Gato 2 (Chat 2) Por cierto

www.elboomeran.com Bernard Pivot Michel Onfray es más explícito: «(El gato) proporciona una mirada incisiva de la realidad; él lo comprendería todo

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FOTOSINTESIS CO2 + H2O l luz O2 + (CH2O) Plantas Bacterias acte as Algas fotosintéticas FASES DE LA FOTOSÍNTESIS FASE LUMINOSA FASE S OSC OSCU

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Bernard Pivot

Michel Onfray es más explícito: «(El gato) proporciona una mirada incisiva de la realidad; él lo comprendería todo pero se impondría a sí mismo una ley para no decir nada. Testigo indolente, colocaría el mutismo integral en lo más alto de la sabiduría, orientándolo hacia el misterio: los que callan solo lo hacen conforme a las relaciones privilegiadas establecidas con un ideal que convierte el lenguaje en obsoleto. Es mejor la boca cerrada que el soliloquio. Mi gato no habla porque conoce la vanidad del parloteo, sin duda». (El deseo de ser un volcán). Por cierto... «Mallarmé cuenta que, de noche, oye cómo hablan los gatos en los tejados. Realmente no les presta atención, hasta que lo hace su propio gato, el valiente Raminagrobis, muy sabio, cuando otro gato le pregunta: “¿A qué te dedicas ahora?” Y el gato le responde: “Finjo ser un gato en casa de Mallarmé”». (André Malraux, Antimemoires).

Gato 2 (Chat 2)

A Pierre Roudil

Con la edad se quedó sordo. Pero su mirada seguía siendo la de un gato al que no habían aburrido ni deteriorado los placeres de la mesa y del espíritu. Quizá se pudiera observar en sus grandes ojos almendrados y verdes una ligera tendencia a oscurecerse, como si el tiempo, en lugar de despintar el iris, hubiera acentuado eso que podríamos denominar los tintes de la contemplación. Él leía, y fue una suerte que pudiera leer hasta el final. Murió a los veintitrés años y medio y —como muchos archivistas, bibliotecarios, analistas y monjes eruditos que Dios olvida llamar porque se esconden tras montañas de papel— su elevada edad se debía probablemente a su intimidad con los libros. Frío y tieso, con los ojos todavía abiertos parecía que continuaba escrutando imágenes o palabras. ¿Había retomado ya sus lecturas en el más allá? ¿Había pasado, casi sin saberlo, de una

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vivienda-biblioteca a otra? ¿Se asombró al no verme allí? Los gatos no se asombran de nada, ni siquiera de leer. Él sabía hasta pasar las páginas. Llegó sin pedigrí, sin papeles, sin diploma, pero con la recomendación de una secretaria sagaz, y se instaló en nuestra casa el mismo año en que yo debuté en la televisión. Le importaban un comino mis angustias. Cuando era pequeño, aunque era juguetón, ya tenía un temperamento soñador y a menudo reservado. Comprendió que en aquella casa no habría más que un rival: el libro; y que lo que más le convenía no era competir contra su numerosidad, su disponibilidad y sus misterios, sino convertirse en su aliado mediante la lectura. De este modo se volvió tan serio como un autodidacta. Demasiado serio, incluso. Mucho más que yo. Por más que le decía que en la vida no solo está la literatura, él era reflexivo y circunspecto como una obra de la editorial Presses Universitaires de France. Coincidíamos en nuestro gusto por el pescado y la carne, pero no podía seguirle en sus largas sesiones de deconstrucción de la novela o de reiteración ontológica. Le horrorizaba que le molestaran mientras reflexionaba. En una foto aparece tumbado en el sofá del salón, rodeado por Yves Montand, François Périer y Michel Piccoli, a los cuales se había negado a ceder el sitio. La fama no le impresionaba, pero mis amigos se quedaron pasmados ante la manera soberana y hogareña que él tenía de ejercer su santa voluntad. Cuando aparecía un equipo de televisión o unos fotógrafos por el pasillo de la entrada, huía al fondo del piso donde esperaba escondido hasta que aquellos inoportunos se marchaban. Si hubiera sido periodista en la televisión, se habría sentido feliz si le hubieran condenado al ostracismo laboral... con un buen libro. Creo que me quería porque yo leía. Entre nosotros existía en ese momento una connivencia que apaciguaba su mal carácter, o como mínimo su circunspección. Se colocaba en mis pies o sobre mi mesa y ronroneaba con una afectuosa complicidad literaria. Yo me encontraba entonces en la gloria, me derretía, y hay que reconocer que los libros que tenía bajo los ojos se beneficiaban de un atractivo, de un encanto, de

