Francisco González Castro Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid

Francisco González Castro Francisco González Castro Consejería de Educación de la Comunidad de Madrid PINTURA Y LITERATURA: FUNCIONES DE LA REPRESEN

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Francisco González Castro

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PINTURA Y LITERATURA: FUNCIONES DE LA REPRESENTACIÓN PICTÓRICA EN LA TRAMA NOVELESCA Este análisis se centra en novelas hispánicas contemporáneas que incluyen referencias significativas a obras pictóricas, ya sean reales o imaginarias, y, más concretamente, en las repercusiones narrativas de esta inclusión dentro del relato. La relación entre escritura y pintura es antigua: “lo que la gente sencilla no puede captar mediante la lectura de las escrituras, puede aprenderlo contemplando pintura” (Manguel 1998: 121) concluye en 1025 el Sínodo de Arrás. Aquí la pintura es equivalencia y suplemento (de suplir) de la letra. En nuestra época actual, en la que prosperan la alusión, el palimpsesto, la polifonía y todos aquellos tropos de interrelación, hay un interés especial, fomentado por el comparativismo y los enfoques abiertos, en el análisis de este diálogo de fenómenos artísticos. En las obras más tempranas de nuestra tradición literaria occidental, la descripción de piezas de arte se ha intercalado en el transcurso de los acontecimientos narrados. Ejemplo paradigmático es la descripción del escudo de Aquiles en la Ilíada: objeto circular, “grande y fuerte, de variada labor” (Homero 1967: 343) en cuya superficie se representa la tierra, el mar, el sol, el firmamento, un campo fértil, una ciudad en paz y una ciudad en guerra, con sus correspondientes escenas. Homero nos proporcionó el primer ejemplo de écfrasis, modo de expresión que consiste en representar verbalmente un objeto artístico, de una forma vívida, emotiva y detallada. La finalidad principal es la de evocar eficazmente lo visual dentro del escrito. Aunque ligada a la descripción, la écfrasis “en ningún momento renuncia a añadir a la escena contemplada aquellos elementos que, incluso aunque no estén presentes en el cuadro, le otorguen naturaleza narrativa” (Pineda 2000: 251). El carácter alusivo y flexible de esta figura del pensamiento, sujeta a la opinión, la intención y la subjetividad del comentador, permite que se intensifique la intertextualidad y se favorezcan las posibilidades asociativas de índole simbólica, alegórica o metafórica y deícticas, porque la écfrasis puede referirse a un objeto que existe en la realidad extralingüística; en caso contrario estaríamos ante lo que Karl Bühler llamó deixis en fastasma1. Volviendo al escudo de Aquiles, su vívida representación no sólo embellece o refuerza el relato, sino que exalta la naturaleza heroica de su dueño y se presenta como imagen ideológica del mundo griego. Michel Riffaterre, que trata la écfrasis como ilusión referencial producto de una doble mimesis (la representación de una representación), esboza las funciones de las obras de arte integradas en un relato: “Forman parte del decorado, o bien tienen una función simbólica, o pueden motivar los actos y las emociones de los personajes” (Riffaterre 2000: 162). En las obras seleccionadas para nuestro análisis, la pintura desempeña esa función motivadora, más activa, dentro del argumento. A esto hay que añadir la cualidad narrativa de la pintura clásica, que presenta a unos personajes en un momento concreto de una historia. La imagen ofrece una instantánea, un enunciado visual, que alude a un antes y un después. En Un novelista en el Museo del Prado, título suficientemente elocuente, Manuel Mújica Lainez hace que las figuras de los cuadros cobren vida al anochecer y protagonicen el relato. Vemos, por ejemplo, un carro arrastrado por dos tigres que avanza estruendoso por una de las galerías: “Lo rodean sátiros, una bacante, un negro, un borracho desnudo […] Atruenan los parches, tintinean las sonajas, el negro grita 1

La deixis en fantasma se produce “cuando un narrador lleva al oyente al reino de lo ausente recordable o al reino de la fantasía constructiva y lo obsequia allí con los mismos demostrativos para que vea y oiga lo que alló hay que ver y oír” (Marchese/Forradillas 2000: 92).

