«Femme forte» y emblema dramático: la Jezabel de Tirso y la Semíramis de Calderón

«Femme forte» y emblema dramático: la Jezabel de Tirso y la Semíramis de Calderón Riña Walthaus El topos del poder femenino, que al invertir la jera

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«Femme forte» y emblema dramático: la Jezabel de Tirso y la Semíramis de Calderón

Riña Walthaus

El topos del poder femenino, que al invertir la jerarquía sexual tradicional se relaciona claramente con el topos del mundo al revés, ha apelado siempre a la imaginación, por su carácter carnavalesco y por ser una anomalía fascinante. En el Siglo de Oro varios factores estimularon la popularidad del tema en el teatro. En primer lugar, la «querelle des femmes» medieval se reanuda y se intensifica en el Renacimiento. En todo el período premoderno los vituperios y las alabanzas del sexo femenino se alternan y se completan, reflejando así no sólo las complejas posiciones masculinas con respecto al «Otro» femenino, sino también las ideas y preocupaciones - a veces contradictoriasque vivían en el imaginario colectivo. El ideal femenino que propaga la Contrarreforma es, también, el de la mujer fuerte; pero, por supuesto, no se trata de la mujer dominadora y agresiva, sino de la mujer fuerte que conviene al orden patriarcal de aquel período: la mujer virtuosa y laboriosa, que aplica su fortaleza en la defensa de su casta virtud y como ama de casa. El versículo de los Proverbios bíblicos «Mulierem fortem quis inveniet?» (Prov. 31:10, según la traducción de la Vulgata) es punto de partida para Fray Luis al principio de su Perfecta casada y le proporciona a Calderón el título de un auto ¿Quién hallará mujer fuerte? Para la Contrarreforma la mujer fuerte por excelencia es la Virgen Inmaculada, que vence a la serpiente o al dragón del mal1. Al nivel de las mujeres comunes la fortaleza equivale a la constancia estoica en la virtud y la castidad y es ésta la lección que suelen predicar Fray Luis y otros moralistas a través de los ejemplos de famosas mujeres fuertes del pasado. Un importante factor distinto que no menos habrá estimulado la fascinación por la mujer fuerte o varonil en el Siglo de Oro lo ofrece la actualidad política europea. En los albores de la época moderna varias muj eres consiguieron desempeñar un importante papel político, a menudo actuando desde un circuito informal, como reina consorte del rey, como cortesana, favorita o «maitresse» famosa e influyente, como mujer poderosa en la sombra2, y a veces funcionando como reina o regenta gobernante con todo el poder

Mayberry, Nancy K., «The «strong woman» in Calderón's autos: The Exegetical and Iconographic Tradition of the Virgin Immaculate», en Bulletin of the Comediantes, 49, 1997, 307-318. «En la sombra, disfrazando públicamente sus actos, cuidando siempre de ocultarse, reinas, cortesanas y favoritas definieron cada una un estilo particular. Aprovecharon el lugar que les concedían su boda o su nacimiento, intervinieron y contribuyeron a alentar la actuación política de las mujeres» (Zemon Davis, Natalie, «Mujeres y política», en Historia de las mujeres. Del Renacimiento a la Edad

