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El francés en Quebec : 400 años de historia y de vida Primera parte - El francés: un estatus real (1608-1760) Epílogo: El sueño francés en América
EPÍLOGO El sueño francés en América 10. Sueño y realidad Fernand GRENIER El sueño es más poderoso que la realidad… es el alma de las cosas. (Anatole France, Thaïs) Se puede situar en 1624, en la época en que Richelieu es Primer Ministro de Luis XIII, la formulación explícita del sueño de un Imperio francés en América. Se habla entonces de una “Francia más grande por mar y más grande allende los mares”. El establecimiento de la Compañía de Nueva Francia, en abril de 1627, permite esperar un gran esfuerzo del Reino, tanto en el plano del comercio y de la industria como en el del asentamiento. En el transcurso del siglo siguiente, el comercio de las pieles adquiere ciertamente un desarrollo considerable pero la inmigración francesa apenas supera el promedio de 70 personas por año. Por eso, cuando el Tratado de París de 1763 confirma la caída definitiva del imperio, la población francófona de América es veinte veces inferior, en cantidad, a la de las colonias británicas cercanas. Como depositario de un sueño inacabado, el pueblo francófono, concentrado en el valle medio del San Lorenzo, pero ya ramificado por casi toda América septentrional, hereda el deber de continuidad particularmente difícil de asumir. Bajo el signo de la rivalidad anglofrancesa La explotación de la pesca es la primera causa de rivalidad anglofrancesa. Franceses y Vascos, a comienzos del siglo XVI y quizás antes, frecuentan el litoral de Terranova, las costas del golfo del San Lorenzo como así también las islas y las dos márgenes del estuario, al menos hasta la altura de Tadoussac. El bacalao y la ballena se habían transformado en productos esenciales en Europa; Acadia y las colonias inglesas prosiguen una rivalidad que se intensifica y se atenúa al ritmo de las guerras y de los tratados; los ingleses se apoderan de Port-Royal en cuatro oportunidades, entre 1613 y 1710. En cuanto a Nueva Francia, las pieles, en especial la de castor, constituyen el principal ingrediente de la actividad comercial. Permiten explicar, como así también la búsqueda del mar del oeste, la necesidad de explorar el continente y establecer puestos de comercio cerca de los lagos y en los puntos de confluencia de los grandes ríos. Las relaciones son particularmente arduas con ciertos grupos de iroqueses, solicitados por los holandeses y los ingleses con el fin de apoderarse del negocio de las pieles que los outaouais y los cris,
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proveedores de las preciosas pieles, consiguen abundantemente tierras adentro de los Grandes Lagos y del San Lorenzo. La posición estratégica de Quebec, en la cabecera de la red de las pieles, explica los numerosos asaltos de los cuales es víctima constantemente. A partir de 1628-1629, los hermanos Kirke obligan a Champlain a volver a Francia. El almirante Phipps, a su vez, se presenta frente a Quebec el 16 de octubre de 1690 pero, al cabo de ocho días, debe levar anclas debido a la actitud orgullosa del gobernador Frontenac y a la valentía de sus milicianos y soldados. Hacia fines del verano de 1711, la imponente flota de Walker naufraga en la isla aux Œufs, en el estuario del San Lorenzo. A pesar de haber sido salvada por el río y el invierno amenazante, Nueva Francia no ha terminado de sufrir. Efectivamente, la guerra no ha sido declarada aún en Europa, y los virginianos comandados por George Washington enfrentan a los franceses en 1754 en el valle del Ohio, vía estratégica entre el río San Lorenzo y la Luisiana. A pesar de algunos muy buenos triunfos militares franceses, el de Montcalm en Carillon, por ejemplo, la guerra declarada en 1756 llevará irremediablemente a la caída de Quebec en septiembre de 1759, y a la capitulación de Montreal en el verano siguiente. La desproporción entre las fuerzas militares en presencia, la extremada dispersión de los lugares que había que defender, la ayuda de Francia que no llegaba, o que llegaba demasiado tarde, todo eso explica la impotencia para resistir a los ingleses. La marcha hacia el Oeste americano Después de 1763, la situación geopolítica se modifica totalmente. Del Imperio francés americano no quedan más que algunas islas del Caribe y derechos de pesca alrededor de Terranova, principalmente en las islas