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locamente, baila la mujer, rebuzna el asno, los tigres rugen” (Mújica Lainez 1985: 15). Es el Triunfo de Baco, de Cornelis de Vos, que trae consigo toda su imaginería y significado licencioso. Pero a éste se le enfrenta el Carro de Heno, del Bosco, que viene sin la cohorte de disolutos, porque “han sido los primeros en aprender la lección, y en deplorar contritos el pésimo ejemplo que difundían” (Mújica Lainez 1985: 17). El narrador nos invita a presenciar dos visiones confrontadas del mundo. Al final, el ángel, los enamorados y el diablo del carro de heno entonan una melodía amorosa que acaba por rendir a la voluptuosa oposición. Este ejemplo ilustra bien lo que el principio efrástico puede dar de sí dentro de la narración: la evocación de los cuadros, además de servir para organizar un imaginativo episodio, viene acompañada de los discursos interpretativos, alegóricos e ideológicos que han aportado significado a las imágenes2. Por otra parte, a la linealidad de la escritura se suma la dirección oblicua y la simultaneidad de la propuesta visual. Esta confluencia de fenómenos semióticos crea una complejidad textual y un efecto de dimensionalidad narrativa que pueden utilizarse para revelar los mecanismos de la ficción y de la propia escritura. En El sueño de Venecia (1992) de Paloma Díaz Mas, un cuadro va pasando por diferentes épocas y generaciones. El comienzo nos traslada al siglo XVII, en el que un esclavo liberto, que había aprendido bien el arte de la pintura con su anterior amo, realiza un retrato como regalo de bodas para su ama, Gracia de Mendoza, cortesana enriquecida con las habilidades del amor, y su novio, Pablo de la Corredera, un picaruelo con afán de honra y orgullo mucho más joven que ella. Es este mismo quien nos describe la disposición del retrato: Ella, acomodada en una silla de respaldo, la basquiña extendida como un prado celeste salpicado de aljófares, las manos blandamente reposadas en los brazos de la silla, los ojos fijos en el pintor que la mira. Yo, de pie tras ella, en el hábito de más hombre de bien que imaginarse pueda, con mi ropilla y mis calzas de los más fino, y mi capa aforrada de martas, y hasta mi espada pendiente de un tahalí damasquinado, que nunca hasta tal día habíame visto tan honrado caballero. (Díaz Mas 1997: 49-50)

La primera idea que tenemos del cuadro es a través del punto de vista de Pablo, moldeado según la convención del estilo picaresco, subjetivo por definición e influido por las aspiraciones personales y el estatus individual. A partir de aquí se desarrolla una aventura que atraviesa cinco momentos históricos narrados en estilos literarios representativos de cada época. A medida que progresa el argumento de la novela, el retrato pasa a representar a una ilustre dama con su hijo; a una “señora antigua” de colores desvaídos con una misteriosa mano sobre su hombro, único indicador de la figura desaparecida a causa de la mutilación del lienzo; unos “ojos malos” descubiertos por una niña en el envés del tablero de una mesa y, en este mismo capítulo, cuando el cuadro se presenta completo, la Virgen María con una paloma blanca en el hombro y un Niño Jesús sobre sus piernas. En otras palabras, la écfrasis, afectada por los distintos modos de ver (distintas mentalidades) se va transformando hasta el punto de llegar a evocar una imagen diametralmente opuesta a la inicial. El último capítulo, denominado Memoria, es el informe técnico de un erudito que atribuye el cuadro a un condiscípulo de Velásquez y explica que el cuadro originalmente representaba a las dos hijas de un mercader de Sevilla. La menor cae en desgracia por un desliz amoroso con un conocido noble y, por ello, su imagen es segregada del cuadro. El propio informe concluye que “es completamente descabellada la tesis de Raimund Volk, quien ha querido relacionar a este doña Ana de Alfarache con la famosa cortesana Gracia de Mendoza, que fue amante del mismo Felipe IV y protegida de la mejor nobleza madrileña” (Díaz Mas 1997: 220). Es 2

La interpretación manifiesta un modo de ver. “Toda imagen encarna un modo de ver” (Berger 1980: 16).