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una plusvalía que no tenían las obras que caían en mis manos cuando él no me ayudaba en mis lecturas o cuando se quedaba lejos. De este modo mi gato ha influido mucho en mis opiniones. E incluso en mis elecciones. Si venía y se tumbaba sobre un volumen abierto, estaba claro que me desaconsejaba continuar con la lectura. ¿Se había dado cuenta de que yo estaba bostezando? ¿Lo había hojeado la noche antes mientras yo dormía? En veintitrés años de vida en común y de trato compartido con los libros, jamás cometió la torpeza de interrumpirme durante la lectura de una obra que me proporcionaba placer. Prudencia y delicadeza. Él sabía leer en la mirada de un lector. Como todos los gatos, curioso por los paquetes que entraban en la casa, presentía la llegada de los libros que traía el cartero o el mensajero. Al darme cuenta de que desatendía a unos y prestaba atención a otros, pensé que él me estaba dando ahí un primer aviso. Pero me equivocaba. ¿Quizá quería ver hasta dónde llegaba mi confianza en él? Si yo hubiera ratificado sus elecciones a través del papel del embalaje, sin duda lo habría decepcionado. Ya he dicho que era un gato muy serio. Y bonito. Aunque viniera al mundo de forma circunstancial en los tejados, tenía la categoría de una edición original en papel de lujo. Con el pelo blanco y gris oscuro, era de patas largas, recio y se deslizaba con elegancia entre los montones de libros. No se llamaba Proust ni Montaigne, sino simplemente Rominet24. Cuando yo leía en voz alta una página que me fascinaba, levantaba las orejas y sus patas se estremecían. (Aparecido en Le Journal du dimanche, 8 de diciembre de 1996). Por cierto... «Marcel Aymé tenía un gato al que adoraba, que acudía a su mesa para reclamar caricias mientras él escribía. Un día que tenía que terminar un texto apartó al gato. El animal se fue a la ventana, se lanzó al 24 Nombre con el que llama Piolín al gato Silvestre en el doblaje al francés de los dibujos animados de Looney Tunes.

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vacío y se mató. Marcel me dijo en voz baja: “Mi gato se ha suicidado”. Sin duda el gato simplemente se resbaló, pero así es mucho más hermoso». (Yves Robert, Un homme de joie).

Tornasolado (Chatoyant) Tornasolado: que tiene o hace visos, que cambia sus reflejos según el brillo y la inclinación de la luz. Cuando me topo con este adjetivo, rara vez empleado, en el transcurso de una lectura, enseguida me recuerda a Vladimir Nabokov. Chatoyant (tornasolado, brillante) era una de sus palabras francesas favoritas. La pronunciaba con glotonería, casi con voluptuosidad, mientras la hacía destacar sobre el resto de la frase. Articulaba las tres sílabas como si las cantara: cha-toy-yant, esta última mas fuerte y prolongada si era en femenino, -yante. Cuando fui a ver a Nabokov al viejo palacio de Montreux, donde tenía su residencia, para convencerle de que viniera a Apostrophes, me quedé desconcertado mientras tomábamos el té con su esposa al oírlo pronunciar la palabra chatoyant a propósito de no recuerdo qué. ¿Los árboles del parque? ¿El juego de té? ¿Los colores de París? ¿La literatura? Sentí menos asombro, aunque seguía estando maravillado, cuando utilizó su tornasolado adjetivo durante el programa. Estaba hablando de los malos lectores y de los buenos lectores, y de cómo estos últimos distinguían de repente «una frase tornasolada». Ya en la tercera página de Lolita (en la traducción de Maurice Couturier, 2001), los buenos lectores perciben ese querido adjetivo nabokoviano25. «Crecí como un niño feliz, saludable, en un mundo tornasolado de libros ilustrados, arena limpia, naranjos, perros amistosos, paisajes marítimos y rostros sonrientes». 25 El adjetivo original en inglés que utiliza Nabokov es bright. En las traducciones al castellano de Lolita de Enrique Tejedor (Grijalbo, 1982) y de Francesc Roca (Anagrama, 2002), se emplea la palabra «brillante».