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oficial en sus manos. Los vivos ejemplos que ofrecía la actualidad política desde finales del siglo XV (como Isabel la Católica, Isabel I de Inglaterra, María Estuarda de Escocia, Catalina de Médicis, María de Médicis y Ana de Austria en Francia, Cristina de Suecia) apelaban a la imaginación artística y literaria. Es de notar que Ana de Austria, hija mayor de Felipe III de España y casada con Luis XIII de Francia, llegó a ser allí la personificación de la mujer fuerte y durante su regencia (1643-1652) se publicaron obras como la Femme hero'ique de Du Bosc, y Gallerie des femmes fortes de Le Moyne3. Fundándose en la larga y variada tradición literaria, folklórica e iconográfica de la mujer dominadora, estos casos de la realidad política europea sin duda habrán estimulado también, entre dramaturgos y público del Siglo de Oro, la popularidad del tema de la mujer fuerte y la mujer varonil, con todos sus amplios atractivos teatrales para el público (tanto masculino como femenino) y con toda su carga provocativa o erótica. Además de la literatura y los ejemplos de la vida real, cabe tener en cuenta la presencia de una amplia tradición iconográfica (grabados, emblemas, pinturas, esculturas) donde la mujer fuerte aparece como personificación alegórica de una fuerza espiritual, como la Justitia, Prudentia, Fortitudo, Constantia, Castitas etc. Buen ejemplo es el emblema XXII «Custodiendas virgines» de Alciati; también la Iconología de Cesare Ripa difunde tales imágenes. En estaspicturae la fortaleza espiritual es materializada en una fortaleza física femenina que se manifiesta en el cuerpo mismo, su actitud y/o sus atributos. Aunque funciona como alegoría de valores morales tradicionales, la representación misma de tal fuerza y autonomía física femeninas desafía, a nivel visual, la norma femenina convencional (según la cual la mujer es un ser débil y sumiso) y contribuye a la difusión de la imagen de la mujer fuerte e independiente en el imaginario colectivo. Representando virtudes y fuerzas espirituales positivas tales mujeres fuertes se conforman a la moral e ideología oficiales. Algo más problemáticas tal vez son las heroínas castas y virtuosas que no se arredran ante el acto atroz del homicidio si el caso lo requiere; la tradición bíblica presenta famosos ejemplos de tales mujeres fuertes como Judit y Jael. Pero también se da el caso - y la mitología y la tradición literaria bien lo demuestran- de que la fortaleza física y mental femenina se une al vicio, a la depravación moral, a la agresión y la perversión sexual, llegando a ser un verdadero peligro para el orden patriarcal. Tales mujeres fuertes, subversivas, que no corresponden en absoluto al ideal de mujer fuerte propagado por la Contrarreforma, no dejan de fascinar al dramaturgo y su público. En el presente trabajo me concentraré en la representación visual y emblemática de dos mujeres fuertes del último tipo (negativo)

Moderna, dir. por Georges Duby y Michelle Perrot, trad. de Marco Aurelio Galmarini, Madrid, Tauras, 1993,211). Véase también el interesante estudio de Magdalena S. Sánchez, The Empress, the Queen and the Nun. Women and Power at the Court of Philip IlIofSpain, Baltimore, Londres, The John Hopkins University Press, 1998. Sobre Ana de Austria y estas obras francesas ver Ian MacLean, Woman Triumphant. Feminism in French Literature 1610-1652, Oxford, Clarendon Press, 1977, 79 ss.

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en la comedia áurea: la Jezabel de La mujer que manda en casa de Tirso de Molina y la Semíramis de La hija del aire de Calderón4. La mujer que manda en casa fue compuesta en los años 1621-1625, según las teorías de Ruth Kennedy y Dawn Smith, que rectificaron la fecha de 1611-1612 propuesta por Blanca de los Ríos en su edición de las obras dramáticas de Tirso5. La obra fue impresa en la Quarta Parte de las comedias de Tirso, en Madrid, 1635. Dramatiza la historia de Jezabel y Acab, reyes de Israel que pisotearon las leyes de Dios y se hicieron odiados por su maldad e impiedad depravada, según se narra en los libros tercero y cuarto de los Reyes bíblicos. Muerto el rey, Jezabel reina sola como tirana impía, cruel y lasciva. La Hija del Aire de Calderón es una dramatización de la famosa leyenda clásica de Semíramis, que llega a ser esposa del rey Niño de Asiría y que, después de la muerte de éste, reina sola, realizando grandes triunfos militares y políticos. Además, adopta la identidad de su hijo para mantener el poder. La Hija del Aire consta de dos partes estrechamente relacionadas: la Primera Parte gira en torno al ascenso político de Semiramis, quien, abandonando a Menón y casándose con el rey Niño, llega a ser reina de Asiría; la Segunda Parte presenta la caída de Semíramis, que muere como víctima de su propia ambición6. Ambas partes fueron representadas en 1653 en el Palacio Real de Madrid7. Ambas obras enseñan los altibajos de la Fortuna. Varios personajes secundarios (como Nabot y Raquel en La mujer que manda en casa y como Menón, Niño, Licas y Friso en La hija del aire) experimentan las caprichosas consecuencias de las vueltas de la rueda de la Fortuna. Pero Jezabel y Semíramis, quienes a menudo son las que

