Fundamento trinitario y eclesiológico de la misión

“Fundamento trinitario y eclesiológico de la misión” I “Mandato misionero” (Introducción) 1. Para empezar, es necesario poner en claro que la “mision

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“Fundamento trinitario y eclesiológico de la misión” I “Mandato misionero” (Introducción)

1. Para empezar, es necesario poner en claro que la “misionología” se refiere a la rama de la teología que se ocupa del estudio sistemático de la actividad evangelizadora de la Iglesia para llevarla a cabo. El término misión deriva del latín “missio” que alude a la acción de enviar. Para este envío es fundamental la existencia de un Ser que envía y otro que es enviado. En ésta dinámica se desarrolla la historia de salvación y a continuación la tradición apostólica. 2. La Iglesia, es por naturaleza misionera en la fidelidad y obediencia al mandato de Cristo resucitado “Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Mt 28,19) De modo que todas las ciencias que la circundan o en las que ella interviene deben tener una dimensión misionera. La misionología responde a ser el “corazón” y objetivo (no objeto) de la teología y de la eclesiología, es decir, del estudio y conocimiento del Ser que se Revela, nos llama a ir a Él y nos envía a darlo a conocer. La misionología, debe ser, en otras palabras, el espíritu que anime a la formación teológica. La vocación y el compromiso de ser hoy discípulos y misioneros de Jesucristo, requiere una clara y decidida opción por la formación de los miembros de nuestras comunidades, en bien de todos los bautizados, cualquiera sea la función que desarrollen en la Iglesia. (Cf. Ap 276.)

II “La Trinidad como base de la misión”

3. El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Es el misterio de Dios en sí mismo. Es la fuente de todos los otros misterios de la fe; la luz que los ilumina, la enseñanza más fundamental y esencial en la "jerarquía de las verdades de fe" (DCG 43). "Toda la historia de la salvación no es otra cosa que la historia del camino y los medios por los cuales el Dios verdadero y único, Padre, Hijo y Espíritu Santo, se revela, reconcilia consigo a los hombres, apartados por el pecado, y se une con ellos" (DCG 47) (Cf. Cat.I.C 234) 4. Hemos dicho en la introducción a este tema, que la Iglesia es misionera en obediencia y cumplimiento del mandato del Hijo, que a su vez, es obediente y solícito a la voluntad del Padre. En la historia de salvación podemos observar, progresivamente la Revelación de Dios; es decir como éste se va revelando al hombre a través de palabras y hechos

intrínsicamente ligados. (DV 14) Y la verdad profunda de Dios y de la salvación del hombre que transmite dicha Revelación, resplandece en Cristo, mediador y plenitud de toda la Revelación (DV 2) Siendo lo que contiene y lo que ofrece, puesta por escrito bajo la inspiración del Espíritu Santo. (DV 11)

Toda la economía divina es la obra común de las tres personas divinas. Porque la Trinidad, del mismo modo que tiene una sola y misma naturaleza, así también tiene una sola y misma operación (Cc. de Constantinopla, año 553: DS 421). "El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no son tres principios de las criaturas, sino un solo principio" (Cc. de Florencia, año 1442: DS 1331). Sin embargo, cada persona divina realiza la obra común según su propiedad personal. Así la Iglesia confiesa, siguiendo al Nuevo Testamento (1 Co 8,6): "uno es Dios y Padre de quien proceden todas las cosas, un solo el Señor Jesucristo por el cual son todas las cosas, y uno el Espíritu Santo en quien son todas las cosas (Cc. de Constantinopla II: DS 421). Son, sobre todo, las misiones divinas de la Encarnación del Hijo y del don del Espíritu Santo las que manifiestan las propiedades de las personas divinas. (Cf. Cat.I.C 258) El Padre, quien envía “missio” 5. El Padre, que es principio sin principio, del que es engendrado el Hijo y procede el Espíritu Santo por el Hijo, nos creo libremente en un acto de excesiva y misericordiosa benignidad, llamándonos a la participación con El y en El, para su gloria y nuestra felicidad; Justifica este propósito el “amor fontal” o caridad en estado puro que dimana de Él. (LG 2) Jesús ha revelado que Dios es "Padre" en un sentido nuevo: no lo es sólo en cuanto Creador; Él es eternamente Padre en relación a su Hijo único, el cual eternamente es Hijo sólo en relación a su Padre: "Nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar" (Mt 11,27). (Cf. Cat.I.C 240) El Hijo; El enviado del Padre 6. Cristo Jesús fue enviado al mundo como verdadero mediador entre Dios y los hombres. Por ser Dios, habita en Él corporalmente toda la plenitud de la divinidad. (Col 2,9) según su naturaleza humana, nuevo Adán, es constituido cabeza de la humanidad regenerada, lleno de gracia y de verdad (Jn 1,14). Así pues el Hijo de Dios marchó por los caminos de la verdadera encarnación para hacer a los hombres partícipes de de la naturaleza divina; siendo rico se hizo pobre por nosotros, para que con su pobreza nosotros nos enriqueciéramos. Más Él asumió la entera naturaleza humana cuál se encuentra en nosotros miserables y pobres, pero sin el pecado. Y de sí mismo dijo Cristo (Lc 19,10) (Cf. LG 3) En el mismo nombre de Jesús (“Yeshua” en hebreo –Dios salva-) expresa su misión salvífica entre los hombres. Y Cristo (que deriva del hebreo “Mesías” –ungido-) habla de su consagración o su unción a través del Espíritu Santo como sacerdote, profeta y rey (Is 11,2) La consagración mesiánica de Jesús manifiesta su misión divina. "Por otra parte eso es lo que significa su mismo nombre, porque en el nombre de Cristo está sobre entendido El que ha ungido, El que ha sido ungido y la Unción misma con la que ha sido ungido: El que ha

