Gonzalo Maier. Leyendo a Vila-Matas

Gonzalo Maier Leyendo a Vila-Matas 2 Aunque el gastroenterólogo me lo prohibió, en la cafetería del tren pido un expreso. Y ahí mismo, de pie fren

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Corinne Maier
Ensayistas suizas. Psicoanalistas. Sociedad. Maternidad. Individualidad. Libertad

Biblioteca IES Gonzalo Nazareno
Biblioteca IES Gonzalo Nazareno Autor Amo, Montserrat del ABAD NEBOT, Francisco ABAD NEBOT, Francisco Abad, Francisco Abbott, Edwin A. Abdel-Qadir, G

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Gonzalo Maier

Leyendo a Vila-Matas

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Aunque el gastroenterólogo me lo prohibió, en la cafetería del tren pido un expreso. Y ahí mismo, de pie frente a un mesón blanco que se tambalea, alegre por la cafeína que termina de corroer mi duodeno, la Niña Poste continúa con su interrogatorio, que pronunciado en inglés con acento alemán resulta francamente aterrador. “Es sencillo –le digo–, aunque ya no soy periodista tenía dos razones para tomar este tren e ir a entrevistarlo. Primero porque sus novelas me gustan mucho, y segundo porque estoy preparando un libro sobre sus libros. Pero no será gran cosa. Solo la versión de un artículo que escribí hace un tiempo acompañada de una entrevista larga. O quizá sea al revés y termine escribiendo una gran entrevista acompañada de un artículo breve, no lo sé, pero la verdad es que pretendo que sea una guía. Como una Lonely Planet –le digo– pero de Vila-Matas”. Hasta ahí llega mi respuesta y lógicamente la Niña Poste se encoge de hombros, me dice que no ha

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escuchado hablar de ese señor ni en pelea de perros, sonríe y le da un sorbo a su capuchino. Ella, en cambio, me cuenta que va al Vall d’Hebron a hacer una pasantía. Dice que aún no habla mucho español, pero que lo suyo es un asunto de laboratorios, computadores y pipetas más que de atender pacientes. Me asegura que desde hace solo unos meses es oncóloga y que trabaja con tumores uterinos. Yo sin querer me acuerdo de la muchacha que aparecía en Lost, esa rubia que secuestraron porque era especialista en fertilidad, cuando suena mi celular. Es Paz. Ella, que es muy blanca y tiene los ojos muy verdes, desde que tuvimos a Matías trabaja desde el departamento. Últimamente y junto a Marijke, su nueva mejor amiga, organiza pequeñas tocatas en bares y se inventó una oficina en una esquina de nuestra pieza. No es un mal trabajo. De día envía correos electrónicos, marca círculos con un plumón azul sobre un calendario y al menos durante un par de noches al mes vamos a un bar, cortamos los boletos, ayudamos a cargar los amplificadores y aplaudimos más fuerte que nadie. Claro que tampoco es algo nuevo. Cuando estábamos saliendo de la universidad y necesitábamos plata, en parte porque no queríamos trabajar y en parte porque teníamos planeado un viaje a Buenos Aires, organizamos varias tocatas en Valparaíso y aprendimos los secretos del negocio. La vida es así:

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siempre creímos que ese episodio no era más que un buen recuerdo, pero cuando tuvimos a nuestro hijo, la necesidad de volver a hacer cosas lindas apareció mágicamente de la nada. Ahora, en todo caso, Paz no llama para saber cuánto me falta para llegar a Barcelona ni para saber si la echo de menos. Es raro. Dice que es por Naguib, nuestro vecino. Al parecer se quedó sin llaves y su mujer, Helena, no volverá hasta el día siguiente. Así que en un extraño arranque de solidaridad, no encontró nada mejor que invitarlo a dormir en nuestro sofá. No es que tenga nada contra Naguib, por supuesto, de hecho cada vez que nos encontramos en las escaleras conversamos muy alegremente e incluso una vez nos reímos a carcajadas de unos grafitteros que se ensañaron con la fachada del edificio, pero le pregunto si no le corresponderá pagar su estupidez pasando una noche en un hotel cualquiera en vez de en nuestra casa. “¿O salió sin billetera, también?”, agrego para luego escuchar una risa fingida y un sermón express sobre mi pobre condición no digamos vecinal, sino humana. De repente Paz me dice que Marijke la llama por el otro celular, uno que nunca he entendido bien para qué usa, y da por finalizada la conversación. Punto. Afuera, por la ventana de la cafetería del tren, me parece que los árboles pasan aún más rápido frente a