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Me sirvo de las siguientes ediciones: Tirso de Molina, La mujer que manda en casa, ed. de Dawn L. Smith, Londres, Tatnesis, 1984. Calderón de la Barca, La hija del aire, ed. de Gwynne Edwards, Londres, Tamesis, 1970. Ibid., La hija del aire, ed. de Francisco Ruiz Ramón, Madrid, Cátedra, 1987 (las citas en el presente estudio corresponden a la edición de Ruiz Ramón). 5 Sobre la fecha de la obra y su correspondiente mensaje político véanse Tirso de Molina. Obras dramáticas completas, vol. I, ed. de Blanca de los Ríos, Madrid, Aguilar, 1946, 567-585. Ruth L. Kennedy, «La prudencia en la mujer and the ambient that brought it forth», en Publications of the Modern Language Association, LXIII, 1948, 1131-1190. «On the date of five plays by Tirso», Hispanic Review, X, 1942, 183-214 y «Studies for the chronology of Tirso's Theatre», Hispanic Review, XI, 1943, 17-46. Manuel Delgado, «Sentido político y moral de La mujer que manda en casa», en Cuadernos Hispanoamericanos, 385,1982,109-121. Además, como estudio más general del tema de la dimensión política en la obra de Tirso: Ignacio Arellano, «La maquina del poder en el teatro de Tirso de Molina», Crítica Hispánica, 16, 1994, 59-84. Otros aspectos de esta comedia tirsiana se estudian en Carolyn F. Smith, «Dialectics of Tragicomedy in Tirso's La mujer que manda en casa», en Perspectivas de la comedia, ed. de Alva V. Ebersole, Valencia, Hispanófila, 1978,111-118. Dawn L. Smith, «Women and Men in a World Turned Upside-Down: an Approach to Three Plays by Tirso», Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, X, 1986,247-260. Jorge E. Sorensen y Robert L. Fiore, «La Jezabel de Tirso: reina astuta, mujer que manda en casa», Crítica Hispánica, 8, 1986, 73-88; véanse, además, los títulos mencionados en las notas 10, 12 y 14. 6 Para una bibliografía de La hija del aire véanse las ediciones citadas. 7 En cuanto al problema de la fecha de composición de la La hija del aire (entre 1635 y 1644 o poco antes de 1653) véase Francisco Ruiz Ramón, op.cit., 48-50.

