Hasta ahora Rachel ha tenido suerte. Pero ni siquiera ella se puede esconder para siempre de una catástrofe. A pesar de salir con un vampiro y vivir

Hasta ahora Rachel ha tenido suerte. Pero ni siquiera ella se puede esconder para siempre de una catástrofe. A pesar de salir con un vampiro y vivir c

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Hasta ahora Rachel ha tenido suerte. Pero ni siquiera ella se puede esconder para siempre de una catástrofe. A pesar de salir con un vampiro y vivir con otro, Rachel Morgan, una cazarrecompensas independiente y sin miedo, además de una bruja imprudente, siempre se las ha arreglado para adelantarse a los problemas… hasta ahora. Un desalmado asesino en serie acecha los Hollows y nadie que viva en Cincinnati o en sus alrededores (humano, no humano o no muerto) está a salvo. Un antiguo objeto puede ser la clave para detener al asesino: una misteriosa reliquia que ahora está en manos de Rachel. Pero revelarlo podría hacer estallar una batalla a muerte entre el amplio abanico de razas sobrenaturales que conviven en la ciudad.

Kim Harrison

Por unos demonios más Rachel Morgan - 5

Título original: For a Few Demons More Kim Harrison, Marzo 2007. Traducción: Laura Rodríguez Gómez

Al hombre que sabe que la rosa es más hermosa cuando todavía tiene espinas.

Agradecimientos

Me gustaría dar las gracias a las personas que han estado a mi lado casi desde el primer día, cuyos esfuerzos combinados y conocimiento del mundo empresarial han tenido un papel tan decisivo a la hora de llevarme hasta donde nunca había soñado: mi editora, Diana Gill, y mi agente, Richard Curtis.

1.

Dar un puñetazo a la parte de atrás de mi armario no era uno de los sueños más agradables que había tenido. En realidad me hice daño. El dolor interrumpió mi cómoda bruma somnolienta y sentí mi parte primitiva, que nunca duerme, midiendo serenamente cómo intentaba reunir fuerzas para despertarme. Con un espeluznante sentimiento de desconexión, observé lo que ocurría, incluso cómo en mi sueño arrancaba la ropa de la barra y la tiraba sobre mí cama arrugada. Sin embargo, algo no iba bien. No me estaba despertando. El sueño no se estaba deshaciendo pasivamente en fragmentos difíciles de recordar. Entonces, sentí una sacudida y me di cuenta de que estaba consciente, pero no despierta. ¿Qué demonios…? Algo iba muy, pero que muy mal y mi instinto me envió una corriente de adrenalina que me atravesó pidiendo que me despertase~ pero no fue así. Respiraba rápido y de manera irregular y, después de vaciar el armario, me tiré al suelo y golpeé con los nudillos las tablas en busca de un compartimento secreto que sabía que no estaba allí. Asustada, me armé de voluntad y me obligué a despertarme. Sentí un intenso dolor en la frente. Me estiré en el suelo y dejé flácidos todos los músculos. Conseguí girar la cabeza, y así, en lugar de romperme la nariz, lo que sentí fue un dolor agudo en la oreja~ Mi cuerpo estaba tumbado sobre la madera dura y fría, y la notaba a través del pantalón corto de pijama y de la camiseta. Mi grito salió como un gorgoteo. ¡No podía respirar! Había algo… algo allí conmigo. En mi cabeza. ¡Intentaba poseerme! El terror me asfixiaba como una manta. No lo veía, no lo oía y apenas podía sentirlo. Pero mi cuerpo se había convertido en un campo de batalla, uno en el que no sabía cómo ganar~ La posesión era un arte negra y yo no había recibido las clases adecuadas~ Maldita sea ,¡se supone que mi vida no es así! El pánico absoluto me dio fuerzas. Intenté meter las piernas y los brazos debajo del cuerpo para impulsarme. Conseguí apoyarme en las manos y en las rodillas y luego me di un golpe contra la mesilla de noche, que cayó al suelo y fue rodando hasta el armario vacío. El pulso me martilleaba y el miedo a ahogarme se apoderó de mí. Conseguí llegar tambaleándome hasta el pasillo pata pedir ayuda. Mi desconocido agresor y yo nos pusimos de acuerdo y trabajando juntos tomamos aire; aquel gesto se convirtió en un grito ahogado. ¿Dónde demonios está Ivy? ¿Está sorda? Quizá todavía no había vuelto de su misión con Jenks. Dijo que volverían tarde. Como molesto por la cooperación, mi atacante apretó con más fuerza y yo me desplomé en el suelo. Tenía los ojos abiertos y la manta roja que formaba mi pelo quedaba entre yo y el pasillo oscuro. Había ganado. Fuese lo que fuese, había ganado y yo entré en pánico al ver cómo me iba levantando con una lentitud escalofriante. Se me pegó a la nariz el intenso aroma a ámbar quemado procedente de mi piel. ¡No! Grité para mis adentros… pero ni siquiera podía hablar. Quería gritar pero, en lugar de eso, mi poseedor me hizo tomar aliento tranquilamente. —Malum —me oí maldecir con una voz que tenía un extraño acento y una cadencia sofisticada que nunca había tenido. Esa fue la gala que colmó el vaso. El miedo se convirtió en ira, No sabía quién estaba allí

conmigo pero, fuese quien fuese, tendría que marcharse. Ahora mismo. Hacerme hablar lenguas desconocidas era de mala educación. Me concentré y sentí el leve roce de la confusión de otra persona, Bien. Podría trabajar a partir de ahí. Antes de que el intruso se pudiese dar cuenta de lo que estaba haciendo, conecté con la línea luminosa del cementerio. Me invadió una sorpresa dura y extraña y, mientras mi agresor intentaba que me desconectase de la línea, establecí un círculo protector en mis pensamientos. La práctica hace al maestro, pensé con suficiencia, y luego me preparé. Esto iba a doler muchísimo. Abrí mis pensamientos a 1a línea luminosa con una despreocupación que no había osado tener antes. Y ocurrió. La magia entró produciendo un gran estruendo, Me desbordó el chi y se derramó por mi cuerpo, quemándome 1as sinapsis y las neuronas. Tulpa, pensé dolorida, y la palabra abrió los canales mentales para almacenar la energía. El torrente me habría matado si no hubiese quemado ya la estela de nervios que iban de mi chi a mi mente. Gimiendo, sentí que el poder volvía a abrasarme mientras se desplazaba velozmente hada el círculo de protección de mis pensamientos, expandiéndolo como un globo. Así era como almacenaba la energía de la línea luminosa para utilizarla más tarde, pero o ese ritmo era como sumergirse en un tanque de metal fundido. Un aullido intenso de dolor resonó en mi interior y, con un empujón mental que refleje con las manos, lo aparté de mí. De repente sentí que un chasquido resonaba en mi interior y quedé libre de 1a presencia desconocida. Oí repicar las campanas en lo alto del campanario como si se tratase de un reflejo de mis actos. En el pasillo, algo cayó a1 suelo y fue rodando y dando golpes hasta estamparse contra la pared situada al fondo del vestíbulo. Tomé aliento, levanté la cabeza y luego grité de dolor, Me dolía todo al moverme, Tenía demasiado poder de la línea luminosa dentro de mí. Me sentía como si se hubiese instalado en mis músculos y al utilizarlos extrajese la energía. —¡Ay! —jadeé, consciente de que había algo al final del vestíbulo que se estaba poniendo de pie. Pero al menos ahora sabía que no estaba en mi cabeza. Me latía el corazón, y eso también dolía. Dios mío, nunca había tenido tanto poder. Y olía fatal. Apestaba a ámbar quemado. ¿Qué demonios estaba pasando? Dolorida pero con determinación, apreté el círculo de protección en mi mente hasta que la energía volvió a pasar por mi chi hasta la línea luminosa. Dolía tanto como recibirla. Pero cuando destejí el siempre jamás de mis pensamientos para dejar solo lo que mi chi pudiese soportar, levanté la mirada y miré a través de mi pelo enmarañado mientras jadeaba. Oh, Dios. Era Newt. —¿Qué estás haciendo aquí? —dije, sintiéndome cubierta de siempre jamás. El poderoso demonio parecía confuso, pero yo todavía estaba demasiado fuera de todo como para apreciar su expresión de perplejidad: o bien era un adolescente barbilampiño o una mujer con los rasgos muy marcados. Era de constitución delgada y estaba de pie, descalzo en mi vestíbulo, entre la cocina y la sala de estar. Yo entrecerré los ojos y volví a mirar; sí, esta vez el demonio estaba de pie, no flotando, con sus largos y huesudos pies posados sobre las planchas del suelo. Entonces me pregunté cómo había conseguido Newt atacarme estando sobre suelo sagrado. Pero la extensión de la iglesia, donde estaba ahora, no estaba consagrada. Parecía desconcertado y llevaba una túnica roja que parecía una mezcla entre un kimono y lo que Lawrence de Arabia debía de ponerse en su tiempo libre.

La energía negra de la línea luminosa formó un borrón y de él surgió un báculo delgado de obsidiana en la mano de Newt, completando así la visión que recordaba de cuando había estado atrapada en siempre jamás y había tenido que comprarle un billete de vuelta a Newt. Los ojos del demonio estaban totalmente negros, incluso la parte que debería ser blanca, pero estaban más vivos que ningunos que jamás hubiese visto y me miraban sin parpadear desde los seis metros que nos separaban; seis metros de nada y una franja de suelo consagrado. Al menos, esperaba que siguiese estando consagrado. —¿Cómo has aprendido a hacer eso? —dijo, y me quedé de piedra al escuchar su extraño acento y aquellas vocales que parecían clavarse en los pliegues de mi cerebro. —Al —susurré, y el demonio levantó sus casi inexistentes cejas. Yo estaba apoyada contra la pared y no le quité los ojos de encima mientras me deslizaba por ella hasta ponerme de pie. No era mi intención empezar el día así. A juzgar por la luz, solo llevaba una hora dormida. —Pero ¿qué te pasa? ¡No puedes aparecerte así sin más! —exclamé, intentando quemar algo de adrenalina mientras permanecía de pie en el vestíbulo con la minúscula camiseta y el pantalón corto que me ponía para dormir—. ¡No te ha invocado nadie! Y ¿cómo has podido tocar suelo sagrado? Los demonios no pueden tocar suelo sagrado. Está en todos los libros. —Yo hago lo que quiero. —Newt examinó la sala de estar y tocó con el báculo el umbral como si estuviese buscando trampas—. Y si sigues haciendo suposiciones como esa, acabarás muriendo — añadió el demonio mientras se ajustaba el filamento de oro negro que brillaba al contacto con el rojo intenso de su túnica—. Yo no estaba en suelo sagrado, lo estabas tú. Y Minias… Minias dijo que yo escribí la mayoría de esos libros, así que, ¿quién sabe lo que hay de cierto en ellos? Sus suaves facciones formaron una mueca de enfado, pero no por mí, sino hacia sí mismo. —A veces no recuerdo bien el pasado —dijo Newt con una voz distante—. O quizá simplemente lo cambian y no me lo dicen. El frío de las horas previas al amanecer me heló la cara. Newt estaba loco. Tenía un demonio loco en mi vestíbulo y mis compañeros de piso llegarían a casa en unos veinte minutos. ¿Cómo algo tan poderoso como eso puede sobrevivir estando tan desequilibrado? Pero el desequilibrio raras veces signi​fica estupidez, aunque sí el poder. Y la inteligencia. Y el ser despiadado y demoníaco. —¿Qué quieres? —le dije mientras me preguntaba cuánto faltaba para que saliese el sol. Con una mirada de preocupación, Newt suspiró. —No me acuerdo —dijo por fin—. Pero tienes algo que es mío. Quiero que me lo devuelvas. Mientras me invadía una serie de emociones desconocidas y los pensamientos de Newt se ponían en orden, entrecerré los ojos para ver mejor a través del sombrío pasillo e intentar averiguar si era macho o hembra. Los demonios podían adoptar la apariencia que deseasen. Ahora mismo Newt tenía las cejas pálidas y un tono de piel claro y totalmente perfecto. Yo diría que era hembra, pero tenía una mandíbula fuerte y aquellos pies descalzos eran demasiado huesudos para resultar bonitos. No les quedaría nada bien el esmalte de uñas. Seguía llevando el mismo sombrero: redondo, con los laterales rectos y la parte superior plana, fabricado con un exquisito tejido rojo y decorado con unas trenzas doradas. Su corte de pelo, anodino, le llegaba justo hasta debajo de la oreja y no aportaba información sobre su género. Cuando le pregunté de qué sexo era, Newt respondió que si eso importaba. Y mientras observaba a Newt esforzándose por pensar, tuve la sensación de que, en realidad, no es que el demonio creyese que aquello no era importante, sino que él o ella no recordaba cómo había nacido. Quizá Minias si, fuese

quien fuese. —Newt —dije, con la esperanza de que no se me notase demasiado que me temblaba la voz—, te pido que te vayas. Vete directamente a siempre jamás desde aquí y no vuelvas a molestarme. Era un buen destierro, excepto que no lo puse primero en un círculo, y Newt levantó una ceja, sin mostrar desconcierto, con una facilidad que demostraba mucha práctica. —Ese no es el nombre para invocarme. El demonio echó a andar. Yo me encogí hacia atrás para invocar un círculo, aunque fuese cutre y no estuviese dibujado ni trazado, pero Newt entró en la sala de estar y lo último que vi pasar por el marco de la puerta fue el dobladillo de su túnica. Desde un lugar que no veía, me llegó el sonido de unas uñas arañando la madera. Se escuchó el crujido agudo de la madera a1 astillarse y Newt se puso a maldecir profusamente en latín. La gata de Jenks, Rex, pasó por mi lado; la curiosidad estaba haciendo todo lo posible por cumplir el refrán. Me lancé a por aquel estúpido animal, pero no le caía bien, así que dio un brinco y me esquivó. La gatita de color caramelo se detuvo en el umbral de la puerta con las orejas de punta. Moviendo la cola, se sentó y observó. Newt no estaba intentando arrastrarme a siempre jamás, ni tampoco inten​taba matarme. Estaba buscando algo y creo que la única razón por la que me había poseído era para poder buscar en la iglesia consagrada. Y eso era una señal de que el suelo seguía siendo sagrado. Pero aquella maldita cosa estaba loca. A saber cuánto tiempo seguiría ignorándome. Hasta que se decidiese, quizá podría conseguir decirle dónde estaba lo que buscaba, fuese lo que fuese. Un golpetazo procedente de la sala de estar me hizo dar un brinco y Rex entré con la cola erizada. Alguien llamando a la puerta principal de la iglesia me hizo girar en el otro sentido, hacia el santuario vacío, pero antes de que pudiese gritar para avisar a quienquiera que fuese, la gran puerta de roble se abrió, ya que había quitado el pestillo a la espera de que regresase Ivy. Genial, ¿y ahora qué? —¿Rachel? —dijo una voz preocupada, y vi entrar a Ceri dando grandes zancadas y vestida con unos vaqueros descoloridos con las rodillas manchadas de tierra, lo que indicaba que había estado en el jardín a pesar de que estaba a punto de salir el sol. A juzgar por sus ojos desorbitados, parecía preocupada y su largo y hermoso cabello ondeaba mientras recorría rápidamente el santuario yermo, dejando huellas de barro con sus zapatillas profusamente bordadas y poco apropiadas para el jardín. Era un elfo encubierto y yo sabía que su horario era como el de un pixie: despiertos día y noche a excepción de unas cuatro horas cada medianoche y cada mediodía. Desesperada, agité las manos, alternando mi atención entre el vestíbulo vacío y ella. —¡Vete! —dije, haciendo de todo menos gritar—. Ceri, ¡márchate! —He oído la campana de la iglesia —dijo, con las mejillas pálidas de preocupación mientras venía a cogerme las manos. Olía de maravilla, con el típico aroma élfico de vino y canela mezclado con el olor honrado de la tierra, y el crucifijo que Ivy le había regalado relucía en la leve claridad—. ¿Estás bien? Si, claro, pensé mientras recordaba haber oído la campana repicar en el campanario cuando expulsé a Newt de mis pensamientos. La expresión «sonar la campana» no era solo una figura retórica y me preguntaba cuánta energía habría canalizado para hacer que sonase la campana de la torre. Oímos un ruido desagradable procedente de la sala de estar, como si alguien estuviese arrancando

los paneles de la pared. Las cejas rubias de Ceri se elevaron. Mierda, estaba tranquila y seria y a mí me temblaba hasta la ropa interior. —Es un demonio —susurré, preguntándome al mismo tiempo si se marcha​r ía o intentaría llegar al círculo que yo había hecho en el sudo de la cocina. El santuario seguía siendo suelo sagrado, pero para protegerme de un demonio yo no confiaba en nada más que en un círculo bien dibujado. Sobre todo de ese demonio. La mirada inquisidora en el delicado rostro en formo de corazón de Ceri se endureció con la cólera. Se había pasado mil años atrapada como familiar de un demonio y los trataba como si fuesen serpientes. Era cautelosa, sí, pero hacía mucho tiempo que había perdido el miedo. —¿Por qué invocas demonios? —dijo en tono acusador—. Y encima, en pijama —dijo, enderezando sus estrechos hombros—. Te dije que te ayudaría con tu magia. Muchas gracias, señorita Rachel Mariana Morgan, por hacerme sentir inútil. La agarré por el codo y empecé a empujarla hacia atrás. —Ceri —le rogué, sin creerme que su delicado temperamento se hubiese tomado aquello erróneamente—. Yo no lo invoqué. Apareció él solo. —Como si ahora yo me dedicase a la magia demoníaca. Mi alma ya tenía tanto hollín demoniaco que podría pintar con él un gimnasio. Al oírme. Ceri hizo que me detuviese a pocos pasos del santuario abierto. —Los demonios no pueden aparecerse sin más —dijo, y la preocupación volvió a apoderarse de ella cuando se llevó las manos a su crucifijo—. Alguien debió de invocarlo y luego lo dejó marchar inapropiadamente. De repente, oí el ruido de unos pies descalzos arrastrándose al otro extremo del pasillo. Se me acelero el pulso y me di lo vuelta. Ceri me siguió un instante después. —¿No pueden hacerlo… o no lo hacen? —dijo Newt. Tenía la gata en brazos y le estaba acariciando las patas. A Ceri le fallaron las rodillas e hice ademán de agarrarla. —¡No me toques! —chilló. De repente, me vi peleándome con ella mientras se giraba a ciegas, se zafaba de mí y salía corriendo hacia el santuario. Mierda, creo que tenemos un problema. Fui tras ella dando bandazos, pero me empujó hacia atrás cuando llegamos al centro de la sala vacía. —Siéntate —dijo con manos temblorosas, mientras intentaba hacer que me sentase. Vale, entonces no nos vamos. —Ceri… —empecé a decir, y luego me quedé con la boca abierta cuando la vi sacar una navaja cubierta de tierra del bolsillo de atrás—. ¡Ceri! —exclamé mientras se cortaba con ella el pulgar. Empezó a brotar sangre y, mientras yo la observaba, dibujó un gran círculo murmurando en latín al mismo tiempo. Su pelo, casi traslúcido, que le llegaba a la cintura, le cubría las facciones, pero estaba temblando. Dios mio, estaba aterrorizada. —Ceri, ¡el santuario es sagrado! —protesté, pero se conectó a una línea e invocó su círculo. De repente, nos rodeó un campo de siempre jamás manchado de negro y yo me estremecí al sentir el hollín de su antigua magia demoníaca reptar sobre mí. El círculo tenía más de metro y medio de diámetro, bastante grande para poder mantenerlo una persona sola, pero Ceri probablemente era la mejor practicante de líneas luminosas de Cincinnati. Se hizo un corte en el dedo corazón y yo le agarré el brazo.

—¡Ceri, para! Ya estamos a salvo. Con los ojos abiertos de par en par por el pánico, me apartó de ella, caí en el interior de su campo y me golpeé con él como si se tratase de una pared. —¡Quítate de en medio! —me ordenó, mientras empezaba a dibujar otro circulo dentro del primero. Estupefacta, me arrastré hacia el centro y ella extendió su sangre por detrás de mí. —¡Ceri…! —dije, intentándolo de nuevo, pero me detuve cuando la vi entrelazar la línea con la primera y ejecutarla. Nunca había visto aquello. Empezó a decir oscuras y amenazadoras palabras en latín. Sentí unos pinchazos de energía por la piel y 1a miré fijamente mientras se cortaba el meñique y empezaba a dibujar un tercer círculo. Mientras lo terminaba lo invocaba en silencio, las lágrimas le empapaban el rostro. Un tercer manto negro se erigió sobre nosotras, pesado y opresivo. Se pasó la navaja de jardín mugrienta a la mano que tenía ensangrentada y, temblando, se preparó para hacerse un corte en el pulgar izquierdo. —¡Basta!… —protesté. Asustada, la agarre por la muñeca, que estaba pegajosa a causa de su propia sangre. Ella levantó la cabeza, y sus ojos, aterrorizados se encontraron con los míos. Tenía la cara tan blanca como la luna. —No pasa nada —dije, preguntándome qué había hecho Newt para poner a esa mujer tan segura de si misma e imperturbable en este estado—. Estamos en la iglesia. Esta consagrada. Has creado un círculo fantástico. —Lo miré con preocu​pación mientras zumbaba por encima de nuestras cabezas. El círculo triple era negro por los mil años de maldiciones que Algaliarept, el demonio del que yo la había salvado, le había hecho pagar. Nunca había sentido una barrera tan fuerte. La hermosa cabeza de Ceri se movía hacia delante y hacia atrás y tenía los labios separados mostrando sus pequeños dientes. —Tienes que llamar a Minias. Que Dios nos ayude. ¡Tienes que llamarlo! —¿Minias? —pregunté—. ¿Quién demonios es Minias? —El familiar de Newt —dijo Ceri tartamudeando, Sus ojos azules transmitían su miedo. ¿Se le había ido la pinza? El familiar de Newt era otro demonio. —Dame esa navaja —dije, quitándosela a la fuerza. Le estaba sangrando el pulgar y busqué algo con que envolvérselo. Estábamos a salvo. Por mí, Newt podía hacer lo que le diese la gana. Faltaba poco para que amaneciese y yo ya me había sentado a esperar el sol en un círculo otras veces. Me pasaron fugazmente por la cabeza recuerdos de mi exnovio, Nick. —Tienes que llamarlo —dijo agobiada Ceri, y entonces la vi caer de rodillas y empezar a dibujar un círculo del tamaño de un plato con su sangre mientras sus lágrimas mojaban la vieja madera de roble a1 tiempo que trabajaba. —Ceri, no pasa nada —dije, poniéndome de pie, confundida. Pero ella levantó la vista y perdí toda mi confianza. —Sí que pasa —dijo en voz baja. El elegante acento que revelaba su origen en la realeza ahora transportaba el sonido de la derrota. De repente, sentimos una oleada de algo que dobló la burbuja de fuerza que nos refugiaba. Yo miré la media esfera de siempre jamás que nos rodeaba y entonces oí el tañido de la campana de la iglesia al resonar. El manto negro que nos protegía tembló y se encendió adoptando el color puro del aura azul de Ceri durante un instante antes de volver al negro de la mácula demoníaca.

Entonces oímos la delicada voz de Newt procedente de la bóveda situada en la parte posterior de la iglesia. —No llores, Ceri. No dolerá tanto la segunda vez. Ceri dio un respingo y yo le agarré el brazo para evitar que saliese hacia la puerta abierta y rompiese su círculo. Ella agitó la mano y me dio en la cara y, a1 oírme gritar, se desplomó a mis pies. —Newt ha roto la santidad —dijo Ceri entre sollozos—. La ha roto. No puedo volver allí. Al perdió una apuesta y yo le lancé maldiciones por diez años. ¡No puedo volver allí, Rachel! Asustada, le puse la mano en el hombro, pero después dudé. Newt era una hembra. Entonces mi rostro se ensombreció. Newt estaba en el pasillo… en la parte consagrada. Volví a pensar en aquella ola de energía. Ceri había dicho una vez que un demonio podía desconsagrar la iglesia, pero que era algo poco probable, yo que costaba demasiado. Y Newt lo había hecho casi sin pestañear. Mierda. Tragué saliva y vi a Newt de nuevo en medio del vestíbulo, dentro de lo que había sido suelo sagrado. Rex seguía en los brazos del demonio blandiendo una estúpido sonrisa de gato. El felino naranja no me dejaba tocarlo, pero ronroneaba mientras un demonio loco lo acariciaba. Claro, era lo más lógico. Con el báculo negro metido en el hueco del codo y envuelta en su túnica de corte elegante, Newt casi parecía una figura bíblica. Su feminidad fue evidente una vez establecido su género. Sus ojos negros, que no parpadeaban, asimilaban plácidamente el círculo de Ceri en medio del santuario casi vacío. Crucé los brazos para ocultar mi casi desnudez, aunque no es que hubiese mucho que ocultar. El corazón me latía a toda velocidad y se me aceleró la respiración. La marca de demonio que tenía en la planta del pie, una prueba de que le debía a Newt un favor por devolverme de siempre jamás a la realidad durante el último solsticio, palpitaba con fuerza, como si fuese consciente de que su creadora estaba presente. Desde el otro lado de las altas vidrieras y la puerta principal abierta entró el zumbido de un coche al pasar y el gorjeo de los pájaros madrugadores. Recé para que los pixies se quedasen en el jardín, El cuchillo estaba rojo y pegajoso por la sangre de Ceri. Sentí ganas de vomitar. —Es demasiado tarde para huir —dijo, cogiéndome otra vez el cuchillo—. Llama a Minias. Newt se puso tensa. Rex saltó de sus brazos y aterrizó sobre mi escritorio. En un ataque de pánico, la gata saltó al suelo, tirando papeles al suelo mientras salía corriendo a toda velocidad hacia el vestíbulo. Newt dio un paso hacia el círculo de Ceri y lo golpeó con su báculo giratorio mientras su túnica ondeaba con sus movimientos. —¡Este no es el lugar de Minias! —gritó—. Dámelo a mí. ¡Es mío! ¡Quiero que me lo devuelvas! La adrenalina hacía que me doliera la cabeza. Vi que el círculo temblaba y luego aguantaba. —Tenemos muy poco tiempo has la que la cosa se ponga seria —susurró Ceri, con la cara blanca pero más calmada—. ¿Puedes distraerla? Yo asentí y Ceri empezó a preparar su hechizo. Noté la tensión en los hombros y recé para que mis dotes de conversación fuesen mejores que para la magia. —¿Qué es lo que quieres? Dímelo y le lo daré. —dije con voz temblorosa. Newt empezó a rodear el círculo como un tigre enjaulado mientras su túnica de color rojo intenso siseaba contra el suelo.

—No me acuerdo. —La confusión endurecía su rostro—. No lo llames —advirtió el demonio con los ojos negros y brillantes—. Siempre que lo hago me hace olvidar. Quiero recuperarlo y tú lo tienes. Vaya, esto se pone cada vez mejor. Newt posó su mirada sobre Ceri y yo me puse en medio. Tuve medio segundo de advertencia antes de que el demonio golpease de nuevo el círculo con el báculo. —¡Corrumpro! —gimió mientras lo golpeaba. A sus pies, Ceri tembló cuando el círculo exterior brilló con un negro intenso al ser poseído por Newt. Con una sonrisita, Newt tocó el círculo y este desapareció para dejar dos bandas finas y brillantes de irrealidad entre nosotros y la muerte, que iba vestida con una túnica de color rojo oscuro y blandía un báculo negro. —Has mejorado mucho tus habilidades, Ceridwen Merriam Dulciate —dijo Newt—. Al es un magnífico profesor. Quizá tanto que puede que te merezcas mi cocina. Ceri no levantó la mirada. La cortina que formaba su pelo claro ocultaba lo que estaba haciendo y sus puntas estaban manchadas de sangre. Yo respiraba rápido y seguí girando para poder ver a Newt! hasta que mi espalda estuvo de nuevo frente a la puerto abierta que daba a la iglesia. —Me acuerdo de ti —dijo Newt, tocando con el extremo de su báculo el lugar donde el círculo se unía con el suelo. Cada toque enviaba un manto negro cada vez más intenso sobre la barrera—. Yo volví a unir tu alma cuando viajaste por las líneas. Me debes un favor. —Contuve un escalofrío cuando los ojos del demonio se posaron sobre Ceri a través de mis piernas desnudas y pálidas—. Dame a Ceri y lo anularé. Me quedé de piedra. Arrodillada detrás de mí, Ceri reunió fuerzas para hablar. —Yo tengo mi propia alma —afirmó con voz temblorosa—. No le pertenezco a nadie. Newt se encogió de hombros y se puso a jugar con el collar que llevaba puesto. —La firma de Ceri está por todo el desequilibrio de tu alma —dijo el demonio mientras se acercaba al piano de Ivy y me daba la espalda—. Está lanzando maldiciones por ti, y tú estás aceptando. Si eso no la conviene en tu familiar, ¿entonces qué es? —Lanzó una maldición por mí —admití mientras observaba como el demo​nio acariciaba con sus largos dedos la madera negra—. Pero el desequilibrio lo provoqué yo, no ella. Eso la conviene en mi amiga, no en mi familiar. Pero al parecer Newt nos había olvidado. De pie junto al piano de Ivy, la figura con túnica pareció convocar el poder de la sala en su interior, conviniendo así todo lo que un día había sido sagrado y puro en algo para su propio beneficio. —Aquí —murmuró—. He venido a buscar algo que me pertenece y que tú me robaste… pero esto… —Newt se metió el báculo bajo el brazo, inclinó la cabeza y la mantuvo en esa posición durante un rato—. Esto me molesta. No me gusta estar aquí, ¿Por qué me duele? Mantener distraída a Newt mientras Ceri trabajaba estaba bien, pero ese demonio estaba como una cabra. La última vez que me había encontrado con Newt al menos razonaba, pero ese inimaginable poder estaba alimentado por la locura. —¡Fue aquí! —gritó el demonio, y yo di un respingo y contuve un grito. Ceri aguantó la respiración cuando Newt se giró y nos miró con aquellos ojos negros llenos de malevolencia—. No me gusta esto —dijo Newt—. Duele. No debería doler. —No deberías estar aquí —dije con una sensación de ligereza e irrealidad, como si me estuviese meciendo en el filo de un cuchillo—. Deberías irte a casa. —No sé dónde está mi casa —dijo Newt. Su suave voz estaba tintada de una intensa cólera.

Ceri me agarró y dijo: —Ya esta listo —susurró—. Llámalo. Aparté la mirada de Newt mientras el demonio comenzaba a caminar de nuevo en círculos y me fijé en el horrible y elaborado pentáculo rodeado de dos círculos que Ceri había dibujado con su sangre. —¿Crees que invocar a un demonio para que se ocupe de otro es una buena idea? —le susurré, y Newt aceleró el paso. —Él es el único que puede razonar con ella —dijo Ceri, aterrorizada y desesperada—. Por favor, Rachel. Lo haría yo, pero no puedo. Es magia demoníaca. Yo sacudí la cabeza. —¿Un familiar suyo? ¿Habrías ayudado a Al? Mientras Newt se reía de mi apodo para Algaliarept, su demonio captor, a Ceri le temblaba la barbilla. —Newt está loca —susurró. —¿Tú crees? —le espeté mientras pegaba un brinco cuando Newt le dio una patada lateral a la barrera y su túnica giró de manera espectacular. Genial, además sabia artes marciales. ¿Por qué no? Era evidente que llevaba en el mundo bastante tiempo. —Por eso tiene a un demonio como familiar —dijo Ceri parpadeando con nerviosismo—. Tuvieron un enfrentamiento y el perdedor se convirtió en su familiar. Es más bien algo así como un cuidador y probablemente la estará buscando. No les gusta perderla de vista. Se me empezaron a iluminar bombillas en la cabeza y me quedé con la boca abierta. Al ver que lo había comprendido, Ceri tiró de mí hacia abajo en dirección al pentáculo que había dibujado con su sangre. Me agarró la muñeca, le dio la vuelta a la mano y dirigió el cuchillo hacia mi dedo. —¡Eh! —grité mientras retiraba la mano. Ceri me miró y frunció los labios. Se estaba puniendo de muy mal humor. Eso era bueno. Significaba que creía que podría, podríamos, sobrevivir a esto. —¿Tienes un punzón para pruebas de glucosa? —me dijo con brusquedad. —No. —Entonces déjame que te haga un corte en el dedo. —Tú ya estás sangrando —dije—. Utiliza tu sangre. —La mía no funciona —dijo apretando los dientes—. Es magia demoníaca y… —Sí, ya lo pillo —interrumpí. Su sangre no tenía las enzimas adecuadas y, gracias a algunos pequeños ajustes genéticos ilegales que había hecho para salvar mi vida, había sobrevivido a nacer aunque yo sí las poseía. La presencia zumbante del círculo que se extendía sobre nosotras pareció titubear y Newt emitió un sonido de éxito. Ceri se estremeció al perder el control del círculo de en medio y Newt lo derribó. Solo quedaba un círculo fino y frágil. Extendí la mano, muerta de miedo. Ceri y yo nos miramos a los ojos y me di cuenta de que el estrés hacia más hermosas sus facciones angulosas. Yo solo estaba fea cuando me asustaba. Newt tenía la mano suspendida sobre el último círculo y sonreía con maldad mientras murmuraba en latín. Aquello se había convertido en una carrera. Ceri hizo un pequeño corte en mi dedo y yo me sacudí al notar el pinchazo mientras veía brotar una perla roja. —¿Qué hago? —le pregunté. Aquello no me gustaba nada.

Con sus ojos azules llenos de lágrimas, me giró la mano con la palma hacia abajo y la colocó en el círculo. La vieja madera de roble pareció vibrar, como si la fuerza de su vida almacenada estuviese fluyendo hacia mí, conectándome a la rotación de la tierra y al fuego del sol. —Es una maldición pública —dijo, y sus palabras salieren a borbotones—. La frase de invocación es «mater tintinnabulum». Di eso y el nombre de Minias en tu mente y la maldición te conectará. —No invoques a Minias —amenazó Newt, y entonces noté que el control de Ceri sobre el último circulo aumentaba mientras el demonio estaba distraído—. Te matará más rápido que yo. —No lo vas a invocar, vas a pedirle que te preste atención —dijo Ceri desesperada—. El desequilibrio normalmente iría hacia ti, pero lo puedes negociar a cambio de decirle dónde está Newt y él lo aceptará. Si no lo hace, lo haré yo. Era una gran concesión por parte de la elfa cubierta de mácula. Aquello cada vez tenía mejor pinta, pero el sol todavía no había salido y Newt parecía preparada para destrozarnos. No creía que Ceri pudiese mantener la concentra​ción durante mucho más tiempo contra un señor de los demonios. Y tuve que creerme aquello de que los demonios tenían una manera de controlar a ese miembro de su especie, pues de lo contrario ya estarían muertos. Si se llamaba Minias y se hacía pasar por su familiar, entonces era así como había que hacerlo. —Date prisa —susurró Ceri, con la cara empapada en sudor—. Probablemen​te aparecerás como un usuario no registrado pero, a menos que ella lo haya maldecido de nuevo, probablemente la estará buscando y responderá. ¿Usuario no registrado?, me pregunté. Me humedecí los labios y cerré los ojos. Ya estaba conectada a la línea, así que lo único que quedaba era invocar la maldición y pensar en su nombre. Mater tintinnabulum, Minias, pensé, sin esperar que ocurriese nada. Mi respiración era entrecortada y sentí la mano de Ceri agarrándome la muñeca, obligándome a permanecer en el círculo, Sentí una sacudida de siempre jamás que brotó de mí y que tenía el color de mi aura. Sentí que me abandonaba como un pájaro aleteando y luché por mantener la calma mientras veía a aquello huir de mi imaginación, llevándose consigo una parte de mí. —¡No permitiré que me lo robe! —gritó Newt—. ¡Es mio! ¡Quiero recupe​r arlo! —Concéntrate —susurró Ceri, y eso hice. Sentí que aquel trozo que se había liberado de mí resonaba como una campana por todo siempre jamás. Y como una campana que suena, recibió contestación. Estoy un poco ocupado, dijo una voz irritada. Deje un mensaje en el maldito teléfono y me pondré en contacto con usted. Sentí un escalofrío al sentir vagar por mi mente unos pensamientos que no eran míos, pero Ceri me mantuvo la mano inmóvil. Dentro de Minias había una acumulación de preocupación, culpa y contrariedad. Pero me había ignorado como a una teleoperadora y estaba dispuesto a cortar la conexión. Newt pensé yo. Llévate el desequilibrio por haberte convocado y te diré dónde está. Y promete que no nos harás daño, añadí, Ni dejarás que ella nos lo haga. ¡Y sácala de una maldita vez de mi iglesia! —¡Date prisa! —gritó Ceri, y estuve a punto de perder la concentración. Trato hecho, pensó la voz con decisión. La preocupación de Minias, se acentuó en gran medida y se unió a la mía. ¿Dónde estáis? Mi breve euforia desapareció. Esto…, pensé mientras me preguntaba como dar indicaciones a un

demonio, pero el propio Minias también sintió confundido. ¿Qué rayos esto haciendo al otro lado de las líneas? Está a punto de salir el sol. ¡Está intentando matarme!, pensé yo. ¡Trae tu culo aquí y ven a recogerla! No estás registrada. ¿Cómo se supone que voy a saber quién eres? Tendré que… Me puse tensa y separé la mano del círculo y de la mano de Ceri cuando la presencia de la voz estrujó más mis pensamientos. Respirando con dificultad, me caí de culo y mi cuerpo reflejó mi intento por desprenderme de la presencia de Minias. —Penetrar en tus pensamientos —dijo una voz oscura pero dulce. —Dios, tú que estás en los cielos, sálvanos —dijo Ceri jadeando. Mi cabeza se giró y pude ver que Ceri se caía de espaldas. Golpeé el círculo y el pánico me invadió al ver que se rompía y emitía un destello negro. Oh, Dios, estamos muertos. Nuestras miradas Se encontraron mientras ella se sentaba en el suelo. Sus ojos decían que pensaba que nos había matado. Newt gritó y yo me giré donde estaba sentada y me quedé paralizada por la conmoción. Entre nosotros y Newt no había nada, solo un hombre cuya túnica púrpura era idéntica a la de ella excepto en el color. Iba descalzo y justo en ese instante recordé el brillo de aquella túnica al ponerse entre Ceri y yo cuando él empujó a la elfo contra la burbuja para hacer que se rompiese y así poder llegar a Newt. —Suéltame, Minias —gritó Newt, y yo abrí los ojos de par en par al ver aquella mano de nudillos gigantes agarrándola por el antebrazo—. Tiene algo que me pertenece y quiero que me lo devuelva. —¿Qué tiene tuyo? —le preguntó él con tranquilidad, de espaldas a mí. Minias le sacaba una cabeza a Newt y la hacía parecer vulnerable a pesar de la mordaz vehemencia de su voz. La voz de Minias tenía, un tono fingido demasiado despreocupado. De repente vi que le tenía agarrado el báculo a Newt justo por encima de la mano. Pero Newt no se calmó, ni siquiera cuando la dulce voz de Minias invadió e1 santuario profanado como un bálsamo. Era una voz tranquilizadora, pero también tensa. Newt no dijo nada. Podía ver el dobladillo de su túnica temblar al otro lado de Minias. Me puse de pie con dificultad y Ceri, que estaba a mi lado, hizo lo mismo. No se molestó en restituir el círculo. ¿Qué objetivo tenía todo eso? Minias se movió para bloquear la vista de Newt. Estaba centrado en ella, pero yo estaba segura de que era consciente de nuestra presencia y parecía saber lo que estaba haciendo. Todavía no le había visto 1a cara, pero tenía el pelo corto y castaño y llevaba los rizos aplastados por el mismo sombrero que llevaba Newt. —Respira —dijo Minias, como si estuviese intentando provocar algo—. Dime qué es lo que quieres. —Quiero recordar —susurró ella. Era como si nosotras ya no estuviésemos en aquella estancia. Estaban totalmente concentrados el uno en el otro y entonces Minias dejó de apretarle el brazo. —Entonces, ¿por qué…? —Porque duele —dijo ella, moviendo sus pies descalzos. Inclinándose hacia ella, como si estuviese preocupado, le preguntó con suavidad: —¿Por qué has venido aquí? Ella permanecía en silencio y por fin, dijo: —No me acuerdo —lo dijo agitada, con una voz suave y amenazante, y la única razón por la que

la creí fue porque era evidente que lo había olvidado ya antes de que apareciese Minias. Minias dejó a un lado su cólera. Me sentí como si estuviese presenciando un acontecimiento común pero que raras veces se ve y esperaba que no nos llevasen con ellos cuando estuviesen listos para marcharse. —Entonces vámonos —dijo él con una voz tranquilizadora, y yo me pregunté cuánto de cuidador había allí y cuánto de simple preocupación. ¿Podían los demonios preocuparse los unos por los otros? —Quizá te acuerdes cuando regresemos —dijo mientras giraba a Newt como si fuese a llevársela —. Si te olvidas de algo tienes que ir al primer lugar en que pensaste en ello, y allí le estará esperando. Newt se negó a caminar con él y nuestros ojos se encontraron cuando Minias se apartó. —No está en casa —dijo ella frunciendo la frente para mostrar un profundo dolor interior y, debajo de eso, un poder desbordante contenido por el demonio cuya mano había pasado del báculo a su propia mano—. Está aquí, no allí. Sea lo que sea, está aquí. O lo estaba. Yo… lo sé. —La cólera se reflejó en su frente, nacida de la frustración—. Tú no quieres que recuerde —le dijo en tono acusador. —¿Que yo no quiero que recuerdes? —le preguntó él con dureza mientras la soltaba para extender la mano en un gesto de exigencia—. Dámelos. Ya. Yo miré a uno y después al otro. Había pasado de amante a carcelero en un segundo. —Me falta mi alijo de tejo —dijo é1—. Yo no te he hecho olvidar. Dámelos. Newt frunció los labios y puntos de color aparecieron en sus mejillas. Aquello estaba empezando a cobrar sentido. El tejo era altamente tóxico y se utilizaba casi exclusivamente para comunicarse con los muertos y para hacer olvidar encantamientos. Yo había encontrado uno en la parte de atrás del cementerio junto a un mausoleo abandonado y, aunque yo no me comunicaba con los muertos, lo había dejado con la esperanza de que la negación plausible me hiciese mantener el trasero fuera de los tribunales si alguien lo encontraba allí. El cultivo de tejo no era ilegal, pero cultivarlo en un cementerio, donde su fuerza era mucho mayor, sí lo era. —Los he hecho —espetó Newt—. ¡Son míos! ¡Los he hecho yo! Ella se dio la vuelta para marcharse, pero Minias agarró el báculo y la hizo girarse de nuevo. Entonces pude verle la cara. Tenía una mandíbula fuerte que apretaba por la tensión. Sus ojos rojos de demonio eran tan oscuros que casi escondían su característico aspecto similar al de las cabras y tenía una nariz aguileña muy marcada. Estaba encolerizado, con lo que conseguía equilibrar a la perfección el temperamento de Newt. Las emociones los invadieron o ambos como un torrente liquido y rápido. Fue como si una discusión de cinco minutos hubiese tenido lugar en tres segundos. La cara de ella cambiaba y la de él le respondía provocando cambios de humor en ella que se reflejaban en su lenguaje corporal. Él la manipulaba con sumo cuidado, a ese demonio que había profanado la iglesia casi sin parpadear, que le había dado la vuelta a un triple círculo de sangre a su antojo… algo que siempre me habían dicho que era imposible, pero de lo que Ceri sabía que Newt era capaz. No sabía a quién tenerle más miedo: a Newt, que podría asolar el mundo, o a Minias, que era quien la controlaba. —Por favor —le pidió él cuando la cara de ella mostró disgusto y miró hacia abajo. Newt dudó un poco y luego metió la mano en el bolsillo de su enorme manga y saco de él un puñado de frascos. —¿Cuántos invocaste cuando recordaste? —le preguntó él mientras los frascos tintineaban.

Newt miré al suelo, abatida, aunque su comportamiento me decía que no lo sentía. —No me acuerdo. Él sacudió los frascos en la mano ames de metérselos en el bolsillo al ver claramente su acritud impenitente. —Faltan cuatro. Ella lo miró y empezó a derramar lágrimas de verdad. —Duele —dijo ella, y casi me muero de miedo. ¿Newt se había autoinflingido la pérdida de memoria? ¿Qué fue lo que recordó que no quería recordar? Ceri estaba de píe a mi lado, casi olvidada, y a1 verla desplomarse comprendí que aquello casi habla terminado. Me pregunte cuántas veces habría presenciado aquello. Ya más tranquilo, Minias se acercó a Newt y su túnica púrpura la rodeó. Newt se rodeó con los brazos a sí misma y dejó que él la agarrase, con los ojos cerrados, y metió la cabeza bajo la barbilla de él. Transmitían una imagen elegante y serena, allí de pie con sus túnicas de vivos colores y su digna actitud. Me pregunté cómo podía haber dudado del sexo de Newt. Ahora estaba muy claro, y me acordé de que quizá ella había cambiado sutilmente su aspecto. Al verlos juntos sentí un escalofrío. Minias era el único que podía sacar de la locura a Newt. No me parecía que fuese simplemente un familiar de ella. No creía que fuese alguien sin importancia. —No deberías llevártelos —susurró él, acariciándole la frente con su aliento. Tenía una voz cautivadora que se elevaba y descendía como sí de música se tratase. —Duele —dijo ella, con voz apagada. —Lo sé. —Sus ojos demoníacos se cruzaron con los míos y sentí un escalofrío—. Por eso no me gusta que salgas sin mí —le dijo él, mirándome a mí pero hablándole a ella—. No los necesitas. — Minias rompió el contacto visual que mantenía conmigo, le giró la cara para tenerla de frente y le agarró la cara entre sus manos. Me abracé a mí misma y me pregunté cuánto tiempo llevarían juntos. ¿Lo suficiente como para que una carga obligada se hubiese convertido en un peso llevado voluntariamente? —No quiero recordar —dijo Newt—. Las cosas que he hecho… ¿Un demonio con conciencia? ¿Por qué no? Tienen alma. —No —dijo Minias, interrumpiéndola, y luego la agarró con más dulzu​r a—. Prométeme que la próxima vez que recuerdes algo me lo dirás en lugar de salir a buscar las respuestas. Newt asintió y luego se tensó entre sus brazos. —Eso es lo que estaba haciendo —susurró ella, y se me hizo un nudo en el estómago al ver que se había dado cuenta. Minias se quedó inmóvil y Ceri, que estaba a mi lado, palideció—. ¡Estaba en tus diarios! —exclamó Newt mientras le daba un empujón—. Has escrito todo lo que recuerdo. ¿Cuántos recuerdos tienes en tus libros, Minias? ¿ Cuánto sabes de lo que yo quería olvidar? —Newt… —dijo e1 con tono de advertencia mientras rebuscaba en los bolsillos. —¡Los he encontrado! —gritó Newt—. ¡Tú sabes porqué estoy aquí! ¡Dime por qué estoy aquí! Di un respingo cuando Ceri me agarró la mano. Gritando de cólera, Newt agitó su báculo en dirección a Minias. Los dedos de él iniciaron una danza en el aire, como si estuviese hablando en lengua de signos, y creó un hechizo de línea luminosa. Sentí un bajón enorme, como si alguien estuviese tirando de la línea hacia fuera y, con un grito sorprendente, Minias termino su hechizo sacándole la tapa a un frasco de los que le había dado Newt y agitándolo hacia ella. Newt gritaba consternada mientras las chispas revoloteaban por el aire y su ira, su frustración y

dolor llegaban a su máxima profundidad. Y entonces la alcanzó la poción y su rostro perdió toda expresión. Se quedó quieta, parpadeó, miró el santuario vacío como sin reconocerlo y luego nos miró a Ceri y a mí. Vio a Minias y luego tiró el báculo al suelo como si fuese una serpiente. El báculo cayó al suelo produciendo un ruido seco y rebotó. En el exterior, al otro lado de las vidrieras, los petirrojos estaban cantando con la bruma del amanecer, pero allí dentro era corno si el aire estuviese muerto. —¿Minias? —dijo ella con un tono confuso y consternado. —Ya está —dijo él con una voz suave. Se acercó a ella, recogió el báculo y se lo devolvió. —¿Te he hecho daño? —Su voz mostraba preocupación y, cuando Minias dijo que no con la cabeza, ello se sintió aliviada, aunque luego volvió a invadirla una profunda tristeza. Sentí ganas de vomitar. —Llévame a casa —dijo el demonio mientras me miraba—. Me duele la cabeza. —Espérame. —Minias me miró a mí y luego a ella—. Iremos todos juntos, Ceri contuvo 1a respiración mientras el demonio se acercaba a nosotras con la cara mirando hacia abajo y sus anchos hombros encorvados. Se me pasó por la cabeza volver a restablecer el círculo, pero no lo hice. Minias se detuvo ante mí, tan cerca que me hizo sentir incómoda. Sus ojos cansados recorrieron lentamente mi ropa de dormir, la sangre de Ceri que manchaba mis manos y los tres círculos que casi no habían podido detener a Newt. Levantó la mirada y observé el interior del santuario, donde estaba mi escritorio, el piano de Ivy y el vacío absoluto entre ambos. —¿Fuiste tú quien robó a Ceri de su demonio? —me preguntó, cosa que me sorprendió. Quería explicarle que había sido un rescate, no un robo, pero me limité a asentir. Él levantó y bajó la cabeza una vez, haciéndome burla, y entonces me fijé en sus ojos. El rojo era tan oscuro que parecía marrón y su característica pupila horizontal demoníaca me hizo pararme y pensar. —Tu sangre avivó lo maldición —dijo, y sus ojos rojos de cabra se dirigieron al círculo de sangre que había a mi lado—. Me dijo que te empujó a través de las líneas el invierno pasado. —Me miró de arriba abajo, evaluándome.— No me extraña que Al esté interesado en ti. ¿Tienes algo que pueda haberla atraído? —¿Además del favor que le debo? —dije con voz temblorosa—. No lo creo. Miró el elaborado círculo que Ceri había dibujado para que yo pudiese contactar con él. —Si se te ocurre algo, llámame. Me haré cargo del desequilibrio. No quiero que vuelva aquí. Ceri me apretó el brazo, Si, yo tampoco, pensé. —Quédate aquí —dijo mientras se daba la vuelta—. Volveré para arreglar cuentas. Alarmada, le tire de la mano a Ceri. —Eh, espera, demonio. Yo no te debo nada. Cuando se giró pude ver que tenía las cejas levantadas con un gesto de burla. —Te lo debo yo, idiota. Casi ha amanecido. Tengo que salir de aquí. Volveré cuando pueda. Ceri tenía los ojos como platos. No se me ocurrió que fuese algo bueno que un demonio me debiese un favor. —Eh —dije mientras daba un paso hacía adelante—. No quiero que aparezcas sin más. Es de mala educación. Y además acojona. Minias parecía impaciente por marcharse mientras se colocaba la túnica. —Sí, lo sé ¿Por qué crees que los demonios intentan matar a quienes los invocan? Estás verde,

eres poco inteligente y utilizas arpías maleducadas y torpes que nos piden que crucemos las líneas y que nos hagamos responsables de las consecuencias. Me calenté, pero antes de que pudiese decirle que se pirase, él dijo: —Te llamaré yo primero, Tú te llevas el desequilibrio por eso, ya que lo has pedido. Miré a Ceri para pedirle consejo, y ella asintió. La garantía de que no aparecería mientras me estuviese duchando ya valía la pena. —Trato hecho —dije yo escondiendo la mano para que no me la agarrase. Newt estaba detrás de él y me miró con la frente arrugada. Minias caminó con pasos silenciosos hacia ella para agarrarla por el codo de manera posesiva y sus ojos preocupados se dirigieron a los míos. Levanté la cabeza para mirar detrás de Ceri y de mí y abrir la puerta; entonces escuché el ruido de una moto entrando en la marquesina del aparcamiento. Desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos. Me desplomé aliviada, Ceri se apoyó en el piano y al hacerlo lo manchó de sangre con los antebrazos. Empezaron a temblarle los hombros y yo le puse una mano sobre uno de ellos, aunque solo me apetecía hacer lo mismo. Escuchamos fuera e1 silencio repentino de la moto de Ivy al apagarse. Y luego sus característicos pasos sobre el caminito de cemento. —Entonces el de la tienda le dice al pixie: «¿Qué número tiene usted de pie?» —dijo Jenks, batiendo las alas—. Y el pixie le responde: «El mismo que sentado». —Jenks se rio. El tintineo de su risa era como el de las campanillas de viento—. ¿Lo pillas, Ivy? ¿«De pie»? ¿«Sentado»? —Sí, lo pillo —murmuró ella, acelerando el paso mientras subía los escalones de cemento—. Muy bueno, Jenks. Oye, la puerta está abierta. Al entrar eclipsaron la luz que entraba en 1a iglesia y Ceri se levantó y se limpió la cara, manchándola de sangre, lágrimas y de tierra del jardín. Tanto yo como la iglesia apestábamos a ámbar quemado y me pregunté si alguna vez me volverla a sentirme limpia. Nos pusimos de pie juntas, entumecidas, mientras Ivy se detenía justo en el vestíbulo. Jenks planeó durante tres segundos y luego, mientras soltaba tantos tacos como chispas, salió disparado en busca de su mujer y de sus hijos. Ivy se llevó una mano a la cadera ladeada e intentó asimilar la escena: los tres…, no los cuatro círculos dibujados con sangre, yo en pijama y Ceri llorando en silencio y agarrando su crucifijo con la mano manchada de sangre pegajosa y medio seca. —Por el amor de Dios, ¿qué habéis hecho ahora? Mientras me preguntaba si volvería a dormir alguna vez, miré a Ceri y dije: —No tengo ni idea.

2.

No me encontraba bien. Se me revolvió el estómago cuando me senté en mi silla de respaldo recto de la cocina, a la pesada y enorme mesa antigua de Ivy, que estaba junto a una pared interior. El sol era como una fina lámina de oro que brillaba en el frigorífico de acero inoxidable. No lo veía tan a menudo. No estaba acostumbrada a estar despierta tan temprano y mi cuerpo estaba empezando a hacérmelo saber. No creía que fuese por el problema de la mañana. Sí. Ya. Cerré la bata de rizo y busqué en la guía telefónica mientras Jenks e Ivy discutían junto al fregadero. Tenía el teléfono en el regazo, así que Ivy no se apoderaría de él mientras buscaba a alguien que volviese a consagrar la iglesia. Ya había llamado a los tipos que habían arreglado el tejado para que nos diesen presupuesto para el salón. Eran humanos y a Ivy y a mí nos gustaba utilizarlos, ya que normalmente solían llegar antes de mediodía. Newt había arrancado la moqueta y también varios trozos de paneles de las paredes. Los hijos de Jenks estaban allí ahora mismo, aunque se suponía que ni siquiera deberían estar en la iglesia y, por los gritos y el repicar de sus risas, estaban destrozando el aislamiento que había quedado expuesto. Al girar otra de las finas páginas de la guía me pregunté si Ivy y yo podríamos aprovechar la oportunidad para hacer algunas reformas. Debajo de la moqueta había un bonito suelo de madera e Ivy tenía muy buen ojo para la decoración. Había reformado la cocina antes de mudarme yo y me encantaba como había quedado. La gran cocina de tamaño industrial nunca había sido consagrada, ya que se había añadido a la iglesia para celebrar comidas de domingo y recepciones de boda. Tenía dos cocinas, una eléctrica y otra de gas, así que no tenía que preparar la cena y los hechizos sobre la misma superficie. Tampoco es que utilizase la cocina demasiado a menudo para cocinar. Yo era más bien de microondas, o de cocinar algo en la fantástica parrilla de Ivy en la parte de atrás de la casa, en el ordenado jardín de bruja que había entre la iglesia y el cementerio. En realidad, yo hacía la mayoría de mis hechizos en la isla de la cocina que estaba entre el fregadero y la mesa de comedor rústica. Había una especie de estante en lo alto donde colgaba las hierbas con las que estaba trabajando y mi equipo de hechizos, que no cabía debajo de la isla y, con el gran círculo grabado en el linóleo, era un lugar seguro para invocar un círculo mágico. No había tuberías ni cables que cruzasen por encima al ático ni por abajo al semisótano que pudiese romper. Lo sabía. Lo había comprobado. La única ventana que había daba al jardín y al cementerio, que constituían una práctica mezcla de suministros para mis hechizos terrenales y la estricta organización informática de Ivy. Era mi habitación favorita de la iglesia, aunque la mayoría de las discusiones tuviesen lugar allí. El aroma cortante a escaramujo fluía del té que había hecho Ceri antes de marcharse. Fruncí el ceño al mirar el líquido rosa pálido. Preferiría tomar café, pero Ivy no iba a hacerlo y yo me iba a ir a la cama en cuanto me quitase de encima el tufo a ámbar. Jenks estaba de pie en el alféizar de la ventana con su postura de Peter Pan: las manos en la cadera y el aire chulesco. El sol alcanzó su pelo rubio y sus alas de libélula, por lo que envió reflejos de luz a todas partes de la habitación al moverse.

—Da igual lo que cueste —dijo, colocado de pie entre mi beta, el señor Pez, que nadaba en una copa gigante de coñac, y el depósito de artemias salinas de Jenks—. El dinero no te sirve de nada si estás muerto. —Sus pequeñas facciones angulares se afilaron—. Al menos no a nosotros, Ivy. Ivy se puso rígida y su rostro ovalado y perfecto no mostró ninguna emoción. Al exhalar levantó su atlético metro ochenta del suelo, que había estado apoyado en la encimera, y luego se estiró los pantalones de cuero, que solía llevar mientras estaba investigando, y sacudió su envidiable pelo liso y negro como tenía por costumbre. Se lo había cortado hacía un par de meses y yo sabía que seguía olvidando lo corto que lo tenía, justo por encima de las orejas. La semana pasada le había comentado que me gustaba, y se lo había peinado con forma de púas hacia abajo, con las puntas doradas. Le quedaba genial y me preguntaba de dónde vendría su reciente preocupación por su aspecto. ¿De Skimmer, quizá? Me miró con los labios fruncidos y con puntos de color por toda la piel, normalmente pálida. Sus ojos almendrados delataban su origen asiático y eso, combinado con aquellos rasgos tan definidos, la hacía muy atractiva. Tenía los ojos marrones la mayor parte del tiempo, y la pupila se le ponía negra cuando su estado de vampiro vivo se apoderaba de ella. Le había dejado que me clavase los dientes una vez y, aunque era excitante y placentero, casi nos morimos de miedo cuando perdió el control y casi me mata. Aun así, estaba dispuesta a arriesgarme, aunque con cuidado, a establecer un equilibrio de sangre. Ivy se negaba de pleno, aunque se estaba haciendo dolorosamente evidente que entre nosotras estaban surgiendo ciertas presio​nes. A ella le aterrorizaba hacerme daño en un arranque de sed de sangre. Ivy se enfrentaba al miedo ignorando su existencia y evitando su origen, pero su negación, impuesta por ella misma, estaba a punto de matarla aunque le diese fuerza. Mis compañeros de piso y socios empresariales solían decir que yo organizaba tanto mi vida diaria como mi vida sexual en torno a la búsqueda de emociones. Jenks me llamaba yonqui de la adrenalina, pero estaba ganando dinero con esto y recordaba cuáles eran mis límites, ¿qué daño le hacía a nadie? Y en el fondo de mi alma sabía que Ivy no encajaba dentro de la categoría «buscando emociones». Sí, el arrebato había sido increíble, pero lo que me decía que no había sido un error era la autoestima que le había proporcionado, no el éxtasis de sangre que ella había infundido. Por un momento, Ivy se había visto a sí misma como yo: fuerte, capaz, capaz de amar a alguien por completo y ser amada. Al darle mi sangre le había dicho que sí, que valía la pena sacrificarse por ella, que me gustaba por quien era y que sus necesidades no tenían nada de malo. Las necesidades eran las necesidades. Nosotros éramos los que las etiquetábamos como buenas o malas. Quería que se sintiese así todo el tiempo. Pero, Dios mío, había sido un arrebato. Como si me hubiese leído el pensamiento, Ivy le dio la espalda a Jenks para mirarme. —Déjalo ya —dijo ella, y yo me puse colorada. No era capaz de leerme los pensamientos, pero como si pudiese. El sentido vampírico del olfato estaba conectado a las feromonas. Podía saber mi estado de ánimo tan fácilmente como yo oler el aroma intenso del escaramujo procedente del té que no había tocado. Mierda, ¿de verdad Ceri espera que me beba eso? Las alas de Jenks se enrojecieron, evidentemente porque no le gustaba el cambio de tema, que había pasado de cómo gastábamos nuestro dinero manco​munado de la empresa a cómo nos guardábamos nuestros dientes para nosotras mismas, e Ivy hizo un gesto con su mano larga y

delgada para incluirme en su discusión. —No es que no quiera gastar el dinero —dijo ella, con un tono tranquilo pero también enérgico —. Pero ¿por qué hacerlo si un demonio se lo va a cargar otra vez? Yo resoplé, volví a concentrarme en la guía de teléfonos y pasé una página. —Newt no es solo un demonio. Ceri dice que es uno de los demonios más viejos y poderosos de siempre jamás. Y está totalmente pirada —murmuré yo, pasando una página para ver otro listado. —Ceri no cree que vaya a volver. Ivy cruzó los brazos y la postura le dio a su cuerpo un aspecto provocativo y esbelto. —Entonces, ¿por qué molestarnos en volver a consagrar el lugar? Jenks se rio por lo bajo. —Sí, Rache. ¿Por qué nos preocupamos? Quiero decir que eso podría ser bueno. Ivy podría invitar a su madre para que hiciese una fiesta de inauguración. Llevamos aquí un año y la pobre mujer se muere de ganas de venir. Bueno, al menos lo haría si estuviese viva. Preocupada, levanté la mirada de la guía. La alarma se cernió sobre Ivy. Por un momento hubo un silencio tan profundo que se podía oír el reloj que había sobre el fregadero y, entonces, Ivy hizo un movimiento brusco y su velocidad alcanzó aquella espeluznante rapidez vampírica que tanto le costaba ocultar. —Dame el teléfono —dijo mientras me lo quitaba de las manos. El trozo de plástico salió volando de mi regazo e Ivy cogió la pesada guía de la mesa. Volvió a su esquina de la mesa a paso rápido, se puso la guía sobre las rodillas y cogió un bloc de notas. Mientras Jenks se reía, dibujó un cuadro con varias columnas y cuyos encabezados eran: número de teléfono, disponibilidad, precio y confesión religiosa. Confiando en que estaríamos en suelo sagrado antes de que acabase la semana, contuve la ira que me produjo que me lo hubiese quitado. Jenks estaba sonriendo mientras revoloteaba desde el alféizar y lanzaba chispas doradas en mi taza de té justo antes aterrizar junto a ella. —Gracias —dije, consciente de que Ivy me oiría aunque se lo dijese en voz baja—. No creo que vuelva a dormir hasta que volvamos a estar sobre suelo sagrado… y me gusta dormir. Inclinando la cabeza con un movimiento exagerado, el asintió. —¿Porqué no pones la iglesia dentro de un círculo? —preguntó—. Eso no lo puede atravesar nadie. —No estaría segura a menos que quitásemos todas las tuberías de gas y los cables de electricidad que entran en ella —le expliqué, sin querer decirle que, al parecer, Newt era capaz de atravesar cualquier círculo—. ¿Quieres vivir sin tu MTV? —Demonios, no —dijo él mirando a Ivy, que le estaba ofreciendo a la persona del teléfono el doble por hacer el trabajo antes de la puesta de sol de hoy. Ivy no se llevaba muy bien con su madre. Cansada, me recosté en la silla y sentí el peso insano de la mañana caer sobre mí. La mujer de Jenks, Matalina, había sacado a los niños de la sala de estar y el ruido que hacían en el jardín entraba en el edificio con la brisa mañanera. —Ceri dijo que si Newt no se presenta en las próximas tres semanas, probablemente ya se habrá olvidado de nosotros —dije bostezando—. Pero aun así quiero volver a consagrar la iglesia. —Me miré el esmalte de uñas descon​chado con consternación—. Minias le lanzó un encantamiento de olvido, pero el demonio está como una cabra. Y aparece sin que lo invoquen. Ivy dejó de hablar por teléfono y, tras intercambiar una mirada con Jenks, colgó sin decir adiós.

—¿Quién es Minias? —El familiar de Newt. —Le dediqué una leve sonrisa para suavizar la brevedad de mi respuesta. A veces Ivy era como un exnovio. Joder, se comportaba como tal la mayor parte del tiempo, ya que sus instintos vampíricos luchaban con su razón. Yo no era su sombra, es decir, su fuente de sangre, pero vivir con ella desdibujaba los límites entre lo que ella sabía y cómo le decían sus instintos que debería sentirse. Ivy permanecía en silencio y estaba claro que sabía que no lo había contado todo. No quería hablar de ello porque todavía tenía el miedo a flor de piel, literalmente. Apestaba a siempre jamás y lo único que quería era limpiarme y meterme debajo de una manta durante los próximos tres días. Haber tenido a Newt en la cabeza me puso la piel de gallina, aunque hubiese recuperado el control casi de inmediato. Ivy respiró profundamente para presionarme y que le contase más, pero Jenks la disuadió lanzándole una advertencia con sus alas. Contaría toda la historia, pero no ahora. Mi presión sanguínea se relajó con la demostración de apoyo de Jenks y, tras ponerme de pie, fui a la despensa a buscar el cubo y la fregona. Si íbamos a recibir a una persona sagrada en nuestra iglesia, quería borrar los círculos de sangre. De verdad… —Llevas despierta desde ayer a mediodía. Yo me ocuparé de eso —protestó Ivy, pero la falta de sueño me había puesto de mal humor, así que dejé caer el cubo en el fregadero, batí la puerta de la alacena al sacar el desinfectante y metí de un golpe el cepillo en él. —Tú llevas despierta tanto tiempo como yo —dije con voz fuerte, para que se me escuchase por encima del ruido del chorro de agua—. Y te estás encargando de quién va a bendecir el suelo. Cuanto antes hagan eso, mejor dormiré. —Algo que estaba haciendo yo hasta que me interrumpiste, pensé con sarcasmo mientras me quitaba la pulsera metálica que Kisten me había regalado y la ponía alrededor de la base de la pecera del señor Pez. El oro negro de la cadena y los amuletos mundanos brillaron y me pregunté si debería aprovechar para intentar lanzarles un hechizo de línea luminosa o dejarlos como lo que eran, un bonito complemento. El intenso aroma a naranja me subió por la nariz y cerré el grifo. Con mi espalda protestando, puse el cubo sobre el borde de la encimera y derramé un poco de líquido. Pasé torpemente la fregona sobre las gotas y me dirigí hacia fuera, haciendo crujir el suelo con mis pasos. —No es para tanto, Ivy —dije—. Son cinco minutos. Me siguió el traqueteo de las alas de un pixie. —¿El familiar de Newt no es un demonio? —me preguntó Jenks al aterrizar sobre mi hombro. De acuerdo, quizá no había sido una demostración de apoyo, sino que simplemente quería tantear qué información darle a Ivy. Se preocupaba mucho, y lo último que quería era hacerle pensar que no podía salir a por carne enlatada sin que ella lo protegiese. Él sabía juzgar mejor su humor que yo, así que dejé el cubo junto a los círculos y susurré: —Sí, pero es más bien un cuidador. —Por la puta de Disney, Campanilla —dijo, haciendo una broma fácil con su tristemente célebre pariente. Yo metí la fregona unas cuantas veces en el cubo antes de sacarle el exceso de agua—. No me digas que tienes otra marca demoníaca. Se marchó de mi hombro cuando empecé a pasar la fregona por el suelo. Al parecer aquel bamboleo le parecía demasiado. —No pertenezco a nadie —dije con nerviosismo, y Jenks abrió la boca de par en par—. Voy a ver

si me puede sacar la marca de Al a cambio. O quizá la de Newt. Jenks revoloteó delante de mí y yo me puse recta. Estaba cansada y me apoyé en la fregona. Tenía los ojos como platos y me miraba con incredulidad. El pixie tenía esposa y demasiados hijos viviendo en un tocón en el jardín. Era un hombre de familia, pero tenía la cara y el cuerpo de alguien de dieciocho años muy sexi con alas, chispas y un pelucón de pelo rubio que necesitaba un arreglo. Su esposa, Matalina, era una pixie muy feliz y lo vestía con ropa ajustada que llamaba la atención a pesar de su diminuto tamaño. El hecho de que estuviese llegando al final de su ciclo vital era algo que nos atormentaba a Ivy y a mí. Era algo más que un socio inquebrantable hábil en detección, infiltración y seguri​dad… era nuestro amigo. —¿Crees que el demonio hará eso? —dijo Jenks—. Joder, Rache, ¡eso sería genial! Yo me encogí de hombros y dije: —Vale la pena intentarlo, pero lo único que hice fue decirle dónde estaba Newt. Entonces oímos la voz de Ivy procedente de la cocina, cada vez más irritada. —Es el número 1597 de la calle Oakstaff. Sí. —Hubo una duda y luego—: ¿De verdad? No sabía que guardasen ese tipo de registros. Me habría gustado que alguien nos hubiese dicho que éramos un refugio municipal paranormal. ¿No deberíamos recibir una deducción fiscal o algo por eso? —Su voz mostraba ahora desconfianza, y me preguntaba qué estaría ocurriendo. Jenks se posó en el borde del cubo y limpió una parte para sentarse antes de colocarse con sus alas de libélula inmóviles y parecer una telaraña. La fregona no servía, tendría que frotar. Solté un suspiro, me puse de rodillas y busqué el cepillo en el fondo del cubo. —No, estaba consagrada —continuó Ivy, elevando la voz, que ahora se oía claramente por encima del ruido de las cerdas—. Ya no lo está. —Hizo una ligera pausa y añadió—: Hemos tenido un incidente. —Otra duda, y luego dijo—: Hemos tenido un incidente. ¿Cuánto cuesta rehacer toda la iglesia? Se me encogió el estómago cuando añadió suavemente: —¿Cuánto solo por los dormitorios? Miré a Jenks y empecé a sentirme culpable. Quizá podríamos hacer que la ciudad sufragase el gasto si nos volviésemos a inscribir como refugio municipal. No podíamos pedirle al propietario que lo arreglase. Piscary era el dueño de la iglesia y, aunque Ivy había dejado de fingir que le pagaba el alquiler a su vampiro maestro, éramos responsables de los gastos de mantenimiento. Era como vivir en casa de tus padres sin pagar el alquiler cuando están en unas largas vacaciones… aunque en este caso las vacaciones eran en la cárcel, gracias a mí. Era una historia fea, pero al menos no lo había matado… para siempre. A pesar del ruido que estaba haciendo con el cepillo, pude escuchar el suspiro de Ivy. —¿Pueden marcharse de aquí antes de hoy por la noche? —preguntó, haciéndome sentir ligeramente mejor. No escuché la respuesta a su pregunta, pero ya no hubo más conversación y me centré en frotar las manchas, moviendo la mano en el sentido de las agujas del reloj. Jenks observó durante un momento desde el borde del cubo y luego dijo: —Pareces una estrella porno así fregando a cuatro patas en ropa interior. Dale, nena —dijo gimiendo—. ¡Dale! Levanté la mirada y me lo encontré haciendo movimientos obscenos. ¿No tendrá nada mejor que hacer? Pero sabía que estaba intentando animarme… al menos eso era lo que me decía a mí misma.

Cuando sus alas se pusieron rojas de tanto reírse me cerré la bata y me senté sobre los talones antes de quitarme un mechón largo de delante la cara. Intentar darle un golpe no serviría de nada…, se había vuelto increíblemente rápido desde que estuvo una temporada bajo la maldición de un demonio que lo había convertido al tamaño de una persona. Y darle la espalda sería peor. —¿Te importaría ordenarme el escritorio? —le pregunté con un ligero tono de enfado en la voz —. Tu gata me ha tirado los papeles. —Por supuesto —dijo, y salió volando. De inmediato sentí que me bajaba la tensión. Luego se entrometieron los delicados pasos de Ivy, y Jenks se puso a despotricarle cuando recogió los papeles del suelo y los puso sobre el escritorio con él. Diciéndole amablemente que se metiese una babosa por el culo, pasó por mi lado en dirección al piano con un pulverizador en una mano y un paño de gamuza en el otro. —Va a venir alguien esta mañana —dijo, mientras se ponía a limpiar la sangre de Ceri de la madera barnizada. La sangre que no estaba fresca no hacía saltar ninguna alarma en los vampiros vivos, aunque tampoco valía la pena arriesgarse—. Van a hacernos un presupuesto y, si la comprobación de nuestro crédito es correcta, se ocuparán de toda la iglesia. ¿Quieres pagar otros cinco mil para asegurarla? ¿Cinco mil para asegurarla? Maldita sea. ¿Cuánto va a costar todo esto? Incómoda, volví a ponerme de rodillas y mojé el cepillo. Se me escurrió la manga que llevaba recogida y en un momento se me empapó. Entonces Jenks gritó desde mi escritorio: —Adelante, Rache. Aquí dice que has ganado un millón de dólares. Me di la vuelta y lo vi moviendo a pulso mi correo. Irritada, solté el cepillo y me exprimí el agua de la bata. —¿Podemos averiguar primero cuánto va a costar? —pregunté, y ella asintió mientras aplicaba una gruesa capa de aquello que llevaba en el vaporizador sin etiqueta. Se evaporó rápido y ella frotó hasta hacerlo brillar. —Toma —dijo colocando la botella en el suelo junto al cubo—. Esto eliminará la… —Y entonces se detuvo—. Tú limpia el suelo con eso —añadió, y yo arqueé las cejas. —Vale. —Volví a inclinarme sobre el suelo y dudé ante el círculo que Ceri había dibujado para invocar a Minias, pero luego lo hice desaparecer. Ceri podría ayudarme a hacer otro y no quería tener círculos demoníacos de sangre en mi iglesia. —Eh, Ivy —dijo Jenks—. ¿Quieres guardar esto? Ella se giró y se puso en movimiento y yo me di la vuelta para no perderla de vista. Jenks tenía un cupón para una pizza y yo me reí. Vale. Como si se plantease pedir en otro sitio que no fuese Piscary's. —¿Qué más tiene aquí? —dijo Ivy mientras lo tiraba. Les di la espalda a sabiendas de que el desorden que había en mi escritorio volvería loca a Ivy. Probablemente aprovecharía la oportunidad para ordenarlo. Dios, nunca sería capaz de encontrar nada. —Club Hechizo del mes… para tirar —dijo Jenks, y lo oí caer en la papelera—. Ejemplar gratis de Semanal de la bruja… para tirar. Comproba​ción de crédito… para tirar. Joder, Rachel, ¿tú no tiras nada? Lo ignoré. Solo me quedaba un pequeño arco para terminar. Pon cera, quita cera. Ya me dolía el brazo. —El zoo quiere saber si quieres renovar tu pase para horas de poca afluencia.

—¡Guarda eso! —dije. Jenks soltó un silbido suave y largo y me pregunté qué habrían encontrado ahora. —¿Una invitación para la boda de Ellasbeth Withon? —preguntó Ivy pronunciando lentamente cada palabra. Vaya, sí. Se me había olvidado. —¡Por las bragas de Campanilla! —exclamó Jenks, y yo me senté sobre los talones—. ¡Rachel! — gritó mientras revoloteaba sobre la invitación, que probablemente había costado más que mi última cena fuera—. ¿Cuándo recibiste una invitación de Trent? ¿Para su boda? —No me acuerdo. —Mojé el cepillo en el cubo y volví a empezar, pero el ruido del hilo de lino al rozar el papel hizo que me volviese a levantar—. ¡ Eh! —protesté mientras me secaba las manos en la bata para deshacer el nudo—. No puedes hacer eso. Es ilegal abrir la correspondencia que no va dirigida a uno. Jenks había aterrizado sobre el hombro de Ivy y los dos me estaban mirando fijamente por encima de la invitación que ella tenía en la mano. —El sello estaba roto —dijo Ivy, tirando al suelo el estúpido papel de seda que había vuelto a colocar cuidadosamente en su sitio. Trent Kalamack era el azote de mi existencia, uno de los concejales más queridos de Cincinnati y el soltero más cotizado del hemisferio norte. A nadie parecía importarle que dirigiese la mitad del inframundo de la ciudad y que se ocupase de una parte importante del tráfico de azufre de todo el mundo. Por no hablar de sus negocios penados con la muerte relacionados con la manipulación genética y medicamentos considerados ilegales. Que yo estuviese viva gracias a ellos era una de las razones por las que guardaba silencio sobre todo aquello. Como a todo el mundo, a mí no me gustaba la Antártida, y allí es donde acabaría si aquello salía a la luz. Bueno, si es que no me mataban sin más, me quemaban y enviaban mis cenizas al sol. De repente el hecho de que un demonio destrozase mi sala de estar no me pareció tan malo. —¡Joder! —volvió a exclamar Jenks—. ¿Ellasbeth quiere que seas su dama de honor? Me cerré la bata de un tirón, atravesé el santuario y le quité a Ivy la invitación de la mano. —No es una invitación, es una solicitud mal redactada para que me ocupe de la seguridad. Esa mujer me odia. Mira, ni siquiera la ha firmado. Apuesto a que ni siquiera sabe que me la han enviado. La sacudí en el aire, la metí en un cajón y lo cerré con fuerza. La prometida de Trent era una bruja en todos los sentidos menos en el literal. Era delgada, elegante, rica y mordazmente educada. Nos habíamos llevado muy bien la noche que desayunamos juntos, solo ella, yo y Trent atrapado entre las dos. Por supuesto, parte de aquello podría ser por haberle dejado que creyese que Trent y yo habíamos sido novios en la infancia. Pero fue ella la que decidió que yo era una cortesana. Maldito anuncio de las Páginas Amarillas. Ivy tenía una expresión desconfiada. Sabía que era mejor no presionarme cuando se trataba de Trent, pero Jenks no dejaba el tema. —Sí, pero piénsalo, Rache. Va a ser una fiesta de la leche. Lo mejorcito de Cincinnati estará allí. Uno nunca sabe quién puede aparecer. Levanté una planta y le pasé la mano por debajo… Era mi versión de quitarle el polvo. —Gente que quiera matar a Trent —dije en voz baja—. Me gusta divertirme, pero no estoy loca. Ivy movió el cubo y la fregona hasta una parte seca del suelo y echó una gruesa capa de aquel líquido sin etiqueta.

—¿Vas a hacerlo? —preguntó, como si no le hubiese dicho ya que no. —No. Con un solo movimiento, cogí todos los papeles del escritorio y los metí en el cajón superior. Jenks aterrizó en la superficie, detuvo sus alas cuando se apoyó en el lapicero y cruzó los tobillos y los brazos, lo que le daba un aspecto sorprendentemente seductor para ser un hombre de dos centímetros y medio. —¿Por qué no? —dijo en tono acusador—. ¿Crees que te va a matar? Y dale, dije para mí. —Porque ya le he salvado su maldito culo de elfo una vez —dije—. Si lo haces una vez es un error. Si lo haces dos ya no es un error. Cubo y fregona en mano, Ivy se marchó riéndose por lo bajo. —Dice que se ruega contestación mañana como muy tarde —dijo Jenks para pincharme—. El ensayo es el viernes. Estás invitada. —Lo sé. —También era mi cumpleaños y no iba a pasarlo con Trent. Enfadada, seguí a Ivy hasta la cocina. Jenks me adelantó volando de espaldas y fue delante de mí por el pasillo. Ya entraban algunos rayos de sol por la ventana del salón. —Tengo dos razones por las que deberías hacerlo —dijo—. Una, que le tocará las pelotas a Ellasbeth y, dos, que podrías cobrarle lo suficiente como para volver a consagrar la iglesia. Caminé más despacio e intenté borrar aquella horrible mirada de mi rostro. Aquello no era justo. Junto al fregadero, Ivy frunció el ceño. Era evidente que pensaba lo mismo. —Jenks… —Solo estoy diciendo… —No va a trabajar para Kalamack —dijo Ivy con tono amenazante, y esta vez Jenks cerró la boca. Me quedé parada en la cocina, sin saber por qué estaba allí. —Me voy a dar una ducha —dije. —Vete —dijo Ivy, mientras lavaba meticulosa e innecesariamente el cubo con agua y jabón antes de recogerlo—. Yo esperaré al hombre que va a venir a darnos el presupuesto. Aquello no me gustaba. Probablemente falsificaría el presupuesto a sabiendas de que sus bolsillos eran más profundos que los míos. Me había dicho que estaba sin blanca, pero estar sin blanca para el último miembro con vida de los vampiros de Tamwood no era lo mismo que para mí, ya que tenía bastante más de seis cifras en su cuenta bancaria. Si quería algo, lo conseguía. Pero yo estaba demasiado cansada como para llevarle la contraria. —Te debo una —le dije mientras cogía el té helado que Ceri me había preparado y me marchaba. —Dios, Jenks —estaba diciendo Ivy mientras yo evitaba la habitación con mi ropa destrozada y me dirigía directamente al baño—. Lo último que necesita es trabajar para Kalamack. —Yo pensé… —dijo el pixie. —No, tú no piensas —lo acusó Ivy—. Trent no es ningún pelele rico y mariquita, está hambriento de poder. Es un capo de la droga asesino al que le queda muy bien el traje. ¿No crees que podría tener alguna razón para invitarla a que se ocupe de la seguridad aparte de su bienestar? —No pensaba dejarla ir sola —protestó él, y yo cerré la puerta. Mientras bebía a sorbos el té agrio, metí el pijama en la lavadora y encendí la ducha para no escucharlos. A veces me sentía como si pensasen que no podía escucharlos porque no era capaz de oír el eructo de un pixie al otro lado del

cementerio. Sí, un día hicieron un concurso y ganó Jenks. El calor del agua era reconfortante y, después de que el intenso aroma a jabón de pino eliminase el asfixiante olor a ámbar quemado, salí de la ducha sintiéndome fresca y casi despierta. Envuelta en una toalla morada, limpié el vaho del largo espejo y me acerqué para ver si me había salido alguna peca nueva. No, todavía no. Abrí la boca y comprobé mis hermosos y prístinos dientes. Era agradable no tener ningún empaste. Puede que hubiese cubierto mi alma de oscuridad al lanzar una maldi​ción demoníaca para convertirme en una loba la primavera pasada, pero no iba a sentirme culpable por la piel lisa y hermosa que tenía cuando volví a convertirme. El daño acumulado de veinticinco años de existencia había desaparecido y, si no encontraba una forma de zafarme antes de morir de la mácula demoníaca resultante de lanzar la maldición, pagaría por ello ardiendo en el infierno. Al menos no voy a sentirme demasiado culpable por ello, pensé mientras la crema facial con factor alto de protección solar. Y, por supuesto, no iba a desperdiciarla. La familia de mi madre había venido de Irlanda mucho antes de la Revelación, y de ella había heredado el pelo rojo, los ojos verdes y la piel clara, que ahora estaba tan suave y tierna como la de un recién nacido. De mi padre heredé la altura, la constitución atlética y delgada y mi carácter. Y de ambos recibí una extraña condición genética que me habría matado antes de mi primer cumpleaños si el padre de Trent no hubiese violado la ley y lo hubiese arreglado en su laboratorio genético ilegal. Nuestros padres habían sido amigos antes de morir con una semana de diferencia bajo circunstancias sospechosas. Al menos para mí lo eran. Y esa era la razón por la que desconfiaba de Trent, como si ser un capo de la droga, un asesino y un asqueroso experto en manipularme no fuesen motivos suficientes. De repente, me abrumó la falta de mi padre. Revolví el armario que había detrás del espejo hasta que encontré el anillo de madera que me había regalado al cumplir trece años. Fue lo último que compartimos antes de que muriese. Lo miré mientras lo sostenía en la palma de la mano. Era pequeño y perfecto. Sin pensarlo, me lo puse. No me lo había puesto desde que se había roto el hechizo que en su día contenía para ocultar mis pecas, y no lo había necesitado desde que lancé aquel hechizo demoníaco. Pero lo echaba de menos y después de que me atacase un demonio aquella mañana, me vendría bien algo de seguridad emocional. Sonreí al verlo alrededor del meñique y me sentí mejor. El anillo había venido con una restitución del hechizo de por vida y yo tenía una cita todos los años el cuarto viernes de julio. Quizá pudiese llevar a la señora a tomar café en vez de eso. Quizá podría pedirle cambiarlo por un hechizo de bronceador con protector solar, si es que existía algo así. La aglomeración de las voces masculina y femenina de la cocina se hizo evidente mientras me envolvía la cabeza con una toalla. —¿Ya ha llegado? —dije refunfuñando mientras buscaba en la secadora un conjunto de ropa interior, unos vaqueros y una camiseta roja. Me los puse, me eché un poco de perfume detrás de las orejas para intentar evitar que se mezclase mi olor con el de Ivy, me peiné el pelo hacia atrás con los dedos y salí. Pero no era un hombre de Dios lo que encontré en aquella cocina llena de niños de pixie, era Glenn.

3. —Hola, Glenn —dije, mientras me sentaba descalza en mi silla—. ¿Quién te está dando por culo hoy? El alto detective de la AFI, que se sentía claramente incómodo, llevaba puesto un traje que no presagiaba nada bueno. Tenía encima a todos los niños de Jenks, lo cual era muy extraño. Ivy lo estaba mirando desde su ordenador, lo cual era ligeramente preocupante. Pero teniendo en cuenta que la primera vez que lo vio casi le muerde de lo enfadada que estaba y él casi le dispara, supongo que la cosa no estaba tan mal. Jenks batió las alas y sus hijos se dispersaron, metiéndose en medio de mi estante de suministros para hechizos y hierbas, y formando un remolino de seda y chillidos que me resonó en la cuenca de los ojos, antes de dirigirse al vestíbulo y, probablemente, salir por la chimenea del salón. No lo había visto en el alféizar hasta ahora. Estaba de pie junto a los monos de mar que tenía como mascotas. ¿Cómo puede tener un pixie más mascotas que yo? Esbocé una sonrisa cansada desde el otro lado de la mesa, intentando compensar la actitud estelar de mi compañera de piso. Entre ambos había una bandeja de cartón con dos tazas de té humeantes, y la cálida brisa que entraba desde el jardín traía con ella el aroma celestial del café recién hecho. Me moría por tomarme uno. Los dedos de Ivy golpeaban el teclado agresivamente mientras borraba el correo basura. —El detective Glenn ya se iba, ¿verdad? El hombre alto apretó la mandíbula y guardó silencio. Desde la última vez que lo había visto se había deshecho de la perilla y del bigote y los había sustituido por aros en las orejas. Me preguntaba qué pensaría su padre de aquello pero, personalmente, a mí me parecía que le daban un toque a su imagen perfecta y cuidadosamente pensada de agente de la ley joven y competente. Su traje seguía siendo prefabricado, pero encajaba en su agraciado físico como si se lo hubiesen hecho a medida. Las puntas de sus zapatos de vestir, que sobresalían por debajo del pantalón, los hacían parecer lo suficientemente cómodos como para correr si fuese necesario. Su cuerpo esbelto parecía prepa​r ado para hacerlo, con aquel pecho ancho y su estrecha cintura. Llevaba en el cinturón una funda de la que sobresalía la culata de una pistola, lo que le daba un agradable toque peligroso. Y no es que esté buscando un novio nuevo, pensé. Yo tenía un novio fantástico, Kisten, y Glenn no estaba interesado en mí, aunque estoy segura de que «si probase una hechicera, ya no se iría con cualquiera». Además, como sabía que su falta de interés no radicaba en prejuicios, no me importaba. Exhalé. Me temblaban los dedos del cansancio. Dirigí mi mirada a sus ojos marrones, inexpresivos y llenos de preocupación y molestia, y luego al café. —¿Por casualidad alguno de esos es para mí? —pregunté y, al ver que asentía, cogí uno mientras decía—: Que la Revelación te bendiga. Quité la tapa de plástico y bebí un sorbo. Se me cerraron los ojos y mantuve el segundo sorbo en la boca durante un momento. Era un café doble, caliente y solo, justo lo que necesitaba ahora mismo. Ivy seguía escribiendo y, mientras Jenks se excusaba por marcharse a ayudar a su hijo pequeño, al que había dejado olvidado llorando en el cucharón en la cepa, y volvía al jardín, yo me quedé pensando en qué estaría haciendo aquí Glenn. Y tan temprano. Eran las siete de la mañana. Yo no había hecho nada para que me regañase la AFI, ¿verdad? Glenn trabajaba para la Agencia Federal del Inframundo, la institución gestionada por humanos que operaba a nivel local y nacional. La SI, su versión inframundana, aventajaba mucho a la AFI en lo

referente a hacer cumplir la ley, pero durante una investigación previa en la que yo había ayudado a Glenn, había averiguado que la AFI tenía una impresionante cantidad de información sobre nosotros, los inframundanos, lo que me hizo desear no haber redactado aquellas listas de especies para su padre el otoño pasado. Glenn era el especialista en inframundo de la AFI de Cincy, lo que significaba que había tenido agallas para intentar trabajar a ambos lados de la calle. Había sido idea de su padre y, como le debía mucho, lo ayudaba cuando me lo pedía. Sin embargo, todo el mundo estaba callado y pensé que sería mejor decir algo antes de quedarme dormida en la mesa. —¿Qué te trae por aquí, Glenn? —le pregunté mientras tomaba otro sorbo de café con la esperanza de que la cafeína empezase a hacerme efecto pronto. Glenn estaba de pie y se ajustó su tarjeta identificativa al cinturón. Con aquella mandíbula cuadrada apretada, miró a Ivy con desconfianza. —Dejé un mensaje anoche. ¿No lo recibiste? La profundidad de su voz era tan relajante como el café que había traído. Entonces Jenks, que estaba entrando de nuevo por el agujero para pixies que había en la puerta de mosquitera, dio media vuelta. —Creo que he oído a Matalina —dijo, y luego desapareció dejando tras de sí una estela tamizada de chispas doradas. Miré la bruma de polvo de pixie y luego a Ivy, y ella se encogió de hombros. —No —dije yo. Los ojos de Ivy se pusieron negros. —¡Jenks! —gritó, pero el pixie no apareció. Yo me encogí de hombros y miré a Glenn como pidiéndole disculpas. —¡Jenks! —chilló Ivy—. Cuando le des al botón de los mensajes es mejor que los escribas, ¡maldita sea! Yo tomé aire para hablar pero Ivy me interrumpió. —Glenn, Rachel todavía no se ha acostado. ¿Puedes venir a eso de las cuatro? —A esa hora la morgue ya habrá cambiado de turnos —protestó él—. Siento que no recibieses mi mensaje, pero ¿mirarás de todas formas? Pensé que estabas despierta por eso. El enfado me hizo tensar los hombros. Estaba cansada y malhumorada y no me gustaba que Ivy se metiese en mis asuntos. En un arranque de mala leche, me puse de pie. Enmarcada por su nuevo corte de pelo, la cara ovalada de Ivy parecía inquisitiva. —¿Adonde vas? Cogí el bolso, que ya estaba cargado con gran variedad de encantamientos y hechizos, y me bebí de un trago lo que me quedaba de café. —Al parecer, a la morgue. Ya he estado despierta hasta estas horas otras veces. —Pero no después de una noche como la que acabas de pasar. En silencio, cogí la pulsera que rodeaba al señor Pez y me peleé con el broche. Glenn se puso de pie lentamente. Su cuerpo adoptó una inclinación de cautela. Una vez me había preguntado por qué vivía con Ivy y con la amenaza que ella suponía para mi vida y además por voluntad propia y, aunque ahora ya sabía por qué, decírselo le haría preocuparse más, no menos. —¡Jolín, Ivy! —dije, consciente de que él nos estaba analizando profesionalmente—. Prefiero hacerlo ahora. Considéralo mi cuento para dormir. Me dirigí a la entrada intentando recordar dónde había dejado las sandalias. El recibidor.Y

entonces Ivy dijo desde la cocina: —No tienes que salir corriendo cada vez que la AFI chasquea los dedos. —¡No! —grité yo. El cansancio me ponía estúpida—. Pero tengo que ganar algo de dinero para volver a consagrar la iglesia. Los pasos de Glenn titubearon sobre el suelo de madera. —¿Ya no es sagrada? —preguntó mientras salíamos al soleado santuario—. ¿Qué ha pasado? —Tuvimos un incidente. —La oscuridad del recibidor era reconfortante y suspiré mientras me ponía las sandalias y abría la pesada puerta que daba al santuario. Por el amor de Dios, pensé, entrecerrando los ojos al sentir el brillo resplandeciente de aquella mañana de finales de julio. No me extrañaba que soliese dormir a esa hora. Los pájaros hacían mucho ruido y ya hacía calor. Si hubiera sabido que iba a salir me hubiese puesto pantalones cortos. Glenn me agarró por el codo cuando tropecé en el escalón y se me habría caído el café si no lo hubiese vuelto a tapar. —No te gustan las mañanas, ¿eh? —dijo medio en broma, y yo aparté el brazo. —¡Jenks! —grité cuando mis sandalias pisaron la acera agrietada. Lo menos que podía hacer era venir conmigo. Al ver el todoterreno de Glenn aparcado junto a la acera, dudé. —Vayamos en dos coches —propuse, ya que no quería que me viesen montada en un coche de la AFI cuando podía ir conduciendo mi descapotable rojo. Hacía calor. Podría bajarle la capota. Glenn soltó una risita. —¿Con el permiso retirado? Ni lo pienses. Reduje el paso y lo miré con recelo, molesta por la diversión que mostraban sus ojos oscuros. —Mierda, ¿cómo lo has averiguado? Me abrió la puerta del acompañante. —¿Porque trabajo para la AFI? Nuestra patrulla de carretera te ha estado cubriendo cada vez que sales a por provisiones. Si te pillan conduciendo con el permiso retirado, la SI meterá tu culo en la cárcel, y nos gusta que tu culo esté en la calle, donde puedas hacer algo bueno, señorita Morgan. Me senté en el asiento delantero y puse el bolso sobre el regazo. No sabía que la AFI hubiese tenido noticias de ello, y mucho menos que hubiesen estado distrayendo a la SI. —Gracias —dije en voz baja, y él cerró la puerta con un gruñido de agradecimiento. Glenn cruzó por delante del coche mientras yo me ponía el cinturón. El aire estaba viciado e intenté bajar la ventanilla. El coche todavía no estaba arrancado, pero yo ya estaba irritada. Puse el café en el sujetavasos y seguí peleándome con la ventana hasta que Glenn se agachó, se sentó en el asiento del conductor y me miró. Arrugué la frente con frustración. —No es justo, Glenn —me quejé—. No tenían derecho a retirarme el permiso. La tienen tomada conmigo. —Tú ve a las clases para recuperar el permiso y acaba con ello. —¡Pero no es justo! Me están haciendo la vida difícil a propósito. —¿En serio? No me digas —dijo. Metió la llave en el contacto, hizo una pausa para sacar un par de gafas de sol del bolsillo y, al ponérselas, mejoró inmediatamente diez puntos. Su rostro se relajó y miró la calle silenciosa envuelta por la sombra de árboles de más de ochenta años. —¿Qué esperabas? —dijo él—. Les diste una excusa para hacerlo y ellos la aprovecharon. Inspiré con frustración y contuve el aliento. Me salté un semáforo en rojo. Estaba en ámbar la mayor parte del camino. Y una vez conduje un poco rápido por la interestatal. Pero supongo que

dejar que mi novio chocase contra mí con un camión Mack para ayudar a un vampiro a comenzar su vida de no muerto podría ser la causa de que me retirasen algunos puntos. Solo había muerto el vampiro, pero era lo que quería. Volvía pelearme con el botón y Glenn lo pilló. Cuando la ventanilla se bajó emitiendo un chirrido, entró un aire cálido que sustituyó el olor de mi perfume por el de la hierba cortada. —¡Jenks! —grité mientras Glenn arrancaba el coche—. ¡Vámonos! El ruido del enorme coche ensordeció el repiqueteo de las alas de Jenks al llegar. —Siento lo del mensaje, Rache —murmuró mientras aterrizaba sobre el espejo retrovisor. —No te preocupes —dije, y estiré el brazo por fuera de la ventanilla abierta. No quería machacarlo por ello. Mi hermano ya me había criticado mucho por hacer lo mismo y sabía que no lo había hecho a propósito. Me acomodé en el asiento de cuero mientras Glenn se incorporaba a la calle vacía. Estaría vacía hasta mediodía más o menos, cuando la mayor parte de los Hollows empezaba a despertar. Tenía el pulso débil debido a la hora que era y el calor del día me daba ganas de dormir. El coche de Glenn estaba tan pulcro como él mismo: no había ni una sola taza de café usada ni ningún amasijo de papeles tirado en el suelo o en el asiento de atrás. —Entonces… —dije mientras bostezaba—, ¿qué hay en la morgue, además de lo evidente? Glenn me miró mientras paraba ante una señal de stop. —Un suicidio, pero es un asesinato. Claro que sí. Asentí y saludé al todoterreno de la SI que había detrás de un gran arbusto, luego le lancé un besito y le hice el gesto de las orejas de conejo con los dedos al pequeño hombre lobo con uniforme de faena que dormitaba en un banco al sol observándolos. Era Brett. El hombre lobo militante había sido expulsado de su manada por no conseguir secuestrarme hacía unos meses y, por supuesto, ahora quería entrar a formar parte de la mía. En cierto modo tenía sentido, aunque era un poco retorcido. Yo era la que había vencido a su alfa. Por lo tanto, era más fuerte. David, mi alfa, no se iba a meter en todo aquello, ya que ni siquiera había querido una manada desde un principio. Esa fue la razón por la que se había rebelado contra el sistema y había formado una con una bruja para conservar su trabajo. Y así, Brett quedó reducido a acechar en las afueras de mi vida, buscando una manera de entrar. Era realmente halagador, pero deprimente. Tendría que hablar con David. Tener a un hombre lobo militante unido a mi caótica vida no era mala idea, pero Brett quería de verdad alguien a quien acudir. Así era como se juntaban la mayoría de los hombres lobo. Aquello que decía David de que Brett estaba intentando quedar bien con su alfa original espiándome para ver si tenía el artefacto que había instigado el intento de secuestro era una tontería. Todo el mundo creía que había caído por el puente Mackinac, aunque en realidad estaba escondido en la caja del gato de David. Jenks se aclaró la voz y, cuando lo miré, se frotó el pulgar con el índice, haciendo el gesto universal del dinero. Entonces le seguí la mirada hacia Glenn. —Eh —le dije, girándome en el asiento—, esto es remunerado, ¿verdad? —Glenn sonrió y yo, irritada, puse una voz más aguda—. Es remunerado, ¿verdad? Riéndose entre dientes, el detective de la AFI miró por el retrovisor a Brett y asintió. —¿Por qué…? —empezó a decir, pero yo lo interrumpí. —Quiere entrar en mi manada y David le está poniendo trabas —dije—. ¿Qué tiene de importante este cuerpo para querer que yo lo vea? Soy una detective pésima. No me dedico a eso.

El rostro cuadrado de Glenn estaba cargado de preocupación mientras me miraba a mí y luego de nuevo al hombre lobo que dejamos atrás. —Es una mujer lobo. La SI dice que es un suicidio, pero yo creo que es un asesinato y que lo están encubriendo. Dejé que la presión del aire me levantase y me bajase la mano y disfruté de la brisa en mi pelo recién lavado y del tacto de mi pulsera deslizándose por mi piel. ¿La SI está encubriendo un asesinato? Vaya sorpresa. Jenks parecía feliz y guardaba silencio ahora que estábamos trabajando y había sacado el tema del dinero, aunque no estaba zanjado. —Tarifa estándar de asesoría —dije yo. —Quinientos al día más gastos —dijo Glenn, y yo me reí. —Prueba con el doble, chico del kétchup. Tengo que pagar un seguro. —Y consagrar una iglesia y reparar una sala de estar. Glenn se distrajo un poco de la carretera. —¿Por dos horas de tu tiempo? ¿Cuánto sería eso? ¿Doscientos cincuenta? Mierda. Quiere pagar por horas. Yo fruncí el ceño y las alas de Jenks se fueron moviendo más lentamente, hasta detenerse. Con eso quizá podríamos pagar los paneles y a los tíos que los colocaban. Quizá. —De acuerdo —dije, mientras revolvía en mi bolso para encontrar la agenda que Ivy me había regalado el año pasado. Ya estaba obsoleta, pero las páginas estaban en blanco y necesitaba un lugar en el que hacer un seguimiento de mi tiempo. »Pero ya te puedes esperar una factura detallada. Glenn sonrió. —¿Qué? —dije yo, entornando los ojos por el vaivén del sol. Él levantó un hombro y luego lo dejó caer. —Pareces tan… organizada —dijo, y cuando Jenks se rio con disimulo, yo estiré la mano y pegué un coscorrón a Glenn en el hombro con el revés del puño. —Solo por eso te has quedado sin kétchup —murmuré mientras me encorvaba. Él agarró el volante con más fuerza y entonces supe que le había dado donde más le dolía. —No te preocupes, Glenn —bromeó Jenks—. La Navidad ya está cerca. Te compraré un bote de jalapeños para caerse de culo si Rachel te deja de traer tomates. Glenn me miró de reojo. —Bueno, de hecho tengo una lista —dijo mientras rebuscaba en un bolsillo interior del abrigo y sacaba una cinta estrecha de papel escrito con su característica y perfecta letra. Yo arqueé las cejas al cogerlo: kétchup picante, salsa barbacoa con especias, pasta de tomate y pico de gallo. Lo de siempre. —Necesitas un nuevo par de esposas, ¿verdad? —dijo con nerviosismo. —Sí —dije, de repente mucho más despierta—. Pero si puedes conseguir alguna de esas bridas de plástico que utiliza la SI para evitar que las brujas de líneas luminosas invoquen su magia, sería genial. —Veré lo que puedo hacer —dijo él, y yo asentí con la cabeza, satisfecha. Aunque el cuello rígido de Glenn indicaba que se sentía incómodo con el trueque de herramientas policíacas por kétchup, me parecía curioso que a aquel humano estoico y mojigato le diese vergüenza entrar en una tienda que vendía tomates. Los humanos los evitaban como la peste, lo cual era comprensible después de saber que había sido un tomate lo que había transmitido el virus que

mató a una parte considerable de su población hacía cuarenta años y reveló las especies sobrenaturales que antes escondían una gran cantidad de seres humanos. Pero se había visto obligado a comer pizza, pizza de verdad, no la mierda de Alfredo que sirven los humanos, y desde entonces todo había ido cuesta abajo. No quería hacerle pasar un mal trago por eso. Todos teníamos nuestros miedos. El hecho de que el de Glenn fuese que anhelaba algo que el resto de los humanos del planeta rechazaba era la menor de mis preocupaciones. Y si con esto consigo algunas bridas de plástico que algún día me pueden salvar la vida, pensaba mientras me volvía a acomodar en los asientos de cuero, entonces es un secreto bien guardado.

4.

