades de los viejos países […] [donde] la necesidad de comida y abrigo ha traído una depravación de lo moral, dependencia y corrupción” y “América, donde los manufactureros (industriales) están muy cómodos, tan independientes y morales como nuestros habitantes agrícolas, y continuarán así mientras existan tierras vacantes a las que puedan recurrir” (Carey y Quirk 1989a:119).11 La ‘fe’ se depositaba en ciertas tecnologías clave de la época, y sobre todo en una: la imprenta. Carey recuerda que Jefferson igualaba esta tecnología a la protección de los derechos de una prensa libre, y con ella, al alfabetismo y la libertad. La siguiente tecnología ‘estrella’ fue el vapor, dada su capacidad de “unir el continente por vías férreas y marítimas, y crear nuevos vínculos comerciales” (Carey y Quirk 1989a:120). Sin embargo, los autores señalan que ninguna de estas tecnologías salvó al país de la guerra civil; es más: se puso en peligro incluso la idea más importante de todas: que una democracia continental era posible. En la posguerra, las ciudades americanas se convirtieron en páramos industriales, conflictos de clase y raza eran características de la vida cotidiana, la estabilidad económica era continuamente interrumpida con recesiones y el campo fue devastado y herido por las vías férreas, las minas de carbón y hierro y la tala de bosques. (Carey y Quirk 1989a:120-121)

Y luego vino la gran promesa de la electricidad. Había una tecnología industrial que era mejor que la mecánica: el flujo de electrones:

Desde luego, esas ‘tierras vacantes’ estaban ocupadas en realidad por indígenas. Desde el punto de vista de Carey, esto es una confirmación del control sobre el espacio que ejercían los estadounidenses con motivos primero religiosos y luego, una propagación de tipo religiosa de la nueva ideología industrial.

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La electricidad prometía, o así parecía, la misma libertad, descentralización, armonía ecológica y comunidad democrática hasta entonces garantizadas, pero no entregadas, por la mecanización. Sin embargo, la electricidad prometía también el mismo poder, productividad y expansión económica previamente garantizados y entregados por la industrialización mecánica. (Carey y Quirk 1989a:123)

La promesa, formulada aproximadamente en la época del nacimiento del telégrafo, se acaba con la gran crisis económica de 1929 y las guerras mundiales.12 Las palabras de Carey y de Quirk fueron escritas antes del año 2000 y recogen demostraciones del elán del cambio de milenio. “A medida que nos acercamos al fin del siglo veinte”, sostienen los autores, “somos testigos de otra profecía […] puntualizada en sofisticadas proyecciones del año 2000, humanidad 2000 y anuncios de una ‘revolución electrónica’” (Carey y Quirk 1989a:113). Sin embargo, notan que el presente no es algo nuevo: La mentalidad futurista tiene mucho en común con el paisaje de la revolución industrial, que fue anunciada por los filósofos de la Ilustración como el vehículo de progreso general, moral y material […]. Un cada vez más prevalente y popular tipo de ethos futurista es aquel que identifica la electricidad y el poder eléctrico, la electrónica y la cibernética, los computadores y la información, con un nuevo nacimiento de la comunidad, la descentralización, el equilibrio ecológico y la armonía social. (Carey y Quirk 1989a:114)13

Carey demuestra que no hay que esperar demasiado para ver el resultado de esta promesa: El nuevo glamour de alta tecnología se afirma en la electrónica, computadores, comunicaciones, robótica e ingeniería genética que parecen dar una oferta infinita, promete en todas partes proveer una cornucopia de empleos, mercados y productos; rejuvenecer economías enfermas, refundar universidades en decadencia, dar trabajo a los cesantes, ofrecer vastas y nuevas oportunidades a la nueva fuerza laboral, producir armonía ambiental en la medida que [mejor] tecnología reemplace a las chime En su obra, Carey cita, como demostraciones de una actitud positiva ante las nuevas tecnologías, los trabajos de Emerson y Henry Charles Carey. Como voces disonantes, entre otros, cita las obras de Jakob Burkhardt, Anatole France y Samuel Clemmens, también conocido como Mark Twain. 13 Como voceros de esta idea, Carey apunta, entre otros, a McLuhan, Toffler y Brzezinski. 12