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precisamente en este último capítulo en el que más se revela la ironía y se produce el mayor desajuste entre lo propuesto por el narrador y lo sabido por el lector, que es más consciente que nunca del carácter mediador de los discursos en la comunicación de la realidad, del efecto de estos sobre la interpretación y de la elaboración de la Verdad, y de la inestabilidad no sólo de los significados, sino también de los significantes. A propósito de esto último, hay que recordar el texto perteneciente a la República del Desengaño (1615), de Esteban Villegas, que introduce la novela, y que presenta a la Verdad como una doncella castigada por los dioses con la ceguera, guiada por el Error y condicionada por la imperfecta memoria humana. Al fin y al cabo, el error, e incluso la “descodificación aberrante”3, son posibilidades interpretativas. Si en la novela anterior, el cuadro funcionaba como elemento que cohesionaba historias de distintas épocas y que revelaba los complejos procesos de la mediación discursiva y de la interpretación, En La tabla de Flandes (1990), de Arturo Pérez-Reverte, una tabla pintada en 1471 por un artista flamenco (Van Huys) se constituye en artefacto capaz de influir cinco siglos después en la realidad y en la vida de los personajes. La primera descripción del cuadro la obtenemos de la voz y mirada cualificadas de Julia, la restauradora, que destaca la extraordinaria calidad del acabado de una escena doméstica cuyo motivo principal “lo constituían dos caballeros de mediana edad y noble aspecto, a uno y otro lado del tablero de ajedrez sobre el que se desarrollaba una partida. En segundo plano, a la derecha y junto a una ventana ojival que enmarcaban un paisaje, una dama vestida de negro leía un libro, puesto sobre el regazo” (Pérez-Reverte 1996: 13). Estos personajes son el duque de Ostenburgo, su esposa, Beatriz de Borgoña, y Roger de Arras, caballero del partido francés en Ostenburgo, que nunca pudo posar para el cuadro porque había sido asesinado con anterioridad. Desde el principio, la pintura ejerce una poderosa fascinación en aquellos que la contemplan, la mayoría involucrados en el mercado de objetos artísticos, lo que hace que se convierta pronto en objeto del deseo. A esto contribuyen los elementos con gran capacidad apelativa que caracterizan a la imagen: una intensa sensación de realismo, una composición de perspectivas con una prodigiosa capacidad para lograr una ilusión óptica: “la integración del espectador en el conjunto pictórico, persuadiéndolo de que el espacio desde donde contemplaba la pintura era el mismo que el contenido en el interior de ésta” (Pérez-Reverte 1996: 16), los protagonistas supuestamente históricos que retrata, una partida de ajedrez y, especialmente, una inscripción desvelada con rayos X que plantea un enigma, que ilustra perfectamente que decir no es mostrar: QUIS NACAVI EQUITEM, que pude traducirse como “¿quién eliminó al caballo / caballero?”, debido a la polisemia de la palabra latina eques. En cualquier caso, los personajes de la novela no tardan en caer en la cuenta de que la resolución de la partida de ajedrez representada en el cuadro acabará señalando al asesino del siglo XV, lo que provoca un giro del relato, que lo aproxima al género policiaco y detectivesco, y manifiesta que el cuadro se ha convertido en elemento impulsor de la trama con gran capacidad significativa y resolutiva, ya que el cuadro terminará señalando también al asesino que actúa cinco siglos después. Francisco Giménez Gracia lo resume del siguiente modo: El primer nivel del enigma se sitúa en la interpretación de una pintura del siglo XV […]. El segundo nivel estaría en un asesinato que la tabla insinúa y cuyas claves parecen cifrarse en la partida de ajedrez representada en la pintura. El tercer nivel atraviesa los siglos, llega hasta nuestra época y envuelve a los protagonistas de la novela, quienes tienen ocasión de comprobar que hay alguien dispuesto a matar por la tabla y, lo que es aún peor, que la partida de ajedrez representada en la pintura sigue viva, por decir así, y que ahora son ellos los jugadores, o quizás las piezas, y que se la juega nada menos que contra la muerte. (Giménez Gracia 2003: 123) 3

Tal descodificación se da “cuando un texto O ha sido escrito según un código C! y se interpreta según un código C2” (Eco 1992: 190).