ungido, es el Padre. El que ha sido ungido, es el Hijo, y lo ha sido en el Espíritu que es la Unción" (S. Ireneo de Lyon, haer. 3, 18, 3). (Cf. Cat.I.C 438)

El Espíritu Santo, protagonista de la misión 7. Cristo, envió de parte del Padre al Espíritu Santo para que llevara a cabo interiormente su obra salvífica e impulsara a la Iglesia a extenderse a sí misma. El Espíritu Santo obraba ya, sin duda en el mundo antes de que Cristo fuera glorificado. Sin embargo, el día de pentecostés descendió sobre los discípulos para permanecer con ellos para siempre. (Cf. AG 4) La misión de Cristo y del Espíritu Santo se realiza en la Iglesia, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo. Esta misión conjunta asocia desde ahora a los fieles de Cristo en su Comunión con el Padre en el Espíritu Santo: El Espíritu Santo prepara a los hombres, los previene por su gracia, para atraerlos hacia Cristo. Les manifiesta al Señor resucitado, les recuerda su palabra y abre su mente para entender su Muerte y su Resurrección. Les hace presente el Misterio de Cristo, sobre todo en la Eucaristía para reconciliarlos, para conducirlos a la Comunión con Dios, para que den "mucho fruto" (Jn 15, 5. 8. 16). (Cf. Cat.I.C 737)

III “La iglesia, enviada de Cristo” 8. Para penetrar en el Misterio de la Iglesia, conviene primeramente contemplar su origen dentro del designio de la Santísima Trinidad y su realización progresiva en la historia. "El Padre eterno creó el mundo por una decisión totalmente libre y misteriosa de su sabiduría y bondad. Decidió elevar a los hombres a la participación de la vida divina" a la cual llama a todos los hombres en su Hijo: "Dispuso convocar a los creyentes en Cristo en la santa Iglesia". Esta "familia de Dios" se constituye y se realiza gradualmente a lo largo de las etapas de la historia humana, según las disposiciones del Padre: en efecto, la Iglesia ha sido "prefigurada ya desde el origen del mundo y preparada maravillosamente en la historia del pueblo de Israel y en la Antigua Alianza; se constituyó en los últimos tiempos, se manifestó por la efusión del Espíritu y llegará gloriosamente a su plenitud al final de los siglos" (LG 2).

9. "El mundo fue creado en orden a la Iglesia" decían los cristianos de los primeros tiempos (Hermas, vis.2, 4,1; cf. Arístides, apol. 16, 6; Justino, apol. 2, 7). Dios creó el mundo en orden a la comunión en su vida divina, "comunión" que se realiza mediante la "convocación" de los hombres en Cristo, y esta "convocación" es la Iglesia. La Iglesia es la finalidad de todas las cosas (San Epifanio, haer. 1,1,5), e incluso las vicisitudes dolorosas como la caída de los ángeles y el pecado del hombre, no fueron permitidas por Dios más que como ocasión y medio de desplegar toda la fuerza de su brazo, toda la medida del amor

que quería dar al mundo. Así como la voluntad de Dios es un acto y se llama mundo, así su intención es la salvación de los hombres y se llama Iglesia (Clemente de Alej. paed. 1, 6). (Cf. Cat.I.C 758. 759. 760)