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causan la gloria o la desgracia de los demás, tampoco escapan a la «ley» de la Fortuna, que suele hacer caer al que ha subido. Aunque pertenecen a mundos distintos, las historias legendarias de la Jezabel bíblica y la Semíramis clásica presentan claras semejanzas (al lado de diferencias) que justifican su comparación. Según la leyenda, ambas son mujeres de gran fuerza «viril», reinas poderosas que consiguen usurpar el poder supremo; ambas abusan del poder como tiranas; ambas pecan por altivez, ambición y una lascivia desorbitada; y, finalmente, ambas, después de gozar grandes glorias, se ven castigadas con la muerte. No es sorprendente, pues, que en los primeros versos de La mujer que manda en casa el rey Acab evoque la imagen de Semíramis para alabar a su esposa Jezabel, llamándola «Semíramis de Tiro». Esta comparación sirve para caracterizar a Jezabel, por medio de una imagen bien conocida, como mujer sumamente bella a la vez que fuerte y poderosa. Al mismo tiempo, sin embargo, la alusión puede sugerir al espectador enterado otras asociaciones menos positivas, que el dramaturgo dirige más bien directamente al público por encima del nivel de los personajes mismos: como Semíramis, Jezabel usurpará el poder, será tirana y terminará por verse castigada. En otro momento Jezabel misma se sirve del ejemplo de Semíramis y, además, según veremos, Tirso inserta en su drama una escena que se basa en un episodio de la leyenda de Semíramis. La fascinación y el gran poder que ejercen las dos mujeres fuertes tanto sobre los personajes dramáticos que se hallan en el escenario como sobre el espectador que las contempla, radica, más que en su fortaleza como tal, en lo paradójico de su persona. Es la inesperada unión de lo opuesto la que causa admiratio y fascinación: la paradoja de la fuerza viril incorporada en un cuerpo que se supone débil por ser femenino, y la paradoja del vicio incorporado en un cuerpo divinamente bello. Estas «femmes fortes» son compendios de lo femenino y lo masculino8; su varonilidad sólo es atractiva porque se halla en el cuerpo de una bella mujer. Se pondera la belleza de las dos protagonistas en términos superlativos y ambas no dejan de ser así, de forma convencional, icono de adoración y objeto pasivo del deseo masculino. A la vez, sin embargo, Jezabel y Semíramis, muestran un comportamiento enérgico, fuerte y agresivo adoptando actitudes, instintos y roles que convencionalmente se reservan al varón. Además, (la segunda paradoj a), la suma belleza de la protagonista no es síntoma de las tradicionales virtudes femeninas interiores (como pudor, recato, castidad, ternura, piedad, etc.), sino que cubre un carácter altivo, ambicioso y agresivo, e incluso, en el caso de Jezabel, de perversión sexual9.

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Para un análisis más detallado de este aspecto véase Susana Hernández-Araico, «La Semíramis calderoniana como compendio de estereotipos femeninos», Iberoromania, 22, 1985, 29-39. 9 Calderón reduce la lascivia legendaria de Semíramis a un deseo carnal que sólo se manifiesta de paso al final.

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Varios críticos han señalado la influencia de la emblemática en la obra dramática de Tirso y en la de Calderón10. Para La mujer que manda en casa Tirso puede haberse inspirado en un emblema sobre el tema incluido en Emblemas morales de Juan de Horozco y Covarrubias (publicado en Segovia, 1589): el quinto emblema del Libro III tiene como inscriptio «Haec cine Iezabel» y su pictura muestra tres canes devorando el cuerpo de Iezabel al pie de una torre de un castillo. El soneto de la subscriptio, sin embargo, expresa mayor piedad con el destino de Iezabel de la que se expresa en el drama de Tirso, y un comentario en prosa11. Además de esta inspiración emblemática hipotética, la comedia de Tirso ofrece, en la tercera jornada, una escena explícitamente emblemática: Jezabel, en un último intento de conseguir el amor de Nabot, avisa a éste por medio de unos emblemas (se habla de «geroglíficos», «insignias», «enigmas») indicándole de esta forma el destino que le espera según que obedezca o no a la reina. La acotación indica que «[Nabot] corre una cortina y sobre un bufete estarán tres fuentes de plata y en ellas lo que aquí se va diciendo»12. Es decir, las tres fuentes, con sus atributos respectivos (corona y cordel; espada y toca de mujer; piedras y licor sangriento) aparecen en un marco (la cortina de la «apariencia») como se suele enmarcar la pictura en los libros de emblemas. Las palabras con las que Nabot describe y explica lo que se ve, equivalen a la inscriptio y la subscriptio e incluyen un primer significado sugerido por Jezabel (unos consejos depravados) y una segunda interpretación inversa (lección moral edificante) que les da Nabot mismo. No obstante, siendo el drama el género más emblemático de la literatura, la influencia de la emblemática -arte de tanta difusión en aquella época- también puede manifestarse de forma más difusa y menos concreta, como han demostrado con mucho detalle Albrecht Schóne y Peter Daly13. Como observa éste: «The emblematic way of thinking and the emblematic method of composition are undoubtedly more important and more pervasive than the instances of exact parallels with emblem-books» (186). En La mujer que manda en casa y La hija del aire hay varias escenas en las que las dos protagonistas, en un espacio específico, aparecen como emblemas dramáticos: imagen y palabra ofrecen un mensaje visual-verbal cuyo significado no se reduce al contexto