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Para resolver el enigma del pasado y del presente, César, el anticuario, y Julia buscan la ayuda de Muñoz, un maestro del ajedrez, que aporta una mirada diferente, complementaria y, en cierto sentido, superior: “Muñoz ve en el tablero cosas que los demás no ven” (Giménez Gracia 2003: 165), puntualiza César. Muñoz utiliza la lógica para el análisis de las jugadas y de los acontecimientos. En alguna ocasión, se apropia del estilo de Sherlock Holmes, lo que reafirma el carácter detectivesco del relato, y llega a realizar un perfil psicológico del asesinojugador propio de un criminólogo. Muñoz entiende rápidamente las correspondencias que establece la pintura con la realidad, el poder persuasivo de la primera que le permite integrar a la segunda. Esta combinación de habilidad y conocimiento le facilita a Muñoz la tarea intelectual de resolver el enigma del pasado y del presente: la dama negra del tablero es la que elimina al caballo, lo que en la supuesta realidad histórica indica que Beatriz de Borgoña fue la que hizo matar al caballero Roger de Arras; en la edad contemporánea, César, delatado por una fotografía de un antiguo semanario de ajedrez, cumple la función de la dama negra y, por tanto, de Beatriz de Borgoña. Este proceso de desplazamiento e identificación de realidades, efectuado en numerosas ocasiones a lo largo del relato, acaba afectando a la materia de la propia narración. Esto se aprecia especialmente en los dos últimos capítulos, titulados Diálogos de salón y Final de dama respectivamente, en los que la estancia de la casa de César, llena de antigüedades, adquiere la plasticidad de un decorado teatral y los personajes se asemejan a los del cuadro de Van Huys, a los protagonistas de una comedia de principios de siglo, de una tragicomedia o una farsa. En cualquier caso “aquello era irreal” (Giménez Gracia 2003: 353), como señala el narrador. Poco después, Julia, espectadora de excepción, reflexiona sobre la calidad del diálogo: “Un guionista imaginativo habría sabido encontrar, sin duda, algo mejor que poner en boca de Muñoz” (Giménez Gracia 2003: 355). Tal forma de escritura subvierte el efecto de realidad y revela el carácter esencialmente ficticio, elaborado, analógico, de la trama. Precisamente cuando se resuelve el caso, se aclara la identidad y se establece la verdad, la recíproca y estrecha relación entre arte y vida se hace más evidente y, también, más visible con la referencia explícita al Triunfo de la Muerte, de Brueghel el Viejo, representación concluyente del transcurso existencial. En definitiva, el cuadro se ha constituido en un espacio de intertextualidad que origina o en el que confluyen la exégesis especializada, el discurso histórico, el relato criminal y la expresión de la identidad de los personajes. El cuadro de Brueghel el Viejo también es fuente pictórica en otra novela de Arturo Pérez Reverte: El pintor de batallas (2006). El protagonista es Andrés Faulques, fotógrafo reconocido, reportero gráfico de guerra retirado y pintor por exigencias espirituales, que está componiendo un mural en la planta baja de una antigua atalaya junto al Mediterráneo. La pintura quiere representar el paisaje intemporal de una batalla, “las reglas implacables que sostienen la guerra –el caos aparente– como espejo de la vida” (Pérez-Reverte 2006: 18). En realidad, Faulques está pintando la imagen que nunca logró captar con la cámara. Para ello, se inspira en su propia experiencia como reportero del horror y, sobre todo, en la iconografía bélica, en las ideas, recursos y soluciones de los maestros de la pintura. Además de Brueghel, otras fuentes que ayudan a conformar el mural son Erupción del Paricutín del doctor Alt (Gerardo Murillo), como símbolo de la fuerzas telúricas que crean y destruyen el mundo; La batalla de San Romano de Paolo Uccello, tragedia en líneas geométricas que le dio a Faulques la idea de realizar la batalla de batallas; Duelo a garrotazos de Goya, La victoria de Fleurus de Vicente Carducho y un freso de Orozco en el techo del hospicio Cabañas de Guadalajara (México), que inspira la escena del mural que representa a dos hombres que combaten abrazados; La adoración del Niño de Paolo Uccello (en San Martín Mayor de Bolonia) inspira a un niño herido en el fresco, recuerdo del niño herido por una granada en Sarajevo que había muerto en los brazos de Faulques; La indolente de Bonnard inspira la madre tendida boca