10. Corresponde al Hijo realizar el plan de Salvación de su Padre, en la plenitud de los tiempos; ese es el motivo de su "misión" (LG 3; AG 3). "El Señor Jesús comenzó su Iglesia con el anuncio de la Buena Noticia, es decir, de la llegada del Reino de Dios prometido desde hacía siglos en las Escrituras" (LG 5). Para cumplir la voluntad del Padre, Cristo inauguró el Reino de los cielos en la tierra. La Iglesia es el Reino de Cristo "presente ya en misterio" (LG 3). (Cf. Cat.I.C 763). El Señor Jesús ya desde el principio llamó a Sí a los que Él quiso, y designó a doce para que le acompañaran y para enviarlos a predicar (Mc 3, 13). Los apóstoles fueron así la semilla del nuevo Israel, a la vez que el origen de la jerarquía Sagrada. (LG 5) El Señor Jesús dotó a su comunidad de una estructura que permanecerá hasta la plena consumación del Reino. Ante todo está la elección de los Doce con Pedro como su Cabeza (Mc 3, 1415); puesto que representan a las doce tribus de Israel (Mt 19, 28; Lc 22, 30), ellos son los cimientos de la nueva Jerusalén (Ap 21, 12-14). Los Doce (Mc 6, 7) y los otros discípulos (Lc 10,1-2) participan en la misión de Cristo, en su poder, y también en su suerte (Mt 10, 25; Jn 15, 20). Con todos estos actos, Cristo prepara y edifica su Iglesia. (Cf. Cat.I.C 765) 11. Por ello incumbe a la Iglesia el deber de propagar la fe y la salvación de Cristo, tanto en virtud del mandato expreso, que de los Apóstoles heredó el orden de los Obispos con la cooperación de los presbíteros, juntamente con el sucesor de Pedro, Sumo Pastor de la Iglesia, como en virtud de la vida que Cristo infundió en sus miembros "de quien todo el cuerpo, coordinado y unido por los ligamentos en virtud del apoyo, según la actividad propia de cada miembro y obra el crecimiento del cuerpo en orden a su edificación en el amor" (Ef., 4,16). La misión, pues, de la Iglesia se realiza mediante la actividad por la cual, obediente al mandato de Cristo y movida por la caridad del Espíritu Santo, se hace plena y actualmente presente a todos los hombres y pueblos para conducirlos a la fe, la libertad y a la paz de Cristo por el ejemplo de la vida y de la predicación, por los sacramentos y demás medios de la gracia, de forma que se les descubra el camino libre y seguro para la plena participación del misterio de Cristo. Siendo así que esta misión continúa y desarrolla a lo largo de la historia la misión del mismo Cristo, que fue enviado a evangelizar a los pobres, la Iglesia debe caminar, por moción del Espíritu Santo, por el mismo camino que Cristo siguió, es decir, por el camino de la pobreza, de la obediencia, del servicio, y de la inmolación de sí mismo hasta la muerte, de la que salió victorioso por su resurrección. Pues así caminaron en la esperanza todos los Apóstoles, que con muchas tribulaciones y sufrimientos completaron lo que falta a la pasión de Cristo en provecho de su Cuerpo, que es la Iglesia. (Cf. AG 5) 12. Así es manifiesto que la actividad misional fluye íntimamente de la naturaleza misma de la Iglesia, cuya fe salvífica propaga, cuya unidad católica realiza dilatándola, sobre cuya apostolicidad se sostiene, cuyo afecto colegial de Jerarquía ejercita, cuya santidad testifica, difunde y promueve. La razón de esta actividad misional se basa en la voluntad de Dios, que "quiere que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad.

Porque uno es Dios, uno también el mediador entre Dios y los hombres, el Hombre Cristo Jesús, que se entregó a sí mismo para redención de todos", "y en ningún otro hay salvación". Es necesario que todos se conviertan a El, una vez conocido por la predicación del Evangelio, y a El y a la Iglesia, que es su Cuerpo, se incorporen por el bautismo. Por esta actividad misional se glorifica a Dios plenamente, al recibir los hombres, deliberada y cumplidamente, su obra de salvación, que se completó en Cristo. Así se realiza por ella el designio de Dios, al que sirvió Cristo con obediencia y amor para gloria del Padre que lo envió, para que todo el género humano forme un solo Pueblo de Dios, se constituya en Cuerpo de Cristo, se estructure en un templo del Espíritu Santo; lo cual, como expresión de la concordia fraterna, responde, ciertamente, al anhelo íntimo de todos los hombres. Y así por fin, se cumple verdaderamente el designio del Creador, al hacer al hombre a su imagen y semejanza, cuando todos los que participan de la naturaleza humana, regenerados en Cristo por el Espíritu Santo, contemplando unánimes la gloria de Dios, puedan decir: "Padre nuestro". (AG. 6. 7)