La morgue estaba tranquila y fresca, como si hubiésemos pasado rápidamente de julio a septiembre, y me alegré de llevar puestos unos vaqueros. Mis sandalias crujían al pisar los escalones sucios de cemento mientras bajaba de lado y la luz fluorescente de la escalera le daba un aspecto todavía más sombrío. Jenks estaba sobre mi hombro en busca de calor y Glenn hizo un giro rápido a la derecha al llegar abajo, siguiendo las flechas azules que estaban pintadas en la pared después de los anchos ascensores, mientras se dirigía a las puertas dobles que proclamaban alegremente: «Morgue de Cincinnati, un servicio con igualdad de oportunidades desde 1966». Entre la penumbra subterránea y el café que me había dado Glenn y que todavía llevaba en la mano me sentía mejor, pero la mayor parte de mi buen humor se debía a la placa identificativa temporal como Dios manda que Glenn me había dado al empezar a bajar las escaleras. No era la típica tarjeta amarilla laminada de diez por quince que le daban a todo el mundo, sino una placa de plástico pesado con mi nombre grabado. Jenks también tenía una y estaba insoportablemente orgulloso de ello, aunque la llevase yo puesta justo debajo de la mía. Era lo único que podía permitirme entrar en la morgue. Bueno, además de estar muerta. No me gustaba mucho la AF1 pero, de alguna manera, me había convertido en su niña bonita: la pobre brujita que huyó de la tiranía de la SI para tomar su propio camino. Fueron los que me dieron mi coche en lugar de una compensación económica cuando la SI me sancionó después de haber ayudado a la AFI a resolver un crimen que la SI no había conseguido resolver. Desde entonces, se dictaminó que como yo no estaba en nómina con la AFI, la AFI me podía contratar igual que cualquier otra empresa o individuo. Chúpate esa. Esas cosas pequeñas son las que te alegran el día. Glenn abrió una de las puertas dobles y se echó a un lado para que yo pudiese entrar primero. Entré haciendo ruido con las chanclas e inspeccioné la gran sala de recepción, que era más rectangular que cuadrada. La mitad de ella estaba vacía y la otra mitad tenía archivadores verticales y un horrible escritorio de acero del que se deberían haber deshecho ya en los setenta. Detrás estaba sentado un chico en edad universitaria vestido con una bata de laboratorio. Tenía los pies sobre el escritorio atestado de papeles y en las manos una videoconsola portátil. Una camela tapada con una sábana que contenía un cuerpo esperaba su atención pero, al parecer, primero tenía que ocuparse de algunos alienígenas del espacio. El chico rubio levantó la vista al oírnos entrar y, después de mirarme de arriba abajo, dejó el videojuego y se puso de pie. Allí dentro olía a pino y a tejido muerto. Puaj. —¿Qué pasa, Iceman? —dijo Glenn, y Jenks lanzó un gruñido de sorpresa cuando el puritano detective intercambió un saludo consistente en brazo, puño, codo y palmada con el tío del escritorio. —Glenn —dijo el chiquillo rubio sin dejar de mirarme—. Tienes unos diez minutos. Glenn le dio un billete de cincuenta y Jenks carraspeó. —Gracias. Te debo una. —Tranqui. Tan solo hazlo rápido —dijo, y le dio a Glenn una llave encadenada a una Betty Mordiscos desnuda. Nadie saldría de allí con la llave de la morgue. Le lancé una sonrisa indecisa y me dirigí a otro par de puertas dobles.

—¡Señorita! —gritó el chaval, y su colorido acento adoptado se convirtió en el de un chico de granja cantando country alternativo. Jenks soltó una risita. —Alguien quiere una cita. Arrastrando los pies, me giré y vi que Iceman nos seguía. —Señorita Morgan —dijo el tío mirando mis dos placas identificativas—. Si no le importa, ¿podría dejar el café aquí fuera? —Al ver mi rostro carente de expresión, añadió—: Podría despertar a alguien demasiado temprano y, con el enfermero vampiro fuera comiendo, podría… —dijo, haciendo una mueca de dolor—, podría ser malo. Yo separé los labios cuando lo comprendí. —Claro —dije mientras se lo daba—. No hay problema. Él se relajó de inmediato y dijo: —Gracias. —Se dio la vuelta para dirigirse a su escritorio y luego dudó—. Ah, usted es Rachel Morgan, la cazarrecompensas, ¿verdad? Jenks se río disimuladamente desde mi hombro. —Vaya, somos famosos. Pero yo le proferí una sonrisa resplandeciente y miré al chico de frente mientras Glenn se movía con nerviosismo. Podía esperar. No me reconocían muy a menudo y eran menos todavía las ocasiones en las que sí lo hacían y no tenía que salir corriendo. —Sí, soy yo —le dije, dándole la mano con entusiasmo. —Encantado de conocerla. Iceman tenía las manos calientes y sus ojos delataban su satisfacción. —Guay —dijo, dando saltitos—. Espere aquí. Tengo algo para usted. Glenn apretó más fuerte a Betty Mordiscos hasta que se dio cuenta de dónde tenía los dedos y luego trasladó la mano hasta la diminuta llave. Iceman había vuelto a su escritorio y estaba revolviendo en un cajón. —Está aquí —dijo—. Deme un segundo. —Jenks empezó a tararear la canción de Jeopardy! y terminó cuando el chico cerró de golpe el cajón con aire triunfante—. Lo encontré. Volvió corriendo hacia nosotros y a mí se me quedó cara de póquer cuando vi lo que me estaba enseñando totalmente orgulloso. ¿Una etiqueta de identificación de cadáveres, de esas que se les ponen en los dedos de los pies? Jenks salió volando de mi hombro y casi mata de un susto a Iceman al aterrizar en mi muñeca para verla de cerca. No creo que se hubiese dado cuenta de que Jenks estaba allí. —¡Joder, Rachel! —exclamó Jenks—. ¡Lleva escrito tu nombre! ¡Incluso en tinta! —Y se echó a volar riéndose—. ¡Qué dulce! —dijo burlándose, pero el tío estaba demasiado nervioso como para darse cuenta. ¿Una etiqueta para cadáveres? La cogí sin apretarla, desconcertada. —Mmm…, gracias —conseguí decir. Glenn emitió un ruidito burlón desde el fondo del pecho. Yo estaba empezando a sentirme como el blanco de una broma, cuando Iceman sonrió y dijo: —Estaba trabajando la noche de Navidad del año pasado cuando explotó aquel barco. La hice para usted, pero no vino y la guardé de recuerdo. —Su rostro pulcro de repente mostró nerviosismo—. Pensé que quizá le gustaría tenerla.

Entonces lo comprendí, me relajé y la metí en el bolso. —Sí, gracias —dije, y luego le toqué el hombro para que supiese que no pasaba nada—. Muchas gracias. —¿Podemos entrar ya? —gruñó Glenn. Iceman me sonrió avergonzado antes de volver a su escritorio a un paso tan rápido que hizo que se le enrollase la bata de laboratorio que llevaba abierta. El detective de la AFI soltó un suspiro y luego me abrió una de las puertas dobles para que pasase. En realidad estaba encantada de tener aquella etiqueta. Había sido hecha con la intención de ser utilizada y, por lo tanto, estaba impregnada con la gran conexión que un encantamiento de línea luminosa podría utilizar para atacarme. Mejor tenerla yo que otra persona. Me desharía de ella de una forma segura cuando tuviese tiempo. Después de la puerta había otra, a modo de esclusa de aire. Cada vez olía más a muerto y Jenks aterrizó sobre mi hombro y se pegó a mi oreja y a las gotas de perfume que me había puesto antes. —¿Pasas mucho tiempo aquí? —le pregunté a Glenn mientras entrábamos en la morgue propiamente dicha. —Bastante. —No me estaba mirando, ya que le interesaban más los números y las fichas que había atadas a las puertas de los cajones del tamaño de una persona. Se me estaba poniendo la piel de gallina. Nunca había estado en la morgue municipal e, indecisa, miré la disposición de unas sillas de aspecto confortable que estaban colocadas alrededor de una mesita de café situada al otro extremo y que parecía la recepción de la consulta de un médico. La sala era larga y tenía cuatro filas de cajones a cada lado del ancho espacio de en medio. Solo estaba destinada a almacén y autorreparación, nada de autopsias, necropsias ni reparación asistida de tejidos. Humanos a un lado e inframundanos al otro, aunque Ivy me había dicho que todos llevaban dentro una etiqueta, por si acaso se producía un error al cumplimentar los datos. Seguí a Glenn hasta el lado correspondiente al inframundo y observé como comprobaba dos veces la tarjeta con un trozo de papel antes de abrir el cerrojo y luego la puerta. —Entró el lunes —dijo, elevando su voz por encima del ruido de metal que produjo la bandeja al deslizarse hacia afuera—. A Iceman no le gustó la atención que le dieron, así que me llamó. El lunes… ¿Ayer? —No habrá luna llena hasta la semana que viene —dije yo, evitando el cuerpo envuelto en la sábana—. ¿No es un poco temprano para que se suicide un hombre lobo? Mis ojos dieron con sus ojos marrones y vi que, con tristeza, opinaba igual que yo. —Eso es lo que yo pensé también. Sin saber lo que iba a ver, bajé la mirada mientras Glenn retiraba la sábana. —¡Joder! —exclamó Jenks—. ¿Es la secretaria del señor Ray? Mi rostro adoptó una expresión amarga. ¿Cuándo se había convertido el puesto de secretaria en una profesión de riesgo? Vanessa no podía haberse suicidado. No era una alfa, pero estaba muy cerca. La sorpresa de Glenn se convirtió en comprensión. —Así es —dijo con voz cavernosa—. Tú robaste aquel pez de la oficina del señor Ray. De repente me sentí molesta. —Pensaba que lo estaba rescatando. Y no era su pez. David dijo que Ray lo había robado primero. Glenn frunció el ceño y parecía pensar que aquello no cambiaba nada. —Entró convertida en mujer lobo —estaba diciendo. Actuaba de forma profesional y sus ojos solamente se fijaron en las partes desgarradas y amoratadas de su cuerpo desnudo. Un pequeño pero

precioso tatuaje de una carpa japonesa de color naranja y negro nadaba a lo largo de la parte superior del pecho, una señal permanente de su inclusión en la manada de Ray. »E1 procedimiento estándar consiste en volver a convertirlos después de una primera exploración. Es más fácil encontrar la causa de la muerte en una persona que en un lobo. El olor a muerto en un bosque de pinos me estaba revolviendo el estómago. Tampoco ayudaba que tuviese el estómago varío. El café ya no me estaba sentando tan bien. Y conocía el procedimiento operativo estándar, ya que había salido alguna vez con un tío que hacía los hechizos para convertir a la gente de nuevo en humano. Era un friki, pero estaba forrado… No era un trabajo fácil y nadie lo quería. Jenks me estaba dando frío en el cuello y, al no ver nada fuera de lo normal, aparte de que estuviese muerta y que tuviese el brazo destrozado hasta el hueso, yo murmuré: —¿Qué es lo que tengo delante? Glenn asintió y se dirigió hacia un cajón bajo que había al final de la sala y, tras comprobar la etiqueta, lo abrió. —Este es un suicidio de una mujer lobo que entró el mes pasado —dijo—. Puedes observar las diferencias. Ya debería de haber sido incinerada, pero no sabemos quién es. Aquella misma noche entraron otras dos más sin identificar y les están dando un poco más de tiempo. —¿Entraron todas juntas? —pregunté, mientras me acercaba para verla. —No —dijo él suavemente y mirándola con pena—. No hay ninguna conexión aparte del momento en que murieron y que ninguna de ellas aparece en el ordenador. Nadie las ha reclamado y no encajan con ningún informe de personas desaparecidas… en todo Estados Unidos. Desde mi hombro oí la voz apagada de Jenks decir: —No huele a mujer lobo. Huele a perfume. Hice un gesto de dolor cuando Glenn abrió la cremallera de la bolsa para mostrarme que el cuerpo de la mujer estaba destrozado. —Autoinfligido —dijo—. Encontraron tejido entre sus dientes. No es raro, aunque normalmente no son tan brutales y simplemente se cortan una vena y se desangran. Un tío que estaba corriendo la encontró en un camino en Cincinnati. Llamó a la perrera. Las ligeras arrugas que tenía Glenn alrededor de los ojos se hicieron más profundas con la ira que lo invadió. No tuvo que decir que el que corría era humano. Jenks estaba callado y yo intentaba examinarla con imparcialidad. Era alta para ser una mujer lobo, pero no demasiado. Tenía el pecho grande y llevaba el pelo a la altura del hombro. Se le rizaba ligeramente donde no lo tenía enmarañado. Era guapa. Ningún tatuaje que yo viese. ¿Treinta y tantos? A juzgar por su aspecto se cuidaba. Me preguntaba qué le habría pasado para llegar a pensar que la respuesta era terminar con su vida. Al ver que ya estaba satisfecha, Glenn abrió un tercer cajón. —A esta la atropello un coche —dijo mientras abría la cremallera de la resistente bolsa—. El oficial la reconoció como una mujer lobo y la envió al hospital. En realidad tuvieron que convertirla en humana para tratarla, pero murió. —Le salieron arrugas en la frente mientras miraba su cuerpo estropeado—. Se le paró el corazón. Justo en la mesa de operaciones. Me obligué a mirar hacia abajo y me estremecí al ver los moratones y la piel reventada por el accidente. Todavía tenía las vías intravenosas, una muestra de los esfuerzos que habían hecho por salvarle la vida. Era la mujer lobo desconocida número dos y también tenía el pelo castaño, pero más

largo, aunque se le rizaba de la misma forma. Parecía tener la misma edad y la misma barbilla estrecha. Aparte de un rasguño en la mejilla, su cara estaba intacta y parecía profesional y tranquila. Lanzarse delante de un coche no era nada raro, el equivalente para los hombres lobo a un saltador humano. La mayoría de las veces no lo conseguían y acababan en la consulta de un médico, donde deberían haber ido antes de nada. Seguí a Glenn hasta un cuarto cajón y averigüé por qué Jenks estaba tan callado cuando le entraron náuseas y se fue volando a la papelera. —Tren —dijo Glenn sin más, con una voz suave como un lamento. El café y la falta de sueño se estaban enfrentando en mi interior, pero había visto una masacre de demonios y esto era como morir durmiendo comparado con aquello. Creo que estaba ganando puntos con Glenn mientras la examinaba intentando no respirar el olor a descomposición que ni el frío de la sala podía paliar. Parecía que la mujer lobo desconocida número tres era tan alta como la primera mujer y que tenía la misma constitución atlética. El pelo castaño hasta los hombros. No sabría decir si era hermosa o no. Al verme asentir, Glenn cerró la bolsa y luego el cajón y fue cerrando el resto mientras regresaba hacia Vanessa. Yo lo seguí, aunque todavía no estaba segura de por qué quería que viese aquello. Al regresar, Jenks no hizo ruido con las alas y yo lo miré con compasión. —No le digas a Ivy que he potado —me dijo, y yo asentí—. Todas huelen igual —dijo, y yo sentí que se me agarraba a la oreja para mantener el equilibrio y se acercaba lo máximo posible a mi cuello perfumado. —Por Dios, Jenks, a mí todas me parecen iguales —dije, pero no creo que apreciase mi intento de hacer una broma. Glenn se detuvo y miramos a la secretaria del señor Ray. —Estas tres mujeres eran suicidas —dijo—. La primera murió por automutilación, como parece haber muerto la secretaria del señor Ray. Yo creo que la asesinaron y que luego lo amañaron para que pareciese un suicidio. Yo lo miré y me pregunté si no le estaría buscando tres pies al gato. Al verme dudar, se pasó la mano por su pelo corto y rizado. —Fíjate en esto —dijo mientras se inclinaba sobre Vanessa y le cogía una de sus manos inertes—. ¿Lo ves? —dijo, envolviendo su fina muñeca con sus dedos oscuros, que formaban un gran contraste con su pálida piel—. Parece una contusión causada por ataduras. No muy fuertes, pero ataduras. La mujer que llegó al hospital no las tiene y sé que tuvieron que atarla. Vale. Ahora si me interesaba. ¿Quizá Vanessa estuvo practicando jueguecitos sexuales y llegó demasiado lejos? Me incliné hacia delante y estuve de acuerdo en que el círculo ligeramente rojo podría haber sido el resultado de una atadura, pero lo que me llamó la atención fueron sus uñas. Le habían hecho la manicura profesional pero tenía las puntas partidas e irregulares. Una mujer que estuviese pensando en suicidarse no pagaría demasiado para que le hiciesen las uñas y luego las destrozaría antes de acabar con su vida. —¿Dónde la encontraron? —pregunté en voz baja. Al notar interés en mi voz, Glenn me profirió una sonrisa que luego desapareció rápidamente. —Debajo de un muelle en los Hollows. Un grupo de turistas la encontró cuando aún estaba caliente. Jenks, que no quería que lo excluyésemos, despegó de mi hombro y la sobrevoló.

—Huele a mujer lobo —proclamó—. Y a pescado. Y a alcohol de fricción. Glenn dio un tirón a la sábana con la que la habían cubierto durante todo el rato, en lugar de una bolsa. —También tiene marcas de presión en los tobillos. Yo fruncí el ceño. —¿Así que alguien la sujetó contra su voluntad y luego la mató? Jenks aleteó y dijo: —Tiene un hilo de esparadrapo entre los dientes. Glenn dejó salir el aire que había tomado para responder. —Estás de broma. Con un pequeño subidón de adrenalina y un poco grogui, me acerqué para verlo. —No estoy entrenada para esto —dije cuando Glenn sacó una pequeña linterna del bolsillo y me hizo un gesto para que le abriese la boca. A regañadientes, le agarré la mandíbula—. No pienso coger un cuchillo y revolver con él. —Bien. —Dirigió la luz hacia sus dientes—. Porque no tengo autorización para eso. El chirrido de las puertas dobles al abrirse me hizo levantar la cabeza. Jenks dijo un taco cuando solté la mandíbula de Vanessa y casi lo aplasto al girar la mano. La tensión se convirtió en miedo por un instante cuando vi a Denon, mi antiguo jefe de la SI, de pie en medio de la sala cual rey de los muertos. —Esto es un asunto de la SI. Ni siquiera tienen permiso para mirarla —dijo con su dulce voz, que me recorrió la columna como hace el agua sobre las rocas. Maldita sea, que se vaya al infierno, pensé, superando mi miedo. Ya no era mi jefe. No era nada. Pero estábamos bajo tierra, demasiado abajo para invocar una línea, y no me gustaba. El vampiro viviente de clase baja sonrió para mostrar sus dientes humanos, de un blanco prístino comparados con su hermosa piel caoba. Iceman estaba detrás de él junto con un segundo vampiro vivo, esta vez de clase alta, a juzgar por sus caninos pequeños pero afilados. Con ellos había entrado un olor a hamburguesas y patatas fritas y parecía que los cincuenta dólares de Glenn hubiesen comprado menos tiempo del que él esperaba. Jenks se elevó produciendo un zumbido con las alas. —Mira lo que ha traído el gato —soltó—. Huele a algo familiar, pero no sé decir qué es. ¿A rata, quizá? Denon lo ignoró, como ignoraba a todos aquellos que estaban por debajo de él, pero le vi un ticen el ojo mientras seguía sonriendo e intentaba impresionarme con su mera presencia. Glenn apagó la linterna y la guardó, apretando los dientes, pero sin remordimientos. No tenía motivos para temer a Denon. Al menos no hasta ahora y, sobre todo, no ahora. Probablemente él era la razón por la que yo había perdido el permiso y aquello me cabreaba. Con una chulería practicada, el hombre grande y musculoso avanzó hacia nosotros como un gato. Técnicamente era un gul, un término grosero para referirse a un humano al que le había mordido un no muerto y al que había infectado intencionadamente con suficiente virus vampírico como para convertirlo parcialmente. Y, mientras que los vampiros de clase alta como Ivy nacían con su estatus y eran envidiados por tener parte de las fuerzas de los no muertos pero sin los inconvenientes, un vampiro de clase baja era poco más que una fuente de sangre cuando intentaban ganarse el favor de aquel que les había prometido la inmortalidad.

Estaba claro que Denon trabajaba duro para conseguir la fuerza humana y, aunque sus bíceps le apretaban el polo y sus muslos estaban forjados gracias al levantamiento de pesas, todavía no alcanzaba a sus hermanos y no lo haría hasta que muriese y se convirtiese en un no muerto de verdad. Y aquello dependía de que su patrocinador recordase o se molestase en acabar el trabajo. Tras haberse llevado la culpa de que Ivy hubiese abandonado la SI conmigo, aquello era poco probable. Su señor había hecho la vista gorda y Denon lo sabía. Aquello lo hacía impredecible y peligroso, ya que estaba intentando congraciarse de nuevo con su señor. El hecho de que estuviese trabajando en el turno de mañana decía mucho. Aunque seguía siendo guapo, había perdido el aspecto intemporal de aquellos que se alimentan de los no muertos. Sin embargo, era probable que siguiesen alimentándose de él. Una vez había supervisado a una planta completa de cazarrecompensas, pero esta era la segunda vez que lo había visto trabajando en la calle desde que me había marchado. —¿Cómo está tu coche, Morgan? —dijo su hermosa voz con tono burlón, y aquello me cabreó. —Bien. —La cólera superaba al cansancio y me hacía actuar de forma estúpida. Los dos técnicos salieron en silencio y oí una conversación en voz baja y luego el tintineo de una camilla con ruedas mientras la colocaban. Denon levantó sus ojos de pupilas negras del cadáver de la secretaria. —¿Has venido a ver tus trabajos manuales? —dijo con tono burlón, y Jenks nos iluminó con un chorro de luz. —Apártate del cadáver, Jenks —murmuré mientras salía de detrás del cajón para tener espacio y moverme—. Lo estás cubriendo de polvo. Denon sonrió satisfecho y ocultó sus dientes de tamaño humano como la broma que eran. Yo coloqué las manos en las caderas y me atusé el pelo. —¿Estás diciendo que esto no es un suicidio? —insinué, viendo en ello una oportunidad para cabrearlo—. Porque si estás diciendo que yo soy la responsable de su asesinato demandaré a tu culo de caramelito hasta la próxima Revelación. Con un movimiento suave, Glenn cubrió a Vanessa con la sábana. Todavía no había dicho nada, lo que me parecía notable, ya que solo hacía un año que pensaba que no les debía ningún respeto a los vampiros. Deja el acoso verbal a aquellos que puedan sobrevivir a él. —La prueba habla por sí misma. —Denon se acercó para obligar a Glenn y a Jenks a echarse hacia atrás—. La voy a llevar junto con su familia para que la incineren. Apartad. Maldita sea, en pocas horas todo desaparecería, incluso los archivos informáticos y en papel. Por eso estaba haciendo esto a estas horas. Cuando todo el mundo estuviese trabajando ya sería demasiado tarde. Entrecerré los ojos y me reí forzadamente. Era amarga y no me gustó cómo sonó. —¿Eso es a lo que te dedicas ahora? ¿Te han degradado a empleado? Los ojos de Denon intentaron ponerse negros. Era estúpido presionarlo así, pero estaba notando la falta de sueño y tenía a Glenn a mi lado. ¿Qué iba a hacer Denon? Nos interrumpió el ruido de la camilla y Denon avanzó con aire chulesco intentando apartar a Glenn con su presencia. Pero Glenn no se movió. —No puede llevársela —dijo el detective de la AFI mientras colocaba una mano posesiva sobre la parte superior de la puerta—. Esto se ha convertido en una investigación de asesinato. Denon se río, pero los dos tíos de la camilla dudaron y se cruzaron las miradas. —Decretaron suicidio. No tiene jurisdicción. El cuerpo es mío.

Mierda. Todavía no teníamos nada y, si no lo encontrábamos, quedaríamos como tontos. —Hasta que establezcan que no la asesinó un humano, tengo toda la jurisdicción que necesito — dijo Glenn—. Tiene marcas de presión en las muñecas. La sujetaron contra su voluntad. —Eso es circunstancial. —Los dedos oscuros de Denon se dirigieron al asa del cajón. Glenn no se apartó y la tensión creció hasta que las alas de Jenks empezaron a emitir un chirrido fuerte. Rebusqué en el bolso y saqué el teléfono móvil, aunque no creía que pudiese tener cobertura allí abajo. —Podemos conseguir una orden en cuatro horas y su entusiasmo por destruir las pruebas quedará patente en ella. ¿Sigue queriendo llevársela? Jenks aterrizó sobre mi hombro. —No puedes conseguir una orden en tan poco tiempo —me susurró, y empecé a sudar. Sí, sabía que llevaría un día, si es que la conseguía, pero no podía dejar salir de allí a Denon con el cuerpo. Denon tenía la mandíbula apretada. —Unas marcas de presión no significan una mierda. Jenks alzó el vuelo y sobrevoló a Vanessa. —¿Y qué hay de las marcas de aguja? —dijo. —¿Dónde? —dije yo mientras atravesaba la habitación para mirar—. No las veo. El pequeño pixie estaba orgulloso de sí mismo. —Porque son pequeñas. Son agujas tamaño pixie. Como cables de fibra óptica. Se puede ver la marca en la piel desgarrada. Quienquiera que la drogase intentó ocultarlo cortándole el brazo como si se tratase de un suicidio. Pero están ahí. Necesitaréis un microscopio para verlas. Los labios de Glenn formaron una sonrisa hosca y nos giramos a la vez hacia Denon. La palabra de un pixie no significaba nada ante un tribunal, pero sí destruir una prueba intencionadamente. El vampiro parecía cabreado. Bien. Odiaba pensar que yo era la única que estaba teniendo una mañana horrible. —Haga que le miren el brazo —dijo bruscamente, con los músculos tensos—. Quiero ver el informe antes de que se seque la tinta. Oh, Dios, pensé, poniendo los ojos en blanco. ¿Podría haber elegido una analogía más trillada? Glenn cerró el cajón y echó la llave antes de pasársela a Iceman. Jenks estaba flotando a mi lado y yo no dije nada, pero sonreía porque sabía que teníamos razón, que Denon no la tenía y que la SI iba a acabar quedando como una idiota otra vez. Pero Denon soltó una risa que me sorprendió. —Sigues tocándole las pelotas a la gente, Morgan, y dentro de poco los únicos que querrán contratarte serán esos troles sin hogar que viven debajo de un puente y los corruptos metidos en magia negra. La culpa de que muriese es tuya, de nadie más. Me quedé pálida y Jenks batió sus alas con agresividad. Denon no solo sabía que había sido asesinada y estaba intentando encubrirlo, sino que me estaba echando la culpa a mí. —¡Serás hijo de puta! —dijo Jenks enfurecido, y yo moví los dedos para decirle que no se metiese. Yo no era capaz de atrapar a un pixie, pero un vampiro cabreado quizá sí pudiese hacerlo. Denon se giró prodigándome una hermosa sonrisa, tan seguro de sí mismo y sediento de poder como cuando había entrado. —No lo escuches, Rachel. No fue culpa tuya. Eso es imposible.

Yo miré el cadáver tapado. Por favor, Dios. Que no tenga nada que ver conmigo. —Sí, lo sé —dije, esperando que tuviese razón. No podía ser. Mi única conexión con ella era aquel pez y aquello ya estaba arreglado. Era la secretaria del señor Ray, no era responsable de aquello en absoluto. Y además, para empezar, el pez no era del señor Ray. Glenn me puso una mano reconfortante sobre el hombro y caminamos despacio hacia las puertas dobles para darle tiempo a Denon a que se marchase. En la sala de recepción solo estaba Iceman y una conversación marchita que se filtraba desde el vestíbulo. Esperé mientras Glenn intercambiaba unas cuantas palabras con el enfermero y prometía volver para el papeleo después de acompañarme a casa. Ahora el cuerpo de Vanessa no saldría de allí hasta que descartasen el asesinato, pero aquello no me satisfacía. La SI se iba a cabrear de verdad si me cargaba una de sus tapaderas. ¡Yupi! Me colgué de nuevo el bolso al hombro, saludé a un tenso Iceman y salí de allí con Glenn. Jenks no hablaba. Glenn tenía en una mano mi café y en la otra mi codo. Yo seguía pensando en Vanessa mientras él me guiaba a ciegas a través de los niveles superiores del edificio de vuelta al sol. No dije ni una sola palabra de camino a casa y la conversación entre Jenks y Glenn se retrasaba. En su silencio me pareció escuchar un consenso de que quizá yo podría haber sido responsable de la muerte de la mujer. Pero no. No podía ser. No levanté la vista del salpicadero del coche hasta que sentí la sombra reconfortante de mi calle. Jenks murmuró algo y salió por la ventanilla abierta antes de que Glenn detuviese el coche. Entonces yo levanté la mirada y vi que la brumosa mañana estaba en el momento del día en el que yo solía despertarme. —Gracias por salir conmigo —dijo Glenn, y yo me giré hacia él, sorprendida por el alivio sincero que mostraban sus ojos—. El oficial Denon me pone los pelos de punta —añadió, y yo le sonreí. —Es un pelele —dije, mientras colocaba el bolso sobre mi regazo. Glenn levantó las cejas. —Si tú lo dices. Al menos no destruirán el cuerpo de Vanessa. Y ahora tendré acceso a cualquier registro que quiera hasta que desestimen la participación humana. Creo que puedo empezar por ahí. Yo resoplé. —¿Entonces por qué querías que fuese contigo, señor agente de la AFI? Él sonrió enseñando los dientes. —Jenks encontró las marcas de agujas y tú distrajiste a Denon y le hiciste retroceder. ¿Una orden judicial? —dijo entre risas. Yo me encogí de hombros y Glenn añadió—: Te tiene miedo y lo sabes. —¿A mí? No lo creo. —Busqué a tientas la manilla de la puerta. Mierda, qué cansada estaba—. De todas formas te voy a mandar una factura —dije, mientras comprobaba la hora en el reloj del coche. —Mmm, Rachel —dijo Glenn antes de que saliese—. Hay otra razón más por la que he venido aquí. Dudé en el momento de salir y, con aire triste, metió la mano debajo del asiento y me entregó una carpeta gruesa que mantenía cerrada con una tira de goma. —¿Qué es esto? —pregunté, y él me hizo un gesto para que la abriese. Me la puse en el regazo, quité la tira de goma y la hojeé. Eran en su mayoría recortes de periódico fotocopiados e informes de la AFI y de la SI relacionados con robos cometidos por todo el continente norteamericano y unos cuantos en el extranjero, en el Reino Unido y Alemania: libros poco comunes, artefactos mágicos, joyas con significado histórico… Me quedé fría a pesar del calor de julio al darme cuenta de que era

el expediente de Nick. —Llámame si se pone en contacto contigo —dijo Glenn con una curiosa tirantez en la voz. No le gustaba pedírmelo, pero lo estaba haciendo. Yo tragué saliva. No era capaz de mirarlo. —Se cayó por el puente Mackinac —dije. Aquello me parecía irreal—. ¿Crees que ha sobrevivido? —Yo sabía que era cierto. Me había llamado al darse cuenta de que me había birlado el artefacto falso y yo tenía el auténtico. De repente fue como si tuviese una correa alrededor del pecho que me lo apretaba. Mierda. Eso era lo que estaba buscando Newt. Mierda, mierda y más mierda… ¿Habrían matado a Vanessa por eso? La SI sabía que en su día tuve el foco, pero tanto ellos como el resto del mundo pensaba que se había caído por el puente junto con Nick Sparagmos. ¿Sabría alguien que había sobrevivido y que ahora estaba matando hombres lobo para averiguar quién lo tenía? Dios mío. David. —Lo quiero, Rachel —dijo Glenn, devolviéndome a la realidad—. Sé que es Nick. Me sentía como si estuviese envuelta en algodones y sabía que tenía los ojos demasiado abiertos cuando lo miré. —Yo suponía que era un ladrón. No lo supe hasta que se fue. No quería creérmelo —dije. Sus ojos mostraron una ligera pena. —Lo sé. Se me aceleró el pulso y respiré hondo. Glenn me tocó el hombro, probablemente pensando que lo que hacía que me temblasen las manos era la conmoción por haberme dado cuenta de que Nick era un ladrón, no por saber lo que quería Newt y la razón por la cual habían matado a Vanessa. Maldita sea, la habían drogado y luego la habían asesinado porque no sabía nada de todo aquello. Decírselo a Glenn no arreglaría nada. Eso era un asunto para la Seguridad del Inframundo y lo único que conseguiría él sería que lo matasen. Tenía que llamar a David, recuperarlo antes de que Newt lo rastrease hasta llegar a él. Él no podía enfrentarse a un demonio. ¿Acaso yo sí? Me dispuse a agarrar el pestillo de la puerta sin dejar de darle vueltas a la cabeza. —Gracias por traerme, Glenn —dije de manera automática. —Eh —dijo mientras me ponía una de sus oscuras manos en el brazo—. ¿Estás bien? Me obligué a mirarlo a los ojos y dije: —Sí —mentí—. Todo esto me ha desconcertado, eso es todo. Él retiró la mano, yo puse la carpeta en el asiento que había entre ambos y salí a la acera, tambaleándome. Mis ojos se dirigieron a la casa en la que vivía Ceri. Probablemente estuviese durmiendo, pero en cuanto se levantase iría a hablar con ella. —Rachel… Quizá supiese cómo destruir el foco. —¿Rachel? Suspirando, me incliné para volver a mirar el coche. Glenn me dio la carpeta. Los músculos de su hombro se contrajeron con su peso. —Quédatela —dijo y, cuando yo me disponía a protestar, añadió—: Son copias. Deberías saber lo que ha hecho… en cualquier caso. Dudé, pero las cogí y sentí que su fuerte peso me clavaba en la acera. —Gracias —dije ignorando aquello. Cerré la puerta y me dirigí a la iglesia.

—¡Rachel! —gritó, y yo me detuve y me giré—. ¿La tarjeta de visitante? —dijo. Ah, sí. Volví y dejé la carpeta sobre el techo del coche mientras me quitaba la tarjeta y se la daba por la ventanilla. —Prométeme que no vas a conducir hasta que acabes las clases —dijo mientras se marchaba. —Hecho —murmuré sin detenerme. El mundo sabía que el foco no se había perdido y en cuanto alguien se diese cuenta de que yo seguía teniéndolo, iba a estar de mierda hasta el cuello.

5.

La calurosa mañana se había vuelto lluviosa cuando volví a levantarme. Me sentía rara al levantarme tan cerca de la puesta de sol. Me había ido a la cama de mal humor y me levanté igual, ya que me despertó Skimmer de un susto llamando al timbre a eso de las cuatro de la tarde. Estoy segura de que Ivy contestó lo más rápido que pudo, pero me costaba demasiado volverme a dormir. Además, Ceri iba a venir esa noche y no me encontraría de nuevo en ropa interior. Sentí un dolor en el brazo cuando me puse de pie y fui al fregadero en pantalón corto y camiseta a fregar la tetera. El asco silencioso que había mostrado aquella mañana Ceri por mi tetera me había hecho limpiarla. Iba a ayudarme a dibujar otro círculo de invocación. Quizá esta vez con tiza, para que no fuese tan asqueroso. Estaba empezando a desear que me visitase Minias. Puede que destruyese el foco a cambio de haber encontrado a Newt y, después de observar a Ceri negociar con Al, quería que me ayudase con Minias. Aquella mujer era más mañosa con su forma de hablar que Trent. Había llamado a David antes de quedarme dormida y, tras una acalorada discusión que consiguió que todos los pixies salieran de la iglesia, me había dicho llanamente que si el asesino no había rastreado el foco hasta él hasta ahora, fuese quien fuese, probablemente no lo haría, y que sacarlo de su congelador no haría más que llamar la atención. Yo no estaba convencida, pero no me lo iba a traer, así que tendría que conseguirlo yo misma. Eso significaba traerlo a casa en autobús o en la parte de atrás de la moto de Ivy. Ninguna de las dos era una buena idea. Soplé para apartar un rizo rojo de la cara, aclaré la tetera, la sequé y la coloqué en el hornillo posterior. No relucía, pero estaba mejor. El olor empalagoso del abrillantador era intenso en aquel espacio cerrado y, ya que había dejado de llover, abrí la ventana con los dedos arenosos. Entró una brisa fresca y miré el jardín oscuro y empapado mientras me lavaba las manos. Al verme las uñas fruncí el ceño. El abrillantador me las había estropeado y me había puesto verdes las cutículas. Mierda, acababa de hacérmelas. Suspiré, dejé a un lado el paño y abrí la despensa. Estaba muerta de hambre y, si no comía algo antes de que llegase Ceri, parecería una cerda cuando me comiese el paquete entero de galletas que iba a abrir para la ocasión. Entré en la despensa y miré las latas de fruta, las botellas de kétchup y las mezclas para pastel dispuestas en las ordenadas estanterías en las que Ivy organizaba nuestros víveres. Probablemente los habría etiquetado si le hubiese dejado. Cogí los macarrones y un sobre de salsa en polvo: algo rápido y con muchos hidratos de carbono. Justo lo que me había recetado el médico de brujas. Oí un golpe seco y una risita procedentes del santuario que me recordaron que no estaba sola. Ivy había animado a su antigua compañera de cuarto de la universidad, Skimmer, a cambiar los muebles del salón al santuario, en parte para hacer sitio para que los de la empresa Tres Tíos y Una Caja de Herramientas colocasen los paneles, y en parte para poner espacio entre Skimmer y yo. Aunque Skimmer era frustrantemente agradable, era la abogada de Piscary (como si no asustase ya lo suficiente siendo una vampiresa viva) y no me apetecía devolverle la amabilidad. Puse el cazo sobre la cocina y me puse a revolver debajo de la encimera hasta que recordé que los niños de Jenks estaban utilizando la olla grande como fuerte en el jardín. Molesta, llené la olla de hechizos más grande que tenía con agua y la coloqué sobre el hornillo. Mezclar un preparado alimenticio con

cosas para hechizos no era buena idea, pero esta ya no la utilizaba porque ahora tenía una abolladura del tamaño de la cabeza de Ivy por dentro. Derretí la mantequilla para la salsa mientras se calentaba el agua. Del santuario surgió un fuerte estruendo y mis hombros se relajaron al escuchar la agresiva música de NIN. Bajaron el volumen y la alegre voz de Skimmer hacía un agradable contrapunto a la respuesta suave de Ivy. Me chocó que, aún siendo una vampiresa viva, Skimmer se pareciese mucho más a mí en que tenía una risa fácil y que no dejaba que lo malo la enfadase exteriormente… una cualidad que Ivy parecía necesitar para compensarse. Skimmer llevaba en Cincinnati más de seis meses. Había venido de California junto con una camarilla de serviciales vampiros para sacar a Piscary de la cárcel. Ella e Ivy se habían conocido durante sus dos últimos años de instituto en la Costa Oeste y ambas habían compartido sangre y cuerpos; y eso, no Piscary, fue lo que había apartado a Skimmer de su señor vampiro y su familia. Yo la había conocido el año pasado, cuando empezó nuestra relación con mal pie al confundirme con la sombra de Ivy y, como era tan educada, hacerme una cortés oferta por mi sangre. Mis movimientos para repartir el trozo de mantequilla por la cazuela se volvieron más lentos y aparté la mano del cuello. No me gustaba el hecho de haber intentado esconder la cicatriz oculta allí bajo mi piel perfecta. La sacudida de deseo que me había provocado aquella mujer había sido embriagadora y escandalosa, sobrepasada solo por el bochorno de haber malinterpretado la relación que había entre Ivy y yo. Dios, no lo entendía. Esperar que Skimmer lo hiciese a los treinta segundos de conocerme era ridículo. Sabía que Ivy y Skimmer habían retomado lo suyo donde lo habían dejado, y creo que esa fue la razón por la que Piscary aceptó a Skimmer en su camarilla si la hermosa vampiresa conseguía ganar su caso. Mientras mezclaba la mantequilla, la leche y la salsa en polvo me pregunté si Piscary estaría empezando a arrepentirse de su misericordia al permitirle a Ivy mantener una amistad conmigo que no estaba basada en la sangre, sino en el respeto. Probablemente esperaba que Skimmer atrajese de nuevo a Ivy a un estado de ánimo propiamente vampírico. Sin embargo, durante los últimos meses había sido más fácil convivir con Ivy, ya que saciaba su sed de sangre con alguien a quien quería y que podría sobrevivir a sus atenciones. Se sentía feliz. Culpable, pero feliz. No creía que Ivy pudiese ser feliz si no acompañaba esa felicidad con una gran cantidad de culpabilidad. Y mientras tanto podíamos fingir que yo no me sentía el primer cebo de éxtasis de sangre, sin hacer hincapié en el tema porque Ivy tenía miedo. Habíamos invertido nuestros papeles y yo no tenía tanta práctica como Ivy en negarme algo que deseaba. La cuchara de madera traqueteó contra la cacerola al temblarme la mano, cuando sentí el escalofrío de adrenalina que me recorrió al recordar sus dientes entrando limpiamente en mí, una mezcla de miedo y placer en una sensación irreal que me llevó al éxtasis. Como si el recuerdo la hubiese invocado, la delgada silueta de Ivy apareció en el pasillo. Llevaba unos vaqueros estrechos y una camiseta cortada para mostrar el aro que llevaba en el ombligo. Se dirigió hacia la nevera para coger una botella de agua. Sus movimientos para abrirlo se ralentizaron cuando olió el aire y se dio cuenta de que había estado pensando en ella, o al menos en algo que me daba subidón y me aceleraba el pulso. Se le dilataron las pupilas y me miró desde el otro extremo de la cocina. —Ese perfume ya no funciona —dijo. Yo escondí mi sonrisa, pensando que debería dejar de utilizarlo, pero obligarla a morderme otra

vez no era buena idea. —Es uno viejo —dije—. No tenía nada más en el baño. Para mi sorpresa, ella sacudió la cabeza y se río entre dientes. Estaba de buen humor y me pregunté qué habrían estado haciendo ella y Skimmer allí dentro además de colocar de nuevo los muebles. No es asunto mío, pensé, y volví a concentrarme en mi salsa. Ivy estaba en silencio mientras bebía otro trago y se apoyaba en la barra con los tobillos cruzados. Sentí sus ojos deambular por la cocina y posarse en la tetera que brillaba débilmente en el fogón de atrás. —¿Va a venir Ceri? —preguntó. Yo asentí y miré el jardín húmedo que estaba ensombrecido con un anochecer temprano debido a las nubes. —Va a ayudarme con mi glifo de invocación. —La miré sin dejar de remover con la cuchara. En el sentido de las agujas del reloj, en el sentido de las agujas del reloj… nunca al contrario—. ¿Qué planes tienes para esta noche? —Voy a salir y no volveré casi hasta el amanecer. Tengo una misión. —Con un movimiento poderoso y lleno de gracia, se apoyó en una mano para subirse y sentarse sobre la encimera. —¿Vas a llevarte a Jenks? —pregunté. Quería que se quedase conmigo, pero mis temores de miedica no eran tan importantes como un trabajo de verdad. —No. —Ivy se pasó los dedos por las puntas de su cabello más corto en un gesto de nerviosismo, lo cual quería decir que iba a hacer algo para Piscary, no para el beneficio de su cuenta bancaria. Era la sucesora de un señor de los vampiros y eso era más importante… cuando no me metía a mí por medio. —¿Crees que aquella estatua tan fea es lo que buscaba aquel demonio? —¿El foco? —Pasé un dedo por la cuchara, lo lamí y dejé la cuchara en el fregadero—. ¿Qué otra cosa podría ser? Ceri dice que si Newt hubiese sabido que lo tenía David, habría aparecido en su apartamento, no aquí, pero voy a traerlo de nuevo aquí de todas formas. Alguien en Cincy sabe que ha vuelto a aparecer. —Mi mirada se perdió en la lejanía mientras un horrible sentimiento de traición se asentaba en mi estómago. Además de Ivy, Jenks y Kisten, la única persona que sabía que todavía tenía el foco era Nick. No me podía creer que me hubiese traicionado de esa manera, pero ya le había vendido información sobre mí antes al gran Al. Y ahora estaba cabreado conmigo. El agua estaba hirviendo y vertí en ella suficientes macarrones para tres personas. Ivy se inclinó y cogió el paquete abierto de pasta. —¿Qué quería Glenn? —preguntó mientras se comía un trozo de pasta seca. Bajé el fuego mientras deshacía el montón de macarrones. —Mi opinión sobre un asesinato de mujeres lobo. Era la secretaria del señor Ray. Quienquiera que lo hiciese intentó que pareciese un suicidio. Con sus definidas cejas levantadas, la mirada de Ivy se dirigió al calendario que había colgado en la pared junto a su ordenador. —¿A falta de una semana para la luna llena? No pudo ser un suicidio y la SI lo sabe. Yo asentí. —Creo que no se esperaban que la AFI se interesase por ello. Tenía marcas de presión provocadas por ataduras y marcas de agujas. Denon lo estaba encubriendo. Ivy dudó si coger otro trozo de pasta.

—¿Crees que tiene algo que ver con el foco? —¿Por qué no? —dije exasperada. Maldita sea. Solo había tenido aquella horrible estatua durante dos meses y ya se había corrido la voz de que no se había perdido al caer por el puente Mackinac. Me aparté un mechón de pelo de la cara y revolví la pasta mientras intentaba recordar si había ido a ver o había llamado a David en todo ese tiempo. Aparte de la noche en que se lo di, creía que no. Él era mi alfa, pero no era como si estuviésemos casados ni nada por el estilo. Mierda, aquello no era seguro. Necesitaba recuperarlo, hoy mismo. —Puedo preguntar por ahí si quieres —dijo Ivy mientras subía los pies a la encimera con un balanceo para sentarse cruzada de piernas con la caja de pasta. Mis pensamientos volvieron de repente a ella. —Por supuesto que no —dije—. Cuanto menos indague, más segura estaré. Además, nunca nos pagarán si averiguas algo. Ella se río y yo me relajé. Ivy no se reía a menudo y me encantaba el sonido de su risa. —¿Por eso estás pensando en Nick? —me preguntó, cosa que me dejó perpleja—. Nunca haces pasta con salsa Alfredo a menos que estés pensando en él. Yo abrí la boca para protestar, pero luego la cerré. Mierda, tiene razón. —Mmm —dije molesta mientras revolvía la pasta—. Glenn me ha dado hoy su expediente. Tiene diez centímetros de grosor. —¿De verdad? —dijo, arrastrando las palabras, y yo fruncí el ceño. Nunca le había gustado Nick. —Sí, de verdad. —Dudé mientras veía surgir el vapor—. Lleva un tiempo con esto. —Lo siento. Me obligué a adoptar una expresión blanda. Odiaba a Nick, pero sentía de verdad que me hubiese destrozado el corazón. —Ya lo he superado. —Y asiera. Excepto la parte de sentirme utilizada. Había estado vendiendo información sobre mí a Al a cambio de favores antes de que rompiéramos. Gilipollas. Estaba sonando Only, de NIN, y de repente alguien bajó el volumen. No me sorprendió ver entrar a Skimmer en la cocina, probablemente querría saber qué estábamos haciendo. Más que verla, sentí como la actitud de Ivy se cerraba un poco más cuando el cuerpo de bailarina enfundado en vaqueros de Skimmer entró en la cocina. Ivy era abierta conmigo y era igual con Skimmer, pero no se sentía cómoda demostrándolo ante Skimmer. Skimmer amaba a Ivy sin reservas y se había mudado aquí con la promesa de que, si conseguía sacar de la cárcel a Piscary, sería aceptada en su camarilla y podría quedarse. Yo era la que lo había metido entre rejas y el día que saliese mi vida probablemente no valdría más que un pedo de trol. Ivy era en gran parte la razón por la que yo seguía viva, lo cual la ponía contra una pared cuya presión crecía lentamente con cada éxito en los tribunales. Skimmer haría lo que fuese por quedarse con Ivy. Yo haría lo que fuese para que mi cuerpo y mi alma siguiesen unidos. E Ivy se iba a volver loca en silencio, ya que quería que ambas consiguiésemos lo que queríamos. Habría ayudado algo que Skimmer no fuese tan fastidiosamente agradable. La perceptiva vampiresa se dio cuenta de que había interrumpido algo y, tras colocarse su largo, rubio y lisísimo pelo detrás de una oreja, se sentó a la mesa en la silla de Ivy. Por el rabillo del ojo vi como arrugaba la cara por un momento, cuando ella e Ivy intercambiaron una mirada, pero sus facciones se suavizaron y su naricita y su barbilla adoptaron una expresión agradable. Al lado de las

delicadas facciones de Skimmer, mis fuertes pómulos y mi mandíbula parecían las de un neandertal. Aunque era más lista que un zorro y estaba en plena forma, aquella mujer parecía muy inocente, con aquellos ojos azules y su bronceado de la Costa Oeste, un rasgo que probablemente le sería de gran utilidad en su profesión cuando la competencia la infravaloraba. —¿Es la comida? —dijo alegremente. Su agradable voz mostraba un calculado tono de aflicción. —Es solo pasta —dije mientras iba a escurrir los macarrones—. Tengo suficiente para tres personas, si queréis. —Me giré del fregadero y vi que sus intensos ojos azules tenían un iris azul menguante, cosa que los hacía todavía más llamativos. Sus pestañas gruesas y largas acentuaban sus delicadas facciones. Me preguntaba qué habrían estado haciendo en el santuario. Había muchos sitios en los que morder a alguien… y la mayoría de ellos estaban cubiertos por ropa. —Me apunto —dijo, mientras miraba el reloj, que tenía diamantes incrustados en los números—. Tengo una hora antes de volver a la oficina y, si no llego, que se fastidien y que esperen. Aquello era genial, porque ella era la jefa, pero mi presión sanguínea empezó a aumentar cuando se dirigió a la nevera y cogió de encima de ella una de las galletas de azufre de Ivy. Dios, odiaba aquellas cosas y vivía con el miedo de que un día la SI tuviese una excusa para registrar mi cocina y me llevasen a rastras. —¿Por qué no la convertimos en una comida de verdad? —dijo la vampiresa, claramente consciente de que yo estaba molesta, pero dispuesta a escalar posiciones—. Ivy tiene una misión esta noche y yo tengo que volver a trabajar. No tardaremos mucho en convertirla en una comida completa ahora mismo. Si mi pasta no es suficiente para ti, ¿entonces por qué dices que la quieres?, pensé con maldad, pero contuve mi primera reacción, ya que sabía que había hecho aquella oferta en un intento genuino de camaradería. Miré el reloj mientras decidía que todavía faltaba mucho para que viniese Ceri y, cuando Ivy se encogió de hombros, yo asentí. —Claro —dije—. ¿Por qué no? Skimmer sonrió. Era evidente que no estaba acostumbrada a no caerle bien a alguien y, tampoco es que yo la odiase, pero cada vez que venía hacía algo que me fastidiaba, aunque no fuese culpa suya. —Haré pan de ajo —dijo alegremente ondeando su melena mientras abría la puerta de la alacena para buscar las especias. —Rachel es alérgica al ajo —dijo rápidamente Ivy, y la vampiresa viva dudó. Me miró a los ojos y casi la pude oír soltarse una reprimenda a sí misma. —Ah, entonces tostadas de hierbas. —Y con una alegría forzada se fue a lavar las manos. No era realmente alérgica, sino sensible al ajo gracias a aquella misma aberración genética que me habría matado de no haber intervenido el padre de Trent. Ivy se bajó de la encimera deslizándose y, después de cerrar el paquete de pasta, empezó a reunir los ingredientes para hacer una ensalada. Estaba justo al lado de Skimmer y, cuando sus cabezas casi se tocaron, me pareció escuchar una palabra de ánimo en voz baja. Mientras estaba allí de pie junto a la cocina con mi pasta, me di cuenta de que estaba empezando a sentirme mal por la pobre mujer. Estaba intentándolo, reconocía que yo era importante para Ivy y estaba haciendo un esfuerzo por ser amable. Skimmer sabía que Ivy había puesto sus ojos una vez en mí, que había dejado de jugar por raí sangre una vez la consiguió, ya que el encuentro había terminado tan mal que la asustó tanto como para no querer repetirlo. Y no era ningún secreto que no me importaba una mierda que ambas compartiesen sangre y cama. Creo que eso tenía mucho que ver

con la actitud de Skimmer. Yo era una de las pocas amigas de Ivy, y Skimmer sabía que una de las formas más rápidas de enfadar a Ivy era portarse mal conmigo. Vampiros, pensé mientras echaba la pasta en la salsa blanca. Nunca los había comprendido. —¿Os apetece un poco de vino? —preguntó Skimmer de pie junto a la nevera con una barra de mantequilla en la mano—. Con la pasta va bien el tinto. He traído un poco hoy. Yo no podía beber vino tinto sin arriesgarme a tener migrañas e Ivy no bebía mucho… nada antes de una misión. Yo abrí la boca para decir simplemente que no por mi parte, pero Ivy le espetó: —Rachel no tolera el vino tinto. Es muy sensible al azufre. —Oh, Dios. —La hermosa cara de Skimmer estaba arrugada cuando salió de detrás de la puerta —. Lo siento. No lo sabía. ¿Hay algo más que no toleres? Solo a ti. —¿Sabes qué? —dije mientras dejaba la tapa sobre la pasta ya terminada y apagaba el fuego—. Voy a comprar un poco de helado. ¿Alguien más quiere helado? Sin esperar una respuesta, cogí el bolso y una de las bolsas de tela de Ivy y salí de la cocina. —Volveré antes de que acabe de hacerse el pan —dije por encima del hombro. El eco de mis sandalias era diferente en el santuario, y aminoré el paso para ver la acogedora zona que Ivy y Skimmer habían arreglado en una esquina frontal como sala de estar temporal. La televisión no funcionaría, ya que aquí no teníamos cable, pero lo único que yo necesitaba era el aparato de música. Skimmer debía haber traído las plantas que había en el suelo, ya que no las había visto antes. La maldita vampiresa se estaba mudando con nosotros. ¿Y tengo algún problema con eso? Irritada ahora conmigo misma, abrí de un empujón una de las pesadas puertas, salí al amplio pórtico y la cerré con fuerza. La luz que caía sobre la señal hacía brillar la acera mojada. El aire suave de la lluvia me acarició el hombro desnudo, pero no me calmó. ¿Estaba molesta porque había empezado a pensar que la iglesia era mía, o era porque Skimmer estaba llevándose una parte de la atención de Ivy? ¿De verdad quiero responder eso? Me puse de peor humor cuando pasé junto a mi coche en el aparcamiento. No podía conducir mi estúpido coche hasta la estúpida esquina por culpa de la estúpida SI. Inspeccioné la calle en busca de mi manada. Afortunadamente no encontré a Brett. Quizá lo había espantado la lluvia. El hombre a veces también tenía que trabajar. El estruendo de la puerta principal de la iglesia cortó el aire húmedo y me giré con una mirada de disculpa. Pero no era Ivy. —Voy contigo —dijo Skimmer mientras se ponía su ligera chaqueta color crema y saltaba los escalones de dos en dos. Genial. Me giré y me puse a andar. Skimmer caminaba en silencio y llevaba el bolso apretado contra el torso mientras intentaba cogerme el paso, y acabó poniéndose demasiado cerca, ya que la acera no era tan ancha. Nuestros pies pisaron un charco y yo miré sus botas blancas. Aunque no eran apropiadas para el trabajo de una cazarrecompensas, a ella le quedaban genial y hacían destacar sus pies pequeños. ¿Qué demonios quiere? Skimmer respiró hondo, lentamente, y dijo: —Ivy y yo nos conocimos el día que se mudó a mi residencia de estudiantes. Vaya. Esto no es lo que me esperaba.

—Skimmer… La cadencia de sus pasos no aminoraba. —Déjame terminar —dijo, mientras sus mejillas se ponían rojas con la luz de la calle—. Expulsaron a mi antigua compañera de cuarto e Ivy se mudó. Piscary le estaba comiendo la cabeza soberanamente y sus padres consiguieron alejarla de él durante unos años para que pudiese encontrar una identidad que no dependiese de él. Creo que aquello le salvó la vida. La hizo mucho más fuerte. Necesitaba a alguien y yo estaba allí. Se me aceleró el pulso y aminoré el paso. Quizá debería escuchar aquello. Al ver mi respuesta, Skimmer pareció relajarse y sus ligeros hombros soltaron un poco de tensión. —Conectamos bastante bien —dijo, mientras se le dilataban las pupilas de los ojos—. Ella estaba lejos de su señor y de sus padres, y tenía experiencia en técnicas de señor de los vampiros a cuestas. Yo estaba buscando problemas. Dios mío, fue fantástico, pero ella me hizo sentar la cabeza por miedo y yo le di algo en que creer. —Skimmer me miró fijamente y añadió—: Era hetero hasta que me conoció. Aparte de algunas tendencias latentes. Me llevó dos semestres convencerla de que nos podía amar a mí y a Kisten sin traicionarlo a él. Con cada paso que daba, aunque ligeramente, sentía una profunda sacudida. ¿Y aquello era algo bueno? Ahora caminábamos más despacio y a mí se me estaba pasando el enfado. Skimmer era la primera de la clase y yo sabía que cualquier cosa que dijese estaría enfocada a asustarme. Me daba igual. No me asustaría más de lo que lo había hecho Ivy. —Era un colegio privado —dijo Skimmer—. Todo el mundo vivía en el campus. Se esperaba que, como compañeras de cuarto, Ivy y yo compartiésemos sangre por comodidad, pero tampoco insistían en ello. Que acabásemos siendo amantes solo significaba… que así éramos. Yo necesitaba que ella me equilibrase y ella me necesitaba para sentirse bien después de la putada que le había hecho Piscary. La ira que transmitía su voz era sorprendentemente fuerte. —No te cae bien, ¿no? —dije yo. Skimmer tiró del asa del bolso mientras caminaba. —Lo odio. Pero haré todo lo que me pida si eso significa que me puedo quedar con Ivy. — Nuestros ojos se encontraron y la luz de una farola cercana se reflejó en los suyos—. Voy a conseguir sacarlo de allí para poder estar con Ivy. Si después de eso te mata, no es problema mío. La amenaza era evidente, pero seguimos caminando y sus pasos seguían los míos de manera contundente. Por eso era agradable conmigo. ¿Por qué arriesgarse a caerle mal a Ivy si Piscary se iba a ocupar de todo? Yo temblaba por dentro, pero Skimmer todavía no había terminado. Sus hermosas facciones se arrugaron con la agitación que sentía en su interior mientras añadía con amargura: —Ella te quiere. Sé que me está utilizando para intentar ponerte celosa. No me importa. — Sonrojada, se le dilataron los ojos—. Quiere compartirlo todo contigo y tú pasas de ella. ¿Por qué vives con ella si no quieres que te toque? De repente, todo aquello tenía sentido. —Skimmer, te estás equivocando —dije suavemente. La noche estaba en silencio a excepción del ruido del tráfico de una calle cercana—. Yo sí quiero establecer un equilibrio de sangre con Ivy. Es ella la que pone obstáculos, no yo.

Sus botas blancas hicieron ruido contra el suelo al detenerse de repente y yo también me paré. Skimmer me miró. —Ella siempre mezcla el sexo con su sangre —dijo—. Lo utiliza para mantener el control. Tú no quieres hacer eso. Me lo dijo Ivy. —No me voy a acostar con ella, es verdad. Pero eso no significa… —Entonces dudé. ¿Por qué le estoy contando esto? El rostro pálido de Skimmer mostraba una estupefacción evidente. Su rostro mostró un repentino alivio al pasar junto a nosotras un coche. Sus luces la devolvieron a la realidad y dejaron la noche más Escura de lo que estaba al alejarse. —Tú la quieres —dijo Skimmer tartamudeando. Mi rostro se encendió. De acuerdo, quería a Ivy, pero eso no significaba que quisiera acostarme con ella. Skimmer se encorvó y hasta se puso fea. —Aléjate de mí —siseó. —Ivy es la que toma las decisiones en esto, no yo —dije rápidamente. —¡Es mía! —gritó Skimmer, lanzándose contra mí. Me moví por instinto, sin miedo, la bloqueé y avancé un paso para darle una patada lateral en el estómago. Ella era bailarina, no una experta en artes marciales, y el golpe la alcanzó. No fue demasiado, pero la vampiresa acabó sentada sobre la acera húmeda con los ojos llorosos mientras recuperaba el aliento. —Dios mío —me disculpé, acercándome para ayudarla a ponerse de pie—. Lo siento muchísimo. Skimmer me agarró y tiró de mí, haciéndome perder el equilibrio. Yo grité y caí rodando por la hierba húmeda y me empapé. La vampiresa viva se levantó antes que yo, pero estaba llorando y por su rostro caían lágrimas silenciosas. —¡Aléjate de ella! —gritó—. ¡Es mía! Oímos el ladrido cercano de un perro. Asustada, le di un tirón a la camisa para enderezarla. —No es de nadie —dije. No me importaba si me escuchaban los vecinos—. No me importa si os acostáis juntas, si compartís sangre o lo que sea, ¡pero no me voy a marchar! —¡Eres una puta egoísta! —dijo hecha una furia, y yo retrocedí al tiempo que ella avanzaba—. Quedarse sin dejar que te toque es muy cruel. ¿Por qué vives con ella si no quieres que te toque? Las casas cercanas abrieron las cortinas y yo empecé a preocuparme por si alguien llamaba a la SI. —Porque soy amiga suya —dije, empezando a cabrearme—. Solo está asustada, ¿vale? Y una amiga no se marcha cuando otra amiga está asustada. Estoy dispuesta a esperar hasta que deje de estarlo. Dios sabe que me esperó. Me necesita, y yo la necesito a ella… así que, ¡abandona la causa! Skimmer se detuvo y se estiró. Parecía poseída, tranquila y cabreada. —Le dejaste probar tu sangre. ¿Qué hiciste para asustarla? Me había mojado al caer sobre la hierba y levanté la vista de mis piernas húmedas. —Confiaba tanto en ella que habría dejado que me matase si Jenks no la hubiese parado. Skimmer se puso todavía más blanca. —Skimmer, lo siento —dije haciendo gestos, desesperada—. Yo no planeé esto. —Pero te acuestas con Kisten —protestó ella—. Noto su olor en ti. Aquello era realmente vergonzoso.

—Tú fuiste la que le enseñó a Ivy que podía amar a dos personas a la vez, no yo. Con un movimiento abrupto, Skimmer dio media vuelta y volvió por el camino por el que habíamos venido. Su pelo rubio ondeaba al viento y sus pasos eran firmes. En realidad, que yo estuviese acostándome con Kisten mientras quería que Ivy me mordiese era algo que me remordía la conciencia. Pero imaginé que entre el miedo de Ivy y la mentalidad vampírica, en la que la norma era tener varios compañeros de cama y de sangre, podría enfrentarme al problema cuando se convirtiese en un problema. Amaba a Kisten y quería que Ivy me mordiese. Tenía sentido si no lo pensaba demasiado. Deprimida, me colgué al hombro el bolso y la bolsa de tela de Ivy. —Si vuelves a atacarme te voy a romper el puto brazo —farfullé mientras la seguía, a sabiendas de que podía oírme. No sabía dónde estábamos, pero ahora me apetecía tanto un helado como comer un perrito caliente en la nieve. Quizá el encuentro era inevitable. Podría haber sido peor. Nos podría haber oído Ivy. —¿Estás bien? —le pregunté cuando la alcancé junto a los escalones de la iglesia. La luz del santuario formaba franjas amarillas en el hormigón húmedo. Ella me miró de reojo y se echó la mano a la barriga. Su expresión era una mezcla de desconfianza hosca y de ira. —Amo a Ivy y haré lo que haga falta para protegerla. ¿Me entiendes? Yo entrecerré los ojos al ver que quería decir que yo era una amenaza para Ivy. —Yo no la estoy poniendo en peligro. —Sí lo estás haciendo. —La estrecha 'barbilla de la mujer se levantó cuando subió un escalón—. Si te mata por error porque la incitas a hacer algo, nunca se lo perdonará. La conozco. Acabará con todo para escapar del dolor. Quiero a Ivy y no voy a dejar que se mate. —Yo tampoco —dije con tono hostil. De repente la cara de Skimmer perdió toda expresión. Aquello me asustó. Un vampiro en silencio era un vampiro maquinando. Abrió la puerta y entró delante de mí. Genial. Creo que acabo de entrar en la lista negra de Skimmer. Mientras me apoyaba en la pared y me quitaba las sandalias, Skimmer murmuró algo sobre el baño. Se limpió los pies, entró en el baño de Ivy haciendo muchísimo ruido y cerró la puerta de un portazo. Yo seguí el aroma a pan caliente hasta la cocina. Mis pasos eran silenciosos ya que iba descalza. Me encontré a Ivy sentada al ordenador comprando música. —¿Qué sabor habéis comprado? —preguntó. —Ah, es que empezó a llover —improvisé— y decidimos que no valía la pena ir hasta allí. —En realidad no era mentira, sino que lo estaba viendo desde un punto de vista más general. Ivy asintió sin quitar los ojos de la pantalla. Me esperaba algún tipo de reacción, pero luego me di cuenta de que tenía las botas mojadas y me dio un bajón. Mierda, lo había visto todo. Tomé aire para explicárselo, pero sus ojos marrones se posaron sobre los míos y me hicieron detenerme. Entonces entró Skimmer con e1 móvil en la mano. —Eh, me han llamado de la oficina —dijo. Para ella mentir parecía algo tan natural como respirar—. Quieren que vuelva antes, así que voy a tener que dejaros. Vosotras seguid y comed. Lo dejamos para otra ocasión. Ivy se puso recta en la silla.

—¿Vas hacia Cincy? —preguntó y, cuando Skimmer asintió, Ivy se levantó y se estiró—. ¿Te importa llevarme? Mi misión es allí. —Luego me miró y me preguntó—: No te importa, ¿verdad, Rachel? ¿Acaso podía decir algo? —Vete —le dije, mientras me acercaba a la cocina y revolvía la pasta, ya fría. Mis ojos se dirigieron a la botella de vino blanco abierta—. Le daré un toque a Ceri. Quizá venga antes. Diez a uno a que ambas iban a ver a Piscary. Entonces, ¿por qué no lo decían sin más? —Te veré más tarde, Rachel —dijo Skimmer apretando los dientes, luego se dirigió a la puerta principal haciendo ruido con las botas. Ivy cogió el bolso al otro lado de la mesa. Yo le miré las botas y, cuando volví a levantar la mirada, vi un atisbo de culpabilidad. —No lo haré —dijo ella—. Si te muerdo fastidiaré todo lo que tenemos. Yo me encogí de hombros, pensando que tenía razón, pero solo si nos comportábamos como estúpidas. Si había estado escuchando, entonces también sabía que yo estaba dispuesta a esperar. Además, pensar que podía satisfacer toda su sed de sangre era una locura. Yo ni siquiera quería intentarlo. Lo único que quería era demostrarle que la aceptaba tal y como era. Solo tendría que esperar a que estuviese preparada para creérselo. —Será mejor que te vayas —dije. No quería que estuviese allí cuando apareciese Minias. Ivy dudó en el umbral de la puerta. —Lo de la comida fue una buena idea. Yo me encogí de hombros sin levantar la vista y, tras dudar durante un instante, se marchó. Mis ojos siguieron sus huellas mojadas y fruncí el ceño al oír decir a Ivy a la defensiva: —Te lo dije. Tienes suerte de que solo te diese con el pie. Cansada, me senté en mi silla. El aroma a pasta cocida, a aliño de vinagre y a pan tostado impregnaba el aire. Sabía que Ivy no iba a marcharse de la iglesia. Eso significaba que la única forma de que Skimmer tuviese a Ivy solo para ella era que yo estuviese muerta. Qué bonito.

6.

Se me cayó la salsa de la cuchara cuando oí abrirse la puerta principal y luego la voz de Ceri, suave e inmersa en una conversación. Jenks había llegado justo cuando se marcharon Ivy y Skimmer y había ido a buscarla. A Jenks no le gustaba la vampiresa rubia y delgada y se había esfumado. Ya se había puesto el sol y era hora de llamar a Minias. No me gustaba la idea de patear a demonios dormidos, pero necesitaba reducir la confusión de mi vida e invocarlo era la forma más fácil de hacerlo. Maldita sea, ¿qué estoy haciendo invocando a un demonio? Y ¿qué tipo de vida tengo si hacerlo está en lo más alto de mi lista de cosas pendientes? Ceri caminaba despacio por el pasillo y, al darme la vuelta, la vi sonriendo mientras su agradable risa por algo que dijo Jenks invadió la cocina. Tenía puesto un vestido veraniego de lino en tres tonos de violeta y un lazo a juego sujetando su largo y casi transparente cabello por encima del cuello para combatir el húmedo calor. Llevaba a Jenks en el hombro, quien actuaba como si aquel fuese su lugar, y llevaba en los brazos a Rex, la gata de Jenks. La minina naranja estaba ronroneando. Tenía los ojos cerrados y las patas mojadas por la lluvia. —Hola Rachel —dijo la mujer con aspecto joven. Su voz transmitía la relajación tranquila de una noche de verano húmeda—. Jenks dijo que necesitabas compañía. Mmm, ¿eso es pan con especias? —Ivy y Skimmer iban a comer conmigo —dije mientras me giraba para coger dos copas—. Ah —dije, yéndome por la tangente, de repente avergonzada y preguntándome si nos habría escuchado a mí y a Skimmer… hablando—, pero al final no se han quedado y tengo una montaña de comida y solo estoy yo para comerla. Los ojos verdes de Ceri se entrecerraran en un gesto de preocupación, y aquello me decía que sí nos había escuchado. —¿Nada grave? Yo sacudí la cabeza y pensé que se podría convertir en algo grave rápidamente si Skimmer se lo proponía. En ese momento el pequeño elfo sonrió y fue pavoneándose hacia el armario para buscar dos platos como si estuviese en su cocina. —Me encantaría comer contigo. Keasley sería feliz comiendo bocadillos de pescado todas las noches pero, sinceramente, ese hombre no reconocería una buena comida aunque se la metiese en la boca y la masticase por él. Aquella charla sobre nada en especial me puso de mejor humor. Me relajé y preparé dos platos de pasta con salsa bechamel mientras Ceri se hacía té con la hoja especial que guardaba aquí. Jenks permaneció sobre su hombro todo el rato. Al verlos juntos, recordé cuánto cariño le había tomado Jih, su hija mayor, a Ceri. No pude evitar preguntarme si los elfos y los pixies tenían una historia de coexistencia. Siempre había pensado que era extraño que Trent llegase tan lejos para mantener a los pixies y a las hadas alejados de su entorno más cercano. Se comportaba casi como un adicto que elimina el origen de la tentación. Aunque más bien que mi primera suposición, puede que simplemente tuviera miedo a que, literalmente, pudiesen descubrir por el olfato que era un elfo. Seguí a Ceri con la copa de vino y el plato al santuario tras haber recuperado la calma, para aprovechar aquel espacio más fresco. Su té ya estaba en la mesita del café, situada entre el sofá de

ante y el par de sofás a juego que había en la esquina. No sabía cómo podía beberse aquello cuando estaba tan caliente pero al verla con su ligero vestido tuve que admitir que parecía más fresca que yo con mis pantalones cortos y mi camiseta, aunque yo enseñase más piel. Debe ser cosa de elfos. El frío tampoco parecía molestarle. Estaba empezando a pensar que era tremendamente injusto. A un lado estaba mi espejo adivinatorio, para dibujar el pentáculo de invocación sobre él, mi última barra de tiza magnética, más tejo, un cuchillo ceremonial, mis tijeras de plata, una bolsita blanca de sal marina y un bosquejo que Ceri había hecho antes utilizando los lápices de colores de Ivy. Ceri también había sacado el cubo de la despensa. No quería saberlo. De verdad que no quería saberlo. El círculo iba a ser diferente del que había dibujado en el suelo aquella misma mañana: una conexión permanente que yo no tendría que invocar con mi sangre cada vez que quisiese responderlo. La mayoría de las cosas que había en la mesa estaban destinadas a conseguir que la maldición se pegase al cristal. El ruido suave de los platos mientras nos colocábamos era reconfortante y yo me tiré en una de las cómodas sillas tratando de fingir por unos momentos más que esto no era más que una reunión de tres amigos para comer una noche lluviosa de verano. Minias podía esperar. Me puse el plato en el regazo y cogí el tenedor mientras disfrutaba de la tranquilidad. Ceri colocó la botella llena de vino tinto sobre la mesa a su lado, cogió la taza de té entre sus dedos vendados y lo bebió con gracia. El nerviosismo empezaba a hacerse patente y a abrirse camino por mi espalda: aquello me quitaba el apetito. Jenks se dirigía al tarro de miel que Ceri se había echado en el té y ella lo tapó para quitarlo de su alcance. Gruñendo, Jenks revoloteó hacia las plantas que había sobre mi escritorio, enrabietado. —¿Estás segura de que esto no es peligroso? —le pregunté mientras miraba toda aquella parafernalia. No entendía la magia de líneas luminosas y, por lo tanto, no confiaba en ella. Ceri arqueó las cejas mientras partía un trozo de su pan de hierbas. Un mechón de su pelo ondeaba con la brisa que entraba por los montantes de abanico abiertos, situados sobre las vidrieras fijas, que ahora de noche estaban oscuras. —Nunca es seguro pedir la atención de un demonio, pero no creo que quieras dejar esto sin zanjar. Asentí con la cabeza y pinché otro montón de pasta con el tenedor. No sabía a nada y dejé el tenedor en el plato. —¿Crees que Newt vendrá con él? Ella se ruborizó un poco. —No. Lo más probable es que no se acuerde ti, y Minias no permitirá que nadie se lo recuerde. Cuando ella se pierde, él recibe una reprimenda. Me preguntaba qué sería lo que sabía Newt y que era tan terrible que tenía que olvidarlo para mantenerse medianamente cuerda. —Ella cogió tu círculo. No creía que fuese posible. Ceri se limpió delicadamente la comisura de los labios con una servilleta para esconder su miedo. —Newt hace lo que quiere porque nadie es lo suficientemente fuerte como para responsabilizarse de ella —dijo ella. Debió de notar mi ansiedad, porque añadió—: En este caso es una habilidad. Newt sabe hacer de todo. Es solo cuestión de tiempo que lo recuerde durante el tiempo suficiente como para enseñar a alguien. Quizá por eso Minias seguía con ella a pesar del peligro. Quizá estuviese aprendiendo cosas,

poco a poco. Ceri cogió el mando a distancia y apuntó al equipo de música. Era un gesto muy moderno para una personalidad tan vieja, y yo sonreí. Si no sabías que se había pasado mil años como familiar de un demonio, pensarías que tenía treinta y tantos. De repente se escuchó un jazz ligero. —Se ha puesto el sol. Deberías volver a dibujar el círculo de invocación antes de media noche — dijo alegremente, y a mí se me hizo un nudo en el estómago—. ¿Recuerdas las figuras de esta mañana? Son las mismas. La miré intentando no parecer estúpida. —Mmm… no. Ceri asintió y luego hizo cinco movimientos distintos con la mano derecha. —¿Te acuerdas? —Mmm… no —repetí. No tenía ni idea de qué conexión había entre las figuras dibujadas y sus movimientos de mano—. Y pensé que lo harías tú. Dibujarlos, me refiero. Ceri soltó el aliento con un largo suspiro de exasperación. —Es en su mayoría magia de líneas luminosas —dijo—. Con gran simbolismo e intención. Si no lo dibujas de principio a fin entonces seré yo la que reciba todas las llamadas entrantes… y, Rachel, me caes bien, pero no voy a hacer eso. Yo hice una mueca y le dije: —Lo siento. Ella sonrió, pero capté un gesto de dolor en su rostro cuando no se dio cuenta de que la estaba mirando. Ceri era la persona más agradable que conocía: les daba chucherías a los niños y a las ardillas, era amable con los vendedores a domicilio, pero tenía poca paciencia en lo relativo a enseñar. Su temperamento brusco no casaba bien con mi falta de concentración y mis hábitos de estudio caóticos. Me puse colorada, dejé a un lado el plato y coloqué entre las piernas el espejo adivinatorio. Ya no tenía hambre y la poca paciencia de Ceri me estaba haciendo sentirme estúpida. Nerviosa, cogí mi tiza magnética. —No se me da muy bien esto —murmuré. —Por eso vas a hacerlo con tiza y luego lo vas a grabar —dijo ella—. Venga, veámoslo. Yo dudé mientras miraba el gran espacio vacío de cristal. Mierda. —Venga, Rache —me apuró Jenks aterrizando sobre el espejo—. Sígueme. —Y con las alas totalmente inclinadas, empezó a caminar formando un círculo amplio. Yo seguí sus pasos y Ceri dijo: —Primero el pentáculo. Yo retiré súbitamente la mano del cristal. —Vale. Jenks levantó la vista para mirarme como pidiéndome indicaciones, y yo me hundí. Ceri dejó su plato con evidente disgusto. —No tienes ni idea de esto, ¿verdad? —Dios, Ceri —me quejé mientras observaba a Jenks revolotear furtivamente para robar la gota de miel que había en la cuchara de Ceri—. La verdad es que no he terminado ninguna clase de líneas luminosas. Sé que mis pentáculos son una mierda y no tengo ni idea de qué significan esos símbolos

ni de cómo dibujarlos. —Sintiéndome estúpida, agarré la copa de vino… el blanco, no el tinto que había traído Ceri, y bebí un sorbo. —No deberías beber cuando haces magia —dijo Ceri. Frustrada, dejé la copa sobre la mesa con tanta fuerza que casi se derrama. —¿Entonces por qué está ahí? —dije demasiado alto. Jenks me lanzó una mirada de advertencia y yo resoplé. No me gustaba sentirme estúpida. —Rachel —dijo la mujer suavemente, y yo hice una mueca con la cara al notar la pena en su voz —. Lo siento. No debería esperar que tengas las habilidades de un maestro cuando todavía estás empezando. Es solo… —Un estúpido pentáculo —dije, terminando la frase por ella, intentando buscar la parte divertida. Ella se puso colorada. —En realidad es solo que quería acabar de hacer esto esta noche. —Ah. —Avergonzada, miré el espejo en blanco y vi la sombra gris de mi reflejo mirándome. Iba a quedar fatal. Lo sabía. —El vino es un conductor para la sangre de invocación, también lavar la sal del espejo cuando has acabado —dijo Ceri, y mi mirada se dirigió hacia el cubo y entonces comprendí por qué lo había sacado—. La sal actúa como nivelador y elimina el exceso de determinación en las líneas que dibujas en el cristal además de poner el contenido ácido del tejo en un estado neutro. —El tejo es tóxico, no ácido —dije, y ella asintió a modo de disculpa. —Pero dibujará el cristal una vez que lo bañes en tu aura. Puaj. Era una de esas maldiciones. Genial. —Siento haberte hablado mal —dije suavemente mientras la miraba a ella y luego apartaba la mirada—. No sé lo que estoy haciendo y eso no me gusta. Ella sonrió y se apoyó en la mesa, entre ambas. —¿Te gustaría saber el significado de los símbolos? Yo asentí y me relajé. Si iba a hacer aquello, debería saberlo. —Son representaciones pictóricas de gestos de líneas luminosas —dijo, moviendo la mano como si estuviese hablando en lenguaje de signos—. ¿Lo ves? Formó un puño con el pulgar pegado al dedo índice curvado y un ángulo con la mano de tal manera que el pulgar apuntase hacia el techo. —Este es el primero —añadió, y luego señaló el primer símbolo en la chuleta que había sobre la mesa. Era un círculo partido por una línea vertical—. La posición del pulgar la indica la línea — añadió. Miré la figura y luego mi puño y giré la mano hasta hacerlos coincidir. De acuerdo. —Este es el segundo —dijo mientras hacía el símbolo de OK y ponía la mano formando un ángulo para que el reverso estuviese en paralelo con el suelo. Yo la imité y lo comprendí cuando miré el círculo con las tres líneas saliendo por la parte de la derecha. Mi pulgar y mi índice formaron un círculo y estiré los tres dedos como las líneas que salían de la parte derecha de la figura. Miré la siguiente figura, que era un círculo con una línea horizontal y, antes de que ella colocase las manos, formé un puño y giré la mano para que el pulgar quedase en paralelo con el suelo. —¡Sí! —dijo Ceri, haciendo ella después el mismo gesto—. ¿Y el siguiente sería…? Pensando, fruncí los labios y me dispuse a hacer el símbolo. Se parecía al anterior, pero con un

dedo saliendo por un lado. —¿Dedo índice? —pregunté, y al verla asentir estiré un dedo, gesto que ella correspondió con una sonrisa. —Exacto. Intenta hacer el gesto con el meñique y ya verás como duele. Guardé el índice y saqué el meñique. Sí que dolía, así que volví a la postura correcta. —¿Y esta? —pregunté mientras miraba a la figura que había en el último espacio. Había un círculo, así que sabía que algo tenía que tocar mi pulgar pero ¿qué dedo? —El corazón —me ayudó Ceri, y yo hice el gesto, sonriendo. Ella se echo hacia atrás sin dejar de sonreír—. Veámoslo. Ya más segura, hice los cinco gestos y los fui leyendo mientras recorría el pentáculo en el sentido de las agujas del reloj. No era tan difícil. —¿Y esta figura de en medio? —pregunté mientras miraba la larga línea de fondo con tres rayos saliendo del centro, equidistantes entre ellos. Allí era donde estaba mi mano cuando había contactado con Minias la otra vez y, a juzgar por su aspecto, las puntas de mis dedos tocarían los extremos de las líneas. —Ese es el símbolo de una conexión abierta —dijo—. Como si fuese una mano abierta. El círculo interior que toca el pentáculo es nuestra realidad y el círculo exterior es siempre jamás. Tu mano abierta actúa como un puente. Hay un patrón alternativo con una serie de símbolos escritos entre los dos círculos que ocultan tu ubicación y tu identidad, pero es más difícil. Jenks se rio entre dientes mientras seguía intentando sacar algo de miel de la cuchara de Ceri. —Yo también apuesto a que es más difícil —dijo—. Y queremos terminar antes de que salga el sol. Yo lo ignoré y sentí que empezaba a comprender todo aquello. —Y el pentáculo simplemente sirve para darle una estructura a la maldición —añadió Ceri, tirando por la borda mi buen humor. Ah sí. Me había olvidado de que era una maldición. Mmm, genial. Al ver mi mueca, Ceri se inclinó sobre la mesa y me tocó el brazo. —Es una maldición muy pequeña —dijo. Su intento por consolarme empeoró las cosas—. No es malvada. Estás perturbando la realidad y eso deja una marca pero, de verdad, Rachel, es poca cosa. Esto va a ira peor, pensé, y luego sonreí forzadamente. Ceri no tenía por qué ayudarme con eso. Debería estarle agradecida. —De acuerdo, primero el pentáculo. Batiendo las alas, Jenks aterrizó sobre el cristal y se estremeció antes de ponerse las manos en las caderas y mirarme. —Empieza aquí —dijo mientras se ponía a caminar— y sígueme. Miré a Ceri para ver si aquello estaba permitido y ella asintió. Relajé los hombros y luego los volví a contraer. La tiza casi resbalaba al pasarla sobre el espejo, como si fuera cera sobre una piedra caliente. Contuve el aliento esperando notar un hormigueo de poder, pero no sentí nada. —Ahora por aquí —dijo Jenks cuando se elevó en el aire y volvió a descender en un punto nuevo. Jugué a unir los puntos y me mordí el labio hasta que se formó un pentáculo en casi todo el espejo. Mi espalda se resintió del esfuerzo, así que me estiré. —Gracias, Jenks —dije, y él echó a volar despidiendo un color rojo. —No hay problema —dijo mientras iba a sentarse en el hombro de Ceri.

—Ahora los símbolos —dijo Ceri, y yo me dirigí hacia el triángulo de arriba con cuidado para no emborronar el resto de las líneas—. ¡Ese no! —exclamó antes de que la tiza tocase el espejo, y yo di un respingo—. El de abajo a la izquierda —añadió sonriendo para suavizar la voz—. Cuando dibujas quieres que se eleve en el sentido de las agujas del reloj. —Formó un puño y miró la chuleta —. Este primero. Yo miré el dibujo y luego el pentáculo. Tomé aire y agarré la tiza con más fuerza. —Dibújalo sin más, Rache —se quejó Jenks y, mientras el ruido de los coches pisando el asfalto mojado me tranquilizaba, los dibujé todos y mi mano se iba moviendo con más seguridad al hacer cada figura. —Lo haces tan bien como yo —dijo Ceri, a modo de halago, y yo me eché hacia atrás y respiré profundamente. Dejé la tiza en el suelo y sacudí la mano. Eran unas pocas figuras solamente pero me estaba empezando a doler. Miré el tejo y Ceri asintió una vez con la cabeza. —Debería grabar el cristal si invocas una línea y hacer que tu aura entre en él —dijo ella, y yo arrugué la cara. —¿Tengo que hacerlo? —pregunté al recordar el incómodo sentimiento de desazón al sentir que me despojaban de mi aura. Luego miré la iglesia—. ¿Y no debería estar en un círculo? El pelo de Ceri flotó cuando se inclinó para apilar nuestros platos. —No. El espejo no va a tomarla toda, solo una parte. No hace ningún daño. Parecía segura de sí misma, pero aun así… no me gustaba perder una parte de mi aura. ¿Y qué pasaría si Minias aparecía o llamaba mientras tanto? —Venga, por el amor de las manzanas verdes —dijo Ceri con un aire misterioso—. Si así lo hacemos más rápido. Yo hice una mueca de dolor, tenía miedo, y luego salté cuando ella volvió a conectar con la línea y, con una palabra murmurada en latín, creó un círculo amplio. Las alas de Jenks hicieron un ruido todavía más agudo cuando la gran burbuja de siempre jamás, cubierta de color negro, apareció a nuestro alrededor. Ceri estaba justo en el centro, como solía ocurrir con los círculos no dibujados, y yo pude sentir la presión de siempre jamás contra mi espalda. Me eché hacia delante de repente y las alas de Jenks sonaron todavía más fuerte. Finalmente, se posó sobre la mesa, junto al salero. Sabía que no le gustaba estar atrapado, pero después de ver la impaciencia de Ceri, decidí que Jenks ya era mayorcito y que podía pedir que lo dejasen marcharse si aquello le molestaba tanto. El círculo de Ceri estaba sujeto solo por su voluntad, no había sido dibujado, y provenía totalmente de su imaginación. No detendría a un demonio, pero lo único que yo quería era algo para mantener a raya las influencias nebulosas mientras mi aura no protegía a mi alma. ¿Por qué buscarse problemas? Y, con eso en mente, me gané una rabieta de indignación cuando cogí el teléfono y le saqué las pilas. Si alguien llamaba podría abrirse un camino oportunista. —No vas a perder toda tu aura —dijo ella mientras apartaba los platos a un lado. Sí, vale, me sentía mejor y, aunque Ceri me caía muy bien y respetaba sus conocimientos, iba a recurrir a la advertencia de mi padre de no practicar nunca magia de clase alta sin un círculo de protección a mi alrededor. Las maldiciones demoníacas probablemente entraban en esa categoría. Entonces, con mucha más seguridad, cogí el improvisado estilo de tejo de la mesa y conecté con una línea a través del círculo de Ceri. Sentí como llegaba la energía: era cálida, reconfortante y un poco demasiado rápida para mi gusto. Incliné la cabeza y giré el cuello para ocultar que me sentía

incómoda. Mi chi parecía zumbar y sentí un leve calambre en los dedos con los que sujetaba el tejo. Los flexioné y sentí un hormigueo desde mi centro a las puntas de los dedos. Nunca había sentido nada parecido cuando estaba haciendo un hechizo pero, claro, estaba lanzando una maldición. —¿Estás bien? —me preguntó Jenks y yo parpadeé, me aparté el pelo de delante de la cara y asentí. —Esta noche parece que la línea está caliente —dije, y la cara de Ceri perdió toda expresión. —¿Caliente? —preguntó, y yo me encogí de hombros. Su mirada se volvió distante mientras pensaba durante un momento y luego me hizo un gesto señalando el espejo marcado con tiza. Mis ojos se centraron en las líneas de tiza y, sin dudar, dirigí la mano hacia el pentáculo. El trozo de tejo tocaba el cristal que estaba sobre mi regazo y, con un escalofrío repentino, mi aura salió de mí como si fuese agua helada. Contuve el aliento por la sensación que aquello me provocó y, al levantar súbitamente la cabeza, me encontré con la de Ceri. —¡Ceri! —gritó Jenks—. ¡La está perdiendo! ¡Esa maldita cosa acaba de abandonarla! La elfa contuvo el gesto de preocupación rápido, pero no tanto para que yo no lo viese. —Rachel está bien —dijo ella mientras se ponía de pie y buscaba a tientas la tiza sobre la mesa—. Rachel, estás bien. Tú solo siéntate recta y no te muevas. Asustada, hice exactamente lo que me dijo, escuchando el latido de mi corazón mientras ella dibujaba un círculo dentro del que había dibujado antes e invocaba una barrera más segura de inmediato. Mi aura, dañada por el tizne, había coloreado mi reflejo y yo intenté no mirarlo. La tiza hizo un ruido fuerte al contacto con la mesa. Ceri se sentó sobre los talones, frente a mí, y con la espalda recta. —Continúa —dijo, pero yo dudé. —Eso no era lo que se suponía que tenía que ocurrir —dije yo, y al cruzarse nuestras miradas vi un deje de bochorno en ellos. —Estás bien —dijo, mientras apartaba la mirada—. Cuando hice esto para poder filtrar las llamadas de Al no se trataba de una conexión tan profunda. Me equivoqué en no hacer un círculo de seguridad. Lo siento. A la orgullosa elfa le costaba pedir perdón y, consciente de ello, acepté sus disculpas sin demostrar el sentimiento de «Te lo dije». Yo no tenía ni idea de qué estaba haciendo, así que tampoco podía esperar que todo saliese bien. Pero me alegraba de haber insistido en hacer un círculo. Me alegraba mucho. Volví a mirar el espejo intentando enfocarlo de manera superficial para no mirar mi reflejo. Sin mi aura me sentía mareada, irreal, y se me estaba haciendo un nudo en el estómago. Empezó a oler a ámbar quemado y sentí un cosquilleo en la nariz mientras dibujaba las líneas de contención. Entorné los ojos al ver la ligera nube de humo que se había formado en ambas partes del cristal donde el tejo estaba quemando el espejo. —Supuestamente tiene que hacer eso, ¿no? —pregunté, y Ceri murmuró algo que sonó a afirmación. La cortina roja que formaba mi melena me bloqueaba la visión, pero la oí susurrarle algo a Jenks, y el pixie voló hacia ella. Sentí un escalofrío; me sentía desnuda sin mi aura. Seguía intentando no mirar al espejo mientras escribía, ya que la nube de mi aura parecía una especie de niebla o de brillo alrededor de mi reflejo, que era una sombra oscura. El color puro, alegre y dorado que en su día tenía mi aura se había teñido con una capa negra de mácula demoníaca. En realidad, pensé

mientras terminaba el pentáculo y empezaba a hacer el primero de los símbolos, el negro le da más profundidad, casi como una pátina antigua. Sí, claro. Al terminar el último símbolo sentí un cosquilleo en la mano que se convirtió en un calambre. Exhalé y me dispuse a dibujar el círculo interior siguiendo las puntas del pentáculo. La nube que formaba el cristal al arder era cada vez más densa y me distorsionaba la visión, pero supe exactamente cuando el inicio y el final de la línea se tocaron. Mis hombros se retorcieron al sentir una vibración que me atravesó el cuerpo, primero en mi aura extendida en el espejo y luego en mí. El círculo interior ya estaba hecho y parecía haber sido grabado sobre mi aura al marcar el cristal. Con el pulso acelerado, me dispuse a hacer el segundo círculo. Este también resonó al terminarlo y me estremecí cuando mi aura empezó a abandonar el espejo adivinatorio, introduciendo la figura completa en mí y llevando consigo la maldición. —Échale sal, Rachel. Antes de que te queme —dijo Ceri con urgencia, y de repente apareció en mi campo de visión la bolsa blanca de cordones que contenía sal marina. Mis dedos buscaron con torpeza los cordones y, por fin, cerré los ojos para progresar mejor. Me sentía desconectada. Mi aura estaba regresando lenta y dolorosamente y parecía arrastrarse por mi piel y penetrar capa por capa quemándome. Tenía la sensación de que, si no terminaba esto antes de recuperar mi aura por completo, iba a dolerme de verdad. La sal hizo un ligero sonido sibilante al contacto con el cristal y yo me estremecí con la sensación de una arena fría e invisible raspándome la piel. Sin molestarme en seguir los patrones, la vacié toda. El corazón me latía con fuerza cuando su peso golpeó el espejo y me hizo sentir el pecho más pesado. El cubo apareció a mis pies y el vino junto a mis rodillas… en silencio, discretamente. Con las manos temblando, busqué a tientas mi fantástico cuchillo simbólico, me pinché el dedo gordo y dejé caer tres gotas de sangre en el vino mientras escuchaba lejana la voz de Ceri que me decía qué hacer, susurrando, orientándome, diciéndome cómo mover las manos y cómo terminar con aquello antes de desmayarme debido a las sensaciones que estaba teniendo. El vino cayó en cascada sobre el espejo y a mí se me escapó un gemido de alivio. Era como si pudiese sentir la sal disolviéndose en el cristal, adhiriéndose a él, sellando el poder de la maldición y silenciándola. Sentí un zumbido por todo el cuerpo; la sal que tenía en la sangre resonaba con el poder, asentándose en nuevos canales y volviéndose somnolienta. Tenía los dedos y el alma fríos a causa del vino y los sacudí, sintiendo que se deshacía lo que quedaba de sal arenosa. —Ita prorsus —dije, repitiendo las palabras de invocación que Ceri me iba diciendo, pero en realidad la invocación no se produjo hasta que toqué con la lengua el dedo mojado de vino. Mi obra despidió la oleada de mácula demoníaca. Dios, podía ver su parecido con una niebla negra. Incliné la cabeza y la tomé (no la combatí, la tomé) y la acepté con un sentimiento de inevitabilidad. Era como si una parte de mí hubiese muerto, aceptando que no podía ser quien yo quería, por lo que tuve que crear a alguien con quien pudiese vivir. Se me aceleró el pulso y luego se me calmó. La presión del aire cambió y sentí que descendían las burbujas de Ceri. Oímos el leve repicar de las campanas en el campanario por encima de nuestras cabezas. Las vibraciones invisibles ejercieron presión sobre mi piel y fue como si pudiese sentir la maldición imprimiéndose en mí en olas más

pequeñas y suaves, impulsadas por ondas sonoras tan bajas que solo se podían sentir. Y cuando hubo acabado, la sensación desapareció. Tomé aire y me centré en el espejo manchado de vino que tenía en las manos. De él colgaba una brillante gota de sangre, que luego cayó creando eco en el vino salado que estaba dentro del cubo. El espejo ahora reflejaba el mundo con una tonalidad oscura y rojiza, pero que palidecía al acercarse a la estrella de cinco puntas rodeada por dos pentáculos de dos círculos que tenía ante mí, grabados con una perfección impactante y cristalina. Era algo bellísimo y captaba y reflejaba la luz formando matices carmesíes y plateados, todos tornasolados y resplandecientes. —¿He hecho yo esto? —dije, sorprendida, y levanté la vista. De repente palidecí. Ceri estaba mirándome con las manos sobre el regazo y Jenks sobre su hombro. No es que pareciese asustada, sino simplemente preocupada, muy preocupada. Moví los hombros y sentí una ligera conexión entre mi mente y mi aura que antes no estaba allí. O quizá ahora yo fuese más sensible. —¿Mejora? —dije, preocupada ante la falta de respuesta de Ceri. —¿Cómo? —preguntó ella, y Jenks batió las alas haciendo volar un mechón del pelo de ella. Miré el cubo de vino con sangre que tenía al lado (apenas recordaba haberlo vertido sobre el espejo) y luego puse el cristal sobre la mesa. Mis manos se separaron de él, pero era como si todavía lo pudiese sentir. —¿El sentimiento de conexión? —dije yo, incómoda. —¿Lo sientes? —dijo Jenks con voz aguda, y Ceri lo mandó callar frunciendo el ceño. —¿No debería? —pregunté, mientras me secaba las manos con una servilleta, y Ceri miró para otro lado. —No lo sé —dijo en voz baja. Estaba claro que estaba pensando en otra cosa—. Al nunca lo dijo. Estaba empezando a sentirme más yo misma. Jenks se acercó y yo seguí secándome las manos, quitándome la húmeda. —¿Estás bien? —preguntó, y yo asentí mientras tiraba la servilleta y levantaba las piernas para sentarme con ellas cruzadas. Cogí el espejo y lo coloqué sobre mi regazo. Aquello me hacía sentir como si estuviese en el instituto jugando con una tabla de güija en el sótano de alguien. —Estoy bien —dije intentando ignorar el hecho de que pensaba que el diseño blanco cristalino que había hecho sobre el cristal era totalmente hermoso—. Hagámoslo ya. Quiero poder dormir esta noche. Ceri se revolvió, lo cual atrajo mi atención hacia ella. Su rostro angular estaba demacrado y parecía asustada por un pensamiento repentino. —Ah, Rachel —dijo tartamudeando y poniéndose de pie—. ¿Te importaría esperar? ¿Solo hasta mañana? Oh Dios, he hecho algo mal. —¿Qué he hecho? —dije ruborizándome de repente. —Nada —se apresuró a decir ella y extendió la mano, pero sin tocarme—. Estás bien. Pero acabas de reajustar tu aura y probablemente deberías pasar por un ciclo solar completo para reponerte antes de utilizarlo. El círculo de invocación, me refiero. Miré el espejo y luego a ella. La expresión de Ceri era totalmente ilegible. Estaba ocultando sus emociones y lo estaba haciendo muy, pero que muy bien. Había hecho algo mal y estaba enfadada conmigo. No esperaba que se saliese toda mi aura, pero había pasado.

—¡Mierda! —dije, disgustada—. Lo he hecho mal, ¿verdad? Ella negó con la cabeza, pero estaba recogiendo sus cosas para marcharse. —Lo has hecho bien. Tengo que marcharme. Tengo que comprobar una cosa. Yo me apresuré a ponerme de pie, tropecé con la mesa y estuve a punto de tirar mi copa de vino blanco cuando dejé el espejo. —Ceri, lo haré mejor la próxima vez. De verdad, estoy mejorando. Tú ya me has ayudado muchísimo —dije, pero ella se alejó de mí fingiendo que se giraba para coger sus zapatillas. Me quedé de piedra, asustada. No quería que la tocase. ¿Qué he hecho? Ella se detuvo poco a poco, todavía sin mirarme. Jenks revoloteaba entre ambas. Fuera pude oír a los vecinos gritando despedidas afectuosas y también bocinas. Entonces me miró a los ojos, aunque con reticencia. —Nada —dijo ella—. Estoy segura de que la razón por la que ha salido toda tu aura es porque tu sangre la invocó a ella y no a la de otro demonio, como me ocurrió a mí cuando estaba ligada a la cuenta de Al para interceptarle las llamadas. Tienes que dejar que tu aura se asiente bien antes de utilizar la maldición, eso es todo. Un día por lo menos. Mañana por la noche. Capté la preocupación en Jenks. Él también había notado que estaba mintiendo. O bien estaba inventándose la razón por la que había salido mi aura o bien estaba mintiendo sobre la necesidad de esperar para invocar a Minias. Una me acojonaba y la otra era simplemente desconcertante. ¿No quiere tocarme? Ella se giró para marcharse y yo miré el círculo de invocación, tan hermoso e inocente sobre mi mesita del café y que reflejaba el mundo con un matiz rojo vino. —Espera, Ceri. ¿Y si él nos llama esta noche? Ceri se detuvo. Volvió sobre sus pasos con la cabeza inclinada, puso la mano sobre la figura del medio ron los dedos extendidos y murmuró una palabra en latín. —Ya está —dijo, mirándome con indecisión—. He puesto una nota pidiendo que no molesten. Expirará al salir el sol. —Respiró profundamente. Parecía haber tomado una decisión—. Esto era necesario —dijo ella, como si intentase convencerse a sí misma, pero cuando yo asentí para mostrarle que estaba de acuerdo, sus rasgos adoptaron una expresión que a mí me pareció miedo. —Gracias, Ceri —le dije, desconcertada, y ella salió por la puerta principal y la cerró sin hacer ningún ruido. Oí sus pies correr sobre la acera mojada y luego nada más. Me giré hacia Jenks, que seguía revoloteando. —¿De qué iba todo eso? —le pregunté con un fuerte sentimiento de inseguridad. —Quizá no pueda admitir que no sabe por qué ha salido toda tu aura —dijo mientras se acercaba para sentarse sobre mi rodilla cuando volví al sofá y apoyé la planta del pie contra el borde de la mesa—. O quizá está enfadada consigo misma por haber estado a punto de exponerte sin tu aura. — Dudó, y luego dijo—: No te ha dado un abrazo de despedida. Estiré el brazo para coger la copa y le di un sorbo que me hizo sentir un hormigueo, por mi aura manchada de vino, casi como si respondiese a lo que acababa de beber. Esa sensación desapareció lentamente. Volví a pensar en cuando se cayó el círculo de Ceri y en la sensación de la campana resonando por todo mi cuerpo al invocar la maldición. Había sido agradable. Eso estaba bien, ¿no? —Jenks —dije, agotada—. Me gustaría que alguien me explicase qué demonios está ocurriendo.

7.

El sol de la tarde me calentaba los hombros, solo cubiertos por las tiras de la camiseta. La lluvia de la noche pasada había dejado el suelo blando y el calor húmedo que flotaba unos dos centímetros sobre la tierra revuelta era reconfor​tante. Estaba aprovechando para plantar mi nueva planta de tejo con la idea de que quizá podría hacer algunas pociones de olvido en caso de que Newt volviese a aparecer. Lo único que necesitaba ahora eran lilas prensadas y fermentadas. No era ilegal hacer hechizos de olvido, solo utilizarlos, y ¿quién me podría culpar por utilizar uno contra un demonio? Una punta cortada produjo un suave ruido sordo al caer dentro de una de mis ollas para hechizos más pequeñas y, mirando a la tierra, me arrodillé ante la lápida de la que brotaba y metí un poco los dedos entre las ramas para recoger las que crecían hacia dentro, hacia el centro de la planta. La reacción de Ceri anoche al ver desbordarse mi aura me había dejado muy preocupada, pero se estaba muy bien al sol y me vino bien para recuperar fuerzas. Puede que hubiese hecho una conexión fuerte con siempre jamás, pero nada había cambiado. Y Ceri tenía razón. Necesitaba una forma para que Minias se pusiese en contacto conmigo sin tener que aparecerse. Era más seguro. Más fácil. Hice una mueca y dejé de podar para sacar malas hierbas y ampliar el círculo de tierra limpia. Tan fácil como pedir un deseo. Y los deseos siempre se vuelven contra uno. Miré el ángulo del sol y decidí que debía dejarlo y lavarme antes de que Kisten viniese a buscarme para llevarme a las clases de conducir. Me puse de pie, me sacudí la tierra de los vaqueros y recogí las herramientas. Miré la lápida manchada por la polución y luego amplié mi campo de visión hasta abarcar la gran extensión de mi cementerio amurallado; a continuación, divisé los Hollows y, mucho más allá, al otro lado del río, los edificios más altos de Cincinnati. Me encantaba esto, era un lugar de tranquilidad rodeado de vida que zumbaba como mil abejas. Me dirigía la iglesia sonriendo y tocando las lápidas al pasar, reconociéndolas como viejos amigos y preguntándome cómo habría sido la gente que allí reposaba. Vi salir una ráfaga de pixies por la puerta de atrás de la iglesia y decidí dirigirme allí, ya que tenía curiosidad por lo que estaba ocurriendo. Mi pequeña sonrisa se hizo más grande cuando, tras el aleteo de una libélula, vi a Jenks. Los pixies me rodearon. Estaban muy guapos con su ropa informal de jardinería. —Eh, Rachel, ¿has acabado allí? —dijo a modo de saludo—. Mis hijos se mueren por ver cómo arreglas el jardín. Esquivando el círculo de suelo blasfemado que rodeaba una tumba con un ángel llorando, lo miré de reojo. —Claro. Solo diles que tengan cuidado con las puntas que rezuman. Esa cosa es tóxica. Él asintió y sus alas se volvieron ligeramente borrosas mientras se cambiaba de lado para que yo no tuviese que mirar al sol. —Ya lo saben. —Dudó y luego, con una rapidez que dejaba entrever que estaba avergonzado, me soltó—. ¿Me vas a necesitar hoy? Yo levanté la vista de aquel suelo inestable y luego volví a bajarla. —No, ¿qué pasa? Entonces una gran sonrisa llena de orgullo paterno le iluminó la cara y cayó una ligera chispa dorada al soltar un poco de polvo.