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arriba y con los muslos manchados de sangre, contemplada por un niño4. De nuevo, el arte se constituye en explicación del sentido profundo de la vida. La propia concepción y realización del mural (la última pincelada coincide con el final de la novela) hace que su descripción sea siempre parcial, fragmentaria y asociativa. En el primer capítulo, el lector obtiene la siguiente impresión, perfilada con más detalles a medida que avanza el relato: “El conjunto formaba un paisaje descomunal e inquietante, sin título, sin época, donde el escudo semienterrado en la arena, el yelmo medieval salpicado de sangre, la sombra de un fusil de asalto sobre un bosque de cruces de madera, la ciudad antigua amurallada y las torres de cemento y cristal de la moderna, coexistían menos como anacronismos que como evidencias” (Pérez-Reverte 2006: 11-12). Esta última puntualización sobre la pintura como evidencia es importante en el pensamiento expuesto en la novela, ya que la pintura, en contraposición al carácter selectivo e instantáneo de la fotografía, tiene la capacidad de sintetizar icónicamente las estructuras complejas y los acontecimientos distintos, pero emparentados; es decir, la pintura representa mejor las visiones de conjunto y los elementos de simetría que, de forma implícita, conducen el aparente desorden y la casualidad. Para representar esa estructura compleja, el pintor de batallas emplea un compendio de imágenes, en el que el todo representa más que la suma de sus partes. Como parte de esa visión de conjunto y como producto de la geometría del caos, se presenta la figura del soldado croata Ivo Markovic, que visita a Faulques con la intención declarada de matarlo. Markovic es la consecuencia de una imagen fotográfica que acrecentó el reconocimiento internacional del fotógrafo, pero que supuso la desgracia del soldado y la aniquilación de su familia. A partir de ese momento, el relato del horror sufrido por Markovic se intercala y relaciona con la descripción del fresco y con las vivencias pasadas de Faulques. Markovic es una variante inesperada en el cuadro de la vida, como la variante que crea una improvisada pincelada sobre la ladera del volcán representado en el mural, que introducía “un vínculo singular que iba desde aquel volcán a otro colgado en la pared del Museo Nacional de México, a los ojos verdes que se habían cruzado con los de Faulques cuando miraba ese cuadro por primera vez” (Pérez-Reverte 2006: 276-277) Esos ojos verdes son los de Olvido Ferrara, con la que Faulques tuvo una apasionada relación, y que murió víctima de una mina en la misma guerra de Markovic. En efecto, la pintura acaba adquiriendo una cualidad metafórica no sólo por el potencial significativo de la imagen que propone, sino también por su capacidad de integrar realidades extrapictóricas: “¿Estoy de verdad en el cuadro?”, llega a preguntar el croata. “Ya se lo dije. Usted, yo mismo... Todos estamos en él” (Pérez-Reverte 2006: 291). Esta afirmación, que se formula al final de la novela, podría valer como la conclusión que se desprende de la visión de conjunto que nos ofrece Faulques de su obra acabada: Había una trama subyacente, una perspectiva fabulosa e interminable como un bucle, que recorría el círculo del mural sin detenerse nunca, integrando cada uno de los elementos, relacionando entre sí las naves que zarpaban bajo la lluvia, la ciudad en llamas sobre la colina, los fugitivos, los soldados, la mujer violada y el niño verdugo, el hombre a punto de morir, los bosques con ahorcados colgantes como frutos, la batalla en el llano, los hombres acuchillándose en primer término, los jinetes a punto de entrar en combate, la ciudad durmiente y confiada entre sus torres de acero, hormigón y cristal. El universo visible y la inmensidad concebible de la naturaleza. (Pérez-Reverte 2006: 283-284)

La tempestad (1505), cuadro de Giorgione, inspira el título de la novela La tempestad (1997), de Juan Manuel de Prada, definida desde el prólogo como romántica y “beligerante 4

En se pueden ver algunos de los cuadros mencionados en esta novela.