13. A la pregunta ¿Para qué la misión? respondemos con la fe y la esperanza de la Iglesia: abrirse al amor de Dios es la verdadera liberación. En él, sólo en él, somos liberados de toda forma de alienación y extravío, de la esclavitud del poder del pecado y de la muerte. Cristo es verdaderamente « nuestra paz » (Ef 2, 14), y « el amor de Cristo nos apremia » (2 Cor 5, 14), dando sentido y alegría a nuestra vida. La misión es un problema de fe, es el índice exacto de nuestra fe en Cristo y en su amor por nosotros. « se nos ha concedido la gracia de anunciar a los gentiles las inescrutables riquezas de Cristo » (Ef 3, 8). La novedad de vida en él es la «Buena Nueva» para el hombre de todo tiempo: a ella han sido llamados y destinados todos los hombres. De hecho, todos la buscan, aunque a veces de manera confusa, y tienen el derecho a conocer el valor de este don y la posibilidad de alcanzarlo. La Iglesia y, en ella, todo cristiano, no puede esconder ni conservar para sí esta novedad y riqueza, recibidas de la divina bondad para ser comunicadas a todos los hombres. (Cf. RM 11) En efecto, lo que la Iglesia anuncia al mundo es el Logos de la esperanza (1 Pe 3,15); el hombre necesita la «gran esperanza» para poder vivir el propio presente, la gran esperanza que es «el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo (Jn13,1)». Por eso la Iglesia es misionera en su esencia. No podemos guardar para nosotros las palabras de vida eterna que hemos recibido en el encuentro con Jesucristo: son para todos, para cada hombre. Toda persona de nuestro tiempo, lo sepa o no, necesita este anuncio. El Señor mismo, como en los tiempos del profeta Amós, suscita entre los hombres nueva hambre y nueva sed de las palabras del Señor (Am 8,11). Nos corresponde a nosotros la responsabilidad de transmitir lo que, a su vez, hemos recibido por gracia. (Cf. VD 91) He ahí por qué la misión, además de provenir del mandato formal del Señor, deriva de la exigencia profunda de la vida de Dios en nosotros. Quienes han sido incorporados a la Iglesia han de considerarse privilegiados y, por ello, mayormente comprometidos en testimoniar la fe y la vida cristiana como servicio a los hermanos y respuesta debida a Dios, recordando que «su excelente condición no deben atribuirla a los méritos propios sino a una gracia singular de Cristo» (Cf. RM. 11)