10 Véanse por ejemplo Helga Bauer, Der Index Pictorius Calderóns, Hamburg, Cram, De Gruyter & Co, 1969, 190-215. Dawn L. Smith, «Tirso's Use of Emblems as a Technique of Representation in La mujer que manda en casa», Bulletin of the Comediantes, 37, 1985, 71-81. 11 Como observa Dawn L. Smith, «The subscriptio consists of a sonnet and prose disquisition, both of which stress the ubi sunt? theme and exhort the Christian to prepare his soul in life so that in death it may not be destroyed by the ravening dogs of hell». (Ibíd., 73). 12 Sobre las apariencias y el uso de cortinas en esta obra véase J.M. Ruano de la Haza, «La puesta en escena de La mujer que manda en casa», Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, X, 1986,235246. La dimensión escenográfica la estudia también Dawn L. Smith, «Stagecraft, Theme and Structure in Tirso's La mujer que manda en casa», Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, III, 1979,137160. 13 Schóne, Albrecht, Emblematik und Drama im Zeitalter des Barock, München, C.H.Beck'sche Verlagsbuchhandlung, 1968. Daly, Peter, Literature in the Light ofthe Emblem, Toronto, University ofToronto Press, 1979.

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dramático concreto (como escena dentro de una acción) sino que trasciende su significado sugiriendo una idea más amplia. La acción en el escenario, para decirlo así, «se congela» formando (con los personajes, el espacio que los envuelve, los accesorios escénicos) un tipo de tablean vivant o wa&pictura, que transmite a los ojos del espectador un significado más amplio, más profundo; el texto pronunciado por los personajes, como inscriptio y/o , explícita o sugiere ese sentido más trascendente. La Jezabel de La mujer que manda en casa se presenta como emblema de la altivez y de lascivia. La primera escena escenifica, desde el principio mismo, la altivez inabordable de la reina. Su carácter de «femme forte» se sugiere por las comparaciones con Semíramis y Belona, pero resalta aun más por su propia actitud en el escenario. Según la acotación -una acotación excepcionalmente detallada, por lo cual adquiere un significado especial- Jezabel se presenta, con los suyos, «en hábito de caza (...) con perros, ballestas y venablos». Mientras los perros ya anticipan el momento final de su horrenda muerte (donde será despedazada por los perros), todos estos atributos de la caza, acompañados de las palabras que Acab dirige a ella («divina cazadora»; «triunfos de fieras blasonéis», 67) pueden sugerir la imagen de la diosa Diana, en este caso no como diosa de la castidad (Jezabel será todo lo contrario), sino en su aspecto de autonomía física, de arrogante reserva femenina. La inasequibilidad de Jezabel, sugerida visualmente por su semejanza con la diosa de la caza, se concreta luego por su conducta de rechazo ante su esposo. Cuando el rey intenta besarle la mano, ella se la niega («Ni la mano, Rey, me pidas...»), un rechazo físico que sin duda va acompañado de un gesto correspondiente y que resalta tanto más por el contraste con la escena siguiente, donde los esposos Raquel y Nabot se saludan con todo calor y afecto marital, dándose los brazos. La primera escena concreta y visualiza así la arrogancia altanera de la protagonista. Otro elemento de la caza -el halcón que se ve en el brazo de Jezabel- también es signo icónico. Acab expresa envidia porque el ave se halla en el brazo de Jezabel, contacto físico que él apetece; a la vez, sin embargo, el halcón es, desde la tradición del amor cortés, conocido emblema de la pasión y de la audacia. Aunque en este momento todavía está bajo control, la ambición de Jezabel volará alto y acabará por caer. La altivez de Jezabel, visualizada así en el primer momento, se despliega en toda su envergadura en el resto de la obra, donde la protagonista actúa como verdadera tirana. La escena final donde queda castigada corresponde a la escena inicial (con una acotación igualmente detallada) invirtiendo ésta a la vez. Mientras que en la escena inicial Jezabel apareció como emblema de la altivez, en la escena final esta reina, ahora en el apogeo del poder, es derribada de su alto puesto. Y mientras que antes rechazó la mano del rey, al final es arrojada del balcón por la mano del gracioso (o sea, por la mano del bajo pueblo que ahora puede tocarla, derribarla y burlarse de ella); cae desde lo alto de la torre del palacio, donde es despedazada por los perros de la calle -perros que ya la acompañaban en la escena inicial. En la conclusión que se saca de esta escena cruel (y difícil de representar, por lo cual es presentada en parte como acción «dentro» y en parte por medio de la teicoscopia) se enfatiza sobre todo el sentido político: «quien