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E incluso los críticos y exégetas de Nabokov sucumben a su influencia tornasolada. Así, George Steiner, al principio de su descripción dice: «Este virtuoso del imaginario no se imagina, en el fondo, más que el tornasolado cortejo de sus trabajos y de sus días». (Chroniques du New Yorker). Por cierto... Vladimir Nabokov tenía mirada de arquitecto decorador y ojo de pintor. Lo demostraba, en particular, con los colores. Entre otras palabras relativas al colorido, le gustaban también mucho abigarramiento y abigarrado.

Cabrito (Chevreau) Cuando era pequeño, con la ayuda de un niño de mi edad y de un perro, recogía las cabras y las ovejas de una granja de Charnay, población del Ródano, donde mis padres a veces me enviaban interno durante las vacaciones. Llevábamos el rebaño a pacer a un prado al que llegábamos después de una larga procesión entre taludes y muros de piedra que las cabras escalaban con malicia y ligereza. Me gustaban sus caprichos, su desobediencia, su tozudez y su carácter huidizo, mientras que la sumisión grupal de las ovejas no me suscitaba ningún reconocimiento ni simpatía. Varias cabras parieron. Desde que comenzaban a sostenerse sobre sus patas y a jugar, con sus cabecitas unas veces levantadas y otras agachadas para expresar curiosidad o resistencia, los cabritos se convertían en amigos y juguetes. Yo no dejaba de contemplarlos, de acariciarlos, de manosearlos, de hablarles, de revolcarme con ellos por la paja. Siempre me ofrecía voluntario para llevarlos a mamar con su madre. Y, cuando llegó la época de los biberones, no permi[ 66 ]

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tía que nadie tuviera el placer de introducir la tetina en sus labios ya húmedos por la avidez. Todas las mañanas, antes de partir con el rebaño, me despedía de ellos, los abrazaba y los apretaba contra mí con toda la ternura de mi corta edad. Un día, poco antes de mediodía, la lluvia amenazaba y regresamos antes que de costumbre. El rebaño se precipitó hacia el patio, las ovejas delante y las cabras detrás, dispersas. Todos nos dirigíamos hacia el establo cuando vi, como crucificados sobre la gran puerta de madera, los cuerpos desollados y sanguinolentos de los cabritos. El carnicero estaba lavando sus cuchillos en un cubo y la paja enrojecida formaba un montón sobre el cual había trapos manchados con la sangre de los animales. Yo emití un grito. ¿De horror? ¿De cólera? ¿De angustia? ¿De indignación? Ese grito retumbó durante mucho tiempo en los oídos de los granjeros y de sus dos hijos. Aún creo oír ese grito, como si estuviera grabado en el disco duro de mi infancia.

Chocolate (Chocolat) ¿El chocolate es una droga? Seguro. Muchos tragones impenitentes están enganchados al chocolate como quien esnifa cocaína de forma empedernida. Con la diferencia de que las semillas de cacao son de comercio libre y que el chocolate desata en nosotros, ya sea en polvo, sólido o líquido, una glotonería autorizada por la República y por la Facultad. El que tiene mono de chocolate no abre una tableta de forma delicada. La agarra con impaciencia, desliza un dedo por debajo de la solapa del envoltorio, la arranca, rompe el papel de plata, deja al descubierto la tableta que ahora está prisionera de sus manos y sus ojos y pronto se someterá a su concupiscencia. Con la caja de bombones no tiene miramientos. Se tarda demasiado en deshacer el nudo. Si tiene unas tijeras, lo corta. Si no, tira de la cinta hasta que cede. O bien, si no está muy [ 67 ]