IV “Missio Ad Gentes” 14. El Señor Jesús envió a sus Apóstoles a todas las personas y pueblos, y a todos los lugares de la tierra. Por medio de los Apóstoles la Iglesia recibió una misión universal, que no conoce confines y concierne a la salvación en toda su integridad, de conformidad con la plenitud de vida que Cristo vino a traer (Jn 10,10); ha sido enviada « para manifestar y comunicar la caridad de Dios a todos los hombres y pueblo». Esta misión es única, al tener el mismo origen y finalidad; pero en el interior de la Iglesia hay tareas y actividades diversas. Ante todo, se da la actividad misionera que vamos a llamar misión ad gentes, con referencia al Decreto conciliar: se trata de una actividad primaria de la Iglesia, esencial y nunca concluida. En efecto, la Iglesia «no puede sustraerse a la perenne misión de llevar el Evangelio a cuantos -y son millones de hombres y mujeresno conocen todavía a Cristo Redentor del hombre. Esta es la responsabilidad más específicamente misionera que Jesús ha confiado y diariamente vuelve a confiar a su Iglesia». (Cf. RM 31) Destinatarios de la misión La Iglesia no puede limitarse en modo alguno a una pastoral de «mantenimiento» para los que ya conocen el Evangelio de Cristo. El impulso misionero es una señal clara de la madurez de una comunidad eclesial. Además, los Padres han manifestado su firme convicción de que la Palabra de Dios es la verdad salvadora que todo hombre necesita en cualquier época. Por eso, el anuncio debe ser explícito. La Iglesia ha de ir hacia todos con la fuerza del Espíritu (1 Co 2,5), y seguir defendiendo proféticamente el derecho y la libertad de las personas de escuchar la Palabra de Dios, buscando los medios más eficaces para proclamarla, incluso con riesgo de sufrir persecución. La Iglesia se siente obligada con todos a anunciar la Palabra que salva (Rm 1,14). (Cf. VD 95) 15. Las diferencias en cuanto a la actividad dentro de esta misión de la Iglesia, nacen no de razones intrínsecas a la misión misma, sino de las diversas circunstancias en las que ésta se desarrolla. Mirando al mundo actual, desde el punto de vista de la evangelización, se pueden distinguir tres situaciones. En primer lugar, aquella a la cual se dirige la actividad misionera de la Iglesia: pueblos, grupos humanos, contextos socioculturales donde Cristo y su Evangelio no son conocidos, o donde faltan comunidades cristianas suficientemente maduras como para poder encarnar la fe en el propio ambiente y anunciarla a otros grupos. Esta es propiamente la misión ad gentes. Hay también comunidades cristianas con estructuras eclesiales adecuadas y sólidas; tienen un gran fervor de fe y de vida; irradian el testimonio del Evangelio en su ambiente y sienten el compromiso de la misión universal. En ellas se desarrolla la actividad o atención pastoral de la Iglesia. Se da, por último, una situación intermedia, especialmente en los países de antigua cristiandad, pero a veces también en las Iglesias más jóvenes, donde grupos enteros de bautizados han perdido el sentido vivo de la fe o incluso no se reconocen ya como miembros de la Iglesia, llevando una existencia alejada de Cristo y de su Evangelio. En este caso es necesaria una «nueva evangelización » o « reevangelización». (RM 33) 16. La misión ad gentes tiene ante sí una tarea inmensa que de ningún modo está en vías de extinción. Al contrario, bien sea bajo el punto de vista numérico por el aumento

demográfico, o bien bajo el punto de vista sociocultural por el surgir de nuevas relaciones, comunicaciones y cambios de situaciones, parece destinada hacia horizontes todavía más amplios. La tarea de anunciar a Jesucristo a todos los pueblos se presenta inmensa y desproporcionada respecto a las fuerzas humanas de la Iglesia. Las dificultades parecen insuperables y podrían desanimar, si se tratara de una obra meramente humana. En algunos países está prohibida la entrada de misioneros; en otros, está prohibida no sólo la evangelización, sino también la conversión e incluso el culto cristiano. En otros lugares los obstáculos son de tipo cultural: la transmisión del mensaje evangélico resulta insignificante o incomprensible, y la conversión está considerada como un abandono del propio pueblo y cultura. No faltan tampoco dificultades internas al Pueblo de Dios, las cuales son ciertamente las más dolorosas. Mi predecesor Pablo VI señalaba, en primer lugar, « la falta de fervor, tanto más grave cuanto que viene de dentro. Dicha falta de fervor se manifiesta en la fatiga y desilusión, en la acomodación al ambiente y en el desinterés, y sobre todo en la falta de alegría y de esperanza Grandes obstáculos para la actividad misionera de la Iglesia son también las divisiones pasadas y presentes entre los cristianos, la descristianización de países cristianos, la disminución de las vocaciones al apostolado, los antitestimonios de fieles que en su vida no siguen el ejemplo de Cristo. Pero una de las razones más graves del escaso interés por el compromiso misionero es la mentalidad indiferente, ampliamente difundida, por desgracia, incluso entre los cristianos, enraizada a menudo en concepciones teológicas no correctas y marcada por un relativismo religioso que termina por pensar que « una religión vale la otra». Podemos añadir —como decía el mismo Pontífice— que no faltan tampoco «pretextos que parecen oponerse a la evangelización. Los más insidiosos son ciertamente aquellos para cuya justificación se quieren emplear ciertas enseñanzas del Concilio». Las dificultades internas y externas no deben hacernos pesimistas o inactivos. Lo que cuenta—aquí como en todo sector de la vida cristiana— es la confianza que brota de la fe, o sea, de la certeza de que no somos nosotros los protagonistas de la misión, sino Jesucristo y su Espíritu. Nosotros únicamente somos colaboradores y, cuando hayamos hecho todo lo que hemos podido, debemos decir: «Siervos inútiles somos; hemos hecho lo que debíamos hacer» (Lc 17, 10). (Cf. RM 35.36) 17. El inmenso horizonte de la misión eclesial, la complejidad de la situación actual, requieren hoy nuevas formas para poder comunicar eficazmente la Palabra de Dios. El Espíritu Santo, protagonista de toda evangelización, nunca dejará de guiar a la Iglesia de Cristo en este cometido. Sin embargo, es importante que toda modalidad de anuncio tenga presente, ante todo, la intrínseca relación entre comunicación de la Palabra de Dios y testimonio cristiano. De esto depende la credibilidad misma del anuncio. Por una parte, se necesita la Palabra que comunique todo lo que el Señor mismo nos ha dicho. Por otra, es indispensable que, con el testimonio, se dé credibilidad a esta Palabra, para que no aparezca como una bella filosofía o utopía, sino más bien como algo que se puede vivir y que hace vivir. Esta reciprocidad entre Palabra y testimonio vuelve a reflejar el modo con el que Dios mismo se ha comunicado a través de la encarnación de su Verbo. La Palabra de Dios llega a los hombres «por el encuentro con testigos que la hacen presente y viva». De modo particular, las nuevas generaciones necesitan ser introducidas a la Palabra de Dios «a través del encuentro y el testimonio auténtico del adulto, la influencia positiva de los amigos y la gran familia de la comunidad eclesial».