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neas de [aquella que es peor], e incluso eliminar, a través de la amistad con el usuario, la última alienación y extrañeza entre las personas y sus máquinas. Esa fe, sin embargo, contrasta agudamente con desarrollos en la electricidad y la electrónica de las últimas décadas […]. El uso de la tecnología electrónica ha estado inclinado hacia una centralización del poder en centros de computación y mallas de energía […]. Incluso más: la ‘sociedad electrónica’ se ha caracterizado por contaminación termal y atmosférica para generar electricidad, y por la erosión de las culturas regionales por la TV y las cadenas radiales cuyos programas se enfocan en acentos únicos regionales y coberturas estándar a expensas de intereses y lenguajes locales. (Carey y Quirk 1989a:116-117)

Lo que se esboza en “El mito de la revolución electrónica” con respecto a la tecnologías de la información, en el artículo “La historia del futuro” adquiere un sentido aún más político. Es evidente para Carey que siempre que el futuro falla se hace “un llamado a un nuevo futuro que (parche) los errores de las predicciones anteriores” (Carey y Quirk 1989b:178), y que “a pesar del manifiesto fracaso de la tecnología para resolver asuntos sociales graves en el último siglo, los intelectuales contemporáneos siguen hallando potencial revolucionario en los últimos adminículos tecnológicos que son retratados como fuerzas fuera de la historia y la política” (Carey y Quirk 1989b:191). Pero esta promesa se repite cada vez arropada de una suerte de investidura moral, de modo que es más fácil confiar que no confiar en ella. Se podría decir, por ejemplo, que la web social e internet han contribuido a empoderar a los ciudadanos porque han permitido el libre flujo de un conocimiento antes vicarizado por los medios de comunicación. Mal que mal, los propios futuristas, aseguran los autores, se encargan de repetir que ‘conocimiento es poder’. Sin embargo, se preguntan –asumiendo que se trata de un conocimiento significativo y relevante, lo que no siempre ocurre– qué tipo de conocimiento es el que está monopolizado y será en el futuro repartido generosamente al público. Porque “los modernos entusiastas de la computación” (Carey y Quirk 1989b:194) están prestos a compartir el monopolio sobre los datos y la información factual (el primer tipo de conocimiento que el artículo distingue). A lo que no están dispuestos a renunciar tan prestos es a la completa visión tecnocrática del mundo que determina lo que califica como un hecho aceptable o valioso. Lo que monopolizan no es el corpus de datos mismo, sino el modo de pensamiento aprobado, certificado, sancionado

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y oficial, en verdad la definición de aquello que significa ser razonable. (Carey y Quirk 1989b:194)

Aunque a algunos oídos esto puede sonar algo paranoico, la afirmación constituye algo central en el pensamiento de Carey. La promesa de futuro –de la que la tecnología digital es parte– siempre se presenta como ‘apolítica’, pues es la política la ‘causa’ de los males de los distintos presentes que la promesa ha intentado superar. Sin embargo, en particular la tecnología digital tiene en sí un matiz de exclusión: el público puede acceder a los datos, mas no puede diseñar, administrar, innovar en las plataformas a la que esos datos llegan. Y esto, sostienen Carey y Quirk, se debe a un error acaso demasiado común: la confusión entre conocimiento e información, generalmente considerados sinónimos, porque se asume que la realidad consiste en datos y pedazos de información que se pueden registrar y almacenar. Pero el conocimiento es paradigmático: en la experiencia humana no aparece como simple dato. “No hay tal cosa como ‘información’ sobre el mundo privada de sistemas conceptuales que crean y definen el mundo en el acto de descubrirlo” (Carey y Quirk 1989b:195). Los sistemas binarios, que son la lingua franca de la ciencia moderna, de alguna manera definen la realidad sobre la que se mueven los datos. Entonces, ¿se trata de una trampa? Quienes twittean para detener la construcción de centrales a carbón, o quienes actualizan sus perfiles en Facebook para llamar a una demostración callejera que eventualmente derribe a un dictador, ¿están siendo engañados? ¿Cuál es el engaño? ¿Qué trampa están poniendo estas herramientas? Acaso lo importante aquí es volver a la advertencia que hacen Carey y Quirk sobre el discurso optimista sobre el futuro. “A lo que nos hemos estado refiriendo aquí”, señalan, “es a algo que podría ser llamado el ‘espejismo futurístico’: la ilusión de un futuro […] el futuro es concebido como un agente activo que llega al presente y al pasado desde su propia y superior posición estratégica y […] inevitablemente removiendo obstáculos a previos encuentros fallidos con el destino” (Carey y Quirk 1989b:196). Los ejemplos con que partió este artículo ilustran en relación a las tecnologías de información como herramientas de promoción del poder de los ciudadanos, pero no sirven para sacar conclusiones respecto de que ellas efectivamente brinden ese poder. Tampoco podemos afirmar que han establecido, de manera sistemática y constante, una relación de equilibrio entre ciudadanos con acceso a tecnologías digitales y medios de comunicación. Si bien el proyecto de la central térmica de Barrancones fue archivado, en 2011 se supo de la aprobación de otra central térmica en una zona cercana, sin que los ciudadanos se hayan congregado de nuevo a través