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contra el realismo” (Prada 1999: 10). El protagonista, Alejandro Ballesteros, viaja a Venecia con el objetivo de examinar directamente la pintura a la que ha dedicado su tesis doctoral. Sin embargo, el viaje, en principio motivado por un interés académico, se convierte en la experiencia más importante en la vida del protagonista. Una peripecia trepidante y envolvente, la amenaza suspendida de la ciudad, el crimen, el amor y la decepción son los factores que determinarán la profunda transformación interior de éste. Y en el trasfondo de todo este proceso siempre permanece la composición misteriosa, inquietante e indefinida de La tempestad de Giorgione. La novela incluye descripción y comentario erudito sobre este cuadro expuesto en la Galería de la Academia de Venecia: Sobre el fondo de una ciudad que conserva el aire fantasmagórico de las arquitecturas soñadas, y en medio de la campiña, vemos a la derecha a una mujer desnuda (pero hay un arbusto que mitiga el fulgor de su carne), amamantando con cierta voluptuosa tristeza a su hijo, indiferente a lo que la rodea, mientras a la izquierda un hombre ataviado según la moda de la época y con bordón de peregrino asiste a la escena, como un intruso que, sin embargo, hubiese disfrutado en el pasado de la intimidad y quizá de los favores de esa mujer. No sabemos si la mujer es patricia o plebeya (la carne sin tapujos todo lo iguala), no sabemos si el hombre vigila o espía o pasea, pero sabemos, pues el paisaje lo sugiere, que sobre ellos se cierne el oprobio de la incomunicación, el estigma del silencio quizá más elocuente que los reproches o las excusas. A sus pies hay un riachuelo que desfila rumoroso bajo un puente de madera, y hay también unas ruinas que florecen entre la maleza, como símbolos de un amor demolido, y unos árboles que se encrespan y se agitan, rizados por un aire que presagia cambios atmosféricos; dominando el cuadro, vemos un cielo torvo, opresor, encapotado de nubes inmóviles, entre las que asoma, súbito como una cicatriz, un rayo que ya desencadena la tormenta, una tormenta ofensiva como el recuerdo de un pecado o la persistencia de un sentimiento reducido a cenizas. (Prada 1999: 12-13)

En esta cita, vemos una vez más cómo al componente descriptivo de la écfrasis se le añaden calificación del contenido, especulación, connotación y suposición para referirse a una de las escenas más ambiguas de la historia de la pintura. ¿Qué quiso realmente representar Giorgione? Se han aventurado diferentes hipótesis al respecto, cada una debidamente argumentada, pero ninguna concluyente. Lo interesante es que todas estas hipótesis, algunas de ellas recogidas en la novela, enlazan con relatos mitológicos y bíblicos: el niño podría ser Moisés rescatado del Nilo y entregado a una nodriza; o Dionisio, fruto de la relación de Zeus con una ninfa, quien tuvo que ocultar al recién nacido de Hera; o Caín, por lo que el hombre sería Adán y la mujer, Eva. La ciudad del fondo sería el paraíso y la tormenta, signo de la ira de Dios. Por su parte, Alejandro Ballesteros ofrece la siguiente explicación racional en su primera visita a la Academia ante un escéptico Gilberto Gabetti, director de la institución: el hombre con el bastón es Anquises, rey de los dárdanos, que tuvo relaciones con Afrodita, la mujer del cuadro. El niño es el hijo de ambos. La ira de Zeus está simbolizada por el rayo, cuya sacudida debilitó las piernas de Anquises, de ahí la necesidad del báculo. Las columnas representan el amor arruinado de los amantes y la destrucción de Troya (Prada 1999: 168170). Sin embargo, para Gabetti el cuadro es expresión de puro sentimiento y sólo representa “un estado de ánimo, una pasión del alma que entra en comunión con el paisaje” (Prada 1999: 58). Podemos añadir a esta ambigüedad que impide la definición del significado, la volubilidad de las formas lograda mediante el difuminado de los contornos y la superposición o continuación del color. Como bien apuntan Rose-Marie y Rainer Hagen: “Giorgione aportó lo fugaz, el cambio permanente en el cuadro” (Rose-Marie / Hagen 2003: 111). Esta misma falta de resolución que domina el cuadro se traslada a la atmósfera de Venecia, sentida como perturbación interior en varias ocasiones por parte del narrador protagonista. Chiara, hija y pupila de Gabetti y amante ocasional de Ballesteros, relaciona La tempestad con la ciudad y las sensaciones: “En La tempestad, como en Venecia, no llegan a