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apretada, la desliza a lo largo del embalaje, cuyas solapas abre rápidamente a continuación. Arranca el papel fantasía de arriba y, mientras analiza los diferentes tipos de bombones que se le ofrecen, escoge el primero en lo que será una larga ascensión al paraíso de los aztecas. El hígado, por supuesto. ¡Ay, el hígado! ¿Cómo se presenta el hígado de un loco del chocolate? La imagen aparece alterada. Rojo oscuro. Color burdeos, cacao. Con el que se fabrica la bilis. Frédéric Dard se jactaba de haber llevado a cabo la «unión sagrada» de su hígado con el chocolate. Había conseguido educarlo e incluso adiestrarlo, pues «el hígado es, mucho antes que el caballo, la conquista más hermosa del hombre». (Prefacio del libro de Martine Jolly El chocolate, una pasión devoradora). Una vez domado el hígado, quedan los riñones, indomesticables e incluso nada influenciables. Dos cabezas de chorlito. Fabrican piedras. Y cuando esas piedras quieren abrirse paso por nuestros bajos fondos, ¡ay, ay, ay! Durante mi segunda crisis de cólico nefrítico, el cirujano me pidió que observara la cosita dura que había extraído de mis conductos íntimos y que sostenía entre el pulgar y el índice. «Se distinguen bien —me dijo— los estratos de chocolate. Desde arriba hacia abajo: La Maison du Chocolat, Bernachon, Valrhona, Côte d’Or, Lindt, aunque algunas marcas seguramente se me escapen. Yo no poseo la maestría que tiene usted...». Cuando los periodistas le preguntaban a Frédéric Dard, con aires de inspectores de hacienda, por qué vivía en Suiza, él respondía: «Porque me gusta el chocolate». Era más el chocolate con leche que el chocolate negro lo que, cuando las fronteras no eran convencionalismos, merecía una excursión por Ginebra. Vladimir Nabokov: «Es imposible recuperar el sabor del chocolate con leche suizo de 1910, ya no existe». (Apostrophes, 30 de mayo de 1975). Creo que todos hemos degustado alguna vez un chocolate, crujiente entre los dientes o fundente en la lengua, que nos ha dejado [ 68 ]

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un recuerdo tan exquisito que a lo largo de la vida nos ha hecho devorar montañas de chocolate para recuperar lo que sabemos que hemos perdido para siempre. Pues lo que ya no existe no es aquel chocolate, sino nosotros, tal como éramos cuando tanto nos gustó. Por cierto... Ser chocolate: en francés significa estar engañado, como mínimo frustrado. No haber obtenido lo que se esperaba. Que te han timado. Antiguamente había dos payasos en el Circo de París que se llamaban Footit y Chocolate. Este último era la víctima del otro. Al final de cada escena, Footit se burlaba de su compañero diciendo: «Él es Chocolate», a lo que el otro contestaba mientras fingía consternación: «Yo soy Chocolate». El éxito que tuvo el número propició la expansión de la expresión francesa ser chocolate.

>Cuerpo, Palabras culinarias desvirtuadas

Cosa (Chose) Un día tuve la idea de un programa que se habría llamado «La cosilla de más». Muchas personas ilustres o célebres, de antaño, ayer y hoy, han añadido a sus hazañas, a sus actividades admirables o detestables que les han otorgado o le otorgan renombre, una cosilla de más. Ese detalle, esa particularidad, ese truco, o mejor dicho, esa minimitología, se ha vuelto tan conocida por el público que este lo identifica de manera espontánea. Ejemplos: el tonel de Diógenes, el bigote de Dalí, la mano de Napoleón en su chaleco, el sombrero de Mitterrand, la magdalena de Proust, la camisa blanca desabrochada de Bernard-Henri Lévy.

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Esta singularidad puede ser una característica física, una prenda, un accesorio, un animal u otra cosa con la que se relaciona su imagen de forma inmediata o se asocia indefectiblemente su reputación. Esto también vale para los personajes imaginarios a los cuales sus creadores han dotado de un «efecto» original que no se olvida. Por ejemplo, la nariz de Cyrano. No todas las mujeres y hombres que han pasado a la posteridad o que han estado de actualidad en un momento dado tienen «una cosilla de más». Pero muchos sí. Saque usted a colación esta conversación en el transcurso de una comida y constatará que los comensales, una vez que entren en el juego, competirán en las referencias. Probablemente citaran de forma aleatoria: -el penacho blanco de Enrique iv -el muslo de Júpiter -la oreja de Van Gogh -el dictado de Mérimée -los plátanos de Joséphine Baker -el bigote de Stalin -los ojos de Michèle Morgan -la espada de Damocles -las manzanas de Cézanne -la bandana de John Galliano -la barba de Victor Hugo -las gafas de Trotski -el sombrero de Gaston Defferre -el antifaz de El Zorro -el cigarrillo de Michel Houellebecq -la manzana de Newton -la sonrisa de la Gioconda