Hay una estrecha relación entre el testimonio de la Escritura, como afirmación de la Palabra que Dios pronuncia por sí mismo, y el testimonio de vida de los creyentes. Uno implica y lleva al otro. El testimonio cristiano comunica la Palabra confirmada por la Escritura. La Escritura, a su vez, explica el testimonio que los cristianos están llamados a dar con la propia vida. De este modo, quienes encuentran testigos creíbles del Evangelio se ven movidos así a constatar la eficacia de la Palabra de Dios en quienes la acogen. (Cf. VD 97)

Conclusión Es por tanto, menester resaltar la obediencia a los santos padres que nos exhortan a esta actividad misionera; Pero principalmente al Padre, que envió a su unigénito para que se encarnase en el ceno virginal de una galilea prometida con un descendiente de David, al igual que ella. (Lc 1, 26-27) Y que luego de anunciar el Reino, de Ser el mismo Reino entre los hombres (Lc 16, 16) y elevarse en la cruz y elevarnos con Él (Jn 12, 32) para que con su preciosísima sangre fuésemos lavados del pecado y para que con su descenso a los infiernos fuésemos enaltecidos con Él para gloria de Dios padre, por su voluntad propia unida a la del Padre en obediencia extrema (Lc 22, 42) a pesar de su condición humana, en la que no por ser Dios no intervinieron todas nuestras miserias excepto el pecado. (Fil 2, 611) y que en su cuerpo glorioso exhortó a sus discípulos a anunciar el Reino por las naciones (Mt 28, 19) y que desde pentecostés esto fue concretado con la ayuda del paráclito que Él mismo prometió y envió a través del Padre (Hch. 2, 1-4) Por eso, animados por el Espíritu Santo que es protagonista de la misión debemos animarnos a ser fieles al mandato y envío de Cristo que aún hoy resuena señalando a cada corazón que no le conoce. Cómo Él fue fiel, obediente al Padre y en el cumplimiento de su voluntad dio culmen a la historia de Salvación, restaurando nuestra amistad con Él. Es además, grato recordar las palabras exhortativas de los obispos que animados por el impulso del Espíritu Santo, señalan la alegría y el compromiso con la misión, con el anuncio y la vivencia del Reino. “En el encuentro con Cristo queremos expresar la alegría de ser discípulos del Señor y de haber sido enviados con el tesoro del Evangelio. Ser cristiano no es una carga sino un don: Dios Padre nos ha bendecido en Jesucristo su Hijo, Salvador del mundo. La alegría que hemos recibido en el encuentro con Jesucristo, a quien reconocemos como el Hijo de Dios encarnado y redentor, deseamos que llegue a todos los hombres y mujeres heridos por las adversidades; deseamos que la alegría de la buena noticia del Reino de Dios, de Jesucristo vencedor del pecado y de la muerte, llegue a todos cuantos yacen al borde del camino, pidiendo limosna y compasión (Lc 10, 29-37; 18, 25-43). La alegría del discípulo es antídoto frente a un mundo atemorizado por el futuro y agobiado por la violencia y el odio. La alegría del discípulo no es un sentimiento de bienestar egoísta sino una certeza que brota de la fe, que serena el corazón y capacita para anunciar la buena noticia del amor de Dios. Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo.” (Cf. Ap 28. 29)

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