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desencadenarse los fenómenos, la vida pende, sostenida de un hilo, desafiando las leyes físicas, y esa inminencia que no llega a definirse nos causa aprensión y desasosiego” (Prada 1999: 78). Otro rasgo relacionado con lo anterior y compartido por la ciudad y la realidad representada en el cuadro es la percepción del tiempo: “el tiempo en Venecia se ralentiza y estanca, es una sustancia pastosa como los sueños” (Prada 1999: 318). Dicha interpretación aproxima al cuadro al ámbito de la metáfora, lo que es confirmado por la propia Chiara: “Ya te dije que La tempestad representa el misterio de Venecia” (Prada 1999: 350). Este procedimiento de vinculación, que es la base de los tropos y de la elaboración onírica, introduce una causalidad específica y potencia el carácter alusivo y evocador de lo representado, que queda en disposición de asaltar las vidas y el entorno de los personajes, tal y como hemos visto en las novelas anteriormente tratadas. La tempestad no solo trae a Ballesteros a Venecia, sino que determina, en mayor o menor medida, todo lo a éste le acontece y motiva los asesinatos, recelos, encuentros y desencuentros que sustentan la trama. Nada más llegar, al protagonista se le muere en los brazos un hombre fatalmente herido, que resulta ser Fabio Valenzin, un virtuoso falsificador de obras de arte. Desde una ventana ha visto que una extraña figura ha arrojado un objeto brillante a la laguna. Más tarde sabemos que se trata de un anillo que lleva grabadas dos columnas rotas como las que aparecen en el cuadro, pero con una inscripción que reproduce las supuestas palabras de Sansón antes de morir, y que orienta la intriga hacia Daniele Sansoni, coleccionista y traficante de obras de arte que se cree descendiente del personaje bíblico. Precisamente los matones de Sansoni arrojan a Bellesteros al agua del canal y la pérdida de conciencia lo sume en un complejo cúmulo de imágenes oníricas, simbólicas e irracionales que transcurren en el paisaje de La tempestad (Prada 1999: 282). Anteriormente, el mismo Ballesteros integra La tempestad en su sueño e incorpora su persona al cuadro: en uno de los episodios oníricos se convierte en el peregrino e identifica a la mujer con Chiara (Prada 1999: 79-80); en otro, aparece en el solitario paisaje arrasado tras la tormenta que se anuncia en el cuadro (Prada 1999: 207). En otra ocasión, pero ya en plena vigilia, el color verde que domina el cuadro se relaciona con el aire de la buhardilla de Chiara (Prada 1999: 149-150). En la copia casi perfecta que había realizado Valenzin del cuadro, y que había sustituido al original en la Academia, la mujer con el niño lleva la cara de Chiara, como doble manifestación gráfica del deseo que promueve todos los acontecimientos de esta novela. Por último, cuando Ballesteros visita a Chiara con la intención de devolverle el cuadro auténtico, éste llega a identificarse con su propia interpretación: “La obedecí, aunque las rodillas me temblaban, como debieron de temblarle a Anquises cuando el rayo de Zeus lo hirió y ya nunca más pudo mantenerse erguido sin ayuda de un báculo” (Prada 1999: 319). Precisamente como Anquises herido, marcha Ballesteros psicológicamente transformado, habiéndose despojado de su metódica razón y acogido a “la religión del sentimiento” (Prada 1999: 145), que procura un entendimiento no racional y profundamente subjetivo, tal vez la única forma de comprender lo que se presenta esencialmente ambiguo. Mientras traslada el cuadro en sus manos y lo contempla de cerca, reflexiona así: “entonces me di cuenta de que el cuadro de Giorgione no precisaba interpretaciones bíblicas o mitológicas, emocionaba por sí mismo y comunicaba al espectador la ilusión de haber sido pintado ex profeso para él, como si de una radiografía de su alma se tratase” (Prada 1999: 308). Una conclusión que se ajusta a las ideas más actuales de la teoría del arte: “Nunca miramos sólo una cosa; siempre miramos la relación entre las cosas y nosotros mismos” (Berger 1980: 14). Para terminar, querría detenerme en Los cuadernos de don Rigoberto (1997), de Mario Vargas Llosa. Esta novela es la continuación de Elogio de la madrastra (1988), donde se narra la ruptura entre Rigoberto y Lucrecia. Los cuadernos se centra en la reconciliación de