—Es Jih —dijo con satisfacción. Yo aminoré el paso. Jih era su hija mayor y ahora vivía al otro lado de la calle con Ceri para construir un jardín que la pudiese mantener a ella y a su futura familia. Al ver mi preocupación, Jenks se rió. —¡Está bien! Pero tiene a tres pixies machos dando vueltas alrededor de ella y de su jardín y quiere que construya algo con ellos para que vea cómo trabajan y luego tomar su decisión en base a eso. —¡Tres! —dije, y agarré más fuerte mi olla de hechizos—. Dios santo. Matalina debe de estar encantada. Jenks se dejó caer sobre mi hombro. —Supongo —gruñó—. Jih no cabe en sí de gozo. Le gustan todos. Yo robé a Matalina sin más y no me molesté en hacer el cortejo supervisado y tradicional que dura una estación. Jih quiere hacer una casita para libélulas. El pobre que gane va a necesitarla. Quería mirarlo pero estaba demasiado cerca. —¿Que tú robaste a Matalina? —Sí. Si hubiésemos seguido los trámites habituales nunca habríamos conseguido los jardines del camino principal ni los maceteros. Me miré los pies y volví a caminar para no atizarle. Había ignorado la tradición para obtener una franja de jardín de metro ochocientos por dos metros y medio y unos maceteros. Ahora tenía un jardín amurallado de cuatro solares urbanos. A Jenks le iba bien. Tanto que sus hijos podían tomarse tiempo para realizar los rituales que marcaban su vida. —Jih tiene suerte de tenerte ahí para ayudarla —dijo. —Supongo —murmuró él, pero yo sabía que estaba ansioso por tener la oportunidad de orientar a su hija para que hiciese una buena elección sobre con quién pasar su vida. Quizá sea por eso por lo que yo sigo tomando esas decisiones tan estelares con mi propia vida amorosa, pensé, y luego sonreí tontamente al imaginarme a Jenks en una primera cita conmigo sometiendo al pobre tío al tercer grado. Maldita sea, ¿Jenks habría puesto su sello de aprobación a Kisten? Las ráfagas de aire que enviaban las alas de Jenks me refrescaron el sudor que me cubría el cuello. —Bueno, tengo que irme. Me está esperando. Te veré esta noche. —Claro —dije, y él echó a volar—. ¡Felicítala de mi parte! Se despidió y se marchó volando a toda velocidad. Yo lo observé durante un rato y luego retomé el camino a la puerta de atrás imaginándome el mal rato que les iba a hacer pasar a los tres pixies machos. Por la ventana de la cocina salía el aroma a magdalenas recién hechas; tomé aire y, tras respirar profundamente, subí las pocas escaleras que había. Me miré las suelas de las zapatillas, sacudí los pies y entré en la sala de estar destrozada. Los de Tres Tíos y Una Caja de Herramientas todavía no habían llegado y el olor a madera astillada se mezclaba con el aroma del horno. Me rugía el estómago, así que fui a la cocina. Estaba vacía a excepción de las magdalenas enfriándose sobre los hornillos y, después de dejar los esquejes junto al fregadero, me lavé las manos y miré el pan que se estaba enfriando. Al parecer, Ivy estaba despierta y estaba de humor para cocinar. Era raro, pero tenía que aprovechar la situación. Haciendo malabares con una magdalena y la comida para pez, le di de comer al señor Pez y después comí yo. Luego me puse una camiseta verde oscuro por encima de la otra y me tiré en el

sofá, feliz de la vida. Me sobresaltó el ruido de unas garras arrastrándose y una bola naranja de terror felino pasó como una centella hacia la cocina y se metió debajo de mi silla. Luego entraron los pixies, que formaban un remolino de gritos agudos y de silbidos que hizo que me doliera la cabeza. —¡Fuera! —grité mientras me ponía de pie—. ¡Largaos! La iglesia es su lugar seguro, así que marchaos. Se formó una gruesa nube de polvo de pixie que me hizo llorar los ojos, pero después de alguna queja y varios murmullos de decepción, la pesadilla de Disney se marchó tan rápido como había llegado. Sonriendo, miré debajo de mi silla. Rex estaba agazapada con los ojos negros y la cola encogida: era la mismísima encarnación del miedo. Jenks ya debía de estar en casa de Jih y sus hijos sabían que les doblaría las alas hacia atrás hasta que les resbalase polvo si los pillaba molestando a su gata. —¿Qué ocurre, bomboncito? —le dije canturreando suavemente, ya que sabía que eso era mejor que intentar darle mimos—. ¿Esos pixies malos te han molestado? La gata apartó la mirada y se agachó, feliz de estar donde estaba. Yo resoplé y volví a acurrucarme sintiéndome como la gran protectora. Rex nunca intentaba llamar mi atención pero, cuando el peligro amenazaba, siempre acababa recurriendo a mí. Ivy decía que eran cosas de gatos. En fin. Cogí la laca de uñas mientras comía con cuidado el desayuno entre pincelada y pincelada. El sonido de alguien arrastrando los pies desde el pasillo llamó mi atención y, al ver entrar a Ivy, sonreí. Llevaba puestas sus mallas de gimnasia y tenía un ligero brillo de sudor. —¿ De qué iba todo eso? —preguntó mientras se acercaba a la cocina y sacaba una magdalena del molde. Como tenía la boca llena, señalé debajo de la silla. —Oh, pobre gatita —dijo mientras se sentaba en su sitio y bajaba la mano al suelo. Arrugué la frente de indignación al ver cómo la estúpida gata le hacía mimos, con la cabeza alta y la cola estirada. Mi enfado se hizo aún mayor cuando Rex saltó sobre su regazo y se aposentó allí a mirarme. De repente, la gata se puso a mirar hacia el pasillo y escuchamos un golpeteo de tacones cada vez más fuerte. Con los ojos abiertos de par en par, miré a Ivy, pero mi pregunta obtuvo respuesta cuando Skimmer entró en la sala como una ráfaga, peinada, arreglada y tan perfecta como un pastel nupcial sin cortar, con sus pantalones negros y su escueta camisa blanca. ¿Cuándo habrá llegado?, pensé, y luego me sonrojé. Anoche no se marchó. Miré a Ivy y me di cuenta de que estaba en lo cierto cuando mi compañera de piso bajó a Rex de su regazo y puso mucho interés en sus correos electrónicos, abriéndolos y eliminando el correo no deseado… evitándome. Joder, a mí no me importaba lo que hacían juntas. Pero al parecer a Ivy sí. —Hola Rachel —dijo la menuda vampiresa. Luego, antes de que yo pudiese responder, se inclinó para darle un beso a Ivy. Ivy se quedó de piedra y yo parpadeé cuando Ivy se apartó antes de que aquello se convirtiese en un beso apasionado… que era precisamente lo que pretendía Skimmer. Skimmer se levantó muy despacio y se dirigió hacia las magdalenas. »Acabaré de trabajar a eso de las diez de la noche —dijo mientras ponía una en un plato y se sentaba con cuidado entre nosotras—. ¿Quieres que quedemos para cenar temprano? La cara de Ivy estaba arrugada de enfado por el intento de beso. Skimmer lo estaba haciendo para fastidiarme, quizá para asustarme, e Ivy lo sabía. —No —dijo ella sin apartar la mirada de su monitor—. Ya tengo planes.

¿Como qué?, pensé yo, decidiendo al mismo tiempo que la relación entre Skimmer y yo probablemente se iría a pique como un barco en una tormenta. Eso era algo para lo que no estaba preparada, en absoluto. Skimmer partió en dos su magdalena con mucho cuidado, luego se puso de pie y fue a buscar un cuchillo y la mantequilla. Los dejó junto a su plato y deambuló hasta la cafetera con unos pasos que tenían el aplomo y el poder de la sala del tribunal. Maldita sea, me he metido en un lío. —¿Café, Ivy? —preguntó ella mientras el sol se reflejaba en su camisa de la oficina limpia y almidonada. —Sí, gracias. Al notar la tensión en el ambiente, Rex se marchó a hurtadillas. Yo deseaba hacer lo mismo. —Aquí tienes, cielo —dijo la vampiresa mientras le daba a Ivy una taza. No era la taza gigante con nuestro logo de Encantamientos Vampíricos que le gustaba a Ivy, pero quizá ella las utilizaba porque yo también lo hacía. Ivy dio un tirón hacia atrás cuando Skimmer intentó robarle otro beso. En lugar de enfadarse, la mujer se sentó de nuevo rebosante de confianza en sí misma y se puso a untar mantequilla meticulosamente en su magdalena. Estaba manipulándonos a Ivy y a mí; estaba al mando, aunque Ivy era la más dominante de las dos. No me iba a marchar porque estuviese intentando hacerme sentir incómoda. Al sentir cómo se me subía la presión sanguínea, me senté con firmeza en la silla. Era mi cocina, maldita sea. —Has madrugado —me dijo la vampiresa rubia de ojos azules, como si aquello significase algo. Intenté no entrecerrar los ojos. —¿Las has hecho tú? —le pregunté levantando lo que quedaba de mi magdalena. Skimmer sonrió y mostró sus afilados caninos. —Sí. —Están buenas. —De nada. —No te he dado las gracias —le espeté, y la mano de Ivy se quedó quieta sobre el ratón. Skimmer se comió su magdalena mientras me observaba sin parpadear y se le iban dilatando las pupilas. Empecé a sentir un hormigueo en la cicatriz y me puse de pie. —Me voy a la ducha —dije, furiosa porque me pusiese los pelos de punta, pero necesitaba lavarme. —Avisaré a los medios —dijo Skimmer mientras se lamía sugerentemente la mantequilla del dedo. Iba a decirle que se lo metiese por el culo y pedalease, pero sonó el timbre de la puerta principal y conseguí mantener mis modales. —Es Kisten —dije, y luego cogí el bolso. Estaba suficientemente limpia y la última cosa que quería era tener a tres vampiros en mi cocina estando yo desnuda en la ducha—. Me voy. Ivy desvió su atención del ordenador, evidentemente sorprendida. —¿Adonde vas? Yo miré a Skimmer y me sonrojé. —Al curso de educación vial. Me va a llevar Kisten. —Oh, ¡qué tierno! —dijo Skimmer, y yo apreté los dientes. Me negaba a responder, así que me dirigí al vestíbulo y a la puerta sin importarme si tenía las rodillas sucias. Un fuerte chasquido me

hizo detenerme y al girarme capté un movimiento borroso. Skimmer estaba roja, claramente estupefacta y desilusionada, pero Ivy mostraba una expresión de suficiencia. Había ocurrido algo e Ivy me hizo un gesto levantando una ceja con mordacidad. Volvieron a llamar al timbre, pero ahora no me sentía tan buena persona como para marcharme de allí sin decir algo. —¿Vas a estar por aquí para la cena, Ivy? —le pregunté ladeando la cadera. Quizá tenía maldad, pero es que yo era mala. Ivy le pegó un mordisco a su magdalena, cruzó las piernas y se inclinó hacia delante. —Vendré a casa pero me marcharé pronto —dijo mientras se limpiaba la comisura de los labios con el meñique—. Pero volveré a casa alrededor de medianoche. —Vale —dije en voz baja—. Te veo luego. —Le sonreí a Skimmer, que ahora estaba sentada remilgadamente, pero se veía que no sabía si explotar o enfurruñarse—. Adiós, Skimmer. Gracias por el desayuno. —De nada. Traducción: Así se te atragante, so puta. Llamaron al timbre por tercera vez y yo corrí por el vestíbulo, de nuevo de buen humor. —¡Ya voy! —grité mientras me atusaba el pelo. Tenía buen aspecto. Solo eran un puñado de adolescentes. Saqué la cazadora de aviador de Jenks del poste del recibidor y me la puse por pura estética. La cazadora era un vestigio de la época en la que tuvo tamaño de persona. Yo me había quedado con la cazadora, Ivy con su bata de seda y habíamos tirado sus dos docenas de cepillos de dientes. Abrí la puerta y me encontré a Kisten esperando y su Corvette junto a la acera. No trabajaba mucho hasta después de la puesta de sol y había sustituido su habitual traje moderno por unos vaqueros y una camiseta negra metida por dentro para resaltar su cintura. Sonriendo con la boca cerrada para ocultar sus afilados caninos, se balanceaba de los talones a las puntas de los pies con los dedos metidos en los bolsillos delanteros para quitarse su pelo rubio teñido de delante de aquellos ojos azules con un movimiento practicado que indicaba que, con toda seguridad, era «lo más». Lo que hacía que funcionase era que en realidad sí lo era. —Tienes buen aspecto —dije metiendo la mano que tenía libre entre su marcada cintura y su brazo para mantener el equilibrio mientras me estiraba para darle un beso de primera hora de la tarde en el umbral de la puerta. Cerré los ojos y respiré profundamente cuando sus labios tocaron los míos, inhalando intencionadamente el olor a cuero e incienso que tenían los vampiros como si se tratase de una segunda piel. Kisten era como una droga que desprendía feromonas para relajar y tranquilizar a potenciales fuentes de sangre. No compartíamos sangre, pero ¿quién era yo para no aprovechar mil años de evolución? —Estás sucia —dijo cuando se separaron nuestros labios. Yo me apoyé de nuevo en los talones y esbocé una sonrisa que se encontró con la suya cuando añadió—: Me gusta la suciedad. Has estado en el jardín. —Levantó las cejas y me volvió a atraer hacia él mientras nos arrastraba hacia el vestíbulo a oscuras—. ¿ Llego demasiado temprano? —dijo, y la profundidad de su voz en mi oído me envió un escalofrío por todo el cuerpo. —Sí, gracias a Dios —respondí disfrutando de aquel ligero subidón. Me gustaba besar vampiros en la oscuridad. Lo único mejor que aquello era estar en un ascensor descendiendo a una muerte

segura. Yo bloqueaba su acceso al santuario y cuando se dio cuenta de que no iba a invitarle a entrar, vaciló al agarrarme por la parte superior del brazo. —Tu clase no empieza hasta la una y media. Te da tiempo a darte una ducha —dijo. Era evidente que quería saber por qué había salido a toda prisa por la puerta. Quizá si me ayudas, pensé con malicia, incapaz de contener una sonrisa. Me miró a los ojos y, cuando vio que los atravesaba una chispa de excitación, sus fosas nasales se expandieron para oler mi estado de ánimo. No podía leerme los pensamientos, pero sí controlar el pulso, la temperatura y, teniendo en cuenta la excitación de la que yo misma era consciente, no era difícil imaginarse lo que estaba pensando. Me apretó los brazos con más fuerza y entonces oí desde el fondo del pasillo la voz de Ivy: —Hola, Kist. Sin dejar de mirarme, Kisten respondió: —Buenos días, cielo. —No se molestó en disimular el calor que había entre ambos. Ella resopló y luego se oyó el leve ruido de la puerta de su baño al cerrarse, una clara indicación de lo que le parecía que Kisten y yo estuviésemos juntos, a pesar de la antigua relación de novios que había habido entre ellos. Si él me tocaba la sangre, las cosas se pondrían feas. Esa era la razón por la que Kisten se ponía fundas en los dientes cuando dormíamos juntos. Pero si iba a compartir mi cuerpo con otra persona que no fuese Ivy, ella prefería que fuese con Kisten. Y así… así estaban las cosas. La relación entre Ivy y Kisten era más platónica en la actualidad, con un poco de sangre derramada por en medio para mantener la cercanía. Nuestra situación se había convertido en un acto de equilibrio, ya que ella había probado mi sangre y había jurado que no la volvería a tocar, pero tampoco quería que Kisten la tocase, incapaz de ceder a la esperanza de que pudiésemos encontrar una forma de que lo nuestro funcionase, aunque ella misma negaba que fuese posible. Desafiando su habitual papel de sumiso, Kisten le había dicho a Ivy que él se arriesgaría a que yo sucumbiese a la tentación y le dejase clavar sus dientes en mi piel. Pero hasta entonces todos podríamos fingir que todo era normal. O lo que pasase por normal en estos tiempos. —Entonces, ¿nos vamos? —dije mientras se me enfriaba la pasión al recordar que aquella maldita situación se reforzaría mientras no cambiase el statu quo. Él se rió entre dientes y me dejó empujarlo hacia la puerta, pero el carraspeo evidente de Skimmer hizo que pasase de ser maleable a una roca inamovible y yo me rendí, derrotada, cuando su voz sensual resonó en el santuario. —Buenos días, Kisten. La sonrisa de Kisten se agrandó al mirarnos a una y luego a la otra, ya que estaba claro que sentía mi desesperación. —¿Podemos marcharnos? —susurré. Con las cejas en alto, me giró hacia la puerta. —Hola Dorothy. Hoy estás muy guapa. —No me llames eso, hijo de… —dijo ella con un tono agrio a mis espaldas mientras yo salía delante de Kisten. Al parecer Skimmer sentía por Kisten lo mismo que por mí. No me sorprendía. Ambos éramos una amenaza para su reclamo sumiso de Ivy. Ninguno de nosotros era un verdadero obstáculo: yo porque me lo impedía Ivy y Kist por su pasado. Pero a ver quién se lo hacía entender.

Tener varios compañeros de sangre y de cama era algo común para los vampiros, pero también lo eran los celos. Respiré hondo cuando la puerta se cerró detrás de nosotros. El sol me hizo entrecerrar los ojos y sentí como se me relajaban los hombros. Todo eso duró tres segundos, hasta que Kisten preguntó: —¿Skimmer se ha quedado a dormir? —No quiero hablar de eso —le dije medio gruñendo. —¿Tan malo es? —añadió él caminando a mi lado. Yo miré con anhelo mi descapotable y luego su Corvette. —Ya no es agradable conmigo —me quejé, y Kisten apuró el paso para abrirme la puerta galantemente antes de que yo cogiese la manilla. Le prodigué una sonrisa de agradecimiento y entré, acomodándome en los confines familiares de su coche con aroma a cuero e incienso. Dios, qué bien olía. Cerré los ojos y me recosté mientras Kisten iba hasta su lado. Los mantuve cerrados incluso mientras se ponía el cinturón y arrancaba el coche. Quería relajarme. —Cuéntame —dijo cuando se puso en marcha y ver que yo seguía en silencio. Se me pasaron por la cabeza mil cosas, pero lo que me salió por la boca fue: —Skimmer… —Entonces dudé—. Ha averiguado que es Ivy la que no permite un equilibrio de sangre entre nosotras, no yo. Su leve suspiro llamó mi atención. El sol hacía brillar su barba de tres días y de repente sentí la necesidad de tocarla. Observé que miraba por el retrovisor la iglesia que quedaba a nuestras espaldas. Abatida, bajé mi ventanilla y dejé que la brisa matinal me moviese el pelo. —¿Y? —dijo de repente, mientras aceleraba adelantando la estela de humo de un Buick azul. Yo entorné los ojos y me aparté el pelo de la cara. —Se ha vuelto desagradable. Intenta alejarme. Le dije que Ivy solo está asustada y que estoy esperando a que deje de estarlo, así que Skimmer ha pasado de «Quiero ser tu amiga porque Ivy es tu amiga» a «Hazle un favor al mundo y muérete». Kisten apretó con más fuerza el volante y pisó el freno con demasiada fuerza al llegar al semáforo. Al darme cuenta de lo que acababa de decir, se me subieron los colores. Sabía que él prefería que me muriese de ganas por que él me diese un mordisco. Pero si dejaba a Ivy morderme le daría algo. —Lo siento, Kisten —susurré. Él no decía nada. Solo miraba la luz roja. Entonces le toqué la mano. —Te quiero —susurré—. Pero si te dejo que me muerdas se estropearía todo. Ivy no lo soportaría. —Jenks hubiera dicho que yo tenía más miedo a la posibilidad de que al morderme la atracción fuese mayor entre ambos que a la propia mordedura en sí. En fin. Pero si Kisten conseguía una relación más próxima conmigo que Ivy, eso le haría daño a ella y él también la quería, con la lealtad fanática que el abuso compartido a menudo engendra: Piscary los había extorsionado a ambos. Entonces me sonó el móvil en el bolso, pero lo dejé sonar. Esto era más importante. El semáforo cambió y Kisten arrancó, ahora con las manos más relajadas. Ivy siempre había sido la dominante en su relación, pero él estaba dispuesto a luchar por mí si en algún momento me sentía tentada a darle mi sangre. El problema era que decir no nunca había sido mi punto fuerte. Me exponía al desastre cada vez que dormía con él, pero eso también hacía que el sexo fuese fantástico. Y nunca he dicho que yo sea inteligente. En realidad hacer aquello era una estupidez. Pero ya habíamos pasado por eso

antes. Alicaída, descolgué el brazo por la ventana. Dejé de ver los grupos de casas de los Hollows y empecé a ver tiendas. El sol se reflejaba débilmente en mi pulsera y en su distintivo dibujo de eslabones. Ivy tenía una tobillera con el mismo dibujo. Había visto algunas otras por Cincy y la gente se encogía de hombros y me sonreía cuando intentaba esconder la mía. Sabía que probablemente era la forma que tenía Kisten de mostrar al mundo sus conquistas, pero yo seguía llevándola de todas formas. E Ivy también. —Skimmer no te hará daño —dijo Kisten con voz suave, y yo me giré hacia él. —No físicamente —asentí yo, aliviada porque estuviese llevando tan bien todo aquello—. Pero puedes estar seguro de que se va a esforzar mucho más en liberar a Piscary. Ante aquello se puso serio y el silencio se apoderó del coche cuando pensamos en lo que podría ocurrir si lo conseguía. Ambos iríamos nadando contracorriente en un río de mierda. Kisten era el sucesor de Piscary y había traicionado al señor de los vampiros la noche que yo lo había sometido a base de golpes. Ahora mismo Piscary estaba ignorando todo aquello, pero si salía estaba segura de que tendría un par de cosas que decirle a su ex sucesor, aunque Kisten fuese quien había mantenido intactas las empresas de Piscary, ya que Ivy no lo hacía aun siendo también su sucesora. Me volvió a sonar el teléfono. Lo saqué y miré para ver si era un número desconocido antes de ponerlo en modo de vibración. Estaba con Kisten y contestar sería de mala educación. —¿No estás enfadado? —le pregunté dubitativa, observando como la expresión de su rostro pasaba de preocupación por su estado físico a preocupación por su estado emocional. —¿Enfadado porque te atraiga Ivy? —dijo. El sol brillaba sobre él mientras cruzábamos el puente. Sentí calor en la cara y él me soltó la mano para poder conducir mejor ahora que el tráfico era más denso—. No —dijo mientras se le dilataban un poco los ojos—. Yo te quiero, pero Ivy… Nunca ha estado tan feliz y tan estable como desde que dejó la SI y se fue a vivir contigo. Además — dijo colocándose en una postura sugerente—, si esto continúa quizá tenga por fin la oportunidad de hacer un trío. Se me abrió la boca de par en par y le di un tortazo. —¡De ninguna manera! —Eh —dijo riéndose, aunque no separaba la vista de la carretera—. No lo descartes hasta que no lo hayas probado. Me crucé de brazos y miré por la ventana. —Eso no va a ocurrir, Kisten. —Pero cuando nuestros ojos se encontraron me di cuenta de que solo me lo había dicho para picarme. Creo. —No hagas planes este viernes —dijo mientras nos parábamos en otro semáforo. Reprimí una gran sonrisa, aunque por dentro estaba cantando. ¡Se ha acordado! —¿Por qué? —pregunté, fingiendo no saberlo. Él sonrió y yo perdí la batalla de no emocionarme. —Te voy a invitar a salir por tu cumpleaños —dijo—. Tengo una reserva para el restaurante de la torre Carew. —¡Pero qué dices! —exclamé mientras mis ojos se dirigían de repente a lo alto del edificio en cuestión—. ¡Nunca he comido allí arriba! —Empecé a revolverme y mi mirada se volvió distante mientras empezaba a hacer planes—. No sé qué ponerme. —¿Algo que sea fácil de quitar? —sugirió él.

Alguien hizo sonar una bocina detrás de nosotros y, sin mirar, Kisten aceleró. —Lo único que tengo son cosas con muchos broches y hebillas —dije, en broma. Kisten iba a decir algo, pero lo llamaron por teléfono. Fruncí el ceño al ver que se disponía a cogerlo. Yo nunca contesto al teléfono cuando estamos juntos. A ver, no es que yo recibiese tantas llamadas, pero tampoco estaba intentando gestionar el inframundo de Cincy en lugar de mi jefe. —¿Broches y hebillas? —dijo mientras abría el teléfono—. Eso también podría valer. —De repente se le borró la sonrisa y dijo al teléfono—: Soy Felps. Yo me recosté. Me sentía bien solo de pensarlo. —Eh, Ivy. ¿Qué pasa? —dijo Kisten, y yo me puse recta. Entonces me acordé de mi teléfono, lo saqué del bolso y lo miré. Mierda, tenía cuatro llamadas perdidas. Pero no reconocí el número. »Justo a mi lado —dijo Kisten mirándome y adoptando luego un tono de preocupación—. Claro —añadió, y me dio el teléfono. Oh Dios, ¿y ahora qué? Entonces tuve un presentimiento y dije: —¿Es Jenks? —No —dijo Ivy con voz airada, y entonces me relajé—. Es tu hombre lobo. —¿David? —dije tartamudeando, y Kisten metió el coche en el aparcamiento de la autoescuela. —Ha estado intentando ponerse en contacto contigo —dijo Ivy con tono de preocupación y de enfado—. Dice… ¿estás lista para escuchar esto? Dice que está matando mujeres y no lo recuerda. Mira, ¿lo vas a llamar? En los últimos tres minutos ha llamado dos veces. Quería reírme pero no podía. El asesino de hombres lobo que la SI estaba encubriendo. El demonio que había destrozado mi sala de estar por el foco. Mierda. —De acuerdo —dije con voz suave—. Gracias. Adiós. —¿Rachel? Su voz había cambiado. Yo estaba molesta y ella lo sabía. Respiré hondo mientras intentaba encontrar un atisbo de calma. —¿Sí? Por su vacilación al hablar sabía que era consciente de todo, pero ella sabía que fuese lo que fuese, no iba a salir corriendo del susto. Todavía. —Ten cuidado —dijo con firmeza—. Llámame si me necesitas. Me sentí más relajada. Era bueno tener amigos. —Gracias, lo haré. Colgué, miré los expresivos ojos de Kisten, que pedían una explicación, y luego salté cuando el teléfono, que tenía en el regazo, vibró. Cogí aire, lo agarré y miré el número. Era el de David. Ahora lo reconocía. —¿Vas a cogerlo? —preguntó Kisten con las manos todavía en el volante, aunque ya había aparcado. En la plaza de al lado observé a una chica cerrar de golpe la puerta del monovolumen de su madre. Caminaba moviendo la coleta y hablando sin parar con una amiga mientras se dirigía a clase. Desaparecieron tras las puertas de cristal y la mujer que estaba detrás del volante se secó los ojos y miró por el espejo retrovisor. Kisten se inclinó hacia delante para ponerse en medio y que lo viese. El teléfono volvió a vibrar y una sonrisa amarga se instaló en las comisuras de mis labios mientras lo abría. No iba a poder asistir a mi clase.

8.

La mano de David tembló casi imperceptiblemente cuando aceptó el vaso de agua del grifo. Se lo puso en la frente durante un rato mientras se calmaba, bebió un sorbo y luego lo dejó sobre la mesita de café de fresno que teníamos delante. —Gracias —dijo el hombrecillo, y luego apoyó los codos sobre las rodillas y se agarró la cabeza. Yo le di una palmadita en el hombro y luego me alejé de él en el sofá. Kisten estaba de pie junto a la tele, de espaldas a nosotros, mientras observaba la colección de sables de la guerra civil que David guardaba bajo llave en una vitrina iluminada. Me subió por la nariz el aroma a hombre lobo, cosa que no me desagradaba en absoluto. David estaba hecho un trapo y yo alternaba mi atención entre el hombre tembloroso vestido con su traje de oficina y su casa de soltero en la ciudad, cosa que era evidente. Era la típica de dos plantas. El complejo en su conjunto tendría de cinco a diez años. Probablemente no habían cambiado nunca la moqueta y me pregunté si David estaría de alquiler o sería propietario. Estábamos en la sala de estar. A un lado, más allá de la zona ajardinada, estaba el aparcamiento. Al otro, pasando la cocina y el comedor, había un gran patio común, por lo que el resto de los apartamentos estaban lo suficientemente lejos como para garantizar privacidad, aunque solo fuese por la distancia que los separaba. Las paredes eran gruesas, de ahí el silencio, y el estiloso papel de la pared, en tonos marrones y tostados, decía que lo había decorado él mismo. Es propietario, decidí al recordar que era perito de Seguros el Hombre Lobo y que le pagaban muy bien por sacarle la verdadera historia a tomadores de póliza reacios que intentaban ocultar la razón por la que su árbol de Navidad había sufrido una combustión espontánea cuyo fuego se había propagado por la sala de estar. Aunque su apartamento era un remanso de paz, el pobre hombre lobo estaba hecho un guiñapo. David era un misántropo y tenía el poder y el carisma de un alfa, pero sin las responsabilidades que ello conlleva. Técnicamente hablando, yo era su manada, un acuerdo beneficioso para ambos en el papel, que a David le servía para que no le disparasen y que a mí me daba la oportunidad de tener mi seguro a un precio tirado. En eso consistía nuestra relación, aunque yo sabía que me utilizaba para evitar que las mujeres lobo se introdujesen en su vida. Mi mirada se detuvo en la pequeña y gruesa agenda negra que tenía junto al teléfono. Al parecer eso no lo ha coartado a la hora de tener citas. Joder, si hasta necesitaba una tira de goma para poder cerrar aquella cosa. —¿Mejor? —dije yo, y David levantó la mirada. Sus hermosos y profundos ojos marrones estaban abiertos de par en par invadidos por un miedo lento que no le sentaba nada bien. Tenía un cuerpo hermoso y esbelto que había forjado para correr y que él disfrazaba bajo aquel cómodo traje. Estaba claro que iba de camino a la oficina cuando algo que ocurrió lo puso muy nervioso y me preocupaba que algo pudiese dejarlo en ese estado. David era la persona más estable que conocía. Sus zapatos brillaban desde debajo de la mesa de café, estaba recién afeitado y no tenía ni un pelo de barba negra que desluciese su piel morena y ligeramente áspera. Una de las veces que me persiguió lo había visto con un abrigo hasta los pies y un sombrero destartalado y parecía Van

Helsing. Tenía un exquisito pelo negro, era largo y ondulado y sus gruesas cejas combinaban a la perfección. Tenía casi la misma confianza en sí mismo que el personaje de ficción, pero ahora mismo estaba preocupado y distraído. —No —dijo él con una voz baja y penetrante—. Creo que estoy matando a mis novias. Kisten se giró y yo levanté una mano para evitar que el vampiro dijese algo estúpido. Si David era algo, era sensato, y como perito de seguros era rápido, espabilado y difícil de sorprender. Si creía que estaba matando a sus novias tenía que haber alguna razón para ello. —Te escucho —dije a su lado, y David inspiró lentamente, obligándose a sí mismo a sentarse recto en el borde del sofá. —Estaba intentando conseguir una cita para este fin de semana —comenzó a decir, mirando a Kisten. —¿Para la luna llena? —lo interrumpió Kisten, y consiguió ganarse tanto mi cabreo como el de David. —La luna llena no es hasta el lunes —dijo el hombre lobo—. No soy uno de esos hombres lobo universitarios hasta las orejas de veneno que destrozan tu bar. Tengo tanto control sobre mí mismo con luna llena como tú. Evidentemente, había puesto el dedo en la llaga. Kisten levantó una mano para tranquilizarlo y dijo: —Lo siento. La tensión que había en la sala se relajó y los ojos atormentados de David se dirigieron a la agenda que estaba junto al teléfono. —Anoche me llamó Serena y me preguntó si tenía gripe. —Levantó los ojos para mirarme y luego apartó la vista—. Me pareció raro, ya que estamos en verano, pero entonces llamé a Kally para ver si estaba libre y ella me preguntó lo mismo. Kisten se rio entre dientes y dijo: —¿Quedaste con dos mujeres en un mismo fin de semana? David arrugó la frente. —No, con una semana de diferencia. Así que, al ver que no sabía nada de ellas desde hacía casi un mes, llamé a otras mujeres. —Estás muy solicitado, señor Peabody. —Kisten —murmuré yo. No me gustó la referencia a la vieja serie de dibujos animados—. Déjalo. —El gato de David me estaba mirando desde lo alto de la escalera. Ni siquiera intenté persuadirlo para que bajase. Estaba abatida. A David no le amedrentaba en absoluto el vampiro vivo. No aquí, en su propio apartamento. —Sí —dijo con tono beligerante—, así es, la verdad. ¿Quieres esperar en el porche? Kisten levantó una mano con un gesto que quería decir «No importa», pero a mí no me costaba creer que al atractivo hombre lobo de treinta y tantos lo llamasen mujeres para salir. David y yo estábamos cómodos con nuestra relación puramente empresarial, aunque me molestaba un poco que tuviese problemas con el tema de las diferentes especies. Pero mientras me respetase como persona, estaba dispuesta a dejar que se perdiese a una buena parte de la población femenina. Peor para él. —Aparte de Serena y Kally no pude hablar con ninguna. —Miró su agenda negra como si estuviese poseída—. Con ninguna de ellas. —¿Entonces crees que están muertas? —le pregunté, sin ver motivo para ese razonamiento.

David tenía una mirada angustiada. —He tenido unos sueños muy extraños con ellas —dijo—. Con mis amigas, quiero decir. Me despierto en mi propia cama limpio y descansado, no cubierto de barro y desnudo en el parque, así que nunca les di demasiada importancia, pero ahora… Kisten se rio y yo empecé a desear haberlo dejado en el coche. —Te están evitando, hombre lobo —dijo el vampiro, y David se puso recto en un arranque de ira. —Han desaparecido —murmuró él. Yo observaba con recelo, consciente de que Kisten era demasiado espabilado como para presionarlo demasiado, pero ahora mismo David era imprevisible. —O no contestan al teléfono, o sus compañeras de piso no saben dónde están. —Me miró atormentado—. Esas son las que me preocupan. Con las que no pude contactar. —Seis mujeres —dijo Kisten, que ahora estaba de pie junto al ventanal que daba a un pequeño patio. —Eso no es malo. Probablemente la mitad de ellas se hayan mudado. —¿En un mes y medio? —dijo David con acritud. Entonces, como incitado por aquella afirmación, fue a la cocina con paso rápido y nervioso. Yo levanté las cejas. ¿David ha quedado con seis mujeres en seis semanas? Los hombres lobo no eran más cachondos que el resto de la población pero, al recordar su renuencia a establecerse y crear una manada, decidí que probablemente el problema no era que no pudiese aguantar con una novia, sino que prefería explorar el terreno. Explorar el terreno a nivel profesional. Caray, David. —Están desaparecidas —dijo de pie desde la cocina, como si hubiese olvidado por qué estábamos allí—. Creo… creo que me desmayo y las mato. Al oír su voz se me hizo un nudo en el estómago. Era verdad que creía que estaba matando a esas mujeres. —Venga —dijo Kisten—. Alguna averiguó que juegas con ellas y llamó al resto. Te han pillado, señor Peabody —dijo riéndose—. Es hora de empezar otra agenda negra. David parecía sentirse insultado y me pareció que Kisten estaba siendo especialmente insensible. Quizá estuviese celoso. —¿Sabes una cosa? —dije dándome la vuelta para mirar a Kisten—. Tienes que cerrar el pico. —Eh, lo único que estoy diciendo… David tuvo un espasmo, como si recordase por qué había ido a la cocina. Abrió una lata de comida para gato y la echó en un plato antes de dejarlo en el suelo. —Rachel, ¿te negarías a hablar con un hombre con el que te has acostado aunque estuvieses enfadada con él? Yo arqueé las cejas. ¿No solo había salido con seis mujeres en seis semanas, sino que también se había acostado con ellas? —Pues… —dije yo tartamudeando—. No. Por lo menos me gustaría decirle lo que pienso. Con la cabeza baja, David asintió. —Están desaparecidas —dijo él—. Las estoy matando. Lo sé. —David —protesté yo al ver un aire de preocupación en la cara de Kisten—. Los hombres lobo no perdéis la memoria y andáis por ahí matando gente. Si lo hicieseis habríais sido perseguidos hasta la extinción hace cientos de años por el resto del inframundo. Tiene que haber otra razón para que no te hablen.

—Porque las he matado —susurró David, encorvado sobre la barra. Miré el reloj de pared. Eran las dos y cuarto. Me había perdido la clase. —Eso no tiene lógica —dije mientras me sentaba en un taburete alto—. ¿Quieres que envíe a Ivy a rastrearlas? Se le da bien encontrar gente. Él asintió. Parecía aliviado. Si le daban tiempo, Ivy era capaz de encontrar a cualquiera. Desde que había dejado la SI había estado recuperando vampiros y humanos secuestrados por casas de sangre ilegales y exnovios celosos. Hacía que mis rescates de familiares resultasen insípidos, pero cada una tenía su talento. Dejé de mover el taburete de un lado a otro. Ya que estaba allí tendría que ver si podía llevarme a casa el foco. Cualquiera que se preocupase de buscarlo sabría que yo pertenecía a la manada de David. David era un objetivo difícil, por ser un solitario y estar entrenado para reaccionar ante la violencia. Sin embargo, cualquiera con quien trabajase… —Oh, mierda —dije, y luego me tapé la boca con la mano al darme cuenta de que lo había dicho en voz alta. Kisten y David me miraron—. David, ¿les hablaste a tus citas del foco? Su confusión se convirtió en enfado. —No —dijo con contundencia. Kisten le lanzó una mirada fulminante al hombre más pequeño. —¿Quieres decir que te has tirado a seis mujeres en seis semanas y no les llegaste a enseñar el foco para impresionarlas? David apretó la mandíbula. —No necesito atraer con engaños a las mujeres a mi cama. Les pregunto si les apetece y, si quieren, vienen. De todas formas, mostrárselo no las habría impresionado. Son humanas. Saqué los codos de la barra con la cara enrojecida de indignación. —¿Sales con humanas? ¿No sales con una bruja porque no crees en la mezcla de especies pero andas acostándote con humanas? ¡Serás hipócrita, cabrón! David me suplicó con la mirada. —Si saliese con una mujer lobo querría ser parte de mi manada. Ya hemos hablado sobre esto antes. Y dado que los hombres lobo originariamente proceden de los humanos… Yo entrecerré los ojos. —Sí, ya lo pillo —dije, aunque no me gustaba. Los hombres lobo procedían de los humanos al igual que los vampiros pero, a diferencia de convertirse en un vampiro, la única forma de ser un hombre lobo era nacer como tal. Normalmente. Mis pensamientos retrocedieron a la mañana anterior, cuando me despertó un demonio que estaba destrozando mi iglesia en busca del foco. Mieeerda, pensé al recordar esta vez que tenía que mantener la boca cerrada. Novias desaparecidas. Tres cuerpos sin identificar en la morgue: atléticas, profesionales y todas con un aspecto similar. Habían entrado como mujeres lobo, pero si había ocurrido lo que yo pensaba que había ocurrido, no estarían en la base de datos de hombres lobo, sino en la de humanos. Suicidas de la luna llena del mes pasado. —David, lo siento muchísimo —susurré, y ambos me miraron. —¿Qué? —dijo David, cauteloso, no angustiado. Yo lo miré con impotencia. —No fue culpa tuya. Fue culpa mía. No debería habértelo dado. No sabía que bastaría con que estuviese en tu poder. De haberlo sabido, nunca te lo habría dado. —Él me miró perplejo y, sintiendo

náuseas, añadí—: Creo que sé dónde están tus novias. Es culpa mía, no tuya. David sacudió la cabeza. —¿Darme el qué? —El foco —dije, arrugando la cara de pena—. Creo… que ha convertido a tus novias. Se puso blanco como el papel y colocó una mano sobre la encimera. —¿Dónde están? —dijo respirando. Me costaba tragar saliva. —En la morgue municipal.

9.

Dos visitas a la morgue en dos días, pensé, esperando que no se convirtiese en un patrón repetitivo. Mis zapatillas de jardinería no hacían ruido sobre el cemento; los p pasos de David, que iba a mi lado pero un poco más atrás que yo, eran fuertes y expresaban abatimiento. Kisten iba detrás de mí y el evidente malestar del vampiro habría sido divertido si no hubiésemos ido en tropel a identificar a tres mujeres lobo cuya identidad todavía era desconocida. El foco estacaba ahora en mi bolso, silencioso e inactivo al estar tan lejos de la luna llena. Todavía mantenía el frío de la nevera de David y me estaba destemplando una parte del cuerpo. La experiencia me decía que el próximo lunes habría cambiado de ser una estatua de hueso que representaba el rostro de una mujer, al hocico plateado y brillante de un lobo, transpirando saliva y lanzando un chillido o agudo que solo los pixies podían oír. Tengo que deshacerme de esta cosa. Quizá podría cambiarla por una de mis marcas demoníacas. Pero si Newt o Al se la vendían a su vez a otra persona y comenzaba una lucha por el poder, me sentiría responsable. Llegamos al final de las escaleras y, con los dos hombres siguiéndome, me giré con elegancia hacia la derecha y seguí las flechas hasta las puertas dobles. —Hola, Iceman —dije abriendo de un golpe el lado izquierdo de la puerta batiente y entrando como si aquello fuese mío. El joven se levantó y sacó los pies de la mesa. —Señorita Morgan —dijo—. ¡Dios mío! Me ha pegado un susto. Kisten entró detrás de mí mirando a todas partes. —¿Vienes aquí a menudo? —preguntó cuando el chico de detrás de la mesa dejó sobre ella su videoconsola portátil y se puso de pie. —Todo el rato —le dije con sarcasmo mientras extendía la mano para dársela a Iceman—. ¿Tú no? —No. Iceman me miró a mí, luego a Kisten y finalmente a David, que estaba de pie con los brazos extendidos a lo largo del cuerpo. Su entusiasmo por verme se evaporó al darse cuenta de que habíamos venido a identificar a alguien. —Bueno… vaya —dijo él mientras me soltaba la mano—. Me alegro de verla pero no puedo dejarla entrar a menos que traiga consigo a alguien de la SI o de la AFI. —Hizo una mueca—. Lo siento. —El detective Glenn está de camino —dije, sintiéndome inquieta por alguna razón. Claro, estaba allí para identificar un cadáver, o tres, pero conocía a alguien a quien Kisten no conocía y eso no ocurría a menudo. Entonces volvió a sentirse aliviado, como un chiquillo que debería estar sirviendo batidos en el centro comercial, no cuidando de la morgue. —Bien —dijo—. Pueden sentarse en una camilla mientras esperan. Miré la camilla vacía que estaba contra la pared. —Mmm, creo que me quedaré de pie —dije—. Este es Kisten Felps —añadí, y luego me giré hacia David—. Y David Hue.

David se serenó y, adoptando una actitud profesional, se adelantó con la mano extendida. —Un placer conocerle —dijo, retirándose de nuevo a su lugar en cuanto le hubo dado la mano. —¿Cuántas… cuántas mujeres lobo sin identificar recibe de media en un mes? Su voz tenía cierto tinte de pánico e Iceman se cerró y se sentó de nuevo tras la mesa. —Lo siento, señor Hue. En realidad no debería… David levantó una mano y se giró, con la cabeza inclinada de preocupación. Mi buen humor se esfumó. La cadencia aguda de unos zapatos con grandes suelas en el pasillo exterior llamó la atención de todos los presentes y yo resoplé de alivio cuando el poderoso cuerpo de Glenn entró por la puerta, sujetando con su gruesa mano con facilidad el pesado metal, su piel oscura y sus uñas rosas contrastaban con el blanco de la pintura escarchada. Iba con su abrigo y su corbata de rigor y por la chaqueta le asomaba la culata de una pistola. Se inclinó y se puso de lado para no tener que abrir la puerta por completo. —Rachel —dijo cuando se cerró la puerta. Luego miró a David y a Kisten y frunció el ceño con un toque de oficialidad de la AFI. La confianza de David se había degradado hasta convertirse en depresión y Kisten estaba nervioso. Yo estaba teniendo la sensación de que no le gustaba que yo estuviese allí. —Hola, Glenn —dije, consciente de mi aspecto tan poco profesional: unas zapatillas, una camiseta verde descolorida y unos vaqueros manchados de tierra—. Gracias por dejarme arrancarte de tu mesa de despacho. —Dijiste que se trataba de las mujeres lobo sin identificar. ¿Cómo iba a negarme? David apretó la mandíbula. Glenn se dio cuenta de su reacción y suavizó la mirada al entender por qué estaba David allí. Noté la presencia de Kisten detrás de mí y me di la vuelta. —Glenn, este es Kisten Felps —dije, pero Kisten ya se había adelantado y sonreía con los labios cerrados. —Ya nos conocemos —dijo Kisten agarrando la mino y dándole un apretón firme—. Bueno, es una forma de hablar. Tú fuiste el que abatió a los camareros de Piscary el año pasado. —Con la pistola de bolas de Rachel —dijo Glenn, efe repente nervioso—. Yo no… Kisten le soltó la mano y se apartó. —No, no me diste. Pero te vi durante el resumen de las noticias. Buen disparo. Es difícil tener precisión cuando tu vida pende de un hilo. Glenn sonrió y mostró sus dientes planos y uniformes. Era el único tío de la AF1 que conocía, además de su padre, que podía hablar con un vampiro sin miedo y que sabía traer el desayuno cuando llamaba a la puerta de una bruja a mediodía. —¿Sin remordimientos? —preguntó Glenn. No estás de broma, pensé yo, preguntándome en qué lío se iba a meter Kisten si Piscary salía de prisión. Yo no era la única con la que tenía asuntos pendientes el señor de los vampiros. Y aunque Piscary podía hacerle daño a Kisten aun estando en prisión, tenía la sensación de que el vampiro no muerto disfrutaba alargando el miedo a lo desconocido. Puede que perdonase a Kisten por darme embalsamador egipcio para incapacitarlo y que viese la traición como el acto de un niño rebelde y desobediente. Quizá. Conmigo solo estaba cabreado. David se acercó arrastrando los pies. —David. David Hue —dijo con los ojos cerrados—. ¿Podemos acabar con esto? Glenn le apretó la mano y su cara inexpresiva se convirtió en el distanciamiento profesional que

yo sabía que utilizaba para poder dormir por las noches. —Por supuesto, señor Hue —dijo. El detective de la AFI miró a Iceman y el universitario le lanzó la Betty Mordiscos con la llave. Él la cogió patas arriba y las orejas del meticuloso oficial de la AFI se sonrojaron de vergüenza. —¿Rachel? —murmuró Kisten mientras todos íbamos hacia allí—. Si te puede llevar David a casa, necesito largarme de aquí. Yo me paré. Glenn se giró mientras me sostenía abierta la puerta. Al otro lado pude ver la distribución de cómodos asientos y el compañero de trabajo de Iceman rondando con una carpeta en la mano, mirándonos por encima de las gafas. ¿Kisten tiene miedo a la muerte? —Kisten —dije para intentar persuadirle, sin creérmelo. Me habría gustado parar en la Gran Cereza de camino a casa para comprar la dosis de tomate de Glenn, en una tienda de hechizos para el vino de lilas, y en cualquier parte para comprar una caja de velas de cumpleaños con la esperanza de tener un pastel en el futuro. Pero Kisten dio un paso atrás. —De verdad —dijo—. Tengo que irme. Hoy llega un queso poco común y si no estoy allí para firmar tendré que ir a la oficina de correos a recogerlo. Un queso poco común, y una mierda. Y odio no tener mi propio coche. Con la cadera ladeada, tomé aire para quejarme, pero David me interrumpió y dijo: —Yo te llevaré a casa, Rachel. Los ojos de Kisten me suplicaban. Cedí y murmuré: —Venga, vete. Te llamaré luego. Él sacudió los pies y su elegancia habitual desapareció, haciéndolo parecer encantadoramente vulnerable. Se inclinó y me dio un beso rápido en el cuello. —Gracias, amor —susurró. Me dio un apretón en el hombro y me enseñó la punta de los dientes. Aquello me hizo sentir un escalofrío de deseo que me llegó hasta los huesos. —Deja de hacer eso —le susurré mientras lo empujaba suavemente para separarlo de mí y me ponía colorada. Él se apartó sonriendo. Hizo un gesto con la cabeza que indicaba seguridad para despedirse del resto de los hombres, metió las manos en los bolsillos y se marchó con paso despreocupado. Que Dios me ayude, pensé mientras me pasaba la mano por el cuello. Tenía la sensación de que me acababa de utilizar para recuperar su confianza. Claro, tenía miedo de la muerte, pero yo era su novia y, al parecer, demostrarlo delante de otros tres tíos había reforzado su masculinidad. En fin. Todavía tenía la cara caliente cuando Glenn carraspeó. —¿Qué? —murmuré yo al entrar delante de él—. Es mi novio. —Mmm —murmuró él como respuesta sacudiendo a Betty Mordiscos para hacer sonar la llave. El interno que comprobaba las etiquetas, un vampiro vivo, se marchó en cuanto Glenn lo miró. Solo estábamos nosotros y los vampiros recién muertos que estaban refrescándose hasta que oscureciese. David se estaba haciendo crujir los nudillos cuando Glenn se detuvo delante de un cajón y miró al hombre lobo. —¿Cree que conoce a estas mujeres? —preguntó, y yo me enfurecí. En su voz había un toque de desconfianza. Su necesidad de tener alguien a quien culpar de las muertes pasó a un primer plano. —Sí —dije yo interponiéndome antes de que David pudiese abrir la boca—. Tiene un par de novias con las que no consigue ponerse en contacto y, dado que me estaba guardando algo que la persona adecuada mataría por conseguir, pensamos que sería mejor comprobarlo para poder dormir

por la noche. David parecía aliviado con mi explicación, pero Glenn no estaba contento. —Rachel —dijo mientras manejaba la llave con sus dedos cortos, pero no abrió el cajón—. Son mujeres lobo. Técnicamente esto no es un asunto de la AFI. Si alguien me pilla podría meterme en un buen problema. Podía sentir la anticipación y el miedo creciendo dentro de David y me pregunté si esa sería la razón por la que Kisten se había ido. Aunque no fuese dirigido directamente a él, era algo que lo habría desesperado. —Tú abre el cajón —dije, empezando a enfadarme—. ¿De verdad crees que debería meter a Denon en esto? Metería a David en la torre y lo pondría debajo de un foco. Y además —dije, rezando para estar equivocada—, si tengo razón entonces esto es un caso para la AFI. Glenn entrecerró sus ojos marrones y, con David frunciendo el ceño, el detective de la AFI abrió el cajón. Bajé la vista al oír el escabroso ruido de la bolsa al abrirse y vi a la hermosa mujer desde una nueva perspectiva, imaginándome el miedo y el dolor que debió de sufrir al convertirse en un lobo sin tener ni idea de lo que estaba pasando. Dios, debió de pensar que se estaba muriendo. —Esa es Elaine —dijo David tomando aire, y yo lo agarré del brazo cuando casi pierde el equilibrio. Glenn pasó al modo detective: los ojos brillantes y una actitud más dura, más amenazante. Le dije con la mirada que se callase. Sus preguntas podían esperar. Todavía teníamos dos cajas de Pandora más que abrir. —Dios, lo siento, David —dije con un tono suave y deseando que Glenn cerrase el cajón. Como si hubiese oído mi petición silenciosa, volvió a meter a Elaine dentro. David tenía la cara pálida y tuve que recordarme a mí misma que, aunque sabía cuidar de sí mismo y no le faltaba confianza, estas eran mujeres a las que había conocido íntimamente. —Muéstrame la siguiente —dijo. El aire olía cada vez más a almizcle. Glenn arrancó una nota escrita a mano de su agenda y la metió detrás de la tarjeta identificativa antes de ir a la siguiente. Yo tenía un nudo en el estómago. Esto no pintaba bien. Que David estuviese involucrado en las muertes accidentales de estas tres mujeres no era el único problema, sino que ahora yo iba a tener que explicarle a la AFI por qué tenían certificados de nacimiento humanos. Mierda. ¿Cómo carajo iba a manejar esto? Todos los señores vampiros del país y todos los alfas con delirios de grandeza iban a venir detrás de mí, los primeros para destruir el foco y los segundos para hacerse con él. Fingir haberlo tirado por el puente Mackinac no volvería a funcionar. Quizá… quizá había sido una casualidad. Quizá Elaine era una mujer lobo y le había dicho a David que era humana porque sabía que si no, no saldría con ella. Glenn abrió con llave el segundo cajón y, cuando todos estuvimos preparados, abrió la cremallera de la bolsa. Yo miré a David en lugar de a Glenn. Supe la respuesta en cuanto cerró los ojos y le empezaron a temblar las manos. —Felicia —susurró—. Felicia Borden. —Estiró el brazo para tocarla y sus dedos temblorosos recorrieron su cabello—. Lo siento, Felicia. No lo sabía. Lo siento mucho. ¿Qué… qué te has hecho? Se le quebró la voz y yo le lancé una mirada a Glenn. El oficial de la AFI asintió. David estaba a punto de romper. Sería mejor pasar la parte más dura rápido. —Vamos, David —dije intentando tranquilizarlo mientras le agarraba el brazo y le hacía retroceder un paso—. Una más. David dejó de mirarla y Glenn cerró rápidamente el cajón, que emitió un sonido metálico. La

única que quedaba era la mujer que había sido arrollada por un tren. Probablemente no había sido un suicidio. Lo más seguro es que hubiese sufrido una crisis nerviosa con el estrés de una primera transformación, sin encontrar alivio al dolor y sin comprenderlo, y huyera a ciegas en busca de una respuesta. O quizá había perdido la cabeza con el regocijo de su recién descubierta libertad y había juzgado mal sus nuevas capacidades. Casi esperaba que fuese la última posibilidad, por muy trágica que fuese. No me gustaba la idea de que se hubiese vuelto loca. Eso solo implicaría mucho más sentimiento de culpabilidad para David. Me puse con David a la derecha del último cajón. Al darme cuenta de que estaba conteniendo el aliento, le agarré la mano. La tenía fría y seca. Creo que estaba empezando a sufrir un ataque de nervios. Glenn abrió el último cajón a disgusto. No estaba ansioso por enseñarle a David a qué había quedado reducido el cuerpo de la mujer. —¡Dios mío! —gimió David dándose la vuelta. Se me llenaron los ojos de lágrimas y me sentí impotente. Lo rodeé con un brazo y lo llevé a la zona en la que los familiares esperaban a que los suyos despertasen para sentarse. Tenía la espalda encorvada y se movía sin pensar. Se agarró al respaldo de una silla antes de dejarse caer en ella. Se separó de mí y yo me quedé de pie a su lado mientras apoyaba los codos en las rodillas y dejaba caer la cabeza entre las manos. —Yo no quería que ocurriese —dijo con una voz muerta—. Esto no tenía que pasar. ¡Esto no tenía que pasar! Glenn había cerrado el último cajón y se dirigía a nosotros con el típico contoneo agresivo de agente de la AFI. —Atrás —le advertí—. Ya sé por dónde vas, pero él no mató a esas mujeres. —¿Entonces por qué intenta convencerse a sí mismo de que no lo hizo? —David es perito de una compañía de seguros, no un asesino. Tú mismo lo dijiste… fueron suicidios. David emitió un sonido de dolor interior. Me giré hacia él y le toqué el hombro. —Mierda. Lo siento. No quería decir eso. Entonces dijo rotundamente sin levantar la vista: —Todas estaban solas. No tenían a nadie que las ayudase, que les dijese qué iba a ocurrir. Que el dolor desaparecería. —Levantó la cabeza con los ojos llenos de lágrimas—. Pasaron por todo eso solas y fue culpa mía. Yo podría haberlas ayudado. Si hubiese estado con ellas, habrían sobrevivido. —David… —empecé a decir, pero de repente su rostro perdió toda expresión y se puso de pie. —Tengo que irme —dijo tartamudeando—. Tengo que llamar a Serena y a Kally. —Un momento, señor Hue —dijo Glenn con firmeza, y yo lo miré mal. David tenía la cara blanca y su pequeña pero fuerte complexión estaba en tensión. —¡Tengo que llamar a Serena y a Kally! —exclamó. Iceman echó un vistazo al pasar junto a la puerta. Me puse entre Glenn y el angustiado hombre lobo con las manos extendidas a modo de placaje. —David —dije para calmarlo mientras le ponía suavemente la mano sobre el brazo—, seguro que están bien. Falta una semana para la luna llena. —Me giré hacia Glenn y le dije con voz rotunda —: Y a ti te he dicho que no te acercases. Al oír la dureza de mi tono entornó los ojos, pero aunque él era el especialista en el inframundo

de la AFI, yo era una inframundana. —¡Atrás! —insistí, y luego bajé el tono de voz por si despertaba a alguien—. Es amigo mío, así que o le das un poco de cancha o, Glenn, vas a saber de lo que es capaz una bruja mala y cabreada. Glenn apretó los dientes. Yo le lancé una mirada furiosa. Nunca había utilizado mi magia con él, pero habíamos ido allí para responder la pregunta de si el foco estaba convirtiendo humanos en hombres lobo, no para acusar a alguien de homicidio. —David —dije sin quitarle los ojos de encima a Glenn—, siéntate. El detective Glenn tiene algunas preguntas. —Dios, espero tener alguna respuesta. Una vez ambos se relajaron, y después de que Iceman cerrase la puerta al salir, yo también me senté y crucé las piernas como si fuese la anfitriona de aquella agradable fiesta. David volvió a su asiento, pero Glenn seguía de pie y me miraba con mala cara. Bien. Si le salían arrugas, era su cara, no la mía. Entonces me puse a pensar. Mierda, no era tan inteligente como para inventarme una mentira creíble. Tendría que decirle la verdad. Odiaba eso. Hice una mueca y miré a los ojos a Glenn. —Mmm… bu… bueno… —dije tartamudeando—. ¿Puedes guardar un secreto? —Pensé en los vampiros que estaban durmiendo y me alegré de que los cajones estuviesen insonorizados. Por desgracia, no eran a prueba de olores. Glenn resopló como si se estuviese desinflando y su actitud cambió. De un oficial agresivo y frustrado de la AFI, pasó a ser el poli de la esquina. —Dado que se trata de ti, Rachel, te escucharé. Durante un rato. De acuerdo, aquello era justo, ya que yo lo había amenazado con atacarlo con mi magia. Miré a David y, al ver que me lo estaba dejando todo a mí, di una palmada sobre mi regazo. —La razón por la que no encuentras a esas mujeres en la base de datos es porque no están en los archivos del inframundo. Glenn levantó las cejas. —Están en los archivos de humanos —dije. Como si de un tren se tratase, casi podía escuchar el ruido al cambiar de vía… Mi vida iba a tomar un rumbo nuevo y, probablemente, más corto. El tejido del traje de Glenn hizo un sonido suave al darse la vuelta. —¿Humanas? Pero… —Entraron siendo mujeres lobo, sí —terminé. Traje al frente mi bolso para ponérmelo en el regazo, pero no pensaba decirle que tenía el foco. Probablemente insistiría en llevárselo y, cuando yo me negase, a él le daría un ataque de testosterona y yo me pondría en plan bruja. Lo mejor era evitar esa situación. Glenn me caía bien y cada vez que utilizaba la magia solía perder a un amigo. Oí a mis espaldas la voz sin emoción de David. —Yo las convertí. No era mi intención. —Volvió a levantar la cabeza—. Créame. No quería que ocurriese esto. No creía que fuese posible. —Y no lo es —dijo Glenn. Ahora, además de confuso, estaba enfadado—. Si esta es tu idea de una broma… No me creía. —¿No crees que te contaría una historia mejor si estuviese tomándote el pelo? —dije—. Tengo que pagar el alquiler y no voy a perder el día aquí abajo en la morgue —dije, y miré aquel entorno estéril—. Por muy bien que se esté aquí. El gran hombre frunció el ceño.

—Los humanos no se pueden convertir en hombres lobo. Es un hecho. —Y hace cuarenta años los humanos creían que era un hecho que no existían los vampiros ni los pixies. ¿ Y qué hay de los cuentos de hadas? —dije—. En los antiguos, un mordisco podía convertir a alguien en hombre lobo. Bueno, pues son auténticos y la prueba es que encontraras a esas mujeres en las bases de datos de humanos. Pero la cara de Glenn indicaba que no se lo tragaba. Bajé la cabeza y dije mirando al suelo: —Verás, hay una estatua maldecida por un demonio. —Dios, suena tan poco convincente—. Se la di a David para que me la guardase porque él es un hombre lobo y Jenks decía que le daba dolor de cabeza. Es magia mala, Glenn. Quien la tenga tiene la capacidad de convertir a un humano en un hombre lobo. Los hombres lobo la quieren y los vampiros matarán a quien sea para destruirla y mantener el equilibrio de poder en el inframundo. —Levanté la vista y, aunque me estaba escuchando, sabía que no estaba preparado para descartar sus creencias—. Supuse que era necesario algún ritual adicional para convertir a un humano. —Con un gran sentimiento de culpa, le toqué el brazo a David —. Pero al parecer no. —¿Las mordiste? —dijo Glenn con tono acusador. —Me acosté con ellas. —La voz de David adoptó un toque defensivo—. Tengo que marcharme. Tengo que llamar a Serena y a Kally. Glenn apoyó la mano en la culata de su arma. Me habría ofendido, pero no creía que se diese cuenta. —Mira —dije desesperada—, ¿te acuerdas de lo que pasó en mayo, cuando tuvieron lugar los disturbios entre los vampiros y los hombres lobo? —Glenn asintió y yo me apresuré a ponerme delante de la silla. No me gustaba que tuviese la mano sobre la pistola—. Bueno, fue porque tres manadas de hombres lobo pensaban que yo tenía ese artefacto de los hombres lobo y estaban intentando eliminarme. Glenn abrió los ojos de par en par. Empezaba a creérselo. —Y si se descubre que no se cayó por el puente Mackinac, sino que está en Cincinnati convirtiendo humanas en mujeres lobo, estaré condenada. —Dudé—. Otra vez. El oficial de la AFI soltó un suspiro largo y lento, pero no sabía qué estaba pensando. —Por eso asesinaron a la secretaria del señor Ray, ¿verdad? —dijo señalando los cajones que tenía a sus espaldas. —Probablemente —dije en voz baja—. Pero David no lo hizo. Maldita sea. Denon tenía razón. Su fallecimiento era en parte culpa mía. Me sentía miserable. Aparté los ojos del cajón y miré a David. Estaba destrozado, intentando comprender las muertes de las tres mujeres. Si esto salía a la luz, ambos estábamos muertos. Entonces me dirigí a Glenn. —No se lo vas a decir a nadie, ¿verdad? —pregunté—. Tienes que guardar silencio sobre esto. Diles a sus allegados que murieron en un accidente. Glenn sacudió la cabeza. —Lo mantendré tan en secreto como pueda —dijo mientras se acercaba y se ponía delante de David—. Pero quiero esto sobre el papel. ¿Señor Hue? —dijo respetuosamente—. ¿Le importaría venir conmigo a la oficina para cumplimentar algún papeleo? Mierda. Me dejé caer en la silla acolchada y se formó una nube de aire con olor a incienso a mi alrededor.

—No lo vas a arrestar, ¿verdad? —pregunté, y David se puso aún más blanco. —No, solo le voy a tomar declaración. Por su seguridad. Si me has dicho la verdad —dijo recalcándolo, como si no lo hubiese hecho—, no tienes nada de qué preocuparte. Ni tú ni el señor Hue. Le había dicho la verdad, pero seguía sin estar tranquila. Sabía que mi cara tenía una expresión agria cuando me puse de pie al lado de David y le dije: —¿Quieres que vaya contigo? —Me pregunté si debería pensarme lo de marcharme de la iglesia a cambio de los servicios de Skimmer como abogado, por el bien público. El hombre lobo asintió. Parecía abatido, pero tenía buen aspecto con el traje y la corbata. —No pasa nada, Rachel. Lo sé todo sobre formularios. —Hizo una mueca de dolor aceptando aquello con cansancio y miró a Glenn—. Si paramos en mi casa le puedo dar los nombres y las direcciones de todas las mujeres con las que me he acostado desde que tengo en mi poder esa… esa cosa. Glenn frunció aquellos labios carnosos que tenía y se pasó la mano por su corta cabellera. —¿Con cuántas mujeres ha tenido relaciones sexuales durante los últimos dos meses, señor Hue? A David se le subieron los colores. —Con seis, creo. Necesito ver mi agenda para estar seguro. Glenn hizo un ruidito y casi pude ver que crecía su respeto hacia aquel hombre tan atractivo. Dios, los hombres son unos cerdos. —Volveré a casa en autobús —dije. Quería estar sola. Lo que menos me apetecía era un viaje a la AFI. Dios, y a ellos también estaba empezando a gustarles yo. —Podemos dejarte en casa —se ofreció Glenn—. También me puedo llevar en custodia el artefacto. No hay razón para que estés en peligro. Yo arqueé las cejas e intenté no mirar el bolso. —Está en correos —mentí. No quería entrar en por qué no quería dárselo—. En cuanto llegue a mi buzón te llamaré. —Mentiiira, ji, ji. Glenn entrecerró sus ojos marrones y sentí una oleada de calor. Aunque David sabía dónde estaba, no dijo nada ya que, al parecer, estaba de acuerdo con la decisión que yo había tomado. Cogí fuerzas, me puse el bolso al hombro y me dirigí a la puerta. Esto no había ido nada bien. Quizá podría venderlo por internet y donar lo recaudado al fondo para aliviar los efectos de la guerra, porque iba a haber una guerra. —Gracias por su colaboración, señor Hue —estaba diciendo Glenn cuando me marché—. Sé que es duro, pero las familias de esas mujeres estarán agradecidas de saber lo que ha ocurrido. —No les diga que yo convertí a sus hijas —susurró David—. Yo lo haré. Permítame hacer eso. Miré hacia atrás mientras abría las puertas batientes. Glenn estaba encorvado en un gesto compasivo mientras caminaba junto al hombre de menor estatura. Lo analicé y luego decidí que no estaba fingiendo. —Haré todo lo posible —dijo Glenn mirándome durante un momento. Sí, ya había oído eso antes. Significaba que haría lo posible mientras eso no significase romper sus malditas reglas. Detective de la AFI honesto, gilipollas y mojigato, pensé. ¿Qué le cuesta intentar que esto no se haga público? Luego respiré para calmar mi frustración. Estaba empezando a pensar como Trent. Sin embargo, esto era una lucha de poder potencial del inframundo, no un laboratorio genético ilegal. Pero habían muerto varias mujeres y yo quería que les mintiese a sus familias sobre cómo y por qué

habían muerto. Redujimos el paso cuando Glenn fue a hablar con Iceman y David se detuvo a mi lado. Las pocas arrugas que tenía estaban más marcadas a causa del estrés y tenía un aspecto horrible. —Lo siento muchísimo, David —susurré. —No es culpa tuya —dijo él, pero yo me sentía como si lo fuese. Glenn volvió con nosotros y le hizo un gesto a David para que saliese primero. El agente de la AFI me agarró por el antebrazo y me hizo caminar más despacio hasta que David estuvo varios pasos por delante de nosotros. —¿Quién te dio la estatua? —me preguntó mientras subíamos la escalera. Yo miré aquellos dedos oscuros que me rodeaban el brazo y recordé aquella gruesa carpeta que me había dado en la que se relataban los delitos de Nick. Temblorosa, agarré el mugriento pasamanos y lo utilicé para subir. —Dime que te partirás el culo por dejar esto bajo llave en un cajón —le pedí—. Todo. —Dímelo, Rachel —dijo con voz amenazante, sin ceder ni un centímetro. Exhalé y vi que David se había venido abajo de nuevo. —Nick —dije. No veía por qué no decírselo. El ladrón se estaba haciendo pasar por muerto, así que no había razón para que Glenn lo buscase. Glenn relajó su actitud y luego asintió. —De acuerdo —dijo—. Ahora te creo.

10.

En la parada del bus hacía calor y permanecí allí de pie, respirando aire con olor a asfalto, a humo de tubo de escape y al cercano Skyline Chili. Probablemente era la única cadena de restaurantes que servía comida con base de tomate que había sobrevivido a la Revelación y al boicot a los tomates que la mitad de la población mundial superviviente había adoptado. Tenía hambre y sentí la tentación de pedir algo para llevar, pero sabía que en cuanto me marchase de la parada aparecería el autobús y tendría que esperar otra media hora. Así que me quedé allí, con mis vaqueros y mi camiseta verde, sudando bajo el implacable sol y observando el intenso tráfico. El pulcro hombre lobo que había a mi lado olía bien y los dos hechiceros que monopolizaban la sombra de un árbol recién plantado estaba hablando de nimiedades. Sabía que eran hechiceros porque su característico olor a secuoya estaba casi oculto bajo el exagerado perfume que estaba haciendo llorar al hombre lobo. Cuanta más magia practicas, más fuerte es tu olor, aunque normalmente solo otro inframundano puede olerlo. Con los vampiros ocurría lo mismo: los que se daban más caprichos tenían un olor más intenso a incienso. Jenks decía que yo apestaba a magia e Ivy a vampiro. Y todos vivimos juntos en una pequeña y apestosa iglesia, canturreé para mí. Incómoda, pasé un dedo entre mi cuerpo y la tira de mi bolso. La palabra «hechicero» era una designación de habilidad, no de sexo. Los hechiceros no eran más que brujos que no habían tenido que pasar por el fastidio de aprender cómo preparar un hechizo de memoria. Podían invocarlos, sí, pero conjurarlos con seguridad quedaba fuera de su nivel de habilidades. Y en cuanto a la humanidad se le metiese eso en la cabeza, todos los brujos profesionales podrían quitarse esa espinita y relajarse. Yo había estudiado durante dos años y tenía suficiente experiencia vital como para obtener la licencia y utilizar encantamientos en mi trabajo. La habilidad no era lo que me impedía obtener la licencia para vender mis encantamientos, sino el capital. Eso podía explicar la incongruencia de que estuviese esperando un autobús con un artefacto que podría dar lugar a una lucha de poder en el inframundo. Con la suerte que tenía, hasta me atracarían de camino a casa. Suspiré y tiré de mi camiseta, preguntándome si debería quitármela y ponerme la camisola que tenía puesta por debajo en casa. Sería divertido ver al tío que tenía al lado reaccionar cuando empezase a desnudarme. Sonreí para mis adentros. Quizá sería mejor quitarme las zapatillas e ir descalza. Los ladrones solían dejar en paz a la gente sucia y descalza. El hombre lobo que tenía a mi lado soltó un largo silbido de apreciación y yo levanté la mirada de mis asquerosas zapatillas y parpadeé al ver una limusina Gray Ghost salirse del flujo de tráfico y detenerse en la parada del autobús. Mi primera reacción de sorpresa se mezcló con enfado. Tenía que ser Trent. Y allí estaba yo, esperando el autobús con las rodillas sucias y sudando. Chachipirulí. Miré por encima de las gafas de sol cuando la ventana tintada trasera descendió. Sí, era Trent, el capullo al que tan bien le quedaba aquel traje de lino color crema y la camisa blanca. Su moreno se había intensificado con el verano, lo que me llevaba a pensar que salía a sus galardonados jardines y a sus establos reconocidos a nivel nacional con más frecuencia de lo que decía. Yo no dije ni una palabra mientras miraba por su ventanilla bajada al asiento delantero y veía a

Quen, su jefe de seguridad, que iba conduciendo en lugar de su principal lameculos: Jonathan. Mi pulso se relajó al notar la ausencia de aquel hombre alto y sádico. Me caía bien Quen, aunque de vez en cuando pusiese a prueba mi magia y mis habilidades en artes marciales. Al menos era honesto, no como su jefe. Me puse una mano en la cadera y pregunté con sarcasmo: —¿Dónde está Jon? —El lobo que estaba detrás de mí tuvo un ataque de histeria al ver que conocía a Trent lo suficiente como para ser desagradable con él. Los dos hechiceros estaban ocupados sacando fotos con sus móviles, riéndose y susurrando. Quizá debería ser agradable si no quería ver mi horrible escena por todo internet, así que me relajé un pelín. Trent se inclinó hacia la ventanilla con sus ojos verdes entornados a causa del sol. Su hermoso pelo casi translúcido se movió con la brisa de la calle, estropeando así su perfecto peinado. Por mucho que odiase admitirlo, su pelo despeinado por el viento me pareció atractivo de repente. Aunque sus hazañas empresariales, representadas por su prístina y legal Industrias Kalamack, eran muy valoradas, su cuerpo delgado y bien proporcionado estaría tan bien con un ajustado traje de baño subido a una silla de socorrista que con un traje en una sala de juntas. —Jonathan está ocupado —dijo él. Me llamó la atención su tono de voz practicado y el toque de irritación que contenía y que, aun así, no le quitaba ni una pizca de su hipnotismo. —¿Con Ellasbeth? —dije con tono burlón, y el hombre lobo que tenía a mi lado se atragantó. Como si tuviese que ser agradable con él porque es el suministrador del comercio de azufre de la Costa Este y se ha metido en el bolsillo la mitad de los líderes mundiales mediante sus biomedicamentos ilegales. Como no había conseguido comprar mis servicios de por vida, había intentado meterme miedo para que aceptase. Conseguí quitármelo de encima con un poco de chantaje, pero él parecía no querer captar el mensaje de que no iba a trabajar para él. Claro, que eso podría ser culpa mía… ya que parecía incapaz de decir que no cuando me enseñaban suficiente dinero. Trent suspiró, visiblemente molesto por lo que yo misma reconozco que era un comportamiento infantil, pero estaba cabreada, maldita sea, necesitaba dinero y, por lo tanto, era vulnerable a sus sobornos y a su coche con aire acondicionado. —Sube —dijo y luego, sonriendo y saludando a los dos hechiceros, se apartó de la puerta y se internó en las sombras. Yo miré al hombre lobo que tenía al lado, suponiendo que Trent quería hablarme del «Se ruega confirmación» de la invitación, al que yo no había contestado. —¿Cree que debería? —dije, y el hombre asintió como uno de esos muñecos que tienen un muelle en la cabeza. Trent se acercó a la luz. —Suba, señorita Morgan. La dejaré donde quiera. Quiero ir a Las Vegas y ganar un coche, pensé, pero di un paso adelante. —¿Tienes el aire encendido en esa cosa? —pregunté, y él arqueó las cejas. De acuerdo, probablemente era una pregunta estúpida. Y luego añadí—: Me vendría bien que me acercases a casa. Trent me llamó con una seña y los dos hechiceros que tenía detrás casi se desmayan cuando escucharon: —Solo quiero quince minutos —dijo. Su sonrisa políticamente perfecta empezaba a parecer forzada. Se apartó hacia un lado para que yo pudiese entrar y, en un acto de rebeldía, agarré la manilla de

la puerta delantera del acompañante y la abrí. Quen dio un respingo de sorpresa al verme entrar. Yo cerré la puerta y me puse el cinturón. —Ay, señorita Morgan… —dijo Trent desde el asiento de atrás. El aire acondicionado estaba encendido, pero demasiado bajo para mi gusto así que, después de poner el bolso a mis pies, empecé a enredar con la salida de aire. —Yo no voy en el asiento de atrás —dije mientras inclinaba mi mitad de las salidas de aire hacia mí y las abría al máximo—. Dios, Trent. Me siento como una niña ahí atrás. —Sé lo que quieres decir —murmuró, y Quen sonrió tras el volante. Que nuestros padres hubiesen sido amigos y trabajasen juntos para resucitar la especie de Trent no significaba una mierda para mí. Después de sus muertes con una semana de diferencia, Trent creció con todos los privilegios y yo aprendí a defenderme de barriobajeros adolescentes que me veían como una presa fácil… criada por una madre tan destrozada por la muerte de su marido que casi se había olvidado de mi hermano y de mí. Quizá estuviese celosa, pero no iba a dejar que creyese que me sentaría junto a él como si fuésemos amigos. Oímos una bocina de tamaño industrial a nuestras espaldas: era el autobús urbano que intentaba entrar en la parada. Al estar allí estábamos violando la ley pero ¿quién le iba a poner una multa a Trent Kalamack? Tras el gesto de Trent, Quen aceleró y se adentró en el hueco que dejó el autobús parado. Me sentía como si hubiese ganado unos cuantos puntos, y me quité las gafas antes de acomodarme en el lujoso cuero para disfrutar el aire frío que movía los rizos empapados en sudor que tenía delante de los ojos. Qué bien se está aquí. —La idea —dijo Trent arrastrando las palabras y hablando más alto de lo que, evidentemente, le gustaba— era que hablásemos. —Quiero hablar con Quen. —Me giré hacia el hombre profundamente marcado de cicatrices y sonreí. Parecía tan viejo como mi padre si siguiese vivo. Su oscura piel estaba marcada por el daño que había infligido la Revelación en algunos inframundanos. Quen también era un elfo, con lo que con él, ya conocía a cuatro. No estaba mal para ser una especie en extinción. Debía de tener una parte de genes humanos, o el virus T4 Ángel, que se había cargado a una importante porción de la humanidad, no le habría afectado en absoluto. Aunque pequeño, Quen estaba fibroso y era muy poderoso, tanto en magia de línea luminosa como en artes marciales. Una vez lo había visto utilizar un hechizo negro de línea luminosa, aunque probablemente Trent no supiese que era capaz de hacerlos. A veces era mejor no saber cómo hacía su trabajo la gente que te protegía. Iba vestido de negro. Su vestimenta recordaba a un uniforme, pero su diseño era flexible, para permitirle movimiento y comodidad. Estaba muy bien para tener cuarenta y muchos y, si alguna vez necesitaba un modelo que imitar, Quen podría serlo perfectamente. Si no trabajase para Trent, claro. —¿Cómo lo llevas? —le pregunté a Quen, y el hombre normalmente estoico dejó entrever una sonrisa. Trent no podía verla desde donde estaba y me pregunté si Quen tenía un sentido del humor del que no me había percatado. —Estoy bien, señorita Morgan —dijo tranquilamente. Su voz era tan áspera como su piel llena de cicatrices—. Usted está… —Dudó mientras me miraba de arriba abajo al tiempo que reducía la velocidad al unirse al tráfico del puente—. ¿Qué se ha hecho? Parece… radiante de salud. Se me subieron los colores. Había notado que ya no tenía las pecas ni las imperfecciones que mis

casi veinticinco años de vida me habían dado, un beneficio inesperado de cambiar de forma mediante una maldición demoníaca. —Es una larga historia —dije, sin querer entrar en el tema. —Me interesaría escucharla —me espetó con un tono ligeramente acusador. Entonces se oyó el suspiro calculado de Trent procedente del asiento de atrás. Me pareció que lo había presionado suficiente y, como no quería seguir aquella conversación con Quen, levanté una de mis rodillas manchadas de tierra y me giré para poder ver a Trent. —Mira, Trent —dije con sequedad—. Sé que quieres que trabaje en la seguridad de tu boda y la respuesta es no. Te agradezco que me lleves a casa pero estás loco si crees que eso me va a ablandar lo suficiente como para volverme estúpida. No soy uno de tus serviles debutantes… —Yo nunca he dicho eso —interrumpió él. Era una protesta leve, como si aquello le gustase. —Y no voy a ser una maldita dama de honor en tu boda. No tendrías suficiente dinero para pagarme. —Entonces dudé y maldije al destino porque Trent siempre aparecía cuando yo necesitaba grandes cantidades de dinero. ¿Es suerte o es que espera a que se me acabe el dinero?—. Ah, y será un trabajo remunerado, ¿no? Me refiero a que, por lo general, los vestidos son horrorosos, pero normalmente a las damas de honor no se les paga por ponérselos. Trent se reclinó en la parte trasera de la limusina, relajado, seguro de sí mismo y con las piernas cruzadas como si estuviese en la mejor parte del juego. —Lo sería si tú aceptases. Me dolía la mandíbula y la moví para liberar tensión mientras se me venía a la cabeza mi iglesia y lo que me costaría volver a consagrarla. Los bolsillos de Trent eran tan profundos que ni siquiera parpadearía ante esa cantidad. No era justo pedirle a Ivy que se ocupase de tanta carga económica cuando había sido culpa mía. Trent esbozó una sonrisa de presumido tremendamente irritante al darse cuenta de que había algo que deseaba lo suficiente como para sentirme tentada. Esa era una de las razones por las que me había sentado delante. El elfo era un maestro interpretando a la gente y nos parecíamos tanto que me había calado. —Te estoy pidiendo que te lo pienses —dijo. Luego su rostro perdió todo rastro de fanfarronería y añadió—: Por favor. Me vendría muy bien tu ayuda en esto. Yo parpadeé y me revolví para ocultar mi estupefacción. ¿Por favor? ¿Desde cuándo Trent pide las cosas por favor? ¿Desde que he empezado a tratarlo como a una persona?, pensé, respondiendo así a mi propia pregunta. Y ¿por qué? Entonces me hundí al recordar que, hacía menos de dos meses, le había rogado a un vampiro suicida que se pensase el tomar drogas para aliviar su dolor como alternativa a los medicamentos ilegales a los que solo Trent tenía acceso. ¡Dios! Solo habían pasado veinte minutos desde que le había pedido a Glenn que encubriese cómo habían muerto esas mujeres porque eso me haría la vida más fácil. Molesta conmigo misma, empecé a ver la razón subyacente a los asesinatos y a los chantajes de Trent. No decía que sus métodos estuviesen justificados, solo que los comprendía. Trent era el colmo de la pereza y siempre elegía el camino fácil, no necesariamente el legal y más difícil. Pero pedirle a Glenn que ocultase información para evitar una lucha de poder en el inframundo estaba al mismo nivel que matar a tu genetista principal para evitar que acudiese a las autoridades y te denunciase. ¿Verdad? Retrasé mi respuesta y que quité la camiseta. El aire fresco alivió mi rubor mientras metía el

suave algodón en el bolso para así esconder mejor el foco. —¿Por qué? —dije rotundamente—. Quen es tres veces mejor que yo. Su rostro angular mostró un poco de tensión y me entregó una invitación que alguien había devuelto. La miré y vi el «sí» marcado y una nota escrita a mano debajo que decía que, quienquiera que fuese, estaba deseando ser su testigo. —Vale, ¿y? —dije devolviéndosela. —Mira de quién es —dijo mientras me la volvía a dar por encima de los asientos. Con un nudo en el estómago, miré boquiabierta el inofensivo y escandalosamente caro papel de lino que estaba entre los dedos bronceados de Trent. Me sacudió el ruido al pasar sobre una vía de tren y la cogí, dándole la vuelta para ver la dirección. —Mierda —susurré. —Eso es casi lo mismo que yo dije —murmuró Trent mientras miraba los pequeños comercios y casas junto a los que pasábamos. Con la boca seca, miré a Trent y luego a Quen, pero ambos estaban en silencio, interpretando mi reacción. Le devolví la invitación lentamente. Era de Saladan y tenía fecha de hacía cuatro semanas. —Lee no puede estar a este lado de las líneas luminosas —dije, y luego apagué el aire acondicionado. Trent ocultaba muy bien su miedo a los demonios, pero para mí era evidente. —Al parecer, sí —dijo con sarcasmo. Yo estaba moviendo la cabeza hacia delante y hacia atrás. —Es el familiar de Al. No puede estar a este lado de las líneas. —Es su letra. —Trent tiró la invitación, que cayó emitiendo un sonido sibilante sobre el fabuloso cuero donde yo debería estar sentada. Las cosas empezaban a encajar y me puse tensa. De acuerdo, ahora sabía por qué Trent no solo quería que estuviese en la boda, sino trabajando en primera fila y de pie junto a él en todo momento. —Maldita sea, no —dije en alto—. No me presentaré en tu boda si existe la posibilidad de que Al aparezca como invitado de Lee. Yo no trato con demonios, no me gustan los demonios y no me pondré en una situación en la que tenga que defenderme a mí o a otra persona de uno de ellos. No. Rotundamente, no. —La boda y la cena de ensayo son después de la puesta del sol —decía Trent con una voz demasiado tranquila—. Ese es el momento de mayor riesgo. Pero me gustaría que vinieses también al ensayo, teniendo en cuenta que te harás pasar por dama de honor. El ensayo y la cena son el viernes. —¿Este viernes? —dije buscando una excusa—. Es mi cumpleaños. Olvídalo. Trent cambió su expresión. —Tú eres la responsable del secuestro de Lee, señorita Morgan —dijo fríamente—. Estoy seguro de que el demonio tiene un motivo oculto para permitirle a Lee cruzar las líneas para algo tan frívolo como una boda. Lo menos que puedes hacer es intentar traerlo de vuelta. —¡Un rescate! —grité mientras me giraba para verle la cara—. ¿Sabes lo que cuesta sobrevivir a un enfrentamiento con un demonio? Y ya no digamos robarle a un familiar. —No —dijo Trent. Ahora era evidente su aversión hacia mí—. ¿Y tú? Bueno, sí lo sabía, pero no iba a contarle a Trent que había otro elfo de descendencia pura viviendo frente a mi casa. La utilizaría para mal en sus biolaboratorios. Con el pulso acelerado, me abracé a mí misma cuando Quen paró ante un semáforo. Estábamos

casi en mi barrio. Gracias a Dios. —¿Por qué iba a ayudar a Lee? —le dije enfadada—. No sé lo que habrás oído, pero él fue quien me llevó a siempre jamás, no al revés. Intenté sacarnos a los dos de allí, pero tu amigo quería entregarme a Al y, como me gusta donde vivo, me resistí. Se lo advertí y, después de que Lee me hiciese papilla, Al se quedó con el… con el mejor. No pienso cargar con esa culpa. Intentar entregarme a Al para pagar su deuda fue inhumano. La cara de Trent seguía mostrando acusación. —¿No es eso lo que le hiciste tú a Lee? Rechinando los dientes, estiré un brazo con la palma hacia arriba para que pudiese ver la cicatriz de demonio que tenía en la muñeca. —No —dije rotundamente, temblando por mostrársela tan abiertamente—. Lo siento, Trent. Iba a entregarme a Al y me resistí. Yo no lo entregué a Al. Lee se hizo eso a sí mismo a través de sus propias creencias erróneas. Lo único que gané yo fue mi libertad. Trent soltó el aliento suavemente y el sonido que produjo pareció llevarse también su tensión. Me creía. ¿Qué te parece? —Libertad —dijo—. Eso es lo que quiere todo el mundo, ¿no? Miré a Quen para intentar averiguar lo que pensaba de todo esto, pero su expresión no me dio ni una pista mientras conducía por la tranquila zona residencial de la ciudad y miraba las pequeñas casas y los arreglados jardines con piscinas hinchables en la parte de atrás y bicicletas caídas en la parte de delante. A la mayoría de los humanos les sorprendía lo normal que podía resultar un barrio inframundano. Resulta complicado cambiar las viejas costumbres de esconderse. —No te estoy juzgando, Rachel —dijo Trent, y volví a prestarle atención—. Estaría mintiendo si dijese que no tenía la esperanza de que pudieses liberar a Lee del demonio… —No hay bastante dinero en el mundo para eso —murmuré. —Quiero que estés en mi boda por si acaso me atacan a mí o a mi prometida. Volví a darme la vuelta y sentí que los cojines me envolvían. —Rachel… —empezó a decir el elfo. —Para el coche y déjame aquí mismo —dije secamente—. Puedo ir andando lo que queda de camino. El coche siguió moviéndose. Después de un momento, Trent dijo astutamente: —Si Ellasbeth se viese obligada a tenerte como dama de honor se moriría de asco. Me vino una sonrisa a la boca al recordar a aquella mujer tan profesional y de belleza gélida totalmente furiosa cuando averiguó que Trent me había invitado a desayunar en bata de estar por casa después de sacar su maldito culo de elfo del helado río Ohio. Ni siquiera fingían estar enamorados y la única razón por la que su matrimonio se iba a celebrar era porque probablemente ella era la elfa de sangre más pura que existía con la que Trent podía casarse y tener pequeños bebés elfos. Me preguntaba si habrían nacido con orejas puntiagudas y se las habrían cortado. —La cabrearía un montón, ¿verdad? —dije, ya de mejor humor. —Cinco mil por dos noches. Yo me reí y Quen agarró más fuerte el volante. —Ni siquiera si fuesen diez mil por un evento —dije—. Y, además, ya es demasiado tarde para conseguir el vestido. —Están en el maletero —dijo rápidamente Trent, y yo me maldije a mí misma por sacarlo a

relucir como una excusa, ya que implicaba que lo único que necesitaba era encontrar mi precio. Entonces respiré dos veces y lo miré. —¿Has dicho «están»? Trent se encogió de hombros y pasó de ser el poderoso señor de las drogas a ser un futuro novio frustrado. —No se decidía entre los dos. Tú llevas una treinta y ocho alta, ¿no? ¿Larga en las mangas? Así era y me sentí halagada de que lo recordase. Pero Ellasbeth utilizaba la misma. —¿De qué color son? —pregunté por curiosidad. —Bueno, lo ha reducido a un modesto vestido negro recto y a otro verde azulado hasta los pies —dijo. Un vestido negro liso y poco favorecedor o uno verde de color pepino. Geniaaaal. —No. Quen pisó el freno con suavidad y aparcó el coche. Estábamos en la iglesia. Agarré el bolso para mirar dentro y asegurarme de que todavía tenía el foco. Eran elfos. No sabía lo que podían llegar a hacer. —Gracias por traerme, Trent. —La tensión aumentó cuando me quité el cinturón de seguridad—. Me alegro de verte, Quen —dije, y luego dudé cuando mis ojos se encontraron con sus ojos verdes mientras se sentaba con las manos sobre el volante y esperaba—. No… no te vas a presentar esta noche para intentar convencerme, ¿verdad? Rompiendo su estoica expresión, me miró a los ojos. —No, señorita Morgan. Esta vez el peligro es real, así que respeto su decisión. Trent carraspeó con un reproche no verbal y yo le hice un gesto a Quen con la cabeza para darle las gracias. El experto en seguridad tenía suficiente autoridad para desafiar a Trent si sus razonamientos eran sensatos y me gustaba que alguien pudiese decirle que no… aunque dudaba que eso ocurriese muy a menudo. —Gracias —dije, pero en lugar de sentirme aliviada me sentí más preocupada. ¿Esta vez el peligro es real? Como si no lo hubiese sido Ir ultima vez que trabajé para Trent. Al salir del coche sentí un calor húmedo y el canto de las cigarras. Los viejos árboles que bloqueaban el sol también servían para atrapar la humedad. Miré al otro lado de la calle, a la casa de Keasley, esperando que Trent y Quen se marchasen. No me gustaba que estuviesen tan cerca de Ceri. Yo no sabía nada sobre elfos. Dios, quizá podían olerse los unos a los otros si estaban lo suficientemente cerca. Volví a centrarme en Trent mientras me subía más el bolso y caminaba hacia la iglesia. Había una camioneta junto a la acera y fruncí el ceño al ver el cartel que proclamaba orgullosamente: «Especializados en exorcismos». Genial. Geeenial. Ahora toda la calle sabría que teníamos un problema. Me giré al escuchar la puerta de un coche al cerrarse. Trent había salido y estaba rodeando la parte de atrás de la limusina. Sentí como se me aceleraba el pulso. —He dicho que no —repetí en voz bien alta. —¿Tienes problemas con tu iglesia? —preguntó mientras abría el maletero. Yo fruncí los labios y me quedé donde estaba para poder verlo a él y la casa de Ceri. Esto no me gustaba nada. —Hemos tenido un incidente. Mira, no voy a hacerlo, así que márchate ya, ¿de acuerdo? —Me

sentía como si estuviese hablando con un perro que me había seguido a casa. Perro malo. Vuelve a casa. Le di la espalda descaradamente y, sintiendo como se me erizaba el vello de la nuca, caminé hacia las escaleras. Como no quería que me siguiese hasta dentro, me paré a dos pasos del rellano. —Diez mil por dos noches —dijo Trent mientras sacaba dos fundas de traje del maletero. —Tu ensayo es el día de mi cumpleaños. Tengo planes. Una reserva en la torre Carew. —Me sobrevino un escalofrío al admitirlo. Iba a ser una cita para recordar. Pero Trent entornó los ojos, como si el calor no pudiese tocarle. —Tráete a tu cita contigo. —Bajó la puerta del maletero. El motor se puso en marcha y el maletero se cerró produciendo un silbido. Entonces se colocó las fundas sobre el brazo y echó a caminar. Cuanto más se acercaba, más nerviosa me ponía. —Puede que tú desayunes en la torre Carew cuando te dé la gana —dije—, pero yo nunca he estado allí arriba y lo estoy deseando. No le voy a pedir a mi cita que lo cambie. —Treinta mil. Y haré que te cambien la reserva para la noche que tú quieras. Estaba a un paso de mí y nuestros ojos estaban al mismo nivel. —Para ti todo es muy fácil, ¿verdad? —le dije indignada. Sus ojos verdes adoptaron un aire atormentado y cansado, y su pelo bailaba en la brisa y estropeaba su porte profesional. —No. Solo lo parece. —Pobrecito —murmuré, y él apretó los dientes. Se peinó y volvió a su yo insensible. —Rachel, necesito tu ayuda —dijo irritado—. Va a haber demasiada gente y no quiero ninguna escena. Si tú estás allí podrás detener cualquier problema antes de que empiece. No estarás sola. Quen tiene a todo su equipo… —No trabajo a las órdenes de nadie —dije con un nudo en la tripa mientras volvía a mirar a la casa de Ceri. Quería que se marchase. Si Ceri salía de casa, todo se iría al infierno. —Trabajarían a tu alrededor —dijo, intentando persuadirme—. Estarás allí por si a ellos se les escapa algo. —No juego bien en equipo y llevo pistolas cargadas —dije dando un paso hacia atrás para separarme de él—. Además, Quen es mejor que yo —dije brevemente mientras el viento volvía a despeinarlo—. No hay razón para que yo esté allí. Se alisó el flequillo con la mano que tenía libre al ver que yo lo miraba. —Te sentaste delante, ¿por qué? —Porque sabía que eso te molestaría. —Escuché a través de los montantes de abanico del lateral de la iglesia voces familiares en el santuario. Subí otro escalón y Trent se quedó donde estaba, seguro de sí mismo, aunque ahora yo estaba más alta que él. —Por eso quiero que estés allí —dijo—. Eres impredecible y eso puede marcar la diferencia entre el éxito y el fracaso. La mayoría de la gente toma decisiones por ira, miedo, amor u obligación. Tú tomas decisiones para cabrear a la gente. —Solo lo estás diciendo para hacerme la pelota, Trent. —Necesito ese carácter impredecible —continuó, como si yo no hubiese dicho nada. Nerviosa, lo miré. —Cuarenta mil por ser impredecible una noche es mucho dinero. Su expresión cambió y con un ligero tono de deleite, repitió:

—¿Cuarenta mil? Sentí vergüenza cuando le dije el precio, pero decidí seguir adelante. —O lo que cueste volver a consagrar mi iglesia —repliqué. Trent dejó de mirarme por primera vez, levantó la mirada hacia el campanario y entrecerró los ojos. —¿Tu iglesia ya no es sagrada? ¿Qué ha ocurrido? Tomé aliento y me apoyé en el rellano. —Hemos tenido un incidente —dije bruscamente—. Ya te he dicho mis condiciones. O lo tomas y te marchas o te marchas sin más. Con los ojos brillantes, Trent me hizo una contraoferta: —Te pagaré cinco mil si los tres actos transcurren sin incidentes, y cuarenta mil si tienes que intervenir. —Vale, lo haré —murmuré mirando al otro lado de la calle—. Ahora saca tu culo de elfo de aquí antes de que cambie de opinión. Entonces me quedé de piedra, conmocionada, cuando Trent subió lentamente los escalones que nos separaban. Gracias al aprecio verdadero y al alivio que sentía, había pasado de ser un hombre de negocios de éxito a un tío normal de la calle, un poco preocupado e inseguro de su futuro. —Gracias, Rachel —dijo mientras me daba las fundas de los vestidos—. Jonathan te llamará cuando Ellasbeth se decida por fin por un vestido. Las fundas olían a perfume. Mierda, eran de seda y me pregunté cómo serían los vestidos. Se me hacía raro que Trent me diese las gracias. Sin embargo seguía allí, así que le espeté: —Bueno, venga. Adiós. Él vaciló y me miró mientras buscaba la acera. Iba a decir algo, pero luego se giró. Quen le abrió la puerta y, a paso rápido a pesar del calor, Trent se dirigió a la limusina y se metió con una gracia practicada. Quen cerró la puerta con suavidad. Me miró, fue hacia la parte delantera del coche y entró. Me sentía culpable. ¿Estaba cometiendo una injusticia al no presentar a Trent y a Ceri? No quería que él la utilizase, pero ella sabía cuidarse sólita y, por lo menos, podría encontrar a otros de su especie. Trent probablemente tenía una lista para enviar tarjetas de Navidad. Exhalé de alivio cuando el coche arrancó y se marcharon calle abajo. —Gracias, Dios —murmuré, pero luego fruncí el ceño. Iba a ir a la boda de Trent. Bárbaro. Me di la vuelta hacia la puerta y entonces oí el eco de la voz de Ivy. —¡Eso no es lo que dice su anuncio! —exclamó. Después oí la voz de Jenks, pero era demasiado débil para entenderla. —No es que no quiera hacerlo —protestó una voz masculina desconocida, aumentando de volumen—. Es que no tengo el equipo ni los conocimientos para arreglarlo. Vacilé con la mano en el pestillo. El hombre parecía avergonzado. De repente se abrió la puerta y yo di un salto hacia atrás, tambaleándome para conservar el equilibrio. Un hombre joven estuvo a punto de tropezar conmigo, pero se detuvo en el último momento. Tenía la cara recién afeitada y colorada y llevaba el fajín morado de su religión alrededor del cuello. Estaba muy gracioso con sus vaqueros y el polo informal bordado con el nombre de su empresa. Llevaba colgado en el cinturón un móvil que parecía muy caro y en la mano tenía una caja de herramientas cerrada. —Perdone —dijo enfadado. Dando pequeños pasos, intentó bordearme. Yo di un paso para ponerme en su camino y nuestros ojos se encontraron.

Detrás de él estaba Ivy, que echaba fuego por los ojos, y también Jenks, que revoloteaba a la altura de su cabeza y batía las alas encolerizado. Ella levantó las cejas cuando vio las fundas de seda y luego, volviendo a lo que estaba, dijo secamente: —Rachel, este es el doctor Williams. Dice que no puede volver a consagrar la iglesia. Doctor Williams, esta es mi socia, Rachel Morgan. Casi ocultando su irritación, el hombre se pasó la caja de herramientas a la mano izquierda y extendió la derecha. Yo cambié de mano las fundas y le di la mía. Sentí una subida de energía de línea luminosa almacenada que intentaba filtrarse entre nosotros para equilibrarnos y recuperé mi fuerza antes de que saltase. Dios, qué vergüenza. —Hola —dije. Me pareció mono y tenía un buen apretón de manos. Emanaba un olor embriagador a secuoya, el más fuerte que había olido en mucho tiempo. Era un brujo, uno con estudios, y cuando abrió sus ojos marrones supe que se había dado cuenta de que yo también lo era. —¿Cuál es el problema? —dije soltándole la mano. »Si es el dinero, acabo de ocuparme de ello. Puedo conseguir el dinero para el lunes. Me sentí genial al decir eso, pero Jenks descendió unos centímetros y gruñó, e Ivy lo comprendió al ver las fundas. —Rachel, no habrás… —dijo, y yo me ruboricé. —Voy a trabajar en una boda y en una recepción —dije—. ¿Acaso puede ser tan malo? Muy malo. Muy, pero que muy malo. Pero el doctor Williams miraba con los ojos entrecerrados su furgoneta y sacudía la cabeza. —Lo del dinero no es problema. Sencillamente no puedo hacerlo. Lo siento. Si me disculpa… Mierda. El primer tío que había venido tampoco había sido capaz. El hombre intentaba marcharse, pero Ivy se movió con una rapidez vampírica que nos sorprendió a todos. Me miró con los labios fruncidos y murmuró: —Ya hablaremos de esto —dijo, y luego se dirigió al doctor Williams—. Su anuncio dice… —Ya sé lo que dice el anuncio —dijo él, interrumpiéndola—. Fui yo quien lo escribió. Ya le he dicho que no tenemos experiencia para su situación. Bajó otro escalón antes de que Ivy se le pusiese de nuevo delante con un peligroso cerco marrón alrededor de la pupila. Él se detuvo y, enfadado, se sacó el fajín púrpura. Me sorprendió la indiferencia que demostraba ante el peligro que representaba Ivy, pero después pensé que, si era capaz de consagrar el suelo, probablemente podría cuidar de sí mismo. Volví a mirarlo de arriba abajo y se me pasaron otras cosas por la cabeza. —Mire —dijo, bajando la cabeza. Cuando volvió a levantarla tenía una mirada de advertencia—. Si solo se tratase de consagrarla, podría hacerlo, pero su iglesia ha sido blasfemada. Me quedé con la boca abierta e Ivy cruzó los brazos sobre el pecho en un signo poco habitual de preocupación. ¿He lanzado una maldición demoníaca sobre suelo blasfemado sin proteger mi aura? Estupendo. —¡Blasfemada! —exclamó Jenks desprendiendo chispas plateadas. De entre los arbustos vino una llamada aguda de un fisgón con alas que pronto desapareció. El hombre miró el arbusto y luego a mí. —Desde los dormitorios hasta la puerta principal —dijo, claramente resignado a no marcharse hasta que yo me quedase satisfecha—. La iglesia entera está contaminada. Primero tendría que sacar la mancha demoníaca y no sé cómo hacerlo.