Saint-Pierre y Miquelon. Las viejas rivalidades coloniales no se han extinguido, sin embargo, puesto que el acceso a las pieles y el control del Mississippi siguen oponiendo las antiguas colonias del este a la Province of Quebec, transformada en colonia inglesa, y a la Luisiana, colonia española. En el vasto interior continental, hay indios por todas partes pero también mestizos y canadienses, campesinos, restauradores, cazadores, viajeros. En 1836, en Astoria, Washington Irving podrá escribir que un “dialecto francés, bordado de frases inglesas y de palabras indígenas” sigue siendo la lengua de las pieles al oeste del lago Superior. Una persistencia tan tenaz es el producto de un largo contacto con la tierra y de un intenso comercio entre los pueblos. Al oeste y al sur de los Grandes Lagos, subsisten importantes núcleos de población francófona o son creados después de la Conquista. Basta con mencionar Cahokia (1699), Détroit (1701), Kaskaskia (1703), Vincennes (1732), Saint-Louis (1764) y Saint-Charles (1769)2. Canadienses y mestizos que hablan francés se encuentran en casi todo el territorio, cerca de los puestos de comercio fundados hasta en Dakota, Saskatchewan y Manitoba
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actuales. Así es como, cuando el nuevo Estado de Virginia funda el condado de Illinois, en diciembre de 1778, John Todd designa en Cahokia, a François Trottier en el cargo de Capitán de Milicia, a Michel Beaulieu y a Pierre Godin en los de Capitanes de Compañía. Bajo las órdenes de las autoridades coloniales británicas, los canadienses de las ciudades de Montreal y de Quebec resisten a la invasión americana de 1775 por los ríos Richelieu y Chaudière. Sin embargo, eso no impide a Clément Gosselin, oriundo de la Isla de Orléans, formar con Amable Boileau un batallón en el Estado de Nueva York y, como muchos de sus compatriotas, se unieron a la causa de la Independencia. Mientras que la Francia de Luis XVI apoya la causa de los americanos contra Inglaterra, envía tropas y confía importantes misiones al conde de Rochambeau y al marqués de La Fayette, el cura Gibault (1737-1804) arrastra a los canadienses católicos y a los indios de Illinois a favorecer la independencia de las antiguas colonias inglesas; muchos irán a enrolarse en Virginia, en Albany, en Nueva York y en Connecticut3. Estos mismos canadienses tendrán, durante todo el siglo siguiente, un papel esencial en la organización de los Estados del Centro y del Midwest. En los años posteriores a la Conquista, muchos canadienses van a unirse a los franceses y a los acadienses de la Nueva Orleans y son activos en toda la Luisiana española. Un plano catastral de Saint-Louis, confeccionado en 1780, muestra lotes extendidos a la manera de los asentamientos rurales quebequenses y nombres de propietarios como Desruisseau, Dodier, Guyon, Péroux, Dion, Soulard, Lucas, Laroche. En 1794, la Compañía de comercio creada en Saint-Louis con el fin de explorar el alto Missouri, cuenta entre sus miembros a Laurent Durocher, Joseph Robidoux, Charles Sanguinet y Hyacinthe Rouillard. Por otra parte, a pedido de Don Zénon Trudeau, teniente gobernador español por Illinois, la Compañía confiará a Jean-Baptiste Truteau, oriundo de Montreal y maestro en Saint-Louis desde 1774, la misión de comandar una expedición y de traficar con los aricaras, a más de 1.500 kilómetros de la desembocadura del Missouri4. Durante su célebre exploración, dirigida por el presidente Jefferson con el objeto de conocer los límites de Luisiana, recientemente comprada a Napoleón, Lewis y Clarke utilizan frecuentemente los relatos de los exploradores canadienses que los precedieron. Por otra parte, se hacen acompañar por viajeros canadienses experimentados y por hábiles cazadores como François Labiche y Georges Drouillard. En la primavera boreal de 1805, en el pueblo de Mandanes, contratan a René Jusseaume y a Toussaint Charbonneau, tramperos que conocen varias lenguas indígenas. La joven mujer de Charbonneau, Sacajewea, la “ mujerpájaro”, de la nación de las Serpientes, tiene un papel diplomático destacado en la continuación de la expedición. Después de pasar por los pueblos de Saint-Charles y de La Charette así como por los ríos Gasconnade, Boueuse, Saline, Feu-de-Prairie y Corne-de-Cerf, los exploradores deben, efectivamente, abordar una región menos conocida, hasta el río Columbia y el Océano Pacífico adonde logran llegar a fin de año.