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Ella es más linda de lo que parece a primera vista. De eso me di cuenta acá mismo, viéndola cruzar el umbral que da al pasillo. Aunque los viajes usualmente engañan. Uno conoce a alguien, por ejemplo, que va sentado justo al lado, en un avión o en un tren rumbo a Estambul, y piensa –siempre piensa– que la vida puede cambiar. Es como en la película de Julie Delpy con Ethan Hawk. O como si en los viajes todo estuviera permitido. Hace ya varios años, y por culpa de mi anterior trabajo, entrevistaba por teléfono a Martín Caparrós. Él estaba en Micronesia, en una isla ridícula, y yo en Santiago, una ciudad también ridícula, pero de otra forma. El motivo de la conversación eran los aviones baratos, los nuevos turistas, el olor de los aeropuertos, el fin del romanticismo y ese extraño género en el que levitan los libros de viajes. Esa vez Caparrós, con su voz ronca y su humor argentino, me dijo que viajaba, que le gustaba viajar, porque solo así lograba detener

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el tiempo. Que sobre los aviones, o incluso en los aeropuertos, era más fácil combatir a la muerte. Que solo en esos lugares hiperhigiénicos se le podía ganar. Según él, viajando los días se vuelven más largos, más detallados. Así, bajándose de un avión y conociendo un lugar ajeno, extraño, el tiempo se dilataría y por consiguiente la vida. Comprobarlo es fácil. Es solo cosa de recordar un día cualquiera y contrastarlo con la mañana en que llegaron a esa ciudad en la que pensaron durante meses. Y tal como se dilata el tiempo, creo, también se multiplica lo que uno espera. Por eso no sé si la Niña Poste es efectivamente tan graciosa y linda como me parece ahora. Aunque tampoco creo que importe. Yo aún estaba pensando en si llamaba o no por teléfono, cuando su radar no tardó ni un segundo en ubicarme. Además, como tiene las piernas muy largas, con solo un par de pasos llegó hasta el rincón en donde estoy. Entonces, de un sopetón y como si yo no tuviera en qué pensar, me dice que la historia, en todo caso, no terminó ahí. Que la enemistad de Willy con Marcus, sus dos antiguos compañeros de laboratorio, tomó ribetes históricos cuando ella empezó a salir con el otro. Me dijo, sin que pudiera recordar exactamente de qué estaba hablando, que en un comienzo Marcus no le gustaba, que siempre le pareció retraído y algo aburrido, “como los alemanes del norte”, aseguró, pero una vez que ella terminó con Willy y vio lo

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de la guía telefónica en Kancer, le pareció un tipo más interesante. También, y ahora arreglándose el pelo y mirándome con ojos desolados, me dice que tal vez fue por despecho. Que cada vez que pasaba cerca del microscopio de Willy y veía su chaqueta de cuero café colgada en el respaldo de su silla, como una mancha en ese universo de color blanco, se acordaba de la puta mexicana y de todas las otras que, en esta historia, no tienen nombre ni nacionalidad. Cuando en la oficina se supo el descubrimiento de Marcus y alguien aseguró que el sumario ya estaba en curso, ella se quedó quieta mirando la pantalla de su computador, perdida en algún píxel indefinido y no dijo nada hasta que el último de sus compañeros se fue a casa. Y ahí, sola en medio de tantas células cancerígenas, mucho después de las diez de la noche, subió al segundo piso, buscó una jeringa y, echándose sobre una silla que le permitía ver cómo los cuervos ya se iban apoderando de cada uno de los árboles, se sacó sangre. No mucho. Solo un tubo. Ella me dijo, como si contarle intimidades a un extraño sobre un tren fuera un deporte, que las siguientes horas las pasó buscando el protocolo para hacer exámenes de VIH. Prendió computadores, abrió incubadoras, revisó un par de manuales que estaban en el tercer piso, y cuando ya era muy tarde caminó dos cuadras para comprar un kebab, se durmió frente a

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su computador y sintió una pena parecida a un chicle pegado en la guata. El resultado lo tuvo en sus manos a la mañana siguiente, cuando tenía unas ojeras muy marcadas y el resto de sus compañeros, incluido Marcus y Willy, volvían al trabajo. La historia de amor de la Niña Poste, como se ve, estuvo impregnada de un olor a VIH que ella intentó quitar a la semana siguiente cuando Marcus pasó por el lado de su escritorio, sin siquiera detenerse, y le dejó un pedazo de papel doblado en cuatro. Era el atajo que en vez de llevar al comienzo de Kancer, permitía llegar a la parte en donde el player abría la guía de teléfonos y encontraba una lista de moteles que incluía la oficina, la foto de su ex novio y la recompensa por su cabeza. De repente, cortando la historia de improviso, justo cuando parecía que iba a suceder algo, me dice que el pasillo es muy incómodo, que no se logra sentir a gusto con estas luces tan fuertes, que prefiere volver al comedor por “algo de verdad”. Le digo que sí, que vayamos, no tanto por el hambre que pudiera tener, sino porque ya no aguanto más el vértigo horizontal. Entonces, cuando ella se adelanta un par de pasos, mientras avanza tambaleante rumbo al coche comedor, me retraso unos metros, tomo mi celular y marco el número.

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