Su falta de miedo pareció darle una razón a Ivy para contener sus emociones y volver a controlarse, pero Jenks estaba agitando las alas con agresividad. Estaba preparándose para atacar al hombre y su actitud empezaba a cabrearme. Si el doctor Williams no podía hacerlo, pues no podía hacerlo. —Jenks —le reprendí—, atrás. Si no puede hacerlo no es culpa suya. El doctor apretó con más fuerza el asa de su caja de herramientas. Aquello le había dolido. —Normalmente hay que llamar al forense para limpiar una invocación fallida, no a mí. Ivy se puso rígida y, antes de que se pusiese en plan vampiresa, me puse en medio y dije: —Yo no invoqué al demonio. Apareció sola. Él se rio con amargura, como si me hubiese pillado en una mentira. —¿Sola? —dijo mofándose—. Los demonios hembra no pueden cruzar las líneas. —¿No pueden o no lo hacen? Aquello hizo que se callase y su expresión mostró un poco más de respeto. Entonces sacudió la cabeza y su expresión recuperó la dureza anterior. —Los practicantes de magia demoníaca tienen una esperanza de vida de meses, señorita Morgan. Le sugiero que cambie de profesión. Antes de que su estado vital lo haga por usted. El doctor Williams bajó otro escalón y yo salí disparada tras él. —Yo no hago tratos con demonios. Ella se apareció sin más. —Eso es lo que digo. —Tenía los pies en la acera, se detuvo y se giró—. Lo siento mucho, señorita Tamwood, Jenks… —Luego me miró a mí—. Señorita Morgan, pero esto actualmente está fuera de mis habilidades. Si el suelo no estuviese maldecido no habría problema, pero como lo está… Sacudió la cabeza de nuevo y se dirigió a su furgoneta. —¿Y si hacemos que lo limpien? Se detuvo ante la parte de atrás de la furgoneta, la abrió y metió dentro la caja de herramientas. La cerró de un portazo con el fajín púrpura todavía en la mano. —Sería más barato sacar los cuerpos del cementerio y construir una nueva iglesia sobre suelo consagrado. —Vaciló mientras miraba el cartel de cobre que colgaba sobre la puerta de la iglesia y que declaraba orgullosamente «Encantamientos Vampíricos»—. Lo siento. Pero deberían considerarse afortunadas de haber sobrevivido. Arrastrando los pies por el asfalto, desapareció al otro lado de la furgoneta. El sonido de la puerta del conductor al cerrarse resonó en la tranquila calle e hizo desviar la atención del tintineo de un camión de helados. Mientras se alejaba en su furgoneta, Ivy se sentó en el segundo escalón empezando por abajo. Sin mediar palabra, me senté a su lado y doblé las fundas sobre las rodillas. Tras un momento de duda, Jenks se posó en mi hombro. Juntos observamos el camión de los helados acercarse. Su alegre cancioncilla resultaba irritante. Formando una nube estridente y rápida como un relámpago, los hijos de Jenks se lanzaron sobre él entrando y saliendo por la ventana hasta que el hombre se detuvo. Venía todos los días a partir del uno de julio para vender un cono de helado de dos dólares a una familia de pixies. Jenks me despeinó el pelo con las alas al despegar. —Eh, Ivy —dijo con confianza—, ¿puedes pasarme un par de billetes? Aquello había llegado a ser una vieja costumbre y, con los hombros caídos, Ivy se puso de pie. Entró en la iglesia a buscar el bolso mientras refunfuñaba para sus adentros. Sabía que debería estar preocupada por la iglesia y por dormir en un suelo blasfemado, pero me

fastidiaba trabajar para Trent para nada, ya que no podíamos volver a consagrar la iglesia. Y además, el día de mi cumpleaños. Mientras Jenks les gritaba a sus hijos que eligiesen un sabor y que acabasen, yo saqué el teléfono del bolso y pulsé la tecla de marcado rápido. Tenía que llamar a Kisten.

11.

Me relajé al oír el sonido del plástico al colgar mi nuevo conjunto al lado de los dos vestidos de dama de honor en la parte de atrás de la puerta del armario. El plástico negro con el logotipo de Corazón de Veneno parecía vulgar al lado de las fundas de seda y las toqué para comprobar que realmente alguien se había gastado dinero en algo tan extravagante. Sacudí la cabeza y desenvolví mi última compra, arrugué el plástico y lo tiré en una esquina, donde se volvió a abrir lentamente, haciendo bastante ruido en el silencio de la iglesia. Acababa de volver del centro comercial en bus y me moría de ganas de enseñarle a alguien lo que había comprado para la cena y el ensayo de la boda de Trent, pero Ivy había salido y Jenks estaba en el jardín. Corazón de Veneno era una tienda exclusiva y había disfrutado como una enana de una tarde de compras sin sentirme culpable. Necesitaba esta ropa para el trabajo. Podía desgravarlo. Era una noche húmeda. Se me pegaba la camisa y, como nuestros ahorros para el sistema central de aire acondicionado habían sido destinados a consagrar el suelo, parecía que este año nos tendríamos que conformar con colocar un aparato para la ventana. Todas las ventanas estaban abiertas y el ruido de un coche que pasaba se mezcló con el sonido de los niños de Jenks jugando al croquet con un escarabajo de san Juan. Era tan malo como sonaba, e Ivy y yo habíamos pasado una noche divertida la semana pasada observando a sus hijos dividirse en dos equipos y, a la luz de la bombilla del porche, hacer turnos para aporrear a los pobres escarabajos y lanzarlos hacia sapos muy gordos. El equipo cuyo sapo brincase primero, después de ponerse morado, ganaba. Sonreí al recordarlo y me quité una pelusa invisible de la elegante chaqueta negra y corta cuyas cuentas brillaban bajo la luz. Se me fue la sonrisa de la cara al volver a mirar la ropa… ya sin el entusiasmo de la vendedora. Quizá las cuentas fuesen un poco exageradas, pero iban bien con el brillo de las medias. Y el tamaño tan corto de la falda se compensaba con el discreto color negro. Venía con un top muy bonito que enseñaba el ombligo y tenía la chaqueta por si hacía frío. Revolví el armario y saqué un par de sandalias planas con las que podía correr. Ellasbeth no llevaría unos vaqueros y una camiseta. ¿Por qué iba a ir yo de barriobajera para que ella luciese más? Tiré las sandalias al suelo y di un paso atrás mientras pensaba. Unas joyas serían la guinda del pastel, pero Ivy podría ayudarme con eso. —¡Eh, Jenks! —grité a sabiendas de que, si no podía oírme, lo harían sus hijos e irían a avisarlo —. ¡Ven a ver lo que he comprado! Casi de inmediato escuché aleteos en mi ventana. Había cosido el agujero para pixies de la mosquitera unos días antes y esbocé una gran sonrisa al ver a Jenks chocar contra ella. —¡Eh! —gritó mientras volaba con las manos en las caderas y soltando destellos dorado—. ¿Qué rayos es esto? —Un poco de intimidad —dije mientras ahuecaba el encaje del dobladillo de la falda—. Utiliza la puerta. Es para eso. —¿Sabes una cosa? —me espetó—. Debería… ¡Por el amor de Campanilla! Me giré al escuchar su voz sorprendida, pero había desaparecido. En un abrir y cerrar de ojos apareció en el vestíbulo riéndose mientras volaba de espaldas.

—¿Es eso? —dijo—. ¿Ese es el vestido que has comprado para ponerte en la cena y en el ensayo de la boda de Trent? Jolín, tía, necesitas ayuda urgentemente. Seguí su mirada y miré mi traje. —¿Qué? —dije, cabreada. Me picaba la nariz y estornudé. El calor y la humedad estaban empezando a afectarme. Jenks seguía riéndose. —Vas a una cena, Rache. ¡No a una discoteca! Preocupada, toqué la manga de la chaqueta. —¿Crees que es exagerado? —pregunté, intentando con todas mis fuerzas no poner un tono combativo. Ya había tenido esta conversación con excompañeros de piso antes. Jenks aterrizó sobre la percha. —No si vas a representar el papel de la puta del pueblo. —¿Sabes qué? —dije, empezando a cabrearme—. Ser sexi no es algo natural y a veces una tiene que arriesgarse. —¿Arriesgarse? —dijo riéndose—. Rache, si te vistes así para el ensayo de una boda, no me extraña que te pasases toda la época del instituto peleándote con novios malos. ¡Imagen, chica! La imagen lo es todo. ¿Quién quieres ser? Iba a arrearle, pero voló hacia el techo dejando caer un rastro de polvo plateado como si se tratase de un hilo de pensamiento que dejase atrás. Algunos de sus hijos estaban riéndose en la ventana. Nerviosa, cerré las cortinas. Atraída por el sonido de la voz de Jenks, Rex entró en la habitación procedente de quién sabe dónde y se acomodó en mi umbral con el rabo enroscado en los pies y mirando a Jenks. El pixie se había posado sobre el expediente de Nick, que ahora estaba entre mis botellas de perfume. Esperaba que la estúpida gata no saltase detrás de él. Empecé a sentir un cosquilleo en la nariz y busqué un pañuelo. Rex se asustó cuando me soné y salió corriendo hacia el vestíbulo. Levanté la vista y vi la cabeza de Jenks moviéndose de un lado a otro. —Es un traje bonito —protesté—. Y no lo he comprado para Trent, lo compré para mi cita de cumpleaños con Kisten. —Volví a tocar la manga bordada con cuentas y sentí melancolía. Me gustaba arreglarme, ¿y qué? Pero quizá… quizá mi imagen podría tener un poco más de clase y un poco menos de fiestera. Jenks resopló y me lanzó una mirada larga de complicidad. —Claro que sí, Rache. Molesta, apagué la luz y fui a la cocina. De camino, cogí las dos bolsas de salsa de tomate que había comprado para Glenn y que había dejado en el vestíbulo. Jenks me seguía sin dejar de reírse y se posó sobre mi hombro como pidiéndome perdón. —¿Sabes? —dijo, y por su tono de voz sabía que se estaba riendo—, creo que deberías ponerte ese vestido en el ensayo. Pondrá de una mala hostia que no veas a esa bruja. —Claro —dije, empezando a deprimirme. Esperaría a que llegase Ivy a casa y le preguntaría. ¿Qué sabía Jenks de eso? Era un pixie, por el amor de Dios. Le di al interruptor con el codo al entrar en la cocina y estuve a punto de tropezar con Rex cuando me pasó entre los pies a toda velocidad. Aquel movimiento tan poco elegante se convirtió en un estornudo. Lo vi venir pero no me dio tiempo a avisar a Jenks, que salió catapultado y, soltando tacos, fue hacia la ventana.

—Lo siento —dije cuando lo vi iluminarse junto a sus monos marinos. Según mi madre, daba mala suerte estornudar entre las habitaciones, pero lo que me tenía preocupada era la mirada inquisidora de Jenks. Con un gesto de dolor, miré a Rex. Ella levantó su preciosa carita de gata mientras se sentaba delante del fregadero y levantaba la vista con amor para mirar a su dueño de diez centímetros. Jenks también la miró y, cuando dejé las bolsas en el suelo para limpiarme la nariz, dejó de aletear al comprender lo que pasaba. No había parado de estornudar desde ayer. Mierda, existen encantamientos para esto, pero no quiero ser alérgica a los gatos. —No soy alérgica a los gatos —dije pasándome un brazo por la cintura—. Rex lleva aquí dos meses y es la primera vez que supone un problema. —De acuerdo —dijo suavemente, pero no movió las alas cuando me dio la espalda para pelearse con el frasco de comida para monos marinos. Había demasiado silencio. Quería poner algo de música, pero la minicadena estaba en el santuario y si le daba el volumen necesario para poder oírla en la cocina molestaría a los vecinos. Maquinando una reunión para llorar nuestras penas, saqué uno de mis libros de hechizos más nuevos y lo dejé caer en el centro de la isla de la cocina. Estornudar, pensé mientras me encorvaba y recorría el índice con el dedo. No era alérgica a los gatos. Mi padre lo era, pero yo no. El único hechizo que había en el libro que tenía que ver con los estornudos era uno para alergias a gatos y, mientras me debatía entre intentarlo o no, sentí como me empezaba un cosquilleo. Con los ojos llorosos, contuve la respiración. No sirvió de nada. Estornudé y arranqué la página sin querer. —¡Maldita sea! —dije mientras levantaba la cabeza y veía que había asustado a Jenks, que flotaba en el aire—. No soy alérgica a los gatos. Es un resfriado de verano. Eso es todo. Volví a tener ganas de estornudar. Desesperada, cerré los ojos e intenté detener el estornudo, pero no lo pude contener e hice un ruido muy feo. Sabía que había visto un hechizo sobre estornudos que no tenía que ver con los gatos. ¿Dónde demonios estaba? —Ah, sí —dije con voz suave mientras me agachaba para coger mi viejo libro de texto de líneas luminosas, que estaba entre El gran libro de cocina de las galletas y un ejemplar de Las brujas de verdad comen quiche. —¿Rache? —dijo Jenks poniéndose de pie sobre la isla cuando abrí el libro por el índice. —¿Qué? —le espeté. —¿Necesitas ayuda? Dejé lo que estaba haciendo y al mirarlo lo vi con aire abatido y las alas caídas. Rex se estaba frotando en mis tobillos y, si hubiera sabido que no se trataba de una muestra de cariño por Jenks trasladada a mí, me habría sentido halagada. Solté el aire lentamente. —No creo —dije mientras avanzaba hasta la página cuarenta y nueve—. Los encantamientos de líneas luminosas son bastante fáciles. Estoy mejorando y, si el truco funciona, estaremos todos en paz. Él asintió y voló hasta el cucharón, su lugar favorito de la cocina, desde donde podía verme a mí, la puerta y un buen trozo del jardín. Leí rápidamente las instrucciones para sentirme más segura. No me gustaba especialmente la magia de líneas luminosas, ya que mi educación había estado basada en una magia más lenta, aunque no menos poderosa, la magia terrenal. Esta utilizaba pociones y amuletos y encontraba la energía para realizar los hechizos en plantas, que a su vez la sacaban de las propias líneas luminosas. La

energía se filtraba y se ablandaba, haciendo que la magia terrenal fuese más indulgente y más lenta que la de líneas luminosas, pero con mucho más alcance… Los cambios provocados con magia terrenal solían ser más reales, mientras que en la magia de líneas luminosas tendían más a ser ilusiones. Con un encantamiento de magia terrenal no solo parecería más baja, sino que sería más baja. La magia de líneas luminosas utilizaba los encantamientos y los rituales para extraer energía y cambiar la realidad justo al otro lado de la línea. Eso la convertía en una de las ramas de magia más rápidas y vistosas, pero había diez veces más brujas negras de líneas luminosas que brujas negras terrenales. Aparte de golpear a alguien con un pedazo de siempre jamás para crear un cortocircuito en su red neuronal, los cambios eran una ilusión y se podían superar con poder de voluntad. Antes de morir, mi padre había intentado dirigirme hacia la magia terrenal. Fue una decisión con la que yo estaba totalmente de acuerdo, pero yo tenía alguna habilidad en artes de líneas luminosas y, si eso conseguía que dejase de estornudar, ¿qué mal le hacía a nadie? Mientras realizaba el conjuro blanco que tenía ante mí, decidí que aquel hechizo de nivel quinientos estaba dentro de mis posibilidades. Satisfecha, empecé a reunir lo que necesitaba. —Una vela blanca —murmuré, y por un momento pensé en utilizar el paquete de velas blancas que llevaba en el bolso y que había comprado junto con el vino de lilas. Pero saqué una vela con muescas del cajón de los cubiertos en el que la guardaba. Estaba bendecida y eso era mucho mejor—. ¿Diente de león? —pregunté en voz alta mirando a Jenks. —Lo tenemos —dijo, saltando alegremente del cucharón y pasando por el agujero para pixies que había en la mosquitera de la cocina. Tenía diente de león seco del año pasado, pero sabía que Jenks apreciaría la oportunidad de recolectar algo para mí. Volvió casi de inmediato con una flor cerrada y mojada de rocío y, tras ahuyentar a sus niños de la ventana, la dejó junto al pentáculo asimétrico que había dibujado sobre mi pizarra portátil. Era del tamaño de un ordenador y tenía una tapa para proteger un dibujo si tenías que moverte. —Gracias —dije, y él asintió mientras se elevaba un poco en el aire y aterrizaba sobre el libro de texto. —¿Vas a establecer un círculo? —preguntó un poco nervioso y, al ver que yo asentía, añadió—: Bueno, miraré desde el alféizar. Yo oculté mi sonrisa y moví todas mis cosas al otro lado de la isla de la cocina para poder trabajar y verlo al mismo tiempo. —Es un hechizo medicinal —expliqué—. ¿Por qué arriesgarse? Jenks soltó un «Mmm». Sabía que no le gustaba verme bajo la influencia de una línea. Decía que era porque había una sombra en mi aura que no solía estar allí normalmente. A mí no me gustaba porque me dejaba el pelo encrespado y revuelto con el viento que siempre parecía estar soplando en siempre jamás. Se me aceleró el pulso al anticiparme a los acontecimientos y miré el reloj. Aún faltaba mucho para medianoche. Mucho tiempo. Se podía hacer magia blanca después de media noche pero ¿para qué arriesgarse? Cogí un puñado de sal y lo esparcí sobre la línea dibujada sobre el linóleo. Jenks batió las alas de manera irregular cuando extendí mi conciencia para tocar la línea luminosa pequeña y poco utilizada que atravesaba el cementerio. Contuve el aliento pero, al exhalar,

el flujo de energía se equilibró. Sentí un leve hormigueo en las puntas de los dedos y una sensación de pesadez en el estómago me decía que mi chi estaba lleno, así que dejé de almacenar energía en mi cabeza. No necesitaría más para preparar el hechizo. Incómoda, moví los hombros como si estuviese intentando encajar en una nueva piel. Las fuerzas solían tardar un rato en equipararse. Con práctica había reducido considerablemente ese tiempo. Ya me flotaba el pelo, e intenté aplastarlo, y me picaba la piel en el lugar donde se flexionaban los músculos. Si hubiera querido, podría abrir mi percepción extrasensorial y ver siempre jamás superpuesto a la realidad, pero era algo que me ponía los pelos de punta. —Vaya —dije al recordar que todavía no había encendido la vela, y me acerqué a la cocina de gas para encender un hornillo. Cogí una brocheta de bambú y encendí la vela con olor a vainilla que utilizaba cuando quemaba algo. Sacudí el palito para apagarlo y llevé con mucho cuidado la vela a la isla, donde vaciló con la brisa bochornosa que entraba por la ventana. Miré las instrucciones para estar segura de que tenía todo sobre la encimera y me quité una sandalia. —¿Dónde está tu gata, Jenks? —dije, ya que no quería atraparla dentro conmigo. Él echó a volar, diciendo: —Ven, gatita, gatita, ven… —Llamó y, con un alegre maullido, su rostro amarillo apareció bajo la arcada del vestíbulo. Se estaba relamiendo, pero aquello no preocupó a Jenks. —Rhombus —dije en voz baja mientras tocaba el círculo de sal con el dedo del pie. Esa única palabra en latín conjuraba una serie de ejercicios mentales que condensaban en muy poco tiempo la preparación de cinco minutos y la invocación para establecer un círculo. Sofoqué una sacudida cuando el círculo se cerró haciendo un ruido sordo. Jenks agitó las alas cual torbellino cuando una capa de siempre jamás del grosor de una molécula se elevó entre nosotros para mantener alejada cualquier tipo de influencia mientras realizaba el hechizo de líneas luminosas de tipo medicinal. Era impulsiva, pero no estúpida. Rex entró y se frotó contra la barrera como si estuviese cubierta de nébeda. Me lo hubiera tomado como un signo de que quizá quisiese ser mi familiar… de no ser porque siempre que intentaba cogerla se escapaba. Arrugué la cara al ver como el brillo negro de mácula demoníaca reptaba por mi burbuja, decolorando el normalmente alegre color dorado de mi aura. Era una demostración visual del desequilibrio que llevaba en mi alma, un recordatorio de la deuda que tenía por haber desalineado tanto la realidad que podía convertirme en lobo y Jenks adoptar el tamaño de un humano. La decoloración no era nada comparada con los mil años de desequilibrio de maldición demoníaca que arrastraba Ceri, pero me molestaba. Toda la energía de siempre jamás que había invocado había sido para mantener el círculo. Pero entonces sentí el cosquilleo de una nueva acumulación de fuerza que se filtraba. Seguiría creciendo hasta que no soltase la línea totalmente. Se decía que muchas brujas se habían vuelto locas por intentar extender la capacidad de su chi al permitir que la presión aumentase más de lo que podían contener. Pero cuando se me desbordaba el chi, yo era capaz de almacenar la energía de la línea en la cabeza. Los demonios y sus familiares podían hacer lo mismo. Ceri y yo éramos las únicas dos personas de este lado de las líneas que podíamos entretejer energía de las líneas. Al no tenía la intención de que sobreviviésemos a él con esos conocimientos. Ceri me había enseñado lo básico,

pero Al fue el que extendió mis tolerancias y convirtió aquello en algo que podía hacer sin pensar… Eso sí, mediante una agonizante cantidad de dolor. —¿Rachel? —dijo Jenks. Unas chispas verdes resbalaban de él formando un charco en el fregadero—. Es peor de lo normal. Mi buen humor se esfumó y fruncí el ceño al ver la mancha demoníaca. —Sí, bueno, estoy intentando librarme de ella —murmuré y luego empujé hacia delante el pentáculo que había dibujado. Cogí un crisol de piedra que había comprado en una tienda de líneas luminosas en Mackinaw, lo coloqué en el espacio entre la parte inferior del pentáculo y el círculo que lo rodeaba. Sin dejar de tocarlo con los dedos murmuré: —Adaequo—para colocarlo y darle significado a su presencia. Sentí una pequeña ráfaga procedente de la línea y me retorcí. Vaya, era uno de esos hechizos. Genial. Me picaba la nariz. Me puse rígida al darme cuenta de que no tenía pañuelos de papel. —Oh, no —dije en voz alta. Jenks parecía atacado y entonces estornudé. Cuando levanté la cabeza lo vi riéndose. Busqué como loca algo con lo que limpiarme la nariz. Cogí una toallita de papel áspera, arranqué el doble de lo que necesitaba y me la llevé a la cara justo a tiempo para el siguiente estornudo. Mierda, tenía que terminar este hechizo rápido. Puse en el centro el enorme y simbólico cuchillo que había comprado en el mercado de Findley a una alegre mujer, mientras pronunciaba las palabras «me auctore» y una pluma adquirió presencia con la fuerza de la palabra «lenio» al colocarla en la punta izquierda inferior del pentáculo. Me estaba empezando a picar otra vez la nariz y me apresuré a comprobar el libro de texto. —Iracundia —dije conteniendo el aliento mientras colocaba el diente de león de Jenks en la otra punta de la estrella. Solo faltaba la vela. En mi interior la fuerza se incrementaba con cada palabra y, con un tic en el ojo, coloqué la vela bendita con sumo cuidado en la parte más alta de la estrella esperando que no se cayese y derramase cera sobre mi pizarra. De lo contrario, mañana me pasaría el día limpiándola con tolueno. Esta no la colocaría diciendo un nombre de lugar hasta que la encendiese y, con eso en mente, cogí la brocheta de bambú de donde la había dejado y la encendí otra vez con la vela de vainilla. Me limpié la mano que tenía libre en el pantalón vaquero, apoyé el peso sobre el otro pie y transferí la llama a la vela bendecida. —Evulgo—susurré mientras contraía la cara al sentir una oleada de energía procedente de la línea. Abrí los ojos de par en par. Oh, Dios, iba a estornudar otra vez. No quería saber lo que podría ocurrir con mi hechizo si todavía no estaba lanzado. Me moví rápido. Cogí la pluma y la metí en el crisol. Agarré el cuchillo y, antes de ponerme nerviosa con el horrible simbolismo, me pinché el dedo gordo y lo apreté hasta que brotaron tres gotas de sangre. Habría sido mejor utilizar un punzón de diabéticos, pero la magia de líneas luminosas estaba basada en el simbolismo y eso marcaba la diferencia. El cuchillo se puso negro en su recoveco y miré el texto mientras me metía el dedo en la boca para no mancharlo todo de sangre. —Non sum qualis eram —dije al recordarlo de otro hechizo. Debe de ser una frase genérica de invocación. Se me pasaron las ganas de estornudar y di un respingo de sorpresa cuando el crisol se envolvió

en llamas. En mi interior sentí un soplido acompañado de un tañido. Las alegres llamas rojas y naranjas ardieron hasta adoptar un extraño tono negro y dorado que combinaba con mi dañada aura… y luego se apagó. Con los ojos abiertos de par en par, miré el crisol manchado de hollín y luego a Jenks, que revoloteaba sobre el fregadero. En el bol solo quedaba una mancha de ceniza que olía a plantas quemadas. —¿Se suponía que tenía que ocurrir eso? —preguntó. Como si yo lo supiese. —Ah, sí —dije mientras fingía mirar el texto—. ¿Ves? Ya no estornudo. Tomé aire por la nariz con cuidado y luego volví a hacerlo pero ya más tranquila. Relajé los hombros y sonreí. Me encantaba aprender cosas nuevas. —Bien —gruñó Jenks echándose a volar sobre la burbuja, que seguía activa—. Porque no me pienso deshacer de mi gata. Me concentré un poco y corté la conexión con la línea luminosa. El círculo se desvaneció y Jenks aterrizó junto al crisol arrugando la cara de asco. Satisfecha, cerré el libro de texto y me puse a limpiar aquella porquería antes de que Ivy llegase a casa. —Te dije que no… —empecé a decir, pero un nuevo hormigueo en la nariz interrumpió mis palabras—. No… —dije otra vez, intentándolo de nuevo y sintiendo cómo se me abrían los ojos. Jenks me miró con una expresión de horror. Moví las manos desesperada y con los ojos llenos de lágrimas. —¡Achís! —exclamé mientras me encorvaba y el pelo me tapaba la cara. Después de ese vino otro y luego otro más. Mierda, había empeorado las cosas. —Maldita sea —dije entre estornudos—. ¡Sé que lo he hecho bien! —Ivy tiene unas pastillas —dijo Jenks. Podía oír sus alas, pero estaba demasiado ocupada intentando respirar como para mirarlo. Parecía preocupado. Sabía que lo estaba—. En su cuarto de baño —añadió—. Quizá te podrían ayudar. Moví la cabeza y volví a estornudar. Ivy se había pillado un resfriado la primavera pasada al volver de Michigan. Se pasó tres días vagando por la iglesia como alma en pena, tosiendo y sonándose la nariz, gruñéndome cada vez que le sugería hacerle un hechizo. Se había tomado sus pastillas y su zumo de naranja todas las tardes. Me costaba respirar y tenía cosquillas en la nariz. Mierda. Mientras me dirigía al vestíbulo dando tumbos, volví a estornudar. —Que no soy alérgica a los gatos —dije mientras buscaba a tientas el interruptor de la luz para encenderla. El espejo me devolvió una imagen horrible. Estaba totalmente despeinada y tenía la nariz hecha polvo. Abrí el armario. No me sentía cómoda revolviendo sus cosas. —¡Este! —dijo Jenks mientras cogía un frasco fino de color ámbar. Yo estornudé tres veces más mientras intentaba abrir aquella maldita cosa y leer que tenía que tomar dos pastillas cada cuatro horas. ¿Por qué demonios habría intentado utilizar magia de líneas luminosas? Debería habérmelo pensado mejor antes de administrarme a mí misma un hechizo medicinal. Las auxiliares de urgencias se iban a partir el culo de risa si tenía que ir a que me hiciesen un contrahechizo. Miré a Jenks. Entonces volví a abrir mucho los ojos; ahí venía otro estornudo y parecía que iba a ser grande. Me tomé las pastillas sin agua, miré al techo e intenté tragármelas.

—¡Con agua, Rachel! —dijo Jenks sobrevolando el grifo—. ¡Tienes que tomártelas con agua! Moví las manos para apartarlo de en medio y me las tragué en seco retorciendo la cara. Y, como por arte de magia, las ganas de estornudar desaparecieron. No me lo podía creer. Tomé aire una vez y luego otra. Jenks sobrevolaba enfadado sobre los vasos de papel, así que cogí uno y, obedientemente, me bebí el agua tibia y sentí cómo me bajaban las pastillas. —¡Maldita sea! —dije maravillada—. Son geniales. Me pararon el estornudo a la mitad. —Dejé el vaso, cogí el frasco y le di la vuelta para leer la etiqueta—. Por cierto, ¿cuánto cuestan? Jenks batió las alas. Tanto él como su reflejo bajaron lentamente. —No hacen efecto tan rápido. Yo lo miré y dije: —¿De verdad? Parecía preocupado. Sus pies tocaron ligeramente la barra y sus alas se detuvieron. Tomó aire para decir algo, pero un ligero estallido hizo que ambos levantásemos la vista. El pulso se me disparó y sentí que alguien estaba volviendo a invocar la línea. Aquello me asustó y, jadeando, choqué contra el váter de porcelana de Ivy y resbalé. Caí soltando un grito y me di con el culo en los azulejos. —Ay —dije agarrándome el codo. Me había golpeado con algo. —¡Bruja! —dijo una voz retumbante. Yo me aparté el pelo y entonces vi la figura de la túnica en el umbral. —Por las gónadas de Cormel, ¿por qué sabe mi café a diente de león? Mierda, era Minias.

12.

—¡Vete, Jenks! —grité poniéndome de pie. Minias entró en el baño de Ivy con la cara arrugada de enfado. Yo entré en pánico y me acurruqué contra una toalla negra esponjosa que colgaba entre el inodoro y la bañera. —¡No me toques! —grité mientras le tiraba el contenido del frasco de pastillas de Ivy. Sentí que establecía un círculo con un tañido. Jenks estaba en el techo gritando algo y las pequeñas pastillas rebotaron contra la capa negra de siempre jamás de Minias, sin causarle daño alguno. ¡Tenía que salir de allí! Allí dentro había demasiadas tuberías y cables para establecer un círculo a prueba de demonios. —¿Qué rayos ocurre? —dijo Minias. Me miró confundido con sus ojos de cabra mientras cogía una pastilla y la miraba. Para hacerlo había roto su círculo. Me puse de pie y agarré el espray para el pelo de Ivy. —¡Sal de mi iglesia! —grité mientras lo rociaba con él. El producto para desenredar el pelo con olor a naranja le cayó en los ojos. Minias gritó de dolor y caminó marcha atrás dando tumbos hacia el vestíbulo, donde chocó contra las paredes oscuras. Ladeó las manos y las piernas y se deslizó por la pared hasta el suelo. No esperé para ver si se había caído. Ya había visto muchas películas y sabía lo que ocurría. Con el pulso a cien por hora, me lancé sobre él. Toqué algo con el pie y él soltó un gruñido. Me quedé sin aliento cuando se convirtió en niebla y mi pie lo atravesó y dio contra el suelo. Apoyé las manos en la pared para impulsarme y corrí hacia la cocina. Allí tenía un círculo que todavía tenía sal. Jenks se había convertido en un remolino de polvo dorado que corría delante de mí. —¡Cuidado! —gritó, y yo me agaché como si me hubiesen agarrado por los pies. Me vinieron a la cabeza recuerdos de Al. No podía volver allí. No podía ser el juguete de nadie. Luché en silencio, golpeándolo todo, olvidando todos mis conocimientos de artes marciales. —¿¡Qué es lo que te ocurre!? —dijo Minias y luego gruñó cuando mi sandalia golpeó algo blando. Volvió a desvanecerse y me soltó. Me impulsé hacia delante, prácticamente arrastrándome por la cocina, hasta que mi círculo estuvo entre ambos. Minias estaba al otro lado, muy cerca. —¡Rhombus! —grité para activar la línea mientras tocaba con la mano el dibujo en el linóleo. Entonces fluyó siempre jamás. El miedo me hizo perder el control y me atravesó más poder del que me hubiese gustado. Dolía. El círculo se elevó y Minias chocó contra la pared interior del mismo. —¡Ay! —exclamó el demonio. Su túnica púrpura formó un remolino al caer de espaldas contra la isla de la cocina. Se llevó la mano a la nariz y miró la carbonilla que reptaba por mi burbuja. Se le había caído el sombrero y me estaba mirando por debajo de sus rizos. Casi se vuelve loco al darse cuenta de que le estaba sangrando la nariz. —¡Me has roto la nariz! —exclamó. De ella le fluía sangre de demonio de color rojo brillante. —Pues pégatela —dije, temblando. Estaba en un círculo, en mi círculo. Tomé aire una vez y luego otra. Me impulsé lentamente con las piernas y me levanté. Estaba helada a pesar del calor que hacía esa noche.

—¿Qué demonios te pasa? —volvió a preguntar, claramente furioso cuando una capa de siempre jamás se le cayó por encima. Se sacó la mano de la nariz y vi que la sangre había desaparecido. —¿A mí? —dije para liberar un poco de mi angustia—. ¡Dijiste que llamarías antes de venir, que no vendrías sin que te invitasen! —¡He llamado! —dijo mientras se ajustaba bruscamente la túnica—. No contestabas, y entonces —gritó y metió un dedo debajo de mi carísima pizarra y la tiró al suelo—, en lugar de enviarme un sencillo mensaje tipo «En estos momentos estoy ocupada, ¿puedes llamar más tarde?», ¡me diste con la puerta en las narices! Quiero arreglar esto de la marca. Eres grosera, maleducada y una ignorante como la copa de un pino. —¡Eh! —dije, y sentí el calor que me subía a la cara. Me incliné para mirar al otro lado de la isla y vi que mi tabla estaba agrietada—. ¡Me has roto la pizarra! —Luego dudé y recogí los brazos poniéndolos de nuevo sobre mi pecho—. ¿Tú eras el que me hacías estornudar? —dije, y él asintió—. ¿No soy alérgica a los gatos? —Miré a Jenks, eufórica—. ¡Jenks! ¡No soy alérgica a los gatos! Minias se cruzó de brazos y se apoyó en la isla. —Ignorante como la copa de un pino. Grosera como un invitado no deseado. Al es un santo por soportarte, por no hablar de lo novedoso de tu sangre. Jenks estaba haciendo callar a sus hijos desde la ventana, asegurándoles que estábamos todos bien y pidiéndoles que no se lo dijesen a su madre. —¿Yo… grosera? —tartamudeé mientras le daba un tirón a mi camisa para ponerla de nuevo en su sitio. Minias me miró el estómago—. ¡Yo no soy la que acaba de aparecer sin más! —Dije que llamaría primero —dijo entrecerrando sus ojos de demonio—. No lo prometí. Y eres tú la que me está lanzando pastillas y gas de defensa personal —añadió mientras cogía el sombrero y se lo ponía de nuevo. Tenía los rizos despeinados y ¡maldita sea si no le quedaban genial! Me puse seria de inmediato. No, no Rachel. Chica mala. Y recordando lo que Ivy me había dicho esta primavera sobre mi necesidad de sentir la amenaza de la muerte para demostrarme a mí misma que estaba viva, descarté rápidamente la idea de que Minias me parecía atractivo. Pero lo era. Minias notó que se apagaba mi ira y, claramente acostumbrado a tratar con mujeres volátiles, bajó la mirada. Cuando volvió a mirarme estaba visiblemente más calmado, aunque no menos enfadado. —Perdona por haberte asustado —dijo con una voz ceremoniosa—. Es evidente que pensaste que estabas en peligro y probablemente agarrarte no fuese una buena idea. —Por supuesto que no —dije, y di un respingo cuando Jenks se posó sobre mi hombro—. Y no intentes venderme el cuento del demonio bondadoso. Ahora conozco a tres de vosotros y todos sois malos, estáis locos o simplemente sois desagradables. Minias sonrió, pero aquello no me hizo sentir mejor. Sus ojos recorrieron el interior de mi burbuja. —No soy bondadoso y, si pudiese salirme con la mía, te arrastraría a siempre jamás y te mataría… pero Newt se vería implicada. —Movió los ojos y se centró en mí—. Ahora mismo no se acuerda de ti y me gustaría que eso siguiese así. —Por el tanga rojo de campanilla —susurró Jenks mientras me agarraba la oreja para mantener el equilibrio. Se me hizo un nudo el estómago y retrocedí hasta topar con el frigorífico. El frío del acero inoxidable traspasó la fina camiseta que llevaba. —Con esta deuda pendiente entre ambos sin ni siquiera una marca para mantener limpias las cosas, llevarte sería de mal gusto. —Minias se tiró de las mangas para taparse las muñecas—. Una

vez te conceda tu estúpido deseo ya no tendré que contenerme pero, hasta entonces, estás relativamente a salvo. Levanté la barbilla. Cabrón. Me había asustado a propósito. Ahora no me sentía mal por haberle quemado los ojos, por haberle pateado sus partes o porque hubiese entrado en mi burbuja. Y no iba a confiar en él hasta tener claro que era inmune a él. —Jenks —dije en voz baja mientras Minias examinaba mi cocina—, ¿puedes enviar a uno de tus hijos a buscar a Ceri? —Probablemente ya se le habría pasado el cabreo por mi pésimo manejo de las líneas luminosas. Y no quería hacer esto sin ella. —Iré yo —dijo él—. No les dejamos salir del jardín. —Me enfrió el cuello con la brisa que provocó al alzar el vuelo y se marchó con un gesto de preocupación—. ¿Estarás bien? Observé a Minias tocar las hierbas que se estaban secando sobre el estante colgante y me entraron ganas de decirle que les quitase los dedos de encima. —Sí —dije—. Está dentro de un buen círculo. Los ojos de Minias siguieron a Jenks mientras se iba con especial interés. Parecía ligeramente molesto. Frotó sus pies descalzos contra el suelo de linóleo y entonces aparecieron revestidos de un par de zapatillas bordadas. Lentamente, fue relajando la frente cubierta por sus rizos marrones. Me fijé en aquellos ojos tan extraños que tenía e intenté ver la pupila horizontal junto al iris oscuro. Él apoyó la espalda contra la isla, cruzó los tobillos y esperó. Detrás de él estaba mi hechizo para dejar de estornudar y no me gustaba la mirada condescendiente que me había echado después de echarle un vistazo al pentáculo. —Se te da muy mal el protocolo de líneas —dijo con sequedad—, pero he de admitir que esto es mejor que los sótanos mohosos de los que siempre oigo hablar. —No sabía que eras tú quien me hacía estornudar —dije de mal humor—. Uno no puede saber lo que no le han dicho. Minias dejó de mirar el jardín a oscuras y levantó una ceja. —Sí puede. —Se dio la vuelta y empezó a revolver los restos de mi hechizo de línea luminosa—. ¿Qué va a ser? —dijo sujetando el crisol con una mano y pasando un dedo de la otra por la carbonilla —. ¿Vida eterna? ¿Riqueza inimaginable? ¿Conocimiento ilimitado? No me gustaba la forma en que frotaba el índice y el pulgar y olía la ceniza como si aquello tuviese algún significado. —Deja de hacer eso —dije. Me miró a través de sus rizos castaños y dejó el crisol donde estaba. Se me hacía raro ver su elegante figura envuelta en una túnica haciendo algo tan mundano como arrancar un trozo de rollo de papel y limpiarse los dedos. Fruncí el ceño y me puse tensa cuando se agachó para ver mi libro de hechizos. —Deja eso —murmuré. Ojalá que Ceri se diese prisa. Minias sacó los dedos de mis libros mientras juraba en latín. Cuando se levantó, tenía mi juego de cacerolas de cobre para hechizos, con mi pistola de bolas dentro de la más pequeña. Por un momento me preocupó que los encantamientos que había dentro pudiesen tener suficiente cantidad de mi aura para romper el círculo, aunque estuviesen caducados. Sin embargo, Minias solo les lanzó una mirada rápida y centró su atención en la cacerola más grande. Era la que había abollado contra la cabeza de Ivy y no me gustó cuando la levantó y la sostuvo mirándola con desdén y asco. —No utilizas esto, ¿verdad? —preguntó.

—¿Por qué no dejas de fastidiar? —protesté. Dios, ¿de qué iba? Era todavía más curioso que Jenks. Minias dejó la cazuela para hechizos haciendo un gesto de diversión con las cejas y cogió uno de los libros de hechizos que estaban abiertos sobre la isla. Yo apreté los dientes, pero esta vez no dije nada. Sus labios formaron una sonrisa. Minias sostenía el libro abierto con una sola mano y, tras colocarse bien el sombrero, se sentó sobre la isla junto a mi hechizo de línea luminosa. Su cabellera rizada estaba casi entre las cacerolas y las hierbas. Exhalé lentamente y di un paso hacia delante. —Mira —dije mientras me miraba con aquellos ojos de extraterrestre—. Lo siento, no sabía que estabas intentando contactar conmigo. ¿Podemos arreglar este tema de la marca para poder seguir con nuestras vidas? Minias volvió a mirar el libro, se quitó el sombrero y murmuró: —A eso he venido. Has tenido tiempo de sobra para pensar un deseo. Hace casi quinientos años que no trato con no eternos y no quiero volver a meterme en esto, así que cuéntame. Bajé la cabeza y, de repente nerviosa, me subí a la encimera que había junto al fregadero. No eternos, ¿eh? Me rodeé las rodillas con los brazos y apoyé la barbilla en ellas. Pensé en la vida más corta que ahora tenía Jenks y en que los deseos siempre se vuelven contra uno. Claro, el que había formulado para salir de la SI había funcionado, pero todavía estaba intentando liberarme de las marcas de demonio que había tenido como resultado. Si deseaba que Jenks tuviese una vida más larga quizá podría acabar en un estado en el que no podría hacer nada. O quizá sería el primer pixie vampiro o algo igual de desagradable. —No quiero ningún deseo —susurré. Me sentí una cobarde. —¿No? —Claramente sorprendido, el demonio cambió de posición las piernas y las dejó caer de la isla tapando mi libro de hechizos—. ¿Quieres una maldición? —De pronto sus facciones pulcramente afeitadas se endurecieron—. Nunca he enseñado a una bruja, pero probablemente podría conseguir que entrase algo en esa cabeza tan dura. Interesante. —No quiero aprender a lanzar una maldición —dije—. No de ti, vamos. Minias apartó la vista de los esquejes de tejo que había puesto a secar en la esquina. Inclinó la cabeza y me miró como si solo entonces hubiese conseguido captar su atención. —¿No? —repitió haciendo un gesto de interrogación con una mano—. Y entonces ¿qué quieres? Nerviosa, bajé de la barra. No quería hacer nada sin Ceri, pero decir que no parecía bastante inofensivo. —No quiero nada. Minias sonrió con condescendencia. —Y yo me lo creeré cuando las ranas críen pelo. —Bueno, sí, quiero cosas —dije con amargura. No me gustaba la idea de que me ofreciesen todo cuando al obtenerlo pudiese causar más problemas que si no lo tuviese—. Quiero que mi compañero viva más de veinte míseros años. Quiero que mi amiga encuentre paz en su vida y en sus elecciones. Quiero que mi apestosa iglesia… —dije dando una palmada sobre la encimera que me hizo doler la mano— vuelva a estar consagrada para no tener que preocuparme de los no muertos mientras duermo. Y quiero librarme de esa cosa que tengo en el frigorífico antes de que, a, inicie una lucha de poder en el inframundo; o b, haga que Newt llame a mi puerta otra vez para pedirme una tacita de azúcar. Pero tú… —dije señalándolo— me darías lo que quiero de una forma que acabaría con toda

la alegría que me produjese, ¡así que olvídalo! Enfadada y preguntándome si había cometido un error, crucé los brazos y me enfurruñé. Minias cerró el libro con un golpe seco. Yo salté y él, mirándome fija e intensamente con aquellos ojos rojos, se bajó de la isla y avanzó dos pasos. —¿Sabes a qué vino? ¿Lo tienes? Se me aceleró el pulso y me puse recta, preocupada. —Creo que sí. Minias se quedó totalmente quieto. Solo se le movía el dobladillo de la túnica. —Dámelo. Me aseguraré de que Newt no te vuelva a molestar nunca. Se me secó la boca. Al ver que lo deseaba tanto me di cuenta de que dárselo sería un grandísimo error. Él ni siquiera sabía lo que era. —Ya —dije yo—, ¿como cuando tuviste que seguirla la otra noche? No eres capaz de controlarla y lo sabes. Él tomó aire para protestar y yo levanté las cejas. Inclinó la cabeza como si estuviese pensando y dio un paso atrás. —No tienes nada que pueda desear, demonio —dije—. Tendrás que deberme una. —¿Crees que voy a llevar tu marca? —dijo él, y el corazón me empezó a latir fuerte ante la incredulidad que mostraba su tono de voz—. No pienso llevar tu marca. —Tenía las mejillas pálidas, pero sus ojos mostraban una ira profunda. —¿Por qué no? —dije. Me gustaba la idea solo por el hecho de que a él no le gustaba. Recordé que Trent me había dicho que yo tomaba decisiones en base a lo mucho que podían irritar a la gente, y fruncí el ceño. Minias, sin embargo, no lo vio, ya que había resoplado y me había dado la espalda. Tenía unos hombros muy anchos y con la túnica y el sombrero tenía un aspecto majestuoso y elegante comparado conmigo, que iba en sandalias, vaqueros y una camisola. Yo seguía conectada a la línea y sentía que se me estaba empezando a enmarañar el pelo. Me pasé una mano por los rizos y me sentí estúpida del todo al preocuparme por mi pelo cuando tenía un demonio en la cocina. Minias levantó la cabeza y yo oí cerrarse la puerta principal. Ceri. Por fin. Oí los suaves pasos de Ceri en el pasillo y su agradable voz tenía cierto tono de preocupación cuando pronunció mi nombre. Se detuvo en el rellano y miró atónita, primero a Minias, dentro de mi círculo, y después a mí. Todavía llevaba puesto aquel vestido de lino veraniego y fino que llevaba el otro día y tenía los pies mojados, lo cual indicaba que había atravesado descalza la hierba cubierta de rocío. Jenks estaba sentado en su hombro y no me sorprendió ver a Rex, la gata de Jenks, entre sus brazos. La gatita naranja estaba ronroneando y tenía los ojos cerrados y las patas también mojadas. —Que Dios nos proteja —dijo aliviada. Jenks echó a volar convirtiéndose en una chispa dorada y Ceri dejó la gata en el suelo—. ¿Estás bien? —preguntó mientras se acercaba, pero no me agarró la mano, como solía hacer. —Hasta ahora sí —dije, preguntándome si seguiría enfadada por lo de la otra noche a pesar de haberme asegurado de que no. Había invocado correctamente el círculo… solo que no sabía que estaba sonando. Ceri era una profesora exigente, pero no iba a estar enfadada de por vida porque yo fuese dura de mollera. ¿O sí? Rex estaba en el medio de la cocina moviendo la cola, molesta al verse sobre el linóleo. A mí no me dejaba tocarla, pero tener a un demonio a un metro de ella parecía no importarle. Estúpida gata.

—Buenas noches, Ceri —dijo Minias educadamente, pero ella lo ignoró. La única señal que indicaba que lo había oído fue un pequeño pliegue en sus labios y el hecho de llevarse la mano al crucifijo. —¿Habéis llegado a un acuerdo? —me preguntó. La preocupación era evidente en su rostro cansado. Jenks entró como una flecha por la ventana, desde donde había estado vigilando a sus hijos. —Estábamos esperándote a ti. Se me agarrotó el pecho. «Estábamos.» Ha dicho «estábamos». Era una nimiedad, pero saber que no me había dado la espalda por tratar con demonios significaba mucho para mí. ¡Maldita sea! Yo no pedí esto. —Bien. —Ceri relajó los hombros. Solo entonces se giró para colocarse a mi lado y tener enfrente a Minias—. Os ayudaré a hacer un contrato que sea imposible de deshacer. La risotada de Minias me pilló desprevenida y fruncí el ceño cuando se puso la mano detrás de la espalda como si fuese incapaz de moverse. —No —dijo sin más—. He oído lo que le hiciste a Al. Yo negocio con ella. —Entrecerró aquellos ojos de cabra y su mirada reptó por mi piel—. Yo no hago negocios contigo ni tampoco te permitiré que actúes de enlace. Ceri se puso rígida y le salieron puntos rojos en las mejillas. —No puedes estipularlo todo, ¡leviter inexperto! Yo no sabía lo que era un leviter, pero Minias frunció el ceño. Jenks se posó en mi hombro. —Acaba de decirle que es un novato negociando —susurró, y yo solté un «Mmm» al comprenderlo y luego me pregunté cómo lo había entendido él. Minias parecía molesto y no me gustaba la forma en que daba golpecitos con las zapatillas contra la parte inferior del círculo como buscando una salida. —¡Dejadlo ya los dos! —dije para reclamar su atención—. No importa, Ceri. No quiero nada de él, así que va a tener que llevar mi marca. Aquello no le sentó nada bien a Minias y le dio un puñetazo a la barrera dejando escapar un gruñido de dolor. El olor a ámbar quemado se hizo evidente y yo arrugué la nariz. El demonio me dio la espalda y se miró el puño mientras su túnica formaba un remolino. Rex se marchó caminando despacio. Oí el chirrido de la gatera y se oyó una gran aclamación procedente del jardín. Rex volvió a entrar resbalando con las uñas en el suelo del vestíbulo mientras corría, probablemente a esconderse debajo de la mesa de Ivy. Jenks revoloteó hacia mí y se me acercó tanto que casi me pongo bizca. —¿Puedes hacerlo? —Parece que él cree que sí. —Le hice un gesto para que se marchase y vi a Ceri mirándome con preocupación. —¡No pienso hacer esto! —dijo Minias. Lo miré a él y luego al reloj. Mierda, Ivy llegaría pronto a casa y no era una buena idea que se encontrasen. —Lo harás —dije yo poniéndome en jarras mientras me acercaba—. No me puedes dar nada ni me puedes enseñar nada. O bien me quitas la marca de Al o de Newt a cambio de la tuya o te llevas mi marca y te largas de mi cocina. —Tranquila —dijo Ceri con precaución, y yo pegué un brinco cuando me tocó el brazo.

Sentí un hormigueo y una oleada de fuerza que entraba de la línea y perdí el control mientras me invadía la ira. Respiré hondo y estreché el flujo entrante antes de que se me desbordase el chi y tuviese que entretejerlo. —Estoy bien, estoy bien… —dije apartándole la mano. Me sentía rara e incluso su suave tacto era demasiado. Ella se retiró con aire incómodo y Jenks se posó en su hombro. Les di la espalda a ambos y a su preocupación. ¡Maldita sea, estaba bien! Lista para insistir en el tema, rodeé a Minias, pero el demonio había vuelto al centro de la encimera. Su rostro pálido estaba plácido y tenía un nuevo brillo en sus ojos de cabra mientras me miraba haciendo cábalas. Sentí miedo y mi cólera se esfumó. Al notarlo, Minias sonrió. —Llevaré tu marca, bruja —dijo—, e incluso te enseñaré cómo hacer una. Gratis —añadió mientras yo soltaba el aire. —Rache —dijo Jenks con su voz aguda—. Esto es una mala idea. Pero Minias se había puesto en movimiento y la bastilla de su túnica se detuvo cuando se paró a pocos centímetros de la barrera del círculo. Sonrió y yo sentí un escalofrío. Tenía unos dientes totalmente perfectos y una piel inmaculada. Como la mía. De repente Ceri me agarró por el codo. —No me gusta esto. —Oh, a Ceridwen Merriam Dulcíate no le gusta esto —dijo Minias arqueando las cejas y sonriendo—. Ocurrirá. Algún día deseará algo. Lo deseará con todas sus fuerzas y recurrirá a mí. — Se volvió a poner su sombrero redondo—. Me muero de ganas. Estaba segura de que había demonios más peligrosos que Minias, pero el hecho de que me debiese un favor me parecía una forma de meterme en problemas más que una salida. Volví a mirar el reloj. —Bien. Hagámoslo. Ceri hizo un ruidito y Jenks agitó las alas. Ambos parecían solos y descontentos. Sin embargo, Minias parecía encantado. Di un paso atrás desde el borde del círculo e hizo un gesto de invitación. —No podemos hacer esto a través de un círculo —dijo inclinando la cabeza. Yo me encogí y me pregunté si no debería pedir un deseo estúpido sin más, como una caja de galletas o algo así. Entonces pensé en Al y en cómo me había puesto las marcas y luego en Newt. —Newt no me tocó —dije, sintiendo el peso de la marca que tenía en la planta del pie. —¿Cómo sabes eso? —dijo, haciéndome sentir aún mejor. Oh, Dios. Se me encogía el estómago al pensar en liberar a Minias. Ceri era capaz mantener un círculo más grande que mi círculo de la cocina. Podría hacer una especie de esclusa. —¿Ceri? —Puedo soportarlo, pero ¿confiar en su palabra de que no te hará daño? Esto no… no me gusta. Había sido apenas un susurro y aparté la mirada del rostro satisfecho de Minias. Los ojos de Ceri mostraban preocupación y parecía asustada. —Es lo único que puedo hacer —dije—. Y no me hará daño. —Me giré hacia él y mis sandalias hicieron un ruido al rozarse contra el suelo—. ¿Verdad? Él inclinó la cabeza con una expresión más relajada. —Prometo que no te haré daño. Hasta que me marche, claro.

—Prométeme que te marcharás en el momento en que se haga la marca —repliqué—. Te irás solo y me dejarás intacta. Él se puso recto y se tocó el sombrero para asegurarse de que estaba en el lugar correcto. —Lo que tú digas. Sí, claro. Miré a Ceri, que asintió, aunque todavía no había recuperado el color. Con un movimiento reticente y contenido, sacó un trozo de tiza magnética del cinturón y dibujó un círculo a treinta centímetros por fuera del mío con una línea continua. Las alas de Jenks zumbaban de nervios y, después de tranquilizarme, me metí dentro. El demonio lo observaba todo aburrido y satisfecho. ¿Por qué estoy haciendo esto otra vez? —Voy contigo —dijo Jenks. Sus alas me refrescaron el cuello cuando vino volando hasta mi lado. —No, no vienes. —No tenía tiempo para eso. —Como si pudieses impedírmelo. —Jenks… —Pero era demasiado tarde y miré a Ceri muy seria cuando el círculo se elevó atrapándolo dentro conmigo. —Necesitas que alguien cuide de ti —dijo. Su voz no mostraba arrepentimiento. Joder… pensé mirándola a través de la capa de siempre jamás que había entre nosotras. Cuando inclinaba asilos ojos no servía de nada discutir. Jenks se posó en mi hombro y carraspeó con suficiencia. Olí el aceite que utilizaba para limpiar su espada de jardín y no me sorprendió que hubiese desenfundado la hoja letal. —Venga, dale caña —dijo, intentando animarse. ¿Dale caña? ¿Y qué si le damos caña a la bruja? Al parecer necesita que le inculquen un poco de sentido común. Me giré hacia Minias. De él fluyó sangre de apariencia normal y Jenks, agitado, hizo zumbar las alas. Minias se quedó rígido. —¡Invoca la maldición, idiota! —espetó. Ceri permanecía impotente fuera de su círculo y, antes de perder las fuerzas, dije las palabras. Me recorrió una sensación curiosa, como cuando llamé a Minias por primera vez. Estaba invocando un hechizo público y eso me ponía los pelos de punta. Separé los labios y Jenks soltó una palabrota cuando el corte se curó delante de mis narices y apareció una cicatriz cuando desapareció la mancha de siempre jamás. —¡Hay que joderse! —soltó Jenks, y Minias se apartó repentinamente. Se separó tres pasos de mí, se tocó detrás de la oreja y frunció el ceño. Al recordar que tenía el cuchillo en la mano, lo solté y este provocó un ruido fuerte al caer sobre la encimera. —Prometiste que te irías —le recordé—. Vete. Me miró fijamente con aquellos ojos de cabra y, aunque sabía que era imposible, sentí como si estuviese viendo mi pasado, o quizá mi futuro. Minias se acercó con un rostro imposible de interpretar. El olor empalagoso a ámbar quemado se mezcló con el aroma seco de su túnica de seda y yo me negué a retroceder. —Puedo cambiar los ojos si me esfuerzo —murmuró, y yo me aparté hacia atrás—. Puede que no oyeses mi voz porque eres un usuario no registrado —añadió, como si no hubiese dicho las palabras anteriores—. Eso tiene que cambiar. Ceri estaba pálida y yo me sentía indispuesta. Dije: —No quiero figurar en un registro de demonios. Vete.

Minias tocó el crisol y se manchó los dedos de ceniza. —Ya es demasiado tarde. Lo hiciste la primera vez que me llamaste. O bien actualizas tu información para que yo pueda contactar contigo o bien tendré todo el derecho a aparecer por aquí cada vez que crea que he encontrado una forma de eliminar mi marca. Levanté la cabeza y lo miré, muerta de miedo. Maldita sea. ¿Acaso fue por eso por lo que aceptó llevar la marca? Los ojos de Minias brillaban ante su éxito y yo dejé caer la cabeza entre las manos. Maldita sea multiplicado por dos. —¿Cómo me registro? —dije con sequedad, y él se río disimuladamente. —Necesitas una contraseña. Conéctate a tu círculo de invocación como si fueses a contactar conmigo y, mientras estés conectada a una línea, piensa en tu nombre y luego en tu contraseña. Quod erat demonstrandum. Bastante sencillo. —Conseguir una contraseña —dije. Estaba cansada—. De acuerdo. Puedo hacerlo. Minias me estaba mirando desde debajo de unos rizos que se le habían escapado del sombrero. Mantuvo silencio durante un momento y luego, como si en realidad no quisiera hacerlo, cruzó los brazos sobre el pecho y dijo: —Tienes un nombre común por el que te llama todo el mundo y una contraseña que te guardas para ti. Elígela con cuidado. Así es como la gente trae a los demonios al otro lado de las líneas. Horrorizada, miré a Jenks y luego a Ceri, que ahora tenía las manos sobre el estómago. —¿Un nombre de invocación? —dije tartamudeando mientras pensaba—. ¿Tu contraseña es un nombre de invocación? El demonio hizo una mueca. —Si sale a la luz, sí, se puede utilizar para obligar a alguien a cruzar las líneas. Por eso eliges una contraseña a la que nadie pueda sacarle sentido. Retrocedí hasta que tropecé con el círculo de Ceri. —No quiero ninguna contraseña. —Por mí, vale —dijo Minias con sarcasmo—. Pero si no puedo ponerme en contacto contigo vendré cuando me venga bien a mí, no a ti. Y como a mí no me molesta, va a ser antes del amanecer, cuando estés intentando dormir, haciendo la cena o follándote a tu novio. —Sus ojos inspeccionaron la cocina—. ¿O novia? —¡Cierra el pico! —exclamé yo, preocupada y avergonzada. Pero estaba atrapada, bien atrapada. —Algo que sea imposible de adivinar —dijo Minias—. Sílabas sin sentido. Al darme cuenta mi boca formó un pequeño círculo. —Por eso son tan raros los nombres de los demonios —dije, y Ceri, que estaba detrás de él, asintió. Tenía la cara blanca y parecía estar temblando tanto como yo. —Los nombres de los demonios no son raros —dijo Minias indignado—. Sirven a un propósito. Jenks aterrizó sobre mi hombro. —¿Qué te parece tu nombre al revés? ¿Nagromanairamlehcar? Retorcí la cara. Sonaba a nombre de demonio. —Terrible —dijo Minias, y volví a retroceder cuando cogió mi pizarra y la puso sobre la encimera—. Tus nombres al revés será lo primero que intente Al y, si lo adivina, puede hacer indecibles maldades bajo tu nombre. Y ni hablar de fechas de nacimiento, aficiones, helado favorito, estrellas de cine o exnovios. Nada de números ni de caracteres raros que no se puedan pronunciar.

Olvídate del tema de las palabras al revés. Es demasiado fácil buscar en el diccionario y encontrar la palabra. —Eso llevaría siglos —dije burlándome de él, pero luego palidecí cuando Minias me miró con aquellos ojos rojos. —Siglos es justo lo que nos sobran. Sentí moverse algo y lo observé, preparada para actuar si él lo hacía. Pero se giró y miró el reloj de la cocina que estaba encima del fregadero. —Tienes que marcharte —dije, oyendo a mi propia voz temblar, y Jenks batió las alas mientras se situaba entre ambos. —Mmm —dijo Minias inclinando la cabeza—. Estoy de acuerdo. Hemos terminado, pero esta marca entre ambos está por saldar. Ya hablaremos. Tengo derecho divino a intentar liquidarla. —Se tocó el lateral del sombrero y se desvaneció formando una capa de siempre jamás en cascada. Sostuve con más fuerza mi línea cuando sentí que él la estaba usando para cruzar a siempre jamás. Entumecida, miré el lugar donde había estado. ¿Qué demonios acababa de hacer? Ceri rompió su círculo de inmediato y casi me tira al suelo cuando me dio un abrazo para asegurarse de que seguía viva. —¡Rachel! Mierda. ¿Qué he hecho? —¡Rachel! Ceri me sacudía y yo la miraba con ojos llorosos. Al ver que recuperaba la consciencia, suspiró aliviada y dejó caer sus manos de mis hombros. —Rachel —dijo de nuevo, esta vez más suave—. Creo que no deberías volver a hacer magia nunca más. Jenks aterrizó sobre su hombro, desde donde podía verme. Estaba asustado. —¿Tú crees? —dije con amargura pasándome una mano por debajo del ojo. La mano se mojó, pero no estaba llorando. No realmente. —En realidad… —Ceri dejó caer la cabeza, claramente preocupada—. Creo que tampoco deberías hacer magia de líneas luminosas. Bajé de la encimera y miré a Ceri y luego al jardín oscuro iluminado con el parpadeo ocasional del polvo de pixies. Mi padre no habría querido que anduviese metida en magia de líneas luminosas. Quizá… quizá debería tener una charla con Trent para saber por qué.

13.

—Rachel, pásame el martillo, por favor —dijo Ivy elevando la voz para que pudiese oírla por encima de las voces de los pixies, que estaban charlando en la esquina. Hablaban tan alto que hacían que me dolieran hasta los ojos—. Se me ha roto otra uña —añadió mientras yo resoplaba para sacarme de delante de los ojos un rizo que se me había escapado de la coleta. Volví a introducir el aislante entre los tachones de cinco por diez y me giré. El sol de la tarde entraba por las ventanas altas de la sala de estar formando vigas de polvo en las que jugaban los pixies. Acababan de despertar de su siesta de la tarde y Jenks los tenía allí para que Matalina pudiese echar una cabezadita. Últimamente no se encontraba muy bien, pero Jenks nos había asegurado que no le sucedía nada malo. Sus niños eran un auténtico incordio, pero no iba a sugerir que se marchasen. Matalina podría dormir todo lo que quisiese. Busqué el martillo a tientas y lo cogí del alféizar. Se lo había pedido a mi madre esa mañana después de evadir sus preguntas con la excusa de que iba a construir una casita de pájaros, no para arreglar los daños provocados por un demonio loco que había destrozado nuestro salón. Que fuese julio y, por lo tanto, demasiado tarde para los nidos, fue algo que no se le pasó por la cabeza. —Aquí está —dije poniéndole en la mano a Ivy el mango del martillo con un ruido suave y seco. Ella sonrió antes de girarse para aporrear un clavo que había atravesado los paneles que Newt había hecho añicos. Los pixies chillaron y Jenks los miró de repente mientras permanecía sentado en un alféizar alejado con el más joven de sus sextillizos, al que estaba enseñando a atarse los zapatos. Dejó de batir las alas de inmediato y continuó con su lección. Era una parte preciosa de la vida de los pixies que no se veía todos los días, un recordatorio de que Jenks tenía toda una vida aparte de Ivy y de mí. Ivy parecía una chica de calendario de los obreros de la construcción, con sus vaqueros de cintura baja desgastados y su camiseta negra. Llevaba el pelo cubierto con uno de esos sombreros de papel que compras en las tiendas de pintura. Golpeaba el clavo desviado en el panel moviendo su cuerpo con una gracia controlada. En cuanto se incorporó, los pixies se apresuraron a inspeccionarlo y, muy serviciales, señalaron el desgarro que había hecho en el enchapado de papel. Sin decir nada, Ivy lo pegó en su sitio y continuó. Yo me di la vuelta sonriendo. A Ivy no le gustaba nada haberse perdido otro de mis encuentros con un demonio. Probablemente por eso hoy no se despegaba de mí; necesitaba asegurarse de que estaba bien. Y a mí me venía bien su ayuda. Después de ver el presupuesto que nos habían dado para remplazar unos cuantos paneles y la moqueta, habíamos decidido hacerlo nosotras mismas. Hasta ahora había sido fácil. Solo arreglar los clavos que Newt había arrancado de los paneles y poner unos nuevos. Detrás de las finas hojas no había pared y el aislamiento era en rollo, no aislamiento soplado como el que habíamos puesto en el techo de la iglesia el otoño pasado. No es que quedase perfecto, pero es lo que hay cuando uno hace las cosas por sí mismo. En cuanto a la moqueta, podíamos prescindir de ella. Debajo había un suelo de roble. Lo único que necesitaba era un buen pulido. —Gracias —dijo Ivy devolviéndome el martillo, y yo lo puse sobre la repisa. —De nada. —Me estiré la camisa de manga corta para cubrirme la tripa, cogí un puñado de

clavos finos de la caja que había junto al martillo y me los puse entre los labios. —¿Uedes ostenerme ejto mentas e roi on el artillo? —le dije mientras intentaba sujetar en su sitio un trozo pesado de panel. Ivy se inclinó, lo cogió por un borde y lo apretó contra el viejo panel. Con su fuerza vampírica parecía que estuviese sosteniendo un trozo de cartón. Con unos cuantos golpes fuertes, puse un clavo en la esquina superior izquierda, rodeé a Ivy para clavar otro en la esquina inferior derecha y luego puse un tercero en la parte superior derecha. El intenso aroma a incienso de vampiro mezclado con el serrín y mi último perfume se mezclaban creando una agradable fragancia de satisfacción. —Gracias —dije después de sacarme los calvos de la boca—. Ahora ya puedo yo sola. Su suave rostro ovalado no mostraba emoción. Se echó hacia atrás frotándose las manos, como si estuviese intentando calmarse. Era la primera vez que hacíamos algo juntas desde que me había mordido, y era genial. Era como si hubiésemos vuelto a la normalidad. —Eh, Rache —dijo Jenks en voz alta mientras los niños que tenía delante de él se levantaban y se unían a los demás, que estaban en un rayo de sol polvoriento—. Tengo un nombre para ti. ¿Qué te parece Rumpelstiltskin? No me molesté en escribirlo en la libreta que tenía sobre la repisa polvorienta y me limité a arquear las cejas mientras él se reía de mí. Llevaba pensando en una contraseña desde que había vuelto de casa de mi madre con la caja de herramientas, pero no estaba teniendo suerte. —Yo utilizaría un acrónimo —sugirió Ivy—. Uno que no esté en el diccionario. O tus nombres al revés. —Fijó su mirada en mí con una extraña intensidad mientras entonaba—: Nagromanairamlehcar. Que tanto ella como Jenks hubiesen pensando en lo mismo demostraba que Minias tenía razón en cuanto a lo de elegir un nombre escrito al revés. —No —dije anticipándome a Jenks—. Minias dijo que de eso nada. Dijo que era demasiado fácil mirar el diccionario hacia atrás y encontrarte. Nada de números, nada de espacios, nada de palabras reales y nada escrito al revés. —Cogí unos cuantos clavos más y me estiré para alcanzar la parte superior del panel. Ivy se echó hacia atrás y me observó durante un momento antes de empezar a moverse en silencio para recoger las herramientas. Podía sentir su mirada mientras hacía una línea con los clavos. Era consciente de que estaba allí, pero no me incomodaba. Era mediodía, por el amor de Dios, y probablemente ya habría saciado su sed de sangre anoche con Skimmer. ¿Y eso me molesta?, me pregunté mientras golpeaba un clavo con más fuerza de lo normal. En absoluto. Ni lo más mínimo. Pero no podía quitarme de la cabeza el recuerdo de ella mordiéndome. Sentí un leve cosquilleo en mi antigua cicatriz de demonio y me quedé quieta, saboreando la sensación que me calentaba desde la piel hacia dentro e intentando decidir si había sido fruto de mi imaginación y de las feromonas de Ivy… o de mi deseo de que ella fuese feliz. ¿Acaso importaba? Jenks salió volando del alféizar y fue hacia la repisa. Sus alas limpiaron el polvo del lugar en el que se posó. —¿Qué te parece algo en latín? —dijo mientras caminaba hacia mi lista y la miraba—. Como «Bruja cojonuda» o «Realmente jodida». —¿Raptus regaliter? —dije, pensando que se parecía demasiado a Rumpelstiltskin—. Todos los demonios saben latín. Creo que eso está incluido en lo de no utilizar palabras del diccionario.

Con una expresión de malicia, Jenks miró a Ivy mientras guardaba el taladro. —¿Y «Sube»? —dijo—. Significa «Soy una bruja estúpida»… O tengo otra. —Sonriendo, se puso de pie sobre mi lista con las manos en las caderas—: «Bncdeundi». Es un nombre genial. Ivy sacudió la gruesa bolsa de basura industrial y tiró dentro su sombrero de papel. —¿A qué equivale eso? —«Bajo ninguna circunstancia debería elegir un nombre de invocación». Fruncí los labios y golpeé un clavo. Ivy se rio por lo bajo y le dio un sorbo a la botella de agua que tenía en el alféizar. —Creo que deberíamos llamarla «Spam», porque va a acabar en la papelera si no se anda con cuidado. Cabreada, me giré con el martillo en la mano. —¿Sabéis una cosa? —dije agitándolo a modo de amenaza—. Cerrad el pico. Cerrad el pico ahora mismo. Ivy frunció el ceño mientras cerraba la botella. —Ni siquiera sé por qué estás haciendo esto. —Ivy… —empecé. Estaba cansada de aquello. —Estás buscándote problemas —dijo mientras dejaba otra vez la botella vacía sobre el alféizar. Jenks seguía de pie sobre mi lista y la miraba con las manos en las caderas. —Lo hace por la emoción —dijo distante. —¡No lo hago por eso! —protesté. Ambos me miraron con descrédito. —Sí lo haces por eso —dijo Jenks, como si aquello no le importase—. Es típico de Rachel. Acercarse a algo letal, pero no demasiado. —Sonrió—. Y te quereeeemos por eso —canturreó. —Cállate —murmuré mientras le daba la espalda y seguía martilleando—. Hago esto para que Minias no tenga que venir aquí a resolver lo de esa marca. —Me puse bajo el sol y cogí otro puñado de clavos—. ¿O te gustó que Minias apareciese de aquella forma? —pregunté. Jenks miró a sus hijos, que ahora estaban reunidos en el alféizar, y se encogió de hombros. —Estoy de acuerdo con lo que haces, pero no en la razón. —Te acabo de decir el porqué. —Nerviosa, me metí un mechón de pelo caprichoso detrás de la oreja—. Mira, si no quieres ayudarme a elegir una contraseña, vale. Puedo hacerlo sola. Ivy y Jenks se miraron de manera inquisitiva… como si fuese incapaz de hacer esto sola… y me hirvió la sangre. —¡Papá! —dijo una voz chillona de un pixie desesperado—. ¡Papá! Jariath y Jumoke me han pegado las alas. Sorprendida, se me esfumó el cabreo y me giré hacia la ventana. Cuatro relámpagos grises salieron a toda velocidad de la sala de estar. Se escuchó un ruido metálico procedente de la cocina y me pregunté qué habría caído al suelo. Jenks se quedó petrificado; su rostro era una mezcla de miedo por lo que ocurriría si Matalina se enteraba y de vergüenza por haberse despistado el tiempo suficiente para que los niños le hubiesen pegado las alas a alguien. Pero se recuperó de inmediato y alzó el vuelo. Se dirigió a toda velocidad al estante, se metió al niño histérico debajo del brazo y salió volando detrás de los demás. El clan al completo se puso en movimiento formando un remolino de seda y consternación. —¡Jariathjackjunisjumoke! —gritó Jenks desde la cocina, y luego no se oyó nada más. Lo único

que quedó fue una nube de polvo brillante y un eco de recuerdo en nuestros pensamientos. —¡Joder! —dijo Ivy para romper el hielo y luego empezó a reírse en voz baja. Cogió el pegamento, miró la etiqueta y me lo lanzó. Soluble en agua, pensé, y luego lo metí en la caja de herramientas. Sonreí con tristeza y, aunque esperaba que Jenks consiguiese despegarle las alas a su hijo, pensé que acababa de encontrar mi nombre de invocación. Jariathjackjunisjumoke. Si alguna vez lo olvidaba, lo único que tendría que hacer sería recordar el grito de Jenks antes de calentar el trasero a cuatro de sus hijos por pegarle las alas a su hermano. —Eh —dijo Ivy después de inclinarse sobre la radio y encenderla—. ¿Has oído lo último de Takata? —Sí. —Contenta de que se hubiesen marchado los pixies, cogí más clavos mientras empezaba la canción en cuestión—. Me muero de ganas de que llegue el solsticio de invierno. ¿Crees que nos volverá a pedir que nos ocupemos de la seguridad? —Dios, espero que sí. Subió el volumen para cantar el estribillo con una voz suave pero clara. Cuando terminé de clavar el último clavo de la fila, Ivy colocó la última pieza de panel y yo me ocupé de las esquinas. Trabajábamos bien juntas. Siempre había sido así. El sonido de los pixies riéndose en el jardín me decía que todo estaba bien. Me relajé e inspiré el característico aroma a madera serrada y aislamiento. Era un día soleado. La ola de calor por fin se había marchado. Jenks estaba haciendo cosas de padre. Ivy y yo estábamos volviendo a la normalidad. Y ella estaba cantando. No podía haber nada mucho mejor que aquello. Mi expresión se suavizó al darme cuenta de que estaba pronunciando palabras de un estribillo que yo no podía oír. Era la pista para vampiros que Takata utilizaba en sus canciones, algo especial que solo los no muertos y sus sucesores podían oír. Bueno, Trent tenía un par de auriculares encantados que le permitían oírlo, pero eso no contaba. Una vez me regaló unos y los rechacé por lo que podría haber adjuntado a su «regalo». Aun así, mientras escuchaba a Ivy cantar en armonía con la voz de Takata, que era suave y áspera al mismo tiempo, deseé tener unos. La única vez que había utilizado los auriculares de Trent, la voz torturada y pura de la mujer había sonado de una manera exquisita. Ivy cogió la escoba y se puso a barrer. Terminé una hilera de clavos, me tumbé boca arriba para clavar el último y luego empecé en la siguiente columna. Al intentar comprender lo que Ivy estaba cantando, apunté mal y me di en todo el dedo gordo. Pegué un salto y chillé cuando aquel dolor tan intenso me subió por el brazo. Tenía el dedo en la boca casi antes de saber que lo había aplastado. —¿Estás bien? —preguntó Ivy y yo asentí mientras miraba la marca roja que tenía en el pulgar y luego la pared. Mierda, había marcado el panel. —No te preocupes por eso —dijo Ivy—. Podemos poner ahí el sofá. Cansada, golpeé el clavo una vez más. Tiré el martillo en la caja de herramientas, me senté en la chimenea, estiré las piernas y me miré la uña del pulgar. Se iba a poner morada. Lo sabía. Ivy volvió a ponerse a barrer con movimientos lentos y acompasados… casi hipnotizantes. La música de Takata cesó y empezó a sonar la voz de un hombre odioso que gritaba cosas sobre coches y me incliné para apagar el aparato. Con el silencio se me relajaron los hombros. El ruido de la escoba era reconfortante y el jardín estaba en silencio, ya que los pixies se habían marchado a hacer cosas de pixies en el otro extremo del cementerio, sin duda. Ivy se agachó y barrió las astillas y el polvo dentro del recogedor. Su pelo negro emitió reflejos plateados al ponerse bajo el sol. El plástico hizo un ruido suave al caer en la bolsa de basura. Se me

vino a la cara una sonrisa irónica cuando empezó a barrer otra vez todo el suelo. Me puse de pie y empecé a colocar las herramientas en la caja para poder cerrarla. Se la devolvería a mi madre el domingo, cuando fuese a verla para mi cena postcumpleaños. No había forma de librarse. Solo esperaba que no hubiese invitado a nadie más con la intención de hacer de celestina. Quizá debería llamarla para decirle que iba a llevar a Ivy. Aquello le erizaría hasta las pestañas, pero luego pondría otro plato para Ivy, contenta de que estuviese con alguien. —¿Cómo tienes el pulgar? —preguntó Ivy rompiendo el silencio. —Bien. —Lo miré mientras me levantaba después de cerrar el pestillo de la caja de herramientas —. Odio cuando me ocurren estas cosas. Ivy apoyó la escoba en la pared, junto a la puerta, y se acercó. —Déjame ver. Ansiosa por recibir algo de compasión, extendí el brazo y ella me agarró la mano. Me estremecí, y cuando Ivy sintió mi escalofrío, miró a través del pelo que tenía delante de la frente, cubierto de oro. —Deja de hacer eso —dijo con aire misterioso. Casi parecía enfadada. —¿Por qué? —dije, apartando la mano—. Me has mordido. Sé lo que se siente y cómo te hace sentir a ti. Quiero establecer un equilibrio de sangre. ¿Por qué tú no? La cara de Ivy reflejó una profunda sorpresa. Joder, hasta me había sorprendido a mí misma, y sentí un escalofrío de adrenalina bajo la piel a medida que se me aceleraba el pulso. —¿Que yo te mordí? —dijo, impregnando de cólera sus palabras—. Prácticamente me sedujiste. Jugaste con casi todos mis instintos. —Bueno… tú me diste el libro —le espeté—. ¿Esperas que me crea que no querías que lo hiciese? Ella no dijo nada durante un rato; los ojos se le dilataban lentamente mientras permanecía bajo el sol. Yo contuve el aliento sin saber qué podría ocurrir. Si tenía que enfadarse por hablar conmigo, que se enfadase. Pero en lugar de cabrearse más, retrocedió un paso. —No quiero hablar de eso —dijo. Yo iba a protestar, pero ella se giró y se desvaneció bajo la arcada. —¡Eh! —exclamé, consciente de que era una mala idea seguir a un vampiro volador, pero ¿cuándo había hecho yo algo inteligente? »Ivy —dije con voz quejumbrosa. La encontré en el fregadero de la cocina, frotando furiosamente. El olor intenso a limpiador lo invadía todo y sobre ella había una nube que brillaba bajo el sol. Debía de haber vaciado la mitad del bote—. Yo sí que quiero hablar de eso —dije, y ella me lanzó una mirada de repente que me dejó fría—. Ahora ya sé qué esperarme —añadí obstinadamente desde el pasillo—. No será tan malo. —Tú no sabes lo malo que es —dijo ella, y luego abrió el grifo. Sus movimientos eran bruscos, casi de rapidez vampírica. Al darme cuenta de que le estaba bloqueando la salida, avancé furtivamente hacia la cocina y fingí coger una botella de agua. Tenía el pulso a mil. Cerré la puerta del frigorífico, abrí la tapa y bebí un sorbo. —¿Con qué frecuencia necesitas sangre? —pregunté, y luego di un respingo cuando ella se dio la vuelta con las manos envueltas en un paño de cocina. —Dicho así suena mal, Rachel —dijo con tono acusador. La inclinación de sus cejas mostraba que se sentía herida. —No suena mal —protesté—. A eso voy. Tú necesitas sangre para sentirte bien contigo misma.

Joder, yo necesito sexo al menos una vez a la semana si estoy saliendo con alguien que me importa, o si no me invade la idea de que el tío no me quiere, de que me está engañando o miles de ideas estúpidas sin fundamento. No tiene sentido, pero ahí está. ¿Por qué ibas a ser tú diferente? ¿Con qué frecuencia necesitas compartir sangre para sentirte segura y feliz? El pelo le ocultaba el rostro enrojecido. Fíjate en eso. Después de todo, Ivy era tímida. —Dos o tres veces a la semana —murmuró—. No es que necesite mucha cada vez. Es el acto, no el resultado. —Sus ojos errantes me miraron fijamente y me tocaron la fibra. —Yo puedo hacerlo —dije con el corazón desbocado. Puedo, ¿no? Ivy me miró fijamente. De repente se puso en movimiento y desapareció de la habitación. —¡Ivy! —exclamé dejando la botella en la mesa y siguiéndola—. No te estoy pidiendo que me muerdas. ¡Solo quiero hablar! —Miré en su cuarto y en el baño al pasar y luego oí sus pasos en el santuario. Se marchaba. Típico—. Ivy… —le dije con un tono zalamero. Luego contuve el aliento cuando entré en el santuario y de repente me la encontré delante de mí. Me detuve a trompicones y me fijé en su postura rígida y en sus ojos negros. Estaba forzando la situación y ambas lo sabíamos. Mi cicatriz de demonio me hacía cosquillas por las feromonas que ella estaba despidiendo y me vino a la memoria lo que había dicho Jenks sobre que era una yonqui de la adrenalina. Pero ¡maldita sea!, esto era lo máximo que había conseguido hacerle hablar en meses. —Me estás siguiendo —dijo. La amenaza subyacente de su voz me hizo estremecer. —Quiero hablar —dije—. Solo hablar. Sé que tienes miedo… ¡Eh! —grité cuando estiró el brazo y me empujó el hombro. Me di con la espalda en la pared y levanté la mirada. Ivy estaba justo delante de mí, con los ojos tan negros como la noche… y tan vivos como el sol. —Tengo una buena razón para tener miedo —dijo moviéndome el pelo con su aliento—. ¿Crees que no te quiero morder? ¿Crees que no quiero llenarme de ti otra vez? Me quieres, Rachel, lo aceptes o no, y el amor sin exigencias es algo que raramente le toca a un vampiro. Me vuelve loca saber que estás ahí y que no puedo tenerte. La miré fijamente. Se me aceleró el pulso y me fallaron las rodillas. Quizá había sido un error seguirla. —Lo deseo tanto que hago daño a la gente para mantenerte a salvo y fuera de la cárcel —dijo Ivy —. Así que si no te muerdo, créeme, hay una razón. Me empujó el hombro con más fuerza y se dio la vuelta. Estupefacta, la vi marcharse. El sol que entraba por las vidrieras formaba puntos de color sobre ella cuando movía los brazos con rigidez. Me armé de valor y di un paso tras ella. Esta costumbre de huir de mis preguntas ya era vieja. —Habla conmigo —le pedí—. Al menos ¿por qué no intentas encontrar un modo de hacer que esto funcione? ¡Podrías ser tan feliz, Ivy! Ivy se detuvo delante del recibidor con la mano en la cadera mientras miraba la puerta. Permaneció así unos segundos y luego se giró lentamente. Delgada y tensa, era la viva imagen de la frustración contenida. —No puedes detenerme —dijo sin más, y yo di un paso de protesta hacia delante—. Te subyuga el éxtasis y no eres capaz de mantenerte consciente y pararme si las cosas salen mal y, Rachel, a menos que mezcle el sexo con esto, las cosas irán mal. Así me hizo Piscary. Parecía darse asco a sí misma, odiaba quién era y aquello me rompió el corazón. Tenía que demostrarle que se equivocaba. Respiré agitadamente y contuve el aliento.

—Ahora sé qué esperarme —dije con voz suave—. Fue la sorpresa. Puedo hacerlo mejor. Inclinando la cadera, miró hacia su izquierda como buscando fuerzas. O quizá respuestas. —Hacerlo mejor no te mantendrá con vida —dijo ella, y el sonido cáustico de su voz me dejó fría —. No lo llevas en tu interior. Tú misma has dicho que no quieres hacerme daño. Si me vuelves a dar tu sangre sin dejar que mis sentimientos por ti coarten mi sed, vas a tener que hacerme daño, porque la sed desangre se apoderará de mí y, llegada a ese punto, no soy capaz de parar. ¿Crees que puedes hacer eso? Noté la boca seca y mis primeras palabras salieron con una voz ronca. —Yo… —tartamudeé—, no tengo que hacerte daño para detenerte. —¿Ah, no? —dijo. Dejó el bolso en el suelo y yo me quedé de piedra y con los ojos como platos —. Averigüémoslo. Cuando dio un saltó, yo retrocedí. Jadeando, me lancé hacia ella y me aparté de la pared. Mi intención era adelantarme a ella. Si me pillaba era bruja muerta. Esto no era pasión. Era ira. Ira contra sí misma, quizá, pero ira al fin y al cabo. Se me puso el corazón en un puño al sentir el golpe que se dio contra la pared en la que yo estaba antes apoyada. Me giré justo donde estaba. Volvía hacia mí, así que le agarré el brazo y se lo torcí para hacer palanca y hacerla caer. Ella se retorció para soltarse y me pareció oír que rodaba, así que me di la vuelta. Pero fui demasiado lenta y contuve un grito cuando un brazo blanco me rodeó el cuello. Me atrapó la mano entre sus dedos y me dobló la muñeca hacia atrás hasta que me hizo daño. Dejé de resistirme, cautiva e incapaz de vencer sus movimientos vampíricos. Ya se había acabado, así de rápido. Ya me tenía. —Hazme daño, Rachel —susurró mientras me acariciaba el pelo—. Demuéstrame que no tienes miedo de hacerme daño. Si no te educan diciéndote que eso es lo normal, es mucho más difícil de lo que crees. No es que fuese masoquista, sino que era realista e intentaba hacérmelo entender. Asustada, luché para liberarme y el dolor me atravesó el hombro. Me estaba agarrando para limitar mis movimientos pero sin hacerme daño. Lo que me dolía era cuando intentaba soltarme, así que me quede quieta mirando fijamente la pared. Sentí el calor de su cuerpo en mi espalda y se me fueron agarrotando todos los músculos a medida que la sensación de cosquilleo que empezaba en el cuello iba descendiendo. —Podemos compartir sangre sin amor, pero haciéndome daño —dijo Ivy acariciándome la oreja con su aliento—. Y podemos compartir sangre sin hacerme daño si me quieres. No hay punto medio. —No quiero hacerte daño —dije, consciente de que mi magia era como un bate de béisbol. Yo no era nada sutil. Le dolería y le dolería mucho—. Suéltame —le pedí mientras me retorcía. Ella me agarró más fuerte y sentí un remolino de calor en el centro de mi cuerpo a medida que dejaba de moverme y nuestros cuerpos entraban en contacto. Esto había empezado como una lección para que la dejase en paz, pero ahora… Oh, Dios. ¿Y si me volvía a morder ahora mismo? —Tú eres el obstáculo para que encontremos un equilibrio de sangre —dijo ella—. El amor es dolor, Rachel. Entiéndelo. Supéralo. No era así. Al menos no tenía por qué serlo. Volví a retorcerme. —¡Ay, ay! —dije, arrastrando los pies. Estaba empezando a sudar. Me envolvió su aroma relajante y atrayente y me trajo a la memoria el recuerdo de sus dientes clavándose en mí. Cerré los ojos

cuando una oleada de adrenalina se apoderó de mí y me aceleró la sangre. Entonces me di cuenta de que nos habíamos metido en un lío. No quería que me soltase—. ¿Ivy? —Maldita sea —murmuró con una voz acalorada. Éramos unas tontas. Yo solo quería hablar y ella solo quería demostrarme lo peligroso que podía ser establecer un equilibrio de sangre. Y ahora ya era demasiado tarde para pensar. Me agarró más fuerte y yo me relajé entre sus brazos. —Dios, hueles tan bien… —dijo, y mi sangre empezó a vibrar—. No debería haberte tocado… Todo aquello me parecía irreal. Intenté moverme y noté que me estaba permitiendo girarme hacia ella. Se me puso el corazón en un puño y tragué saliva mientras miraba su rostro perfecto, enrojecido por el peligro que acechaba sobre nosotras. Sus ojos eran negros como la noche cerrada y me veía reflejada en ellos: tenía los labios separados y los ojos ansiosos. La sed de sangre que brillaba en sus ojos aportaba un toque de color a la oscuridad que nos rodeaba. Y debajo de todo eso, en lo más hondo, estaba su frágil vulnerabilidad. —No puedo hacerte daño —dije yo, susurrando por el miedo. Mi cuello palpitaba al recordar sus labios sobre mí, la gloriosa sensación de ella succionando, extrayendo lo que necesitaba para llenar el abismo de dolor de su alma. Ella tenía los ojos cerrados y respiraba profundamente. Sentí como mi cuerpo se relajaba contra el suyo y su frente caía sobre mi hombro. —No voy a morderte —dijo, con sus dientes a pocos centímetros de mí, y entonces sentí una imperiosa necesidad—. No voy a morderte. Mi alma pareció oscurecerse al oír sus palabras. Acababa de responder mi pregunta de qué iba a hacer. Se iba a marchar. Iba a dejarlo, retirarse y marcharse. Me invadió un sentimiento de pérdida que me dejó sin respiración. —Pero quiero hacerlo —dijo, y el deseo que transmitía su susurro me aceleró la sangre. Jadeé cuando aquella sensación inesperada se afincó en mi interior y me encendió, con el doble de fuerza ahora, ya que ya había desistido. Después sentí miedo e Ivy me agarró con fuerza. Me quedé inmóvil cuando inclinó la cabeza y sus labios frotaron tímidamente mi cicatriz. —Muérdeme o suéltame —dije jadeando, mareada de necesidad. ¿Cómo ha ocurrido esto? ¿Cómo ha ocurrido tan rápido? —Cierra los ojos —dijo. Su voz triste contenía la emoción que estaba intentando controlar. Se me aceleró el pulso y me temblaban los párpados. Sentí como se echaba hacia atrás. En mi imaginación podía ver sus ojos negros, el calor que albergaban, su regocijo en la autonegación y luego sentía una salvaje satisfacción cuando el deseo se le hacía demasiado intenso para contenerlo, con un gran sentimiento de culpa. —No te muevas —dijo, y yo temblé al sentir su aliento en mi mejilla. Iba a morderme. Dios mío, esta vez lo haré mejor. No le dejaré perder el control. Podía hacerlo. —Prométeme —dijo pasándome un dedo por el cuello. Yo contuve el aliento— que esto no va a cambiar nada. Que sabes que es una prueba para que sepas lo que es y que yo no haré nada para incitarte. No lo volveré a hacer nunca más hasta que tú vengas a mí. Si es que lo haces. Y no vengas a mí a menos que lo quieras todo, Rachel. No puedo hacerlo de otra forma. Una prueba. Yo ya había probado esto, pero asentí con los ojos cerrados. Mi respiración se convirtió en jadeo y la contuve, esperando. Me moría por sentir sus dientes en mi carne. —Lo prometo.

—No abras los ojos —dijo ella respirando y contuve un gemido cuando, al tocarme la cicatriz, me recorrió una sensación hasta la ingle. Jadeé cuando sentí la pared contra mi espalda y sus brazos agarrándome con más fuerza. Se me aceleraba el corazón y la expectación se hacía más profunda e intensa. La suavidad de sus pequeños labios sobre los míos pasó casi inadvertida hasta que su mano derecha abandonó mi cicatriz y reptó hasta mi nuca para mantenerme inmóvil. Me quedé de piedra. ¿Me está besando? Mi primera reacción fue separarme, pero luego cedí. Todo era muy confuso, ya que mi cuerpo seguía vibrando con la oleada de endorfinas que me había provocado al tocarme la cicatriz. Una prueba, había dicho, y la adrenalina se aceleró. Al sentir que no respondía con violencia, movió la mano para tocarme de nuevo la cicatriz dejando sus labios a milímetros de los míos. Se me escapó un gemido. Me había aflojado lo suficiente como para estar segura de que sabía lo que estaba haciendo, y ahora iba a dejarme tenerlo todo. —Oh, Dios, Ivy —suspiré. El conflicto entre la razón y los sentimientos me hizo sentirme indefensa. Ella me apretó contra la pared con sus labios posados en los míos de nuevo, esta vez con más seguridad y más agresividad. Al sentir su lengua solté un jadeo y me quedé quieta, sin saber qué hacer. Era demasiado. No podía pensar. Dejó de tocarme y, con una brusquedad que me extrañó, se apartó de mí. Resollando, me apoyé contra la pared con los ojos abiertos y tocándome el pulso acelerado de mi cuello. Ivy estaba aun metro de mí, con los ojos totalmente negros. Su cuerpo mostraba claramente el dolor que le produjo el esfuerzo que había hecho para soltarme. —Todo o nada, Rachel —dijo caminando hacia atrás con paso vacilante. Parecía asustada—. No seré yo quien se marche y no te volveré a besar nunca más a menos que seas tú la que tome la iniciativa. Pero si intentas manipularme para que te muerda otra vez, asumiré que has aceptado mi oferta y te buscaré. —Me miró con ojos de miedo—. Con todo mi ser. El pulso se me disparó y me temblaban las rodillas. Esto iba a hacer que las mañanas que pasábamos solas fuesen un poco más incómodas… o muchísimo más interesantes. —Prometiste que no te marcharías —dijo, ahora con una voz vulnerable. Y luego desapareció con paso firme mientras cogía su bolso y se dirigía a la iglesia dejándome completamente confusa. Dejé caer la mano y me abracé a mí misma como si estuviese evitando venirme abajo. ¿Qué demonios he hecho? ¿Quedarme aquí y dejar que lo hiciese? Debería haberla apartado, pero no lo hice. Yo había empezado aquello y ella había utilizado mi cicatriz para manipularme y hacerme ver lo que me ofrecía, sin miedo y con toda la pasión que aquello podía conllevar. Todo o nada, había dicho, y ahora que lo había probado, sabía lo que significaba. Mi cuerpo retumbó con el estruendo de la moto de Ivy que entró por los montantes de abanico y que luego se fue apagando al mezclarse con el ruido distante del tráfico. Me deslicé lentamente por la pared hasta que llegué al suelo, con las rodillas encogidas e intentando respirar. Vale, pensé, sintiendo todavía vibrar en mi interior su promesa. Y ahora, ¿qué demonios voy a hacer?

14.

El ruido seco de alas que entraba por las ventanas altas atrajo mi atención y me puse de pie mientras me secaba el sudor del cuello. ¿Jenks? ¿Dónde estaba hacía cinco minutos y qué demonios iba a hacer yo ahora? Ivy había dicho que no volvería a hacer nada a menos que yo diese el primer paso, pero ¿podría quedarme en la iglesia con aquel beso resonando entre ambas? Cada vez que me mirase me preguntaría qué estaba pensando. ¿Acaso es esa su intención? —Eh, Rache —dijo Jenks alegremente mientras descendía del techo—, ¿adonde va Ivy? —No lo sé. —Aturdida, fui hacia la cocina antes de que pudiese ver mi estado. Evidentemente, las alas de su hijo estaban bien—. ¿No se supone que deberías estar durmiendo? —dije mientras me frotaba la muñeca dolorida. Mierda, si me había dejado marca me quedaría genial con el vestido de dama de honor. Bueno, por lo menos no tenía otra marca de mordisco. —Joder —dijo Jenks, y yo bajé la mirada al ver la desaprobación en su cara—. Aquí apesta. La has vuelto a presionar, ¿verdad? No era una pregunta y yo seguí hacia la cocina sin detenerme. —Bruja estúpida —dijo, esparciendo chispas plateadas mientras me seguía—. ¿Va a volver o esta vez la has asustado definitivamente? ¿Qué coño te pasa? ¿No puedes dejarla en paz? —Jenks, cierra el pico —dije rotundamente mientras cogía la botella de agua que había dejado olvidada e iba hacia la sala de estar. La radio estaba allí. Si la encendía y le daba bastante volumen no podría escucharlo—. Hemos estado hablando, eso es todo. —Y ella me ha besado—. Me contestó a algunas preguntas. —Y ha sido genial que lo haya hecho mientras me acariciaba la cicatriz. Mierda. ¿Cómo iba a descifrar aquello? Me consideraba hetero. Y lo era, ¿no? ¿O acaso tenía «tendencias latentes»? Y si era así, ¿eran una excusa para que yo pensase con mi punto G? ¿Acaso yo no era más que eso? ¿No había nada profundo en mí? Jenks me siguió hasta la sala de estar vacía y yo me senté en la chimenea elevada mientras intentaba recordar cómo se pensaba. Encendí la radio y sonó una música alegre y animada y la volví a apagar. —¿Y bien? —dijo Jenks aterrizando sobre mi rodilla. Parecía expectante. Pero luego detuvo sus alas y las dejó caer al oírme suspirar. —Le pedí un equilibrio de sangre y ella ha puesto algunas reglas —dije mirando por las ventanas la parte de abajo de las hojas del roble—. No va a dar ningún paso para tocar mi sangre, pero si insinúo que quiero que lo haga, será asumiendo que lo quiero todo. Jenks me miró perplejo, y añadí: —Me ha besado, Jenks. Él abrió los ojos de par en par y una pequeña parte de mí se quedó más tranquila al ver que no había visto lo ocurrido y lo estaba ocultando. —¿Te ha gustado? —preguntó sin rodeos, y yo fruncí el ceño y sacudí la rodilla hasta que él alzó el vuelo y aterrizó donde estaba antes. —En ese momento estaba jugando con mi cicatriz —murmuré mientras enrojecía—. Eso me dio una idea bastante clara de cómo sería todo si me soltase la melena y me lanzase, pero ya no sé de dónde vienen los sentimientos. Ella los mezcló todos y luego se marchó por la puerta.

—Entonces… —insinuó Jenks—, ¿qué vas a hacer? Yo lo miré con tristeza. Su apoyo incondicional me sentó como un bálsamo y me relajé un poco. No le importaba lo que hiciésemos Ivy y yo mientras estuviésemos juntas y no nos matásemos. —Y yo qué sé —dije mientras me ponía en pie—. ¿Podemos hablar de otra cosa? —Claro que sí —dijo Jenks poniéndose de pie conmigo—. Tú sigue pensando en lo que tengas que pensar. Pero no te marches. Dejé la botella de agua en el alféizar, agarré la escoba y me puse a barrer otra vez nuestro suelo nuevo. No iba a marcharme porque Ivy me hubiese besado. Ella había dicho que no volvería a hacerlo y yo la creía. Sabía que lo estaba deseando desde el momento en que nos mudamos y yo había sido una idiota por no haberme dado cuenta de su capacidad para ocultar sus deseos. Me había dado esa prueba para mostrarme cómo sería y luego había vuelto a establecer la distancia que manteníamos para darme el tiempo que necesitaba para pensar. Para que me lo pensase. Maldita sea. Jenks revoloteó durante un momento y luego se posó en el alféizar, bajo el sol. —Esto está mejor —dijo mientras observaba las paredes vacías—. No sé por qué no les dejasteis hacerlo a los chicos. No era para tanto y el dinero que os habéis ahorrado no es nada comparado con lo que necesitamos para volver a consagrar la iglesia. —Su rostro mostró preocupación—. Porque vamos a volver a consagrarla, ¿verdad? Me refiero a que no podemos mudarnos. Dejé de recoger el polvo en el recogedor, me levanté y me giré hacia el al notar la preocupación que intentaba ocultar. No importaba lo incómodas que se pusiesen las cosas entre Ivy y yo. Si la empresa se deshacía, Jenks probablemente perdería el control del jardín. Tenía demasiados hijos y Matalina no estaba como para vigilar un territorio nuevo. Jenks decía que estaba bien, pero yo estaba preocupada. —No nos vamos a mudar —dije con rotundidad, y vacié el recogedor en la bolsa de basura industrial—. Encontraremos la manera de consagrar la iglesia. —Ivy y yo lidiaremos con la incómoda situación como siempre lo hemos hecho: ignorándola. Era algo que se nos daba bien a las dos. Más tranquilo, Jenks miró al jardín. El sol brillaba en su reluciente pelo rubio. —Sigo diciendo que deberías haber dejado que los chicos arreglasen las paredes —dijo—. ¿Cuánto habéis ahorrado? ¿Cien pavos? Por las bragas de Campanilla, eso no es nada. Dejé la escoba, sacudí la bolsa de basura para que esta se acumulase en el fondo y busqué una atadura de alambre para cerrarla. —Después de la boda de Trent tendré un buen pellizco. A menos que no pase nada, pero ¿qué posibilidades hay de eso? Jenks se rio por lo bajo. —Con la mala suerte que tienes, no pasará nada. Examiné la sala e intenté decidir cómo iba a coger la bolsa de basura sin pincharme con un clavo desviado o con trozos de plata afilados. Aunque la sala estaba vacía y había eco, las paredes volvían a estar en su sitio y el suelo recién descubierto estaba limpio. Ahora solo faltaba un viaje a la tienda para comprar un trozo nuevo de rodapié y podríamos volver a traerlo todo. En realidad no había razón para esperar por el rodapié. Podría traer todo ahora y acabarlo más^ tarde. Si me daba prisa, podría tenerlo hecho antes de que volviese Ivy. Sería más fácil hacerlo sola que con ella. —Va a sonar el teléfono —dijo Jenks desde lo alto del mango de la escoba. Yo me quedé quieta y di un respingo cuando sonó. —Dios, Jenks. Eso da miedo —murmuré mientras dejaba la bolsa y me acercaba a la chimenea.

Sabía que probablemente era capaz de oír los chasquidos de la electricidad, pero aun así era algo que me ponía nerviosa. Jenks sonreía cuando levanté el auricular. —Encantamientos Vampíricos —dije con mi voz más profesional. Le saqué la lengua a Jenks y él me enseñó el dedo corazón—. Al habla Morgan. Podemos ayudarle. De día o de noche, vivo o muerto. —¿Dónde demonios están el maldito lápiz y el papel? —¿Rachel? Soy Glenn. Dejé salir el aire y me relajé. —Hola Glenn —dije mientras buscaba algo para sentarme. Finalmente me fui a la cocina—. ¿Qué pasa? ¿Tienes otro trabajo para mí? ¿Quizá quieres arrestar a otros de mis amigos? —No he arrestado al señor Hue y es para el mismo trabajo. Parecía tenso y, como no tenía muy a menudo la posibilidad de sacarle dinero a la AFI, me senté en la silla y me acerqué a la mesa. Miré a Jenks, ya que el pixie me había seguido y estaba escuchando la conversación. —Ha habido otro asesinato de hombres lobo que parece un suicidio —dijo Glenn en medio del ruido de escáneres y teléfonos de la AFI y me pregunté si estaba allí—. Me gustaría que Jenks y tú me dieseis vuestra opinión de inframundanos antes de que muevan el cuerpo. ¿Cuánto tardaríais en venir lo más rápido posible? Miré mis vaqueros y mi camiseta manchados de polvo y me pregunté qué creía que podría hacer yo que no pudiese hacer él. Yo no era detective. A mí me contrataba como lanzadora de hechizos o cazarrecompensas. Jenks alzó el vuelo y se apresuró a salir por el agujero para pixies que había en la puerta de mosquitera de la cocina. —Ah —le dije—, ¿que si puedo ir a la morgue y mirar el cuerpo? —¿Tienes algo mejor que hacer? Pensé en la sala de estar y en que quería volver a traer las cosas antes de que volviese Ivy. —Bueno, en realidad… —Van a intentar quitármelo otra vez —dijo Glenn, y aquello hizo que le volviese a prestar atención—, y quiero que lo veas antes de que la SI tenga la oportunidad de adulterar el cuerpo. Rachel… —Su voz adoptó un tono grave—. Es el contable de la señora Sarong. Ya sabes… los Howlers. Ocupaba un lugar importante en la manada y nadie está contento. Levanté las cejas. La señora Sarong era la propietaria del equipo de béisbol inframundano de Cincinnati, los Howlers. Fue su pez el que había intentado recuperar del señor Ray… el mismo señor Ray cuya secretaria ya estaba en la morgue. Había obligado a la mujer a pagarme por mi tiempo, en realidad la había conocido durante el proceso. Que hubiese habido dos supuestos suicidios en dos de las manadas más importantes en tan pocos días no era nada bueno. Era evidente que alguien sabía que el foco estaba en Cincinnati y estaba intentando averiguar quién lo tenía. Tenía que deshacerme de él. Se produciría un caos total si una manada entera pudiese convertir a humanos. Los vampiros empezarían a matarlos. Empecé a dar golpecitos con los dedos en la mesa. ¿Quizá estaba ocurriendo ya? Piscary estaba en la cárcel, pero eso no lo detendría. Sentí alivio al escuchar el sonido de unas alas y vi que Jenks había vuelto vestido con la ropa de trabajar, con una espada y un cinturón en una mano y un pañuelo rojo en la otra. —El hombre lobo asesinado es el contable de la señora Sarong —le dije mientras me ponía de pie y buscaba el bolso.