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reinare, no permita/que su muj er le gobierne/pues destruye honras y vidas/la muj er que manda en casa/como este ejemplo lo afirma.» La lascivia de la reina se visualiza también desde el principio, en una escena donde planea seducir y gozar a Nabot, por quien siente una pasión carnal sin límites. El espacio que elige Jezabel para la puesta en escena de su aventura erótica-el jardín del palacio- y su propia actitud constituyen un tablean y emblema de la voluptuosidad. El jardín se visualiza (decorado verbal) como un locus amoenus sensual, un verdadero jardín de delicias que -en contraste con el hortus conclusus simbólico- está abierto a Nabot y donde la reina se finge dormida para revelar de esta manera sus deseos adúlteros como si hablara en sueños14. En contraste con la escena inicial, es ahora Jezabel misma quien invita al contacto físico ordenando a Nabot que le bese la mano y le ofrece su cuerpo. Nabot, de su parte, al describir la belleza engañosa de la reina, sabe transmitir toda la carga erótica que irradia esta pictura; a la vez, sin embargo, enseña la verdad oculta señalando lo engañoso de la imagen. O sea, Nabot «lee» la pictura y rechaza la invitación sexual deshonesta que implica15. Una escena del acto III visualiza claramente cómo el sensualismo excesivo de la reina traspasa todo límite. Jezabel aparece en la intimidad del recinto femenino vistiéndose y peinándose ante un tocador y espejo. Esta escena recuerda un episodio de la leyenda de Semíramis, en el cual la reina de Babilonia -ya viuda- está peinándose, cuando le llega la noticia de que un ejército enemigo amenaza su ciudad; Semíramis entonces interrumpe el tocado, para lanzarse a la guerra jurando que no terminará el peinado antes de triunfar en la batalla (el episodio está incorporado tanto en La gran Semíramis de Virués como en La hija del aire de Calderón). La Jezabel de Tirso se presenta en una escena semejante, pero se comporta de modo muy distinto. El episodio caracteriza y visualiza a Jezabel no como una Semíramis varonil y guerrera, sino como una mujer excesivamente sensual, vana y narcisista. La reina se complace en cambiar su luto de viuda por un vestido bizarro, y en ponderar sus propias bellezas físicas, contemplándose al espejo. Con sus palabras «me contemplo/a locuras de Narciso» ofrece al espectador un tableau de autocomplacencia y narcisismo, un sugestivo emblema de la vanitas. El espejo, sin embargo, se transforma luego en símbolo de autoconocimiento mostrando a la reina la sombra de Nabot -asesinado por ella- y su propia muerte. Es un momento de autoconocimiento, en que Jezabel sufre los síntomas de la culpa. Pero sabe vencer estos breves y únicos sentimientos de debilidad. Viéndose amenazada por el ejército enemigo y vengador de Jehú (enviado por Dios), el último estratagema de la reina es otro intento de seducción femenina para salvarse la vida. Con

14 Sobre este motivo véase María del Pilar Palomo, «El estímulo erótico de la dama dormida (un tema recurrente en la obra de Tirso de Molina)», en Edad de Oro, IX, 1990, 221-230. 15 Otra escena que se desarrolla en el jardín (la escena de la segunda jornada, en la que Jezabel y Acab gozan un rico banquete) se presenta como otra «pictura» de la sensualidad representando el banquete de los sentidos.