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-la cafetera de Balzac -el sombrero de Marc Veyrat -los ojos de Elsa (Triolet) -los gatos de Léautaud -el bastón de Charlot -la cabeza de ternera o la cerveza Corona de Chirac -la nariz de Cleopatra -el vestido negro de Piaf -la sordera de Beethoven -el pantalón de peto de Coluche -el cigarro de Churchill -el pañuelo palestino de Arafat -los pechos de Sophie Marceau -la capa de san Martín -el perro de Michel Drucker -la butaca de Molière -la gabardina de Humphrey Bogart -la gabardina y el cigarrillo del inspector Colombo -el bigote de Hitler -el tournedos Rossini -la voz ronca de Mauriac -el sombrero del señor Hulot -la pipa de Simenon y de Maigret -las gafas de Harry Potter -la manzana de Guillermo Tell -la barba de Rasputín -la rosa de Nehru -la entrepierna de Sharon Stone (Instinto básico) -la carretilla de Pascal [ 71 ]

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-la colilla en el borde de los labios de Prévert -las gafas de Elton John -el flequillo de Louise Brooks -la bufanda roja de Pierre Rosenberg -el sombrero de paja de Maurice Chevalier -los lobos de Hélène Grimaud -el paraguas de Chamberlain -la cabeza rapada de Yul Brynner -el bigote de José Bové -el pecho de Mae West -la lengua sacada de Einstein -las gafas negras, la coleta y los guantes de Karl Lagerfeld -la cabeza rapada de Barthez («El Divino Calvo») -el sombrero y la flor en el ojal de Charles Trenet -la bañera de Marat -la manzana de Adán y Eva -los gatos de Colette... Esta lista dista de ser exhaustiva. Y usted, lectora o lector, ya habrá pensado en otras «cosillas de más». Cada uno de esos programas diarios no habría durado más de dos minutos. Justo el tiempo de explicar el por qué y el cómo de ese detalle que ha permanecido en la memoria de los hombres. Ilustraciones. ¿Verdad o leyenda? Dos minutos de cultura y entretenimiento populares. O a lo mejor podría haber sido un programa temático más largo: los bigotes, las gafas, los animales domésticos, los sombreros... Pero cuando tuve la idea de esta serie, en el año 2006, yo ya no era gran cosa para la televisión. Diez o veinte años antes, cuando se consideraba que yo hacía cosas importantes, no habría ocurrido tal cosa. Las cosas como son, a los jóvenes tecnócratas de las cadenas

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públicas habría que decirles cuatro cosas, pero yo ya no era más que un «has been». Mi influencia y mi prestigio estaban un poco pasados, así era el orden de las cosas. «Las cosas no pintan bien», decía uno; «No será cosa fácil», decía otro. En definitiva: rechazado. Son cosas que pasan. Pero me dio un poco de cosa... La palabra cosa es un milagro de la lengua. Puede sustituirlo todo: objetos, palabras, sentimientos, utopías. E incluso al sexo: la cosa le obsesiona. E incluso a la justicia: la autoridad de cosa juzgada. E incluso al tiempo: el curso natural de las cosas. E incluso a Dios: pienso que más allá de todo esto hay otra cosa. La cosa es tan maleable y transformable que en francés también acepta el género masculino para sustituir a un trasto, un chisme o un cacharro.