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En el contexto de la mezcla interétnica que caracteriza su historia en el siglo XIX, el Oeste americano conserva durante mucho tiempo un muy fuerte poder de atracción para los canadienses franceses. De esta forma, Julien Dubuque (1762-1810), cazador, oriundo de Saint-Pierre-les-Becquets, hacia 1785 se radica en la Prairie-du-Chien y, en 1805, explota aún una mina de plomo donde trabajan canadienses, mestizos, e indígenas; la ciudad de Dubuque (Iowa) será llamada así en su honor. Asimismo, Prudent Beaudry, hermano de Jean-Louis, alcalde de Montreal en 1862, será, a su vez, alcalde de Los Ángeles en 1874. Rémi Nadeau, que emigró primero a New Hampshire, se interesa luego en el ferrocarril del Oeste y será uno de los primeros grandes viticultores de California. El más célebre es quizás Jean-Charles Frémont (1813-1890), ingeniero topógrafo que explora las Rocosas después de 1838, es elegido senador del nuevo Estado de California en 1850 y será el primer candidato del Partido Republicano a la presidencia de Estados Unidos en 1856; más tarde general de las tropas del Norte en la Guerra de Secesión, termina su carrera como gobernador del territorio de Arizona (1878-1882), el nombre de cuatro ciudades y el del monte Fremond (4.189 metros) perpetúan su recuerdo en la toponimia americana. Durante la segunda mitad del siglo XIX, la continuación del sueño francés se diluye debido al mestizaje racial, lingüístico y cultural en el vasto movimiento de colonización, de guerras indígenas y de adquisiciones territoriales que cubre todo el oeste de Estados Unidos5. Lo mismo ocurre con Canadá, bajo el signo de la Confederación y de los ferrocarriles; el fracaso de Riel, en 1885, marca el fin del sueño de una nación mestiza que hable francés. Nostalgia propia de la época Sólidamente establecidos en el valle del San Lorenzo, los canadienses franceses, gracias a una fecundidad excepcional, pueblan casi completamente los señoríos y se lanzan a la conquista de los Cantones del Este donde, desde 1783, los han precedido los Leales anglófonos. Atraídos por la industria, son muchos los que emigran hacia las ciudades de Nueva Inglaterra, fundando allí parroquias católicas y periódicos en lengua francesa. En todos los frentes, deben defender su lengua y su religión que se transforman en los elementos obligados de su sueño nacional. Si bien el vínculo con Francia no ha sido completamente interrumpido, tampoco se lo mantiene con regularidad salvo por las élites del clero, la política y el periodismo. Ya en 1809, Denis-Benjamin Viger denuncia a los “importantes” que no cesan de “gritar” contra los franceses que, en su opinión, no tienen ni el deseo, ni la capacidad de reconquistar su antigua Colonia. El verdadero peligro, siempre según Viger, son los americanos y es necesario « tomar precauciones contra el contagio de sus principios6 ». En julio de 1855, La Capricieuse, primer navío francés que atracó en la Ciudad de Quebec desde 1760, provoca el entusiasmo popular aunque su misión sea ante todo comercial. Ese año, el abogado y diputado Joseph-Guillaume Barthe, por ese entonces en
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misión en Francia para el Instituto Canadiense, y colaborador de La Gazette de France, tras haber insistido mucho en el patriotismo y la “piedad nacional” de los canadienses, implora el apoyo “moral” en favor de sus sociedad que “suspira por una mirada de Francia para leer en ella un signo de aliento” Y agrega: “¿Podría Francia negarle su sonrisa de aprobación7?” Mientras que los políticos, los periodistas y el clero hacen de los temas nacionalistas su pan de cada día, escritores de fines del siglo XIX, como Louis Fréchette, se inspiran en la corriente romántica y expresan la nostalgia del recuerdo francés8. Confiando en la fecundidad de los canadienses franceses, Faucher de Saint-Maurice escribe en 1890: “[...] tarde o temprano, caminando juntos, llegaremos a ser una gran nación [...]. Algún día seremos la Francia católica americana.9” En la misma época, exiliado en El Havre, Octave Crémazie se pregunta si no tendría que escribir en iroquense pues, en Francia, “no se toman el trabajo de leer un libro escrito en francés por un colono de Quebec o de Montreal”. En lo que le concierne, Edmond de Nevers no vacila en predecir la eventual anexión a Quebec de buena parte de Nueva Inglaterra. “Un Estado francés libre, independiente, autónomo [...] a la hora deseada por la divina Providencia”, precisa Jules-Paul Tardivel en 190110. La utopía nacionalista, entonces de inspiración romántica, busca el porvenir del pueblo canadiense un poco en todas las direcciones, pero a menudo encuentra puertas cerradas. Implantada en Acadia, en Nueva Francia y en Luisiana, la presencia francesa se propagó en todo el continente norteamericano. Esta presencia generó un sueño que, de acuerdo a las vicisitudes de la historia, se tradujo en realidades que abarcaron todas las esferas de la vida de las colectividades. Las huellas, reveladas en nuestro rápido panorama que finaliza en los albores del siglo XX, manifiestan aspectos esenciales y duraderos de la civilización moderna de América.
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