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joyas y con las galas de su cuerpo se ofrece, desde la torre del palacio, a su enemigo Jehú, quien, sin embargo, la rechaza y da orden de arrojarla de la torre. En estas escenas y espacios de valor simbólico, Jezabel -mujer fuerte al lado de un esposo temoroso y abúlico- es presentada, a los ojos del espectador como emblema dramático de la altivez femenina, de la sensualidad lasciva y de la vanidad narcisista. Su castigo, según hemos visto, no es menos emblemático: una caída desde la torre al suelo, como una vertiginosa vuelta de la rueda de la Fortuna. La Semíramis de Calderón es una femme forte de dimensiones más trágicas que Jezabel. Está marcada por el signo de la violencia, a causa de factores que están fuera de su control: (a) es fruto de una violación sexual (su madre, una ninfa violada, mató a su violador y murió en el parto); (b) en Semíramis se combaten Venus y Diana: aquélla la favorece, pero ésta la odia; (c) un horóscopo violento y cruel condiciona su destino. Pero, además, es trágica porque ella misma vive y sufre la incompatibilidad de la paradoja que encarna. Varias escenas visualizan su naturaleza paradójica y centáurica, como mezcla de feminidad biológica e instintos y conducta viriles. Igual que en La mujer que manda en casa, las escenas iniciales de ambas partes de La hija del aire resultan claves emblemáticas al respecto. En la primera escena de la Primera Parte, Semíramis sale de su gruta, ofreciendo un aspecto fascinante: es unabelleza, pero vestida con toscas pieles; es mujer, pero de conducta violenta (amenaza romper la puerta y matarse); se muestra atraída por las trompetas y cajas -sonido de Marte- y, a la vez, por la suave música de amor: «que iguales/me arrancan del corazón/blandura y fiereza, agrado,/ira, lisonja y horror.» Venus y Marte se funden así en su mismo ser. Igual que Jezabel al principio de la obra de Tirso, Semíramis también manifiesta su orgullo o arrogancia en el pequeño detalle (visual) de un gesto de rechazo, con lo que proclama y sella su autonomía física. Cuando los soldados reciben la orden de llevarla a la gruta-cárcel, ella los detiene y los mantiene a distancia porque prefiere ir sola: «porque nadie me fuerce/voluntariamente voy/a sepultarme yo misma» (75). En la Primera Parte de La hija del aire Semíramis da claras muestras de ser mujer fuerte: con su fuerza física vence al caballo desbocado del rey Niño (emblema de la pasión del rey); con su fortaleza mental sabe aceptar las circunstancias y aprovecharse de ellas. No obstante, todavía está sujeta a las circunstancias y a otros más poderosos que ella. Lo que se destaca en esta Primera Parte es la belleza deslumbrante de Semíramis, «pintada» por Menón en un retrato verbal sugestivo. Es esta belleza física la que paraliza al hombre (primero a Menón, luego al rey Niño) que entonces pierde la razón por ella. Pero cabe destacar que Semíramis misma no parece muy consciente de esta arma seductora innata; a diferencia de Jezabel, Semíramis no explota sus encantos físicos como instrumento de seducción. Su vicio no es la vanidad femenina, sino su «altiva arrogancia» y ambición (que comparte con Jezabel) que no le permite aceptar como esposo al que es vasallo, incluso favorito, del rey. En la Segunda Parte de La hija del aire se intensifica lo paradójico y lo andrógino en la persona de Semíramis. La Segunda Parte abre con la escena -ya discutida en relación con Jezabel- en la que Semíramis, viuda, aparece vistiéndose y peinándose ante