—Vaya. —Jenks descendió varios centímetros con una mirada de culpabilidad—. Eso podría explicar el mensaje del contestador. Cubrí el auricular del teléfono, incapaz de esconder mi desesperación. Jenks… Él arrugó la cara mientras despedía chispas plateadas. —Me olvidé, ¿vale? —¿Rachel? —dijo la vocecita de Glenn, y volví a concentrarme en él. —Sí… —dije llevándome una mano a la frente—. Sí. Glenn, puedo llegar en… —Dudé—. ¿Dónde estás? Glenn se aclaró la voz. —En Spring Grove —murmuró. Un cementerio. ¡Vaya! ¡Estupendo! —De acuerdo —dije mientras me levantaba y me ataba las sandalias—. Te veo en un ratito. —Genial. Gracias. —Parecía preocupado, como si estuviese intentando hacer dos cosas al mismo tiempo. Tomé aire para decir adiós, pero Glenn ya había colgado. Miré a Jenks, colgué el teléfono y ladeé la cadera. —¿Tengo un mensaje? —dije secamente. Jenks parecía incómodo mientras se colocaba el pañuelo. Parecía el miembro de una banda con su ropa negra de trabajo. —El señor Ray quiere hablar contigo —dijo con voz suave. Pensé en el asesinato de su secretaria y en que la SI no solo había mirado para otro lado, sino que había intentado encubrirlo. —No me digas. Cogí el bolso y miré dentro para asegurarme de que llevaba todos los hechizos habituales. Se me ocurrió que el señor Ray quizá fuese el que estaba matando a los hombres lobo, pero ¿por qué matar primero a su secretaria? ¿Quizá la señora Sarong había asesinado a la mujer y el segundo asesinato había sido una represalia? Me estaba empezando a doler la cabeza. Al recordar que me habían retirado el permiso de conducir, dudé, pero ¿qué tipo de imagen daría si llegaba a la escena de un crimen en autobús? Así que saqué las llaves. Miré las estanterías que había debajo de la isla de la cocina. Me incliné y sonreí al notar el peso y la forma de mi pistola de bolas. Las partes de metal emitían reconfortantes ruiditos mientras revisaba la reserva. Si se almacenaban, los hechizos en amuletos duraban un año, pero si no se almacenaban, las pociones invocadas solo duraban una semana. Estos llevaban aquí tres semanas y ya no servían de nada, pero me sentía bien llevando la pistola y a Glenn lo ponía de mala leche, así que la metí en mi bolsa mientras Jenks terminaba de escribir una nota para Ivy. —¿Listo? —le pregunté. Él voló a mi hombro trayendo con él el delicado aroma del jabón con el que Matalina le lavaba la ropa. —¿Quieres llevarle el kétchup? —preguntó. —Ah, sí. —Entré en la despensa y salí con el tarro de cuatro litros de salsa picante de jalapeños y el gran tomate rojo que le había comprado como sorpresa. Nerviosa, me dirigí al vestíbulo con casi medio litro de salsa sobre la cadera, un tomate en la mano y un pixie en el hombro. Sí, qué malos somos.

15.

Aquella tarde el sol pegaba fuerte y, al cerrar la puerta del coche, le di un golpe con la cadera para bajarle el cierre. Tenía los dedos pringosos del pastelito que me había comido de camino y examiné el terreno invadido de cantos de gorriones mientras sacaba un pañuelo de papel del bolso. Me limpié las manos y me pregunté si debería haberme tomado cinco minutos para ponerme algo un poco más profesional que unos pantalones cortos y una camiseta. La profesionalidad era algo que necesitaba desesperadamente en vista de que estaba merodeando alrededor del mausoleo tras el que había aparcado el coche. Jenks había venido delante mientras yo tomaba carreteras secundarias hasta Spring Grove. Si hubiese conducido por la interestatal, la SI me habría dado por culo. Aquello me había hecho retrasarme mucho, ya que conducía tres manzanas, aparcaba durante un rato, esperaba a que Jenks comprobase el lugar y luego seguía adelante otras tres manzanas. Pero no podía soportar la idea de tomar un taxi. Y mientras me ajustaba el bolso al hombro y me ponía a caminar por la hierba, volví a dar gracias a Dios por tener amigos. —Gracias, Jenks —dije, y tropecé al meter el pie en un agujero que había escondido el cortacésped. Me hizo cosquillas en el cuello con las alas y añadí—: Gracias por ayudarme a esconderme de la SI. —Eh, es mi trabajo. Estaba un poco molesto y, sintiéndome culpable por hacerle volar el doble de trayecto que yo había conducido, dije: —No es tu trabajo evitar que me pille la policía de tráfico —dije, y luego añadí con voz suave—: Iré a las clases de conducir esta noche. Te lo prometo. Jenks se rio. El tintineo de su voz hizo salir a tres pixies de un grupo de árboles de hoja perenne, pero al ver el pañuelo rojo de Jenks desaparecieron. Aquel color era su primera línea de defensa contra las hadas y los pixies territoriales, una señal de buenas intenciones y una promesa de no cazar furtivamente. Nos observarían pero no empezarían a lanzar espinas con catapultas a menos que Jenks tomase muestras del escaso polen o de las fuentes de néctar. Yo prefería que nos observasen los pixies que las hadas y me gustaba la idea de que los pixies tuviesen Spring Grove. Debían de estar muy bien organizados, ya que aquel lugar era enorme. Se decía que el extenso cementerio había sido creado originalmente para «realojar» con buen gusto a las víctimas de cólera a finales del siglo XIX. Era uno de los primeros cementerios jardines de Estados Unidos; a los no muertos les gustaban sus parques tanto como al que más. Por aquel entonces era difícil mantener a tus familiares recién convertidos en no muertos sin enterrar, y ser exhumado en un entorno tan pacífico debía de ser un alivio. No pude evitar preguntarme si la gran población vampírica oculta que había en Cincy en aquella época tenía que ver con que la Ciudad Reina se hubiese ganado la dudosa distinción de ser conocida por sus saqueos de tumbas. No es que proveyesen de cadáveres a los muchos hospitales clínicos que había, sino que desenterraban a sus familiares para devolverlos a donde tenían que estar. Examiné aquel lugar tranquilo y con aspecto de parque y me limpié la boca para quitarme los restos de azúcar. Al pasarme los dedos por los labios

pensé en Ivy, por razones evidentes, y me acaloré. Dios, debería haber hecho algo. Pero no, claro, me había quedado allí de pie como una idiota, demasiado sorprendida como para moverme. No había reaccionado y ahora iba a tener que pensar en cómo manejar esto en lugar de dejarlo zanjado entonces. Seré tonta del culo. —¿Estás bien? —preguntó Jenks, y yo bajé la mano. —Genial —dije con acritud y luego se rio. —Estás pensando en Ivy —dijo para pincharme y me puse aún más roja. —Bueno, en fin —dije mientras tropezaba con una lápida que estaba al nivel del suelo—. Tu compañera de piso te besa y piensas a ver si puedes olvidarlo. —Joder —dijo Jenks mientras se alejaba y se ponía fuera de mi alcance—. Si una de vosotras me besase no tendría que pensar. Matalina me mataría. Solo fue un beso. Caminaba lenta y pesadamente siguiendo el sonido de las radios. Eso era justo lo que necesitaba. Como si un demonio loco que destrozaba mi iglesia no fuese suficiente, ahora tenía a un hombre de diez centímetros que me decía que me animase, que me dejase llevar, que viviese la vida… que no lo analizase. Jenks batió las alas más despacio y se posó en mi hombro. —No te preocupes por eso, Rache —dijo con una voz más ceremoniosa de lo normal—. Tú eres tú e Ivy es Ivy. Nada ha cambiado. —¿Sí? —murmuré. Yo no lo veía tan claro. —Gira a la izquierda —dijo alegremente—. Por allí abajo huele a hombre lobo muerto. —Qué agradable —respondí mientras esquivaba una lápida y giraba ligeramente a la izquierda. Cuesta abajo y a través de los árboles vi brillar las luces color ámbar y azul de una ambulancia multiespecies. No llego demasiado tarde, pensé mientras movía los brazos al pasar junto a una piedra marcada con la palabra «Weil». Al otro lado de una hilera de cedros había un lago artificial, y entre él y los árboles había un grupo de gente. —Rache —dijo Jenks ensimismado—. ¿Crees que esto tiene algo con ver con…? —Los arbustos tienen oídos —le advertí. —¿Con lo que cogí para Matalina en nuestras últimas vacaciones? —dijo para arreglarlo, y yo esbocé una sonrisa. Yo había lanzado una maldición demoníaca para pasar la maldición del foco a un objeto cualquiera. El hecho de que hubiese cambiado lentamente de forma hasta parecerse a la estatua original daba mucho miedo. Mirándome los pies, murmuré. —Mmm. Me sorprendería que no. —¿Crees que es Trent quien lo está buscando? —No creo que Trent sepa ni que existe —dije—. Me inclinaría más a pensar que es el señor Ray o la señora Sarong y que se están matando entre ellos mientras intentan encontrarlo. Las alas de Jenks enviaron una brisa fresca a mi cuello. —¿Y Piscary? —Quizá, pero él no se molestaría tanto en encubrirlo —dije mirando hacia arriba cuando el tono del hombre cambió, lo cual indicaba que me habían visto. Caminé más despacio al oír que alguien susurraba mi nombre, pero como todo el mundo me estaba mirando no sabía quién lo había dicho. Había dos vehículos de la AFI, una furgoneta negra, un todoterreno de la SI y una ambulancia aparcados en la rotonda. Contando el tercer vehículo de la AFI que había en la entrada trasera del

cementerio, la AFI tenía más presencia que la SI y me pregunté si Glenn no se estaría arriesgando demasiado. Había sido un suicidio de un hombre lobo. El grupo de hombres rodeaba una sombra oscura que estaba al pie de los cedros y de una lápida alta, y un segundo grupo con uniformes de la AFI y trajes esperaba como hienas hambrientas. Glenn estaba con ellos y, cuando me vio, le dijo algo al hombre que tenía al lado, tocó la empuñadura de su pistola como para sentirse más seguro y vino hacia nosotros. La gente se giró y yo me relajé. Mis pies rozaron la hierba y me encogí de miedo al darme cuenta de que estaba pisando una de las lápidas que estaban al nivel del suelo. Me puse nerviosa al ver que se incorporaba un bulto familiar que estaba junto a la lápida y la mirada de Denon se cruzó con la mía. Hoy llevaba un traje en lugar de los pantalones de vestir y el polo y me pregunté si estaría intentando ponerse a la altura de Glenn, que estaba estupendo con su traje. No le tengo miedo a Denon, pensé y luego sucumbí y lo miré con una expresión desdeñosa. Denon apretó los dientes e ignoró al hombre delgado que llevaba unos vaqueros y una camisa fina que se había acercado a hablar con él. Pensé en mi coche y me preocupé. —Eh, Jenks —dije apenas sin mover los labios—. ¿Por qué no te das una vuelta a ver qué puedes oír por ahí? Avísame si encuentran mi coche, ¿vale? —Hecho —dijo él y se marchó dejando tras de sí una nube brillante de polvo de pixie. Intenté fingir que estaba haciendo el reconocimiento de la zona en lugar de intentar colarme y me incliné para ver a Glenn. Parecía frustrado. Probablemente estuviesen presionando a la AFI para que abandonase la investigación. Sabía lo mal que sentaba aquello, pero no me dio mucha pena, ya que él me lo había hecho a mí la última vez. Me quité las gafas de sol, me refugié bajo la sombra de un árbol enorme y colgué las gafas de la cintura de mis pantalones cortos. —¿Qué ocurre, Glenn? —dije a modo de saludo cuando me agarró por el codo y me llevó hacia un todoterreno vacío de la AFI—. ¿Acaso ese vampiro malo no te deja jugar? —Gracias por venir, Rachel —gruñó—. ¿Dónde está Jenks? —Por ahí —dije, y él, con acritud, me dio la identificación temporal. Me la puse antes de apoyarme contra el todoterreno de la AFI, crucé los brazos sobre el estómago y esperé las buenas noticias. Glenn se pasó una mano por su suave barbilla y suspiró. Luego se dio la vuelta para poder vernos tanto a mí como a la escena del crimen. Sus ojos oscuros estaban cansados y tenía arrugas en el rabillo del ojo debidas a la preocupación, cosa que lo hacía parecer mayor de lo que era. Su cuerpo esbelto y alto parecía muy fuerte incluso al lado de Denon. Mezclaba a la perfección el traje y la corbata aflojada con su educación militar. En un año, Glenn había llegado a conocer y comprender mucho mejor a los inframundanos y, aunque sabía que respetaba a Denon por su puesto, no lo respetaba como persona. Tampoco le importaba decirlo, lo cual podía ser un problema. Tenía a dos hombres enormes con algo que demostrar en la escena de un crimen. Qué suerte la mía. —¿Cómo has venido? —preguntó en voz baja y mirando con envidia cómo la SI recopilaba información—. Envié un coche a buscarte pero ya te habías marchado. Dejé caer los brazos a los lados del torso y me moví con nerviosismo. Glenn se giró lentamente. —¿Has venido conduciendo? —dijo con tono acusador y yo me sonrojé—. Me prometiste que no lo harías. —No es verdad. Solo te dije que no lo haría, no lo prometí. No sabía que me ibas a mandar un

coche y no hay ningún autobús que venga hasta el cementerio. No hay suficientes usuarios. Él resopló y ambos nos relajamos. La mirada cansada de Glenn se dirigió al cuerpo que había al pie de los cedros y yo volví a cruzar los brazos sobre el pecho. —¿Quieres meterte ahí o prefieres esperar a que lo contaminen todo? —pregunté. —Es demasiado tarde —dijo él—. Te estaba esperando. Dado que es un inframundano, solo podré echarle un vistazo, a menos que consiga relacionar rápido y bien su muerte con el asesinato de la secretaria del señor Ray. Yo asentí y me miré los pies para no pisar otra tumba. —Hablé con el señor Ray cuando venía de camino —dije y Glenn me miró con recelo—. Tengo una cita con él hoy en su oficina. —Levanté la mano cuando vi que iba a hablar—. No vas a venir conmigo, así que no me lo pidas… pero te contaré de qué hemos hablado si tiene algo que ver con esto. —No podía llevar a un detective de la AFI a una reunión con un cliente. Eso estaría muy feo. Glenn parecía preparado para protestar, pero luego bajó la mirada. —Gracias. Mi relajación no duró demasiado y mi presión sanguínea se aceleraba a medida que nos acercábamos al cuerpo. Mi nariz se puso a trabajar y, sobre el aroma a almizcle rancio y a vampiro nervioso, flotaba el olor a secuoya. Suavicé mi expresión hasta hacerla insulsa y mi mirada se dirigió al tío de aspecto pulcro vestido con vaqueros y camisa de vestir que estaba ligeramente apartado de los demás. ¿Han traído a un brujo? Interesante. El círculo de inframundanos se abrió y vi el cadáver de un hombre lobo tirado en el suelo con aire dramático junto a la base de una gran lápida. La hierba estaba manchada de sangre negra. Un lobo muerto del tamaño de un poni era mucho menos perturbador que un hombre desnudo, incluso uno cuyo pelaje estaba manchado de sangre y que tenía los ojos totalmente en blanco. Una de las patas traseras tenía un corte limpio que le llegaba hasta el hueso y que atravesaba la arteria femoral. El olor a sangre era intenso y sentí un nudo en el estómago. ¿Suicidio?, pensé mientras miraba hacia otro lado. Lo dudaba. Denon me sonrió con los labios cerrados para ocultar sus dientes humanos. Junto a él, el brujo abría sus fosas nasales mientras inspiraba mi aroma oculto tras el perfume de especias de naranja que utilizaba para aplacar los instintos de Ivy. Denon arqueó los labios y se tocó la barbilla recién afeitada con el reverso de la mano. Sentí un cosquilleo en la piel cuando él se conectó con una línea, y no supe si sentirme insultada o halagada de que me considerase una amenaza. ¿Qué creía que iba a hacer? ¿Maldecir a todo el mundo? Pero al recordar que podía ver mi aura con total facilidad y que estaba cubierta de carbonilla negra de demonio, no podía culparle. Dos hombres que estaban en cuclillas junto al cadáver se levantaron y uno de ellos estaba tomando muestras de sondaje para determinar hasta dónde había empapado la sangre el suelo. Me sentía como si hubiésemos interrumpido a unos vándalos que estaban matando a palos a un perro e hice un esfuerzo para no retroceder cuando se giraron y nos miraron. Glenn parecía tranquilo y despreocupado con su traje y la pistola en la cadera pero, a juzgar por el fuerte olor a perfume que despedía, sabía que estaba listo para la acción. Mirando fijamente a Denon, dijo sin alterar la voz: —A la señorita Morgan y a mi equipo nos gustaría estar un momento con el cuerpo antes de que lo trasladen. Alguien se rio por lo bajo y yo sentí calor en la cara.

—¿Ejerciendo de putita para la AFI, Morgan? —dijo Denon ignorando a Glenn—. Ya veo que te dejan entrar en el autobús otra vez. ¿O tuviste que disfrazarte para conseguir que parase? Fruncí el ceño y noté que Glenn se encolerizaba. Denon tenía una voz tan empalagosa que debería estar vendiendo saltos de cama en el canal para mujeres. Dios mío, era muy guapo y me pregunté si eso fue lo que atrajo a su amo vampiro. Eso y su preciosa piel morena, ahora marcada y llena de cicatrices. Cuando era mi jefe no la tenía así. Era evidente que las cosas habían cambiado. —Pareces molesto, Denon —dije para picarle—. Apuesto a que tuviste que dar explicaciones por intentar llevarte a aquella víctima de asesinato. —Sonreí. El brujo se rio por lo bajo y el último hombre lobo se levantó y miró de un lado a otro con nerviosismo. Las pupilas de Denon se dilataron hasta cubrir el cerco castaño que las rodeaba. No era tan evidente como el año pasado. Estaba perdiendo estatus con quienquiera que le hubiese prometido convertirlo cuando muriese. Unos cuantos años más así y Denon sería poco más que una sombra. Y en vista de su cabreo, creo que me culpaba a mí. Los hombres lobo que lo flanqueaban se retiraron cuando Denon hizo un movimiento con sus gruesos dedos. El hombre caminaba con la misma gracia que antes, pero le faltaba el toque amenazante que tenía en su día. Que yo no estuviese atrapada en un cubículo de metro y medio por metro y medio probablemente ayudaba. —Vete —dijo. Sus palabras olían a dentífrico con bicarbonato sódico—. Esto es un asunto de la SI. Glenn se puso tenso y no apartó la mano de la pistola. —¿Eso es una negativa a dejarnos examinar el cuerpo? Denon movió su musculoso cuerpo con gracia en un signo inequívoco de amenaza. —¡So, so, so! —grité yo y luego me sacudí hacia atrás cuando Denon me agarró de repente el brazo que tenía levantado. Glenn se movió y su cuerpo achaparrado se colocó suavemente delante de mí para agarrarle la mano a Denon. En un movimiento tan dulce y suave como el chocolate derretido, le retorció el brazo a Denon, sometiendo al musculoso hombre. Yo parpadeé mientras observaba aquello con los ojos como platos. Ya había terminado. Inclinado por la cintura, el vampiro vivo se apoyó sobre la otra pierna. Glenn lo agarró más fuerte y arrastró los pies para hacer más fuerza. Los hombres lobo se retiraron, tensos al ver como enrojecía el cuello de Denon. Mirando al suelo y con el brazo recto y estirado hacia atrás, era como un gatito al que agarran por el pellejo. Se oyó un estallido y Denon gruñó. Glenn se acercó un poco más mientras mantenía inmóvil al hombre más grande. —Tú —dijo con voz suave el detective de la AFI— eres una vergüenza. —Le presionó el brazo a Denon y el hombre volvió a gruñir mientras se le formaban gotas de sudor en su cabeza afeitada—. O haces algo o te piras, pero tus medias tintas nos están dando mala fama al resto. —Glenn le dio un empujón y luego colocó cómodamente la mano cerca de la empuñadura de la pistola. Denon consiguió mantener el equilibrio y se giró para mirarnos. Irradiaba odio porque Glenn lo había dejado quedar mal delante de sus peones. Era evidente que le dolía el hombro, pero no se lo tocaba. —Ya soy mayorcita para ocuparme de mis asuntos, Glenn —dije con sequedad para distraer a Denon. Puede que yo pudiese sobrevivir a una de las represalias de Denon, pero Glenn era vulnerable si no contaba con su arma y el elemento sorpresa.

Glenn frunció el ceño. —No iba a ser una pelea justa —dijo mientras me entregaba una de esas bridas con un núcleo de plata hechizado que utilizaban en la SI para detener a las brujas de líneas luminosas. Miré la tira de plástico aparentemente inocua, luego al brujo y finalmente a Denon, que tenía mala cara. —Oye tú, ridículo —dije en voz alta—. ¿A ti qué coño te pasa? Lo único que quiero es ver el cuerpo. ¿Tienes algo que ocultar? —Di un paso hacia adelante y Glenn me agarró por el brazo—. Si tienes algún problema conmigo después nos tomamos un café y te explico las cosas bien claritas — dije mientras tiraba de Glenn—. De lo contrario, apártate de mi vista y déjanos hacer nuestro trabajo. Hasta que se haya descartado el asesinato, la AFI tiene tanto derecho como tú a examinar el cuerpo. A Denon le había salido la venita de la frente y el vampiro de clase baja hizo un gesto para que todo el mundo se retirase a la furgoneta. Se movían despacio, con las manos en los bolsillos o perdiendo el tiempo con el equipo. Oí el barullo de los chicos de la AFI que procedía de un lugar que no podía ver. La tensión iba a más, no al contrario, así que planté bien los pies por si acaso tenía que moverme rápido. Se me vino a la cabeza el consejo de Ceri de que no utilizase la magia de líneas luminosas, pero de todas formas busqué con mi mente la línea más cercana. —Eres una idiota, Morgan —dijo Denon. Su voz resonante vibraba en mi interior aunque estaba a tres metros de distancia, junto a una lápida alta—. Tu búsqueda de la verdad va a acabar matándote. Aquello sonaba más a amenaza, pero se marchó y el personal de la SI fue tras él. Confundida, guardé la brida en el bolso y busqué a Jenks mientras Glenn organizaba al personal de la AFI. No lo veía, aunque estaba segura de que había presenciado el encuentro. Mi pulso se fue relajando lentamente ayudado por el sonido de los insectos y el chapoteo del agua. Glenn se agarraría un berrinche si intentaba examinar el cuerpo antes de que él estuviese preparado y al ver al brujo allí de pie y solo, sonreí. Hacía siglos que no hablaba de trabajo con alguien y lo echaba de menos. Él me miró y, con aquella respuesta estelar, resistí el impulso de acercarme. —Aquí ya hemos terminado —dijo Denon en voz alta a sus hombres lobo subordinados—. Dejemos que la AFI se ocupe de la limpieza. —Aquello era condescendiente, pero Glenn hizo un sonido de agrado que me hizo pensar que no quería compartir sus hallazgos independientes. Denon debió de oírlo, ya que cuando los oficiales se dirigían a sus vehículos, el vampiro vivo agarró al brujo por el brazo y lo apartó a un lado. —Quiero que te quedes —dijo él, y el hombre entrecerró los ojos. El sol que penetraba entre las hojas proyectaba sombras inquietantes en él—. Quiero un informe de todo lo que haga y encuentre la AFI. —No soy tu lacayo —dijo el brujo mirando la mano de Denon—. Si quieres saber lo que averiguo presenta una solicitud en la recepción de Arcano como todo el mundo. Y quítame la mano de encima. Levanté las cejas. ¿Trabaja en la división Arcano? Mi padre trabajaba en la Arcano. Lo miré con un nuevo interés. Luego me contuve y maldije mi atracción de idiota por lo peligroso. Dios, era una tonta. Denon le soltó el brazo al brujo. Rígido y orgulloso, el hombretón se dirigió a la furgoneta haciendo gestos para que el hombre lobo que estaba en el asiento del acompañante pasase para atrás. La puerta se cerró y, tras realizar alguna que otra maniobra, la camioneta salió por la estrecha franja

de asfalto. Detrás de ella se fue el otro vehículo de la SI, dejándonos solo a nosotros, a la ambulancia y al brujo. Que yo viese, no tenía cómo volver a la central de la SI. Caramba… yo sabía cómo tenía que sentirse. Me compadecí de él. Me armé de valor y me acerqué. Voy a ser agradable, no voy en busca de una cita, me dije a mí misma, pero tenía unos ojos azules preciosos y el pelo castaño, de esos suaves y rizados que tanto me gustaba tocar. A mis espaldas escuché las palabras en voz baja, pero a la vez impacientes, de Glenn y los tíos vestidos con batas de laboratorio que se arremolinaron alrededor del hombre lobo como pajarillos. Jenks se bajó del roble y me pegó un susto al batir con mucha fuerza las alas cuando aterrizó sobre mi hombro. —Eh, Rache. —¿Puede esperar? —murmuré—. Quiero hablar con este tío. —Tienes novio —me advirtió—. Y también novia —añadió. Aquello me hizo fruncir el ceño—. Te conozco. No te pases compensando las cosas por un simple beso. —Solo voy a saludarlo —dije mientras intentaba espantarlo con la mano. Y no había sido un simple beso. Había sido un beso impresionante que me había puesto el pulso a mil, me había desconcertado y me había dejado sin aliento. Solo tenía que descubrir si había sido una emoción sincera provocada por Ivy o mi superficialidad que se revelaba por lo excitante de ser alguien que realmente no era. Miré al suelo. Es importante. Una cosa me llevará a hacerme preguntas difíciles sobre mí misma y la otra le hará daño a Ivy. Darle falsas esperanzas para que yo pueda sentir esa emoción está muy, pero que muy mal y no pienso hacerlo. Forcé una sonrisa y me detuve delante del tío. Su tarjeta de la SI decía «Tom Bansen» y, según la foto, solía llevar el pelo largo. —Soy Rachel… —empecé a decir mientras extendía la mano. —Lo sé. Discúlpeme. Fue muy seco y, tras ignorar mi mano, se acercó al personal de la AFI y les observó tomar datos. Jenks se rio por lo bajo y yo me quedé allí de pie con la boca abierta. Entonces me miré la ropa. Tampoco es que fuese tan poco profesional. —Solo quería saludarlo —dije, heñida. —No huele tanto a brujo como tú —dijo Jenks con aire de suficiencia—. Pero antes de que empieces a darle vueltas a tu cabeza, si trabaja en Arcano lo han entrenado a la manera clásica y te aplastaría. ¿Te acuerdas de Lee? Mi respiración iba y venía y sentí una punzada de preocupación por lo del viernes. Había dedicado mi vida a la magia terrenal y, aunque era igual de fuerte que la de líneas luminosas, era más lenta. Las líneas luminosas eran vistosas e impresionantes, se invocaban rápido y tenían una aplicación más amplia. La magia demoníaca mezclaba ambas para crear algo muy rápido, muy poderoso e infinito. Solo había un puñado de personas que sabían que yo podía invocar magia demoníaca, pero la mácula de mi aura era fácil de ver. Quizá eso, junto con mi reputación, cada vez más extendida, de que trataba con demonios, lo ponía nervioso. Aquel malentendido no se podía quedar así. Dejé a Jenks mascullando predicciones catastróficas y me acerqué furtivamente a Tom. —Mira, quizá hayamos empezado con mal pie —dije con los murmullos de la conversación de la AFI de telón de fondo—. ¿Necesitas que te acerquen a algún sitio cuando termine esto?

—No. Aquel «no» fue directo y hostil, y los tíos de la AFI que estaban inclinados sobre el cuerpo levantaron la mirada con los ojos como platos. Tom se giró y se marchó. Con el pulso aceleradísimo, caminé tras él. —¡No trato con demonios! —dije en voz alta, sin importarme qué pensasen los de la AFI. El joven cogió un abrigo largo que colgaba de una lápida y se lo echó al brazo. —¿Y cómo conseguiste que testificase aquel demonio? ¿De qué es esa marca que tienes en la muñeca? Tomé aire y luego lo expulsé. ¿Qué podía decir? Se marchó con aire de suficiencia y me dejó rodeada de personal de la AFI que intentaba no mirarme a los ojos. Maldita sea, pensé apretando los dientes y con el estómago revuelto. Estaba acostumbrada a temer y a desconfiar de los humanos, pero ¿de los de mi propia clase? Amargada, me ajusté el bolso y vi que Tom estaba hablando por un móvil. Ya lo acercaría alguien. ¿Por qué me habría preocupado? Jenks carraspeó y me metió un susto. Me había olvidado de que había estado sentado en mi hombro todo el rato. —No te preocupes, Rache —dijo en voz muy bajita—. Solo está asustado. —Gracias —dije. Aunque apreciaba aquello en cierto modo, no me hacía sentir mucho mejor. Tom no me había parecido asustado, sino más bien hostil. Al otro lado del camino, Glenn terminaba de darle instrucciones a un joven agente. Le dio una palmadita en el hombro y vino hacia mí. Sus ojos ya habían recuperado el brillo y su actitud mostraba una emoción contenida. —¿Lista para echar un vistazo? —dijo frotándose sus enormes manos. Miré al hombre lobo muerto y arrugué la nariz. —¿Y las fundas para los pies? —dije secamente al recordar la última vez que estuve en uno de sus fantásticos escenarios del crimen. —Ya han contaminado la escena —dijo, evidenciando su malestar con respecto a las técnicas de la SI—. A menos que te tires encima del cadáver, no podrías empeorar las cosas. —Vaya, gracias —dije, y di un respingo cuando me puso la mano en el hombro amigablemente. Le sonreí para demostrarle que no es que no apreciase el gesto, sino que me había sorprendido, y él entornó los ojos. —No dejes que eso te afecte —dijo suavemente el detective de la AFI mientras sus expresivos ojos oscuros se dirigían a la silueta distante del brujo entre las lápidas—. Sabemos que eres una buena mujer. —Gracias —dije, exhalando para liberar tensión. ¿Y a mí qué me importa lo que piense un brujo? Aunque sea tan mono… Jenks se rio por lo bajo junto a mi oreja. —Oh, qué monos sois. Voy a vomitar. Me atusé el pelo para hacer que Jenks se marchase y volví a concentrarme en lo que tenía a mis pies. Los hombres que estaban junto al cuerpo habían terminado el examen preliminar y se marcharon discutiendo en alto cuánto tiempo llevaría allí el cadáver. No podía ser mucho más que desde esa mañana: no olía mal y no había daños en los tejidos causados por la descomposición ni las moscas. Y ayer había hecho calor.

Me acordé del cuerpo destripado de un reno que me había encontrado en el bosque la primavera pasada y, tras calmarme, me agaché junto a Glenn. Me alegré de que mi nariz no fuese tan sensible como la de Jenks. El pixie teñía muy mala cara. Tras dejarle revolotear durante un momento, me aparté el pelo a modo de invitación y él aterrizó de inmediato en mi hombro. Me agarró la oreja con sus manos calientes y tomó aire con dramatismo varias veces mientras se quejaba de la base de alcohol que tenía mi perfume para mantener el olor a naranja. Glenn nos miró como preguntándose de qué íbamos. Entonces volví a mirar hacia abajo. El ayudante personal de la señora Sarong era un lobo muy poderoso y pensar que la persona cubierta de pelo que tenía ante mí se había suicidado era ridículo. Tenía el pelo negro y sedoso que tenían casi todos los hombres lobo y los labios recogidos para mostrar unos dientes más blancos que los de un perro de competición, aunque ahora estaban manchados con su propia sangre. El hecho de que sus intestinos se hubiesen salido en otra parte era una prueba para mí de que habían puesto el cuerpo allí. Al recordar las palabras de Denon tuve una sensación desagradable. La SI estaba encubriendo algo y si yo ayudaba a la AFI se descubriría. A algunas personas no les iba a gustar nada. Quizá debería retirarme. —No murió aquí —dije en voz baja mientras me apostaba mejor sobre el suelo en el que estaba agachada. —Estoy de acuerdo. —Glenn se retorció, incómodo—. Lo identificaron por un tatuaje que tenía en la oreja y solo hace unas doce horas que está desaparecido. La primera víctima llevaba desaparecida el doble de tiempo. Maldita sea, pensé, y sentí un escalofrío. Alguien se estaba poniendo muy serio. Glenn agarró una pata delantera y frotó el pelaje con un pulgar. —Lo han lavado. Jenks descendió un poco en el aire. Sus pies estaban justo encima de las uñas romas del lobo, que eran casi tan grandes como él. —Huele a alcohol —dijo con las manos en las caderas mientras se elevaba despacio—. Apostaría mi jardín trasero a que le pusieron esparadrapo, como a aquella secretaria. Glenn y yo nos miramos y él dejó en el suelo la pata del lobo. Si no encontrábamos la cinta, esas especulaciones no serían más que eso, especulaciones. Por la sangre de sus dientes parecía probable que la herida de la pierna por la que se había desangrado fuese autoinfligida, pero ahora me preguntaba si ese «parecía» era la palabra clave. Había sido hecha con más precisión que en el caso de la secretaria de la señora Sarong, como si alguien estuviese mejorando con la experiencia. Tenía los cuartos traseros manchados de sangre y el suelo estaba empapado. Probablemente era sangre de hombre lobo, pero dudaba que la sangre que había en su pelo y en el suelo fuese de la misma persona. —Jenks, ¿hay alguna marca de aguja? —pregunté, y sus alas cobraron vida. Voló por encima de la pierna destrozada durante un momento y luego se posó en la mano que le ofreció Glenn. —No sabría decirte. Hay demasiado pelo. Puedo ir con vosotros a la morgue si queréis —le dijo a Glenn, a lo cual él respondió con un ruido de afirmación. De acuerdo, es solo cuestión de tiempo que relacionemos ambos crímenes. —¿Crees que vale la pena pasarle el hilo dental? —pregunté al recordar el esparadrapo encontrado en los dientes de la mujer. Ahora fue Glenn el que sacudió la cabeza.

—No, supongo que limpiaron el cuerpo antes de dejarlo aquí. —Soltó un suspiro fuerte y se puso de pie. Jenks alzó el vuelo y se posó sobre la lápida que había detrás del hombre lobo. Intenté memorizar el nombre que había escrito en ella mientras me preguntaba si sería importante. Mierda, yo no era detective. ¿Cómo iba a saber lo que era importante o no? »No será difícil demostrar que lo han movido —dijo Glenn desde arriba—. El problema es relacionar esto con la secretaria del señor Ray. Quizá cuando le demos la vuelta podamos ver si tiene marcas de presión o de agujas. Yo también me levanté y me di cuenta de que quienquiera que hubiese dejado el cuerpo allí se había tomado la molestia de presionar las patas del hombre lobo contra la hierba para ensuciarlas pero, evidentemente, era suciedad superficial. Tenía las uñas tan limpias como si hubiese estado trabajando en un despacho durante las últimas doce horas. O atado a una camilla. —Por lo menos podrás obtener una necropsia decente —le dije—. Han movido el cuerpo. La SI tiene que admitir que puede ser que lo hayan asesinado. Encontrarás alguna relación con la secretaria del señor Ray. —Y puede que eso le dé a la SI el tiempo necesario para fabricar las pruebas que quieran —dijo Glenn con amargura mientras se sacaba un paquete de pañuelos de papel de un bolsillo delantero y me daba uno. Yo no había tocado el cuerpo, pero lo cogí, ya que era evidente que Glenn creía que debía hacerlo. —Tendrá marcas de agujas. Alguien lo ha matado. A ver, ¿cómo te puedes hacer tanto daño como para matarte teniendo las patas limpias y oliendo a alcohol? —Tengo que demostrarlo, Rachel —dijo Glenn si apartar la mirada del hombre lobo. Yo me encogí de hombros. Deseaba irme a casa y ducharme antes de mi reunión con el señor Ray. A la mierda con demostrarlo. Ese no era mi trabajo. A mí señálame a alguien a quien detener y allí estaré. —Si conseguimos averiguar quién lo está haciendo, podríamos hacernos una mejor idea sobre cómo encontrar pruebas —dije sin mirarle a los ojos. Tenía la desagradable sensación de que el motivo por el que habían sido asesinados estaba relacionado con lo que yo tenía en la nevera, y en cuanto quién podría haberlo hecho, la lista se reducía a un selecto grupo de ciudadanos de Cincy: Piscary, Trent, el señor Ray, y la señora Sarong. Creo que podía eliminar a Newt de la lista. No se molestaría en encubrir nada. —¿Me necesitas para algo más? —dije devolviéndole el pañuelo usado. Los ojos de Glenn habían perdido su chispa y volvían a parecer cansados. —No, gracias. —Entonces ¿por qué me has hecho venir hasta aquí? —dije reprendiéndolo—. Si no he hecho nada. Su cuello oscuro se enrojeció y yo lo seguí hasta el coche de la AFI. Tras nosotros dejamos la cháchara de los chicos de la ambulancia mientras se disponían a trasladar el cuerpo a la morgue municipal. —Quería ver la reacción de Denon al verte —murmuró. —¿Me has traído aquí porque querías ver la reacción de Denon? —exclamé, y varias cabezas se giraron. Los oficiales de la AFI se reían como si aquello fuese un chiste… y yo el objeto del mismo. Glenn inclinó la cabeza y me agarró el brazo. Aquello le divertía.

—Dame un poco de cancha, Rachel —dijo—. Ya lo viste en la morgue. No quería que estuvieses allí y tenía miedo de que vieses algo que nosotros, los pobres humanos, pasaríamos por alto. Eso apunta a obstrucción a la justicia. Alguien está buscando esa estatua que tienes y tienes mucha suerte de que no piensen en ti. ¿Sigue en correos? Yo asentí porque pensé que hacer lo contrario sería un error. Glenn me apretó el brazo mientras caminábamos. —Podría obligarte a entregármelo —dijo. Molesta, tiré del brazo para que me soltase y me detuve. —He traído ese bote de salsa que querías —dije, lo suficientemente alto para que los oficiales de la AFI que andaban por allí me escuchasen, y el pobre puso de todos los colores. No fue por la amenaza de quedármelo, sino por hacer público que le gustaban los tomates. Sí, era algo así de malo. —Eso es un golpe bajo —dijo Glenn volviendo a mirarme. —Entonces búscate a otra persona para que te haga de camello de kétchup —dije, y la culpa me hizo sonrojarme. Jenks descendió desde los árboles, asustando al oficial de la AFI. —Rache —dijo el pixie sin demostrar qué pensaba de mi chantaje—, te llevaré a casa y luego iré a la morgue. Quiero ver si el cuerpo tiene marcas de agujas. Puedo volver antes de que vayas a hablar con el señor Ray. Puede que tenga que estar en la iglesia sola con Ivy, fue lo primero que pensé. —Suena bien —dije yo. Me sentía mal, así que le susurré a Glenn—: Lo de la salsa iba en serio. ¿Quieres que te la dé ahora? Él apretó los dientes, claramente enfadado, y Jenks se rio. —Abandona, listilla —dijo Jenks con tono persuasivo—. No tienes derecho a tener el foco y lo sabes. —Es de jalapeños —dije para convencerlo—. Se te saldrán los ojos de las órbitas. Glenn titubeó y, cuando Jenks asintió para animarlo, se lamió los labios. —¿Jalapeños? —murmuró, perdiendo el enfoque. —Casi cuatro litros —dije, emocionada con el pacto—. ¿Has encontrado alguna brida? De repente Glenn volvió a la realidad. —Estoy en ello, pero me va a llevar algún tiempo. ¿Quieres un par de esposas mientras tanto? —Claro —dije, aunque eso no detendría a una bruja de líneas luminosas—. Perdí las que me diste en siempre jamás. —Había perdido mis viejas esposas con sus hechizos y todo. Quizá podría lanzarles los hechizos adecuados a los colgantes decorativos que Kisten me había regalado con la pulsera. Tendría que preguntar de qué tipo de metal eran. Glenn parecía sentirse culpable mientras examinaba a la gente que había detrás de mí recogiendo datos. —Necesito unos días —dijo apenas sin mover los labios mientras me daba sus esposas—. ¿Puedes esperar? Yo asentí mientras deslizaba el suave metal en mi bolso y luego miré a Jenks. —¿Listo? El pixie alzó el vuelo. —Te veré en el coche. Sus alas se desdibujaron y desapareció cruzando el cementerio a la altura de nuestras cabezas,

esquivando lápidas como un colibrí en una misión. Glenn tenía los labios fruncidos y, al ver que se avecinaba una discusión, dije con dulzura: —Jenks va de avanzadilla —dije echándome el pelo detrás del hombro—. Lo tenemos controlado. —Tengo que ir a esa clase. Esto ya viene de demasiado atrás. —¿Rachel? Estaba a punto de marcharme, pero me detuve, me giré y lo miré con las cejas arqueadas. —Ten cuidado —dijo levantando una mano en el aire a modo de rendición—. Llámame si necesitas que te paguen la fianza. Mi sonrisa se hizo más grande. —Gracias, Glenn —dije, contenta por haber evitado la horrible escena sobre el foco—. Esta noche iré a clase. De verdad. —Hazlo —dijo, y luego se giró para dirigirse a su equipo y llamó a un tío llamado Parker. Me sentí mal mientras caminaba por la hierba entre las lápidas hacia el coche, avanzando con dificultad mientras seguía la estela veloz de Jenks. Iba dando pasos pequeños y mirando al suelo en busca de esas lápidas planas. Levanté el bolso y busqué las llaves del coche, que tenían diseño de cebra, pero al girar la esquina de la gran lápida tras la que estaba mi coche, me paré en seco. Había alguien revolviendo en mi asiento de atrás.

16.

—¡Eh! —dije en tono agresivo, y el hombre de los pantalones vaqueros levantó la vista del lugar del asiento de atrás sobre el que estaba inclinado, manoseando la salsa de Glenn. Era Tom. Me quedé con la boca abierta. —¿Qué estás haciendo? —Me acerqué y me tambaleé al pisar una de esas lápidas que estaban al nivel del suelo. Tom salió del coche y yo me detuve ante él, resoplando. Sus ojos azules contenían un poco de enfado y mucho desprecio. Para mirarlo tuve que ponerme de cara al sol y aquello me cabreó. —Me han pedido que hable contigo —dijo, y yo me reí por lo bajo. ¿Así que ahora quiere hablar? Estaba de pie delante de mi coche y no parecía que fuese a moverse si no lo animaba un poco. Pero cuando vi a Jenks inconsciente sobre el salpicadero con sus alas de libélula expuestas al sol me decidí a darle ese empujoncito. Se me aceleró el pulso, alimentado por el miedo y por la ira. —¿Qué le has hecho a Jenks? El hombre se sobresaltó con la amenaza que transmitía mi voz. Dio un paso hacia atrás y casi se sale del camino. —No quería que oyese nuestra conversación. Se me hizo un nudo en el estómago por el miedo. —¿Lo has dejado sin conocimiento? ¿Has dejado sin conocimiento a Jenks para librarte de él? — Di un paso hacia delante y Tom retrocedió—. ¡Hijo de mala puta! Sí, había mezclado las frases, pero estaba realmente enfadada. Con los ojos abiertos de par en par por la sorpresa, Tom dio otro paso hacia atrás. —Es una persona, ¿sabes? —dije, sintiendo de repente mucho calor en la cara—. Se habría marchado si se lo hubieses pedido. —Preocupada, me apoyé en el coche y puse a Jenks en mi mano antes de que se le quemasen las alas con el salpicadero, que estaba ardiendo. Su pequeño cuerpo estaba flácido y pesaba muy poco. Recordé cuando él cargó conmigo cuando estaba débil por la pérdida de sangre y me invadió el miedo. Pero luego entré en pánico al ver que estaba sangrando—. ¡¿Qué has hecho?! —exclamé—. ¡Está sangrando por las orejas! El brujo de líneas luminosas estaba de pie ante mí, a un metro de distancia y con las manos a la espalda. —Rachel Morgan, me gustaría preguntarte… Se me tensó el cuerpo y sujeté a Jenks contra mí. —¡¿Qué le has hecho a Jenks?! ¿Sabes lo peligroso que es para un pixie perder sangre? —Señorita Morgan —interrumpió Tom—, esto es más importante que su compañero. Me daba la impresión de que no me llegaba el aire. —¡Es mi amigo! —exclamó—. ¡No es un trozo de carne! Di un paso hacia adelante y Tom se retiró. —No me toques —me advirtió. Pero yo me puse delante de sus narices gritando: —¡Me importan más los pellejos de las uñas de este pixie que toda tu apestosa vida, capullo santurrón! ¿Qué le has hecho?

—No te acerques —dijo alejándose todavía más pero con las manos por delante. —¡Si no le quitas este hechizo te voy a pegar una patada en toda la cara! —grité sosteniendo a Jenks con cuidado en medio de mi mano, colocada a modo de taza, y dando otro paso amenazador. Se me puso el vello del brazo de punta cuando Tom invocó una línea y, antes de que pudiese hacer o decir fiada, me lancé hacia él, segura de que estaba creando un círculo. Los círculos no pueden atravesar a una persona cubierta con un aura, sino que se deslizan y se crean por delante o por detrás de él o ella. Tenía un cincuenta por ciento de posibilidades. O entraba en su círculo o bien me partía la nariz al intentar entrar, como le había ocurrido a Minias. Sentí una sacudida y el sabor eléctrico del papel de estaño se me clavó en los dientes. Jadeando, me encorvé sobre Jenks. Me recorrió el poder glacial de Tom y, por un instante, el mundo se volvió negro. Mi chi se llenó con el suyo provocándome una sensación aterradora de estar haciendo algo mal. Se desbordó y el exceso se tejió en mi mente, enrollando y almacenando el poder de la línea. Di un tirón para intentar romper la conexión, que se partió produciendo un tañido tan agudo que tenía que ser audible. Abrí los ojos y me encontré a Tom mirándome fijamente. Estaba dentro de su círculo. Tampoco es que fuese tan grande. El brujo entrecerró los ojos. Estaba moviendo los dedos y yo lancé mi puño hacia delante y le di en todo el estómago. Buen golpe, Rachel, pensé al verle perder el aliento mientras caía de culo sobre la hierba y se golpeaba la espalda contra la pared del círculo. Ahora probablemente me demandaría por agresión, Pero él me había amenazado primero con la magia de líneas luminosas. —Puedes decirle a Denon que se vaya a la mierda —dije. Sentía que algo iba mal pero no podía pararme a pensar en ello—. ¡No conseguirá asustarme para que deje este caso! —Recordé que tenía la pistola de bolas en el bolso que, no sé cómo, seguía en mi hombro. Pero quedaría como una estúpida si le disparaba con balas de fogueo. Además, era difícil hacer cualquier cosa con Jenks en la mano. —No es Denon —dijo el brujo jadeando con la cara roja mientras intentaba respirar. Yo me eché hacia atrás. La fuerza de su círculo zumbaba sobre mi cabeza. ¿No estaba hablando en nombre de la SI? ¿Qué coño está pasando? Tiré de mi camisa para cubrirme el estómago, recelosa de repente. Tom me miraba desde el suelo con la espalda apoyada en el círculo y su gesto de dolor me hizo retirarme un paso atrás para que pudiese ponerse de pie. Parecía conmocionado, agitado y molesto. El brujo se levantó y se sacudió la hierba de la ropa. Pero entonces su rostro se serenó y miró el arco de siempre jamás situado sobre su cabeza. Aquella sensación de que ocurría algo malo se intensificó y seguí su mirada hacia la horrible negrura. Su círculo no había caído cuando lo empujé hacia él. Aquello no estaba bien. —Lo has cogido —susurró Tom siguiendo con la mirada el ir y venir de los trozos dorados y afilados que brillaban en medio de la carbonilla de demonio—. ¡Has cogido mi círculo! Mi mirada se dirigió de repente al arco de poder que había sobre nuestras cabezas, atemorizada por el descubrimiento. Lo que se reflejaba allí era mi aura, no la suya. ¿He cogido su círculo? Newt lo había hecho con el de Ceri, pero aquello había requerido cierto esfuerzo. Yo simplemente había entrado en este. Eso fue todo, pensé. Todavía se estaba formando y era vulnerable. Asustado, retrocedió hasta que chocó con la franja de siempre jamás. —Me dijeron que eras una bruja terrenal. Maldita sea, has cogido mi círculo. Nunca habría… — dijo tartamudeando, con las mejillas pálidas—. Quiero decir… Dios, debes de pensar que soy un idiota por intentar vencerte.

Asustada de lo rápido que había pasado de ser un gallito a estar asustado, dije: —No te preocupes. Tom lanzó un vistazo al interior de la burbuja. —No pretendía hacerle daño a tu pixie —dijo observando a Jenks, que seguía agazapado en mi mano—. Está bien. Lo he aturdido con una alta frecuencia. Se despertará en una hora. No sabía que te importaba tanto. Mi pulso seguía acelerado y no me gustaba lo rápido que había cambiado su actitud. Mentiría si no admitiese que, en cierto modo, era halagador. Por lo menos aquello había calmado mi ira. A ver, ¿cómo puedes estar enfadado con alguien que piensa que eres una bruja más fuerte que él? —No pretendía coger tu círculo, ¿vale? —dije. Preocupada, toqué el círculo que no había invocado y sentí un escalofrío cuando se rompió y la energía que otra persona había invocado entró y salió de mí. Estaba demasiado distraída para destejer el exceso que tenía en la cabeza, así que lo dejé estar. Tom se balanceó para mantener el equilibrio cuando el círculo cayó. Era evidente que se alegraba de estar fuera, pero todavía seguía pálido. —¿Qué es lo que quieres? —dije mientras notaba el ligero peso de Jenks en la palma de la mano. —Yo… —Dubitativo, respiró profundamente—. Tú tienes experiencia invocando demonios — dijo, y yo me encogí de vergüenza—. A mis superiores les gustaría hacerte una invitación. Indignada, dejé caer el bolso del hombro. Cogí la tira con la mano y lo lancé al asiento de atrás. Había dicho que no estaba trabajando para Denon, pero yo tampoco quería trabajar para el Arcano. Entonces murmuré mientras cogía la manilla del coche: —No trabajo para la SI de ninguna manera, así que olvídalo. —Esto no es la SI… es un grupo privado. Me resbalaron las manos de la manilla y me quedé de pie dándole la espalda, pensando. El sol pegaba muy fuerte y probablemente derretiría las velas de cumpleaños que llevaba en el bolso, y me giré para poner a Jenks a la sombra. Con la cadera ladeada, miré los zapatos de Tom, que parecían muy cómodos, sus vaqueros nuevos, su camisa de vestir metida por dentro y su cabello moviéndose con la ligera brisa que soplaba. Era joven, pero no inexperto. Poderoso, pero yo le había sorprendido. ¿Estaba trabajando en la división Arcano de la SI pero hablaba en nombre de otros? Aquello no sonaba nada bien. —¿Esto tiene que ver con invocar demonios, verdad? —dije, y el asintió, demasiado joven para parecer sabio, pero intentándolo de todas formas. Yo me apoyé en el coche, impresionada por cómo la gente más brillante haría las cosas más estúpidas—. Independientemente de lo que hayas oído, yo no invoco demonios. Ellos se me aparecen sin más para tocarme las narices. No lanzo maldiciones demoníacas. —Ya no—. No tendrías suficiente dinero para que lo hiciese. Así que sea cual sea el problema que tengan tus amigos, que se vayan con el cuento a otra parte. —No es ilegal invocar demonios —dijo Tom con agresividad. —No, pero es una estupidez. —Volvía a agarrar la puerta e iba a abrirla cuando Tom se adelantó y puso su mano sobre la mía. Yo me aparté, molesta. Maldita sea, era un practicante de magia demoníaca. —Rachel Morgan, espera. No les puedo decir que ni siquiera me has escuchado. No iba a pegarle otra vez, pero una pelirroja chillando podía hacer que se marchase hasta la persona más insistente. Tomé aire y después dudé. Esto no tenía nada que ver con el foco, ¿verdad?

Solté el aire y lo miré. Luego miré a Jenks; ya me empezaba a doler la mano de tenerla en aquella postura. Y luego volví a mirar a Tom. —¿Eres el que está matando a los hombres lobo? —le pregunté directamente. Tom abrió la boca, con sorpresa, con tanta sinceridad que tuve que creerme que era real. —Pensábamos que eras tú —dijo él. No sabía qué era más inquietante: que pensasen que yo era capaz de asesinar o que pensasen que era capaz de asesinar y que quisieran que me uniese a ellos. —¿Yo? —dije, cambiando mi peso a la otra pierna—. ¿Para qué? ¡Nunca he matado a nadie en toda mi vida! Había dejado que un demonio se los llevase en mi lugar, pero no los había matado. Ah, excepto a Peter. Pero él quería morir. Miré al horizonte con un sentimiento de culpa. Las puntas de las orejas de Tom se pusieron rojas de la vergüenza. —El círculo íntimo ha enviado una invitación —dijo, intentando volver a llamar mi atención—. Solicitan que te unas a ellos. Apuesto a que sí. —Perdona —dije enfadada—. Quita la mano de mi coche. Tom apartó la mano y yo abrí la puerta. Él retrocedió cuando yo entré y me acomodé en los asientos de cuero calientes por el sol. Aquello era genial. Sencillamente genial. Una organización alternativa de pirados quería reclutarme. Cerré la puerta mientras sostenía a Jenks en la palma de mi mano y saqué una caja de pañuelos de la guantera. La puse sobre mi regazo y, con mucho cuidado, lo tumbé en ella. Al verlo allí inmóvil me invadió el pánico. Si no estaba bien, Matalina se quedaría destrozada y yo estaría muy cabreada. El poderoso practicante de magia negra de líneas luminosas con vaqueros y gafas de sol, que probablemente podría convertir mi sangre en fango, quería que entrase en su grupito. O lo que era aún peor, parecía ser un subordinado. Encolerizada, miré a Tom entornando los ojos a causa del sol y, concentrándome, utilicé mi visión extrasensorial para comprobar su aura. Estaba bordeada por un leve resplandor negro. —Tu aura está sucia —dije mientras realizaba movimientos bruscos para ponerme el cinturón y dejaba de utilizar mi visión extrasensorial para no ver algo que no quería ver, ya que estaba en un cementerio. Con la cara roja, dijo arriesgadamente: —Mi puesto en la SI me prohíbe trabajar con demonios tanto como me gustaría. Pero estoy comprometido con la causa y estoy contribuyendo de otras maneras. Dios mío, ¿se está disculpando por no tener el alma más manchada? Tom malinterpretó mi expresión y su frente suave se tensó de enfado. —Puede que mi manto sea fino, pero sirve a un propósito. Puedo moverme sin que me vean donde aquellos más versados en las artes oscuras no pueden hacerlo —dijo mientras se acercaba—. Por eso te queremos a ti, Rachel Morgan. Tú confraternizas abiertamente con demonios. Tu manto es tan negro como el de cualquiera del círculo íntimo y aun así no tienes miedo de caminar con la cabeza bien alta y sin arrepentimiento. Ni siquiera te pueden tocar los de la SI. Me estiré y metí el brazo entre los asientos para coger el bolso. Claro. Y por eso me han quitado el carné. —¿Y por eso tu pequeño club cree que soy digna de ellos? —dije metiendo la mano para buscar las llaves. Toqué con los dedos la pistola de bolas y sopesé la idea de lanzarle unos cuantos encantamientos terrenales caducados solo para verlo irse corriendo.

—No es un club —dijo Tom, claramente insultado—. Es una tradición de brujos que se remonta a los inicios de los cruces de líneas de luz. Un linaje glorioso de secretismo y poder que va más allá de las fronteras de nuestra existencia. Bla, bla, bla… Aquello había adoptado el ritmo de la retórica vacía. Metí la llave en el contacto mientras me preguntaba si la SI sabía que tenía a un fanático religioso en plantilla. —¿Invocáis demonios? Tom se puso a la defensiva. —Exploramos opciones que otros brujos son demasiado tímidos para probar. Y creemos que tú eres… —Déjame adivinar. Me consideráis merecedora de unirme a vuestra causa y de estar al tanto de los secretos del sanctasanctórum que han sido transmitidos de maestro a alumno durante dos milenios. Vale, quizá eso había sido un poco sarcástico, pero Jenks no se movía y estaba preocupada. Tom estaba intentando decir algo y yo encendí el coche. El motor cobró vida bajo mis pies. Era un sonido que me hacía sentir segura. Tenía calor, así que encendí el aire acondicionado, aunque la capota estaba abierta. La brisa que fluía por los conductos de ventilación se enfrió y disfruté del cosquilleo de los rizos contra mi cara. Como ya había terminado de hablar con él, metí primera. Tom puso la mano sobre el coche. Se le pusieron los dedos blancos de la fuerza que hacía mientras sus palabras tropezaban las unas con las otras. —Rachel Morgan, tú has hecho grandes cosas, has sobrevivido a varios ataques de demonios pero nadie te lo reconoce como te mereces. Con nosotros puedes tener el honor y el respeto que te has ganado. Sus halagos no significaban nada, así que incliné un conducto de ventilación hasta que vi que a Jenks se le movía el pelo. —Conseguí sobrevivir gracias a la suerte y a mis amigos. No debería ser respetada por eso. Deberían encarcelarme por idiotez poco común. Eché la mano a la palanca de cambios e hice más fuerza. —Cogiste mi círculo —dijo él. —¡Porque entré en él mientras se estaba formando! ¡Fue una casualidad entre un millón! —La preocupación invadió sus ojos al ver que me marchaba y dudé—. Hazte un favor a ti mismo y a tu madre —dije—. Huye. Dile a tu jefe que te lancé un hechizo que te hace imposible continuar con tu gran trabajo. Olvídate de que los has conocido tanto a ellos como a mí y corre lo más rápido y lo más lejos que puedas, porque si juegas con demonios acabarán matándote o tomándote como familiar y, créeme, preferirás lo primero. ¡Y quita las manos de mi coche! Tom apartó la mano, pero en sus ojos surgió una nueva determinación. —No sobrevivirás estando sola —advirtió—. No seas tacaña. Comparte lo que has aprendido hasta ahora y comparte el peligro de invocarlos. Para controlar a un demonio es necesario un quorum de brujos. —Entonces me alegro de que no vaya a intentarlo. —Rachel Morgan… Solté un ruido de desesperación y grité:

—¡No! Y deja de llamarme Rachel Morgan. Soy Rachel o señorita Morgan. Solo los demonios utilizan todos los malditos nombres por los que se conoce a una persona. Mi respuesta es no. Nada de cabos salvavidas, nada de llamar a mi mejor amigo. Esa es mi respuesta final. No trato con demonios. No quiero tratar con demonios. Vuelve y dile a tu arquitecto que me siento halagada por la oferta pero que trabajo sola. Miró a Jenks, que estaba en mi regazo, y yo lo miré a él con el ceño fruncido. —Jenks forma parte de mi familia —dije con tono amenazador—. Y si vuelves a hacerle daño a mi familia, tú y tu circulito de mierda vais a saber que hay cosas peores que un demonio cabreado. —La SI no te ayudará —dijo retrocediendo cuando apreté el acelerador y lo amenacé con pasarle por encima—. Son una institución gestionada por vampiros y controlada por individuos egoístas, no por aquellos que buscan abrir su mente. Con el pulso a mil, dije: —Por una vez estamos de acuerdo, pero no estaba hablando de la SI. Estaba hablando de mí. Levanté el pie del embrague y me puse en marcha. Tenía tantas ganas de irme de allí como la última cita a ciegas de Ivy pero, por respeto a la muerte, tuve que contentarme con marcharme despacio y con cuidado. Miré a Jenks para asegurarme de que las sacudidas no lo habían movido y no se había partido un ala con el peso de su cuerpo. No dejaba de mirar la estrecha carretera y a Jenks. Estaba nerviosa, no solo por él, sino también por la oferta de Tom. No era nada bueno que te ofreciesen un puesto en una organización independiente, sobre todo cuando les dices que se metan sus grandes ideales y su glorioso trabajo por donde les quepa. Sentí un ligero tirón en mi chi y miré por el espejo retrovisor. Me quedé sin aliento y casi me salgo de la carretera cuando Tom me dio la espalda y desapareció. Joder, ha saltado a una línea. Preocupada, agarré más fuerte el volante, sin dejar de mirar continuamente la carretera y el lugar en el que Tom había desaparecido, como si hubiese sido un error. ¿Era tan bueno como para utilizar las líneas para viajar y solo era un miembro menor? Maldita sea, ¿a quién acababa de insultar exactamente?

17.

Las ventanillas del coche de David estaban bajadas y la sensación de humedad fresca del final de la tarde moviéndome el pelo era muy agradable. El aroma complejo a hombre lobo se mezclaba con el olor de la orilla del río y miré a David recorriendo con la mirada su estrecho coche deportivo. Llevaba puesto el abrigo largo de cuero y un sombrero a juego y, aunque probablemente estaría más cómodo con el aire encendido, no había sugerido ponerlo. Jenks iba sentado en mi enorme pendiente de aro y los rápidos cambios de temperatura causaban estragos en su pequeño cuerpo. Era más fácil sudar un poco que escuchar a Jenks soltar pestes por tener frío. De todas formas estábamos casi en Piscary's. Al llegar a casa de Spring Grove había encontrado un segundo mensaje en el contestador. La luz roja parpadeaba como una bomba de relojería. Lo primero que pensé fue que era Ivy, pero no era así. Era el nuevo ayudante de la señora Sarong. La propietaria de los Howlers también quería reunirse conmigo. Y al ver que la SI estaba intentando hacer pasar el asesinato de su ayudante por un suicidio, probablemente quería que yo averiguase quién lo había hecho. Me gustaba la idea de recibir tres cheques por un solo trabajo, así que cambié el lugar de reunión con Simón Ray a un lugar neutral y luego quedé con la señora Sarong a la misma hora. Al menos averiguaría si se estaban matando entre ellos. David agarró con más fuerza el volante cuando giró a la derecha para entrar en el aparcamiento casi desierto de Piscary's. Era medio bar, medio taberna y tenía dos plantas. Estaba cerrado hasta las cinco, que era cuando abría para la hora de la comida en el inframundo y me pareció que sería el suelo neutral perfecto. Kisten había establecido nuevos horarios poco después de que hubiesen perdido su licencia pública mixta (LPM, para abreviar) y hubieran pasado a tener una clientela únicamente de vampiros. El bar estaría vacío a excepción de Kisten y algunos empleados que se preparaban para el día. Además, hacer esto en un lugar donde Kisten pudiese entrar si le necesitaba era un buen plan. Nerviosa, comprobé que tenía en el bolso los hechizos y la pistola de bolas y un lote nuevo de pociones para dormir. David aparcó con suavidad en una plaza exterior, donde no tuviese que dar marcha atrás para salir. Sin decir nada, abrió el maletero y salió mientras yo me quedaba en el coche y ponía mi teléfono en modo vibración. Había sido un viaje muy silencioso; estaba claro que David estaba pensando en sus novias, en las vivas y en las muertas. No me entusiasmaba la idea de que viniese conmigo, pero tenía coche y yo me iba a reunir con dos alfas de las manadas más importantes de Cincy. Jenks decía que David tenía derecho a estar allí como mi alfa y yo confiaba en su opinión. Además, ya había trabajado antes con David. Aunque estuviese distraído, se le daba mejor reaccionar a la violencia de lo que podía indicar su aspecto despreocupado. —¿Listo, Jenks? —susurré mientras David cerraba el maletero. —En cuanto saques tu culo blanco como los lirios de este coche —dijo Jenks con sarcasmo. Ignoré sus palabras, metí el teléfono en el bolso y salí. Recorrí visualmente el aparcamiento mientras disfrutaba el aire fresco del río que me movía algunos mechones de cabello. El barco de Kisten estaba en el embarcadero y me dirigí hacia la puerta principal caminando muy despacio. David

me alcanzó y se puso a mi lado, mirándolo todo desde debajo de su sombrero marrón de cuero gastado. —¿Qué había en el maletero? —pregunté, y abrí los ojos de par en par cuando abrió el abrigo y me dejó echarle un vistazo a su tremendo rifle. —Conozco a esta gente —dijo, ahora con una expresión seria—. Les llevamos el seguro. Vaaaale, pensé, esperando no tener que sacar la pequeña pistola roja de bolas que llevaba en el bolso, porque si lo hacía se partirían el culo de risa. Hasta que cayese el primero de ellos, claro. Había un Jaguar negro desconocido y un Hummer cerca de la puerta, y estaba claro que no pertenecían al personal. Alguien se nos había adelantado a pesar de mis esfuerzos por llegar la primera y ganar terreno. Me atrevería a decir que se trataba del señor Ray, ya que creía que la señora Sarong tendría un poco más de clase como para llevar a su gente por ahí en un Hummer amarillo, por muy guay que pareciese. Me giré para mirar el coche deportivo de David y eché de menos la libertad que me confería meterme de un salto en mi descapotable rojo y marcharme. Entonces dejé escapar un suspiro. —¿Qué pasa, Rache? —preguntó Jenks, que seguía sobre mi hombro y sorprendentemente callado. —Tengo que mejorar mi imagen —murmuré mientras me subía la cintura de mis pantalones de cuero e intentaba seguirle el ritmo a los largos pasos de David. Cuando tenía una misión, siempre elegía el cuero; no quería dejarme un pedazo de piel si me caía y me deslizaba por la acera. Llevaba puesta una gorra de motorista a juego con el logotipo de Harley y mis botas de vampiresa que evitaban que hiciese ruido al caminar. Mi cazadora negra de cuero daba mucho calor y, aunque así estropeaba el modelito, me la quité para quedarme solo en blusa. A David le habían pedido que se tomase unos días libres en el trabajo para que se aclarase las ideas y había optado por unos vaqueros con una camisa de algodón metida por dentro en lugar de su traje habitual. El abrigo, el sombrero gastado que le cubría aquellos ojos amenazantes y su pelo negro ondulado en una coleta le hacían parecerse a Van Helsing. Su estado de ánimo rozaba la depresión; las pocas arrugas que tenía eran profundas y tenía la frente marcada con líneas. Caminaba a paso lento y sus piernas abarcaban casi un paso y medio de los míos; parecía que iba volando. Estaba recién afeitado y relajó los ojos, que tenía entrecerrados, cuando del sol pasamos a la sombra fresca del toldo del restaurante. Quizá tampoco tengo tan mal aspecto… Me dispuse a agarrar la manilla ignorando la ordenanza municipal que advertía que no tenía LPM. Todavía no había abierto, pero no pasaba nada. Había estado allí cientos de veces con Kisten. Todavía no me había molestado nadie. La mano bronceada de David se posó sobre la mía y sobre la manilla. —Las hembras alfa no abren puertas —dijo y, dándome cuenta de que iba a jugar a esto hasta el final, solté la manilla. Él abrió la puerta sin esfuerzo y la sujetó para que yo pasase. Entré y vi que el bar estaba tranquilo, las luces de la casa apagadas y todo gris y tranquilo. Me quité las gafas al entrar y las metí en el bolso. —¡Señorita Morgan! —dijo una voz familiar en el momento justo en que mis pies cruzaron la puerta. Era Steve, la mano derecha de Kisten, que se ocupaba del bar cuando él no estaba, y sonreí cuando aquel hombre grande como un oso levantó un solo brazo sobre la barra y vino a darme su tradicional abrazo.

Jenks despegó soltando un aullido, pero yo cerré los ojos mientras le devolvía el abrazo a Steve y aspiraba su exquisito aroma a incienso y sus feromonas de vampiro hasta el fondo de mis pulmones. Dios, qué bien olía. Casi tanto como Kisten. —Hola Steve —dije mientras sentía cosquillas en mi cicatriz de vampiro y ponía espacio entre ambos—. ¿Está muy cabreado Kisten porque le haya pedido prestado el bar durante unas horas? El subdirector y gorila de Kisten me dio un apretón final y me soltó. —Para nada —dijo con un brillo retorcido en los ojos. Estaban más dilatados de lo que deberían por la poca luz que había y su sonrisa dentada probablemente se debía al hecho de que sabía que yo disfrutaba aspirando su aroma—. Está deseando cobrarte el alquiler de la sala de atrás en especies. —Apuesto a que sí —dije con aspereza—. Ah, este es David, mi alfa —dije, al recodar que estaba detrás de mí—. Y ya conoces a Jenks. David se inclinó hacia delante extendiendo la mano y el dobladillo de su abrigo se enroscó al hacer ese gesto. —Hue —dijo David con una expresión melancólica—. David Hue. Encantado de conocerlo. La mirada de Steve pasó de él hacia mí y luego de nuevo a él. Había notado la tristeza de David. —Es un placer conocerlo, señor Hue —dijo el vampiro con sinceridad—. Oí que Rachel había aceptado una manada. Es uno de los pocos hombres por los que se deja dominar. —¡Oye! —exclamé dándole un golpe de repente en el hombro a Steve con el reverso de la mano. Pero Steve me la cogió y miré sus ojos de color negro brillante mientras me besaba las puntas de los dedos. Olvidé lo que iba a gritarle cuando me rozó la piel con sus fríos dientes. Sentí un escalofrío y parpadeé. Él me miraba fijamente con la cabeza agachada. —Deja de hacer eso —dije, y me aparté. Steve me sonrió como si fuese su hermanita pequeña y David abandonó su estado de nerviosismo y me miró fijamente. —El señor Ray ya está aquí —dijo el vampiro—. Está en la parte de atrás con seis hombres, la están esperando. ¿Seis? ¿Por qué habrá traído a tanta gente? No sabe que va a venir la señora Sarong, ¿no? —Gracias —dije mientras dejaba el abrigo sobre la barra cuando Steve se disponía a marcharse —. ¿Te importa si esperamos aquí hasta que llegue la señora Sarong? —En absoluto. —Sacó un taburete de debajo de la barra y me lo dio—. ¿Qué queréis de beber tú y el señor Hue? —dijo mirando al hombre lobo melancólico—. Yo no se lo diré a la SI si vosotros tampoco lo hacéis. David se apoyó en la barra. Sus ojos marrones lo recorrían todo y parecía un pistolero procedente de la llanura. —Agua, por favor —dijo, sin darse cuenta de que lo estaba mirando. Haber provocado las muertes de esas mujeres lo debía de estar destrozando, aunque no lo hubiese hecho directamente. —¿Té helado? —dije yo, acalorada con aquella ropa de cuero, pero luego me arrepentí de inmediato. Iba a reunirme con dos de las personalidades más poderosas de Cincy, e ¿iba a estar bebiendo té helado cuando llegase ese momento? ¡Dios! No me extrañaba que nadie me tomase en serio. Quise cambiarla por una copa de vino, una cerveza, algo… pero Steve ya se había ido. El sonido de las alas de un pixie me hizo levantar la mano y Jenks aterrizó sobre ella. Le brillaban las alas por

el esfuerzo que había hecho. —El bar está bien —dijo apartándose el flequillo—. Solo los amuletos habituales. Voy a escuchar lo que dice el señor Ray si te parece bien. Yo asentí. —Gracias Jenks. Eso sería fantástico. Y Jenks se tocó la gorra roja que llevaba a modo de saludo. —Hecho. Volveré cuando me necesites. Al tomar vuelo provocó una pequeña corriente de aire fresco con las alas y luego se marchó. Steve venía hacia nosotros desde el otro extremo de la barra con las dos bebidas en sus grandes manos. Nos las puso delante y luego se metió en la cocina. Las puertas dobles se balancearon en silencio y acabaron cerrándose. David agarró su vaso de agua con una mano. Se encorvó sobre la barra con aire pensativo, pero no bebió. Oímos el murmullo de una conversación en la cocina y miré hacia la sala fría y oscura fijándome en los cambios que se habían producido desde que Kisten gestionaba el bar de primera mano. En la parte de abajo ahora había un montón de mesas más pequeñas en las que los clientes habituales podían tomar un bocado rápido en lugar de una comida. Bueno… no pretendía hacer una broma con lo de «bocado». Poco después de que Piscary entrase en la cárcel la comida había pasado de la cocina de gourmet por la que era conocido Pizza Piscary's a comida de bar, pero seguían sirviendo pizza. Había una mesa redonda grande situada entre el pie de la gran escalera y la cocina. Allí era donde Kisten se pasaba la mayor parte de las noches cuando estaba trabajando, un lugar desde el que podía verlo todo disimuladamente. La parte de arriba ahora era una pista de baile, con una cabina de pinchadiscos y focos. Yo nunca subía allí en horas punta; las feromonas de varios cientos de vampiros me impactarían tanto y me darían tanto placer y tan rápido como si me bebiese de una vez seis cervezas. Contra todas las apuestas, Kisten había convertido el hecho de perder la LPM en una ventaja; Piscary's era el único lugar de buena reputación de Cincy en el que un vampiro se podía relajar sin tener que cumplir las expectativas de otras personas sobre el comportamiento reservado y las normas vampíricas. Ni siquiera estaban permitidas las sombras. Yo era la única no vampira a la que se le permitía la entrada (porque había vencido a Piscary y le había dejado vivir al muy cabrón) y me honraba que me dejasen verlos tal y como querían ser. Los vivos se divertían con una despreocupación que daba miedo, intentando olvidar que estaban destinados a perder sus almas; y los no muertos intentaban recordar qué se sentía al tener alma, y casi parecían conseguirlo mientras estaban rodeados de tal flujo de energía. Cualquiera que entrase buscando un apaño rápido de sangre era invitado a marcharse. La sangre no tenía lugar en la fantasía que perseguían. Miré las fotografías que cubrían las paredes hasta el techo y me quedé perpleja cuando encontré la fotografía borrosa en la que aparecíamos yo, Nick e Ivy en la moto de ella. No se veía muy bien, pero todavía se distinguían una rata y un visón sobre el depósito de gasolina. Sentí mucho calor, así que levanté mi té helado para espolvorear un poco de sal en la servilleta. —¿Eso es un hechizo? —preguntó David mirando hacia la puerta de la cocina al oír a alguien reírse. Yo dije que no con la cabeza.

—Es para que el papel no se pegue al fondo del vaso y me haga parecer más gilipollas de lo que ya parezco ahora. El hombre lobo levantó la cabeza y abandonó su postura melancólica. —Rachel, vas vestida de cuero y estás en un bar de vampiros. Podrías tener un granizado rosa en la mano con una sombrilla y aun así impresionarías a la mayoría de la gente. Solté un suspiro largo y lento. —Sí, pero los alfas no son la mayoría de la gente. —Estarás genial. Eres la hembra de mi manada, ¿recuerdas? —Entonces miró a mi espalda. —Buenas tardes, Kisten —dijo, y yo me giré sonriendo cuando reconocí el aroma a incienso y cuero. —Muchas gracias, señor Peabody —dijo el vampiro agriamente, ya que le había fastidiado la idea de pegarme un susto. —Hola Kist —dije rodeándole la cintura con una mano y acercándolo a mí. Llevaba unos pantalones oscuros y una camisa roja de seda, su ropa habitual—. Gracias por prestarme tu club — añadí tirando de él de manera sugerente. Maldita sea, me hubiera venido bien haber pasado algo de tiempo con él ese viernes. El recuerdo del beso de Ivy me vino a la cabeza y luego desapareció. Sus ojos se dilataron y mi pulso se aceleró a pesar de mis esfuerzos. Una sonrisa invadió su rostro y su mirada se hizo más decidida. —Te puedo prestar la sala de atrás cuando quieras —dijo mientras buscaba con su mano mi cintura con un gesto familiar y reconfortante antes de darme un beso de bienvenida. Iba directo a mis labios pero, al recordar la presencia de David, me giré y me besó en la comisura de los labios. El leve gruñido que dejó escapar para mostrar su desagrado envió una descarga de deseo que me cogió desprevenida. No estaba realmente molesto, más bien se estaba divirtiendo y me preguntaba si hacerse de rogar para conseguir una noche juntos sería extremadamente divertido. O mortal. —Yo… siento haber pospuesto nuestra cita —dije mientras se inclinaba hacia atrás, nerviosa al ver que mantenía aquella postura durante demasiado tiempo—. Avísame cuando tengas otra noche libre y cambiaré la reserva. David miró a Kisten de arriba a abajo, luego agarró su bebida y deambuló por el bar mirando las fotografías. Kisten miró al techo con sus ojos azules, se pasó una mano por el pelo y se lo dejó despeinado con un aire atractivo. —Caramba —dijo con tono burlón apoyándose en la barra y transmitiendo una imagen de seducción y control—. Mi bruja tiene suficiente influencia para conseguir una reserva en la torre Carew cuando quiera. —Se llevó la mano al pecho—. Has herido mi orgullo masculino. Yo tuve que hacer la mía hace tres meses. —Yo no —dije dándole un empujón en el hombro—. La va a hacer Trent. Era parte del trato para que trabajase en su boda. —No importa —dijo—. El caso es que ya está hecho, y fue hecho… para ti. Sin saber qué decir, me bebí el té. El hielo a medio derretir se movió y casi me lo trago. —Lo siento mucho —repetí mientras agitaba el vaso para mover el hielo—. No quería aceptar, pero me ofreció mucho dinero para mí y para consagrar la iglesia —terminé agriamente. Mi mirada se volvió distante mientras me preguntaba si debería contarle lo de nuestro encuentro esa mañana, y luego decidí no hacerlo. Quizá más tarde, cuando tuviésemos más tiempo.

Kisten se inclinó para alcanzar el otro lado de la barra y, cuando se dio cuenta de que lo estaba mirando fijamente, volví a mirar mi bebida y dejé de mirar su culito prieto. Joder, el tío sabía cómo vestirse para llamar la atención. —Olvídalo —dijo mientras se sentaba en el taburete que estaba a mi lado con un bol de almendras en la mano—. Algún día seré yo el que tenga que anular una cita contigo por negocios y entonces — dijo mientras se metía una almendra en la boca y la masticaba— vas a tener que tomártelo bien y no ser una novia espástica. —¿Una novia espástica? —dijo malhumorada al darme cuenta de que el hecho de que hubiese aceptado aquello tan rápido se debía a su instinto de autoconservación, no porque lo comprendiese. Un poco cabreada, giré mi taburete sin soltar el vaso frío. Kisten dio un pequeño brinco, como si acabase de decidir algo, y me puso una mano en la rodilla para que dejase de moverme. —¿Quieres venir a cenar esta noche? —dijo. Al acercarse a mí, su pelo rozó el mío—. Yo tengo que trabajar, pero Steve puede ocuparse de todo y podemos comer en mi barco. Nadie nos molestará por nada a menos que tenga que ver con la sangre. Nuestros hombros se tocaron cuando me senté mirando a la barra. Me había rodeado la espalda con su brazo y jugaba con el pelo que estaba sobre mi oreja izquierda. Se me disparó el pulso y me estaba costando recordar por qué estaba enfadada. Fue bajando la mano y su respiración iba y venía sobre mi cuello. La cicatriz que estaba allí ya no se veía, estaba perdida bajo mi piel perfecta, pero la saliva de vampiro que el demonio había bombeado dentro seguía allí. —Tengo algo que me muero por darte por tu cumpleaños —dijo con una voz suave pero llena de determinación—. Si no te voy a ver el viernes quiero dártelo… ya. Aquella última palabra fue casi una petición y sentí un escalofrío al notar que me ponía tensa. Me puse recta, me humedecí los labios y me giré para pegar mi cabeza a la suya. No pude evitar recordar el beso de Ivy, pero lo aparté de mi mente. —Qué gustito —susurré. —Mmm. El tacto de Kisten en mi cuello pasó a parecerse más aun masaje que prometía más que una cena. Mi respiración se aceleró e inhalé su olor a propósito. No me importaba que estuviese expulsando feromonas para volverme vulnerable. Me gustaba demasiado y confiaba en que no me rasgaría la piel y que sustituiría con sexo su sed de sangre. Yo jugaba con el pelo que tenía por encima del cuello. Relajé los hombros y sentí que se me formaba un nudo en el estómago al pensar en lo que vendría después. Mis cicatrices no reclamadas me daban tanto placer como dolor y me hacían vulnerable a cualquier vampiro que supiese cómo estimularlas, pero cuando estaban en manos de un experto se convertían en un juego de alcoba increíblemente bueno, y Kisten lo sabía. Totalmente perdida, levanté la pierna izquierda y la puse sobre la suya para acercarlo hacia mí, pero me detuve al recordar dónde estaba. Reuní fuerzas y lo aparté de mí mientras él soltaba una risita y me miraba con deseo. —Maldita sea, mira lo que me has hecho —dije. Tenía la cara ardiendo y la mano sobre el cuello, cubriéndolo—. ¿No tienes que doblar servilletas o algo así? Él sonrió con arrogancia mientras se inclinaba hacia atrás y se comía otra almendra. Me puse aún más nerviosa cuando miró a David con una mirada encolerizada y de hombre satisfecho. Me había

puesto cachonda y me había cabreado. No era difícil cuando sabías qué botones pulsar, y mi mordedura de demonio era un gran botón, fácil de pulsar y difícil de ignorar. Además, lo amaba. —¿Te veo esta noche? —se atrevió a preguntar. —Sí —le espeté. Ya lo estaba deseando a pesar de la vergüenza que estaba pasando por el hecho de que David hubiese presenciado toda aquella escena. De acuerdo, era una bruja con un novio vampiro. ¿Qué pensaba que hacíamos en nuestras citas? ¿Jugar al parchís? El zumbido de las alas de Jenks captó mi atención y el pixie aterrizó suavemente sobre la carta de postres. —¿Qué pasa, Rache? —preguntó. Su rostro angular mostraba preocupación—. Estás toda colorada. —Nada. —Le di un sorbo a mi té y el hielo volvió a deslizarse por el vaso y me golpeó la nariz —. ¿Quieres agua con azúcar o mantequilla de cacahuete? —pregunté mientras dejaba el vaso en la barra. Kisten se alejó de mí sutilmente con su taburete. Las alas de Jenks avivaron su zumbido. —¿Estás segura de que estás bien? No te encuentras mal, ¿verdad? Desprendes calor como si tuvieses fiebre. Déjame tocarte la frente —dijo echándose a volar. —Estoy bien —dije espantándolo con la mano—. Es todo este cuero. ¿Qué está haciendo el señor Ray? Jenks vio a Kisten reírse mientras se comía las almendras y luego mi mano cubriéndome la cicatriz. El pixie miró luego a David, que nos había dado la espalda. —¡Ah! —dijo Jenks riéndose—. ¿Kisten te ha puesto nerviosilla? ¿Acaso le has contado que Ivy te besó y quiso ponerte a prueba? —¡Jenks! —grité, y Kisten se sobresaltó y se quedó pálido. Desde el otro extremo del bar, David gruñó y se giró para mirarme con ojos inquisidores. —¿Ivy te ha besado? —preguntó Kisten. Tierra, trágame. —Mira, no fue para tanto —dije mirando con odio a Jenks, que ahora me miraba como preguntándose por qué me había enfadado—. Estaba intentando demostrarme que no podía controlarla cuando la invade la sed de sangre y las cosas se nos fueron de las manos. ¿Podemos hablar de otra cosa? —Jenks estaba desprendiendo polvo y formó un rayo de sol sobre la barra—. Jenks, ¿qué está haciendo el señor Ray? —dije lanzándole una almendra. Maldita sea, no tengo tiempo para ocuparme de esto ahora. Jenks se quedó donde estaba, como si estuviese colgado en el aire, y la almendra le pasó por encima de la cabeza para acabar cayendo detrás de la barra. —Soltar pestes —dijo riéndose entre dientes—. Lleva esperando veinte minutos. Y no dejes que te engañe, Kisten. Lleva toda la tarde pensando en ese beso. Intenté agarrarlo, pero fallé cuando salió volando hacia atrás. —Me sorprendió, eso es todo. —Miré a hurtadillas a Kisten mientras él intentaba ocultar su preocupación. Detrás de él, David frunció el ceño y se dio la vuelta. Al recordar dónde estaba, cogía Kisten por la muñeca y la giré para poder ver la hora. —Quiero entrar con la señora Sarong, ya que ninguno de ellos sabe que el otro va a estar aquí. Ya debería haber llegado. Desde el otro extremo del bar, David se giró hacia la puerta y se estiró el abrigo. Kisten también se puso de pie.

—Hablando del rey de Roma —dijo—. Por el sonido, yo diría que al menos son tres coches. David caminaba despacio, pero sus pasos parecían engullir la distancia como por arte de magia mientras volvía hacia donde estábamos. Sentí angustia. Mierda, había hecho magia en el campo de béisbol de la señora Sarong para convencerla de que me pagase cuando había robado el pez del señor Ray pensando que era de ella. Sí, ella había solicitado esta reunión y, aunque parecía probable que quisiera hablar conmigo sobre el asesinato de su ayudante, la posibilidad de que siguiese enfadada por lo de aquel pez me ponía nerviosa. —Estaré en la cocina doblando servilletas —dijo Kisten en voz baja pasándome y la mano por el hombro mientras se levantaba y se marchaba. Todavía recordaba su mirada cuando Jenks le dijo que Ivy me había besado. —Soy una cobarde —le dije en voz baja a Jenks cuando se posó en mi pendiente. —No lo eres —empezó a decir—. Es solo que… —Sí, lo soy —dije, interrumpiéndolo mientras me ponía de pie y me aseguraba de que no tenía gotas de té helado en el pantalón—. Elijo un lugar en el que sé que alguien me salvará el pellejo si no sé qué hacer. David se aclaró la voz y se puso a mi lado; agradecí que no me criticase. Por la razón que fuese. —Eso no es ser cobarde —dijo mientras se abría la puerta principal y entraba la luz—. Es ser previsora. Yo no dije nada. Nerviosa, me esforcé por adoptar una actitud de seguridad mientras algo así como ocho personas eclipsaban la luz de la puerta. La señora Sarong iba delante y una joven justo detrás de ella. ¿Su nueva ayudante, quizá? Cinco hombres con trajes idénticos entraron detrás de ellas y formaron un semicírculo claramente protector. La señora Sarong los ignoró. La pequeñísima mujer sonrió con los labios cerrados, se quitó los guantes y se los entregó a su ayudante. Sin dejar de mirarme, se quitó el sombrero y se lo entregó, junto con su cartera de mano de cuero blanco, a la mujer. Se acercó hacia nosotros taconeando sobre el suelo de madera. Llevaba puesto un elegante traje blanco de aire masculino pero que no escondía las curvas de su pequeño pero bien proporcionado cuerpo. Tenía los pies pequeños. Aunque tenía cincuenta y tantos, suponía yo, estaba claro que se cuidaba: era delgada y segura de sí misma. Su pelo rubio, que llevaba corto y retirado de la cara, tenía mechones grises, pero aquello no hacía más que acrecentar su profesionalidad. Alrededor del cuello llevaba un collar de perlas y en la mano un anillo de diamantes que brillaba tanto que podría iluminar una pista de baile. —Señorita Morgan —dijo mientras se acercaba, y su séquito se desplegó como un abanico. Yo los miré con recelo—. Me alegro de volver a verla. Pero, sinceramente querida, podríamos habernos reunido en mi oficina o quizá en la torre Carew si se sentía más cómoda en un lugar neutral. —Miró rápidamente la habitación arrugando la nariz—. Aunque esto tiene un cierto encanto rústico. No pensé que lo hubiera dicho con desprecio, así que no le di importancia. Con David a mi lado y Jenks sobre mi hombro, me acerqué para estrecharle la mano que me había ofrecido. La última vez que nos habíamos visto yo tenía el brazo en cabestrillo, así que le di la mano y me alegré al sentir su apretón firme y sincero. —Señora Sarong —dije sintiéndome muy alta y muy incómoda con aquella ropa de cuero, ya que era casi veinte centímetros más alta que ella—. Me gustaría que conociese a David Hue, mi alfa. Su sonrisa se agrandó. —Un placer —dijo, inclinando la cabeza hacia David, que le devolvió el gesto—. ¿Así que ha

elegido a una bruja como hembra alfa para crear una manada? —Arqueó las cejas, y sus ojos, intactos a pesar de su edad, brillaron—. Una forma maravillosa de interpretar las reglas, señor Hue. Yo ya he eliminado esa laguna en mi manual del empleado, sin embargo, es maravilloso. —Gracias —dijo él alegremente y luego dio un paso atrás para retirarse de la conversación, aunque no de la reunión. La señora Sarong le extendió la mano a su ayudante y la mujer la agarró, dejándose arrastrar por ella. —Esta es mi hija, Patricia —dijo la mujer más mayor. Aquello me sorprendió—. Debido al desgraciado fallecimiento de mi ayudante, ella será mi sombra durante el próximo año, para que pueda entender mejor con quién me relaciono día a día. Yo levanté las cejas y reprimí mi sorpresa. ¿Ayudante? La joven que tenía ante mí no era la ayudante de la señora Sarong, sino nada menos que su heredera. —Es un verdadero placer —dije con sinceridad mientras le daba la mano. —Igualmente —dijo con firmeza. Sus ojos marrones delataban su inteligencia. Tenía la voz aguda pero decidida e iba vestida con tanta clase como su madre aunque, todo hay que decirlo, enseñando mucha más piel. Ahora que sabía qué relación había entre ellas, el parecido era evidente, pero mientras la señora Sarong envejecía con belleza, su hija Patricia era sencillamente hermosa. Tenía una hermosa melena negra que le enmarcaba suavemente la cara, y sus pequeñas y delicadas manos tenían una gran fuerza. En lugar de perlas ella llevaba una cadena de oro con una piedra marrón colgando. Su tatuaje de manada, una vid enredada en un alambre de espino, le rodeaba el tobillo. Empujé a David hacia delante, que avanzó a trompicones. —Este es David —dije, sintiéndome de repente como mi madre intentando emparejarme con el hijo de su amiga. David dio un respingo, pero luego, con una mirada triste que lo hacía diez veces más atractivo, le dio la mano. —Hola, señorita Sarong —dijo—. Es un placer conocerla. —Señor Hue —dijo la joven mirándolo con unos ojos ligeramente risueños. La señora Sarong me miró con un gesto inquisidor por mi impertinencia. —¿Les gustaría beber algo? —pregunté, pensando en que tendría que poner a trabajar mis oxidadas habilidades como anfitriona mientras tratase con una mujer educada en el protocolo y las formas. ¿Y qué demonios estoy haciendo presentándole a David a su hija como si él estuviese en el mercado? Apreté los labios y Jenks resopló desde mi pendiente—. Podemos ir a una sala privada — añadí. No estaba segura si sería más fácil llevarla a donde estaba el señor Ray o traerlo a él allí fuera, pero ella me interrumpió con un movimiento de mano. —No —dijo en voz baja, recuperando su aire de mujer de negocios—. Lo que quiero solo me llevará un momento. —Miró a su hija directamente y la joven le hizo un gesto a los hombres para que se retirasen y no oyesen la conversación. Ellos se fueron, malhumorados pero obedientes, y cuando la señora Sarong miró a David, yo miré a su hija, que estaba de pie a su lado. —Bien —dijo, como aceptando su presencia—. Simplemente quiero contratar sus servicios. Yo, que me esperaba aquello, asentí, pero tuve un ataque de moralidad y me oí decir: —Ya estoy trabajando con la AFI para averiguar quién asesinó a su ayudante. —Le hice un gesto para que ocupase una de las mesitas—. No es necesario que usted me contrate también. Ella se sentó con elegancia y yo me senté enfrente. David y Patricia se quedaron de pie.

—Espléndido —dijo la señora Sarong, haciendo claramente un esfuerzo por no tocar la mesa—. Pero quiero contratar sus otros servicios. Confusa, la miré perpleja. —Tu antigua profesión, querida —añadió. Sentí en el hombro el cosquilleo de una sonrisa pixie y abrí los ojos de par en par. —Señora Sarong… —dije tartamudeando y sintiendo como me subían los colores. —Oh, por el amor de Cerbero —dijo la mujer, desesperada—. Quiero que mates al señor Ray por asesinar a mi ayudante. Y estoy dispuesta a pagar ingentes cantidades de dinero. Cuando por fin lo comprendí, me quedé estupefacta. —Yo no mato a personas —protesté, intentando mantener la voz baja, pero con un bar lleno de vampiros y de hombres lobo estaba segura de que alguien más me había escuchado—. Soy una cazarrecompensas, no una asesina. ¿Se habría enterado de lo de Peter? La señora Sarong me dio una palmadita en la mano. —Está bien, querida. Lo entiendo. ¿Setenta y cinco mil te parece bien? Haz la apuesta correcta el próximo partido y avísame. Después ya me ocupo yo. Setenta y cinco… Me faltaba el aire. —No lo entiende —dije, empezando a sudar—. No puedo. ¿Y si lo averigua David? La muerte de Peter había sido un fraude al seguro. La mujer entrecerró los ojos y apretó los labios mientras miraba a su hija. —¿Ya te ha contratado Simón Ray? —preguntó con voz vehemente—. Entonces, cien mil. Maldita sea, será cabrón. Miré a David, pero él parecía tan estupefacto como yo. —Me ha malinterpretado —dije tartamudeando—. Lo que quiero decir es que no hago ese tipo de cosas. —Y aun así —dijo pronunciando clara y precisamente cada sílaba—, la gente que la molesta se muere. —No es cierto —protesté reclinándome hasta que mi espalda topó con la silla. —¿Francis Percy? —dijo, contando los nombres con los dedos—. ¿Stanley Saladan? Esa rata… ah, ¿Nicholas Sparagmos? Cerró sus elegantes dedos, que tenía extendidos, y yo me asusté. —Yo no maté a Francis —dije—. Él lo hizo todo solo. Y Lee fue arrastrado por un demonio al que invocó. Nick se tiró por un puente. La señora Sarong sonrió más ampliamente y volvió a darme una palmadita en la mano. —Hiciste muy bien con el último —dijo mirando a su hija—. Dejar que un exnovio interfiera en tus relaciones futuras es invertir en problemas. La miré durante un momento. ¿Quería que matase a Simón Ray? —Yo no lo maté —protesté—. En serio. —Pero, de todas formas, han muerto. —La señora Sarong me dirigió una sonrisa perfecta, como si acabase de hacer un truco fabuloso. De repente, la amabilidad que había coronado su expresión cambió a una actitud de cuestionamiento. Se me erizó el vello del cuello y la vi tomar aire. —¡Simón! —gritó mientras se ponía de pie. Yo me levanté de un salto cuando su séquito se puso en movimiento dirigiéndose hacia nosotros. Lo sabía. Sabía que el señor Ray estaba allí.

—¡Rache! —chilló Jenks abandonando mi hombro mientras esparcía chispas de polvo dorado. Yo retrocedí hacia David, pero la manada de la señora Sarong no estaba preocupada por mí. Se escuchó un grito, seguido de un golpe seco amortiguado. Kisten entró a toda velocidad procedente de la cocina y caminando con aquella rapidez vampírica. Se dirigía a la sala de atrás pero, antes de que pudiese llegar, el señor Ray salió de ella echando pestes. Genial, pensé cuando el resto de sus gorilas se desplegaron detrás de él blandiendo pistolas y apuntándonos con ellas. Esto es genial.

18.

—¡Tú, pretenciosa! —gritó el furioso hombre lobo, con la cara roja y sus gorilas a sus espaldas—. ¿Qué estás haciendo aquí? La señora Sarong se puso delante de los hombres que intentaban protegerla. —Planeando tu eliminación —dijo con ojos brillantes y una voz cortante. ¿Eliminación? ¿Como si fuese un árbol demasiado grande que estuviese atascando las alcantarillas? El hombre de negocios de pequeña estatura parecía ahogarse con su propio aliento al encolerizarse. Boquiabierto como uno de sus peces de concurso, intentó responder. —¿No me digas? —consiguió decir—. ¡De eso quería hablar con ella! Entonces escuché a Jenks decir desde mi hombro: —¡Joder, Rache! ¿Cómo te has convertido en la asesina predilecta de Cincy? Yo miré a las dos manadas a las que solo separaban las pequeñas mesas redondas. ¿El señor Ray quiere contratarme para cargarme a la señora Sarong? El clic de las pistolas al cargarse me sacó de mi ensimismamiento. —Echa a volar, Jenks —grité mientras le daba una patada a una mesa y me ponía en su lugar. Jenks despegó dejando tras de sí un arroyo de chispas doradas. De repente noté un olorcillo y vi a David cubriéndome las espaldas. Con el rifle gigante en la mano parecía un pistolero buscando venganza. Kisten dio un salto y se puso entre las dos manadas con las manos levantadas para tranquilizarlos, pero con una expresión dura. Cambió la presión del aire y, de repente, apareció también Steve. Todo el mundo se quedó quieto. Mi pulso se disparó y sentí como se me aflojaban las rodillas. Aquella escena era demasiado parecida a cuando entré allí en busca de Piscary después de que hubiese violado a Ivy, solo que esta vez había muchas pistolas apuntándonos. Sudando, observé a Kisten liberar la tensión visible en su rostro y en su cuerpo hasta adoptar una postura despreocupada, mostrando la seguridad de un gerente de bar. —Me importa un carajo si os matáis los unos a los otros —dijo modulando muy bien la voz—. Pero hacedlo fuera de mi bar, en el aparcamiento, como todo el mundo. David se pegó a mi espalda y, al sentir su calor, respiré hondo. —Nadie va a matar a nadie —dije—. Yo los convoqué aquí y todo el mundo se va a sentar para poder arreglar esto como inframundanos, no como animales. ¿De acuerdo? El señor Ray dio un paso adelante señalando con uno de sus pequeños dedos a la señora Sarong. —Voy a destriparte… De repente sentí que me invadía la cólera. —¡He dicho que silencio! —grité—. ¿Qué le pasa? —Me pesaba el bolso en el hombro y, aunque podía sacar mi pistola de bolas, no sabía a quién apuntar. En ese momento a mí no me estaba apuntando nadie. Creo. Y si me conectaba a una línea y creaba un círculo podría provocarlos a todos. Nadie iba a disparar… partiría de ahí. —No voy a matar a la señora Sarong —le dije al señor Ray. La señora Sarong, que estaba a mi izquierda, se puso tensa, pero parecía molesta, no asustada.

—Y tampoco voy a matar al señor Ray, como me ha pedido —añadí. El señor Ray se aclaró la voz y se secó la frente con un pañuelo blanco. —No necesito tu ayuda para cazar a esa bruja llorica —dijo, y los hombres que lo rodeaban se pusieron tensos, como si fuesen a saltar sobre ella. Aquello me cabreó. Esta era mi fiesta, maldita sea. ¿No me estaban escuchando? —¡Eh, eh! —grité—. Disculpen, pero yo soy a quien los dos quieren contratar para matar al otro. Sugiero —dije con sarcasmo— que nos sentemos en aquella mesa grande, solo usted, usted y yo. — Miré las pistolas, todavía cargadas y apuntando—. Solos. La señora Sarong asintió en un gesto de aceptación, pero el señor Ray sonrió con desprecio. —Puede decir cualquier cosa delante de mi manada —dijo con tono agresivo. —Bien. —Me alejé de David y él desarmó el rifle—. Pues hablaré con la señora Sarong. La mujer, tranquila, le sonrió con malicia al hombre ofuscado y se giró para darle una instrucción a su hija. Estaba tan frustrada como el señor Ray, pero estaba claudicando tranquilamente en lugar de insistir en que lo hiciésemos a su manera; parecía más dueña de sí. Intrigada, tomé nota de aquello para analizarlo después. Si es que hay un después. —¿Estás bien? —le susurré a David. Podía oler el almizcle que desprendía, denso y embriagador, por su tensión. La tristeza había desaparecido y ahora era un hombre con aire competente y con un rifle que podría atravesar a un elefante. Era un asesino de vampiros. También funcionaría con los hombres lobo. —Todo bien, Rachel —dijo, mirando con sus ojos marrones a todas partes excepto a mí—. Los mantendré donde están. —Gracias —dije tocándole el antebrazo. Él me miró y luego retrocedió un paso. Su abrigo rozó la parte superior de sus botas al moverse. Yo solté un suspiro largo. Ya más relajada, me dirigí hacia la mesa que había a los pies de la escalera, pasando entre las dos facciones de hombres lobo y sus pistolas. Kisten seguía en medio de la sala y se me acercó cuando pasé junto a él. Se me puso de punta el vello de la nuca, pero era por los hombres lobo, no por él. —Tengo esto controlado —dije en voz baja, apenas sin mover los labios—. ¿Por qué no te vas a seguir doblando servilletas? —Ya lo veo —dijo, sonriendo a pesar de la tensión que albergaba su suave voz. Jenks bajó del techo y se unió a nosotros y, bajo su atenta mirada, me froté la frente con las puntas de los dedos. Mierda, me estaba empezando a doler la cabeza. No era eso lo que había planeado, pero ¿cómo iba yo a saber que ambos querían contratarme para que matase al otro? —Creo que lo estás haciendo genial —dijo Jenks—. Hay dieciocho armas aquí dentro y todavía no han disparado ninguna. Diecinueve si cuentas la que tiene Patricia en la funda del muslo. Agotada, miré atrás, adonde estaba la delgada mujer lobo. Sí, con esa falda tan corta una cartuchera de muslo iría muy bien. Kisten me tocó el hombro. —No pienso salir de esta habitación —dijo con sus ojos azules casi totalmente dilatados—. Pero es tu misión. ¿Dónde quieres que nos pongamos Steve y yo? Yo aminoré el paso, contenta de ver que el señor Ray se había sentado frente a la señora Sarong. Eso sí, con metro y medio de separación entre ambos. —¿En la puerta? —propuse—. Uno de ellos probablemente haya pedido refuerzos y no quiero

que esto se convierta en un concurso de a ver quién trae a más gente. —Hecho —dijo, y se marchó con una ligera sonrisa. Habló con Steve y el enorme vampiro salió al aparcamiento con un teléfono móvil en su inmensa mano, marcando un número. Satisfecha, me dirigí a la mesa. ¿Diecinueve armas?, pensé, y se me hizo un nudo en el estómago. Qué bien. Quizá debería meterme en una burbuja, decir «Adelante» y declarar vencedor a quien siguiese de pie después de cinco minutos. —Jenks —dije mientras me aproximaba a la mesa—, mantente alejado, ¿de acuerdo? ¿Entendido? Se supone que solo tenemos que ser yo y ellos. Nadie más. Todavía revoloteando, se puso una mano en la cadera. Sus facciones angulosas parecían arrugadas y lo hacían parecer más mayor de lo que era. —¡Nadie considera personas a los pixies! —protestó. Yo lo miré a los ojos fijamente—. Yo sí, y no sería justo. Sus alas brillaron de vergüenza y satisfacción a la vez y desprendieron polvo. Asintió y se marchó a toda velocidad haciendo resonar sus alas de libélula. Ya sola, cogí la silla que estaba de espaldas a la puerta de la cocina, segura de que nadie entraría por allí con Steve fuera. Podía sentir el aroma de la masa de pizza fermentando y el intenso olor de los tomates. Esa noche me apetecía pizza. Me quité aquello de la cabeza, me centré, me puse el bolso en el regazo y lo abrí. Era agradable sentir el peso de mi pistola e intenté no pensar en las armas que el señor Ray y la señora Sarong probablemente llevaban encima. —Primero —dije, temblando por dentro a causa de la adrenalina—, me gustaría darles el pésame a ambos por la pérdida de sus miembros de la manada. El señor Ray, que estaba a mi derecha, señaló con grosería a la señora Sarong. —No toleraré que acoses a mi manada —dijo con las mejillas temblorosas—. La muerte de mi secretaria fue una declaración absoluta de guerra. Algo para lo que estoy preparado. La señora Sarong sorbió por la nariz y lo miró con desprecio. —Asesinar a mi ayudante es algo intolerable. No voy a fingir que no has sido tú. ¡Dios!¡Ya estaban otra vez! —¡¿Quieren dejarlo?! —exclamé. Ignorándome, el señor Ray se apoyó en la mesa y se dirigió a la señora Sarong. —No tienes pelotas para quitarme lo que es mío por derecho. Encontraremos la estatua y te arrastrarás a mis pies como la puta que eres. ¡Vaya!, pensé, y de repente lo entendí. Todo esto tenía que ver con el foco, no con que quisiesen matarse entre ellos. Miré a David, que tenía los labios apretados. Caso resuelto. Se estaban matando los unos a los otros. Pero la señora Sarong se estaba llevando poco a poco la mano a la cintura y a la pistola de una sola bala que probablemente guardaba allí. —Yo no maté a tu secretaria —dijo, intentando que Ray concentrase su atención en su cara y no en sus manos—. Pero me gustaría darle las gracias a quien lo ha hecho. Matar a mi ayudante para fingir que no tienes el foco te convierte en un cobarde. Si no puedes guardarlo con tu propia fuerza y tienes que recurrir al disimulo, no mereces tenerlo. De todas formas yo tengo más control sobre Cincinnati que tú. —¡Yo! —gritó el indignado hombre lobo y, al oírlo, Steve entró para echar un vistazo rápido—.