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de web social para protestar. El registro mundial de acción ciudadana promovida a través de web social tampoco parece inclinarse en forma decisiva a favor de los ciudadanos: es verdad que tras el atentado contra un tren de pasajeros en la estación de Atocha en Madrid en 2004, una multitud se congregó en las calles a través de mensajes de texto para protestar contra el entonces presidente José María Aznar, que había responsabilizado del atentado a la ETA en circunstancias que fueron extremistas islámicos: el partido de Aznar perdió luego una elección que parecía ganada. Sin embargo, los mensajes de texto, los blogs y las redes sociales no impidieron que los gobiernos de Irán en 2009 y Tailandia en 2010 aniquilaran a quienes se congregaron –utilizando redes sociales– para protestar (Shirky 2011). Aunque era un escéptico con respecto al poder liberador de la tecnología, no se puede decir que Carey fuera un descreído con respecto al periodismo. Y no solamente con respecto al periodismo público, que de alguna manera era un experimento al que le tenía consideración, sino al periodismo a secas, al que el profesor Isaacs practicó durante décadas. En el curso de “Asuntos críticos en el periodismo”, Carey usaba la metáfora de la fogata de campamento para referirse a la esencia del periodismo. La disciplina, para él, empezaba en una conversación cuyo símil más cercano era el de la fogata: allí donde se le cuentan historias a otro. “La conversación no sólo forma opiniones”, decía él. “Recordamos mejor las cosas que decimos […] en respuesta a alguien más con quien nos comprometemos. Hablar es el camino más seguro para recordar y conocer lo que pensamos” (Carey 1995:391). Por último, copio más abajo algunas palabras de Carey que corresponden a una entrevista que sostuvo en 1991. Creo que sus respuestas hablan por sí solas e ilustran el principal aspecto que él reivindica para la vida social. Ciertamente, no es la tecnología digital: ENTREVISTADOR: Estamos llegando al final de esta entrevista, y me pregunto si tiene usted alguna reflexión final con respecto a la vida que ha vivido y a las cosas que ha escrito. CAREY: No tengo reflexiones finales. Todo el tiempo cito estas maravillosas palabras de Keneth Burke: “La vida es una conversación. Cuando entramos, ya está ocurriendo. Tratamos de seguir el vuelo de ella. Salimos antes de que se termine”. La primera lección que un pragmático aprende es que en la hora de nuestra muerte reescribimos nuestra biografía por última vez. Y entonces, una hora después de que morimos, alguien más la vuelve a escribir por nosotros: nuestros hijos, esposas, amigos. “¿Recuerdas cómo era? ¿Qué decía? ¿Qué hizo?” Así que, en ese sentido, la

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vida es una conversación que continúa constantemente. […] Nadie tiene la última palabra. No hay últimas reflexiones. No hay un final para la conversación. (Clark 2006) Recibido marzo 2011 Aceptado marzo 2011

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