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el espejo, cuando se ve interrumpida por una nueva guerra. En este espacio de mujeres (con espejo y almohadas) y actividades femeninas, no falta, sin embargo, el elemento viril y guerrero que siempre acompaña a esta reina: mientras una dama le trae el espejo, otra le trae una espada; e igual que al principio de la Primera Parte, la suave música de amor responde a la música ronca de cajas y trompetas militares. Cuando Lidoro le declara entonces la guerra, Semíramis, sin tardar más, sale a la batalla jurando que no terminará su peinado antes de triunfar, y así lo hace. A diferencia de Jezabel, quien en semej ante escena era emblema de narcisismo y vanitas, la escena calderoniana visualiza el carácter doble de Semíramis, quien, sin dejar de ser mujer femenina, es movida por instintos viriles dando la primacía a la batalla y la política. En esta Segunda Parte Semíramis repetidamente se presenta como mujer guerrera, mujer armada y desde el final de la segunda jornada como mujer vestida de hombre. Semíramis, además de ser así compendio de lo femenino y lo masculino, es también compendio de cualidades constructivas y destructivas. Como mujer gobernante y líder de su ejército demuestra claros dotes políticos y militares. Pero cuando pierde el mando, la reina es presa de rabia y sed de venganza. Desde entonces es presa de sus pasiones y se comporta como otra Jezabel: es tirana, cruel, y como dice «hidrópica de victorias». (310). El deseo sexual -vicio importante de la Semíramis legendaria, que llega incluso a un amor incestuoso- la atormenta también16, pero es un aspecto en el que Calderón no insiste demasiado. Al final Semíramis se ve castigada con la muerte. Igual que a Jezabel, la vemos, poco antes de morir, perseguida por la culpa y amenazada por las sombras de sus víctimas. En la última guerra que les toca como mujeres gobernantes se destaca la diferencia entre Jezabel y Semíramis. Mientras Jezabel -como encarnación de la lascivia y la seducción femenina- trata de salvarse la vida intentando seducir al enemigo ofreciéndole sus encantos físicos, la Semíramis calderoniana se lanza una vez más a la batalla para combatir al enemigo con toda fuerza y valor. La muerte consiguiente de Semíramis no es una muerte tan vil y horrenda como la de Jezabel: la «hija del aire», como muj er guerrera, muere en el campo de batalla, ambiente que tanto le corresponde. No obstante, su muerte no deja de ser emblemática: Semíramis sale cayendo, visualizando en una pictura su caída moral y política: «despeñada de alto puesto» (319). En ambas obras se presentan, como consortes de estas mujeres fuertes, unos reyes débiles, afeminados, abúlicos (Acab, Niño, Ninias). Esto no solo hace resaltar el carácter enérgico de la protagonista, sino que -más importante- posibilita la inversión de los papeles tradicionales de hombre y mujer, una inversión de género («gender»), cuya representación teatral recuerda los muchos grabados, emblemas y pinturas que en los siglos XV, XVI y XVII visualizaban el tema (Aristóteles y Phyllis, Hércules y Omfale, Marte y Venus, Sansón y Delila). Esta inversión de la jerarquía sexual y política tradicional conduce al desastre y queda criticada; en el desenlace se elimina

16 Sólo se expresa de paso (297,307). El incesto -que sí aparece en el drama de Virués- está ausente en la versión calderoniana.

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Riña Walthaus

el elemento subversivo, usurpador, tiránico y se restaura el orden «natural», en el que gobierna el varón legítimo. En resumen, la Jezabel de Tirso y la Semíramis de Calderón son «femmes fortes» «a la inversa», contrarias a la norma y al ideal de mujer de la que la Contrarreforma hace su bandera. No obstante, estas «femmes fortes» subversivas son fascinantes para el escenario barroco. Representando los «topoi» del poder femenino y del mundo al revés, ambas reinas, además de emitir un serio aviso político, satisfacen el gusto barroco por la anomalía, visualizando a la vez otra preocupación barroca: lo paradójico en la naturaleza y existencia humanas.

AISO. Actas V (1999). Rina WALTHAUS. «Femme forte» y emblema dramático: la Jezab...

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