Yo no lo tengo, pero por mis muertos que lo conseguiré. Ni siquiera he empezado aún a ocuparme de tu manada infestada de perros, pero acabaré con cada uno de sus miembros si continúas con esta farsa. Por el rabillo del ojo vi a David agarrar su pistola matavampiros con gesto amenazante. Las dos facciones se estaban poniendo nerviosas. —Ya basta —dije, sintiéndome como la monitora del patio—. ¡Cierren los dos el pico! El señor Ray se giró hacia mí. —Tú, bruja, ¡eres una ramera ladrona y llorica! —exclamó el hombre lobo regordete, intentando afianzar su supremacía. David levantó su rifle y los hombres lobo que habían traído como refuerzo empezaron a revolverse. Al otro lado de la mesa, la señora Sarong sonrió como el mismísimo demonio y cruzó las piernas, diciendo lo mismo que el señor Ray pero sin pronunciar una sola palabra. Aquello se me estaba yendo de las manos. Tenía que hacer algo. Cabreada, me erguí e invoqué una línea. De inmediato mi cabello empezó a flotar y oí un murmullo de preocupación procedente del centro de la habitación. Me concentré en ellos dos, incapaz de romper el contacto visual. —Creo que quería decir hechicera en lugar de ramera —dije con voz suave mientras movía los dedos fingiendo lanzar un hechizo de líneas luminosas. No era cierto, pero ellos no lo sabían—. Le sugiero que se relaje. Y lo de ese pez fue un rescate, no un robo. —Añadí, sintiendo que se me calentaba la cara. De acuerdo, quizá todavía tenía cargo de conciencia—. Son los dos unos idiotas — añadí mirando al señor Ray—. Matarse los unos a los otros por una mierda de estatua cuando ninguno la tiene es patético. La señora Sarong carraspeó. —¿Cómo sabes que él no tiene el foco? —dijo, alargando las palabras. Se me pasaron por la cabeza un montón de respuestas, pero la única que creerían sería la que parecía más imposible. —Porque lo tengo yo —dije, rezando para que aquella fuese la repuesta que me permitiese seguir respirando otro día más. Mi declaración tuvo el silencio por repuesta. Luego el señor Ray se echó a reír. Yo di un respingo cuando dio una palmada en la mesa, pero la mirada de la señora Sarong estaba clavada en los hombres lobo que estaban a mis espaldas y se estaba poniendo pálida. —¡Tú! —dijo el hombre lobo entre risotadas—. Si tú tienes el foco me comeré mis calzoncillos. Yo fruncí los labios, pero la señora Sarong fue la siguiente en hablar. —¿Te gusta la seda con kétchup, Simón? —dijo con acritud—. Porque creo que sí lo tiene. El señor Ray dejó de reírse. Observó la palidez de la cara de la señora Sarong y luego me miró a mí. —¿Ella? —dijo con descrédito. Se me aceleró el pulso y me pregunté si habría cometido un error y si se aliarían para quitármelo antes de volver a enfrentarse de nuevo entre ellos. —Mira su alfa —dijo la delgada mujer señalando con sus ojos a David. Y todos lo miramos. David estaba medio sentado en una mesa con un pie apoyado en el suelo y el otro colgando. Tenía el abrigo abierto, mostrando su cuerpo escultural, y tenía el rifle en las manos. Sí, era una pistola grande pero, como había dicho Jenks, allí había otras diecinueve armas. Y aun así

estaba consiguiendo mantener a dos manadas agresivas quietas y en silencio. David siempre había sido un tipo impresionante, con la planta de un alfa y el misticismo de un solitario. Pero incluso yo podía notar el cambio en su actitud: no es que fuese capaz de dominar a otros hombres lobo, sino que esperaba que se subyugaran a él sin rechistar. Era la magia del foco corriendo por su interior. Había ganado el poder de la creación y, aunque había producido las muertes de inocentes, no reducía la magnitud de lo que aquello significaba. —Dios mío —dijo el señor Ray mirándome con los ojos como platos—. Lo tienes tú. —Tragó saliva—. ¿De verdad lo tienes? La señora Sarong había apartado las manos de su pistola y las había colocado sobre la mesa. Fue un movimiento de sumisión y me invadió un escalofrío. ¿Qué he hecho? ¿Sobreviviré a esto? —Tú estabas allí, en el puente, ¿verdad? Cuando los hombres lobo de Mackinaw lo encontraron —dijo con frialdad. Yo me incliné hacia atrás para poner distancia entre nosotros, pero lo que quería era salir corriendo. —En realidad ya lo tenía antes —admití—. Yo había ido a rescatar a mi novio. —La miré fijamente a los ojos preguntándome si estarían un tanto desilusionados—. Al que ustedes creen que maté —añadí. Me latió con fuerza el corazón cuando bajó la mirada por un instante y luego volvió a mirarme. Que Dios me ayude. ¿En qué me he convertido? El señor Ray no estaba convencido. —Dámelo —me pidió—. No puedes quedártelo. Eres una bruja. Uno listo, ahora falta el otro, pensé asustada, pero si daba marcha atrás ahora, conseguiría que mi vida terminase más rápido que si afirmaba públicamente tener aquella estúpida cosa. —Soy su alfa —dije, haciendo un gesto con la cabeza para señalar a David—. Y eso significa que sí que puedo. El hombre entrecerró los ojos. Puso una cara como si hubiese abierto un huevo podrido, y dijo: —Te haré parte de mi manada. Esa es mi mejor oferta. Tómala. —¿O la tomo o qué? —dije, permitiéndome un toque de sarcasmo en la voz—. Ya tengo manada, gracias. ¿Y por qué todo el mundo no para de decirme que no puedo hacer cosas? Lo tengo y ustedes no. No se lo pienso a dar. Fin de la historia. Así que ya pueden dejar de matarse los unos a los otros para intentar averiguar dónde está. —Simón —dijo la señora Sarong con mordacidad—, cierra el pico. Lo tiene ella. Asúmelo. Me hubiera gustado haber visto un cumplido en sus palabras, pero supuse que su apoyo solo duraría hasta que encontrase una forma de matarme. El señor Ray la miró a los ojos y algo que no pude entender pasó entre ambos; David lo sintió. También todos los hombres lobo que estaban allí. Fue como una ola, y todos se relajaron. Me sentí mal cuando ambas manadas se movieron y guardaron todas las pistolas. Mi preocupación se acentuó. Maldita sea. No me puedo permitir confiar en esto. —Yo no maté a tu ayudante —dijo el señor Ray, colocando sus gruesos brazos sobre la mesa. —Yo no toqué a tu secretaria —dijo la mujer, mientras sacaba un espejo de bolsillo y se comprobaba el maquillaje. Cuando lo cerró de golpe, me miró fijamente—. Ni tampoco nadie de mi manada. Estupendo. Estaban hablando, pero no estaba segura de tener la situación bajo control todavía.

—Bien —dije—. Nadie va a matar a nadie, pero todavía tenemos dos hombres lobo asesinados. — Ambos me dedicaron plena atención y sentí un nudo en el estómago—. Miren —dije, muy incómoda —, alguien además de nosotros sabe que el foco está en Cincinnati y lo está buscando. Puede que sean los hombres lobo de la isla. ¿Alguno de ustedes ha tenido noticias sobre una nueva manada en la ciudad? Mientras yo pensaba en Brett, ambos dijeron que no con la cabeza. Vale. Fenomenal. Estamos igual que al principio. Quería que se marchasen, así que me incliné hacia atrás como dándoles permiso. Había visto a Trent hacerlo un par de veces y al parecer a él le funcionaba. —Entonces, seguiré buscando al asesino —dije mirando a sus matones—. ¿Podrán dejar de tirarse los trastos a la cabeza hasta que averigüe quién está haciendo esto? El señor Ray resopló con fuerza. —Lo haré si ella también lo hace. La sonrisa de la señora Sarong era forzada y claramente falsa. —Yo puedo hacer lo mismo. Tengo que hacer unas cuantas llamadas. Antes de la puesta de sol. Miró a su hija. La joven se excusó y, teléfono móvil en mano, salió afuera. El señor Ray hizo un gesto y uno de sus hombres la siguió. Me preguntaba qué habría planeado la señora Sarong para el atardecer. No me gustaba que se peleasen entre ellos, pero que colaborasen me gustaba todavía menos. Quizá había llegado el momento de cubrirme las espaldas. —El foco está escondido —dije. Más o menos—. Está en siempre jamás —continué, y ambos me miraron. El señor Ray movía con nerviosismo los dedos. Mentirosa, pensé, sin sentir ni pizca de culpa—. Ninguno de ustedes puede encontrarlo, y mucho menos hacerse con él. —Mentiiiiraaaa—. Si me pasa algo, ninguno lo conseguirá. Si a alguno de mis amigos o familiares les ocurre algo, lo destruiré. Siempre dispuesto a desafiar los límites de la manera más burda posible, el señor Ray gruñó: —¿Y debería de tomarte en serio porque…? Yo me puse de pie. Quería que se marchasen. —Porque estaba dispuesto a contratarme para hacer algo que usted no podía hacer. Matar a la señora Sarong. Ella le sonrió y se encogió de hombros. Solo un poco más, pensé, y quizá pueda dormir esta noche. —Y porque hay un demonio que me debe un favor —añadí. El pulso se me disparó. No, susurró una pequeña parte de mí y de repente me dio miedo lo que estaba haciendo. Estaba aceptando que Minias me debía una. Estaba aceptando su trato. Estaba tratando con demonios. Pero la idea de que estas dos personas entrasen en mi vida y le prendiesen fuego a mi iglesia hasta convertirla en cenizas en busca de aquella estúpida estatua me producía más miedo en ese momento. Podía soportar el hecho de temer por mi vida, pero no por la de terceras personas. —Si ocurre algo que no me guste —dije—, vendrá a buscarles. Y ¿saben qué? —Me latía el corazón a cien por hora mientras agarraba la mesa para mantener el equilibrio tras el ataque de vértigo—. Le gusta matar, así que podría emocionarse con el tema. No me sorprendería que los eliminase a los dos para asegurarse de que tiene a la persona adecuada. El señor Ray me miró la muñeca, en la que se veía claramente la marca de demonio.

—Hagan las llamadas que tengan que hacer —dije, casi a punto de sucumbir a los temblores—. Calmen a su gente. Y mantengan la boca cerrada. Si se corre la voz de que yo lo tengo, mermarán sus posibilidades de esquivar a mi demonio y conseguirlo ustedes. —Me tomé un momento y los miré a los ojos—. ¿Nos entendemos? La señora Sarong se puso de pie, agarró el bolso con fuerza y lo puso por delante de ella. —Gracias por la copa, señorita Morgan. Ha sido una conversación realmente reveladora. Kisten salió de detrás de la barra mientras ella se dirigía a la puerta con todo su séquito delante. Al abrir la puerta, el sol entró con un gran destello y yo entorné los ojos. Me sentía como si hubiese estado en el fondo de un agujero durante tres semanas. El señor Ray me miró de arriba abajo con sus carnosas mejillas fofas e inmóviles. Asintió con la cabeza, hizo un gesto a su gente y también se marchó, con paso lento y provocativo. Su gente guardó las armas a medida que desfilaban por la puerta. Yo me quedé donde estaba hasta que el último do ellos atravesó el rellano. Esperé un poco más hasta que la puerta se cerró dejándome de nuevo en la oscuridad. Solo entonces me derrumbé y dejé que me bailasen las rodillas. Oí a Kisten atravesando la habitación, apoyé la cabeza en la mesa y suspiré. Tenía reputación de tratar con demonios. No me gustaba, pero si aquello mantenía a salvo a las personas que quería, entonces lo usaría.

19.

El barco de Kisten era tan grande que la estela de los barcos de vapor de los turistas se deshacía contra él sin siquiera moverse. Ya había estado en él antes, hasta había pasado un par de fines de semana aprendiendo lo bien que se transmiten las voces sobre el agua tranquila y oscura y a quitarme los zapatos en la cubierta. Había tres, si se contaba la más alta, donde estaban los mandos. Suficientemente grande para hacer fiestas en él, como decía Kisten, pero suficientemente pequeño para que él no sintiese que se había extralimitado. Bueno, está fuera de mi alcance, pensé mientras absorbía con una esquina de pan tostado lo que quedaba de salsa de espaguetis en la ligera porcelana china. Pero si eras un vampiro y tu jefe gestionaba las partes más feas del inframundo de Cincinnati, las apariencias importaban. Habíamos birlado el pan de la cocina de Piscary's, que estaba cerca, y tenía la impresión de que la salsa también. No me importaba que Kisten estuviese fingiendo que la había hecho él calentándola en su pequeña cocina. El caso es que estábamos disfrutando de una cena relajante en lugar de discutir por el hecho de que hubiese antepuesto mi trabajo a sus planes para llevarme a cenar por mi cumpleaños. Levanté la cabeza y miré al otro lado de la sala de estar sumergida e iluminada por velas mientras mantenía en equilibrio la bandeja sobre mi regazo. Podríamos haber comido en la cocina o fuera, en el espacioso balcón, pero la cocina era claustrofóbica y el balcón era demasiado abierto. Mi encuentro con el señor Ray y la señora Sarong me había puesto nerviosa. Y si a eso le añadíamos que había rechazado la invitación de Tom, se me podría tachar de paranoica. Estar rodeada por cuatro paredes era mucho mejor. La lujosa sala de estar se extendía de lado a lado del barco y parecía el escenario de una película: por un lado, sus ventanas anchas mostraban las luces de la ciudad y la luna brillando en el agua, y por el otro tenía las cortinas cerradas para que yo no tuviese que ver el aparcamiento de Piscary's. Técnicamente, Kisten estaba trabajando (por eso estábamos aquí y no en un restaurante de verdad), pero cuando nos colamos en la cocina para coger una botella de vino y el pan, le había oído decirle a Steve que no quería que lo molestasen a menos que alguien tuviese sangre en la boca. Me sentía genial por ocupar un lugar tan alto dentro de sus prioridades y, con ese pensamiento todavía en la cabeza, levanté la mirada y vi que Kisten me estaba observando desde el otro lado de la mesita baja de café que había entre ambos. La vela les daba a sus ojos azules una oscuridad artificial y peligrosa. —¿Qué? —le pregunté, poniéndome colorada. Era evidente de que llevaba observándome ya un rato. Su sonrisa de satisfacción se hizo aún mayor y sentí un escalofrío de emoción. —Nada —dijo con voz suave—. Cada vez que piensas algo se refleja en tu cara. Me gusta mirarte. —Mmm. —Avergonzada, dejé el plato encima del suyo vacío y me recosté en el sofá con la copa de vino en la mano. Él se puso de pie y se sentó a mi lado. Se recostó también y exhaló con satisfacción cuando nuestros hombros se tocaron. El disco del equipo de música cambió de pista y sonó un suave jazz. No iba a decir nada sobre la incongruencia que suponía mezclar vampiros con un saxofón soprano, así que suspiré y disfruté del olor a cuero y seda mezclado con su aroma a incienso

y el olor persistente a salsa para pasta. Pero mi sonrisa se desvaneció cuando empecé a sentir un cosquilleo en la nariz. Mierda. ¿Minias? No tengo mi espejo mágico. Me entró el pánico y, tras zafarme del abrazo de Kisten, me puse de pie. Conseguí poner la copa sobre la mesa de café justo a tiempo para estornudar. —Salud —dijo Kisten suavemente agarrándome la cintura con la mano para volver a acercarme a él, pero al ver que me ponía rígida, se inclinó hacia delante—. ¿Estás bien? —añadió con auténtica preocupación en la voz. —Te lo diré en un minuto. —Tomé aire con cuidado varias veces. Relajé los hombros. Para no preocupar a Ivy ni a Jenks, me había encerrado en mi cuarto antes de la puesta de sol y había creado mi contraseña. Maldita sea, debería haber dibujado el glifo en un espejo de bolsillo. Kisten me estaba mirando y yo dije: —Estoy bien —dije tras decidir que no era más que un estornudo. Exhalé lentamente y volví a sentarme para disfrutar de su calidez. Me pasó el brazo por detrás del cuello y yo me acurruqué contra él, feliz por tenerlo a mi lado, por estar yo a su lado y porque ninguno de los dos tuviese que estar en otro lugar. —Esta noche no has hablado mucho —dijo Kisten—. ¿Estás segura de que estás bien? —dijo mientras me acariciaba el cuello buscando mi cicatriz de demonio, que estaba oculta bajo mi piel perfecta. Aquello me hizo cosquillas. Me estaba preguntando cómo estaba yo, pero sabía que él estaba pensando en el beso de Ivy. Contuve un escalofrío cuando sus dedos me encendieron la cicatriz y el recuerdo de aquel beso se mezcló con las sensaciones que me estaba provocando. —Tengo muchas cosas en la cabeza —dije. No me había gustado la combinación de su tacto con el recuerdo del beso de Ivy. Ya estaba bastante confusa. Me giré en sus brazos para tenerlo de frente y me aparté de él buscando otra cosa en la que concentrarme. —Estoy pensando que esta vez se me ha ido de las manos, eso es todo. Con los hombres lobo. Kisten me miró con dulzura con aquellos ojos azules. —Después de verte doblegar a dos de las manadas más influyentes de Cincinnati, yo diría que no, que no se te ha ido de las manos. —Entonces esbozó una sonrisa aún mayor con un ligero toque de orgullo—. Me ha encantado ver cómo trabajas, Rachel. Esto se te da muy bien. Se me escapó un resoplido de descrédito. No eran los hombres lobo los que me preocupaban, sino cómo había conseguido hacerlos retroceder. Exasperada, recosté la cabeza sobre el respaldo del sofá y cerré los ojos. —¿No me viste temblar? Abrí los ojos de repente cuando Kisten cambió de postura y me deslicé en el sofá hasta donde estaba él. Nuestros cabellos se mezclaron y, acariciándome la oreja con los labios, me dijo: —No. Sentía su respiración sobre mi hombro y no me moví para nada excepto para jugar con su lóbulo desgarrado entre mis dedos. —Me gustan las mujeres que saben cuidarse solas —añadió—. Me pusiste muy cachondo. No pude evitar sonreír, pero la sonrisa desapareció demasiado rápido. —¿Kisten? —dije, sintiéndome de repente vulnerable a pesar de estar entre sus brazos—. De verdad, estoy asustada. Pero no por los hombres lobo.

Kisten dejó de acariciarme. Apartó el brazo con el que me estaba rodeando, se echó hacia atrás y me agarró la mano. —¿Qué pasa? —dijo, mirándome con mucha preocupación. Avergonzada, miré nuestros dedos entrelazados y vi las diferencias. —Tuve que amenazarlos con enviarles a un demonio para mantenerlos a raya. —Levanté los ojos y vi las arrugas de preocupación en su frente—. Me siento como una practicante de magia demoníaca —concluí—. Soy una idiota por tirarme el farol del demonio. O una cobarde, quizá. —Cariño… —dijo Kisten llevando mi cabeza hacia su pecho—. No eres ni una cobarde ni una practicante. Es un farol, y muy bueno, por cierto. —Pero ¿y si no es un farol? —dije apoyada contra su camisa pensando en toda la gente a la que había criticado por utilizar magia negra. Su intención no era convertirse en la gente alocada y fanática que yo metía en el asiento trasero de un taxi y llevaba a rastras a la SI—. Hoy vino a hablar conmigo un tío —dije mientras jugaba con el botón superior de su camisa—. Me invitó a unirme a su culto demoníaco. —Mmm. —Su voz retumbó en mi interior—. ¿Y qué le dijo mi estupenda cazarrecompensas? —Que ya sabía por dónde se podía meter su club. —Kisten no dijo nada, y yo añadí—: ¿Y si no se tragan mi farol? Si le hacen daño a Ivy o a Jenks… —Shhh —dijo para hacerme callar mientras me acariciaba el pelo con delicadeza—. Nadie va a hacerle daño a Ivy. Es una vampiresa Tamwood y sucesora de Piscary. Y ¿por qué iba nadie a hacerle daño a Jenks? —Porque saben que me importa. —Levanté la cabeza para inspirar aire fresco—. Quizá lo haga —dije asustada—. Si alguien le hace daño a Jenks o a su familia, quizá invoque a Minias e intercambie mi marca. —Minias —dijo Kisten sorprendido—. Pensé que en teoría tenías que mantener en secreto sus nombres. En su voz había más que un ligero toque de celos y sentí que se me iba formando una sonrisa en la cara. —Ese es su nombre informal. Tiene ojos de cabra rojos, un sombrero extraño de color morado y una novia loca. —Mmm. —Kisten me acercó más a él y me rodeó con sus brazos—. Quizá debería llamar a ese tío. Llevarlo a jugar a los bolos para que podamos intercambiar impresiones sobre novias locas. —Déjalo ya —dije regañándolo, pero había conseguido ponerme de buen humor—. Estás celoso. —Sí, claro, estoy celoso. —Estuvo callado durante un momento y luego se inclinó hacia delante —. Quiero darte tu regalo antes de tiempo —dijo estirándose sobre el brazo del sofá para coger algo del suelo. Me giré y apoyé la espalda en el brazo del sofá. Kisten colocó el paquete en mis manos y sonreí. Era evidente que no lo había envuelto él. El lazo que tenía alrededor tenía impreso el nombre La cripta de Valeria, un suministrador exclusivo de ropa en el que cuanta menos tela tuviese la prenda, más te desplumaban. —¿Qué es? —pregunté mientras sacudía la caja tamaño camisa y algo hacía ruido. —Ábrelo y mira —dijo mirándome a mí y luego la caja. Había algo extraño en su comportamiento. Una mezcla entre ilusión y vergüenza. Como no soy de las que guarda el papel, lo rompí y tiré de él pasando una uña por debajo del único trozo de celo

que mantenía cerrada la caja. Oí el frufrú del papel de seda y me animé al ver lo que había debajo. —¡Jo, qué bonito! —dije mientras levantaba el body—. Justo a tiempo para las noches de verano. —Es comestible —dijo Kisten con un brillo en los ojos. —¡Madre mía! —exclamé levantándolo y preguntándome cómo podríamos explorar esta nueva posibilidad. Recordando el ruido seco que había oído, dejé el body a un lado—. ¿Qué más hay aquí? —pregunté mientras hurgaba en la caja. Mis dedos se toparon con una caja pequeña y suave y, al reconocer su forma, mi rostro perdió toda expresión. Era la caja de un anillo. Oh, Dios mío—. ¿Kisten? —dije en voz baja y con los ojos abiertos de par en par. —Ábrela —me dijo, acercándose a mí. Con manos temblorosas, le di la vuelta para encontrar la abertura. No sabía qué hacer. Amaba a Kist, pero no estaba preparada para comprometerme. Dios, ni siquiera estaba preparada para ser la novia de nadie. Cómo iba a estarlo con dos manadas de hombres lobo en busca del foco, demonios apareciéndose en cualquier momento y un señor de los vampiros que me quería matar. Por no hablar de una compañera de piso que quería ser algo más que eso y yo, que no sabía qué hacer con la situación. ¿Cómo iba a embarcarme en una relación permanente cuando no podía dejar que me mordiese? —Pero, Kisten… —tartamudeé con el pulso a mil. —Tú solo ábrela —dijo con impaciencia. Contuve el aliento y la abrí. Me quedé perpleja. No era un anillo. Eran un par de… —¿Fundas? —pregunté. Sentí un gran alivio. Lo miré y noté su nerviosismo. No eran sus fundas. No, estas eran afiladas y puntiagudas. ¿Y eran para mí? —Si no te gustan las devolveré —dijo. Su habitual confianza en sí mismo había desaparecido—. Pensé que podría ser divertido usarlas de vez en cuando. Si tú quieres… Cerré los ojos. No era un anillo. Era un juguete. Debería haberlo supuesto después de lo del body comestible. —¿Me has comprado unas fundas? —Bueno, sí. ¿Qué pensabas que era? Iba a decírselo, pero entonces cerré el pico. Colorada, dejé la caja a un lado y miré las fundas en su cojincito de terciopelo. De acuerdo, no era un anillo, pero ¿qué quería decir esto? —Kisten, no te puedo dejar que me muerdas. —Cerré la caja con un ruido seco y se la entregué—. No puedo aceptarlas. Pero Kisten estaba sonriendo. —Rachel —me dijo con tono burlón—. No te las he comprado por eso. —Entonces, ¿por qué? —dije. Me había puesto en una situación muy incómoda. No podía evitar preguntarme si esto había sido una reacción al beso de Ivy. Volvió a dejar la caja en mis manos y me hizo envolverla con los dedos. —Esto no es una treta para clavarte los dientes en el cuello. Ni siquiera pretendo que tú me muerdas, aunque eso sería… —dijo, y tomó aire—, agradable. Sabía que era verdad y me tranquilicé. Kisten bajó la mirada. —Quería verte con unos dientecillos puntiagudos —dijo en voz baja—. Son juegos de alcoba. Como ponerse un body. Una especie de… disfraz. —¿No te gustan mis dientes? —dije disgustada. Maldita sea, no era una vampiresa y él quería más.

Esto era una mierda. Pero Kisten me acercó a él con una sonrisa de arrepentimiento. —Rachel, me encantan tus dientes —dijo. Sentí la seda de su camisa contra mi mejilla—. Mordisquean y dan pellizcos y que no puedas romperme la piel fácilmente me vuelve… —Contuvo la última palabra porque sabía que a mí no me gustaba—. Loco —dijo para terminar la frase—. Pero si te pones esas fundas y yo sé que me podrías rasgar la piel… —Soltó un suspiro—. No me importa si me muerdes o no. Lo que me excita es pensar que podrías hacerlo. Volvió a calmarme acariciándome el pelo con las manos y la poca confusión que me quedaba desapareció. Eso lo entendía. A mí me excitaba algo parecido. Saber que Kisten podría morderme pero se aguantaba las ganas por respeto, por fuerza de voluntad y quizá por Ivy era suficiente para que me latiera el corazón a mil. La idea de que un día podría no tener suficiente fuerza de voluntad o que ignorase la petición de Ivy me atraía. —Ah… ¿quieres que me los pruebe? —dije. Sus ojos se dilataron. —Si quieres. Sonriendo, me giré y volví a abrir la caja. —¿Me los pongo por encima sin más? Él asintió. —Están recubiertos de algún polímero milagroso. Póntelos y aprieta los dientes y se amoldarán de inmediato. Para sacarlos tienes que hacer un poco de palanca. Genial. Él no les quitaba los ojos de encima. Dejé la caja sobre la mesa y al cogerlas sentí la suavidad desconocida del hueso bajo mis dedos. Me sentía como si estuviese poniéndome lentillas. Busqué a tientas hasta que descubrí dónde iba cada una y luego coloqué el hueso moldeado sobre mis dientes. Me sentí rara al apretar los dientes. Abrí la boca y me pasé la lengua por la parte de dentro. Kisten tomó aire y yo lo miré. —Jolines, tía. El círculo azul que había alrededor de sus pupilas se encogió. Yo sonreí más y, al verlo, sus ojos brillaron totalmente negros. —¿Qué tal me quedan? —dije poniéndome de pie de un salto. —¿Adonde vas? —dijo. De repente su voz transmitía prisa. —Quiero ver qué tal quedan. —Riéndome, me aparté de él y me dirigí al baño que había al final del pasillo—. ¿Estás seguro de que no me cortaré el labio? —le pregunté cuando lo encontré. Encendí la luz del techo, amarilla y poco intensa debido al bajo voltaje. —Es imposible —dijo Kisten levantando la voz en la distancia—. Están diseñados para no cortar —añadió mientras se ponía justo detrás de mí. Yo me sobresalté y me di con el codo contra la pared de aquella pequeña habitación. —¡Dios, odio que hagas eso! —exclamé. —Yo también quiero verlo —dijo rodeándome la cintura con un brazo y acurrucando la cabeza entre mi cuello y mi hombro. Sus ojos no estaban en mi reflejo. Intentando ignorar las cosquillas que me provocaban sus labios, me miré al espejo tocando con la lengua la parte de atrás de las fundas. Tenían una suave curva y la parte de atrás era angular. Sonreí, giré la cabeza para echar un buen vistazo y vi como encajaban en el espacio cóncavo que había entre mis dientes inferiores. Entonces recordé fugazmente

cuando tenía ocho años y llevaba colmillos de cera en Halloween. —Deja de alardear de tus dientes —gruñó Kisten. Yo me giré para tenerlo delante mientras él recorría con sus manos mi cintura. —¿Por qué? —dije chocándome contra él sugerentemente—. ¿Te molesta? —No —dijo con una voz suave y me agarró con más fuerza. Allí dentro no había demasiado espacio, pero cuando intenté apartarlo se puso firme. Su cuerpo era cálido y sólido y me quedé donde estaba. Le puse los brazos alrededor del cuello y me agarré a él para mantener el equilibrio. —¿Te gustan? —le susurré a pocos centímetros de la oreja. —Sí. Recorrió mi clavícula con sus labios y yo sentí un escalofrío al notar los primeros indicios del deseo. —A mí también —dije. El pulso se me disparó. Le aparté la cabeza con agresividad para que no me tocase el cuello y luego me levanté para pasar mis nuevos dientes coquetamente por una vieja cicatriz. Kisten se estremeció contra mí. —Oh, Dios. Esto va a matarme —susurró. Yo sentí el calor de su aliento en mi hombro. El corazón se me puso a mil al sentir mi nuevo poder. Kisten se había quedado quieto debajo de mis dientes, sumiso pero sin ser dócil. Fue bajando las manos para trazar mis curvas y me sacó la camisa de los pantalones al volver a subir. Sus dedos ásperos de trabajar me recorrieron con suavidad y fueron subiendo hasta cubrirme el pecho. Su otra mano estaba en mi región lumbar, apretándome contra él. Con la respiración acelerada, le mordí suavemente una cicatriz antigua que tenía en la base del cuello. Las sensaciones surgían casi demasiado rápido como para poder apreciarlas. Luego centré mi atención en una pequeña cicatriz que sabía que era sensible. Inspiré su aroma y una tensión relajada me invadió. No había venido buscando esto, pero ¿por qué no? Una vocecita en mi cabeza se preguntaba si me habría dejado convencer tan fácilmente por Kisten con el tema de los dientes para reafirmar que él y yo ya teníamos algo de verdad (y que aceptar la oferta de Ivy, dejando de lado la sorpresa, sería serle infiel). Si era así, yo sería la única que se sentiría incómoda. Para los vampiros lo normal era tener varios compañeros de cama y sangre, y la monogamia era la excepción. Y aunque no era una vampiresa para aceptar relaciones con varias personas sin hacer examen de conciencia, lo único en lo que podía pensar en ese momento era en lo bien que me estaba sintiendo. Le pasé los dientes por todo el cuello sintiendo que se le tensaban los músculos. A Kisten le temblaban las manos y me preguntaba por qué estaba intentando resolver aquello ahora mismo. Su suspiro me envió una descarga de adrenalina por todo el cuerpo y me esforcé al máximo para no echarme encima y morderlo. Empezaba a tener un sentimiento pícaro y lo saboreé. Podía clavarle los dientes. Y sabía exactamente lo que provocaría en él. Yo no era vampiro y no podía encender sus cicatrices, pero él sí lo era y solo hacía falta que hubiese uno. Me metió las manos por debajo de la camiseta, acariciándome, y por el hueco que quedaba entre ambos metí la mano con la intención de desabrocharle un botón del pantalón. Solo uno. Con torpeza, debido al ajustado tejido, finalmente lo conseguí. Incapaz de resistirme, busqué su cremallera. Kisten cambió de postura y me presionó contra el estrecho trozo de pared. Sus ojos

azules estaban totalmente negros y entonces me sujetó las manos por encima de la cabeza. —Das por hecho demasiadas cosas, bruja —gruñó, y sentí una oleada de deseo. —¿Quieres que pare? ——dije inclinándome hacia delante para robarle un beso. Oh, Dios. Sus labios apretaron los míos con agresividad. Sabían a vino. Era excitante pensar que mis dientes estuviesen tan cerca de sus labios. Sabía que Kisten sentía mi necesidad de ver que se excitaba por completo y jugaba con eso. Pero mientras tuviese mis manos sujetas por encima de la cabeza, no podía evitar que probase cualquier lugar que tuviese a mi alcance. Me moví un poco hacia delante y le besé el cuello. Kisten exhaló lentamente. Me gustó poder provocarle esa respuesta. Lo exploré y encontré nuevas reacciones en viejas cicatrices. Debería haber hecho esto antes, pensé mientras me enganchaba a una de sus piernas con un pie y lo acercaba hacia mí. En cuanto llegase a casa tendría que ver lo que decía sobre esto la guía de Cormel para salir con vampiros. Dejé caer los brazos y rodeé a Kisten por el cuello suavemente mientras él me soltaba las manos y sentí un escalofrío cuando me llevó por el pasillo a oscuras. Mi espalda chocó contra los paneles de la pared produciendo un ruido seco y él me bajó la tira de la camiseta, dejándome el hombro al aire, y besó la piel recién expuesta y perfecta que sabía que les gustaba tanto a los vampiros. Sentir la suavidad de sus dientes enfundados en mi piel sin marcas me hizo temblar. Pensaba matar a cualquiera que lo llamase por teléfono ahora. Cerré los ojos de puro deleite e intenté desabrocharle los botones de la camisa a tientas. Sonaba música de jazz y el sonido de un barco resonó sobre el agua calma. No llegaba al último de los botones; Kisten seguía mordisqueándome la piel provocándome sacudidas que era incapaz de aplacar antes de volverlas a sentir. Me rendí, le agarré la camisa y tiré de ella hasta que saltaron los botones. Kisten ronroneó. Cambió de postura y me inmovilizó. Abrí los ojos de repente y llevé la mano a su cinturón. —Dame lo que quiero —susurré sintiendo mis nuevos dientes—. Y no tendré que ponerme dura, chico vampiro. —Eso tendría que decirlo yo —dijo, dándole un nuevo tono a sus palabras. Las palabras transmitían sed de sangre y de repente sentí miedo y me contuve. Las manos de Kisten dudaron por un instante y luego retomaron el control y continuó. Él tenía más control sobre sí mismo que yo. Me agarró por los hombros y me sujetó mientras buscaba la base de mi cuello; deseaba mi sangre, pero no la estaba tomando, sino que jugaba con mi vieja cicatriz. —Oh, Dios —dije respirando. Incapaz de parar, me aferré a él rodeándolo por la cintura con las piernas y agarrándolo más fuerte por el cuello. Él se movió de nuevo para ajustarse a mi peso. Podía sentir su erección bajo los pantalones y se me aceleró el pulso. Al sentirlo, su tacto se volvió agresivo. Y las expectativas sobre lo que estaba a punto de suceder atenazaron mi pecho. Esto no era bueno. Era demasiado. Ya no estaba pensando. Era demasiado bueno. Me aferré a él deseando sentir que sus dientes penetraban en mí. Si supiese cuánto lo deseaba y me lo pidiese, no sería capaz de decirle que no. Ivy lo va a matar. Como si hubiese sentido mi confusión, sus labios se volvieron más suaves y recorrieron mi cuello dejándome una sensación de frío y calor hasta llegar detrás de mi oreja. Allí se detuvo y ejerció una ligera presión, como pidiendo más indirectamente. —¿Te puedes quedar hasta mañana por la mañana? —preguntó. —Mmm —conseguí decir, e intenté asegurarme de dejarle claro que me apetecía pasándole las

uñas por la nuca. —Bien. —Me agarró y me llevó por el pasillo hasta el dormitorio, oscurecido por la noche. El reflejo de las luces de Cincinnati era tenue al verse reflejado en el agua y se me pasó por la cabeza que no iba a tener la oportunidad de ponerme el body. Al menos no esa noche. Su cama estaba debajo del ventanal, pero me puso encima de la cómoda con las piernas envolviéndolo. La altura de la cómoda ofrecía todo tipo de posibilidades. Sentí una oleada de excitación cuando fue subiendo la mano hacia mi pecho y me lo acarició provocativamente con el pulgar. Kisten separó sus labios de los míos y se apartó de mí muy despacio a propósito. El movimiento de sus dedos sobre mi cuerpo se detuvo. Yo lo miré a los ojos casi jadeando. Estaban negros y mostraban una sed de sangre tranquila y familiar que los hacía brillar con la luz reflejada en el agua. Sentí que me atravesaba una ráfaga de adrenalina en una mezcla de anticipación y miedo. Algo estaba cambiando… me había crecido con mis dientes afilados. No eran unos simples trozos de hueso, eran una fuente de poder que me permitían dominarlo a través de las sensaciones que podía provocarle. Y Kisten lo sabía; esa fue su intención al regalármelos. Con sus dientes enfundados y los míos afilados, me había puesto por encima de él. Pensar en eso nos ponía a cien a ambos. Sin dejar de mirarme a los ojos, agarró la mano que yo había metido por debajo de su camisa abierta. Inspiró profundamente el olor de mi muñeca y cerró los párpados mientras olía mi sangre. —Hueles como mis dos personas favoritas mezcladas. Aquello me provocó un temblor. Yo olía a Ivy, un leve recuerdo de lo que en su día habían tenido. Se habían aliado durante su vulnerable juventud para conseguir sobrevivir y sabía que él echaba de menos la cercanía que antes había entre ellos. Necesitaba recuperarla desesperadamente. Sentí su dolor y deseé darle lo que necesitaba, calmar tanto su cuerpo como su mente. Yo no era ninguna segundona con respecto a Ivy, porque podía darle algo que Ivy no podía: lo mismo que había encontrado con ella pero sin el recuerdo de los malos tragos que les había hecho pasar a ambos Piscary. Y yo sabía que esa era la razón por la que Ivy lo había abandonado. No soportaba recordar. Cada vez sentía más ganas de dejarme llevar y dárselo todo y, cuando sintió que me inclinaba hacia él, me agarró con más fuerza. Mi cuerpo tocó el suyo de manera provocativa y aspiré su aroma profundamente. Este recorrió mi cuerpo como un remolino y las feromonas fueron pulsando botones hasta que la necesidad incluso me dolía. Bajé las manos por su espalda sintiendo la tensión de su cuerpo y deseando desesperadamente perderme en él. Exhalé y me temblaba hasta el aliento. —Házmelo aquí —susurré. Kisten ladeó la cabeza, me sujetó los hombros y me besó en la base del cuello, suavemente, dudando, como si nunca antes me hubiese tocado. Aquella sensación me dejó sin aliento y el rastro ardiente del deseo atravesó mi piel dulcemente. Dejé que me invadiera, tratando de hundirlo más en mi ser. La pausa para recuperar el aliento había terminado. Oh, Dios. Tengo que hacer algo. Busqué a tientas sus pantalones. El botón de arriba estaba desabrochado, bajé la cremallera y luego los pantalones para darle la libertad que necesitaba. Él tenía las manos en mi zona dorsal, le pasé las manos por el cuello y me eché un poco hacia abajo para que me pudiese bajar los pantalones. Solo toqué el suelo con los pies para sacudirme los pantalones y quitármelos, primero una pernera y luego la otra. Impaciente, lo agarré más fuerte por el cuello y me volví a subir a la cómoda haciendo fuerza contra él. Sus manos recorrieron mis curvas hasta llegar a la cintura y luego más arriba. Dejé salir un

gemido de placer cuando él bajó la cabeza. Me acarició un pecho con una mano mientras pasaba los labios sobre el otro, tirando de él y jugando. Me estaba mostrando con sus dientes lo que podría hacer si se lo permitiese, casi prometiéndomelo. Si no hubiera tenido las fundas puestas me habría mordido. La adrenalina me invadió hasta lo más profundo y yo bajé las manos para tocar su piel tersa y suave. Se restregó con fuerza contra mí y yo le correspondí. Dio un tirón repentino y se inclinó para pasarme los labios por la base del cuello. Aquella necesidad contenida lo convertía en un salvaje. Los sentimientos surgieron a chorro desde mi cicatriz. Me habría desplomado si él no me hubiera estado sujetando. Él aflojó el ritmo y, con el corazón desbocado, recuperé el aliento. Al acariciarlo sentí la suavidad y la calidez de su piel, que contrastaban en gran medida con la piel callosa de sus manos. Su respiración se agitó y sus dientes juguetearon con la piel alrededor de la cicatriz. Aquello me volvió loca de deseo, quería que me tomase por completo. Cerré los ojos y los apreté al sentir la llegada del éxtasis. Di un grito ahogado, sobresaltada, cuando dejó de provocarme y me mordió sin rasgarme la piel, pero con mucha fuerza. Lo único que lo detenía eran sus dientes enfundados. Me puse tensa y gemí. Aquello lo encendió. Me agarró con más fuerza los hombros y, con una rapidez vampírica, me acercó más a él. Yo volví a soltar otro grito ahogado. Entonces volví a agarrarlo por el cuello, cambié de postura para ponérselo más fácil y me sujeté a él sin apoyarme en la cómoda. Él penetró en mí con una exquisita lentitud que remplazó la razón con una necesidad desesperada. Tomé aire entrecortadamente. Con los labios separados, inhalé su aroma hasta mi interior mientras él llenaba tanto mi mente como mi cuerpo. Nos movimos juntos mientras él me sujetaba. Yo lo tenía agarrado por el cuello para mantenerme aferrada a él y me di cuenta de que, aparte de lo que era evidente, solo podía tocarle con los labios. Me di cuenta de la restricción que me había puesto a mí misma y, con una desesperación frustrada, busqué su cuello y recorrí las viejas cicatrices, sintiendo un deseo cada vez más embriagador con cada movimiento. Kisten respiraba agitadamente y me sostenía contra él con una ferviente necesidad, avanzando hacia el clímax. Me estaba besando y apretando con la boca. Entonces me vino a la cabeza la imagen de Ivy clavándome los dientes. El miedo a lo desconocido descendió hasta mi ingle y Kisten gimió al sentirlo. Quería que Ivy me mordiese, quería sentir aquella dicha absoluta consciente de que aquel acto era una afirmación de que por ella valía la pena sacrificarse, y todo ello cubierto con la embriagadora emoción del riesgo que yo tanto ansiaba. Aun así, confiaba en que no me obligaría a atarme a ella. Pero Kisten… En lo más profundo de mi corazón seguía siendo un desconocido, el aliciente del subidón de adrenalina que me llevaba a arriesgarlo todo. La protección de Ivy era como un apoyo que me permitía ser vulnerable sin arriesgarme a que me atase a él. No me podía morder. Pero quizá… yo sí lo podía morder a él. Al pensar en aquello la adrenalina me recorrió las venas y me aferré a él mientras obligaba a sus labios a unirse a los míos. Oh, Dios, quiero morderlo, me di cuenta. No quería hacerle sangrar ni probar su sangre. Pero podría llenarle con aquella ola de éxtasis embriagadora que estaba justo debajo de su piel. El sentimiento de dominio sobre él era casi tan fuerte como el miedo. Y no estaba acostumbrada a decirme que no a mí misma. —Kisten… —dije respirando con fuerza mientras me separaba—. ¿Prometes no morderme si yo

te muerdo? A él le temblaron las manos. —Lo prometo —susurró—. Tú me lo has pedido y yo te he dicho que sí. Oh, Dios, Rachel. Puede que sientas algún vestigio de mi hambre. Pero no es tuya. No temas. Ambos notamos de repente una oleada y yo sentí la fuerza y la satisfacción del poder. Se me pasó fugazmente por la cabeza el miedo a lo que ocurriría mañana. Lo agarré por el cuello y me moví contra él y sentí como me invadía la dominación y deseo. Tenía el corazón acelerado. El olor a cuero y a vino me trajo recuerdos y me apreté contra él. Sus labios se separaron y, al sentir que su ímpetu resonaba en mi interior y despertaba todas y cada una de mis células, ignoré la parte de mí que se negaba a probar la sangre de otro y uní sus labios a los míos. Kisten exhaló con una euforia afligida. Disminuí la presión del beso recorriendo con indecisión sus dientes con mi lengua mientras nos movíamos juntos, doblemente unidos. Me latía con fuerza el corazón y ya no me importaba lo que pudiese pasar. Si movía las manos para tocarlo me caería y, además, quería quedarme donde estaba, sujetándolo con mis piernas, sintiéndolo en mi interior. Nuestras bocas se movieron al compás, embriagadas por el deseo y, en un descuido, le mordí los labios. No duró mucho. La sangre fluyó. Mi cuerpo sufrió una sacudida con un espasmo. Oh, Dios. Aquello era increíble. Lo era todo. Rebosante y viva, probé la sangre de vampiro. Al saborearla me aferré a Kisten, incapaz de respirar, incapaz de separarme debido al éxtasis que me envolvía. De repente me sobrevino el hambre y entonces comprendí lo que Ivy y Kisten luchaban por contener cada día y lo bien que sentaba saciarla. Era el reflejo del hambre de Kisten lo que sentía, sin miedo. Esto no está mal, pensaba mientras Kisten me agarraba con fuerza. El hambre demandaba más y aumenté la intensidad de nuestro beso. Solo existía esto. Esto era todo. Era la chispa de la vida, agrupada y seleccionada, destilada en un sentimiento. Y con el hambre de Kisten resonando en mi interior, le extraje sangre haciéndola mía. La sangre de vampiro no me haría más fuerte, más rápida ni me haría vivir para siempre. Pero era como una descarga. Un subidón único. Sentí como su aura se mezclaba con la mía, compartiendo el mismo espacio mientras le chupaba la sangre. Su sangre me transmitió un torbellino de necesidad y dolor. Él gimió y, mientras volvía a succionar su sangre, lo agarré más fuerte y no lo solté. Podía sentir que estábamos llegando al clímax. Estaba allí, casi lo tocaba con la punta de mis dedos. Él sacudió los brazos. Yo respiré con dificultad, intentando tomar aire. Él emitió un sonido salvaje y me apretó más contra él. Su sangre era pensamiento líquido que corría a toda velocidad para encenderme. Podía sentir a Kisten dentro de mí y me apreté más contra él, desesperada. Y entonces llegó. Eché la cabeza hacia atrás con los ojos cerrados. No pude hacer nada mientras un baño de sensaciones me invadía, nos invadía. Todas mis células zumbaron al liberarse, dejando tras de sí un clímax tan intenso que lo único en que pensábamos era en que no terminase. Kisten se sacudió y se tambaleó. Desapercibidos de todo, nos quedamos suspendidos en el delirio que nos invadía. —Dios mío —gimió él, satisfecho y desesperado al mismo tiempo, intentando alargar aquella sensación. Y al decir aquellas palabras, desapareció. Se fue.

Yo intenté coger aire y me desplomé. Mis músculos no me sostenían y empecé a caer. —Dios mío —repitió, esta vez preocupado mientras me agarraba y me llevaba a la cama. Yo sentí como mi cuerpo se relajaba y él se acercó a mí. —Rachel… —dijo mientras me sostenía la cabeza entre sus manos. —Estoy bien —dije jadeando, temblando mientras buscaba a tientas la cama y estiraba un brazo para mantenerme erguida. Me estremecí de frío mientras mi cuerpo intentaba recuperarse, y Kisten me acercó a él. Sangre de vampiro y sexo. Joder, pues no bromeaban. Era tan bueno como para matar a alguien para conseguirlo. Él se acercó a la cabecera y nos colocamos en una postura casi erguida, con sus cálidos brazos a mi alrededor. —¿Estás bien? —preguntó. —Sí. —No me podía mantener de pie, pero estaba bien. Estaba mejor que bien. ¿Y le había tenido miedo a esto? Yo le puse la mano en el pecho, al descubierto por la camisa abierta. Con el pulso más calmado, le acaricié la piel, sintiendo su suavidad. Busqué mis pantalones y los vi tirados delante de la cómoda. Kisten todavía llevaba puestos los suyos. Más o menos. Me invadió una gran felicidad y sonreí, cansada y exhausta. Podía oír como los latidos de su corazón se volvían más lentos. —¿Kisten? —¿Mmm? El sonido retumbó en su pecho y luego en mi interior. Rebosaba paz, y me acurruqué más cerca de él. Kisten buscó a tientas la colcha y nos cubrió con ella. —Ha sido increíble —dije, y me dio un escalofrío al sentir el contacto de la seda de la colcha—. ¿Cómo… cómo consigues trabajar y hacer una vida normal sabiendo que esto está ahí? Kisten me abrazó más fuerte. Levantó una mano y detuvo el movimiento de la mía sobre su piel. —No lo piensas —dijo en voz baja—. Y tú eres un sabroso tentempié. Inocente y complaciente. —Déjalo ya… —protesté—. Haces que parezca una… una… —No sabía cómo calificarme a mí misma y zorra sonaba demasiado mal. —¿Zorra de sangre? —¡Cállate! —exclamé y él gruñó cuando le di un codazo al moverme. —Estate quieta —dijo abrazándome y sujetándome donde estaba, contra él—. No lo eres. Lo perdoné y me dejé arrastrar de nuevo a su cálido abrazo. Me pasó la mano por el pelo, acariciándome, y observé las luces de la ciudad reflejadas en el techo bajo mientras me invadía una profunda languidez. Pasé la lengua por la parte interior de las fundas y sentí su sabor hasta la garganta, pero no podía concentrarme lo suficiente para decidir si me gustaba sentirlo allí o no. Mi pulso disminuía llevándose con él mis pensamientos. Sabía que debería estar preocupada por Ivy, pero lo único que pude decir fue un somnoliento: —Ivy… —Shhh —susurró él sin dejar de mover la mano para calmarme—. No pasa nada. Me aseguraré de que lo entienda. —No te voy a abandonar, Kisten —dije, pero sonó como si estuviese intentando convencerme a mí misma. —Ya lo sé. Y en el silencio que acompañó a esa frase oí los ecos de las mujeres que habían pasado antes que

yo por sus brazos y que le habían dicho lo mismo. —No ha sido un error —susurré cerrando los ojos. Sabía que estaba glucémica. Probablemente sus feromonas me habían afectado especialmente por haber bebido su sangre—. No he cometido un error. Él seguía acariciándome la cabeza a la misma velocidad, ni más lenta ni más rápidamente. —No es un error —asintió. Más tranquila, me apoyé en él e inhalé su aroma en busca de consuelo. No iba a abandonar ese sentimiento, pasase lo que pasase. —¿Y ahora qué hacemos? —murmuré mientras empezaba a quedarme dormida. —Lo que nos salga de las narices —respondió él—. Venga, duérmete. Me destensé por completo y me pregunté si debería quitarme las fundas. —¿Lo que queramos? —susurré, sorprendida por lo naturales que parecían. Me había olvidado de que las llevaba puestas. —Sí, lo que queramos —dijo él—. Descansa. Hace días que no duermes como Dios manda. A salvo en los brazos de Kisten, cerré los ojos sintiéndome segura, más segura que nunca desde la muerte de mi padre. En ese momento noté el suave movimiento del barco meciéndome hacia la inconsciencia. Mi mente, mi cuerpo y mi alma estaban saciados. Kisten me pasó el brazo por encima. Era como el edredón más cálido en la mañana más fría. Exhalé y encontré una paz que no sabía que añoraba. En una extraña mezcla entre el sueño y la consciencia, oí a Kisten suspirar mientras me acariciaba el pelo de alrededor de la frente. —No nos dejes, Rachel —susurró. Estaba claro que no sabía que seguía despierta—. Ni Ivy ni yo podríamos superarlo.

20.

De pie, a la puerta de la iglesia bajo el sol de primera hora de la tarde, cambié de mano la bolsa de papel brillante con bollos de tres dólares y me metí el vaso de delicioso café debajo del brazo. Con la mano que tenía libre, agarré la manilla y empujé la pesada puerta. Me resbaló el asa del bolso hasta el hombro y perdí un poco el equilibrio, pero solté el aliento que había contenido cuando se abrió. Afortunadamente, no habían echado el pestillo. Ivy me oiría seguro si hubiese entrado por detrás. Escuché y abrí más la puerta. Tenía el estómago revuelto. Me gustaría decir que era por la falta de sueño, pero sabía que era porque sabía cómo se iba a desarrollar la próxima hora. Kisten ni me había rasgado la piel, pero Ivy iba a estar cabreada, especialmente después de haber sido tan clara ayer. De un modo u otro mi vida iba a cambiar… en los siguientes sesenta minutos. Tampoco iba a permitir que Kisten presenciase la pelea. Ivy era mi compañera de piso, había sido decisión mía. Y una vez sofocado mi leve ataque de pánico en el cuarto de baño de Kisten esta mañana, lo había convencido para que me dejase contárselo a mí. Ella quería una relación conmigo y, si yo actuaba con toda naturalidad y sin arrepentirme, ella ocultaría sus sentimientos hasta que pudiese afrontarlos. Si él se le acercaba con una actitud sumisa y culpable, ella se volvería loca y quién sabe lo que podría hacer. Además, Ivy me había mostrado lo que podía ofrecer y luego se había marchado. ¿Qué esperaba que hiciese yo? ¿Qué no me acostase con Kisten mientras me lo pensaba? Kisten era mi novio. Pero ella era mi amiga y sus sentimientos me importaban. Me colgué del meñique la bolsa de chocolate Godiva y el tarro en miniatura de miel de flores de cerezo silvestre por los que me habían clavado diez pavos mientras cerraba la puerta y, en la oscuridad del vestíbulo, me quité los zapatos. Sí, estaba recurriendo al soborno. ¿Y qué? Aquel silencio profundo me hizo detenerme. Era sobrecogedor. Caminé en calcetines por el santuario. Ivy había movido su equipo de música, aunque los muebles seguían amontonados en la esquina. Me preguntaba si estaría esperándome para terminar juntas la sala de estar. La iglesia parecía diferente; la blasfemia hacía que me doliera el aura. Con la cabeza baja, pasé rápido junto a la puerta de su habitación porque no quería que el olor del café la despertase hasta que yo estuviese lista. No es que fuese tan tonta como para creerme que el café, unos pasteles, chocolate y miel bastasen para aliviar los sentimientos heridos de Ivy y la preocupación de Jenks, pero quizá me sirviesen para ganar algo de tiempo para explicarme antes de que todo se fuese a la mierda. Kisten quería que le dijese que yo le había mordido para poder comprender mejor su hambre, pero no era verdad. Le había mordido porque sabía que le iba a gustar. Que a mí también me hubiese gustado fue una sorpresa inesperada… por la que ahora me avergonzaba. Ya a salvo en la cocina, dejé los pasteles junto al fregadero e hice una mueca al ver la fuente de veintidós por treinta y tres centímetros de pastel de chocolate descongelado y una tarrina de nata para cubrirlo. ¿Me estaba haciendo un pastel mientras yo me acostaba con Kisten? Genial. —La fuente bonita —dije para sofocar el sentimiento de culpa y busqué la fuente que Ivy había comprado en un puesto callejero la pasada primavera después de que yo le dijese que me gustaban las violetas del borde de malla abierta. Al no encontrarla, saqué la negra de diario y eché un vistazo al

pasillo vacío cuando la cerámica tintineó. La bolsa crujió al sacar y colocar los pasteles. Ahora el café. Fruncí el ceño al ver que la taza de Ivy de Encantamientos Vampíricos no estaba en el armario. No era propio de ella meterla en el lavavajillas, pero como ya había hecho ruido al abrir la puerta, cogí otro juego de tazas más pequeñas. —Ahora para Jenks —murmuré mientras buscaba un plato de postre a juego y colocaba el cuadradito de dulce de azúcar, poniendo estratégicamente la miel al lado. Esto iba a funcionar. Hablaría con los dos juntos y todo saldría bien. No era lo mismo que si le hubiese dejado morderme. Ya con todo preparado, me giré para llevar las cosas a la mesa. Me quedé de piedra. El ordenador de Ivy había desaparecido. Entonces me acordé de que no había visto el equipo de música en el santuario. —Por favor, que nos hayan robado —susurré. Asustada, corrí hacia al pasillo. ¿Acaso lo había averiguado y se había marchado? ¡Maldita sea! ¡Quería habérselo contado yo! Me detuve delante la puerta de Ivy con el corazón desbocado. Sentí calor y luego frío. Dudé y luego llamé a la gruesa puerta de madera. —¿Ivy? —No hubo respuesta. Respiré hondo y volví a llamar mientras giraba la manilla—. ¿Ivy? ¿Estás despierta? Miré dentro. Tenía la cama hecha y su habitación parecía normal. Pero luego vi que su libro había desaparecido de su mesilla de noche y que el armario estaba vacío. —Mierda —dije. Mis ojos se dirigieron a la pared en la que tenía sus collages de fotos. Me pareció que estaban todos, pero luego me acordé de la foto en la que estábamos Jenks y yo delante del puente Mackinac. ¿Había un hueco vacío en el frigorífico? Aquello me parecía irreal, así que fui a la cocina y se me hizo un nudo en el estómago cuando entré y lo comprobé. No estaba. —Oh… mierda —dije, y entonces oí un pequeño carraspeo. —¿Mierda? —dijo Jenks, de pie en el alféizar entre sus monos marinos y el señor Pez—. ¡¿Mierda?! —chilló mientras se acercaba y revoloteaba delante mí. Tenía la cara tensa de enfado y despedía polvo de pixie negro—. ¿Eso es todo lo que tienes que decir? ¿Qué has hecho, Rachel? Abrí la boca y di un paso inseguro hacia atrás. —Jenks… —¡Se ha ido! —dijo apretando las manos—. Hizo la maleta y se fue. ¿Qué has hecho? —Jenks, yo estaba… —Ella se marcha y tú vienes a casa con sobornos. ¿Dónde estabas? —¡Estaba con Kisten! —grité, y luego retrocedí dos pasos cuando él voló hacia mí. —¡Puedo sentir su olor en ti, Rachel! —gritó el pixie—. ¡Te ha mordido! ¡Le has dejado que te mordiese aunque sabías que Ivy no podía hacerlo! ¡¿Qué coño te pasa?! —Jenks. No es así… —¡Bruja estúpida! Si no es una, es la otra. Todas las mujeres sois tontas. ¿Ella te tira los tejos y tú lo jodes todo dejándole a Kisten que te muerda para sentirte segura en tus juegos sexuales? —Vino disparado hacia mí y yo me puse al otro lado de la isla de la cocina, pero como podía volar por encima de ella no sirvió de mucho—. ¿Y luego intentas comprarme con dulce de azúcar y miel? Pues puedes hacerte pinchos morunos con mis zurullos de libélula porque no pienso dejar que ninguna de vosotras dos me jodáis más la vida. —¡Eh! —chillé poniéndome en jarras e inclinándome para acercar mi nariz a pocos centímetros

de él—. ¡Kisten no me ha mordido! Nunca mencionó que yo no pudiese morderlo. ¡Solo dijo que él no podía morderme! Jenks me señaló con un dedo. Tomó aire y luego dudó. —¿No te ha mordido? —¡No! —chillé para quemar algo de adrenalina—. ¿Crees que soy estúpida? —Levantó una mano y yo añadí—: No respondas a eso. Se posó sobre la encimera con los brazos cruzados y agitando las alas. —Eso no quiere decir que esté bien —dijo con aire triste—. Sabías que a ella le molestaría. Cabreada, di un manotazo sobre la encimera y él salió volando. —¡No puedo vivir mi vida según lo que le moleste o no a Ivy! ¡Kist es mi novio! Que Ivy me tirase los tejos no cambia eso y me acostaré con quien quiera y como quiera, ¡maldita sea! Jenks se posó en la encimera y dejó de mover las alas. Mientras lo miraba me sentí realmente culpable. Deseaba que fuese más grande para poder darle un abrazo y decirle que todo iba a salir bien, cualquier cosa para hacer desaparecer aquella mirada de traición y enfado. Pero él no dijo nada. Suspiré, giré una silla y me senté al revés. Doblé los brazos sobre la encimera y apoyé la cabeza en ellos para que mis ojos estuviesen al nivel de los suyos. Él no me miraba. —Jenks —dije con suavidad cuando adoptó un aire despectivo y se puso a mover las alas—. Todo irá bien. La encontraré y se lo explicaré. —Estiré la mano y lo rodeé con ella en un gesto de protección—. Lo entenderá —dije mientras miraba el pastel y notaba el sentimiento de culpa que transmitía mi voz—. Tiene que entenderlo. Él me miró sin descruzar los brazos. —Pero se ha ido —dijo lastimosamente. Yo moví la mano que tenía junto a él con un gesto de desesperación. —Ya sabes cómo es. Solo necesita tranquilizarse. ¿Quizá se ha ido a pasar el fin de semana con Skimmer? —Se ha llevado el ordenador. Miré el espacio vacío e hice una mueca de dolor. —No puede haberlo averiguado tan rápido. ¿A qué hora se fue? —Justo antes de medianoche. —Dejó de caminar y me miró de reojo—. Fue muy raro. Como esa película en la que el tío recibe una llamada y eso hace que se desencadenen una serie de acciones programadas en él hacía tiempo. ¿Cómo se llamaba esa película? —No lo sé —murmuré, contenta de que ya no me chillase. No podía haberse marchado por esto. A esa hora Kisten y yo ni siquiera habíamos cenado. —No me quiso contestar —dijo. Jenks se puso a caminar de nuevo. Lo observé y me pregunté qué parte de su perorata se había debido a lo mucho que le preocupaba que Ivy encontrase en mí una salida fácil a su ira—. Simplemente hizo las maletas, recogió el ordenador y su música y se marchó. Miré la nevera y al imán en forma de tomate que antes sujetaba nuestra foto. —Se ha llevado nuestra foto. —Sí. Me levanté. Había ocurrido algo, pero era poco probable se hubiese enterado de lo de Kisten y yo, aunque no tenía forma de averiguarlo hasta que volviese. Solo se lo había contado a Jenks y había vuelto a casa en autobús, así que ni siquiera Steve podría haber olido la sangre de Kisten en mí. —¿Quién la llamó? ¿Skimmer? —pregunté. Pensé que quizá podrían haberla llamado para una

misión urgente. ¿Una misión urgente a la que no se había llevado a Jenks ni le había dicho de qué iba? —No lo sé —dijo Jenks—. Yo entré cuando oí el ruido de su ordenador al apagarse. Pensé en aquello frunciendo los labios. —¿Por qué, Rachel? —preguntó Jenks con voz de cansancio. Yo solo moví los ojos. —Ella no se ha marchado porque le haya mordido a Kísten. Su rostro angular mostraba angustia. —Quizá alguien lo averiguó y la llamó. Se me pasó por la cabeza lo que sería capaz de hacer Ivy en pleno ataque de rabia y agarré el bolso. Las horas no coincidían, pero aun así… —Quizá debería llamar a Kisten. Él asintió con preocupación y se acercó mientras yo pulsaba las teclas. Me puse el teléfono a la oreja y ambos lo escuchamos sonar hasta que saltó el contestador. —Eh, Kisten —dije mirando a Jenks—, llámame cuando oigas el mensaje. Ivy no estaba en casa cuando volví. Se ha llevado el ordenador y su música. No creo que se haya enterado, pero estoy preocupada. —Quería decir más cosas, pero no había más que decir—. Adiós —susurré, y pulsé la tecla de colgar. ¿Adiós? Por el amor de Dios, parecía una niña pequeña perdida. Jenks me miró y sus alas recuperaron el color. —Llama a Ivy —me pidió, pero yo ya me había adelantado. Esta vez saltó directamente el buzón de voz y dejé un mensaje con tono de culpabilidad diciendo que tenía que hablar con ella y que no hiciese nada hasta que hablásemos. Quería decirle que lo sentía, pero colgué el teléfono y me quedé mirándolo sobre la encimera. De repente, los pasteles que había colocado en la fuente me parecieron algo muy visto. Era una gilipollas. —Jenks… Mi tono mimoso hizo que su preocupación volviese a convertirse en enfado. —No quiero saber nada de eso. Lo has jodido todo por un momento de pasión sanguinolenta. Aunque esa no sea la razón por la que se ha marchado, lo será cuando se entere. ¿Qué coño te pasa? ¿No puedes dejar las cosas como están? —¡No, no puedo! —exclamé—. Y no fue solo un momento de pasión sanguinolenta, fue una afirmación de lo que siento por Kisten, así que, que te den, imbécil. Sé lo que estoy haciendo —dije. Él abrió la boca para protestar y yo levanté la mano—. De acuerdo, quizá no, pero estoy intentando entender esto. Está todo mezclado. La sangre, la pasión. Todo está mezclado y no sé qué hacer. Jenks parecía sorprendido y yo me solté, dejándome llevar por el pánico. —Quiero que Ivy me muerda —dije—. Es una sensación increíble y nos vendría muy bien a las dos. Pero la única forma de hacerlo de forma segura es acostarme con ella. Y no voy a acostarme con ella solo por la sangre hasta que sepa lo que está pasando en mi cabeza. Nunca pensé que me llegase a gustar una chica… A ver, soy hetero, ¿no? ¿Lo que me pone a mil es la cicatriz de vampiro o ella? ¿Amo a Ivy o solo la forma en que me puede hacer sentir? Existen diferencias, Jenks, y no voy a jugar con sus sentimientos si solo es por la sangre. —Sabía que tenía la cara roja, pero se merecía escucharlo todo—. Ivy se me insinuó porque sabe que primero tomo las decisiones y luego las pienso, no al revés. Bueno, pues estoy haciendo las cosas de otra manera y mira cómo se ha

complicado todo. ¿A que es genial? —dije con sarcasmo, y luego me giré para señalar el sitio vacío de Ivy. Jenks dejó de mover las alas y se sentó en el borde del plato con el dulce de azúcar. —Quizá deberías intentarlo —dijo, y de repente sentí una ráfaga fugaz de adrenalina—. Solo una vez —dijo—. A veces la manera más rápida de averiguar quién eres es ser esa persona durante un rato. Ya se me había pasado por la cabeza y me daba miedo. Levanté lentamente la mirada hasta encontrarme con sus ojos. —¿Entonces por qué te parece mal que mordiese a Kisten? —dije—. Estoy intentando ser otra persona. ¿Crees que habría hecho eso hace un año? ¿Por qué está mal que pruebe cosas con Kisten y no con Ivy? Él miró su sitio vacío en la mesa. —Porque Ivy te quiere. Se me encogió el estómago. —Y Kisten también. Jenks se llevó las rodillas a la barbilla y se agarró las espinillas. —Ivy moriría por ti, Rachel. Kisten no. Centra tus emociones en aquel que te pueda mantener con vida. Era una verdad dura y terrible. No quería elegir a quién amar en base a quién pudiese mantenerme con vida. Quería decidir a quién amar basándome en quién me completaba, quién me hacía sentir bien conmigo misma. Elegir a alguien a quien pudiese amar libremente y que me ayudase a ser una mejor persona por el simple hecho de estar a mi lado. Dios, qué lío. Cansada, apoyé la cabeza en los brazos y miré la mesa, que estaba a centímetros de mi nariz. Oí el sonido suave de unas alas y la corriente de aire provocada por Jenks me revolvió el pelo. —No pasa nada, Rachel —dijo con un tono cercano y preocupado—. Ella sabe que la quieres. Se me hizo un nudo en la garganta y suspiré. Quizá debería intentarlo a la manera de Ivy. Al menos mientras no me sintiese incómoda ni perdiese el control. Solo una vez. Era mejor pasar un momento de vergüenza que toda esta confusión. Y este aturdimiento. Y este sufrimiento. Sonó la campanita que había en la puerta principal y yo pegué un respingo. Cuando levanté la cara vi a Jenks con un gesto de esperanza, pero luego pareció tener miedo. Si le había ocurrido algo a Ivy, no recibiría una llamada de teléfono, sino que aparecería un agente de la SI con cara de palo y me diría que mi compañera de piso estaba en la morgue municipal. —Ya voy yo —dije. La silla chirrió al levantarme. Fui corriendo al santuario con la esperanza de que fuese Ivy, que venía cargada con todas sus cosas y necesitaba que alguien le abriese la puerta. —Estoy justo detrás de ti —dijo Jenks con un tono lúgubre mientras se reunía conmigo en el pasillo.

21.

Tenía un nudo en el estómago cuando abrí las grandes puertas de roble y vi a Ceri. Jenks y yo forzamos una sonrisa y nos sentimos aliviados y decepcionados al mismo tiempo al verla brillando bajo el sol, con su hermoso y largo pelo flotando y un regalo blandito en las manos. Llevaba puesto un vestido veraniego de lino hasta los tobillos e iba descalza, como siempre. No me sorprendió ver a Rex, la gata de Jenks, a sus pies. La gatita naranja estaba ronroneando y frotándose contra sus tobillos. —¡Feliz cumpleaños! —dijo alegremente la mujer de aspecto joven. Jenks descendió un metro. —Mierda, ¿era hoy? —tartamudeó y luego se fue como un rayo. Mi angustia al ver que no era Ivy se desvaneció. —Hola, Ceri —dije, halagada de que se hubiese acordado—. ¡No tenías por qué haberme comprado nada! Ella entró y me entregó el paquete. —Es mío y de Keasley —dijo a modo de explicación, ansiosa y agitada—. Nunca le he comprado a nadie un regalo de cumpleaños. ¿Vas a hacer una fiesta? —De repente se puso seria—. Yo quería prepararle una fiesta a Keasley, pero no me quiere decir cuándo es su cumpleaños y yo no sé qué día nací. Esbocé una sonrisa de confusión. —¿Te has olvidado? —Mi familia nunca celebraba el cumpleaños de nadie, así que el día en que nací nunca significó nada. Aunque sé que fue en invierno. Me vi asintiendo mientras la seguía adentro. Nació en las edades Oscuras. Entonces no se celebraban cumpleaños. Creo que recordaba eso de una clase. —Ivy ha hecho una tarta —dije con tristeza—. Pero todavía no le hemos puesto la cobertura. En vez de eso, ¿te apetecen unos pasteles y café? Qué más da. Ivy no va a comérselos conmigo. Ella se detuvo en medio del santuario y se giró con gran expectación. —¿Entonces vas a hacer una fiesta más tarde? —preguntó. —Probablemente no —dije y, al verla dejar caer los hombros, me reí—. No todo el mundo hace fiestas, Ceri, a menos que tengan acciones en una empresa de postales. Ella frunció los labios. —Me estás tomando el pelo. Venga. Abre tu regalo. Sabía que no estaba enfadada de verdad, así que abrí el paquete blando y tiré el papel a la papelera que había debajo de mi escritorio. —¡Vaya, gracias! —exclamé al ver una delicada camisa informal hecha de algodón cepillado. Era de un rojo intenso, casi brillante, y no me hacía falta probármela para saber que me quedaría perfecta de talla. —Jenks dijo que necesitabas una camisa nueva —dijo con timidez—. ¿Te gusta? ¿Es apropiada? —Es preciosa. Gracias —dije tocando la exquisita la tela. Era un estilo sencillo, pero el tejido era buenísimo y el corte del cuello favorecería mi poco pecho. Se debía de haber gastado una fortuna—.

Me encanta —dije mientras le daba un abrazo rápido y luego me ponía en marcha—. Debería colgarla. ¿Quieres un café? —Voy a hacer té —dijo ella mientras miraba el hueco en el que antes estaba el equipo de música de Ivy. Caminaba con pasos suaves detrás de mí y vaciló al llegar a la puerta de mi habitación cuando vio los vestidos de dama de honor de Trent y mi nuevo vestido de fiesta colgados del armario—. ¡Caramba! —exclamó—. ¿Cuándo te has comprado eso? Yo sonreí abiertamente mientras cogía una percha vacía y colgaba su camisa en ella. —Ayer. Necesitaba algo para una misión y, como es una fiesta, compré algo apropiado. Oí la risa de Jenks incluso antes de verlo. —Rache —dijo mientras se posaba en el hombro de Cori—, tienes UR concepto muy raro de lo que es un atuendo apropiado. —¿Qué? —dije tocando con el dedo el encaje negro rígido del dobladillo—. Es un vestido bonito. —¿Para el ensayo de una boda? Es en una iglesia, ¿no? —Y arrugó la cara lanzándome una mirada piadosa—. Azóteme, padre, porque he pecado —dijo en falsete. Yo entrecerré los ojos y colgué el regalo de Ceri. En realidad era en la basílica, la catedral de los Hollows. —Es en la fiesta de después en la que quiero estar bien. Jenks se rio por lo bajo y Ceri frunció el ceño. Tenía unas arrugas en el rabillo del ojo, pero no se movió, ya que tenía a Rex enredada en sus pies maullando por Jenks. —Es un vestido bonito —dijo, y me preocupó su tono de voz forzado—. Seguro que estarás fresca y cómoda aunque estés en un lugar abierto. Y probablemente sea fácil correr con él. —Por las bragas de Campanilla, espero que no llueva —dijo Jenks con sarcasmo—, o lo enseñarás todo. —Cállate —dijo Ceri reprendiéndolo—. No va a llover. Mierda, debería haber esperado hasta que Kisten pudiese venir a comprar conmigo. Preocupada de repente, abrí las dos fundas de los vestidos. —Estos son los vestidos de dama de honor —les dije, deseando desviar la atención de Jenks de mi nuevo conjunto antes de que viese las cerezas pintadas en los botones de la chaqueta—. Todavía no ha decidido cual será —dije tocando la falda pantalón del traje negro de encaje—. Espero que elija este. El otro es muy feo. —Y tú reconoses algo feo cuando lo ves, ¿verdá sielito? Miré a Jenks. —Cierra el pico. ¿Qué vas a ponerte tú esta noche, pixie? Jenks agitó las alas y despegó de los hombros de Ceri. —Lo de siempre. Ay, la leche. Dime que eso no son cerezas. Agarré la percha y la metí en mi armario. ¿Por qué estaba preocupada por lo que me iba a poner? Debería preocuparme el foco y quién estaba matando hombres lobo para encontrarlo. No conseguía creerme que el señor Ray y la señora Sarong no fuesen responsables. Y, siendo realista, solo era cuestión de tiempo que descubriesen mi farol y viniesen a por mí. Ceri frunció el ceño mirando a Jenks cuando me giré. Al ver que la estaba mirando, cambió la dura reprimenda silenciosa a Jenks por una sonrisa de preocupación dirigida a mí. —Creo que te pega —dijo—. Tendrás un aspecto… único. Y tú eres una persona única. —Va a parecer una puta barata.

—¡Jenks! —exclamó Ceri, y él se apartó de su alcance y se sentó sobre el espejo de mi cómoda. Afligida, miré mi armario. —¿Sabes qué? Me voy a poner la camisa que me acabas de regalar. Con unos vaqueros. Y si voy demasiado informal me pondré unas joyas. —¿De verdad? ¿Quieres ponerte la camisa que yo he elegido? —dijo Ceri tan feliz que me pregunté si Jenks le habría dado una pista sobre qué comprar para esta ocasión. Él tenía pinta de engreído y Ceri tenía las orejas tan rojas como la camisa. Entrecerré los ojos en un gesto de sospecha y la delgada mujer desvió su atención al traje de dama de honor de encaje negro y tocó la delicada tela. —Este es bonito —dijo—. ¿Te lo puedes quedar después de la boda? —Seguramente —dije mientras pasaba las manos por las mangas de encaje. Me taparían las puntas de los dedos, y el corpiño que iba por dentro del vestido me resaltaría la cintura. No volvería a estar en otra recepción en la que pudiese ponerme algo tan elegante, pero de todas formas me hubiera gustado quedármelo. Tenía una abertura en el lado, pero hecha de tal manera que no se enseñaba nada, solo dejaba entrever la pierna de vez en cuando. —La perra esa todavía no se ha decidido por ningún vestido —dije amargamente—. Si elige el otro les doblaré la tarifa. Digamos que es una prima por riesgo. Míralo. —Señalé con desprecio el cuello ribeteado de encaje que llegaba tan abajo que haría que pareciese que no tenía pecho—. No tiene curvas. Es un tubo recto de los hombros al suelo. No podré correr si lo necesito, y mucho menos bailar, a menos que me levante esa cosa por encima de las rodillas. ¿Y qué me dices del encaje? —Toqué la capa exterior intentando ocultar el horrible color de sopa de guisantes como si me avergonzase de él y sentí que los bordes ásperos del encaje de segunda se me enganchaban entre los dedos—. Se va a enganchar en todo. Voy a parecer un maldito pepino de mar. Aquello no provocó la sonrisa que esperaba y, cuando mis ojos se encontraron con los de Jenks, él miró a Ceri con la frente ligeramente arrugada y se encogió de hombros. Rex se sentó a sus pies como si pudiese captar su atención si la miraba durante el tiempo suficiente. —¿Se va a casar con una mujer lobo? —dijo Ceri, con una voz extrañamente suave en ella. —No. Lo de perra era un insulto. —Aparté el vestido verde lejos de mí. No quería hablar de ello. Jenks se trasladó al estante del armario. —No conozco a Ellasbeth, pero parece más irritable que el culo de un bebé cagado. Aunque asquerosa, era una descripción bastante acertada. —Bonita comparación, Jenks —murmuré. Los delgados dedos de Ceri recorrían las minúsculas puntadas de la manga negra. Ni siquiera creo que me hubiese oído, con lo prendada que se había quedado del vestido. —Tiene que ser increíble bailar con este. Si elige el otro, o es una idiota, o una sádica. —Sádica —dijo Jenks sacudiendo los pies—. Ojalá hiciesen cámaras de mi tamaño. Sé que el Hollows Observer pagaría una pasta por una foto de Rachel y Trent bailando. —Ya —le espeté mientras cogía con cuidado el precioso vestido y lo metía en el armario, que estaba recién ordenado gracias a Newt—. Cuando las ranas críen pelo. —Tienes que hacerlo —dijo él. Las chispas que soltaba se estaban volviendo plateadas—. Es la tradición. Yo suspiré. Sí, probablemente tendría que bailar con él si estaba en la celebración de la boda. Ceri tenía una sonrisa perversa.

—Bueno, pero no voy a disfrutar con ello —dije intentando no pensar en su culo prieto y lo bien que le quedaba el esmoquin. Mi altura quedaba bien con su clase y sería divertido ver a Ellasbeth cabreada. Cerré la puerta del armario sonriendo—. ¿Sabéis lo difícil que es bailar una canción lenta con una pistola atada al muslo? —No. —Jenks me siguió a la cocina y Ceri y la gata vinieron detrás. —¿Dónde está el ordenador de Ivy? —preguntó Ceri cuando entramos, y yo sentí vergüenza. —No lo sé. —Se me hizo un nudo en el estómago al mirar su rincón vacío—. He pasado la noche con Kisten y cuando volví a casa no estaba. Con el rostro sereno y vacío, la elfa levantó la vista del fregadero donde estaba llenando la tetera de cobre. Miró los pasteles colocados en el plato, luego al café y luego el trozo de dulce de azúcar. Pero hasta que vio la miel no lo entendió. —Se ha ido —dijo Ceri mientras cerraba el grifo con demasiada fuerza—. ¿Qué ha pasado? —Nada —dije. Me sentía culpable y ala defensiva—. Bueno, más o menos —corregí—. Dios, Ceri, esto no es asunto tuyo —dije cruzando los brazos sobre el pecho. —Rachel ha mordido a Kisten esta mañana —dijo Jenks para ayudar—. Mientras follaban como locos. —¡Eh! —dije avergonzada—. No se ha ido por eso. Ni siquiera habíamos terminado de cenar cuando ella se marchó. —Tomé aire y miré a Ceri. Me sorprendió ver su gesto de desaprobación—. ¡Es mi novio! —exclamé—. Y él no me ha mordido. ¿Por qué todo el mundo piensa que debería vivir mi vida según los deseos de Ivy? —Porque te quiere —dijo Ceri de pie junto a la cocina encendida—. Y tú la quieres a ella, por lo menos como amiga. Ella tiene miedo y tú no. Tú eres la más fuerte de las dos y tienes que controlarte un poco. No puedes vivir tu vida según sus deseos —añadió levantando una mano para evitar que protestara—, pero sabes que esto es algo que se muere por compartir contigo. Sintiéndome desdichada, miré el sitio vacío de Ivy y luego de nuevo a Ceri. —No puede separar el sexo de la pasión por la sangre y yo creo que tampoco —susurré. Entonces me pregunté cómo mi vida personal había llegado a convertirse en el tema de conversación favorito de todo el mundo y por qué estaba siendo tan abierta sobre ello. Aparte de porque estaba totalmente perdida e intentaba encontrar a alguien que me ayudase. —Entonces tienes un problema —dijo Ceri dándose la vuelta para abrir una alacena. No era capaz de descifrar su semblante. —Nunca he dicho que se me dé bien esto —murmuré. Me levanté y cogí una taza del armario, pero cuando metí la bolsita de té dentro, ella entrecerró los ojos. —Siéntate y bébete tu sucio café —dijo con un tono duro—. Yo me haré mi té. Jenks se rio con disimulo y, después de llevar el plato con la miel y el dulce de azúcar a la mesa, me senté con mi café frío. Ya no me parecía tan apetecible. La desaprobación silenciosa de Ceri era evidente, pero ¿qué se suponía que tenía que hacer? No me gustaba la idea de que Ivy se hubiese marchado para mudarse con Skimmer sin decírmelo, pero era la mejor explicación que tenía ahora mismo. Ceri cogió la tetera de loza de debajo de la encimera. Sacó la bolsita de té que yo había puesto y midió dos cucharadas de té a granel. Jenks revoloteó hasta su miel y se peleó con la tapa hasta que yo se la abrí. Al final aquello estaba resultando ser un cumpleaños. —¿Jenks? —le advertí mirando a Rex. La gata naranja estaba sentada en el alféizar de la ventana

de la cocina mirándome con aquellos aterradores ojos de gato. Había visto lo que le pasaba a Jenks con la miel, se emborrachaba más rápido que un chico de una fraternidad evitando los exámenes de fin de carrera, y a Rex le gustaban demasiado las cosas pequeñas con alas. —¿Qué? —dijo con tono provocador—. La compraste para mí. —Sí, pero esperaba que esta mañana estuvieses sobrio para nuestro trabajo. Jenks resopló y se aposentó delante del tarro, rebosante de ámbar pegajoso. —Como si alguna vez hubiese estado borracho más de cinco minutos. —Se sacó del bolsillo de atrás algo parecido a un juego de palillos chinos, claramente ansioso. Manipulándolos con maestría, cogió un poco de miel y se la metió en la boca. Al tragar bajó las alas, las dejó quietas y se le escapó una risita. —Joder, qué bueno está esto —dijo con la boca llena y pringosa. Cinco minutos. En eso tenía razón, pero a mí me preocupaba Rex. Ceri seguía de pie junto al fregadero y estaba templando la tetera con agua caliente del grifo. Yo pensaba que era un paso inútil que solo servía para tener más platos sucios, pero Ceri era la experta en té. Miró a Jenks, que ahora tenía levantados los palillos por encima de su cabeza inclinada hacia arriba y dejaba caer el chorro de miel en ella. Y la miel caía exactamente donde él quería, aunque estaba empezando a inclinarse hacia un lado. —¿Puedes meter eso en el estante de arriba? —dije preocupada. Jenks se puso rígido y me miró con unos ojos desenfocados y abiertos como platos. —Sé volar, mujer. Vuelo mejor hasta las orejas de miel que tú serena. —Para demostrarlo, se elevó en el aire. Soltó un grito y perdió altura. De repente Ceri puso la mano debajo de él y él se echó a reír—. ¡Escucha, escucha! —dijo mientras se dejaba caer en su mano y cantaba con eructos en vez de palabras las dos primeras frases de la canción You Are My Sunshine. —Jenks… —protesté—. Aléjate de Ceri. Es asqueroso. —Lo siento, lo siento —dijo con la lengua medio trabada y casi cayéndose—. Joder, qué miel tan buena. Tengo que llevarle un poco a Matalina. Seguro que le encanta. Quizá la ayudaría a dormir un poco. Era evidente que se estaba concentrando y despedía chispas gruesas e intensas mientras revoloteaba hasta llegar a la mesa. Yo dejé escapar un suspiro a modo de disculpa y Ceri sonrió mientras agarraba a Rex cuando la gata pasó por su lado en dirección a Jenks. La gata se acurrucó en el brazo de Ceri, ronroneando. —Gatito, gatito —dijo Jenks mientras aterrizaba a mi lado y junto a su miel—. ¿El gatito quiere un poco de miel? ¿De erta mié tan wena? Sí, mi vida era rara, pero tenía sus puntos. Ceri se apoyó en la encimera mientras esperaba a que se calentase el agua. —¿Cómo has dormido últimamente? —preguntó, como si fuese mi médico—. ¿Algún estornudo más? Sonreí, halagada de que se preocupase. —No, esta mañana no he dormido demasiado, pero no fue por culpa de Minias. —Ella levantó las cejas y yo añadí—: ¿Crees que Newt volverá a aparecerse? Ella sacudió la cabeza muy seria. —No. Minias se andará con cuidado durante un tiempo. Mientas agarraba mi café caliente pensé que si Newt se presentaba no había demasiado que yo

pudiese hacer, en vista de que había tomado el control del círculo triple de Ceri con tanta facilidad como si abriese una carta. Al recodar que yo había tomado el círculo de Tom, estuve a punto de preguntarle, pero no lo hice. Tenía que ser porque yo había entrado en él mientras lo estaba construyendo. Eso es todo. Estaba segura de que había leído en alguna parte que aquello era posible. Y además, no quería arriesgarme a oírla decir que era poco habitual. Cantando Satisfaction, de los Rolling Stones, Jenks se sentó con las piernas cruzadas ante su tarro de veintiocho gramos sirviéndose directamente en la boca. —Yo te protegeré, Rache —dijo interrumpiéndose a sí mismo—. Como dicen los Ramones, le haré a ese demonio una labiotomía, tctatomía, lob, lob, lobotomía, si se vuelve a presentar. Yo torcí el gesto y vi cómo se caía, se reía alegremente de sí mismo y volvía a sentarse con un fuerte «Ay». Abatida, cogí un trozo de bollo. Estaba seco, pero me lo comí de todas formas. El agua de Ceri empezó a hervir. Consiguió llenar su tetera aun sosteniendo a Rex en sus brazos y trajo consigo su bebida para sentarse a la mesa. Jenks se tambaleó hacia la tetera moviendo las alas para mantener el equilibrio y se apoyó en ella, dejándose resbalar mientras suspiraba profundamente. —¿Te puedo preguntar una cosa? —dijo Ceri mirando la taza vacía. Yo no tenía nada que hacer hasta eso de las seis, que era cuando tendría que empezara prepararme para la misión así que, tras taparla miel de Jenks, subí un pie a la silla y me rodeé una rodilla con el brazo. —Claro. Dime. Sus mejillas se sonrojaron un poco cuando preguntó: —¿Ivy te hizo daño al morderte? Yo me quedé de piedra y Jenks, con los ojos cerrados, empezó a farfullar: —No, no, no. La maldita vampiresa la hizo sentir bien. Joder, qué cansado estoy. Tragué saliva y la miré a los ojos. —No, ¿por qué? Ella escondió su labio inferior y, mordiéndolo con un gesto encantador, se puso seria. —Nunca deberías avergonzarte de amar a alguien. La presión sanguínea se me aceleró. —No lo hago —dije a la defensiva. Estaba agresiva porque tenía miedo, pero en lugar de responderme con el mismo sentimiento, ella bajó la mirada inesperadamente. —No te estoy criticando —dijo suavemente—. Yo… te envidio. Y tienes que saberlo. Los dedos que rodeaban mi rodilla se tensaron. ¿A mí? ¿Envidia mi mierda de vida? —Dices que no confías en la gente —se apresuró a explicar, rogándome comprensión con sus intensos ojos verdes—. Pero sí que lo haces. Confías demasiado. Lo das todo aun cuando tienes miedo. Y yo envidio eso. No creo que yo pudiese amar a alguien sin miedo… ahora mismo. Jenks tenía hipo. —Ceri, no pasa nada. Yo te quiero. —Gracias, Jenks —dijo Ceri, sentándose con remilgo en la silla—. Pero nunca funcionaría. Tu cuerpo no es tan grande como tu corazón y, por mucho que me gustase pensar que soy un alma y una mente, también tengo un cuerpo que tengo que satisfacer. —¿¡Que no soy lo suficientemente grande!? —protestó poniéndose de pie y tambaleándose. Solo le funcionó un ala y estuvo a punto de caerse—. Pregúntale a Matalina. —El pixie se puso pálido—.

Bueno, da igual. Ceri sirvió un poco de té. El líquido de color ámbar gorgoteaba alegremente, contrastando con mi desasosiego. Levanté lentamente la segunda rodilla y la puse junto a la otra. —Jenks, siéntate —murmuré cuando se empezó a desviar en su ruta hacia la miel y se dirigió hacia el borde de la mesa. Me alegraba de estar distrayéndome un poco y entonces pensé en la boda de Trent y Ellasbeth. Iba a coger a Jenks cuando chocó contra las servilletas y se puso una encima de la cabeza. ¿Por qué no le había hablado a Trent de Ceri? ¿O a Ceri de Trent? No se me da bien juzgar a las personas, pero aun así podía afirmar que ambos parecían hechos el uno para el otro. Trent no era tan malo, aunque me había mantenido enjaulada como a un visón. Y me había metido en peleas. Y me había engañado para que intentase cazar a Piscary por mí misma, aunque parte de esa estupidez fue culpa mía. Cogí otro trozo de pastel. Trent me había tratado con respeto la noche que fui su guardaespaldas a sueldo y luego me había mantenido con vida. Había confiado el cuidado de Lee en lugar de matarlo, que era lo que quería. Aunque si le hubiese permitido a Trent matar a su amigo, probablemente no estaría de guardaespaldas en su boda. Esto es un desastre, pensé mientras me tragaba el trozo de bollo con el café frío. Ceri era mayorcita para tomar sus decisiones. Y si Trent la utilizaba, lo mataría como a un cerdo. Y como me estaba ganando su confianza, probablemente pudiese acercarme lo suficiente como para hacerlo, lo que, por cierto, era un pensamiento aterrador. Se me aceleró el corazón y me limpié los dedos con una servilleta. —¿Ceri? —dije mientras ella me miraba con expectación. Rex seguía en su regazo y ella la estaba acariciando. Tomé aire y dije—: Quiero presentarte a una persona. Me miró a los ojos con sus ojos verdes y esbozó una sonrisa. —¿A quién? Yo miré a Jenks, pero no se estaba enterando de nada porque estaba durmiendo debajo de las servilletas. —Mmm… a Trent. —Sentí presión en el pecho y recé por estar haciendo lo correcto—. Mira, él es un elfo. Con una gran sonrisa, Ceri empujó a Rex al suelo para poder apoyarse en la mesa. La gata salió de la habitación y el olor a vino y canela me envolvió cuando Ceri me dio un abrazo rápido. —Lo sé —dijo mientras volvía a su sitio y me sonreía—. Gracias, Rachel. —¿Lo sabías? —dije con la cara caliente de la vergüenza. Dios, debe de pensar que soy una boba insensible, pero ella se revolvió en su silla y sonrió como si le acabase de regalar un poni, un perrito y luego la maldita luna—. Trent Kalamack, ¿no? —tartamudeé—. ¿Estamos hablando del mismo Trent? ¿Por qué no me dijiste nada? —Tú me devolviste el alma —dijo ella moviendo el pelo—. Y con ella la posibilidad de redimirme de mis pecados. Te observo para orientarme. Quería que tú lo aprobases. No te esforzaste en ocultar que no te cae bien. Ella sonrió tímidamente y yo la miré. —¿Sabías que era un elfo? —pregunté. Todavía no me lo podía creer—. ¿Cómo? ¡Él no sabe que existes! —Al menos eso es lo que yo creo. Avergonzada, levantó los pies y se sentó con las piernas cruzadas con un aspecto tan sabio como

inocente. —Lo vi en una revista el invierno pasado, pero a ti no te caía bien. —Me miró a los ojos y luego volvió a mirar al suelo—. Sabía que te había hecho daño. Keasley me dijo que él controla el tráfico de azufre y como cualquier cosa en exceso es algo dañino. Pero Rachel ¿cómo puedes condenar todo lo bueno por una cosa mala? —dijo sin un atisbo de ruego en su voz—. Ha sido ilegal treinta y dos años de cinco mil y es algo muy descarado por parte de los humanos para intentar controlar el Inframundo. Visto así, Trent casi parecía respetable. Molesta, me recosté en la silla. —¿Te ha contado Keasley que chantajea a la gente utilizando investigación genética ilegal? ¿Que sus campamentos Pide un Deseo son laboratorios genéticos clandestinos en los que ayuda a niños para chantajear a sus padres? —Sí. También me dijo que el padre de Trent te curó la enfermedad de la sangre porque tu padre era amigo suyo. ¿No crees que le deberías estar agradecida? Vaya. Me quedé sin aliento y helada, no por aquello de que le debiese gratitud a Trent, sino porque Keasley supiese algo de lo que yo no me enteré hasta el pasado solsticio. —¿Keasley te ha contado eso? Ceri me miró por encima de su taza de té y levantó y bajó la cabeza, asintiendo con firmeza. Mi mirada de preocupación se dirigió a la ventana con cortinas azules que había encima del fregadero y al jardín iluminado por el sol que había al otro lado. Tendría que tener una charla con Keasley. —El padre de Trent me salvó la vida —admití, volviendo a concentrarme en ella—. Mi padre y el suyo eran amigos y compañeros de trabajo. Y ambos murieron por eso, así que creo que eso elimina cualquier gratitud que pudiese deberle. Ese elfo tonto del culo se cree que el mundo le debe todo. Pero Ceri se limitó a sorber su té. —Quizá Trent te metió en las peleas de ratas porque culpa a tu padre de la muerte del suyo. Yo tomé aire para protestar, pero luego lo solté lentamente. Mierda. ¿Acaso Trent es tan inseguro como el resto de nosotros? Ceri rellenó su taza con un aire de suficiencia. —¿No lo culpabas tú por la pérdida de tu padre? —preguntó, innecesariamente, he de reconocer. —Sí —dije, dándome cuenta de que el hecho de haberlo puesto en pasado funcionaba. Ya no lo culpaba. Piscary lo había matado, bueno, hablando en general. En cierto modo. Quizá. Y si yo era una brujita buena y mantenía el culito de elfo de Trent a salvo durante su boda, quizá me contase los detalles. Sacudí mis pensamientos mentalmente y aparqué aquello para darle vueltas más tarde. —¿Quieres conocerlo? —pregunté con voz cansada. Parecía tan emocionada por aquella posibilidad… Su cólera almacenada se desvaneció y sonrió desde el otro lado de la mesa. —Sí, por favor. «Sí, por favor.» Como si necesitase mi aprobación. —No necesitas que te dé permiso. Mi tono era casi hosco, pero ella dejó caer los ojos recatadamente. —Pero quiero que me lo des. —Dejó la taza sobre el plato con un clic—. He crecido con la esperanza de que alguien me guiase en los asuntos del corazón: un guardián y un confidente. Mis padres están muertos. Mi especie se ha reducido con el tiempo. Tú rescataste mi cuerpo y liberaste mi alma. Tú eres mi Sa'han.

Me erguí en la silla como si me hubiesen tirado un cubo de agua helada por encima. —Eh, espera, Ceri. Yo no soy tu guardiana. No lo necesitas. ¡ No le perteneces a nadie! —¿Acaso se ha vuelto loca? Ceri puso los pies en el suelo y se inclinó hacia delante rogándome con la mirada que la comprendiese. —Por favor, Rachel —suplicó—. Necesito esto. Ser familiar de Al me lo arrancó todo. Devuélveme ese trozo de mi vida. Necesito recuperar lazos con mi antigua vida antes de poder cortarlos y pasar a esta. Entré en pánico. —¡Soy la última persona a la que deberías pedir consejo! —conseguí decir tartamudeando—. ¡Mírame! ¡Soy un desastre! Ceri bajó la mirada y sonrió. —Eres la persona más generosa que conozco y arriesgas constantemente tu vida por aquellos que no pueden defenderse por sí mismos. Veo esto en la gente a la que amas. Ivy, que tiene miedo de no poder seguir librando sola su batalla. Kisten, que lucha por permanecer en un sistema en el que sabe que es demasiado débil. Jenks, que tiene la valentía pero no la fuerza suficiente para dejar huella en un mundo que ni siquiera lo ve. —Vaya, gracias Ceri —farfulló el pixie desde debajo de la servilleta. —A menudo vemos lo peor de la gente —dijo—, pero tú siempre ves lo mejor. Con el tiempo. Yo la miré boquiabierta. Al notar mi malestar, dudó. —¿Confías en Trent? —¡No! —espeté, y luego hice una pausa. Pero aun así contemplaba la posibilidad de presentárselo a Ceri—. Quizá en algunas cosas —corregí—. Pero sí confío en tu buen juicio. Al parecer dije lo correcto, porque Ceri sonrió y me puso una de sus frías manos sobre la mía. —Crees en él más de lo que piensas y, aunque puede que no lo conozca, confío en tu juicio, por mucho que tarde en llegar. —Entonces sonrió con picardía—. No soy una niña tonta que se deja cegar por un trasero agraciado y una extensa lista de propiedades. ¿Un trasero agraciado y una extensa lista de propiedades? ¿Ese era el equivalente de las edades Oscuras para un culo prieto y un montón de pasta? Me reí y ella apartó la mano. —Es muy astuto —le advertí—. No quiero que se aprovechen de ti. Sé que te va a pedir una muestra para su laboratorio. Ceri bebió su té con los ojos clavados en el jardín iluminado. —Y se la daría. Quiero tanto como él que mi especie se recupere. Solo desearía ser anterior a la maldición para que el daño se pudiese subsanar por completo en lugar de los parches que les ha estado aplicando a nuestros hijos. Rodeé con mis dedos la fría porcelana, pero no me llevé la taza a los labios. Trent me debía una bien grande. Ceri le estaba proporcionando algo más que un buen parche. —Es manipulador —añadí levantando una ceja. —¿Y yo no? ¿Crees que yo no podría hacer que ese hombre comiese en la palma de mi mano si yo quisiese? Aparté la mirada, preocupada. Sí, claro que podía. Ceri se rio. —No busco un marido —dijo con aquellos ojos verdes y centelleantes—. Tengo que

reinventarme a mí misma antes de poder compartir mi vida con alguien. Además, se va a casar. No pude evitar resoplar. —Con una mujer despreciable —murmuré, empezando a relajarme. No quería que Trent se casase con Ceri. Aunque Trent no fuese tan malo, probablemente no volvería a verla después de que descubriese su jardín. —Creo —dijo Ceri con ironía— que tú piensas que esta boda no es más que un castigo por los pecados que cometió en el pasado. Yo asentí y miré al jardín al ver movimiento. Me puse de pie y me acerqué a la ventana, pero solo eran los niños de Jenks intentando sacar a un colibrí del jardín. —Tú no la has visto —dije, maravillada ante su trabajo en equipo. Ceri se puso a mi lado y el intenso aroma a canela que despedía me hizo cosquillas en la nariz—. Es una mujer horrible —añadí en voz baja. La mirada de Ceri siguió a la mía al jardín. —Y yo también —dijo ella, con un tono todavía más suave.

22.

Recostada en la parte de atrás del taxi, observé pasar los edificios e imaginé el desprecio de Ellasbeth por las tiendas que evidenciaban ser de clase baja. Aunque la catedral de los Hollows tenía un gran reconocimiento en todo el mundo, estaba en una zona bastante pobre de la ciudad. De repente me sentí inquieta y tensa, y cogí el bolso con los hechizos y la pistola de bolas y la puse sobre el regazo. Debería haberme puesto algo más. Iba a parecer una dejada solo con aquellos vaqueros. Jenks iba sobre mi hombro, golpeando mi aro al ritmo de la música calipso que llevaba puesta el taxista. Me estaba molestando y, aunque sabía que probablemente sería peor el remedio que la enfermedad, murmuré: —Para. Se me enfrió el cuello cuando despegó para posarse en mi rodilla. —Relájate, Rache —dijo, de pie, con las piernas separadas para mantener el equilibrio y sin dejar de mover las alas—. Esto está chupado. ¿Cuánta gente habrá? ¿Cinco, contando a los padres de ella? Y Quen estará allí, así que no es como si estuvieses sola. De lo que te tendrás que preocupar es de la boda. Respiré profundamente y abrí la ventana para airearme el pelo. Miré hacia abajo y me fijé en el agujero que tenía en la rodilla. —Quizá debería haberme puesto un traje. —Es un ensayo de boda, ¡por las bragas de Campanilla! —soltó Jenks—. ¿Tú no ves culebrones? Cuanto más rica eres, más informal vistes. Trent probablemente irá en traje de baño. Yo levanté las cejas imaginándome su cuerpo esbelto envuelto en licra. Mmm… Jenks dejó de mover las alas y adoptó una expresión de aburrimiento. —Estás genial. Pero si te hubieses puesto aquella cosa que compraste… Moví la rodilla y él alzó vuelo. Estábamos a solo una manzana y llegábamos temprano. —Disculpe —dije inclinándome hacia delante e interrumpiendo la entusiasta interpretación del taxista de Material Girl, de Madonna. Nunca la había oído en versión calipso—. ¿Podría dar una vuelta a la manzana? Nuestros ojos se encontraron en el espejo retrovisor y, aunque estaba claro que pensaba que estaba loca, se metió en el carril para girar a la izquierda y esperó en el semáforo. Yo bajé del todo la ventanilla y Jenks se posó en el alféizar. —¿Por qué no echas un vistazo? —dije suavemente. —Sabía que me lo pedirías, nena —dijo estirando los brazos para comprobar que llevaba en su sitio el pañuelo rojo—. Cuando hayas dado la vuelta a la manzana, ya habré conocido a los vecinos y tendré todo controlao. —¿Nena? —dije con aspereza, pero ya se había marchado y estaba entre las gárgolas. Subí la ventanilla antes de que la brisa de la calle me deshiciese la complicada trenza francesa que sus hijos me habían hecho en el pelo. No les dejaba peinarme muy a menudo. Habían hecho un trabajo fantástico, pero hablaban como chicos de quince años en un concierto: todos a la vez y cien decibelios más alto de lo necesario. El semáforo cambió de color y el conductor giró con cuidado, probablemente pensando que yo

era una turista que estaba echando un vistazo. De repente divisé las piedras esquinadas y pegadas con argamasa que formaban la catedral, que quizá era tan alta como un edificio de ocho plantas. Era enorme en comparación con las tiendas bajas que la rodeaban. La catedral estaba muy cerca de la acera por dos de sus lados y le daba sombra a la calle. Unas preciosas plantas resistentes a la sombra crecían al húmedo abrigo de los arbotantes. Había enormes vidrieras por todas partes, que desde el exterior se veían ensombrecidas y oscuras. Entrecerré los ojos mientras lo miraba todo, sorprendida de la falta de bienvenida que encontré en mi iglesia. Era como visitar a tu tía abuela a la que no le gustaban los perros, la música alta y las galletas antes de la cena; seguía siendo de tu familia, pero tenías que comportarte lo mejor posible y nunca te sentías cómoda. Tras una revisión rápida del lateral de la catedral, busqué en el bolso el teléfono móvil e intenté llamar de nuevo a Ivy. Seguía sin responder. Kisten tampoco respondía y tampoco me habían contestado cuando había llamado antes a Piscary's. Podría preocuparme, pero tampoco era nada raro. No abrían hasta las cinco y nadie respondía al teléfono cuando el bar estaba cerrado. La parte de atrás de la catedral consistía en un jardín estrecho y amurallado y un aparcamiento. Al llegar a la esquina puse mi teléfono en modo de vibración y lo metí en el bolsillo delantero de los vaqueros para enterarme si me llamaban. En el tercer lateral de la catedral había más plazas de aparcamiento, pero estaban vacías. Lo único que se veía era un Saturn último modelo cubierto de polvo a la sombra y una pista de baloncesto con la canasta atornillada a un mástil ligero y colocada según la altura establecida por la NBA. Enfrente había otra, mucho más alta. Mezclar especies en la pista no era una buena idea. Me abracé a mí misma cuando el taxista se detuvo y montó la rueda izquierda sobre la acera baja de la calle de un solo sentido. Aparcó el coche y empezó a enredar con una carpeta sujetapapeles. —¿Quiere que la espere? —preguntó mientras miraba la deslucida fachada del otro lado de la calle. Saqué un billete de veinte de la cartera y se lo di. —No. Va a haber una cena después y alguien me llevará de vuelta. ¿Me puede dar un recibo? Ante eso, el hombre me miró levantando las cejas con una expresión de sorpresa en su rostro profundamente bronceado. —¿Conoce a alguien que se va a casar aquí? —Sí. Voy a la boda de Kalamack. —¿Está de broma? —Sus ojos marrones se abrieron tanto que pude ver que su esclerótica estaba casi amarilla. Sentí un cosquilleo en la nariz y un ligero olor a almizcle. Era un hombre lobo. La mayoría de los taxistas lo eran. No tenía ni idea de por qué. —Eh —dijo buscando una tarjeta y dándomela con mi recibo—. Tengo permiso de limusina. Si necesitan a alguien, yo estoy disponible. Yo la cogí admirando su coraje. —No lo dude. Gracias por el viaje. —A cualquier hora —dijo mientras yo salía. Luego se asomó por la ventana y dijo—: Tengo acceso a un coche y todo. Este es solo mi trabajo de día hasta que acabe de sacarme el carné de piloto. Sonriendo, asentí y me giré hacia las múltiples puertas. ¿Carné de piloto? Eso es nuevo. El taxi se fundió con el ligero tráfico y Jenks aterrizó desde dondequiera que estuviese. —Te dejo sola cinco minutos —se quejó— y ya te están tirando los tejos.