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Pintura y literatura: funciones de la representación pictórica en la trama novelesca

los esposos, propiciada por los esfuerzos y argucias del hijo de don Rigoberto, Fonchito. Como parte sustancial del cuerpo de la narración figuran las anotaciones, cartas, historias y variadas reflexiones que don Rigoberto recoge en sus cuadernos. Esta escritura solitaria, fundamentada en el ejercicio de la fantasía, en el impulso del deseo y en la capacidad liberadora de la imaginación erótica, configura un intenso plano existencial y compensatorio que desvirtúa las fronteras entre verdad y ficción. Y aquí tienen cabida las múltiples referencias pictóricas que se presentan como expresión del mundo imaginario tanto de don Rigoberto como de su hijo Fonchito. El valor plástico de esta obra ha llevado a algún crítico a considerarla como “lienzo viviente” (Martí-Peña 2004: 56) perteneciente a la pintura de vanitas, género que exalta el goce de los sentidos frente a la banalidad del mundo y la fugacidad del tiempo. El padre utiliza, para suplir una carencia afectiva, el poder transformador del erotismo, en virtud del cual Lucrecia se transfigura en diferentes imágenes pictóricas de la mujer. Sirva de ejemplo la Dánae de Gustav Klimt para ilustrar la correspondencia y continuidad de realidades que lleva a cabo don Rigoberto. El narrador compone una “Lucrecia-Dánae” o “Dánae-Lucrecia” (Vargas-Llosa 2004: 58) que reelabora la propia historia del cuadro: “No importa quién le sirviera para pintar ese óleo (1907-1908), el maestro te anticipó, te adivinó, te vio, tal como vendrías al mundo y serías, al otro lado del océano, medio siglo después” (Vargas-Llosa 2004: 58). En este libro lleno de subtextos, pretextos e intertextos, la mera evocación del cuadro de Klimt nos lleva al relato del amor secreto de Zeus y la seducción de Dánae por el método de la lluvia de oro. Si Lucrecia es Dánae, la voz de don Rigoberto bien puede ser la de Zeus enamorado, en virtud del juego erótico de transferencias que tanto se repite en esta novela. Precisamente, George Bataille entiende el erotismo en términos de movimiento, como una experiencia coordinante, convergente y cohesiva que posibilita la continuidad de los seres: “lo que está siempre en cuestión es sustituir el aislamiento del ser, su discontinuidad, por un sentimiento de continuidad profunda” (Bataille (): 29). Tal vez más radical resulte el procedimiento adoptado por Fonchito, que ha asumido la idea, si no delirio, de que es la reencarnación de Egon Schiele. Lo más interesante es que el niño interpreta el mundo de acuerdo con la vida y el arte del pintor austriaco. Así, la realidad es manipulada, no acaba de saberse si con inocente o perversa intención, hasta el punto de adquirir la plasticidad y la turbadora sugerencia de los cuadros del admirado pintor. En el capítulo titulado “El juego de los cuadros”, una coincidencia en el color verde de las medias de Lucrecia sirve para que ésta adopte, por indicación de Fonchito “Schiele”, las posturas de las figuras representadas en diferentes dibujos del verdadero Schiele (por ejemplo, Desnudo reclinado con medias verdes). Durante este juego, la atmósfera de la estancia va tiñéndose de la sensual consistencia de la fantasía pictórica: “La atmósfera se había espesado, los ruidos del Olivar apagado, el tiempo escurrido, y la casita, San Isidro, el mundo, evaporado” (Bataille (): 95). El efecto de realidad ha sido sustituido por la imitación del arte, un recurso que pone en evidencia el simulacro artificioso y elaborado de la literatura, tal y como ha señalado el propio Vargas Llosa en La verdad de las mentiras (Vargas-Llosa 1992). Este recorrido por novelas y cuadros, necesariamente parcial y delimitado, ha querido mostrar algunas de las implicaciones narrativas que genera la evocación de imágenes pictóricas, ya sean reales o imaginarias. La presencia de lo visual complica la linealidad del relato, porque propone otra dimensión significativa. Tal intrusión podemos entenderla como recurso metaficticio que revela la naturaleza de la representación en general, y de la literaria en particular; el sentido contingente y provisional de la interpretación (de la mirada); los procedimientos involucrados en los actos de significación y resignificación y, en definitiva, la función de la subjetividad en la construcción de la experiencia, el mundo y la identidad personal.

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Francisco González Castro

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