Mono (Chouette) Que no me ponga cara de enfado el mono de la selva. Que no me chille para increparme. Porque aquí no vamos a hablar de él, sino del adjetivo mono que él ha inspirado. ¡Qué bonito! ¡Sí, qué bonito! Mejor: ¡qué mono! «El hijo, dudando: Es esa expresión, “es hermoso”... Eso me lo echa todo por tierra... Basta con aplicarlo a lo que sea y de repente... todo adquiere una atmósfera... Ella: Lo entiendo... se convierte en algo convencional... ¿No es eso? El hijo: Sí. Aunque es bastante mono, lo reconozco... Él, entusiasmado: Mono. Mono. Mono. Cómo no lo he pensado antes. Mono. Ahora lo tendría claro. ¡A veces basta con una sola palabra!» (Nathalie Sarraute, Es hermoso). En efecto, mono es más original que hermoso, bonito, elegante. También más familiar. ¿Podemos decir que es mono un Rembrandt o un Miguel Ángel? Difícilmente. Pero un Magritte o un Folon, igual sí. [ 73 ]

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Con la Gioconda tenemos una relación tan antigua y de tanta confianza que no se ofenderá si le decimos que es una mujer muy mona. Pero a las Vírgenes con Niño no podemos decírselo. Salvo que contemos con el permiso de un cura trotskista del 93. Mono no es una palabra de alta costura, sino de prêt-à-porter, y si me apuran, de ropa de rebajas. No la encontramos en la filosofía ni en la historia, pero sí en la novela, sobre todo popular. Es una casa muy mona. Es un vestido muy mono. Puede tener también el sentido de simpático, amable, conciliador. Esa persona ha sido muy mona con nosotros. ¡Mira que eres mono! ¿Una chica muy mona es guapa o simpática? ¿Y por qué no las dos cosas? ¡Pues mona, entonces! Mono es una monada de adjetivo.

>Colosal

Cigarrillo y corbata (Cigarette et cravate) En los años setenta eran pocos los hombres que no llevaban corbata en los platós de televisión. A mí no se me pasó por la cabeza la idea de librarme de ella. Primero, porque siempre me he sentido más a gusto con ese accesorio que con el cuello descubierto, lo cual no me resultaba nada favorecedor según decían mis allegados, al igual que las camisetas. En segundo lugar, porque en aquella época la corbata formaba parte de la indumentaria correcta que, según los directores de las cadenas, los espectadores tenían derecho a exigir a los presentadores de televisión. Cuando vemos los programas de Ouvrez les guillemets26 y de los primeros años de Apostrophes, nos damos cuenta de que aparecen 26 Programa literario televisivo que presentó Bernard Pivot entre 1973 y 1975, antes de que comenzara Apostrophes.

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muchas corbatas y todavía más cigarrillos. Veinte años después, en las últimas emisiones de Bouillon de culture, las corbatas pasaron a ser escasísimas y, como se prohibió fumar, los cigarrillos desaparecieron. Yo me negué a ceder ante el terrorismo anticorbata, que no era menos virulento que el partidario de la corbata. No quería quedar en ridículo haciéndome el joven, adaptándome a la nueva moda. Se podría hacer, al menos parcialmente, una historia de la evolución de la corbata —longitud, colores, motivos— durante mis veintiocho años de emisiones en directo. Muchas de ellas las compré; otras me las regalaron. Desde la mirada actual algunas siguen siendo elegantes. Otras son ridículas. ¿Cómo pude atarme en el cuello un trozo de tela tan vulgar? Era la moda, en efecto, pero no siempre he sabido distinguir el mal gusto del momento del buen gusto intemporal. Fue Philippe Sollers quien fumó por última vez en el plató de Bouillon de culture. En ese mismo programa estuvo Jacqueline de Romilly. Ella se encontraba a mi derecha, muy lejos de mí, en la penumbra, porque sus frágiles ojos, que ya no veían nada, no soportaban la luz directa de los focos. Philippe Sollers era el primer invitado situado a mi izquierda. El humo de sus cigarrillos no podía alcanzar ni molestar a la académica. Pero una cámara tomó un plano en profundidad de Philippe Sollers y Jacqueline de Romilly de manera que la imagen, aplanada con la distancia, daba la impresión a los telespectadores de que la célebre helenista estaba rodeada de humo, intoxicada por la humareda del autor de Mujeres. Las protestas desbordaron la centralita de France 2 durante la emisión. A partir del día siguiente llovieron las cartas que me acusaban de cómplice de la grosería, la zafiedad e incluso la barbarie.

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