—Solo quería echar una mano —dije mientras admiraba las cuatro ramas de vides esculpidas en forma de arco que estaban situadas sobre un juego de puertas de madera. Absolutamente hermoso… —Eso es lo que estoy diciendo —gruñó—. ¿Por qué estamos aquí tan temprano? —Porque es un demonio. —Miré las gárgolas y deseé poder hablar con ellas, pero intentar despertar a una gárgola antes de la puesta de sol era como intentar hablar con una mascota de piedra. Había muchas, así que la catedral probablemente era segura. Arrugué la cara al ver las flores en macetas que había en la acera y me pregunté si podría moverlas. Sería demasiado fácil para las hadas asesinas esconderse en ellas. Fijé mi atención en Jenks y añadí—: Y por mucho que disfrutase viendo a Trent siendo abatido por una amante celosa o un demonio contrariado, quiero mis cuarenta mil por hacer de niñera. Él inclinó la cabeza antes de posarse en mi hombro. —Hablando del rey de Roma… Seguí su mirada hacia la calle. Mierda, ellos también llegaban temprano, demasiado. Doblemente contenta por haber llegado cuando lo había hecho, me metí por dentro la camisa nueva y esperé mientras se aproximaban dos coches brillantes, totalmente fuera de lugar entre los camiones de plataforma y los Ford oxidados por el salitre. Tuve que dar un salto y subirme a un escalón cuando el primero de ellos salió de la carretera y subió por completo a la ancha acera. Detrás de él venía un Jaguar que también aparcó sobre la acera. —Me cago en las margaritas —dijo Jenks desde mi pendiente, y yo me quité las gafas para ver mejor. Ellasbeth iba en el primer coche, en el asiento delantero y, mientras se reponía, el conductor uniformado abrió la puerta a un par de personas más mayores que iban sentadas detrás. El señor y la señora Withon, supuse, ya que eran altos y elegantes, de tez morena y con el aspecto refinado de la Costa Oeste. Yo diría que tenían sesenta y tantos, pero muy bien llevados. Dios, eran elfos… probablemente podrían tener trescientos años. Aunque llevaban pantalones e iban vestidos de manera informal, era más que evidente que sus zapatos costaban más que el coche de la mayoría de la gente. Salieron del coche y sonrieron bajo el sol como si estuviesen mirando al pasado, viendo la tierra sin los edificios, los coches ni la apatía urbana. Ellasbeth esperó estoicamente a que el conductor le abriese la puerta. Salió y se estiró la chaqueta corta que llevaba sobre una camisa blanca y se puso al hombro un bolso a juego. Taconeando con las sandalias, rodeó la parte trasera del coche enseñando los tobillos con sus pantalones pirata. Iba vestida en tonos crema y melocotón y tenía su pelo amarillo recogido en una trenza similar a la mía pero con lazos verdes entrelazados. Llevaba los labios pintados de rojo y la sombra de ojos en su lugar. No miraba a la iglesia, lo que evidenciaba que no le gustaba estar allí. Al ver su clase sentí vergüenza y agradecí que Jenks y Ceri me hubiesen echado una mano. Puse mi cara de felicidad y bajé el escalón. —¿No es una iglesita preciosa, madre? —dijo la mujer alta cogiendo a su madre por el brazo y señalando la basílica—. Trenton tenía razón. Es el lugar perfecto para una boda discreta. —¿Discreta? —murmuró Jenks desde mi pendiente—. Pero si es un pedazo de catedral. —Cállate —dije. Por alguna razón me gustaban sus padres. Parecían felices juntos y de repente me sorprendí queriendo recordarlos así, para que cuando me despertase sola por la noche supiese que había alguien que había encontrado el amor y que había conseguido que durase. No me extrañaba que Ellasbeth estuviese cabreada porque le pidiesen que se casase con alguien a quien no amaba,

cuando había crecido viendo la felicidad de sus padres. Yo también estaría hecha una furia. Se me erizó el vello de los brazos y, al girarme, vi a Quen ya fuera del resplandeciente Jaguar. Iba vestido con su pantalón y camisa negra habituales y un par de zapatos brillantes. Un cinturón de cuero con una hebilla de plata era lo único que llevaba como complemento. Me preguntaba si estaría hechizado. El hombre de las cicatrices levantó las cejas y me lanzó una mirada para saludarme y entonces decidí que probablemente sí lo estaba. Quen se dirigió hacia la puerta de Trent pero, antes de que llegase, Trent ya la había abierto. Parpadeó al sentir el fuerte brillo del sol de la tarde y miró al cielo moviendo los ojos mientras divisaba la torre central bordeada por el sol. Los vaqueros le quedaban de maravilla. Estaban ligeramente gastados y le iban que ni pintados con sus botas. Llevaba una camisa de seda de color verde intenso que combinaba con los lazos del pelo de Ellasbeth. Aquel color favorecía mucho a su piel morena y su precioso pelo. Tenía un aspecto genial, pero no parecía feliz. Al ver a los cinco elfos juntos me pregunté cuáles serían las diferencias. La madre de Ellasbeth tenía el mismo pelo fino que Trent, pero el de su padre se parecía más al de Ellasbeth, más encrespado; casi parecía un pobre intento de imitarlo. Junto a ellos, las facciones oscuras y el pelo de ébano de Quen parecían la otra cara de la moneda, pero no era menos élfíco. Ellasbeth apartó la mirada de las filigranas que estaban sobre las grandes puertas cuando Trent y Quen se acercaron. De repente, me miró y su expresión se congeló. Yo sonreí al ver que se había dado cuenta de que llevábamos el mismo peinado. El rostro oculto bajo su maquillaje perfecto se tensó. —Hola Ellasbeth —dije. Nos habían presentado por el nombre de pila la misma noche en que me encontró inmersa en su bañera. Era una larga historia, pero bastante inocente. —Señorita Morgan —dijo, extendiendo una pálida mano—. ¿Cómo está? —Bien, gracias. —Le estreché la mano y me sorprendí al sentirla caliente—. Es un honor estar en la ceremonia. ¿Se ha decidido ya por algún vestido? La expresión de la mujer se tensó aún más. —¿Madre? ¿Padre? —dijo sin contestarme—. Esta es la mujer que ha contratado Trenton para que trabaje como refuerzo en la seguridad. Como si ellos no se diesen cuenta de que no soy una de sus amigas, pensé mientras les daba la mano cuando me las ofrecieron. —Es un placer conocerlos —les dije a ambos—. Este es Jenks, mi socio. Se ocupará del perímetro y de la comunicación. Jenks empezó a agitar las alas pero, antes de poder encandilarlos con su encantadora personalidad, la madre de Ellasbeth dijo: —¡Es de verdad! —dijo tartamudeando—. Pensé que era un adorno de tu pendiente. El padre de Ellasbeth se puso tenso: —¿Un pixie? —dijo dando un paso atrás con recelo—. Trent… Las alas de Jenks empezaron a desprender polvo que me iluminó el hombro, y lo único que se me ocurrió fue: —Forma parte de mi equipo. Puede que también traiga un vampiro si es necesario. Si tienen alguna queja, hablen con Trent. Mi refuerzo puede mantener la boca cerrada sobre sus preciadas identidades secretas, pero si aparecen en la boda vestidos como extras de alguna película ridícula no será culpa mía si alguien averigua quiénes son.

La madre de Ellasbeth miraba a Jenks con fascinación y el pixie se había dado cuenta. Con la cara como un tomate, volaba de un hombro a otro agitado y finalmente se posó en uno. Estaba claro que la paranoia sobre los pixies había llegado hasta la otra costa del país y que ella no veía uno desde hacía tiempo. —No puedo guardarles las espaldas sin él —continué mirando, cada vez más nerviosa, a la madre de Ellasbeth, cuyos ojos verdes brillaban de fascinación—. Y probablemente con este excesivo circo mediático saldrán bichos raros hasta de debajo de las piedras. Me callé al ver que nadie me estaba escuchando. La señora Withon se había ruborizado, parecía diez años más joven y había puesto una mano en el hombro de su marido sin conseguir ocultar su deseo de hablar con Jenks. —A la mierda con todo —murmuré para mí. Y luego dije más alto—: Jenks, ¿por qué no acompañas a las damas a la iglesia, donde estén más seguras? —Rache —lloriqueó. El señor Withon se irguió más. —Ellie —advirtió, y yo me puse roja. Trent carraspeó. Luego dio un paso adelante y me cogió por el codo para que me moderase, aunque lo escondió bajo un gesto amigable. —El compromiso de la señorita Morgan con su trabajo es tan obvio y tan directo como sus opiniones —dijo con sequedad—. Ya la he utilizado en el pasado y confío sin reservas en ella y en sus socios en cuanto a temas delicados. ¿Me ha utilizado? Bueno, es más o menos cierto. —Sé guardar un secreto —murmuró Jenks agitando las alas y moviéndome el pelo. Doña elfa le sonrió y, de nuevo, me pregunté qué relación entre especies habría antes entre los elfos y los pixies y qué se habría roto cuando los elfos pasaron a la clandestinidad. Los hijos de Jenks adoraban a Ceri. Por supuesto, también adoraban a Glenn y yo sabía que era humano. Ellasbeth captó la mirada de aviso de su padre y frunció los labios ante la sonrisa encandilada de su madre. —Trenton, querido —dijo la desagradable mujer cogiendo del brazo a su madre—. Voy a mostrarles a mis padres el interior de la catedral mientras tú les asignas sus tareas a los ayudantes. Es una iglesita tan pintoresca. Sinceramente, no sabía que hiciesen catedrales de este tamaño. Yo me tragué mi ira, orgullosa de la basílica de los Hollows. Y yo no era la «ayudante». Era la persona que iba a evitar que la chusma se pusiese a lanzarles cosas mientras hacían desfilar sus culos de ricos por la calle principal. —Me parece bien, cariño —dijo Trent a mis espaldas—. Me reuniré contigo dentro. Ellasbeth se inclinó para darle un besito en la mejilla y, aunque él le pasó una mano por la mejilla cuando se iba, no le devolvió el beso. Taconeando por la acera, condujo a sus padres por la puerta lateral, ya que la principal estaba claro que estaba cerrada. —Dile a Caroline que entre cuando llegue, ¿vale? —dijo por encima del hombro, aprovechando para dejarnos claro que nos quedásemos fuera hasta que llegase la dama de honor. Por mí mejor. —Lo haré —dijo Trent, y los tres elfos giraron la esquina con Ellasbeth hablando en voz alta a su madre de la preciosa y pequeña pila bautismal. Su padre estaba inclinado hacia su madre y hablaba con ella, claramente regañándola por su interés en Jenks. Ella no estaba escuchando y caminaba casi

de lado en un intento por mirar por última vez a Jenks. Jenks estaba callado y avergonzado. A mí me parecía raro, ya que siempre les encantaba a los humanos. ¿Por qué iba a ser diferente gustar a un elfo? —Mmm… Rachel —dijo haciendo mucho ruido con las alas mientras se elevaba para revolotear ante mis ojos—. Voy a echar un vistazo por ahí. Vuelvo en cinco minutos. —Gracias, Jenks. —Pero cuando se lo dije ya se había ido y su pequeño cuerpo era como una mota volando a toda velocidad entre las agujas de la catedral. Levanté la mirada y me encontré a Quen esperándome. —¿Esperas que me crea que un pixie es un refuerzo efectivo? —preguntó con las cejas levantadas —. ¿Por qué lo has traído aquí? ¿Estás intentando complicar la situación? En cierto modo, la actitud de Quen no me sorprendía. Me puse rígida en señal de despecho y me dirigí al lateral del aparcamiento. —Tendrá información sobre todo el bloque en treinta segundos. Te dije que te estabas haciendo un flaco favor manteniendo tu jardín libre de pixies. Deberías estar rogándole a un clan que se mudase, no tejiendo redes pegajosas en tu porche. Son mejores centinelas que las ocas. Las arrugas del elfo más viejo formaron otra al fruncir el entrecejo. Se había colocado a mi izquierda y, con Trent a mi derecha, me sentía rodeada. —¿Y tú confías en Jenks? —preguntó Quen. Creo que fue la primera vez que Quen llamaba a Jenks por su nombre y yo lo miré mientras rodeábamos la esquina y el ruido del tráfico se amortiguaba. —Incondicionalmente. —Nadie dijo nada y, avergonzada, solté—: No puedo protegeros si no estáis juntos. ¿O acaso esto no es más que una manera de tener a alguien hermoso cogido de tu brazo cuando entras en una habitación? —No, señorita Morgan —dijo Trent suavemente mientras su flequillo se movía con la suave brisa —. Pero en vista de que el sol todavía está alto, ¿qué peligro puede suponer un demonio? No espero que se presente Lee, y si lo hace, no será hasta que anochezca. —Dudó—. Con un demonio moviendo los hilos. No podíamos entrar después de que Ellasbeth nos hubiese dicho que nos quedásemos fuera y no me emocionaba nada pasar más tiempo del necesario con ella. Parecía que a Trent le ocurría lo mismo, así que nos detuvimos junto a las escaleras laterales y la segunda entrada, menos imponente, situada al final del aparcamiento. Mis sandalias hicieron ruido al pisar las marcas blancas de la cancha de baloncesto, pero con aquellos delicados zapatos a Quen no se le escuchaba. Quería tener un par como esos, aunque me harían parecer mucho más baja. —Tú… mmm, ¿confías en mí para asuntos delicados? —le dije a Trent—. ¿Qué significa eso? — Trent siguió con la mirada a una bandada de palomas y parpadeó cuando cruzaron frente al sol. —Significa que confío en que mantendrás el pico cerrado y las manos lejos de mi despacho. Quen se giró y permaneció de pie casi fuera de mi vista. Yo me giré para mantenerlo dentro de la conversación. —Eso te molestó, ¿no? Que pudiese entrar a hurtadillas en tu oficina —pregunté. Con las orejas rojas, Trent me miró. —Sí. Satisfecha, me encogí de hombros. Le quedaba bien la ropa informal y me pregunté qué aspecto tendría sentado en una hamburguesería con los codos en la mesa y las manos sosteniendo una

hamburguesa de ternera de doscientos gramos. No era mucho mayor que yo y tuvo que madurar rápido al morir sus padres. Quería preguntarle si sus hijos tendrían las orejas puntiagudas al nacer, pero no lo hice. —No volveré a hacerlo —dije de repente, sin saber por qué. Al escucharme, Trent se giró para tenerme enfrente. —¿Entrar a la fuerza en mi casa? ¿Eso es una promesa? —No. Pero no lo haré. Quen carraspeó para ocultar una risilla. Con sus ojos verdes clavados en mí, Trent asintió. No parecía feliz y sentí pena por él. —Confiaré en ello. Quen se puso tenso, pero estaba mirando al cielo, no a mí. Levanté una mano cuando reconocí las alas de Jenks. —Rache —dijo jadeando cuando aterrizó en mi mano y se agarró al pulgar al estar a punto de caerse—. Tenemos un problema… que viene por la carretera… en un Chevy del 67. —Mejor que un cable trampa —le dije fríamente a Quen mientras me preguntaba si debería sacar mis esposas nuevas del bolso y ponérmelas en la cadera. Luego le pregunté a Jenks—: ¿Quién es? ¿Denon? El coche en cuestión giró la esquina: era un descapotable azul pálido y llevaba la capota bajada. Entró pisando a fondo en el otro extremo del aparcamiento. Quen pasó de su estado informal al protector. Con el pulso a mil, invoqué una línea. La ráfaga de poder me cogió por sorpresa y casi me caigo. —Estoy bien —dije apartándole el brazo a Trent—. Quédate detrás de mí. —¡Es Lee! —dijo Trent con el rostro iluminado—. ¡Dios mío, Lee! Me quedé con la boca abierta. El coche se detuvo y aparcó a tres metros, pisando las líneas. Trent dio un paso hacia delante, pero yo tiré de él hacia mí. ¿Lee se había escapado de Al? El hombre apagó el coche y levantó la cabeza sonriéndonos a los tres y entrecerrando los ojos a causa del sol. Dejó las llaves en el contacto, abrió la puerta y salió. —¿Lee…? —tartamudeé. No me lo podía creer. Me invadió un gran sentimiento de culpa. Aunque había intentado evitarlo, estaba presente cuando Al se llevó a Lee como familiar suyo en vez de a mí. Era imposible que se hubiera escapado, pero ahí estaba, inclinando su elegante cuerpo de surfero para salir del coche con una gracia inconsciente. Su naricilla y sus labios finos le daban un magnífico aspecto informal y su herencia asiática era evidente en su pelo profundamente negro y liso que llevaba cortado justo por encima de las orejas. Con un aspecto seguro de sí mismo y arrogante con aquel traje negro ligeramente desaliñado, caminó hacia nosotros con las manos estiradas. —No es Lee —dijo Jenks tras moverse a mi hombro—. No es su olor y esa aura no es la de un brujo. Rache, ¡ese no es Lee! Mi pasmo se convirtió en cautela. —¡Atrás! —dije tirando de Trent y poniéndolo detrás de mí cuando se movió. Él estuvo a punto de caerse pero recuperó el equilibrio. Frunciendo el entrecejo, se tiró de la camisa para colocársela. —El sol está alto, Morgan. Conozco unas cuantas reglas sobre demonios y esa no se puede violar. Lee se ha escapado. ¿Qué te esperabas? Es un experto en magia de líneas luminosas. Trágate tus celos. —¡Mis celos! —le grité, sin creérmelo—. ¿Quieres apostar tu vida? —Lee seguía avanzando y,

estirando una mano, grité—: ¡Quédate ahí mismo! ¡Te estoy diciendo que te detengas! Lee se detuvo obedientemente a tres metros de distancia con su pelo negro reluciendo bajo el sol. Sacó un par de gafas redondas de un bolsillo y se las colocó sobre su pequeña nariz, ocultando así sus ojos marrones. Con las manos abiertas y una postura casi de indignación por desconfiar de su inocencia, casi hizo una reverencia. —Buenas tardes, Rachel Mariana Morgan. Estás excepcionalmente atractiva con el sol iluminándote el cabello, querida. Me quedé pálida y di un paso vacilante hacia atrás. No era Lee. Era Al. La voz era la de Lee, pero la forma de hablar y la pronunciación eran las de Algaliarept. ¿Cómo? —¡Maldita sea! ¡Es Al! —dijo Jenks con una voz aguda, y me agarró la oreja más fuerte. —Mételo en la iglesia —le susurré a Quen. Me sentía traicionada y casi entro en pánico. ¡Aún era de día! ¡Eso no era justo! Oí arrastrar unos pies detrás de mí y la queja indignante de Trent. Maldita sea, pensé. Esto no es una decisión en comité—. ¡Sácalo de aquí! —grité. La sonrisa de Al se hizo más grande y caminó hacia nosotros. No había tiempo. Me lancé hacia delante y caí con los antebrazos sobre el pavimento. Rocé con los dedos de las manos las marcas blancas de la pista de baloncesto y los dedos de los pies soportaron el resto de mi peso. —¡Rhombus! —grité. Se me saltaron las lágrimas al sentir como se me clavaba la gravilla en las partes más delicadas de mis brazos pero, al sentir una oportuna gota de poder en mi interior, la capa ámbar de siempre jamás fluyó hacia arriba procedente del suelo, arqueándose y cerrándose por encima de nuestras cabezas. Dolorida, apoyé las rodillas en la acera y me puse de pie lentamente mientras me frotaba los brazos y las palmas de las manos para quitarme los granitos de arena. Maldita sea, había estropeado el regalo de Ceri. Primero miré a Al, que parecía levemente insultado, y luego a Trent y a Quen, que estaban a salvo y conmigo dentro de mi círculo. El elfo más mayor estaba tenso. Estaba claro que no le gustaba estar dentro de mi burbuja, por muy grande que fuese. Miró nervioso las manchas demoníacas negras que reptaban por mi burbuja tintada de ámbar. Era especialmente fea a la luz del sol y, dado que Quen tenía experiencia en magia de líneas luminosas, sabía que el negro era un reflejo de lo que yo le había hecho a mi alma. Y la única forma en que podía haberlo conseguido tan rápido era jugando con magia demoníaca. Enfadada, retrocedí sin dejar de frotarme las manos. —Lo aprendí lanzando una maldición demoníaca para salvarle la vida a mi novio —dije a modo de explicación—. No maté a nadie. No le hice daño a nadie. La cara de Quen estaba impasible. —Te hiciste daño a ti misma —dijo. —Sí, supongo que sí. Trent arrastró los pies. —Ese no es Lee —susurró con la cara pálida. Jenks aterrizó sobre mi hombro, ya que había echado a volar cuando yo caí al suelo. —Por el amor de Dios, el tío es más tonto que el consolador de Campanilla. ¿No he dicho yo que no era él? ¿Acaso mis labios no se movieron y dijeron que no era él? ¡Soy pequeño, no ciego! Tras recuperar su aplomo, Al sonrió. Trent se retiró para que Quen lo protegiese, alejándose tanto de mí como de Al. Al había atacado a Trent la misma noche en que el demonio me había atacado

a mí por primera vez; Trent tenía derecho a estar asustado. Pero el sol todavía no se había puesto. Eso no podía estar pasando. Todos dimos un respingo cuando Al metió un dedo en mi burbuja y el negro pareció entrar en la onda que formó. —No, no soy Lee —dijo el demonio—. Y aun así soy él. Cien por cien. —¿Cómo? —tartamudeé. ¿Acaso nos habrían hechizado para que pensásemos que era de día cuando en realidad ya se había puesto el sol? —¿Lo del sol? —Al miró hacia arriba y se quitó las gafas deleitándose con el astro rey—. Está excepcionalmente hermoso sin ese brillo rojo. Me gusta bastante. —Entonces me miró a mí y yo sentí un escalofrío—. Piensa. ¿Cien por cien Lee pero no era Lee? Eso solo dejaba una posibilidad. Si alguien me hubiese preguntado el lunes habría dicho que era imposible, sin embargo, ahora me parecía increíblemente fácil de creer, tras haber sacado a un demonio de mis pensamientos hace solo tres días. —Lo estás poseyendo —dije, sintiendo que se me hacía un nudo en el estómago. Lee dio una palmada. Llevaba guantes blancos y aquello tenía mala pinta, muy mala pinta. —No puedes hacer eso —dijo Trent por encima de mi hombro—. Es un… —¿Un cuento de hadas? —Al se sacudió un poco de polvo inexistente de encima—. No, solo se trata de algo muy caro y normalmente imposible. Supuestamente no ha de durar después del amanecer. Pero ¿tu padre? —Al miró a Trent, después a mí y luego otra vez a Trent—. Él hizo a Lee especial. Lo decía con sorna pero tenía razón, y yo me quedé fría. La sangre de Lee era capaz de avivar la magia demoníaca. Igual que la mía. Fenomenal. Fantástico. Pero Lee era más listo que todo eso. Sabía que Al no me podía hacer daño y salirse con la suya. Había más. No lo habíamos oído todo. Sentí el aroma limpio de hojas verdes aplastadas y me di cuenta de que Trent estaba sudando. —Lo has engañado —dijo Trent con una evidente angustia en la voz. No me parecía que tuviese miedo por él. Creo que estaba realmente afligido porque su amigo de la infancia estuviese vivo y atrapado en su propia cabeza por un demonio. Al se puso las gafas de sol. —Yo conseguí la mejor parte del trato, sí. Pero lo estoy siguiendo a pies juntillas. Él quería salir y yo le di su libertad. En cierto modo. —Lee —dijo Trent, sin dejar de avanzar—, lucha contra él —lo animó. Al se rio y yo eché a Trent hacia atrás. —Lee ya no está —dije, sintiéndome mal—. Olvídalo. —Sí, escucha a la bruja. —Al se secó el ojo con un elegante pañuelo que se sacó de un bolsillo. No estaba utilizando siempre jamás. También llevaba las gafas de sol en el bolsillo. Sus habilidades se habían reducido a las de Lee. Aquello encajaba con lo que Ceri había dicho sobre que los demonios no eran más poderosos que un brujo, aparte del hecho de que almacenaban hechizos y maldiciones desde hacía varios miles de años en su interior. Si realmente estaba en el cuerpo de Lee, entonces estaba limitado a lo que Lee pudiese hacer hasta que consiguiese volver a la omnipotencia. Es algo muy caro. Normalmente imposible. Aquello se reducía a una persona. Una persona que estaba loca. —Newt hizo esto, ¿verdad? Jenks soltó un taco en voz baja y Al se giró. Su ira no quedaba bien en el rostro de Lee.

—Estás siendo demasiado perspicaz —dijo—. Podría haberlo pensado yo mismo. —Entonces, ¿por qué no lo hiciste? —dije. El miedo me tensaba los músculos—. No puedes lanzar una maldición tan compleja como para vencer al sol. Eres un mediocre —le espeté, y Jenks hizo zumbar sus alas. —Rachel, cállate —me rogó cuando Al se puso rojo. Pero yo continué porque quería saber por qué estaba allí. Mi vida podía depender de ello. —Tuviste que comprarle a ella una maldición —dije para picarle—. ¿Cuánto te ha costado, Al? ¿Qué es lo que quieres pero eres demasiado tonto como para conseguir por ti mismo? Él me miró a través de las bandas de color cambiantes de mi burbuja y sentí un escalofrío. —A ti —dijo el demonio, dejándome helada—. Si esto me da una oportunidad de conseguirte, entonces vale la pena poner en peligro mi alma eterna —entonó. Al atravesarme, su voz me dejó un sabor metálico en la lengua. Yo me negué a retroceder, casi adormecida. Mi respiración iba y venía y la presencia de Quen parecía crecer a cada momento. —No puedes —dije con voz temblorosa—. Hiciste un trato. Ni tú ni tus agentes podéis hacerme daño a este lado de las líneas. Lee lo sabe y nunca lo consentiría. Al sonrió aún más y, cuando golpeó la acera de la alegría con sus zapatos de vestir, vi que llevaba unos calcetines con encaje. —Por eso lo voy a liberar justo antes de que mueras, para que sea él realmente quien lo haga. Tiene razones suficientes como para querer verte muerta, así que la cláusula de agente no entraría en vigor. Pero matarte es lo último que quiero hacer. —Miró más allá de mí, al punto en que el cielo se tocaba con las torres de la basílica, y respiró profundamente—. En el momento en que abandone a Lee seré sensible a invocaciones y cosas así. Y por mucho que odie perderme las fiestas de otoño, esto es muuucho más divertido. Pero no creas que eso te pone a salvo. —Bajó la mirada y yo sentí un escalofrío al ver la extrañeza que se ocultaba tras los orbes normales y marrones—. Puedo mantenerte viva pero bajo un tremendo dolor. Yo tragué saliva. —Sí, y no puedes volverte borroso y evitar que mi pie te dé en toda la entrepierna. Al inclinó la cabeza y dio un paso atrás. —Eso sí. —¿Quién es Newt? —dijo Trent, y recordé que no estaba sola. Pegué un brinco cuando me tocó el codo—. ¡Morgan, quiero saber ahora mismo si practicas demonología! Jenks salió disparado de mi hombro y la cólera se reflejó en sus pequeñas facciones. —¡Rachel no es practicante! —dijo acaloradamente, esquivando con facilidad los intentos de Quen por alejarlo de Trent. Quen dejó caer la mano, probablemente al darse cuenta de lo peligrosa que puede ser una pequeña cosa voladora con una espada. Los ojos de Trent nunca dejaron de mirar los míos, ya que confiaba en que Jenks no le haría daño. Su pregunta iba unida a una demanda férrea de respuesta. Bajo su orden había miedo, pero todavía estaba más enfadado por el hecho de que me interesase por los demonios. Entonces miré a Al. —Newt es una demonia vieja y muy loca. Le compré un billete de vuelta cuando tu amigo me metió allí. —¿Demonia? —dijo Trent tartamudeando. Sus ojos verdes ocultaban pánico—. Ya no quedan demonias. Matamos a las pocas que quedaban antes de abandonar siempre jamás.

—Bueno, pues os dejasteis una —dije, pero Trent no me estaba escuchando y se había puesto al lado de Quen. El elfo más viejo parecía muy disgustado y me preguntaba qué era lo que le molestaba tanto. ¿Al? ¿Estar atrapado en mi círculo? ¿La amenaza de Jenks? ¿Que un demonio fastidiase la boda de Ellasbeth? ¿Todo lo anterior junto? Pero entonces mi propio miedo empezó a aumentar, concentrándose en mi columna vertebral. Había apartado a Newt de mis pensamientos hacía unos días. Estaba buscando el foco. Mierda. ¿Y si Al quiere saldar su nueva deuda con ella? Había dicho que la maldición para hacer esto era cara. ¿Sería él quien estaba matando a los hombres lobo para averiguar quién lo tenía? —¿Por qué estás aquí en realidad? ——dije, y tomé aire. Si andaba detrás del foco, no había mucho que yo pudiese hacer para detenerlo cuando se enterase de que lo tenía yo. Mi pregunta pareció deleitar a Al, que sonrió como un tonto y se ajustó los puños de los guantes. —Estoy aquí por la boda de mi mejor amigo. Pensaba que era obvio. Maldita sea. Era el foco. Tenía que invocar a Minias. Sería mejor que me quitasen la marca por ello, no conservarla hasta que el matón del cole me la quitase y me quedase sin nada. Pero si Al se hacía con él, se sabría en cuanto el sol se pusiese, la vendería al mejor postor y estaríamos ante una lucha de poder en el inframundo, por cortesía de servidora. El pulso me iba a mil, pero estar de pie en este círculo no le estaba haciendo bien a nadie. —¿Listo, Jenks? —dije, y el pixie revoloteó hasta ponerse a mi lado. Asintió con la cara en tensión mientras agarraba con fuerza la espada. Entrecerré los ojos, estiré el brazo y rompí el círculo. Quen se puso en movimiento de repente y tiró de Trent para ponerlo detrás de él. —¡Morgan! —gritó, y yo me giré hacia él. —¡Relájate! —le espeté, liberando así un poco de tensión—. No va a hacer nada. Ha venido a una boda. —Miré a Al, que parecía sumamente controlado y seguía en é mismo sitio—. Si Al quisiera vernos muertos estaríamos enterrados hace una semana. Está aquí porque Lee recibió la invitación en su buzón. —Con el pulso acelerado, me giré hacia Al—. ¿Tengo razón o no? Con los ojos ocultos tras las gafas, el demonio asintió. —Es inofensivo —continué, intentando convencerme tanto a mí misma como a Trent y a Quen—. Bueno, al menos no es tan letal. Si está en el cuerpo de Lee no tiene acceso a todas las maldiciones que almacena en su interior desde hace milenios. Simplemente tiene las cualidades que tiene Lee… bueno, que tenía. Bueno, al menos hasta que coja práctica. Y va a respetar las reglas de nuestra sociedad o acabará en la cárcel, lo cual no sería muy divertido. —Me obligué a mí misma a relajar la barbilla y arqueé las cejas deseando poder hacer aquello de levantar solo una—. ¿Verdad? —dije. Al inclinó la cabeza y Quen casi salta sobre él, pero contuvo su movimiento rápidamente. —Qué rápido aprendes —dijo el demonio burlándose de la desconfianza de Quen—. Tenemos que sentarnos juntos en la cena. Tenemos mucho de lo que hablar. —Vete al infierno —dije en voz baja. Era un cumpleaños de mierda, a pesar de los cuarenta mil pavos. —No hasta que te mate y, aunque lo haré, no va a ocurrir hoy. Me gusta vuestro sol amarillo. —Se levantó la manga de la chaqueta y miró el reloj—. Os veré dentro. Tengo muchas ganas de conocer a tu futura mujercita, Trenton. Felicidades. Es un honor estar a tu lado. —Sonrió ampliamente mostrando sus dientes deslumbrantes y sencillamente perfectos—. Ideal —dijo con voz cansina. Sentí un escalofrío al acordarme de Ceri. Oh, Dios… tenía que llamarla. Al andaba suelto.

Al subió con mucho garbo las escaleras hasta la puerta, admirando la arquitectura y los detalles. Su lenguaje corporal no iba nada con el cuerpo de Lee y, con la fuerza de la línea luminosa corriendo por mi interior, sentí ganas de vomitar. —Quen —dijo Trent alarmado—. No puede entrar ahí dentro, ¿verdad? Yo saqué el teléfono pero luego desistí, ya que Keasley no tenía teléfono e Ivy no estaba en casa para darles el mensaje. —Sí puede —dije al recordar como Newt me había controlado estando sobre suelo sagrado—. Además, solo están consagrados la tribuna y el altar, ¿recuerdas? —La basílica no había sido totalmente consagrada desde la Revelación para permitir a los ciudadanos más importantes de Cincy participar en las pequeñas ceremonias de la vida. Los altares seguían siendo benditos, pero no la entrada ni los bancos. Todos observamos a Al abrir la puerta. Se giró, nos saludó y luego atravesó el umbral. La puerta se cerró detrás de él. Esperé a que ocurriese algo, pero nada. —Esto no es bueno —dijo Quen. Yo contuve una carcajada, consciente de que parecería una histérica. —En fin… Es mejor que entremos ahí dentro antes de que le haga algo a Ellasbeth —dije, preguntándome si deberíamos irnos todos primero a tomar una cerveza. O un pack de seis. En las Bahamas. Trent se puso en movimiento un instante antes que Quen y yo. Con Jenks de nuevo sobre mi hombro, lo seguí. Trent bajó la cabeza durante un momento y luego la levantó para mirarme: —¿Eres practicante de magia demoníaca? —preguntó mientras subíamos los primeros escalones. Yo me puse una mano en el estómago mientras me preguntaba si aquel día podría empeorar todavía más. —No, pero se ve que a ellos les gusta practicar conmigo.

23.

La orquesta de veinticuatro componentes que Ellasbeth había contratado se estaba tomando un descanso y solo se escuchaba la intensidad muda de una sola guitarra clásica como agradable fondo de la conversación autoenaltecedora que estaba teniendo lugar al otro extremo de la mesa. Había perdido hacía tiempo mi postura recta y tenía un codo apoyado sobre el prístino mantel de lino mientras recorría con los dedos el tallo de mi copa de vino y me preguntaba si podría cobrarle a Trent los cuarenta mil aunque Al no hiciese nada. La cena de ensayo había sido soberbia. Podría haber vivido durante una semana con lo que habían puesto delante de mí y me molestaba tanto despilfarro. Pero eso no era nada comparado con lo incómoda que me sentí durante la conversación de la cena. Ellasbeth nos había puesto a mí, a Quen y a Al tan lejos de ella como había podido. Estaba segura de que si le hubiesen dejado, aquella tiquismiquis nos habría puesto en otra sala. Al estaba donde estaba por miedo, yo por rencor, y Quen para mantenernos vigilados a los dos. Todo el mundo que estaba en nuestra parte de la mesa se había ido hacía tiempo. El niño que llevaba los anillos y sus padres, las niñas de las flores y sus familias, el que colocaba a la gente en la iglesia y la mujer que iba a cantar, todos estaban riéndose formando un círculo de zalamería en torno a Ellasbeth. Trent estaba sentado junto a ella. Parecía cansado. Quizá debería haberse implicado más en los preparativos de la boda y asegurarse de que algunos de sus amigos estuviesen invitados para compensar a los de Ellasbeth. Quizá no tuviese ningún amigo. Ahora mismo, la silla de Al estaba vacía, ya que se había disculpado para ir al excusado. Quen había ido con él y yo no tenía nada que hacer hasta que volviesen. Me pareció rara la idea de que un demonio utilizase los baños y me pregunté si Al era un ser vivo y estaba acostumbrado a hacerlo o si ir al baño era una experiencia nueva y emocionante para él. Jenks se había pasado la noche en la lámpara de araña para evitar a la señora Withon. Deseé que rociase a Ellasbeth con polvo de pixie para provocarle picores y así poder marcharnos. Cansada, levanté mi copa y bebí vino. Mañana me arrepentiría pero, a la mierda, era uno de los mejores tintos que había probado jamás. Habría mirado la etiqueta, pero sabía que estaba fuera de mi alcance, incluso aunque no tuviese alergia. Miré a Ellasbeth y se me pasó por la cabeza que ella sabía que era alérgica al vino y que lo había servido a propósito. Como si notase que la estaba mirando, se giró hacia mí con aire de suficiencia mientras hablaba con sus amigas. Su rostro cambió de expresión cuando se oyó la voz de Al en el pasillo. El demonio que estaba en el cuerpo de Lee venía riéndose seguido por la orquesta y me preocupé, hasta que vi a Quen con él. Oí el aleteo de Jenks, procedente de la araña, que indicaba que los había visto. Quen me miró a los ojos y me relajé, bebí otro sorbo de vino y luego aparté la copa. Estaba sorprendida de lo fácil que había sido trabajar con el elfo. Nos complementábamos el uno al otro y parecíamos haber encontrado un cómodo lenguaje corporal que normalmente me costaba un tiempo conseguir con alguien nuevo. No estaba segura de si aquello era bueno o no. La banda se colocó en su lugar y empalmó perfectamente una suave pieza de jazz de los años cuarenta justo cuando terminó la guitarra. Aplaudí con el resto cuando una mujer que llevaba un

vestido de lentejuelas empezó a cantar What's New. Me recosté y luego me sobresalté cuando sentí una mano en mi silla. Con el corazón en la garganta, me giré y mi alarma se convirtió en autodesprecio. Era Lee, bueno, más bien Al, y sus ojos marrones de aspecto normal brillaban de diversión. Con el pulso todavía acelerado, miré a Quen. El hombre sonrió, al parecer disfrutando de mi sorpresa. —¿Qué quieres? —dije, quitando la mano enguantada de Al del respaldo de mi silla. Él levantó la mirada en dirección a la pequeña pista de baile mientras Trent y Ellasbeth se dirigían hacia ella. Genial. Estaban bailando. Tendría que quedarme allí toda la noche. Sonriendo como… bueno, como un demonio, Al me hizo un gesto para invitarme a bailar. Yo resoplé y crucé las piernas. —Ya. —No pensaba bailar con Al. Los impactantes rasgos asiáticos de Lee formaron una sonrisa. —¿Tienes algo mejor que hacer? Tengo una propuesta con respecto a esa asquerosa marca mía que llevas. El corazón me dio un vuelco y luego se calmó. Sentí que se tensaban cada uno de mis músculos. Librarme de mis marcas de demonios estaba en lo más alto de mi lista de prioridades. Pero estaba segura de que, fuese lo que fuese lo que tenía en mente, no me iba a hacer ningún favor. Aun así, hablar con Al allí era mejor que de camino a casa, o en mi cocina, o en mi habitación, si es que decidía seguirme. Miré a Jenks, que seguía en la araña, y el pixie se encogió de hombros. Sus alas brillaban con un naranja apagado. —¿Por qué no? —murmuré, poniéndome de pie. —¡Ese es el espíritu! —Al dio un paso hacia atrás y me ofreció con elegancia su brazo. Me acordé de la pistola de bolas, pero la dejé en el bolso debajo de la mesa. Cuanto más lejos de Al estuviese, mejor. —Jenks está ahí arriba —dije, evitando a Al para dirigirme a la pista de baile sin su ayuda—. Si haces algo raro hará que te entren picores. —Oh, me hago popó en mis calzones de seda —dijo Al con tono burlón. —Nunca te han hecho eso —dije, y él frunció la frente, haciendo así plausible mi suposición de que no podía evaporarse para evitar el dolor y la incomodidad. Pisé el suelo de parqué y él extendió la mano esperando a que se la cogiese. De repente me di cuenta de que estaba cara a cara con un demonio… y quería bailar. Vaaaale, pensé, pensando que mi vida no podía ser más peligrosa. Al resopló con impaciencia y yo le di la mano. El algodón blanco de sus guantes era suave y sentí un escalofrío cuando me colocó la mano que tenía libre en la cintura. Si se acercaba demasiado, tendría que darle un tortazo. —Fíjate —dijo él cuando mi mano le tocó ligeramente y él empezó a movernos a ambos—. ¿A que es bonito? Ceri bailaba muy bien. Echo de menos bailar con ella. ¿Bonito? Era horripilante. Tenía el corazón desbocado y me alegraba de que tuviese puestos los guantes, no solo porque no quería tocarlo, sino también porque estaba empezando a sudar. Había dicho algo sobre librarme de mi marca, así que lo escucharía. —¿Qué…? —dije con voz ronca, y luego carraspeé, avergonzada—. ¿Qué es lo que quieres? —Esta es una oportunidad única —dijo Al sonriendo y enseñando los hermosos dientes de Lee—. ¿Con qué frecuencia tiene uno la oportunidad de bailar con su salvador entre el brillo de los elfos? Yo suspiré con impaciencia. Al menos me dije a mí misma que era impaciencia. La realidad era

que estaba empezando a marearme de contener la respiración. —Solo estoy bailando contigo por una razón —dije moviéndome en tensión con él al ritmo de la música—. Y si no empiezas a hablar volveré a la mesa a jugar con los paquetitos de azúcar. Al me apretó la mano con más fuerza y cambió el peso de mi cuerpo. Caminé como cojeando cuando me hizo girar con el cambio de ritmo. Tenso y jadeando, me volvió a atraer hacia él y chocamos, y entonces me asaltó una ráfaga de ámbar quemado. Yo lo empujé, pero me mantuvo pegado a él. Con los ojos abiertos como platos, me puse nerviosa y le pisé el pie, pero mis músculos se debilitaron cuando él susurró: —Sé que tienes el foco. Su aliento me movió el pelo y, esta vez, cuando forcejeé, aflojó su abrazo. Nerviosísima, me separé de él. Me pellizcó la única mano con la que ahora le estaba tocando y, al darme cuenta de que había gente mirándonos, volvía poner la mía sobre su cintura. —Puedo olerlo en ti —murmuró—. Es magia demoníaca, más antigua que tú, más antigua que yo. Te marcó la mano cuando lo agarraste. Mancha todo lo que tocas y es un rastro que los instruidos pueden seguir como si fuesen huellas. Tragué saliva mientras me movía inexpresivamente al ritmo lento del jazz. —No te lo voy a dar —dije. Apenas podía respirar. Si se lo daba, estaría en la calle al amanecer —. Si me matas perderás el control sobre el cuerpo de Lee y tendrás que volver. Si me haces daño, Newt te meterá en una botella. Suéltame. Al desplegó su encanto, que no quedaba nada bien en el cuerpo de Lee. —Sí, hagámoslo —dijo con una voz tenue y distraída—. Llamemos a Newt. Aparecerá aquí mismo y me meterá en una botella. Eso te gustaría, ¿verdad? Conseguí no retorcer los dedos para librarme de él, pero sabía que no se iba a tragar mi farol. Él también le tenía miedo a Newt. Además, yo no sabía invocarla. Tendría que pasar por Minias y sabía que él no accedería a hacerlo, aunque me debiese un favor. —Quiero algo —susurró, mirándome a los ojos—. Y te pagaré bien por ello, pero no es el foco. ¿No te gustaría librarte de mi marca? ¿Librarte de mí? Yo lo miraba mientras bailábamos. ¿Quería algo de mí y no era el foco? No me encontraba bien, así que moví la mano a su hombro. Mi mirada desenfocada, que se dirigía a Ellasbeth y Trent, cambió de posición cuando Al y yo giramos. Me sentía desconectada, sin aliento. Al se inclinó hacia mí y yo no pude hacer nada, me sentía adormecida. —No quiero el foco —susurró, moviéndome el pelo con sus palabras—, pero ya que has sacado el tema, estás en un pequeño apuro. —Dudó y luego se acercó aún más—. Puedo ayudarte en eso. Salí de mi ensimismamiento y me aparté. Sus dedos enguantados aumentaron la presión y sus ojos se volvieron más severos y me advirtieron que me quedase donde estaba. —No creo que puedas mantenerlo en secreto mucho más tiempo —me advirtió—. Y no eres lo suficientemente fuerte como para conservarlo una vez que el mundo sepa que lo tienes. ¿Y qué harás entonces, niña tonta? —No me llames eso —dije, y luego me quedé fría al darme cuenta de lo que decía. ¿No quería que nadie supiese que yo lo tenía? Maldita sea. Él era el que estaba matando a los hombres lobo. Alarmada, abrí los ojos de par en par y retorcí la mano, pero lo único que conseguí fue que me la apretase hasta dolerme. —¿Estás matando hombres lobo para que no se sepa que lo tengo yo? —dije, moviéndome con

rigidez—. ¿Mataste a la secretaria del señor Ray y al contable de la señora Sarong para que no siguiesen buscándolo? Al se rio echando la cabeza hacia atrás. La gente nos miraba pero, igual que en el instituto, donde la estrella de fútbol siempre consigue lo quiere, nadie intervino por miedo. —No —dijo Al, seguro de sí mismo y deleitándose en el poder que tenía simplemente por lo que era—. No los estoy matando para protegerte. Eso es encantador. Pero sé quién lo está haciendo. Si lo averiguasen no tendrían ningún reparo en matarte para conseguirlo. Y eso me cabrearía de verdad. Mi primer impulso por separarme de él desapareció. —¿Sabes quién está matando a los hombres lobo? Mientras nos movíamos al ritmo de la música, él asintió. El flequillo negro se le había caído delante de los ojos y sabía que le estaba molestando, pero aun así no me soltaba. No creo que le gustase el pelo de Lee y me pregunté cuánto tardaría en aprender a lanzar una maldición para cambiar su aspecto. —¿Quieres saber quién es? —dijo, sacudiendo la cabeza para aclarar su visión—. Te lo diré. A cambio de una hora de tu tiempo. ¿Primero mi marca y ahora el nombre del asesino? —¿Una hora de mi tiempo? —dije, imaginándome cómo podía ir esa hora—. Gracias, pero no — dije con sequedad—. Lo averiguaré por mí misma. —¿Y te dará tiempo a evitar la próxima muerte? —dijo con tono burlón—. ¿Acaso una vida vale sesenta minutos de tu tiempo? Me puse tensa y le lancé una mirada furiosa. —No me pienso sentir culpable por eso —dije—. ¿Y por qué te importa a ti? —Podría ser alguien cercano a ti —dijo, y sentí un escalofrío de miedo. La música cambió y el cantante empezó a cantar Crazy He Calls Me. No podía pensar con la intensidad de la música y me moví sin ofrecer resistencia cuando Al nos alejó bailando de Trent, que estaba intentando oír nuestra conversación. —Necesito un favor —dijo Al casi sin mover los labios y con un tono avergonzado—. Si haces una cosa te sacaré el foco de las manos. Incluso prometo guardarlo hasta que te mueras. Nunca tendrás que ver las guerras, la plaga. —Sonrió y yo me puse enferma—. No es algo que requiera pensar mucho. Una era dorada de paz que duraría mientras yo viviese. Vale. En cuanto lo consiguiese me mataría. Con la ayuda de Ceri quizá pudiese conseguir un acuerdo blindado para mantenerme con vida, pero era una esperanza falsa y sentí una punzada en el pecho. Me moría por escuchar la respuesta sencilla. Conseguí tragar saliva mientras bailaba con el demonio del pasado de mi futuro. Decía que no quería el foco pero que se lo llevaría como un favor. Me movía inexpresivamente mientras pensaba. Algo no iba bien. Me estaba perdiendo algo. Al decía que le gustaba estar aquí pero yo sabía que la pérdida de su omnipotencia le irritaba. Tenía que haber una razón para que se estuviese rebajando a esa fracción de fuerza y no creía que tuviese que ver con que quería broncearse. Quería un favor. De mí. El pulso se me estabilizó con un latido fuerte y lo miré de reojo, apretándole la mano hasta que se dio cuenta. —¿Qué es lo que no me estás contando, Al?

El demonio hizo una mueca. Yo arqueé las cejas y puse una cara elocuente. —Estás aquí por una razón y no soy yo. Yo no soy tan importante, nada te detendría si quisieses llevarme contigo… Mis palabras se diluyeron en el aire cuando me vino a la cabeza un pensamiento. ¿Por qué no me arrastra con él sin más? 'Entonces se me formó en los labios una sonrisa y se la mostré al demonio, de repente inseguro. —Tienes problemas, ¿verdad? —supuse, y supe que tenía razón cuando su paso suave vaciló—. Estás hasta el cuello de mierda y te estás escondiendo en este lado de las líneas porque no te pueden llevar de vuelta mientras estés poseyendo a Lee. —No seas idiota —dijo Al, pero estaba sudando. Pude ver una gota de sudor en su sien y la mano con la que estaba agarrando la mía estaba humedeciéndose—. He venido a matarte. Lentamente. —Entonces hazlo —dije rotundamente—. Si lo haces volverás a siempre jamás. Te has gastado una barbaridad en estar aquí a plena luz del día. El único que lo sabe es un demonio loco que probablemente ya se haya olvidado de ti. —Al frunció el ceño. Consciente de que estaba confiando demasiado en mi suerte, dije—: ¿Qué has hecho? ¿Te has olvidado de devolver un libro a la biblioteca? Sentí un fuerte dolor que me atravesó la mano e intenté alejarme de él. —Es culpa tuya —espetó Al con una mirada de odio que me hizo dejar de protestar—. Newt ha averiguado que Ceri corretea bajo un sol amarillo y que sabe tejer energía de líneas luminosas y, como Ceri es mi familiar, yo soy el responsable. —Suéltame —dije, retorciendo los dedos. —Si vuelvo tendré que rendir cuentas —dijo con voz misteriosa, apretándome más. —¡Me estás haciendo daño! —dije—. Si no me sueltas te voy a dar una patada en los mismísimos. Al me soltó y yo me separé, quedándome a un metro de él y echando chispas por los ojos mientras la orquesta seguía tocando; la voz de la cantante ahora sonaba distraída e incómoda. Nos miramos mutuamente durante un instante y luego me volvió a agarrar la mano y empezamos a bailar de nuevo. —Perdóname —dijo, pero no sonaba para nada arrepentido—. Es normal que esté molesto. Nunca había estado en una situación similar. —Me miró con los ojos entrecerrados—. Ellos no saben que tú lo sabes y te interesa mantener la boca cerrada sobre esto. Pero tú estabas allí cuando hice el trato con ella, así que vas a decirles que ella está obligada a mantener la boca cerrada salvo por un niño. Que el daño está contenido. Mi pulso latía muy rápido, pero él ahora me agarraba otra vez con suavidad. La canción terminó y enlazamos con la siguiente, reduciendo el paso. Sonó I Don 't Stand a Ghost of a Chance. ¡Era obvio! Arqueé mucho las cejas y puse una cara convincente. —¿Quieres que confirme tu historia? —dije mordazmente—. Ellos no confían en ti. ¿Por qué debería hacerlo yo? De repente se enfadó y, antes de que pudiese reaccionar, me atrajo hacia él. Tomé aire bruscamente y se me fue toda la bravuconería con la oleada de miedo que me invadió. —Oh —susurró Al con tono amenazante moviendo al hablar mis rizos—, no hace falta ponerse desagradable. —Me apretujó contra él y puso su poderosa mano en mi nuca. Sentí un subidón de adrenalina. Estaba jugando con fuego. ¡Estaba mofándome de un maldito demonio!

A mis espaldas, la orquesta seguía tocando, aunque de manera temblorosa. Al ver mi miedo, Al separó los labios para formar una sonrisa vil. Se acercó a mí, inclinó la cabeza y susurró: —No tiene por qué ser así… Me acarició el cuello con la mano y yo contuve el aliento. Una cálida necesidad me atravesó el cuerpo, brillando de neurona en neurona, iluminando el camino hacia mi interior. Me temblaban las rodillas pero no me moví, aferrada a él. Estaba jugando con mi cicatriz y lo estaba haciendo muy, pero que muy bien. Mi siguiente aliento fue un jadeo discordante. No podía pensar, aquello me gustaba tanto… Nuestros alientos se mezclaron, uniéndonos, cuando su aliento entró como un remolino en mis pulmones. El olor a ámbar quemado se mezcló con la deliciosa sensación que me insuflaba, combinando para siempre ambas. —¿Pensabas que solo los vampiros podían jugar con tu cicatriz? —murmuró Al, y yo me sacudí cuando me acarició con el pulgar. Nosotros llegamos primero. Ellos no son más que nuestra sombra. —Pa… para —dije cerrando los ojos. Mi pulso era un repiqueteo rápido. Tenía que alejarme de eso. —Mmm, qué piel tan hermosa —susurró, y yo sentí un escalofrío—. Has estado jugando con un hechizo de tocador, querida. Te queda bien. —Vete a… al infierno —dije resollando. —Ven conmigo y testifica que Ceri ha aceptado no enseñarle a nadie salvo que tenga una hija — insistió—. Me llevaré una marca. Te daré una noche de esto. Cien hechizos de vanidad. Lo que quieras. Rachel… no tenemos que ser adversarios. Se me escapó un quejido tan ligero como una pluma. —Estás más loco que Newt si piensas que voy a confiar en ti. —Si no lo haces —dijo proyectando sobre mí su aliento cálido y húmedo—, te mataré. —Entonces nunca conseguirás lo que quieres. —Me agarró con más fuerza. Reuní fuerzas al darme cuenta de que estaba intentando dominarme y abrí los ojos de par en par—. ¡Suéltame! —le dije, cerrando el puño y empujando. —¿Me disculpas, Lee? —dijo la voz de Trent desde detrás de mí. La pasión que fluía de mi interior se cortó en seco tan rápido que estuve a tiempo de perder el equilibrio. Maldita sea, dolía que me la hubiesen arrebatado tan de repente. Mareada, me giré. Aunque Trent parecía tranquilo y seguro de sí mismo en apariencia, yo sabía que no lo estaba. Detrás de él, Quen observaba desde el otro extremo de la sala, tenso pero distante. Era evidente que no aprobaba la intervención de su Sa'han. —Ya has monopolizado a la señorita Morgan lo suficiente —dijo Trent sonriendo—. ¿Me cedes el turno? Al había retirado su mano enguantada de mi cuello. Yo tomé aire mientras intentaba expulsar los últimos restos del éxtasis que había introducido dentro de mí. Di un traspié. Me sentía tan adormecida como viva… irreal. —Por supuesto, Trenton —dijo el demonio poniendo mi mano en la de Trent—. Me consolaré hablando con tu hermosa futura esposa. Me costaba respirar y parpadeé al ver a Trent y al notar la calidez de su mano en la mía. Pero Trent no me estaba mirando a mí. —Cuidado con lo que haces, demonio —dijo Trent, mirándolo duramente con sus ojos verdes,

rebosantes de un odio antiguo—. No estamos indefensos. Al sonrió aún más. —Eso es lo que lo hace divertido. Di un respingo cuando Al me puso la mano en el hombro y me maldije por ello. —Estaremos en contacto, Rachel —dijo con un tono grave y gutural acercándose a mí. —Afilaré mis estacas —dije, librándome de la conmoción. Dejó caer la mano y se marchó riéndose, alegre y seguro de sí mismo. Y la banda siguió tocando durante todo ese rato. Respiré lentamente y miré a Trent. No sabía qué sentir. Estaba asustada, aliviada. Agradecida. No tenía por qué haber intervenido. Se suponía que era yo quien lo estaba protegiendo a él. Era evidente que quería saber de qué habíamos estado hablando Al y yo, pero de ninguna manera se lo iba a decir. Pero aun así, susurré: —Gracias. Él esbozó una sonrisa. Movió la cabeza tres veces al ritmo de la música y luego empezamos a movernos. —Bueno, tampoco es que quiera casarme contigo —dije. La mano que tenía libre se levantó al movernos y, después de un rato, la coloqué suavemente sobre su hombro. Trent estaba callado y yo empecé a relajarme. Se me tranquilizó el pulso y volví a enfocar las cosas. El aroma a hojas verdes se llevó el olor a ámbar quemado y, de repente, me di cuenta de que estaba totalmente sumisa en sus brazos, dejándole llevar sin ni siquiera pensar. Lo miré a los ojos. Al ver mi horror, se rio. —Es usted una bailarina sorprendentemente buena, señorita Morgan —dijo. —Gracias. Tú también. ¿Has ido a clase o es algo propio de los elfos? Vale, quizá aquello había sido un poco borde, pero Trent no se lo tomó mal e inclinó la cabeza con gracia. —Un poco de las dos cosas. Miré a Ellasbeth. Al se estaba acercando a ella, pero la mujer todavía no lo sabía porque estaba demasiado ocupada intentando asesinarme mentalmente. Junto a ella estaba su madre, que intentaba convencer a Jenks de que bajase de la lámpara. Su marido estaba sentado a su lado con aire de mal humor; estaba claro que había desistido de intentar detenerla y, mientras yo miraba, Jenks salió de donde estaba y aterrizó suavemente delante de ella. Incluso desde aquí podía ver que estaba avergonzado por tanta atención, pero se estaba acostumbrando poco a poco. Trent nos giró para que les diese la espalda y lo mirase a él. —No me puedo creer que no les dijeses lo de Jenks —dije. Me miró a los ojos y luego apartó la mirada. —No pensé que fuese importante. Se me escapó una risilla y creo que fue lo que más me ayudó a deshacerme de los restos de adrenalina. —Tu especie lleva cuarenta años intentando evitar el contacto con los pixies, ¿y no creías que fuese importante? Creo que tenías miedo de decírselo. Trent volvió a mirarme a los ojos. —No. Fue por el entretenimiento. Lo creí. Debía de estar aburridísimo.

—Trent, ¿hay algo que te guste de los pixies? Me pellizcó a modo de advertencia en la cintura. —¿Perdona? —Solo tengo curiosidad sobre si existe un vínculo entre especies o algo que has descuidado… —No. Me había contestado demasiado rápido y yo sonreí. Le gustaban los pixies pero no quería admitirlo. —Es que parece que… —No. Sus movimientos se volvieron rígidos y yo abandoné la causa antes de que me volviese a llevar junto a Al. —¿Estás listo para lo del domingo? —dije cambiando de tema—. Uau, te vas a casar en la basílica. Nunca lo habría imaginado. —Yo tampoco. —Su voz sonaba distante y sin emoción—. Debería ser todo un acontecimiento. Lo miré de arriba abajo. —Apuesto a que tú querías casarte al aire libre, ¿verdad? ¿Bajo los árboles y la luna llena? A Trent se le pusieron rojas las orejas. —Oh, Dios mío —dije—. ¿De verdad? Sus ojos errantes no me miraban. —Es su boda, no la mía. Picar a Trent era de las cosas que más me gustaban y, al pensar que la aparición de Al se calificaba de problema y significaba un aumento en mi paga, me encogí de hombros, contenta de acabar el día con dinero en el bolsillo. —Yo creo que tampoco es su boda. Habíamos dado una vuelta completa y ahora volvía a tener enfrente a Ellasbeth. Al había conseguido captar su atención y, consciente de que a Trent no le gustaba darles la espalda, me moví en su dirección hasta que pudo verlos. Evidentemente no me tragaba que la amase, pero al parecer él se tomaba muy en serio sus deberes como marido. —Te aseguro que me alegro de no pertenecer a la realeza —murmuré—. No querría tener que pasarme por la piedra a alguien a quien no puedo soportar. Habitualmente. Y a nadie más. —¡Ay! —exclamé mientras intentaba liberarme de la mano de Trent, que me estaba apretando los dedos. Luego me sonrojé al darme cuenta de lo que acababa de decir—. Vaya… lo siento — tartamudeé, afectada de verdad—. Qué torpeza la mía. Pero la frente fruncida de Trent dejó paso a una leve sonrisilla. —¿Pasarte por la piedra? —dijo mirando la mesa que había detrás de mí—. Rachel, eres toda una fuente de jerga barriobajera. La canción había terminado y sentí como me soltaba la mano. Miré a Ellasbeth, que a su vez me miraba nerviosa mientras Al le susurraba al oído. No podía dejar de pensar en la indiferencia interminable que Trent tendría que soportar, así que me humedecí los labios y tomé una decisión repentina. Le agarré más fuerte la mano y Trent me miró con aire de sospecha. Su intento por separarse de mí se convirtió en un tirón y de repente empezó a sonar Sophisticated Lady. Él me dio una vuelta y pude ver a Ellasbeth, con la cara lívida mientras escuchaba a Al. Ya era mayorcita. Podría soportarlo.

Era evidente que Trent había captado mis ganas de seguir bailando y me pregunté si había continuado simplemente por fastidiar a Ellasbeth. Se me nubló la vista y, mientras Trent seguía en silencio y absorto en sus pensamientos, me imaginé su vida con ella. Estaba segura de que les iría bien. Aprenderían a amarse. Probablemente solo les llevaría unas décadas. Se me encogió el estómago. Era el momento. Ahora o nunca. —Ah, Trent —dije, y él me miró con intensidad—. Quiero que conozcas a alguien. ¿Puedes venir mañana a casa a eso de las cuatro? Él levantó las cejas y, sin señal alguna que demostrase que estaba a punto de complicarle la vida sobremanera, me reprendió, diciendo: —Señorita Morgan. Se le ha acelerado el pulso. Me humedecí los labios; mis pies se movían de manera mecánica. —Sí. Entonces, ¿puedes venir? Sus ojos verdes mostraban descrédito. —Rachel —dijo irritado—, estoy un poco ocupado. La canción iba por el estribillo y sabía que no bailaría otra conmigo. —¿Sabes esa vieja carta que tienes en tu gran salón, la que está enmarcada en la pared? —le dije. Aquello llamó su atención y respiró lentamente. —¿Las cartas de tarot? Nerviosa, asentí. —Sí. Conozco a alguien que se parece a la persona que sale en la tarjeta del diablo. La expresión de Trent se congeló y su mano presionó mi cintura. —¿La tarjeta del diablo? ¿Se trata de algún tipo de asunto en el que andas metida? —Por Dios, Trent —dije. Me sentía insultada—. No el diablo, sino la mujer a la que se está llevando. —Ah. —Miró al infinito mientras pensaba en aquello y luego frunció la frente—. Eso es de muy mal gusto. Incluso para ti. ¿Se cree que es un chiste? —Se llama Ceri —dije, tropezando con mis propias palabras—. Era familiar de Al antes de que yo la rescatase. Nació en las edades Oscuras. Acaba de empezar a ordenar su vida de nuevo y está preparada para conocer a lo que queda de su especie. Trent se detuvo y ambos nos quedamos inmóviles en la pista de baile. Parecía estupefacto. —Y si le haces daño —añadí mientras lo soltaba—, te mataré. Juro que te perseguiré como un perro y te mataré. Entonces cerró la boca. —¿Por qué me cuentas esto? —dijo, con la cara pálida y casi atacándome con su olor a hojas verdes—. ¡Me caso en dos días! Yo me puse en jarras. —¿Qué tiene que ver con esto el hecho de que te vayas a casar? —dije. No me sorprendía que pensase en sí mismo antes que nada—. No es una yegua de cría, es una mujer con su propia agenda. Y por mucho que te pueda sorprender… —dije poniéndole un dedo contra el pecho—, no incluye al gran Trent Kalamack. Quiere conocerte y darte la muestra que necesitas. Eso es todo. Las emociones cruzaban su rostro demasiado rápido como para identificarlas. Entonces el muro cayó y yo sentí un escalofrío al tomar el frío control. Sin decir nada, se dio la vuelta y se marchó.

Yo lo miré fijamente, parpadeando. —Eh, ¿eso significa que no vas a venir? Él cruzó la sala rígido en dirección a sus futuros suegros, claramente intentando escapar. Sentí un picor en la nuca que me hizo mirar a Quen. Tenía las cejas levantadas a modo de pregunta y yo miré a otro lado antes de que decidiese acercarse. Abrazada a mí misma, me dirigí a una mesa apartada en la que pudiese sentarme durante el resto de la noche. Jenks aterrizó en mi pendiente formando un tobogán de chispas doradas; su peso casi inexistente era reconfortante y familiar. —¿Le has hablado de Ceri? —preguntó. Yo asentí y la música terminó con un hermoso solo ascendente de la cantante. Jenks me abanicó el cuello con sus alas. —¿Y qué ha dicho? Suspirando, me senté y me puse a jugar con los paquetitos de azúcar. —Nada.

24.

Me dolían los pies y, mientras recorría las últimas manzanas que hay desde la parada del autobús a mi iglesia, hice una pausa y me apoyé en un arce para quitarme los zapatos planos. Un coche que iba demasiado rápido produjo un zumbido y puse mala cara al escuchar los frenos chirriar cuando trazó la curva. Jenks saltó de sorpresa en mi hombro cuando me doblé para quitarme los zapatos y salió disparado aleteando con fuerza. —¡Eh! —me espetó mientras despedía polvo de pixie—. ¿¡Qué te parece si me avisas, bruja!? Yo levanté la mirada. —Lo siento —dije cansada—. Estabas tan callado que me había olvidado de que estabas ahí. El ruido de sus alas se suavizó y volvió a mi hombro. —Eso es porque estaba durmiendo —admitió. Me erguí con los zapatos en la mano. La fiesta había terminado temprano para que todos los buenos elfos pudiesen llegar a casa a tiempo para su siesta de medianoche. Los pixies se regían por el mismo reloj y dormían cuatro horas en torno a la medianoche y otras cuatro a mediodía. No me extrañaba que Jenks estuviese cansado. Sentí el calor de la acera quebrada bajo mis pies y continuamos en medio de la oscuridad, solo atenuada por las luces de las farolas, hacia el alegre brillo de la bombilla que iluminaba el cartel de Encantamientos Vampíricos colocado sobre la puerta. Se oyó una sirena en la distancia. No habría luna llena hasta dentro de unos días, pero las calles habían estado revueltas, incluso aquí, en los Hollows. No es que estuviese escuchando, pero había oído decir en el autobús que El Almacén de la calle Vine se había vuelto a incendiar. La ruta del autobús no nos llevaba cerca de allí, pero había visto muchísimos coches de la SI. La poca gente que iba en el bus parecía asustada, a falta de una palabra mejor, pero aun así mis pensamientos estaban demasiado ocupados con mi§ propios problemas como para iniciar una conversación y, al parecer, Jenks iba durmiendo. Subí los escalones sin hacer ruido, abrí la puerta y miré los percheros con la esperanza de ver colgada alguna prenda de Ivy. Pero nada. Jenks suspiró desde mi hombro. —La voy a llamar ahora mismo —dije dejando en el suelo los zapatos y girando el bolso. —Rache. —El pixie alzó el vuelo y revoloteó hasta que me tuvo enfrente—. Ha pasado un día entero. —Por eso la voy a llamar. —El teléfono comenzó a dar tono mientras entraba en el santuario encendiendo las luces en dirección a la cocina. Me sentía culpable. No podía haber averiguado lo de Kisten y, aunque así fuese, me habría echado una bronca antes de marcharse. Creo. El sonido de los grillos se unió al zumbido de las alas de libélula de Jenks y encendí la luz de la cocina. Entorné los ojos hasta que se acostumbraron a la claridad. Era muy triste la ausencia del ordenador de Ivy y dejé en bolso sobre la mesa para hacer que el espacio pareciese menos vacío. Oí tono hasta que el teléfono de Ivy me informó de que me derivaba al buzón de voz, así que colgué antes de que me cobrasen la llamada. Cerré el teléfono con tristeza. Jenks estaba sentado sobre sus artemias salinas, moviendo

ligeramente los pies y con las alas inmóviles por la preocupación. —Si no es una de vosotras, es la otra —dijo amargamente. —Eh, yo no fui la que se fue el pasado invierno —dije cogiendo en la nevera una de las botellas de agua de Ivy. —¿De verdad quieres hablar de eso? —me espetó, y yo sacudí la cabeza con un gran sentimiento de culpa. —Quizá esté con Kisten —dije mientras abría el tapón de plástico y bebía un sorbo. No tenía sed, pero me hacía sentir mejor, como si Ivy pudiese entrar hecha una furia preguntándome qué estaba haciendo bebiendo de su agua. Jenks echó a volar, desplegó sus alas lentamente y se puso de pie sobre el frasco. —Avísame si sabes algo. Lo dejo por esta noche. Jhan está a cargo si surge algo. Si me necesitas, avísalo. Abrí los ojos como platos. ¿Tenía a sus hijos de centinelas? —¿Jenks? —pregunté, y él se giró en la puerta de mosquitera, volando junto al agujero para pixies. Levantó y dejó caer los hombros. —Voy a pasar un rato con Matalina —dijo, y yo me esforcé por no sonreír. —Vale —dije—. ¿Quieres tomarte el día libre mañana? Él sacudió la cabeza y luego se metió por el agujero. Yo me acerqué a la ventana, me apoyé en el fregadero y lo vi dejar un rastro tenue de polvo verde hasta el tocón del jardín. Luego desapareció. Estaba sola. Miré el pastel que Ivy me había preparado, todavía sin decorar. Lo había cubierto con papel de plata esta tarde para que no se secase. Dios, esto es una mierda. Me negaba a permitir que esto se convirtiese en una fiesta de autocompasión, así que saqué uno de mis libros de hechizos de la estantería y me dirigí al santuario con el agua y la tarrina de nata destinada a cubrir la tarta. No tenía hambre, pero tenía que hacer algo. Vería una cadena local, ya que el cable no llegaba hasta aquí, fingiría hacer algo de investigación y luego me iría a la cama temprano. Jolín, vaya cumpleaños había tenido. ¿Tengo yo la culpa de que se haya ido Ivy?, pensé mientras entraba en el santuario. Maldita sea, ¿por qué había permitido que mis sentimientos tomasen mis decisiones por mí? Nadie me había obligado a morder a Kisten. Podría haberle devuelto las fundas. Pero Ivy no tenía derecho a enfadarse. ¡Era mi novio! Además, ella había dicho que su beso era una prueba para que pudiese decidir qué era lo que quería. Bueno, pues estaba intentando decidirme, y Kisten formaba parte de aquello. Triste, me dejé caer en la cómoda butaca de ante de Ivy. Desprendió un olor a incienso de vampiro y lo inspiré con fuerza en busca de consuelo. A lo lejos, oí el estallido de un transformador y esperé a que se apagasen las luces. Permanecieron encendidas, afortunadamente para mí, pero no para la ardilla que se había ido al otro barrio por cortesía de tropecientos voltios de electricidad. Abrí el libro de hechizos y cogí el mando a distancia. Era casi medianoche. Probablemente las noticias ya dirían algo del incendio. La televisión se encendió y, mientras veía los anuncios y me comía una cucharada de nata, llamé a Kisten. Nada. Después llamé a Pizza Piscary's y escuché el mensaje grabado que ponían durante las horas de apertura del local mientras me preguntaba por qué no contestaba nadie. Debían de estar

realmente ocupados. Incliné la cabeza y miré el vestíbulo oscuro. Podría coger las llaves y acercarme hasta allí, pero había mucha poli en la calle y me preocupaba que me pillasen con el permiso de conducir retirado. Se escuchó otro estallido fuera, esta vez más cerca, y las luces parpadearon. ¿Dos ardillas?, pensé, y luego fruncí el ceño. Estaba oscuro. No había ninguna ardilla. Quizá alguien estaba disparando al azar de nuevo a las farolas. Me picó la curiosidad, así que dejé el bol y me acerqué para mirar por una ventana. El golpe en la puerta me hizo girarme por completo y Ceri entró como un rayo. —¡¿Rachel?! —exclamó con una sombra de preocupación en su rostro con forma de corazón—. Rachel, gracias a Dios —dijo acercándose y agarrándome la mano—. Tengo que sacarte de aquí. —¿Qué? —dije con aire inteligente, y luego vi entrar a Keasley tras ella. Los pasos del anciano de color eran dolorosamente rápidos, a pesar de su artritis—. Ceri, ¿qué pasa? Keasley me hizo una reverencia con la cabeza y luego cerró y atrancó la puerta. —¡Eh! —exclamé—. Ivy todavía no ha llegado. —No va a venir —dijo el viejo brujo, acercándose cojeando—. ¿Tienes un saco de dormir? Yo lo miré perpleja. —No, lo perdí en el gran baño de agua salada de 2006. —Había perdido muchas cosas durante mi amenaza de muerte de la SI, y comprarme otro saco de dormir no estaba entre mis prioridades—. ¿Y cómo sabes que Ivy no va a venir? —añadí. Ignorando mis palabras, el anciano se dirigió hacia mi habitación por el pasillo. —¡Eh! —repetí, y luego me giré hacia Ceri cuando me agarró el brazo—. ¿Qué está pasando? Ceri señaló la televisión, que ahora era un batiburrillo de ruido y confusión. —Está aquí —dijo con la cara blanca como la leche—. Al está a este lado de las líneas. Libre y sin estar bajo coacción de nadie, tanto de día como de noche. Mis hombros se relajaron de inmediato. —Dios, lo siento, Ceri. Quería decírtelo. Tienes que comprarte un teléfono. Al fue al ensayo y a la cena de Trent. El elfo abrió los ojos de par en par. —¡¿En serio?! —exclamó, y yo me encogí. —Iba a decírtelo en cuanto llegase a casa, pero me olvidé —dije como pretexto, preguntándome cómo lo había averiguado tan pronto—. Pero no pasa nada. Solo me busca a mí. Puede estar bajo el sol porque hizo un trato con Lee para poseer su cuerpo hasta que Lee me mate. Y eso no va a ocurrir hasta que Al acabe lo que tiene que hacer conmigo. —No podía decirle que el trato que ella había hecho con Al era la razón por la que esta vez me buscaba a mí. La preocuparía. Ceri dudó. —¿Eso de que Lee te mate no entra en la cláusula de «él o sus agentes»? Se me encogió el estómago y miré a Keasley, que estaba al final del pasillo esperándonos con mi edredón de verano en la mano. —Al va a liberar a Lee antes de matarme y, como Lee tiene razones suficientes como para querer verme muerta, la cláusula del agente no se aplicaría. Keasley dejó caer mi almohada y mi edredón justo dentro del santuario antes de echar a correr por el pasillo de nuevo. Ceri me agarró el brazo y se dispuso a seguirle. —Podemos discutir los entresijos de la ley demoníaca más tarde. Tenemos que ir a suelo sagrado.

Exasperada, me libré de la mano de Ceri. —¡Estoy bien! —protesté—. Si Al fuese a hacer algo, ya lo habría hecho. No va a matarme. Al menos no todavía. Miré la televisión, desconcertada al ver que todo el mundo perdía el control. Luego miré con más atención. No estaban delante de El Almacén, estaban delante de un ultramarinos. La gente, aterrorizada, saqueaba la tienda con furgonetas y coches familiares. La reportera parecía asustada mientras le decía a la gente que no tuviese miedo, que la situación estaba bajo control. Ya. Tenía toda la pinta de estar bajo control. Se oyó un estallido fuerte y un fogonazo de luz, y la hermosa reportera soltó un taco y luego se encogió. La cámara giró para enfocar la estación de servicio que había al otro lado de la calle. Se produjo otro fogonazo de luz y me di cuenta de lo que había ocurrido. Un brujo de líneas luminosas acababa de hacer explotar a alguien que intentaba impedirle el acceso a la estación de servicio. La nube de polvo ligeramente púrpura seguía flotando en el aire. —¿Estás grabando esto? —gritó la reportera, y me puse nerviosísima cuando se amplió la imagen—. ¡La gente se está volviendo loca! —dijo con los ojos como platos—. La SI ha declarado el estado de ley marcial y todos los residentes han sido advertidos de que se queden en casa. Los autobuses dejarán de circular a medianoche y cualquiera que se encuentre en la calle será encarcelado. ¡Jake! —dijo al ser sacudida por un gran estruendo—. ¡¿Estás grabando esto?! Jake lo estaba grabando y yo miré a la gente llenando frenéticamente sus depósitos de combustible. Me quedé sin aliento cuando un conductor frustrado se empotró contra el coche que tenía delante para empujarlo. Se inició una pelea y aluciné cuando una bolsa de siempre jamás teñida de verde arremetió contra el expendedor de gasolina, que explotó formando una nube naranja y roja. La mujer gritó y la cámara se cayó. Mis ventanas temblaron y me giré hacia la calle a oscuras. Maldita sea, había sido cerca. ¿Qué demonios estaba pasando? Así que Al andaba de paseo por ahí. Pero si solo me quería a mí. —No lo entiendo —dije haciendo gestos—. Solo puede hacer lo que puede hacer Lee. Ahora no es más peligroso que cualquier brujo de líneas luminosas corriente, desquiciado y masoquista. — Dudé y sentí el miedo que transmitía la televisión—. Vale —corregí—. Quizá unos pocos gritos sean algo normal, pero lo pueden abatir. —Ya lo intentó alguien. —Ceri tiró de mí, pero yo no me movía, sin dejar de mirar el caos—. Ayer por la noche montó un follón en un local de baile y cuando los matones intentaron sacarlo afuera, los mató. Los incineró justo donde estaban y después incendió el lugar. Luego desterró a siempre jamás a las seis brujas que la SI había enviado para atraparlo. Nadie puede detenerlo, Rachel, y nadie lo controla. La gente tiene miedo. Quieren que se vaya. —¿Los incineró? —dije, mezclando mi horror con mi confusión. Vale, quizá es más poderoso de lo que pensaba—. Me quiere a mí. ¿Por qué está haciendo esto? Ceri apartó la mirada de la tele, con los ojos muy abiertos, e intentó hacer que me moviese. —¿Qué te pidió? —preguntó, y yo me humedecí los labios. Dudé, y luego dije: —Que testifique que tú prometiste no enseñar a nadie cómo entretejer energía de líneas luminosas. Le dije que no, y si regresa sin mí lo meterán en la cárcel. Ceri cerró los ojos y apretó la mandíbula en un intento por evitar demostrar su miedo y su desesperación.

—Lo siento —susurró con voz temblorosa—. Está intentando hacerte cambiar de parecer. Ya le he visto hacerlo antes. Tú y Piscary sois las únicas personas que habéis demostrado ser capaces de controlarlo y, como esta noche no lo metiste en un círculo, todo el mundo pensará que está haciendo esto con tu bendición. Si no haces lo que Al quiere, va a volver a la ciudad en tu contra. —¿¡Qué!? —grité cuando Keasley apareció en el pasillo con tres botellas de agua y la radio polvorienta que guardaba bajo las alacenas para cuando se iba la del grifo. —Trae el teléfono —dijo brevemente—. ¿Tienes más pilas? No podía pensar. Al ver mi confusión, levantó una de sus manos castañas y retorcidas y fue a buscarlas por sí mismo. Ceri tiraba de mí y yo le dejé arrastrarme hasta el principio del pasillo. —Esto no es problema mío —dije, empezando a entrar en pánico—. Si testifico para hacer que Al se marche de Cincy entonces seré una practicante de magia demoníaca y me matará mucho antes. Y si no lo ayudo, ¿soy responsable de todo el mundo a quien haga daño o envíe a siempre jamás? Ceri recogió el edredón y, mirándome a los ojos, asintió. —Genial. —No podía ganar. No sin perder. ¡Maldita sea, esto no era justo! —Pero eso no es lo peor de todo —dijo Ceri con el rostro envuelto en miedo—. En todos los telediarios dicen que cenaste con Al. Tú no lo controlaste, así que dejaron salir a Piscary de la cárcel para que lo hiciese. Aparte de ti, es la única persona en Cincy que puede hacerlo. Me quedé de pie durante tres segundos asimilándolo. ¿Piscary está libre? Oh… mierda. —¡Jenks! —grité, dirigiéndome al pasillo—. ¡Jenks! ¿Está despejado el jardín de atrás? —Tenía que salir de allí. Estaba oscuro. La iglesia no estaba consagrada. Mi seguridad se había convertido en una trampa. Ceri me siguió a la cocina. Observaba mi miedo con tristeza, pero no me importaba. —¡Jenks! —volví a gritar, y entró zumbando mientras se ponía su bata verde. —¿Qué diablos quieres? —me espetó—. ¿No puedes pasar ni una maldita noche sola? Yo parpadeé, sorprendida. —Toda la ciudad ha entrado en pánico porque Al está recorriendo las calles sin que nadie lleve sus riendas —dije—. Seis brujas intentaron meterlo en un círculo y él las envió a siempre jamás. Todo el mundo teme que haya venido a recolectar familiares y, como yo no lo atrapé esta noche, dejaron salir a Piscary de la cárcel para controlarlo. ¿Está despejado el jardín trasero? Esta noche voy a dormir en el cementerio. —Y mañana, y pasado mañana. Dios, quizá debería construir una pequeña choza. Jenks se quedó mirándome con la boca abierta y la cara pálida. Movió la boca y dijo en voz baja: —Lo comprobaré. Y se fue. —Buenas noches, Jenks —le dijo Ceri al aire. La puerta trasera de la mosquitera se cerró y Keasley entró a toda velocidad. —Vámonos. Yo me llevé la mano al estómago. —Tengo que llamar a mi madre. —Hazlo desde el cementerio. Ceri me agarró por el hombro y me llevó hacia la puerta de atrás. La sombra inclinada de Keasley iba delante de nosotros y yo me dejé arrastrar al rellano de madera y luego a la noche cerrada.

La luz del porche trasero estaba encendida y, aprovechando su luz intermitente, busqué a tientas el teléfono. El número de Piscary brilló en el registro de últimas llamadas y, tras invadirme una oleada de miedo, me di cuenta de dónde estaba Ivy. No se había enterado de lo de Kisten. Piscary la había llamado para que fuese junto a él. Esto era un montaje. Al y Piscary estaban trabajando juntos, igual que antes. Piscary la había llamado y ella había ido a prepararse para él, como la sucesora que era. —Oh, Dios —susurré. Sentí que me temblaban las rodillas cuando mis pies descalzos tocaron la hierba fría. Ivy estaba con Piscary. Justo en ese momento. —¡Ivy! —grité, y me di la vuelta para volver a la cocina en busca de las llaves de mi coche. —¡Rachel, no! —gritó Keasley, y de repente tuvo un ataque de tos. Yo salté hacia las escaleras pero Ceri me agarró por el hombro. —Es una vampiresa —dijo la elfa, abriendo los ojos bajo la tenue luz—. Es una trampa. Un señuelo. Al y Piscary están trabajando juntos. ¡Sabes que es una trampa! —¡Es mi amiga! —protesté. —Vete al jardín —me dijo haciendo un gesto como si yo fuese un perro—. Nos ocuparemos de esto de una forma ordenada. —¡De una forma ordenada! —le espeté—. ¿Sabes lo que puede hacerle ese monstruo? ¡¿Quién te crees que eres?! —le grité, apartándole la mano. Ceri retrocedió un escalón. Luego apretó la mandíbula y sentí que invocaba una línea. Me quedé rígida. ¿Va a lanzarme un hechizo? —¡No te atrevas! —exclamé empujándola como si fuésemos dos niñas peleándose en el patio del colé por un trozo de tiza. Ceri dio un grito ahogado y se cayó de culo con los ojos como platos de la sorpresa mientras me miraba con el pelo delante de los ojos. Se me puso la cara colorada de la vergüenza. —Lo siento Ceri —dije—. Ivy es mi amiga y Piscary la va a joder. No me importa si es una trampa; me necesita. —La elfa se quedó boquiabierta mirándome, olvidando todas sus habilidades y su magia en medio de la confusión y ofendida porque la hubiese tirado al suelo—. Keasley… —dije girándome para mirarle—. Volveré… Mis palabras se pararon en seco cuando lo vi con mi pistola de bolas color rojo cereza en la mano. Sentí una oleada de adrenalina por todo el cuerpo y me quedé helada. —No puedo permitirte que me derribes —dijo apuntándome al pecho con la pistola con pulso firme—. Podría romperme algo —dijo, y luego apretó el gatillo, con suavidad y sin prisa, como si bailase un vals. Yo tensé los músculos para echar a correr, pero sentí como me quedaba sin aliento. —¡Ay! —chillé cuando la sensación punzante me alcanzó el pecho, y miré hacia abajo y vi los trocitos de plástico rojo. —Maldita sea, Keasley —dije, y luego me desplomé, ya inconsciente antes de que mi cabeza tocase el suelo blando del jardín.

25.

—¿Normalmente lleva tanto tiempo? —oí decir a Jenks, como si su voz resonase dentro de mi cabeza. Me dolía el hombro. Moví el brazo y levanté la mano para tocarlo. Estaba empapada y la sorpresa me despertó del todo. Respiré hasta llenarme los pulmones, me incorporé y abrí los ojos de repente. —Eh, ha despertado —dijo Keasley con sus ojos marrones empapados de preocupación mientras retrocedía y se erguía. Su rostro correoso estaba lleno de arrugas y parecía tener frío incluso con su abrigo desteñido puesto. El sol de la mañana le daba un brillo nebuloso y Jenks estaba revoloteando junto a él. Los dos me estaban mirando con preocupación cuando me apoyé sobre una lápida. Estábamos rodeados de pixies y sus risas sonaban como repiques de campana en el viento. —¡Me has lanzado un hechizo! —grité, y los hijos de Jenks se dispersaron chillando. Miré hacia abajo y me di cuenta de que tenía empapados de agua salada el pelo, la nariz, los dedos y la ropa interior. Estoy hecha un desastre. La expresión endurecida por los años de Keasley se relajó. —Te he salvado la vida. —Dejó caer el cubo de plástico de dieciocho litros sobre la hierba y me ofreció una mano para ayudarme a levantarme. La rechacé y me puse de pie antes de que el agua me calase más. —Maldita sea, Keasley —dije, sacudiéndome las manos empapadas y enfadada conmigo misma —. Muchísimas gracias. Él resopló y Jenks se posó sobre un monumento cercano. El sol le atravesaba sus hermosas alas. —Muchísimas gracias —repitió con tono burlón—. ¿Qué te he dicho? Inconsciente, negada y con mala leche. Deberías haberla dejado ahí hasta mediodía. Intenté escurrirme el agua salada del pelo, cabreada. Hacía casi ocho años que alguien no me pillaba de esa manera. Se me congelaron los dedos y de repente me fijé en el resto del cementerio, lleno de niebla y de color dorado por la salida del sol. —¿Dónde está Ceri? Keasley se inclinó dolorido y se sacó una silla plegable de debajo del brazo. —En casa. Llorando. Me sentí culpable y miré el muro del cementerio como si pudiese vera través de él la casa que estaba al otro lado. —Lo siento —dije al recordar su mirada de conmoción cuando la había tirado al suelo. Oh, Dios, Ivy. Me puse tensa como para echar a correr y Jenks se me puso delante, haciéndome retroceder. —¡No, Rachel! —gritó—. Esto no es una película de acción. ¡Si vas tras Piscary, te matará! Si haces un solo movimiento te provocaré picores y luego te haré una lobotomía. Debería hacerlo de todas formas, ¡bruja estúpida! ¿Qué demonios te pasa? Se me pasaron las prisas por ir corriendo a mi coche. Tenía razón. Keasley me miraba con la mano escondida, sospechosamente, en el bolsillo grande de su chaqueta. Miré el bolsillo y luego lo miré a él a la cara, arrugada por la sabiduría que le concedían los años. Una vez Ceri se había referido a él como un guerrero retirado. Yo no la había creído. Anoche había apretado el gatillo con

demasiada facilidad. Si quería arrancar a Ivy de las garras de Piscary tendría que planearlo. Triste, me crucé de brazos y me apoyé en la lápida. A lo lejos vi a un grupo de unas diez personas saltando el muro de piedra para salir de la propiedad. Me ericé y luego me relajé. Era suelo sagrado y yo no era la única que estaba asustada. —Siento lo de ayer por la noche —dije—. En ese momento no pensaba. Solo… —Me acordé del año pasado, entumecida y temblando bajo las mantas mientras me contaba que Piscary la había forzado en cuerpo y mente en un intento por convencerla de que me matase. Se me quedó la cara helada y me tragué el miedo—. ¿Ceri está bien? —conseguí decir. Tenía que apartar a Ivy de él. Mirándome fijamente con sus ojos oscuros, Keasley carraspeó, como si supiese que yo todavía vacilaba. —Sí —dijo desde su posición inclinada, y cambió de postura para agarrar con más firmeza la silla—. Está bien. Pero nunca la había visto así. Está avergonzada por intentar detenerte utilizando su magia. —No debería haberla empujado. —Rígida, recogí la radio y la almohada, húmedas a causa del rocío. —En realidad hiciste bien. La radio cayó en el cubo haciendo ruido. —¿Cómo? Sonriendo, Jenks alzó el vuelo y se elevó unos doce metros en menos de lo que canta un gallo. Estaba haciendo un reconocimiento, aburrido con la conversación. Keasley metió los termos manchados de café en el cubo, gruñendo mientras estiraba la espalda. —La derribaste porque iba a utilizar la magia para detenerte. ¿Y si tú hubieses reaccionado también con tu magia? Eso habría dado miedo. Pero no lo hiciste y demostraste un control que ella había olvidado mantener. Ahora está superavergonzada, pobrecita. Lo miré perpleja; no me había dado cuenta. —Me alegro de que la empujases —dijo con aire meditabundo—. Estas últimas semanas se le habían subido un poco los humos. Me metí detrás de la oreja un mechón de pelo empapado, helado. —Aun así estuvo mal —dije. Él me dio una palmadita en el hombro y sentí el aroma del café caliente. Miré mi camisa roja nueva. El algodón chupaba el agua salada como una esponja. Mierda. Si no la había estropeado tendría mucha suerte. Cogí mi edredón de la lápida donde estaba colgado y lo sacudí. Soltó tierra y hierba cortada de la semana pasada. Todavía mantenía el calor de mi cuerpo y, tras ponérmelo encima a modo de capa, torcí la vista con el brillo de la bruma e intenté recordar a qué hora salía el sol en julio. A esa hora yo solía estar dormida, pero llevaba inconsciente desde medianoche. Iba a ser un día muy largo. Keasley bostezó y se dispuso a marcharse con su silla. —He llamado a tu madre —dijo metiendo la mano en un bolsillo y dándome mi teléfono—. Está bien. Las cosas deberían calmarse. La radio dijo que Piscary capturó a Al en un círculo y que lo desterró, liberando al señor Saladan. El maldito vampiro es el héroe de la ciudad. Sacudió su pelo grisáceo y yo asentí. ¿Que liberó a Lee de Al? No lo creo. Metí el teléfono en un bolsillo con torpeza a causa de la tela mojada. —Gracias —dije, y luego me fijé en su expresión de duda—. Están trabajando juntos, ¿verdad? Me refiero a Piscary y a Al —dije mientras lo cogía todo y me ponía justo detrás de Keasley.

Su cabello plateado brilló bajo el sol cuando asintió. —Parece una suposición plausible. Solté un gran suspiro. Su relación venía de lejos y ambos sabían que los negocios eran los negocios y parecía no importarles que el testimonio de Al fuese el que había encerrado a Piscary. Entonces, ahora Piscary estaba fuera de la cárcel. La ciudad estaba segura pero yo tenía problemas. Era lo más probable. Llevaba la almohada bajo el brazo, la manta sobre los hombros y, en la mano, dentro del cubo, la radio y los termos. Entonces, mientras intentaba mantener el equilibrio, dije suavemente: —Gracias por pararme los pies anoche. —Él no dijo nada, y entonces yo añadí—: Tengo que salir de aquí. Keasley puso una mano artrítica sobre una piedra junto a la que pasamos y se detuvo. —Si haces otro movimiento en dirección a Piscary te enchufaré otro hechizo. Yo fruncí el ceño y, enseñando los dientes, Keasley sonrió y me devolvió la pistola de bolas. —Ivy es un vampiro, Rachel —dijo el anciano perdiendo la alegría—. A menos que empieces a aceptar algo de responsabilidad, deberías asumir que ella está en el lugar que le corresponde y abandonar. Me puse rígida y tiré hacia arriba de la manta cuando se me escurrió. —¿Qué demonios significa eso? —le espeté, dejando caer la pistola con la radio. Pero Keasley sonrió y movió su estrecho pecho mientras recobraba el aliento. —O haces oficial vuestra relación o la dejas marchar. Sorprendida, lo miré fijamente, entrecerrando los ojos con el fuerte sol de la mañana. —¿Perdona? —Los vampiros tienen una disposición inquebrantable —dijo poniéndome un brazo sobre el hombro y conduciéndonos a ambos hacia la verja—. Aparte de los señores vampiros, necesitan contar físicamente con alguien más fuerte que ellos. Es algo que llevan en la sangre, como los hombres lobo y los alfas. Ivy parece poderosa porque hay muy pocas personas más fuertes que ella. Piscary es una y tú eres la otra. Caminé más despacio para seguirle el paso. —Yo no puedo vencerlo. A pesar de lo que quería hacer anoche. —Dios, era vergonzoso. Me merecía haber sido abatida con mi propio hechizo. —Nunca he dicho que pudieses vencer a Piscary —dijo el viejo brujo mientras nos ayudábamos mutuamente a caminar sobre el inestable suelo del cementerio—. He dicho que eres más fuerte que él. Puedes ayudar a Ivy a ser lo que ella quiera, pero si consigue dejar atrás su miedo y hace las paces con sus necesidades, volverá con Piscary. No creo que se haya decidido todavía. Me sentí extraña. —¿Por qué crees eso? Sus arrugas se hicieron más profundas. —Porque anoche no intentó matarte. Se me encogió el estómago. ¿Cómo es que él puede ver las cosas con tanta claridad y yo soy más espesa que una pared de cemento? Debe ser algo que viene incluido en su imagen de viejo sabio. —Lo intentamos una vez —dije en voz baja, deseando tocarme el cuello—, y casi me mata. Dice que la única forma en que podría controlar su sed de sangre es si lo mezclamos con sexo. De lo contrario, pierde el control y yo tendría que hacerle daño para contenerla. No puedo, Keasley. No voy

a mezclar el éxtasis de dar sangre con hacerle daño. Está mal y es enfermizo. Se me había acelerado el pulso al pensar que eso fue lo que había hecho Piscary… y mira en qué la había convertido. Sabía que tenía la cara roja, pero Keasley no pareció sorprendido cuando me miró. Frunció la frente y me miró con pena. —Estás en un aprieto, ¿verdad? Sobrepasamos el muro de treinta centímetros que separaba el cementerio del patio trasero. Había pixies por todas partes y la luz del sol iluminaba sus alas. Eso era muy incómodo pero ¿con quién iba a hablar de ello? ¿Con mi madre? —Entonces —dije suavemente, dirigiéndonos a la gran verja que daba a la calle—, ¿crees que es culpa mía que se marchase corriendo con Piscary? ¿Porque no soy capaz de hacerle daño si pierde el control y no quiero acostarme con ella? Keasley gruñó. —Ivy piensa como un vampiro. Tú deberías empezar a pensar como una bruja. —¿Te refieres a un hechizo? —le dije, recordando la aversión de Ivy hacia ellos y luego enrojecí por el ansia que mostró mi voz—. ¿Quizá uno para aplacar su hambre o calmarla sin hacerle daño? Él afirmó con la cabeza y yo caminé más despacio al ver que le empezaba a costar caminar. —Entonces, ¿qué vas a hacer? —preguntó él poniéndome una mano en el hombro—. Me refiero a qué vas a hacer hoy. —Planear algo e ir a buscarla —admití. Ya no sabía qué pensar. Él se mantuvo en silencio y luego dijo: —Si lo intentas, él la agarrará aún más fuerte. Iba a protestar, pero él me hizo detenerme, poniéndose delante de mí. Sus ojos oscuros estaban repletos de advertencia. —Si te metes en medio, Piscary la obligará a matarte. Confía en que ella podrá escapar por sí misma. Piscary es su maestro, pero tú eres su amiga y ella sigue teniendo alma. —¿Confiar en ella? —pregunté perpleja por que pensase que yo no debía hacer nada—. No puedo dejarla allí. La última vez que se negó a matarme, tal y como él le había ordenado, la violó. Keasley me puso una mano en el hombro y nos hizo avanzar a ambos. —Confía en ella —dijo sin más—. Ella confía en ti. —Expandió el pecho y soltó un suspiro—. Rachel, si se marcha del lado de Piscary sin nadie que asuma su protección, el primar vampiro no muerto con el que se encuentre la utilizará y abusará de ella. —¿Igual que está haciendo Piscary con ella? —dije con tono burlón. —Ella necesita tanta protección como tú —me reprochó—. Y si no se la puedes dar, no deberías condenarla por acercarse a la única persona que puede protegerla. Visto así, tenía sentido. Pero no me gustaba. Sobre todo cuando, visto de esa forma, Piscary me estaba protegiendo a través de ella. Vaya, estupendo… —Dale una razón para que lo abandone y se quede a tu lado —dijo Keasley mientras alcanzábamos la puerta de madera—. ¿Sabes qué le haría eso? —No —dije, pensando que eso me convertía en una cobarde. Él sonrió al ver mi expresión amarga y luego sacó los termos del cubo. —La convertiría en una persona a la que nadie podría manipular. Eso es lo que ella quiere ser. —Esto es una mierda —dije mientras él levantaba el pestillo y se abría la puerta—. ¡Necesita mi ayuda!

Keasley resopló, puso la silla plegable contra la pared y atravesó el umbral. Detrás de él, la calle estaba en silencio y húmeda por el rocío. —Ya la has ayudado. Le has dado otra opción además de Piscary. Yo bajé la mirada. No era suficiente. No lo era. Yo no podía protegerla contra los no muertos. No podía protegerme a mí misma, cuánto más a ella, era ridículo pensarlo siquiera. Keasley hizo una pausa en el umbral. —Seré sincero contigo —dijo—. No me gusta la idea de las relaciones entre personas del mismo sexo. No me parecen bien y soy demasiado mayor como para empezar a pensar de otra manera. Lo que sí sé es que aquí eres feliz. Y, por lo que me dice Jenks, Ivy también lo es. Por eso me cuesta pensar que estáis cometiendo un error o que está mal. Hagáis lo que hagáis. Si hubiera conocido un hechizo para hacerme un ovillo y morirme, lo habría utilizado. Tal y como estaba, me miré los pies y avancé para tomar una posición de defensa. Más o menos lo que estaba haciendo con mi vida. —¿Vas a ir tras Piscary? —preguntó él de repente. Calentita bajo la manta, moví los pies. —Quiero hacerlo. —Decisiones inteligentes, Rachel —dijo suspirando—. Toma decisiones inteligentes. Una gran intranquilidad se apoderó de mí mientras él se dirigía a su casa vieja, situada muy cerca en la misma calle. —Keasley, dile a Ceri que siento haberla tirado al suelo —le dije. Él levantó una mano para despedirse y dijo: —Lo haré. Jenks descendió desde el árbol que había sobre mi cabeza y aterrizó sobre la puerta, lo cual me hizo pensar que había vuelto a escuchar a escondidas. Lo miré y luego le grité a Keasley: —¿Puedo acercarme más tarde a tu casa? Él se detuvo en el bordillo para dejar pasar al monovolumen que pertenecía a la única familia humana que vivía en el barrio. Luego sonrió y enseñó los dientes manchados de café. —Prepararé la comida. Bocadillos de atún, ¿vale? Los del monovolumen tocaron la bocina y Keasley le devolvió el saludo al conductor. No pude reprimir una sonrisa. El brujo anciano bajó el bordillo cuidadosamente y se dirigió a su casa con la cabeza erguida y la mirada vigilante. Jenks echó a volar cuando la puerta se cerró y, con la pistola de bolas rozándose contra la radio, yo me dirigí a la puerta de atrás. —¿Y dónde estabas tú cuando Keasley me abatió? —le pregunté a Jenks con aspereza. —Justo detrás de él, estúpida. ¿Quién crees que le dijo qué había dentro de tu pistola de bolas? Ante aquello no tenía mucho que decir. —Lo siento. —Subí los escalones del porche e hice malabarismos con todo lo que tenía en las manos para agarrar la puerta. Jenks entró como una flecha para inspeccionar el lugar rápidamente y, cuando recordé haberlo visto en bata de casa anoche, grité—: ¿Matalina está bien? —Sí —dijo volviendo a entrar. Me quité los zapatos empapados y caminé hasta la cocina para dejar el cubo, dejando huellas húmedas a mi paso. Continué y me dirigí al baño para lavar la colcha. —Ceri está enfadada, ¿verdad? —pregunté, intentando averiguar qué había pasado mientras

estuve inconsciente. —Está destrozada —dijo, aterrizando sobre la tapa levantada mientras yo pulsaba botones para poner la lavadora en marcha—. Y vas a tener que esperar. No hay corriente. ¿No te das cuenta? Dudé y entonces fue cuando me di cuenta de lo silencioso que estaba todo allí dentro, sin el zumbido habitual de los ordenadores, los ventiladores de la nevera y todo lo demás. —No lo estoy haciendo muy bien, ¿verdad? —dije al recordar a Ceri mirándome boquiabierta con el pelo hecho una maraña y los ojos como platos porque la había empujado. —Y aun así te queremos —dijo Jenks alzando el vuelo—. La iglesia está despejada. La puerta principal todavía está cerrada con llave. Tengo cosas que hacer en el jardín, pero si me necesitas pega un grito. Echó a volar y yo le sonreí. —Gracias, Jenks —dije, y él se marchó como un rayo. El zumbido de sus alas ahora era más evidente en el aire sin electricidad. Metí la colcha en la lavadora y me puse a planear mi día: ducharme, comer, rebajarme con Ceri, llamar al tío que consagraba las iglesias y ofrecerme a darle un hijo si encontraba la forma de eliminar la blasfemia y consagrarla de nuevo, preparar algunos hechizos para hacer menguar la fortaleza del vampiro malvado… Las cosas típicas de un sábado. Caminé descalza hasta la cocina. No podía hacer café sin electricidad, pero podía hacer té. Y para cuando me hubiese cambiado de ropa, el agua ya estaría caliente. Puse a calentar la tetera pensando otra vez en Piscary. Estaba de mierda hasta el cuello. No creía que me hubiese perdonado por haberlo dejado inconsciente con la pata de una silla. Tenía la desagradable sensación de que me mantenía con vida para utilizarme y mantener a raya a Ivy cuando llegase el momento adecuado. Pero todavía era peor la idea de que él y Al estuviesen trabajando juntos. Todo eso era demasiado oportuno. Por lo que había dicho Al, no creía que fuese posible invocar y mantener a un demonio en un círculo si estaba poseyendo a alguien. Así que Piscary se había llevado el mérito por librar a Cincy de su último inframundano en lo que parecía un trato acordado por anticipado. Por sus servicios prestados, el señor vampiro había sido perdonado por asesinar a aquellas brujas de líneas luminosas el año pasado. Todo eso era un timo. Un burdo timo. Mi única pregunta ahora era quién había participado en la preparación, porque Piscary no podía invocar a un demonio en la cárcel de forma segura. Alguien lo había ayudado a hacerlo. Eso no era nada justo. Sentí el aroma intenso a azufre al encender una cerilla para poner en marcha la cocina. Contuve el aliento mientras se disipaba el humo y me puse a pensar. Si no hacía algo pronto, me iban a matar. O Cincy me pasaría por encima como un tren por cenar con Al, dejarle que incinerase a unos matones y luego enviase a seis brujas a siempre jamás. O bien el señor Ray y la señora Sarong se aliarían para matarme por el foco. Y también estaba la facción aún por descubrir que seguía intentando averiguar quién tenía ese trasto, según Al. Tenía que deshacerme de él. No sabía cómo habían logrado los vampiros mantenerlo en secreto durante tanto tiempo. Demonios, lo habían tenido oculto durante siglos antes de que Nick lo encontrase. Mi rostro estaba inexpresivo y mis movimientos se hicieron más lentos mientras colocaba la tetera sobre la llama. Vampiros. Piscary. Necesitaba protección de todo el mundo y más, protección en la que estaba especializado Piscary. ¿Y si le daba a Piscary el foco a cambio de su maldita

protección? Claro, Al y Piscary trabajaban juntos, pero la política vampírica estaba antes que los juegos de poder personales. Y aunque Al lo averiguase, ¿qué? Al había venido aquí para esconderse. Una vez el foco estuviese seguro, podría llamar a Minias y delatar a Al para librarme de él. Quizá así lo tendría de mi parte, ¿no? Entonces me libraría tanto de Al como de Piscary y el maldito foco estaría de nuevo oculto a buen recaudo. Me quedé de pie en la cocina mirando a la nada, sintiendo euforia y angustia al mismo tiempo. Tendría que confiar en que Piscary lo mantuviese oculto y que renunciara a su deseo de matarme. Pero él pensaba en términos de siglos y yo no iba a durar tanto. Los vampiros no querían que cambiase el statu quo. Piscary tenía todas las de ganar si se lo daba, y lo único que tenía que perder era la venganza. Joder, si hacía eso bien podría liberar a Lee y Trent me debería muchísimo. —Vaya —susurré. Sentía raras las rodillas—, esto me gusta… Sonó el timbre de la puerta principal y pegué un brinco. Rex estaba sentada en el umbral de la puerta de la cocina… mirándome… y la acaricié al pasar a su lado. Con un poco de suerte, sería Ceri. Ya tenía el té a medio hacer. —¡Rache! —dijo Jenks, saliendo disparado de quién sabe dónde y con voz nerviosa mientras yo caminaba descalza por el santuario—. Nunca adivinarías quién está en la puerta principal. ¿Ivy?, pensé con el corazón en un puño, pero ella habría entrado sin más. Dubitativa, aparté la mano de la puerta, pero Jenks parecía muy nervioso y brillaba en la oscuridad sofocante del pasillo de emoción, no de miedo. —Jenks —dije desesperada—, corta el rollo de las preguntitas y dime quién está ahí fuera. —¡Abre la puerta! —dijo con los ojos brillantes y desprendiendo polvo—. No hay peligro. ¡Por las bragas de Campanilla! Voy a buscar a Matalina y a los niños. Rex nos había seguido, atraído por Jenks, no por mí, e imaginándome un montón de cámaras y furgonetas de televisión, agarré el cerrojo y lo deslicé hasta abrir. Nerviosa, me miré de arriba abajo, consciente de la imagen desastrosa que tenía y de mi pelo empapado de agua salada, con un pixie a mi lado y un gato junto a mis pies descalzos. ¡Dios, vivía en una iglesia! Pero en los escalones de mi casa no había ningún equipo de noticias, sino alguien que me miraba entornando los ojos a causa del sol. Era Trent.

26. Trent parecía sorprendido, pero luego recuperó la confianza que le otorgaba su traje de seiscientos dólares y su corte de pelo de cien. Quen estaba de pie en la acera como si fuese una carabina. Trent tenía en la mano un paquete azul claro del tamaño de un puño y la tapa estaba cerrada con una lazada a juego ribeteada en dorado. —¿Llego en mal momento, señorita Morgan? —dijo Trent mirando con sus ojos verdes mis pies descalzos, luego a Rex y luego de nuevo a mí. Pero si eran las siete. Yo ya debería estar en cama y él lo sabía. Consciente de mis pintas, me aparté los rizos de los ojos. Se me pasó por la cabeza contarle mi idea para liberar a Lee de Al, pero había venido por Ceri. Casi me había olvidado. —Por favor, dime que eso no es para mí —dije mirando el regalo, y él se sonrojó. —Es para Ceri —dijo con aquella voz que se mezclaba con la mañana húmeda—. Quería regalarle algo como muestra visible de lo mucho que me alegro de haberla encontrado. Muestra visible… Dios, Trent ya estaba colado por ella sin conocerla. Yo fruncí los labios y me crucé de brazos, pero Rex estaba arruinando mi imagen de tía dura al enredarse en mis pies. A mí no me engañaba, se estaba frotando por conveniencia, eso es todo… y, cuando se dio cuenta de que estaba húmeda, me miró como si la hubiese insultado y se marchó. —Tú no has encontrado a Ceri —dije con sequedad—, yo fui quien la encontró. —¿Puedo pasar? —preguntó con voz cansada. Dio un paso hacia delante, pero yo no me moví, así que se paró. Miré a Quen, que estaba detrás de él, con su traje negro y gafas de sol. Habían traído el Beemer en lugar de la limusina. Buen truco. Eso impresionaría a Ceri. —Mira —le dije. No quería que entrase en mi iglesia a menos que fuese por una buena razón—. No sabía si ibas a venir, así que no le he dicho nada. La verdad es que este no es el mejor momento. —Con lo afligida que está—. A estas horas suelo estar durmiendo. ¿Por qué has venido tan temprano? Te dije a las cuatro. Trent dio otro paso y yo me puse tensa y adopté una posición casi defensiva. Quen se crispó y Trent retrocedió. Miró a sus espaldas y luego me miró a mí. —Maldita sea, Rachel, deja de joderme —dijo apretando los dientes—. Quiero conocer a esa mujer. Llámala. Ohhh, así que había encontrado su punto débil, ¿no? Levanté los ojos y vi a Jenks sentado a escondidas en el dintel de dentro; se encogió de hombros. —Jenks, ¿quieres ir a ver si puede venir? Él asintió y al descender sorprendió tanto a Trent como a Quen. —Por supuesto. Probablemente querrá tomarse un minuto para peinarse. Y para lavarse la cara y ponerse un vestido que no esté manchado de tierra del cementerio. —Quen —ordenó Trent, y se me dispararon todas las alarmas. —Solo Jenks —dije, y los zapatos de suela fina de Quen se detuvieron en seco en la acera húmeda. El elfo moreno miró a Jenks a la espera de una orden, y yo añadí—: Quen, aparca tu culito aquí o no ocurrirá nada. —No quería que Quen fuese allí, o Keasley no volvería a hablarme en la vida. Jenks revoloteó a la espera y Trent frunció el ceño, sopesando sus opciones.

—Por favor, ponme a prueba —dije con tono burlón, y Trent hizo una mueca. —Hagámoslo a su manera —dijo suavemente, y Jenks salió disparado como un relámpago de alas transparentes. —¿Ves? —dije inclinándome—. No ha sido tan difícil. —A mis espaldas oí un coro de risitas agudas y Trent se puso pálido. Al verlo nervioso, me eché a un lado—. ¿Quieres entrar? Puede que tarde un poco. Ya sabes cómo son esas princesas de mil años. Trent miró el pasillo oscuro, de repente reacio. Quen subió las escaleras de dos en dos, rozándome al pasar y dejando un rastro con olor a hojas de roble y bálsamo para después del afeitado. —¡Eh! —le dije, y lo seguí. Trent echó a andar y me siguió pisándome los talones. No cerró la puerta, probablemente para tener una vía de escape rápida y, mientras Trent se paraba en seco en medio del santuario, yo volví al recibidor y cerré la puerta. Los pixies chillaban desde las vigas y Trent y Quen los observaban con recelo. Le di un tirón a mi camisa manchada de sal e intenté adoptar un aire de informalidad mientras me preparaba para presentarle a «su majestad el grano en el culo» a la princesa de los elfos. Se me erizó el vello de la nuca cuando pasé junto a Quen y me senté en mi silla de oficina, que estaba junto a mi escritorio. —Sentaos —dije mientras me movía hacia delante y hacia atrás y señalaba los muebles de Ivy, que todavía estaban en la esquina interior de la iglesia—. Tenéis suerte. Normalmente no tenemos aquí fuera la sala de estar, pero estamos haciendo algunas reformas. Trent miró la butaca de ante gris y las sillas y se giró, mirando mi escritorio antes de dirigirse hacia el piano de Ivy, que pareció interesarle y le hizo levantar las cejas. —Yo me quedaré de pie —dijo. Rex entró en la sala procedente del recibidor oscuro y se dirigió directamente a Quen. Para mi sorpresa, el elfo mayor se puso en cuclillas y le acarició sus orejas de color naranja hasta hacerla ponerse panza arriba y mostrarle la barriga. Quen se levantó con Rex en las manos y la gata entrecerró los ojos de placer mientras ronroneaba. Gata estúpida. Trent carraspeó y yo lo miré. —Rachel —dijo, dejando su regalo sobre el piano cerrado—, ¿has tomado por costumbre ducharte con la ropa puesta? Dejé de moverme. Intenté inventarme una mentira, pero que no hubiese electricidad no tenía nada que ver con que estuviese empapada—. Yo… he dormido en el cementerio —dije. No quería decirle que mi vecino me había abatido con mi propio hechizo y esperaba que Trent creyese que estaba así a causa del rocío. Sus labios esbozaron una sonrisita que, en cierto modo, le añadió atractivo. Sabía que le tenía miedo a Piscary. —Deberías haber matado a Piscary cuando tuviste la oportunidad —dijo. Su hermosa voz llenó el espacio abierto del santuario con el sonido de la gracia y el consuelo. Maldita sea, el tío tenía una voz preciosa. Casi me había olvidado. Y, sí, podría haber matado a Piscary y probablemente lo habrían calificado de defensa propia pero, de haberlo hecho, el vampiro no estaría ahí para esconderme el foco. Así que no dije nada. Pero Trent al parecer tenía ganas de hablar. —Eso no explica por qué estás calada hasta los huesos —se apresuró a decir.

Apreté la mandíbula, pero luego me obligué a relajarme. Jolín, si Ivy podía hacerlo, yo también. —No —dije alegremente—. Eso es cierto. Descendió cuidadosamente para sentarse en el banco del piano e inclinó la cabeza. —¿Tienes problemas con tus hechizos? —dijo, en busca de una respuesta. —En absoluto. Quen dejó a Rex en el suelo y la gata se sacudió haciendo sonar la campanita que Jenks le había puesto. Observé que Trent no dejaba de moverse y, al notar el color un tanto intenso de su cara y su articulación escueta, me di cuenta de que estaba nervioso. Pensé en lo mal que me había parecido que me pidiese que trabajase en la seguridad en su boda y en que me había culpado de que Lee fuese ahora el familiar de un demonio. Me sentí un poco culpable, pero se me pasó pronto. Sin embargo, si conseguía librar a Lee de Al, Lee tendría una gran deuda conmigo. ¿Tanto como para dejarme en paz, quizá? —Ah —dije con voz de duda en medio de las risas de los pixies, y Trent me miró con interés con sus ojos verdes. Alguien que estaba en las vigas chilló cuando alguien lo o la tiró y a Trent le temblaron los párpados. Sentí un poquitín de compasión, así que me puse de pie y di una palmada mirando al techo. —De acuerdo, ya habéis visto suficiente. Es hora de marcharse. Hay papel encerado detrás del microondas. Id a pulir la aguja. Quen se sobresaltó cuando los hijos de Jenks descendieron formando un torbellino de seda y emitiendo agudas quejas. Jahn tomó el mando y, con las manos en las caderas igual que hacía su padre, los amenazó para que se dirigiesen todos al pasillo. —Gracias, Jhan —dije—. Antes me ha parecido escuchar arrendajos azules. Tened cuidado con ellos. —Sí, señorita Morgan —dijo el pixie totalmente serio, y luego se marchó seguido por Rex. Se oyó un golpe en la cocina y luego un grito, y luego todo quedó en silencio. Con un gesto de dolor, me apoyé en el respaldo de la butaca de Ivy. Quen me miró con expectación y Trent dijo: —¿No vas a ir a ver lo que han roto? Yo sacudí la cabeza. —Yo… quería darte las gracias de nuevo por interrumpir ayer a Al —dije, y noté calor en la cara. ¡Dios! Al casi me había llevado al orgasmo, allí, delante de todo el mundo. Trent centró su atención en los pixies que estaban en el jardín lateral y que se veían borrosos a través de las ventanas de vidriera, y luego me volvió a mirar. —No fue nada. Incómoda, me crucé de brazos. —De verdad. No tenías por qué hacerlo y te lo agradezco. Quen cambió de posición y se acomodó y, al verlo relajado, Trent también adoptó una postura menos rígida. Pero seguía pareciendo un modelo masculino allí sentado al piano de un cuarto de cola de Ivy. —No me gustan los abusones —dijo sin más, como si le diese vergüenza. Yo hice una mueca y deseé que Ceri se diese prisa. Se oyó un pitido procedente de la cocina y mi oído medio captó el zumbido de la electricidad. Se encendieron las luces, invisibles a causa del sol, y a mis espaldas la televisión empezó a emitir ruido. Busqué el mando a distancia y la apagué.

De repente sentí vergüenza y me enfadé conmigo misma. Notaba que Trent me evaluaba a mí y a mi vida: mi pequeño televisor, los muebles del salón de Ivy, mi escritorio lleno de plantas, los dos dormitorios, la iglesia con dos baños en la que vivíamos… Me fastidiaba no estar a la altura de su enorme sala de estar, su televisión de pantalla grande y su equipo de música que ocupaba una pared. —Disculpadme —murmuré al oír que la lavadora se estaba llenando. Apuesto a que a Trent no le agradaría tener el chup chup de una Whirlpool de fondo. Fui apagando las luces del techo a medida que pasaba junto a ellas, me detuve en mi cuarto de baño y abrí la tapa de la lavadora. Podría absorberla. Luego hice una comprobación rápida en el baño de Ivy por si Trent quería rebuscar en su botiquín con la excusa de utilizar el retrete. Estaba limpio y ordenado, y el aroma a incienso y cenizas de vampiro no era más que el leve rastro amortiguado por el jabón con olor a naranja que solía utilizar. Me invadió la tristeza y me dirigí a la cocina para ver si las luces estaban encendidas. De repente, sonó mi teléfono y la música electrónica que tenía puesta me asustó. Revolví para buscarlo y me cagué en Jenks. Normalmente lo tenía programado para que vibrase, pero alguien (es decir, Jenks), había estado haciendo el tonto con él y había cambiado los tonos de llamada. Buscando en mis bolsillos al ritmo de I've got a Lovely Bunch of Coconuts, por fin conseguí sacar aquella maldita cosa. Muy divertido, Jenks. Ja, ja. Era el número de Glenn y, tras dudar un instante, me apoyé en la encimera de la cocina y abrí el móvil. Tenía que darle un buen tirón de orejas. —Hola, Glenn —dije con tirantez. Él sabía que normalmente yo solía estar durmiendo a esas horas—. Me he enterado de que Piscary anda suelto. Me habría gustado que alguien me dijese que el vampiro no muerto que yo metí en la cárcel estaba en libertad. De fondo pude oír el ruido de teclados y una fuerte discusión. El suspiro de Glenn fue más fuerte que el resto del ruido. —Lo siento —dijo a modo de saludo—. Te dejé un mensaje en el teléfono cuando me enteré. —No lo recibí —dije, solo un poco más calmada. Entonces hice una mueca—. Mira, no pretendía gritarte, pero he pasado la noche en el cementerio y estoy de mal humor. —Te habría vuelto a llamar —dijo Glenn, y oí un revoltijo de papeles—, pero cuando tu demonio quemó El Almacén utilizando a sus matones para avivar el fuego recibimos una avalancha de llamadas. —¿¡Mi demonio!? —chillé con el teléfono pegado a la oreja—. ¿Desde cuándo Al es mi demonio? —dije en voz baja al recodar que Trent y Quen me podían oír. —Desde que lo llamaste para testificar. —El agente de la AFI cubrió el micro. Oí unos murmullos y esperé a que volviese. —Eso no explica por qué Piscary está en la calle —le espeté. —¿Qué esperabas? —dijo Glenn. Parecía enfadado—. Ni la SI ni la AFI están equipados para enfrentarse a un demonio que puede caminar bajo el sol. Tú no hiciste nada. Hubo una reunión de emergencia en el ayuntamiento y dejaron salir a Piscary para que se ocupase de él. —Entonces dudó —. Lo siento. Le han concedido el pleno indulto. ¿El ayuntamiento? Eso significaba que Trent se había enterado. Mierda, había estado en el ajo. Qué gilipollas integral. Había arriesgado mi vida para meter a Piscary tras los barrotes por matar brujas de líneas luminosas. Al parecer eso no significaba nada. Entonces me pregunté por qué me habría molestado en hacerlo.

—Pero no he llamado por eso —dijo Glenn—. Ha aparecido otro cadáver. Yo seguía pensando en Piscary que, al parecer, era libre de hacer lo que quisiese con mi compañera de piso. —¿Y quieres que vaya? —dije llevándome la mano a la frente e inclinando la cabeza a medida que me enfadaba cada vez más—. Ya te lo he dicho. No soy una investigadora, yo soy de las que los mete en la cárcel. Además, ya no sé si quiero seguir trabajando para ti si vas a andar dejando en libertad a asesinos cuando las cosas se ponen feas. —¿¡Feas!? —exclamó Glenn—. Anoche hubo dieciséis incendios importantes, cinco revueltas y casi linchan a un tío que llevaba puesto un vestido y leía a Shakespeare en el parque. Ni siquiera sé el número de choques entre coches y cargos por agresión que se han producido. Es un demonio. Tú misma dijiste que pasaste la noche escondida en el cementerio de la iglesia. —¡Eh! —le dije. Aquello no era justo—. Me estaba escondiendo de Piscary, no de Al. Al está quemando cosas para que yo vaya a siempre jamás con él. Y no te atrevas a llamarme cobarde desde tu cómoda silla porque no quiera hacerlo. Estaba furiosa… Mi cólera estaba alimentada por el sentimiento de culpa, así que me puse a echar pestes hasta que Glenn murmuró: —Lo siento. —Vale —le dije malhumorada. Me agarré la cintura con un brazo y me puse de espaldas al pasillo. Esto no es culpa mía. Yo no soy responsable de los actos de Al. —Por lo menos se ha ido —dijo Glenn sin ningún tipo de emoción en la voz. Yo me reí con amargura. —No, no se ha ido. Hubo un momento de silencio. —Piscary dijo… —Piscary y Al están trabajando juntos. Y tú picaste el anzuelo al dejarlo salir, así que ahora tienes a dos monstruos con carta blanca en Cincy, no a uno. —Arrugué la cara con amargura—. No me pidas que me ocupe de ellos por ti esta vez, ¿vale? El ruido de fondo de la oficina me invadió los oídos. —¿Puedes venir de todas formas? —dijo por fin Glenn—. Quiero que identifiques a alguien. Se me encogió el corazón. Había dicho que había otro cuerpo. De repente Piscary fue lo último que se me pasó por la cabeza. —¿David? —dije, sintiendo debilidad en las rodillas y sensación de frío, aunque el sol que entraba por la ventana de la cocina me daba directamente en la espalda. Lo habían matado. Alguien estaba matando hombres lobo en busca del foco y mucha gente sabía que David era mi alfa. Que Dios me ayude, lo han matado ellos. —No —dijo Glenn, y entonces conseguí respirar—. Es un hombre lobo que se hace llamar Brett Markson. Tenía tu tarjeta en la cartera. ¿Lo conoces? Mi breve euforia porque David estuviese bien se convirtió en conmoción y entumecimiento. ¿Brett? ¿El hombre lobo de Mackinaw? Me dejé caer al suelo deslizando la espalda por el armario del fregadero y encogí las rodillas. —¿Rachel? —dijo la voz de Glenn a lo lejos—. ¿Estás bien? —Sí —dije respirando—. No —corregí—. Iré ahora mismo. —Ceri. Me humedecí los labios e intenté tragar saliva—. ¿Puedes darme una hora o así? —Una ducha y comer algo—. ¿Quizá dos?

—Joder, maldita sea, Rachel, ¿de verdad conocías a este tío? —dijo Glenn, ahora con voz de culpabilidad—. Lo siento, debería haberme acercado. Al levantar la mirada vi el sitio vacío de Ivy en la mesa. —No, estoy bien. Era… un conocido. —Tomé aire al recordar la última vez que había visto a Brett, rondando la periferia de mi vida e intentando entrar en mi manada; un hombre poderoso en busca de algo en qué creer. —¿Qué hora es? ¿Las siete y media? —estaba diciendo Glenn—. Enviaré un coche a mediodía. A menos que ya tengas tu carné. Yo sacudí la cabeza, aunque él no pudo verlo. —Un coche me vendría bien. —¿Rachel? ¿Estás bien? Había un demonio suelto en la ciudad. Un señor de los vampiros estaba libre para cazarme. Mi iglesia estaba blasfemada. Y Brett estaba muerto. —Estoy bien —dije con voz tenue—. Te veo después de mediodía. Adormecida, colgué el teléfono antes de que pudiese decir nada más. Me pesaba mucho en la mano y miré fijamente el libro de hechizos, que tenía a la altura de los ojos. Maldita sea, eso no estaba bien. Me sequé los ojos y me puse de pie con la sensación de que todo había cambiado. Rozando el suelo con los pies descalzos, me dirigí al santuario. Me detuve justo después de atravesar el pasillo. Trent estaba examinando las ilustraciones de las vidrieras, y sus zapatos brillantes captaron la luz cuando se giró. Quen estaba a menos de dos metros de él y parecía preparado para cualquier cosa. —Trent, lo siento —dije, pensando que mi rostro debía estar blanco cuando lo vi levantar las cejas—. No puedo hacer esto ahora mismo. De todas formas, no creo que Ceri vaya a venir. —¿Por qué? —preguntó, girándose sobre un talón para tenerme en frente por completo. Oh, Dios, han matado a Brett. —Anoche la tiré al suelo de un empujón —dije—, y probablemente siga enfadada. —Brett estaba muerto. Era militar. ¿Cómo podía matarlo alguien? Se le daba genial que no le matasen. Trent sacudió las mangas de su traje caro y soltó una risa de descrédito. —¿La tiraste al suelo? ¿Sabes quién es? Tomé aire rápidamente intentando mantener la calma. Brett estaba muerto. Por mi culpa. —Ya sé quién es, pero cuando alguien me empuja yo también lo empujo. Trent miró a Quen y su rostro se iba poniendo más tenso. Yo apreté los dientes y seguí respirando despacio. Miré a las vigas en busca de Jenks, intentando no llorar. Alguien había matado a Brett. Había estado tan cerca de mí. Me sentía tan vulnerable. Solo hacía falta un francotirador, pero no podía vivir en una cueva. Era una mierda. Una mierda morada de hada con destellos verdes encima. Pasé la mano por la pared mientras me fui a sentar al sillón de Ivy. El olor a incienso de vampiro me hizo sentir aún peor. Tenía que dejar de vivir mi vida como si se tratase de un juego. Tenía que empezar a contratar seguros o no viviría para oír a mi madre quejarse porque no le daba nietos. Aunque me ponía enferma pensarlo, iba a darle a Piscary el foco para que lo escondiese y así sobornarle para que no me matase. Luego iba a rescatar a Lee para devolver a Al al lugar que le correspondía y que Trent me dejase en paz. También puedo empezar por ahí, pensé mientras me levantaba y respiraba profundamente. De Al me podía ocupar más tarde. Después de que anocheciese. —Trent —dije cerrando los ojos en un largo parpadeo mientras sentía que sufría un revés mi idea

del bien y el mal—, creo que quizá haya encontrado una forma de liberar a Lee de Al. No te costará un céntimo, pero quiero que me dejes en paz. —Miré su rostro perplejo por la sorpresa—. ¿Crees que podrás hacer eso? —Dijiste que no podías liberar a un familiar de un demonio —dijo, con su voz aterciopelada un poco tensa. Yo me encogí de hombros, miré la puerta al pasar junto a él y me estiré para no parecer tan miserable. —¿De dónde crees que ha salido Ceri? Trent miró a Quen con el rostro inexpresivo. El elfo moreno parpadeó una vez, lo que parecía significar algo. —Te escucho —dijo con tono de desconfianza. Ahí era donde la situación se ponía delicada. —Voy a intentar cerrar un trato con Piscary… —Ten cuidado —dijo burlándose de mí—. Alguien podría pensar que en lugar de ver las cosas blancas o negras ahora también las ves grises. —¡Cállate! —le grité al millonario; aquello me había dolido—. No voy a violar la ley. Tengo algo que podría querer y, una vez en su poder, yo debería ser capaz de librarme de Al con seguridad y liberar a Lee. Pero quiero que me des tu palabra de que nos dejarás en paz tanto a mí como a la gente que me importa. —Respiré hondo sintiendo que me estaba convirtiendo en uno de ellos—. Y yo te dejaré en paz a ti y a tus negocios. Quería sobrevivir. Quería vivir. Había estado codeándome con asesinos y homicidas eventuales con inocencia y arrogancia. La AFI no podía protegerme. La SI tampoco. Trent podría matarme y tenía que respetar eso, aunque no lo respetase a él. Dios, ¿en qué me estoy convirtiendo? —¿Podrías dejar de ponerme etiquetas? —dijo Trent con suavidad, y luego se puso a pensar para sí mismo. Separó los labios y miró a Quen asombrado—. Ella tiene el foco —le dijo, y luego me miró a mí con aire divertido—. Eso es lo que le vas a dar a Piscary. Tú tienes el foco —dijo riéndose —. ¡Debería haberme dado cuenta de que eras tú! Se me heló la cara y se me hizo un nudo en el estómago. Oh, mierda. Me puse recta cuando Quen se puso de pie entre nosotros dos… maniobrando. —¡No te muevas! —dije con el brazo estirado, y él obedeció. Con el corazón a mil, lo mantuve alejado con los dedos extendidos, intentando pensar. ¿Trent era el que estaba matando a los hombres lobo? —¿Tú mataste a Brett? —dije al verlo sonrojarse—. ¡Fuiste tú! —exclamé mientras dejaba caer la mano y enrojecía con un ataque de cólera. Maldita sea, ¿qué había estado a punto de hacer? ¿Qué demonios me pasaba? ¡Eso no podía estar ocurriendo! —Yo no lo maté. Se suicidó —dijo Trent apretando los dientes—, antes de poder decirme que lo tenías tú —terminó, y se puso las manos a la espalda. Quen mantenía el equilibrio con los dedos de los pies y tenía los brazos sueltos paralelos al torso. Como si se tratase de un sueño, le dije: —Mataste a Brett. Y a la secretaria del señor Ray. Y al ayudante de la señora Sarong. El rostro de Quen se cubrió con una sombra de culpabilidad y sus músculos se tensaron. —Malditos hijos de puta —susurré. No me lo quería creer porque en el fondo deseaba que fuesen algo mejor que asesinos y homicidas—. Pensé que tenías más honor que este, Quen.

El elfo más viejo apretó la mandíbula. —Nosotros no los matamos —dijo Trent defendiéndose, y yo resoplé con ironía—. Se suicidaron —insistió, encarnando al demonio con su traje perfecto y su perfecto pelo—. Todos y cada uno de ellos. Ninguno tenía que morir. Podrían habérmelo dicho. Como si aquello cambiase algo. —¡Ellos no sabían que lo tenía yo! Trent dio un paso hacia delante señalándome con el dedo y Quen lo agarró. —Esto es una guerra, Rachel —dijo el elfo más joven con tirantez, librándose de Quen—. Habrá víctimas. Yo lo miré con descrédito. —Esto no es una guerra. Eres tú en busca de más poder. Dios, Trent, ¿cuánto poder más necesitas? ¿Eres tan inseguro que necesitas ser el rey del puto mundo para sentirte bien? Pensé en mi iglesia y en mis amigos y levanté la barbilla. Sí, ellos habían matado a personas, pero Ivy estaba intentando dejarlo y Jenks tenía que hacerlo para asegurar su supervivencia y la de sus hijos. Y en vista de que prácticamente yo había sacrificado a Lee para salvar mi vida, tampoco podía proclamar que era prístina y pura. Pero nunca había matado a nadie por dinero ni por poder, ni tampoco ninguno de mis amigos. Mis palabras impactaron a Trent y enrojeció, no sé si de ira o de culpa. —¿Cuánto quieres por él? —dijo suavemente. Estupefacta, lo miré con la boca abierta. —¿Quieres… quieres comprarlo? —dije tartamudeando. Trent se humedeció los labios. —Soy un hombre de negocios. —¿Y asesino aficionado? —dije con tono acusador—. ¿O crees que el delicado estado de tu especie te da derecho a asesinar? Con un rostro airado y culpable, Trent se enderezó el abrigo. Si llega a sacar un talonario de cheques me habría puesto a gritar. —Lo que quieras, Rachel. Lo que necesites para sentirte segura. Tú, tu madre, Jenks e incluso Ivy. Suficiente para que puedas tener cualquier cosa que desees. Sonaba tan fácil… Pero no quería volver a hacer tratos con él. Piscary mataba gente, pero no sentía ni pena ni remordimientos. Sería como decirle a un tiburón que era un pez malo y que dejase de comerse a la gente. Pero ¿Trent? Él sabía que estaba haciendo algo malo y aun así seguía. Trent no apartó la mirada de míen ningún momento, a la espera. Lo odiaba. Lo odiaba con toda mi alma. Era atractivo y poderoso y había estado a punto de dejar que eso nublase mi percepción de lo bueno y lo malo. Podía matarme. ¿Y qué? ¿Acaso era una excusa para negociar con él y salvar el pellejo? ¿Por qué carajo iba a confiar en que cumpliría su palabra? Era como hacer un trato con un demonio o utilizar una maldición demoníaca. Ambas eran el camino más fácil hacia una solución, el camino más perezoso. No iba a utilizar maldiciones demoníacas. No iba a hacer tratos con demonios. No iba a confiar en que Trent cumpliese su palabra. Era un asesino ocasional que ponía a su especie por encima de las demás. Que le den. Quen sabía lo que estaba pensando y vi que se iba poniendo tenso. Trent, sin embargo, no eran tan perspicaz. Era un hombre de negocios, no un guerrero. Un hombrecillo de negocios baboso.

—Te daré un cuarto de millón por él —dijo Trent. Sentí asco. Yo retorcí la cara. —No te lo pienso dar, gusano —dije—. Si saliese a la luz, se iniciaría una guerra. Se lo voy a dar a Piscary para que lo vuelva a esconder. —Te matará en cuanto lo tenga —se apresuró a decir Trent. Su hermosa voz rebosaba sinceridad —. No hagas una tontería esta vez. Dámelo a mí. Te mantendré a salvo. No voy a empezar una guerra. Voy a poner todo en equilibrio. —¿Equilibrio? —dije avanzando, pero me detuve cuando Quen hizo lo mismo—. Quizá al resto del inframundo le guste cómo están equilibradas las cosas ahora mismo. Quizá haya llegado la hora de que se extingan los elfos. Pero si todos son como tú y Ellasbeth, peleándose por dinero y poder, quizá os hayáis alejado demasiado de vuestras raíces y estéis tan lejos de la gracia y la moral que ya estéis muertos como especie. Muertos y enterrados, por suerte —dije mofándome de él mientras Trent se ponía colorado—. Si tú eres el modelo de aquello con lo que vas a construir tu especie, entonces no queremos que volváis. —¡No fuimos nosotros quienes abandonaron siempre jamás dejándolo en manos de los demonios! —gritó Trent. Irradiaba una furia sincera y pura y aquello que lo alentaba flotaba como una oleada de frustración—. ¡Fuisteis vosotros! ¡Nos dejasteis luchando solos! ¡Nosotros nos sacrificamos mientras vosotros poníais pies en polvorosa y huíais! ¡Y si soy cruel es porque vosotros me habéis hecho así! Será hijo de puta… —¡No puedes culparme por algo que hicieron mis ancestros! Trent hizo una mueca. —El diez por ciento de mi cartera de acciones —dijo furioso. Cabrón enfermo. —No está en venta. Márchate. —El quince por ciento. Es un tercio de mil millones. —¡Lárgate de mi iglesia! Trent recobró la compostura como si fuese a decir algo y luego miró su reloj. —Siento que pienses así —dijo pisando fuerte mientras volvía de nuevo hacia el piano. Se guardó en el bolsillo el regalo para Ceri y preguntó—: ¿Está en el edificio? —fingiendo que no era más que una pregunta trivial. Mierda. Me puse en tensión. —¡Jenks! —grité una vez encontré mi equilibrio—. ¡Jahn, ve a buscar a tu padre! —Pero se había ido a buscar arrendajos azules, tal y como le había pedido. Mierda y más mierda. Quen estaba esperando órdenes y empecé a sudar. Trent levantó la cabeza con lo que esperaba que fuese arrepentimiento en la mirada. —Quen —dijo en voz baja—. Ata a la señorita Morgan. Hablaremos con Ceri más adelante. Al parecer hoy no va a venir. ¿Tienes una poción de memoria? Oh, Dios. —En el coche, Sa'han. Lo dijo con voz triste y miré a Quen, consciente de lo que iba a ocurrir. —Bien. —Trent parecía tan inflexible como el hierro—. Si no hay recuerdos, no hay cabos sueltos. La dejaremos durmiendo y se despertará cuando alguien la recoja para ir a la morgue.

—Hijo de puta —susurré, y luego miré las vigas vacías. Maldita sea, ¿por qué les habría dicho que se marchasen?—. ¡Jenks! —grité, pero no escuché ningún aleteo. Quen sacó una pistola de bolas de la espalda y yo solté tacos por lo bajo. —¿Qué es? —pregunté pensando en la mía, que estaba en el cubo junto a la puerta trasera. Si me movía, me dispararía. —Cómo cambian las cosas cuando estás al otro extremo de la pistola, ¿verdad? —se burló Trent, y yo intenté con todas mis fuerzas no gritarle. —Trent… —dije retrocediendo un paso con las manos en alto en señal de paz. Quen le entregó la pistola a Trent y dijo: —Si quieres hacerlo tendrás que hacerlo tú mismo —dijo. Trent levantó la pistola y me miró a través del cañón. —No hay problema —dijo, y luego apretó el gatillo. —¡Eh! —grité cuando sentí el impacto, doloroso y punzante. Maldita sea, dos veces en un día. Pero no me desplomé. No era un hechizo para dormir. Trent no pareció sorprendido al ver que no me caía, sino que me tambaleaba hacia atrás. Mi impulso de huir había llegado demasiado tarde. Trent le devolvió la pistola a Quen. —El honor es caro, Quen. No te pago lo suficiente. Quen no estaba contento y yo los miré, asustada por lo que podría ocurrir a continuación. Con una voz fría, Trent enunció claramente. —Rachel. Dime dónde está el foco. —Vete al infierno. Trent abrió de par en par sus ojos verdes. Quen me miró de arriba abajo conmocionado y luego se relajó, casi riéndose. —Está cubierta en agua salada —dijo—. Dijo que había tirado al suelo a Ceri de un empujón. Es evidente que la mujer le lanzó un hechizo y Rachel sigue húmeda por haber roto el encantamiento. En realidad eso no era lo que había ocurrido realmente, pero no sería yo quien se lo aclarase. Empecé a enfadarme. Por cómo había formulado la pregunta, me daba la impresión de que Trent había cargado la pistola con hechizos de sometimiento. Era ilegal. Gris, ya que no necesitabas matar a nadie para hacerlo, pero era muy, muy ilegal. Trent resopló y se estiró las mangas. —Bien. Sométela a tu manera. Intenta no dejarle cardenales. Si no hay marcas, no hay ninguna razón para desenterrar recuerdos perdidos. Vale, esto todavía no se ha acabado… Con el pulso a mil, me puse en posición de lucha mientras seguía buscando el sonido de alas de pixie. Quen avanzó. Al parecer, su anterior indecisión solo tenía que ver con no utilizar la magia, no la fuerza, para afirmar su derecho a dominar. Daba la impresión de que, si no conseguía vencerlo físicamente, merecía ser utilizada y desechada como un pañuelo de papel. —Quen, no quiero tener que hacer esto —le advertí, recordando nuestra última pelea. Me habría aplastado si mis compañeros de piso no hubiesen interferido—. Lárgate o… —¿O qué? —dijo Trent de pie junto al piano blandiendo una sonrisa indignante—. ¿O nos convertirás en mariposas? Tú no utilizas magia negra. Me puse firme y cerré los puños. —Ella no —dijo la voz de Ceri procedente del pasillo, y la mirada de Trent pasó por encima de

mi hombro—. Pero yo sí.

27.

—Maldita sea —dijo Trent en voz baja mirando a Ceri mientras Quen se detenía. El aire pareció crujir, pero luego me di cuenta de que eran las alas de Jenks. El pixie revoloteó hasta ponerse a mi lado, esperando órdenes. Sentí que Ceri se ponía detrás de mí, pero no podía apartar la mirada de Quen, allí de pie, con los labios separados, los brazos pegados al cuerpo y su uniforme negro. Lentamente, me puse recta. Ceri avanzó. Olía a jabón y llevaba puesto un vestido fresco de color violeta y dorado que le tapó sus pies descalzos cuando se detuvo a mi lado. Tenía el crucifijo pegado al cuerpo. Su confianza en sí misma era absoluta, al igual que su ira. —Ah, Ceri —dije, sin saber qué otra cosa hacer—, ese hombre del traje es Trenton Aloysius Kalamack, capo de la droga, asesino y miembro de la lista de las treinta mayores fortunas. Ese que está delante de él es Quen, su jefe de seguridad. Trent, Quen, esta es Ceridwen Merriam Dulcíate, originaria de las edades Oscuras de Europa. —¡Que empiece la fiesta! Trent se quedó pálido. —¿Cuánto tiempo lleva escuchando…? —Lo suficiente. Me quedé pálida al darme cuenta de que el zumbido que emitía Ceri y la niebla blanca que rodeaba sus dedos con sus pequeñas vendas de mariposas era magia esperando ser dirigida. Oh, mierda. —Mmm… Rachel —dijo Jenks en voz alta. Sentí un escalofrío al ver el enfado orgulloso de Ceri. —Echémonos para atrás, Jenks. Esto puede ponerse feo. El ángulo de advertencia que formaban las cejas de Trent me decía que quería hacer como si no hubiese pasado nada para poder conocer a Ceri sin que se inmiscuyese entre ambos la fea realidad de su vida. Sí, ya… El sol multicolor que entraba por las vidrieras añadía un aire surrealista al punto muerto en que nos encontrábamos. Quen estaba junto al piano y, cuando el elfo más viejo caminó para reunirse con Trent, Ceri lo miró con tranquilidad. Quen se detuvo. Al ver su acatamiento, el halo negro que le rodeaba los dedos desapareció. Yo relajé los hombros cuando sentí que soltaba la línea luminosa. Sabía que probablemente ya tenía suficiente siempre jamás acumulado en si cabeza como para hacer volar por los aires el tejado de la iglesia, pero Trent y Quen no lo sabían. —Ahora que te conozco, veo que Rachel tenía razón —dijo Ceri mientras se colocaba con elegancia en el centro de la sala mientras su vestido ondeaba suavemente—. Eres un demonio. —¿Perdona? —La hermosa voz de Trent transmitía más enfado que confusión. No tenía ni idea de cómo iba a terminar todo esto, pero me alegraba de estar fuera de la línea de fuego. Ceri se dio cuenta de que Quen se había movido para igualarse a mi posición y se puso tensa, y su pelo claro se movió cuando inclinó la cabeza regiamente—. ¿Te ha contado Rachel que antes de que me rescatase yo era familiar de un demonio? —le dijo a Trent. Al ver que asentía, continuó—: Conozco muy bien a los demonios. Y eso es lo que hacen: te ofrecen algo que parece fuera de tu

alcance a cambio de algo que quieren y que está fuera del suyo. Aquí les llaman hombres de negocios. Y tú eres muy bueno. Él se puso colorado y dijo: —No quería conocerte de esta manera. —Apuesto a que no —dijo Ceri. La expresión moderna y el sarcasmo con que la había dicho, me impactaron. Orgulloso y calmado con su traje hecho a medida, Trent señaló con el dedo su regalo y se acercó, escondiendo su tensión bajo una calma practicada que había aprendido en la sala de juntas. No pude evitar sentirme impresionada por verlo tan decidido a intentar sacar algo de todo esto. —Te he traído un regalo —dijo, extendiendo la caja envuelta—. Una muestra de mi gratitud por tu muestra celular. Jenks aterrizó sobre mi hombro. —Este tío tiene las pelotas cuadradas —murmuró, y los bordes de las orejas de Ceri se pusieron rojos. Ella no lo aceptó y, finalmente, Trent lo dejó sobre el piano. Ignorándolo, Ceri se giró hacia Quen. —Al principio dudaste en atacar a Rache. ¿Por qué? Quen parpadeó. Era evidente que no se esperaba aquello. —Las habilidades defensivas más fuertes de Rachel están en su capacidad física, no en su magia —dijo. Su voz grave se mezcló hermosamente con los tonos suaves y perfectos de Ceri—. Yo soy hábil en ambas y no sería honroso vencerla utilizando algo contra lo que no se puede defender cuando puedo afirmar mi superioridad con algo en lo que tenga alguna posibilidad de estar a mi altura. Oí desde mi hombro el comentario en voz alta de Jenks: —Me cago hasta en mis margaritas. Sabía que había algo que me gustaba de aquel cretino. —¿Eso es importante para ti? —preguntó Ceri con aire regio, ignorando el comentario de Jenks. Quen bajó la cabeza, pero sus ojos no mostraron arrepentimiento bajo su oscuro flequillo. Trent cambió de posición los pies. Yo sabía que era una treta para llamar la atención de Ceri, pero ella le sonrió a Quen. —Quedamos muy pocos —dijo ella, y luego tomó aire como si se estuviese preparando para una tarea difícil. En el exterior, los pixies estaban pegados al cristal y me puse nerviosa cuando Ceri volvió a fijar su atención en Trent. Al verlos juntos me impresionó lo mucho que se parecían. Tenían el pelo igual de fino, rubio casi transparente, y ambos tenían los mismos rasgos delicados, aunque firmes al mismo tiempo. Delgados pero fuertes. Fuertes, pero sin sacrificar la belleza. —Te llevo observando un rato —dijo Ceri suavemente—. Eres muy confuso. Estás muy confuso. No has olvidado nada, pero no sabes cómo utilizarlo. La expresión de Trent casi ocultó su ira. Casi. —Mal Sa'han… El aliento de Ceri produjo un siseo y retrocedió un paso, haciendo que su vestido se moviese y mostrase sus pies descalzos. —No lo hagas —dijo ella con su rostro delicado como una rosa—. De ti no. Quen se crispó al verla llevarse la mano a la cintura y ella lo congeló con la mirada mientras se sacaba de la cinturilla un bastoncillo metido en un paquete de plástico abierto. Lo reconocí, pues era uno de los míos—. He venido a darte esto —dijo, ofreciéndoselo a Trent—. Pero ya que tengo tu

atención… Las alas de Jenks lanzaban chorros de aire frío a mi cuello y la tensión aumentaba. Ceri invocó una línea y su pelo se movió con una brisa que solo la tocaba a ella. Me pareció sentir un regustillo metálico en la lengua. Con la cara helada, miré el santuario como si esperase que se apareciese un demonio, pero luego miré de nuevo a Ceri y palidecí. —Ay, la leche… —dijo Jenks dejando las alas totalmente inmóviles. Ceri se había quedado letalmente quieta y estaba reuniendo empeño y poder a su alrededor como para complementar su aura dañada. Su innegable belleza era como la de un hada: salvaje, pálida, con el rostro vacío, duro e inquebrantable. Quen no se movió cuando ella se acercó a Trent lo suficiente como para que sus cabellos se mezclasen. Tanto que ella podría inspirar su aura al respirar. —Estoy negra —dijo ella, y de repente sentí un escalofrío—. Estoy sucia de mil años de maldiciones demoníacas. No me cabrees o acabaré contigo y te derribaré. Rachel es lo único limpio que tengo y no la mancillarás más con tus grandes ideas. ¿Entendido? Trent parecía conmocionado, pero luego adoptó una expresión dura que me recordó quién era y de qué era capaz. —No eres quien yo creía —dijo él, y Ceri esbozó una cruel sonrisa desde la comisura de los labios. —Soy tu peor pesadilla a este lado de las líneas. Soy un elfo, Trent, algo de lo que te has olvidado y como lo que no sabes actuar ya. Te da miedo la magia negra. Puedo ver el miedo brillando bajo tu aura como si fuese sudor. Yo respiro y vivo de magia negra. Estoy tan manchada con ella que la usaré sin pensar, sin sentirme culpable y sin dudarlo. Dio un paso hacia él y Trent retrocedió. —Deja en paz a Rachel —dijo, dejando caer suavemente sus palabras como la lluvia y con tanta autoridad como un dios. Ceri estiró el brazo para tocarlo y, con un movimiento rápido y cegador, Quen salió disparado hacia delante. Yo cogí aire para advertirla, pero Ceri se giró y arrojó una bola negra de siempre jamás. —¡Finiré! —¡Ceri! —exclamé, y luego me encogí de miedo cuando la bola chocó contra el círculo que Quen había creado y explotaba despidiendo chispas negras. Claramente enfadada, Ceri caminó hacia Quen derramando latín por la boca como si fuese humo negro. —¿Quis custodiot ipsos custodes? —dijo airadamente y luego introdujo uno de sus minúsculos y blancos puños en su círculo. Quen observó conmocionado cómo caía su círculo. —Finiré —dijo Ceri con firmeza intentando agarrarlo y, cuando Quen la agarró por la muñeca para intentar algo, se quedó helado y luego se desplomó sobre el suelo de madera sin conocimiento. —¡Madre mía! —dijo Jenks desde las vigas, y Ceri apartó la mirada de Quen. La ira convertía su belleza pálida en algo terrible. —Ceri —dije intentando convencerla, pero luego me callé cuando se giró hacia mí. —¡Cállate! —dijo con el pelo flotando en el aire—. También estoy enfadada contigo. Nadie me había empujado en toda mi vida. Entonces miré a Trent con la boca abierta. El estupefacto millonario se estaba retirando hacia la puerta.

—Perdona —dijo él—. Esto ha sido un error. Si liberas a Quen me marcharé. Ceri se giró hacia él: —Mis disculpas por retrasar tu siguiente cita. Eres un hombre muy, pero que muy ocupado —dijo Ceri con acritud y luego miró a Quen, tirado en el suelo—. ¿Es buena persona? —preguntó bruscamente. Trent hizo una pausa y el hedor metálico que me hacía cosquillas en la nariz se hizo más intenso. —Sí. —Deberías escucharlo más a menudo —dijo ella, agachándose delante de él; su vestido caía como agua convertida en seda—. Por eso tenemos a otras personas a nuestro alrededor. Jenks descendió hasta donde estaba yo y me pregunté si Ceri pensaba en mí de esa manera. Como una especie de sirviente con quien poder hablar las cosas. Trent arrugó los ojos con preocupación mientras Ceri hablaba en latín y un brillo negro de siempre jamás cubría a Quen. Este resopló y el manto negro se disipó formando hilos plateados cuando abrió los ojos. Se puso de pie con dificultad mientras Ceri hacía lo mismo pero con más garbo. Por su expresión de disgusto era evidente que estaba sorprendido y humillado. No pude evitar sentirme mal por el hombre. Ceri era difícil de controlar hasta cuando no nos mangoneaba. —¿Has visto lo que he hecho? —le preguntó muy seria, y Quen asintió sin separar la vista de ella, como si estuviese presenciando su salvación—. ¿Sabes hacerlo? —le preguntó a continuación. Mirando a Trent, él asintió. —Ahora que te he visto hacerlo, sí —dijo con aire de culpa. Pero Ceri sonrió con regocijo. —Él no sabía que practicabas las artes oscuras, ¿verdad? Quen miró al suelo y luego parpadeó cuando se dio cuenta de que ella estaba descalza. —No, Mal Sa'han —dijo suavemente, y Trent se revolvió, incómodo. Ceri se rio y el maravilloso sonido de su risa cayó sobre mí como una cascada de agua fresca. —Quizá todavía estemos vivos —dijo tocándole el dorso de la mano como si fuesen viejos amigos—. Protégelo si puedes. Es un idiota. Trent carraspeó, pero ellos estaban ensimismados el uno con el otro. —Es en lo que lo han convertido, Mal Sa'han —dijo Quen besándole la mano con un gesto lleno de gracia—. No tuvo elección. Ceri resopló por la nariz cuando retiró la mano. —Bueno, ahora la tiene —dijo con descaro—. A ver si puedes recordarle quién y qué es. Tras hacer un gesto de respeto, Quen se giró hacia mí. A mí también me hizo el mismo gesto con la cabeza, pero el mío iba acompañado de una sonrisita que no pude descifrar. Jenks suspiró desde mi hombro y me di cuenta de que estaba balanceándome sobre los talones. Parecía que aquello había terminado. —Un momento —dije—. No os vayáis todavía. Ceri, no dejes que se vayan. Los dos hombres se quedaron quietos cuando Ceri les sonrió y yo fui corriendo a mi cuarto. Cogí las dos fundas de los vestidos y volví a toda prisa. Estaba viva: comprobado. Todavía tenía el foco: comprobado. Había presentado a Trent y a Ceri: comprobado. Tengo un poco de hambre. Me pregunto qué tendré en la nevera. Abrí los ojos de par en par al darme cuenta de dónde provenía el olor metálico. Maldita sea, había dejado la tetera en el fuego y se había quedado sin agua. —Aquí tienes —dije lanzándole a Trent los dos vestidos—. No pienso trabajar en tu asquerosa

boda. Te devolvería el dinero, pero no me has pagado nada. El rostro de Trent transmitía una furia peligrosa y los dejó caer al suelo. Se giró sobre un pie y, muy recto, salió por la puerta dejándola abierta. Oí sus pasos en la acera, el sonido de la puerta de un coche abriéndose y cerrándose y luego nada más. Quen le hizo una elegante reverencia a Ceri, que levantó un poco el vestido y se la devolvió, dejándome de piedra. Un poco dubitativo, Quen se inclinó ante mí y yo le hice un gesto de despedida. Como si yo pudiese hacer reverencias. Con su rostro oscuro sonriente, Quen siguió a Trent afuera y cerró la puerta sin hacer ruido. Yo exhalé ruidosamente. —Joder —dijo Jenks, alzando el vuelo desde mi hombro y formando círculos alrededor de Ceri —. ¡Ha sido lo más increíble que he visto jamás! Como si aquello fuese una señal, el santuario se llenó de repente de pixies. Me empezó a doler la cabeza y, aunque evidentemente estaba feliz de que aquello hubiese acabado, también estaba preocupada. Tenía que deshacerme del foco lo antes posible. —Ceri —dije mientras apartaba a niños pixies de mi camino, lanzaba los vestidos rechazados sobre el respaldo del sofá y me iba volando a la cocina a apagar el fuego—. Entonces, ¿qué soy yo para ti? Ella me había seguido y me sorprendió ver el regalo de Trent en su mano cuando miré por encima del hombro. —Mi amiga —dijo sin más. La cocina apestaba y abrí un poco más la ventana. ¿Ves? Por eso me gustaba el café. No podías fastidiarla haciendo café. Incluso el malo sabía bien. Con una manopla, llevé la tetera negra al fregadero, que chisporroteó cuando la tetera tocó la porcelana húmeda y me pegó un susto. —¿Quieres un poco de café? —dije, confundida y sin saber qué hacer. Sabía que ella prefería el té, pero no si lo hacía en algo tan sucio por fuera. —Me gusta —dijo con melancolía, y yo me di la vuelta perpleja por su tono tímido. —¿Quen? —tartamudeé, recordando el beso en la mano. Ella estaba en el umbral de la puerta de la cocina con una mirada soñadora en su rostro, donde hacía un rato se había instalado la ira. —No —dijo, como si le desconcertase mi confusión—. Trent. Es deliciosamente inocente. Y tiene tanto poder. La miré mientras abría la tapa del regalo que él le había dejado y sacaba un ópalo del tamaño de un huevo de gallina. Lo levantó hacia el sol y suspiró: —Trenton Aloysius Kalamack…

28.

El sol iluminaba ahora la pared que estaba al otro extremo de la cocina y me senté a la mesa con una de las camisas de cuando Jenks era humano por encima de una camisola negra. Me la había puesto por comodidad; no tenía ningunas ganas de volver a la morgue. A mi izquierda tenía aquel frasco de salsa de jalapeños y un tomate para Glenn. A mi derecha, una taza de café ya frío al lado de mi móvil y del teléfono fijo. Ninguno de los dos sonaba. Ya pasaban quince minutos del mediodía y Glenn llegaba tarde. Odiaba esperar. Me acerqué más a la mesa y me eché otra capa de esmalte transparente en la uña del dedo índice. El olor a acetona se mezcló con el de las hierbas que colgaban sobre la isla de la cocina y el sonido de los niños de Jenks era como un bálsamo mientras jugaban al escondite en el jardín. Otros tres pixies estaban haciéndome trenzas en el pelo y Jenks actuaba de supervisor para evitar que se repitiese el incidente de la maraña. —Así no, Jeremy —dijo Jenks, y yo me puse rígida—. Tienes que pasar por debajo de Jocelynn y luego por encima de Janice antes de volver sobre tus pasos. Ahí está, ¿lo veis? ¿Lo habéis entendido? El cansado coro de voces diciendo «Sí, papá» me hizo sonreír e intenté no moverme mientras me pintaba el pulgar. Apenas sentía tirones en el pelo mientras trabajaban. Cuando acabé, tapé el frasco y levanté la mano para revisarla. Un rojo intenso, casi granate. Acerqué la mano más y me di cuenta de que la pequeña cicatriz que tenía en los nudillos había desaparecido, sin duda borrada junto con mis pecas después de utilizar aquella maldición demoníaca la pasada primavera. Me había hecho la cicatriz al caer por la puerta de mosquitera cuando tenía diez años. Robbie me había empujado y, tras secarme las lágrimas, me había puesto una tirita y yo le había dado un puñetazo en toda la tripa. Aquello me hizo preguntarme si Ceri me daría un puñetazo cuando menos me lo esperase. Robbie y yo nos habíamos inventado la increíble historia de que el perro del vecino había intentado entrar por la puerta. Ahora, al mirar atrás, sabía que mamá y papá sabían que el labrador negro no había tenido nada que ver con la rotura de la mosquitera, pero no habían dicho nada, probablemente orgullosos de que hubiésemos arreglado nuestras diferencias. Me froté el pulgar contra la piel lisa del dedo, y me dio pena que la cicatriz hubiese desaparecido. El viento levantado por las alas de Jenks me rozó la mano. —¿Por qué estás sonriendo? Yo miré el teléfono y me pregunté si Robbie me devolvería la llamada si le dejaba un mensaje. Yo ya no trabajaba para la SI. —Estaba pensando en mi hermano. —Qué raro —dijo Jenks—. Un hermano. Yo tenía veinticuatro cuando me marché de casa. Con la vista empañada, apreté la tapa del esmalte de uñas pensando que cuando se había ido de casa fue como si ellos hubiesen muerto. Él sabía que era un viaje de solo ida a Cincy. Era más fuerte que yo. —Ay —chillé cuando alguien me tiró demasiado fuerte del pelo. Me llevé la mano a la cabeza y me giré, y los pixies se marcharon formando un remolino de seda y polvo. La pintura de uñas todavía no estaba seca, así que me quedé quieta.

—De acuerdo, ¡largaos! —dijo Jenks con tono de autoridad—. Todos. Ahora id a jugar. Venga. Jeremy, ve a ver cómo está tu madre. Yo me ocuparé del pelo de la señorita Morgan. ¡Vamos! Los tres echaron a volar entre quejas y Jenks hizo un gesto con el dedo. Todavía protestando, volaron de espaldas hacia la mosquitera, hablando todos a la vez, pidiendo perdón y rogando, apretando las manos y haciendo gestos tristes con sus hermosas caritas que me hicieron pedazos el corazón. —¡Fuera! —ordenó Jenks, y fueron saliendo uno a uno al jardín. Alguien se rio y luego se marcharon. —Lo siendo, Rache —dijo Jenks poniéndose detrás de mí—. Estate quieta. —Jenks, no pasa nada. Me lo voy a quitar. —Aparta las manos del pelo —murmuró—. El esmalte todavía no está seco y no vas a salir con una trenza hecha a medias. ¿Crees que no sé hacer trenzas? Por los zapatitos rojos de Campanilla, si podría ser tu padre. No era cierto, pero puse las manos sobre la mesa y me recosté, sintiendo pequeños tirones mientras terminaba lo que sus hijos habían empezado. Solté un gran suspiro y Jenks me preguntó: —Y ahora, ¿qué? —dijo con un tono inusualmente brusco para ocultar la vergüenza que le daba estar peinándome. El sonido de sus alas era agradable y olía a hojas de roble y a sauco. Miré el lugar vacío de Ivy y el sonido de sus alas descendió en entonación. —¿Vas a ayudarla a escapar? —preguntó con voz suave. Había llegado a las puntas de mi melena y yo me incliné lentamente hacia delante y apoyé la cabeza en los brazos doblados. —Estoy preocupada, Jenks. Jenks carraspeó en señal de desaprobación. —Por lo menos no se ha ido porque mordieras a Kisten. —Supongo —dije, recibiendo de vuelta el calor de mi propio aliento rebotado en la vieja madera. Hubo un tirón final y Jenks alzó el vuelo y luego se posó en la mesa delante de mí. Yo me erguí y sentí el peso de mi trenza. Él hizo una mueca. —Puede que no quiera dejar a Piscary. Levanté la mano y la dejé caer en señal de frustración. —Entonces, ¿se supone que he de dejarla allí? Jenks se sentó con las piernas cruzadas y aire cansado junto a mi abandonada taza de café. —A mí tampoco me gusta la idea, pero es un señor de los vampiros quien la protege. —Y quien le anda jodiendo la cabeza. —Molesta, me froté una uña y alisé una muesca antes de que el esmalte acabase de secarse. —¿Crees que eres lo suficientemente fuerte como para protegerla? ¿Contra un señor de los vampiros no muerto? —preguntó Jenks. Recordé la conversación que había tenido con Keasley en el jardín. —No —susurré mirando el reloj. ¿Dónde demonios está Glenn? Jenks agitó las alas y se elevó unos centímetros, todavía con las piernas cruzadas. —Entonces deja que se vaya por sí misma. Estará bien. —¡Maldita sea, Jenks! —Él empezó a reírse, cosa que me cabreó—. Esto no tiene nada de gracioso —dije y, sonriendo, Jenks se posó en la mesa. —Tuve esta misma conversación con Ivy sobre ti en Mackinaw. Estará bien.

Yo miré el reloj. —Si no es así, lo mataré. —No, no lo harás —dijo Jenks, y yo lo miré. No, no lo haría. Piscary mantenía a Ivy a salvo de los depredadores. Cuando viniese a casa, le haría una taza de cacao, la escucharía llorar y esta vez sí la abrazaría y le diría que todo iba a salir bien. La cultura vampírica es un asco. Se me vinieron lágrimas a los ojos y salté cuando sonó el timbre de la puerta principal. —Ahí está —dije. Rocé el suelo con la silla al levantarme y tiré hacia arriba de los vaqueros para ponerlos en su sitio. Las alas de Jenks eran un zumbido atenuado y yo cogí el teléfono y lo metí en el bolso. Entonces pensé en Piscary y metí también la pistola de bolas. Luego pensé en Trent y metí dentro también el foco. Comprobé que no me había estropeado las uñas, cogí el frasco y finamente el tomate. —¿Listo, Jenks? —dije con una alegría forzada. —Sí —dijo él, y luego chilló—: ¡Jahn! El formal pixie entró tan rápido que estaba segura de que había estado escuchando tras la ventana. —Cuida de tu madre —dijo Jenks—. ¿Sabes utilizar mi teléfono? —Sí, papá —dijo el pixie de ocho años, y Jenks le puso una mano en el hombro. —Llama a la señorita Morgan si necesitas hablar conmigo. No me busques, utiliza el teléfono. ¿Entendido? —Sí, papáaaa. —Esta vez lo dijo con desesperación y yo sonreí, aunque por dentro me estaba muriendo. Jahn estaba asumiendo más responsabilidades para ocupar el lugar de su padre en los próximos años. La vida de los pixies es un asco. —Jenks —dije mientras apoyaba el tarro de salsa en la cadera—> es mediodía. Si prefieres no venir esta vez no pasa nada. Sé que duermes la siesta a estas horas del día. —Estoy bien, Rachel —dijo enigmáticamente—. Vámonos. Insistir solo conseguiría cabrearlo más, así que nos fuimos. Mis botas de vampiresa resonaban en el suelo de madera del santuario y, tras dejar el frasco sobre la mesa que había junto a la puerta, rebusqué en el bolso las gafas de sol. Me las puse con una sola mano y abrí la puerta. —He conseguido esa salsa que querías, Glenn —dije, y luego levanté la mirada. Ya me estaba cansando de encontrarme a personas que no esperaba en mi pórtico. Quizá debería pasarme una tarde taladro en mano y poner una de esas mirillas. ¿Cuánto podrían costar? —Eh, David. ¿Qué pasa? —le dije, y lo hice pasar. No llevaba su traje habitual, sino una camisa de antelina de color gris claro metida por dentro de un par de vaqueros. Tenía la cara totalmente afeitada y un leve rasguño en la mejilla y en el cuello. Detrás de él, en el bordillo, estaba su coche deportivo gris en punto muerto. —Rachel. —Su mirada rápida se deslizó hacia Jenks—. Jenks —añadió. El hombre lobo normalmente tranquilo dio un paso atrás, tomó aire y echó la mano para estirarse la chaqueta que no llevaba. Tenía el puño cerrado como si estuviese agarrando el asa de su maletín. Mi preocupación se intensificó. —¿Qué? —dije, esperándome lo peor. David miró hacia atrás, hacia su coche. —Necesito tu ayuda. Serena, mi novia, necesita un analgésico fuerte. —Mis ojos estaban entrecerrados cuando se encontraron con los suyos—. Te habría llamado por teléfono pero creo que la AFI me ha pinchado el teléfono. Se ha convertido en mujer lobo, Rachel. Dios mío, se ha

convertido. —Madre mía —dijo Jenks. Tensa de repente, me quité las gafas de sol y dejé el tomate junto a la salsa. —No habrá luna llena hasta el lunes, que es cuando las otras se convirtieron. David sacudía la cabeza arriba y abajo y se movía con nerviosismo. —Le conté lo de las mujeres de la morgue. Le dije que lo sentía y que probablemente no podría evitar convertirse en mujer lobo el próximo lunes a menos que aprendiese a controlarlo antes de ese día. —Con sus ojos marrones rogando perdón, añadió—: Así que la ayudé, o lo intenté. No está hecha para esto —dijo con la voz quebrada—. Los hombres lobo procedían de los humanos, pero hemos evolucionado por nuestro lado desde hace mucho tiempo. Se supone que no debería dolerle tanto. Tiene demasiado dolor. ¿Tienes algún hechizo? ¿Una poción? ¿Algo? Últimamente había empezado a llevar amuletos contra el dolor en el bolso igual que alguna gente lleva caramelos de menta para el aliento. —Llevo tres encima ahora mismo —dije estirando la mano hacia atrás para cerrar la puerta—. Vamos. David bajó los escalones de dos en dos. Jenks batía las alas a toda velocidad y yo iba detrás de él. Me subí al asiento del acompañante mientras David cerraba la puerta. Pensé que una maldición que convertía a los humanos en hombres lobo pero con dolor era una estupidez, pero el foco permitía a los alfas unirse en manada para eliminar el dolor de la transformación, así que quizá tuviese algún sentido. —Eh —protesté cuando el coche empezó a moverse antes de que yo cerrase la puerta. David me ignoró y salió a la carretera mientras yo me ponía el cinturón de seguridad. Tuve que buscar donde agarrarme cuando giró en una esquina demasiado rápido. Los hombres lobo tenían unos reflejos excelentes, pero eso era forzar las cosas. —David, levanta el pie del acelerador. —La he drogado con acónito. No puedo permitir que se despierte y no me encuentre allí. El dolor la está matando. No creo que vaya a parar hasta que se convierta. Esto ha sido un error. Dios, ¿qué he hecho? Toqué con los dedos la silueta del foco en su bolsa con borde de plomo. No creía que el artefacto fuese a ayudar. La mitigación del dolor tenía lugar cuando las manadas de hombres lobo se combinaban formando un círculo. El foco solo les permitía hacerlo de manera más eficiente. —¡David, ve más despacio! —repetí cuando salió a una carretera de un solo sentido conduciendo como si estuviese en las quinientas millas de Indianápolis. Jenks iba agarrado al pie del espejo retrovisor. Parecía un poco mareado—. La SI me está vigilando —añadí—. Normalmente tienen un todoterreno aparcado a la derecha de la iglesia. David redujo la velocidad con la mano temblorosa sobre el volante. La carretera estaba vacía y cogió de nuevo velocidad. —¿Qué quieres decir con que la AFI te ha pinchado la línea? —pregunté mientras nos internábamos en la interestatal para cruzar el río desde los Hollows a Cincinnati—. No pueden hacer eso. —Pues lo han hecho —dijo David malhumorado—. El oficial Glenn cree que soy el responsable de las muertes de los hombres lobo. No solo de los suicidios, sino de todas. Cree que soy una especie de mezcla entre Jack el Destripador y míster Hyde.

Solté una risa burlona y luego me puse tensa cuando se cruzó delante de un camión articulado. —Es Trent —dije envuelta en una nube de adrenalina—. Me lo ha confesado. Y mira lo que estás haciendo. ¡Dios! ¡Conduces aún peor que Ivy! David me lanzó una mirada rápida. —¿Trent Kalamack? ¿Para qué? Las alas de Jenks tenían un extraño color verde. —Está buscando el foco —dijo el pixie enfermo—. Esta mañana ha averiguado que Rachel lo tiene. —¡Me cago hasta en la leche! —dijo David en voz baja—. ¿Lo tienes? ¿Está a salvo? Yo asentí con la cabeza. —Voy a dárselo a Piscary para que lo vuelva a esconder. —¡Rachel! —exclamó David, y yo señalé el camión parado en el semáforo en rojo justo al borde del puente. —No puedo guardarlo de forma segura —dije mientras pisaba los frenos—. ¿Qué se supone que tengo que hacer con él? Cuando alguien se entere de que lo tengo, mi magia no bastará para conservarlo. Por lo menos Piscary tiene suficiente autoridad como para evitar que lo droguen y decirles dónde está. Los ojos de David mostraban preocupación. —Pero les pertenece a los hombres lobo. El semáforo cambió de color y yo contuve el aliento hasta que estuve segura de que David no iba a adelantar como una flecha al camión que teníamos delante, pero el hombre lobo que por lo general se preocupaba tanto por la seguridad, simplemente se mostró molesto porque el camión tardase tanto en arrancar. —Créeme —dije suavemente—, si hubiese una manera de poder dárselo a los hombres lobo lo haría, pero está hecho por demonios y lo único que va a hacer es causar problemas. Es necesario un cambio, pero lentamente, no rápido. De lo contrario… —dije pensando en el dolor de su novia. —Entonces debería ocultarlo un hombre lobo —añadió. —¿Quién, David? —le pregunté frustrada, y Jenks agitó las alas con nerviosismo—. ¿Tú? Ya lo intentamos. ¿El señor Ray? ¿La señora Sarong? ¿Y qué tal Vincent? Él tenía a tres manadas ligadas a él y eran salvajes. Todos ellos transmiten el poder de un alfa, pero les falta el control que implica la posición de alfa. Él apretó la mandíbula en silencio y yo continué. —Uno no se convierte en alfa, sino que nace alfa. Ellos no sabrían manejarlo. El cambio tiene que ocurrir lentamente. Es como tu novia, que intenta convertirse en hombre lobo sin el colchón físico y mental que a ti te dieron mil años de evolución. David relajó un poco la mano en el volante y yo también me relajé. —¿Quizá todavía no ha llegado el momento? —dije suavemente. Me abracé a mí misma y él giró rápidamente a la derecha para entrar en su complejo de apartamentos. —Esto no tiene buena pinta —dijo Jenks, y la cara de David se quedó vacía de toda emoción. Yo seguí sus miradas al aparcamiento y se me encogió el estómago. Había dos todoterrenos de la SI, tres de la AFI y una ambulancia multiespecies. —No pasa nada —dije llevando la mano al cinturón de seguridad—. No creo que estén en tu apartamento.

Sin decir nada, David se acercó todo lo que pudo e intentó desabrocharse el cinturón mientras soltaba tacos hasta que lo consiguió. —Es mi apartamento. Yo tenía las cortinas cerradas y ahora están abiertas. Y Serena no podría estar despierta todavía. —Dejando las llaves en el contacto, salió a toda velocidad del coche con pasos crispados y decididos mientras se dirigía a su puerta. Yo salí lentamente y me quedé de pie, encajada entre el coche y la puerta abierta, con los brazos sobre el techo. Jenks se posó sobre mi hombro y no dijimos nada cuando un agente de la SI detuvo a David en el umbral. Hablaron un ratito y entonces se me revolvió el estómago al ver que el hombre lo esposaba. David parecía abatido, pero no ofreció resistencia, consciente de que resistirse les daría una razón para meterlo en una celda y olvidarse de él dentro de lo permitido por la ley. Vimos a alguien moverse al otro lado de la ventana del piso de arriba y yo apreté el bolso con más fuerza, contenta de tener el foco, ya que la SI estaba aprovechando la oportunidad para registrar el apartamento de David. Su gato me observaba desde otra ventana, pero se escapó cuando una figura oscura pasó junto a él. —¿Qué vamos a hacer, Jenks? —susurré. Las alas de Jenks me enfriaron el cuello y yo entrecerré los ojos por la claridad mientras metían a David en un todoterreno—. ¿Jenks? —dije, y el tono de las alas del pixie cambió. —Te veo en la iglesia —dijo, y se marchó como un rayo para ver si conseguía escuchar algo. Yo contuve el aliento mientras lo veía volar sobre el aparcamiento y se metía a toda velocidad dentro del coche con David mientras nadie miraba. Le deseé lo mejor mientras veía el coche alejarse, que dudó brevemente antes de unirse al tráfico. Adiós, David. Solté un suspiro lento y prolongado. Me incliné sobre el coche para coger las llaves de David y las metí en el bolso. Encontraría otra forma de volver a casa, pero necesitaría sus llaves para darle de comer a su gato. Maldita sea. Ya había visto esto antes y no acabaría bien. Cerré la puerta del coche de David de un portazo y mi presión sanguínea se aceleró al ver la esbelta figura de Glenn dirigiéndose hacia mí desde el otro extremo del aparcamiento. —Bueno, al menos ahora ya sé por qué no apareciste para nuestra cita en la morgue —grité en la distancia. Traía un paso resuelto pero tenía la cabeza agachada como en señal de culpabilidad. —Lo siento, Rachel —dijo el exoficial militar mientras se detenía a mi lado. —¿¡Que lo sientes!? —exclamé yo enfadadísima por la entusiasta mentalidad de boy scout de Glenn. —No sé por qué han arrestado a David, ¡él no lo ha hecho! Estuve con Trent esta mañana y me confesó que él era el que estaba asesinando a los hombres lobo para encontrar esa maldita estatua. Glenn no parecía más feliz y sus pendientes en forma de bolita quedaban un tanto raros con su semblante eminentemente profesional. —Me alegro mucho de oírte decir eso —dijo, poniendo las manos detrás de la espalda y casi clavándome contra el coche con su presencia demasiado cercana. Aquello me tomó por sorpresa y mi cólera se enfrió un poco. —Entonces… ¿vas a soltarlo? Él sacudió la cabeza y entrecerró los ojos con aire de preocupación. —No, pero si el señor Kalamack confirma que estuviste con él esta mañana, puedo evitar que la

SI te arreste ahora mismo. Me sentí palidecer. —¿A mí? —tartamudeé—. ¿Por qué? —Como cómplice del asesinato de Brett Markson —dijo mirándome el bolso—. ¿Tienes algo ahí dentro que yo deba saber? Sentí un subidón de adrenalina, como si alguien me hubiese dado una patada en el estómago. —Tengo mi pistola de bolas, pero no necesito permiso para llevarla. Y todo esto es una gilipollez, Glenn. Te acabo de decir que Trent fue quien los asesinó. A todos. Las tres mujeres lobo sin identificar fueron accidentes y no tienen nada que ver con los asesinatos. Glenn se estiró sin separar las manos que tenía entrelazadas tras la espalda. —Rachel, ¿podrías separarte del coche y venir conmigo, por favor? Y dame tu bolso. Me quedé con la boca abierta. —¿Estoy arrestada? —dije en voz bien alta, agarrando el bolso con más fuerza. Mierda, tenía dentro el foco. —Nadie te va a arrestar… todavía —dijo con una expresión dolorida—. Por favor, Rachel. Si no colaboras, la SI se ocupará de tu interrogatorio. Estoy intentando adelantarme a ellos. No necesitaba oír más. Sintiéndome muy sola por la ausencia de Jenks, le di el bolso. Se me hacía raro verlo en sus manos y él hizo un gesto con la mano que le quedaba libre para que le acompañase. Temblando por dentro, empecé a caminar junto a él. Avanzábamos lentamente hacia la furgoneta de la AFI, la que tenía una malla metálica en las ventanas. —Habla conmigo, Glenn. —Vieron al señor David Hue hablando con el señor Markson anoche —dijo con tristeza—. Hoy encontraron muerta a la víctima en el contenedor del apartamento del señor Hue con tu tarjeta en su cartera. El señor Hue admite haber tenido relaciones con las tres mujeres lobo que están ahora en la morgue y cuando los agentes vinieron a interrogarlo encontraron a una mujer profundamente sedada que mostraba signos de agresión. Me flojearon las rodillas. Eso tenía una pinta horrible y me alegraba haberle hablado a Glenn antes sobre el foco. —Serena era humana, Glenn. El foco la convirtió. David estaba ayudándola a controlarlo antes de que llegase la luna llena para que supiese qué vendría a continuación y ser capaz de controlarlo. La sedó para poder ir a buscarme, para que la ayudase a aplacar el dolor. ¡Eso es todo! Glenn me miró con una expresión de advertencia. —Baja la voz. Bajé la mirada y fruncí el ceño mientras escuchaba las voces por las radios. —Lo siento —dije, y luego me paré en seco antes de acercarnos demasiado a la furgoneta abierta —. David no mató a Brett —dije con firmeza—. Lo que les ocurrió a esas tres mujeres que están en la morgue fueron trágicos accidentes. Serena está intentando sobrellevar lo que ha ocurrido y David está haciendo todo lo que puede. Deberías estar arrestando a Trent, no a David. —Rachel, para. —¡Me dijo que lo había hecho él! —exclamé—. ¿Por qué nadie me cree? Glenn se acercó más a mí y yo me puse rígida, utilizando lo que me quedaba de voluntad para no intentar soltarme cuando me agarró por el hombro. —Cállate —me dijo desde muy cerca, tanto que pude oler el sudor debajo del gel para después del

afeitado—. Todo el mundo que tiene placa sabe que odias a Kalamack. No puedo pedir una orden de arresto porque tú digas que te confesó haberlo hecho. Yo resoplé y luego di un respingo cuando me acercó más a él de un tirón. —Yo te creo, Rachel —dijo Glenn casi susurrándome al oído—. Ese hombre es basura. Y voy a investigarlo. —Investigarlo —dije con un tono de recriminación y luego me sobresalté cuando Glenn me apretó el hombro. —He dicho que voy a investigarlo y si averiguo algo te lo haré saber. —Luego me soltó—. Tú estate quietecita. No me sirves de nada si estás en la cárcel. Me retiré un paso hacia atrás y vi que el personal de la ambulancia sacaba a Serena. Habían utilizado un hechizo de bruja para hacerla volver a su forma humana. Por lo que pude ver, se parecía a una de aquellas mujeres de la morgue: una silueta esbelta bajo una sábana de camilla con su pelo largo y marrón despeinado. Estaba claro que a David le gustaban las mujeres así. Aunque estaba inconsciente, el dolor se le reflejaba en las arrugas del rostro. —David no le ha hecho daño —susurré mientras el personal de la ambulancia la metía en la parte de atrás. —Entonces lo soltarán cuando ella recupere la consciencia y nos lo confirme —dijo Glenn. Yo me giré hacia él con los ojos llenos de lágrimas. —Si viviésemos en un mundo perfecto. Sentí un cosquilleo en la nariz por el olor a incienso y me di la vuelta. Denon estaba detrás de mí y era evidente que se alegraba de haberme asustado. Tenía mejor aspecto, casi como solía ser antes. Llevaba puesto su habitual polo y aquellos pantalones que le resaltaban su estrecha cintura y sus piernas musculosas. Estaba claro que había estado con alguna vampiresa muerta y aquello le había levantado un poco la moral. Se le notaba. Se me aceleró el pulso al recordar a los oficiales de la SI esposando a David, y me acerqué a Glenn. —Denon —dije con sequedad, diciéndome a mí misma que no le tenía miedo, a excepción de lo que pudiese hacerme enarbolando la bandera de la SI. —Morgan —dijo el gran hombre con una voz que sonaba a chocolate con leche. Luego miró a Glenn, que estaba detrás de mí. —Agente Glenn. Tuve un escalofrío al sentir su voz subiéndome por la columna con la sutileza del terciopelo. Maldita sea, alguien había estado jugando con él, genial. Glenn parecía haberse dado cuenta también, ya que lo único que hizo fue un gesto con la cabeza. Denon sonrió y mostró sus dientes planos. —Morgan, es para mí un gran placer pedirte que me acompañes para interrogarte en relación con el asesinato de Brett Markson. Contuve el aliento cuando quiso agarrarme y al retirarme choqué contra el peso sólido de Glenn. Nerviosa, me puse recta. —Tengo una coartada, Denon. Atrás. La gente nos observaba y Denon arqueó las cejas. —Han decretado la hora de la muerte de Markson a las siete. Tú estabas durmiendo y sé que no había nadie contigo, ya que tanto tu novio como tu compañera de piso estaban con Piscary en ese momento —dijo mirándome de soslayo.

No quería pensar en aquello. No podía pensar en aquello. —Tuve una reunión matutina con el señor Kalamack —dije, manteniendo bajo el tono de voz para que no lo oyese temblar. Denon abrió los ojos de par en par y abandonó su actitud arrogante, cosa que me ayudó a recuperar un poco de fuerza. —Ya sabes cómo son los humanos —añadí deslizándome de lado para no chocar con Glenn si tenía que realizar algún movimiento, pero Glenn se movió conmigo—. Insisten en que todo el mundo se adapte a sus horas. No tienen respeto por otras culturas. Denon entornó los ojos y sacó un finísimo teléfono móvil de un soporte para cinturón. Sus dedos oscuros pulsaron los botones con cuidado; parecía que estaba buscando en una lista de números. —Supongo que no te importará si lo compruebo. Yo me quedé helada, ya que no sabía si Trent le diría la verdad. —Adelante —dije con osadía. La gente se estaba reuniendo a nuestro alrededor. Podía sentirlos. Glenn se acercó más a mí. —Rachel… Yo lo miré a los ojos y me sentí pequeña entre los dos hombres negros. —Trent estaba conmigo —insistí. Pero ¿lo admitirá?, pensé, encogiéndome de miedo al recordar cómo se había marchado. Probablemente no. —Señor Kalamack —dijo alegremente—, siento interrumpir su tarde. Sé que está ocupado, pero esto solo me llevará un momento. Necesito que me confirme que estuvo con la señorita Rachel Morgan entre las siete y las siete y media. Denon me miró. —No, señor —dijo al minúsculo teléfono—. Sí, señor. Gracias. Que tenga un buen día usted también. —Con la cara impávida, Denon cerró el teléfono. —¿Y bien? —pregunté. Estaba sudando. Hasta un humano lo podría ver. —Te comportas como si no conocieses la respuesta —dijo suavemente. Glenn cambió de postura a mis espaldas. —Agente Denon, ¿va a arrestar a la señorita Morgan o no? Yo contuve el aliento. Denon apretó sus enormes manos y luego las estiró. —Hoy no —dijo, esbozando una sonrisa forzada. Entonces exhalé y me aparté un mechón de pelo que se había escapado de la trenza de Jenks e intenté parecer segura de mí misma—. Tienes suerte, bruja —dijo mientras daba un paso hacia atrás con gracia—. No sé qué estrella te ilumina, pero está a punto de caer. —Y dicho eso, se giró y se marchó. —Sí, y los ángeles lloran cuando mueren hombres buenos —dije, deseando que se comprase un nuevo libro de clichés y lo memorizase. Aliviada, estiré el brazo para coger mi bolso, todavía en las manos de Glenn—. Dame eso —dije, tirando de él. El coche en el que se había metido Denon arrancó haciendo rechinar los neumáticos. Con la cabeza agachada, como si estuviese pensando, Glenn señaló un coche de la AFI sin marcar: era grande, negro y tenía líneas rectas deportivas. —Te llevaré a casa —me dijo, y yo lo seguí obedientemente. —Trent dijo la verdad —dije. Nuestros pasos iban al compás—. No lo entiendo. Podría haberme metido en la cárcel y luego buscar el foco en la iglesia a sus anchas. Glenn me abrió la puerta y yo me metí dentro del coche, disfrutando de su cortés gesto.

—Quizá está preocupado por si lo ha visto alguien —dijo Glenn pensando en alto, y luego cerró mi puerta. —Quizá nos estaba utilizando a Ceri y a mí como coartada —murmuré mientras Glenn rodeaba la parte delantera del coche y entraba. Hice un gesto de dolor mientras pensaba en lo enfermizo que era aquello: utilizar el acto de conocer a una mujer hermosa como Ceri como coartada mientras uno de sus peones metía a alguien en un contenedor por ti. Glenn miró el coche y esperamos a que se marchase la ambulancia delante de nosotros con las luces apagadas y avanzando despacio. —David no cargará con la culpa de esto —dije con determinación y aferrándome al bolso que llevaba en el regazo. Quizá Trent había dicho la verdad porque sabía que yo llevaba el foco encima y que si la SI se hacía con él le sería aún más difícil recuperarlo. —Espero que tengas razón —dijo Glenn con voz distante mientras miraba a ambos lados antes de arrancar—. De verdad que espero que tengas razón. Porque si acusan oficialmente al señor Hue de los asesinatos, la SI te va a acusar de cómplice, aunque tengas esa coartada. El hecho de que David te pida ayuda no pinta nada bien. Me acomodé en el asiento de cuero y puse un codo sobre la ventana abierta mientras miraba a ningún sitio en concreto. —Genial —susurré al viento. Mi vida es una mierda.

29.

Abrí los ojos cuando Glenn se detuvo en un semáforo en rojo. Parpadeé, me di cuenta de que casi estaba en casa y me incorporé. Ahora haría más calor y, al parecer, me había quedado dormida. Evidentemente, estar inconsciente durante ocho horas no era lo mismo que dormir. Avergonzada, miré a Glenn y enrojecí cuando me sonrió con sus dientes resplandecientes que contrastaban con su piel morena. —Por favor, dime que no estaba roncando —murmuré. No pensaba que me quedaría dormida. Solo había cerrado los ojos para poner en orden las ideas. O quizá para escapar de todo. —Estás muy mona roncando —dijo dándole un golpecillo a su cenicero sin utilizar—. Los dos sois divertidos. Jenks se despertó formando una ráfaga de brillos dorados. —¡Estoy despierto! —exclamó estirándose la ropa, con unos encantadores ojos abiertos de par en par mientras se peinaba aquella mata de pelo rubio. Él, por lo menos, tenía una excusa, ya que a esa hora del día solía estar dormido. El reloj del salpicadero decía que pasaban ligeramente de las dos. Tras marcharnos de casa de David, Glenn me había llevado primero a la AFI a hacer una declaración oficial antes de que la SI pudiese escoger el momento más inoportuno para hacerlo. De allí fuimos a recoger a Jenks a la SI y dejamos una copia impresa de mi papeleo, todo perfectamente legal. Aprovechamos también para visitar la morgue, lo cual me había dejado triste. Estaba segura de que Glenn tenía más cosas que hacer que llevarnos por ahí en coche, pero como yo no tenía ningún permiso de conducir válido, se lo agradecía. David seguía bajo custodia. Jenks se había escondido para escuchar su interrogatorio y, al parecer, Brett se había reunido ayer con David para hablar sobre su incorporación a la manada. Se suponía que tenía que ser una sorpresa y rompí a llorar cuando lo averigüé. Por eso era el objetivo de Trent. Trent era rastrero, y me maldije a mí misma por permitir que algunas de las cosas buenas que hacía (como admitir que esa mañana había estado conmigo) empañasen el hecho de que era un asesino y un capo de la droga. Solo hacía cosas decentes si con ello podía obtener algún beneficio, como por ejemplo proporcionarse a sí mismo una coartada entre las siete y las siete y media. Ceri había dado en el clavo. El hombre era un demonio en todos los aspectos excepto en la especie. La SI estaba reteniendo a David en base a un punto inventado de la ley, sin ninguna acusación formal. Aquello era ilegal, pero alguno de los del sótano probablemente se había dado cuenta de que el foco había aparecido, ya que un solitario estaba convirtiendo a mujeres humanas en hombres lobo. David estaba hasta el cuello. Que yo me uniese a él solo era cuestión de tiempo. Quizá si estaba bajo custodia de la SI Trent no podría matarlo. Quizá. Lo siento, David. Nunca pensé que pudiese ocurrir esto. La sombra fresca de mi calle cayó sobre mí y yo apreté .el bolso contra el regazo, sintiendo el contorno duro del foco. Al entornar los ojos me di cuenta de que había un coche negro aparcado delante de la iglesia… y alguien estaba clavando una nota en mi puerta. —Jenks, mira eso —susurré, y él siguió mi mirada. Glenn se detuvo a varios coches de distancia y, cuando abrí la ventana, Jenks salió disparado

diciendo: —Veré de qué se trata. El hombre del martillo nos vio y, con una rapidez preocupante, bajó corriendo las escaleras y se metió en el coche. —¿Quieres que me quede? —preguntó Glenn mientras aparcaba el coche. Tenía un lápiz en la mano y estaba escribiendo el número de matrícula mientras la furgoneta negra se marchaba. El polvo que desprendía Jenks mientras revoloteaba delante de la nota cambió de dorado a rojo. —No lo sé —murmuré. Salí y subí las escaleras. —¡Desahucio! —gritó Jenks con la cara blanca al girarse en el aire—. Rachel, Piscary nos ha desahuciado. ¡Nos ha desahuciado! Se me revolvió el estómago y arranqué el papel del clavo. —No puede ser —dije, leyendo por encima el documento oficial. Estaba borroso, ya que era una copia, pero estaba claro. Teníamos treinta días para desalojar. Iban a destruir la iglesia porque no estaba consagrada, pero la fuerza motriz de todo ello era Piscary. Glenn se asomó por la ventana. —¿Está todo bien? —Rache —exclamó Jenks, evidentemente aterrado—. No puedo mover a mi familia. ¡Matalina no está bien! ¡Van a arrasar el jardín! —¡Jenks! —dije, con las manos levantadas, aunque no podía tocarlo—. Todo va a salir bien. Te lo prometo. Encontraremos una solución. ¡Matalina estará bien! Jenks me miró fijamente con los ojos muy abiertos… —Yo… yo —tartamudeó, y luego con un pequeño gemido alzó el vuelo y rodeó la iglesia dirigiéndose a la parte de atrás. Dejé caer las manos a los lados. Me sentía totalmente indefensa. —¿Rachel? —dijo Glenn desde la calle y yo me giré. —Nos han desahuciado —dije sacudiendo el papel a modo de explicación—. Treinta días. —Sentí un arranque de ira. Glenn entrecerró los ojos. —No lo hagas, bruja —me advirtió mientras me miraba los puños apretados a los lados del cuerpo. Yo miré al fondo de la calle, a nada en particular, enfadándome cada vez más. —No voy a matarlo —dije—. Confía un poco en mí. Esto es una invitación. Si no voy a verlo, hará algo peor. Mierda. Mi madre. Glenn volvió a meterse dentro del coche. Abrió la puerta y salió. Se me aceleró el pulso. —Vuelve a meter tu culito de azúcar moreno en tu horrible Crown Victoria —dije—. Sé lo que hago. Toqué la silueta del foco en el bolso cuando Glenn se acercó a la base de las escaleras y me miró con la pistola en la cadera y una actitud protectora. —Dame las llaves de tu coche. —Ni lo sueñes. Él me miró de soslayo.

—Dámelas o te arrestaré yo mismo. —¿En base a qué? —le pregunté con tono guerrero, mirándolo desde mi posición más elevada. —A tus botas. Violan todas las leyes no escritas de la moda. Enfurruñada, las miré y apoyé una de ellas en la punta para verlas mejor. —Solo voy a hablar con él, educada y amigablemente. Con las cejas en alto, Glenn extendió la mano. —Ya te he visto hablar con Piscary. Las llaves. Yo apreté los dientes. —Pon un coche en casa de mi madre —le pedí y, cuando asintió, metí el papel del desahucio en el bolso, busqué las llaves y se las lancé—. Cabrón —murmuré mientras las cogía al vuelo. —Esta es mi chica —dijo mientras miraba las llaves con diseño de cebra—. Las recuperarás cuando vayas a clase. Abrí la puerta de la iglesia y me puse en jarras. —Si vuelves a llamarme tu chica una sola vez más convertiré tus gónadas en ciruelas y haré mermelada con ellas. Glenn se metió en el coche riéndose. Cuando hube entrado en el vestíbulo oscuro, empujé la pesada puerta para cerrarla, haciendo temblar el montante de abanico que había encima de la puerta. Con el bolso pegado a mí, entré apresurada en el santuario y me dirigí al escritorio. Abrí y cerré cajones hasta que encontré mi otra copia del juego de llaves. Tenía las mismas que la otra y además la llave que abría la caja fuerte de Ivy y una copia de la del apartamento de Nick que nunca llegué a tirar. Dios sabrá por qué. Sonreí con malicia y satisfacción mientras metía las llaves en el bolso y me acercaba a la ventana lateral para ver que se marchaba Glenn. El rojo de la vidriera le daba al exterior un aspecto irreal, como siempre jamás. —¡Jenks! —chillé al ver alejarse el coche—. Si puedes oírme, ponte tu mejor traje. Tenemos que besar un culo muy importante.

30.

Esto no es lo mismo, me dije a mí misma agarrando con fuerza y con las dos manos el volante de mi descapotable mientras sentía el viento mover unos mechones de mi trenza. Aquello no se parecía en nada a la noche en la que había intentado cazar a Piscary el año pasado. En primer lugar, esta vez Jenks estaba conmigo. Tampoco estaba furiosa… no tanto como para que me llegase a cegar. Todavía quedaban unas horas de día… aunque tampoco es que fuese tan importante. Jenks estaba conmigo. Tenía una bonita ofrenda de paz con la que comprar mi vida y, por último, Jenks estaba conmigo. Puse el intermitente y giré rápidamente hacia la izquierda, en dirección a la ribera, al contrario del tráfico fluido. Tenía amigos en Pizza Piscary's, pero Piscary había vuelto y no me ayudarían. Jenks era mi esperanza ahora que el foco estaba de verdad en la oficina de correos, perdido en medio de la burocracia humana, tan profunda y celosamente guardado que ni siquiera la SI podría encontrarlo. Su presencia significaba para mí más que mi pistola de bolas, que llevaba cargada a rebosar dentro de mi bolso. También llevaba un amuleto contra el dolor invocado y colgado del cuello por fuera de la camisa para que no hiciese efecto hasta que lo necesitase. Y tenía la sensación de que iba a necesitarlo. Aparte de eso, casi no llevaba ningún amuleto de magia terrenal. Sin embargo, tenía un montón de energía de líneas luminosas entretejida en la cabeza y unas tenazas para las uñas de tamaño industrial que se podrían utilizar hasta con un elefante, y que esperaba que fuesen lo suficientemente fuertes como para cortar una brida anti líneas luminosas. Pero todas mis esperanzas residían en Jenks. El marcaría la diferencia entre salir de allí con vida o pasarme una eternidad de muerte con Piscary o con Al. Esa era mi mejor opción. Trent sabía que yo tenía el foco. Los de la SI no eran tan torpes como para no haberse dado cuenta de que todavía estaba en mis manos. Quería que Piscary me protegiese de todos ellos. Dios mío, ¿cómo he llegado a esto? La brisa que entraba por la ventana movía las alas de Jenks. Estaba sentado en el espejo retrovisor mirando hacia atrás mientras pensaba, con la mirada distraída, en el futuro. Tenía cara de preocupación. No tenía ni una pizca de rojo, símbolo de su determinación. Si perdíamos el jardín, el estrés podría hacer caer a Matalina en una espiral descendente. Me costaría evitar que intentase matar a Piscary si la situación se ponía realmente difícil. Pero de ser así, matar a Piscary sería la única forma de sobrevivir. No quería hacer eso. El vampiro no muerto era la única persona que conocía que podía mantener a salvo el foco hasta que pudiese ser escondido de nuevo. Al ver la tristeza de Jenks, tomé aire para preguntarle sobre su ropa. Nunca la había visto: era una especie de combinación entre el uniforme negro de Quen y los pliegues al aire de la túnica de un jeque del desierto. Pero Jenks me miró a los ojos y me hizo callarme. —Gracias, Rachel —dijo con las alas totalmente inmóviles—. Por todo. Quiero decírtelo por si acaso ninguno de los dos salimos de esta con vida. —Jenks… —me dispuse a decir, pero él me interrumpió haciendo un ruido agudo con el ala. —¡Cierra el pico, bruja! —me espetó, aunque sabía que no estaba enfadado—. Quiero darte las gracias… Este último año ha sido el mejor de mi vida. Y no solo para mí. Ese deseo de esterilidad

que recibí de ti probablemente es la razón por la que Matalina consiguió superar el pasado invierno. El jardín y todo eso lo tengo por trabajar contigo. —Jenks tenía la mirada distante—. Aunque arrasen todo, quiero que sepas que ha valido la pena. Mis hijos saben que es algo que se puede conseguir si te arriesgas y si trabajas duro. Que podemos trabajar en el sistema que vosotros, los gigantones, habéis construido. En realidad, eso es lo único que un padre necesita darles a sus hijos. Eso y enseñarles a amar a alguien con toda el alma. Esto sonaba como una última confesión y yo aparté la mirada del coche que estaba frenando delante de nosotros para mirarlo. —Por Dios, Jenks. Todo saldrá bien. Le daré el foco a Piscary y él cancelará el desahucio. Y cuando todo el mundo sepa que él tiene esa cosa, la vida volverá a la normalidad. Matalina estará bien. Él no dijo nada. Matalina no iba a estar bien pasase lo que pasase en las próximas veinticuatro horas. Pero, maldita sea, haría lo que pudiera para que sobreviviese al próximo invierno. Ella no iba a hibernar y arriesgarse a no despertar, eso seguro. Jenks dejó caer las alas, cogió un trozo de tela y pulió su espada. Mejor. No me estaba gustando la conversación y la tristeza de Jenks me estaba haciendo doler el estómago. Deseé que volviese a ser más grande para poder darle un abrazo. Entonces me di cuenta y me quedé helada. Esa incapacidad para tocar era algo con lo que Ivy tenía que vivir a diario. No podía tocar a nadie que le importase sin que se impusiese su sed de sangre. Estamos todos bien jodídos. Me obligué a mí misma a dejar de mirar el parachoques del tío que tenía delante. Piscary estaba muy cerca y quería salir de la carretera antes de que la SI me encontrase. Estaban sospechosamente ausentes y me pregunté si me estarían observando desde cierta distancia para ver si había ido a buscar el foco a casa de alguien. Supongo que enviarlo por correo no había sido la idea más inteligente, pero no podía meterlo en las taquillas de un autobús, y dárselo a Ceri habría sido un error. La humanidad había mantenido con tenacidad el control del sistema de correos e incluso Piscary se pensaría dos veces molestar a un empleado sobrecargado de trabajo que pudiese volverse loco. Hay algunas cosas en las que ni un vampiro se metería. Empezaron los temblores de miedo y las alas de Jenks se movían con rachas de furia cuando entramos en el aparcamiento de Piscary. Sí, el plan parecía bueno sobre el papel, pero puede que Piscary estuviese más cabreado de lo que yo pensaba por haberlo metido en la cárcel. Que entonces yo me estuviese limitando a hacer mi trabajo no serviría de explicación para él. Nerviosa, examiné la zona. Había unos cuantos coches arremolinados en torno a la entrada de la cocina que, evidentemente, no eran de los jefes. No vi la bicicleta de Ivy, pero había un montón de cosas amontonadas sobre la acera. Eran los paneles que en su día cubrían las ventanas del piso de arriba y las mesas y los taburetes altos y modernos que Kisten había puesto. Todo aquello formaba ahora un muro de metro y medio entre el aparcamiento y la calle, esperando a que alguien lo recogiese. Al parecer, Piscary estaba haciendo reformas. Abrí los ojos del todo y levanté el pie del acelerador al darme cuenta de que el juego de luces de Kisten estaba entre el montón, con el andamiaje doblado y, retorcido como si lo hubiesen arrancado del techo sin miramientos. Los focos de colores estaban aplastados y la mesa de billar estaba inclinada encima de ellos. —Rache —dijo Jenks, asustándome—, ese montón de basura se acaba de mover.

Me invadió el miedo y el corazón me dio un vuelco. Era Kisten, sentado en el bordillo entre la montaña de escombros. Su pelo rubio brillaba bajo la luz del sol y lo vi tirar algo sobre el montón que produjo un ruido metálico. Parecía arrugado con su camisa de seda roja y sus pantalones negros de lino. Desechado. —Oh, Dios mío —susurré. Él levantó la cabeza mientras yo giraba el coche para dejarlo orientado hacia a la salida y aparcaba pisando las líneas desdibujadas. Sus ojos estaban totalmente negros y llenos de furia… un odio supremo mezclado con la traición y la frustración. —Rachel, quizá deberías quedarte en el coche. Con el corazón a mil, busqué la manilla de la puerta y Jenks salió disparado delante de mí, agresivo y desconfiado. Kisten se puso de pie y, sin apagar el coche, miré el oscuro restaurante y las ventanas superiores que daban al aparcamiento. Lo único que se movía era un trozo de papel clavado en la puerta. Preocupada, me acerqué a él con mis botas de patear culos taconeando al caminar. —¿Kisten? —¿Qué estás haciendo aquí? —me espetó, y yo me detuve en seco, confundida. Me quedé allí de pie durante un momento viendo los coches pasar, intentando ordenar mis ideas. —Piscary nos ha desahuciado —dije. Jenks hacía ruido con las alas mientras revoloteaba—. ¿Qué ha ocurrido? —dije señalando su club, que ahora estaba sobre la acera. —¿¡Y tú qué crees que ha ocurrido!? —me gritó mientras miraba el silencioso restaurante—. El muy hijo de puta me ha largado. Me ha largado y le ha dado mi última sangre a alguien. Que Dios nos proteja. ¿Su última de sangre? ¿En plan: «Aquí lo tienes, diviértete chupándole toda la sangre hasta matarlo»? Con el pulso cada vez más rápido, me eché hacia atrás cuando Kisten se abalanzó sobre los fragmentos de su club de baile. Con su fuerza vampírica, lanzó una silla contra la puerta principal y el metal fue dando tumbos y se detuvo cerca de la entrada. El viento del río cercano me movía la trenza y sentí frío a pesar de las dos camisas que llevaba puestas. —Kisten —dije asustada—, todo irá bien. Pero mi confianza se desvaneció cuando se giró hacia mí con los hombros hundidos y un miedo y un odio oscuros como la boca del lobo en los ojos. —No —dijo con un tono áspero—. No irá bien. Me ha regalado a alguien para darle las gracias por algo. Para que me mate. Por diversión. ¡Y nadie lo detendrá porque es un puto dios! La corriente que levantaron las alas de Jenks me hizo cosquillas en el cuello, y sentí como me atravesaba el corazón una sensación de miedo. En los ojos de Kisten había muerte. La muerte le estaba esperando, allí bajo el sol. Di otro paso hacia atrás sintiendo que se me secaba la boca. Kisten metió la mano en un bolsillo de cuero de la mesa de billar y sacó la bola del cinco. —Cuando Ivy dice que no, la alaban por su fuerza de voluntad —dijo con un tono amargo, levantándola a modo de experimento—. Cuando yo digo que no, ¡me echan a la puta calle de una patada! —Y tras emitir un gruñido, lanzó la bola, que cruzó a toda velocidad el aparcamiento casi sin ser vista—. ¡Que te den por culo, cabrón! —gritó, y se rompió una ventana en el piso superior. Jenks me dio un susto al posarse en mi hombro. —¿Rachel? —dijo, vertiendo polvo dorado sobre mí—. Márchate. Por favor, métete en el coche y márchate. Tragué saliva y di un paso dubitativo hacia delante mientras Kisten buscaba otra bola de billar. —¿Kisten? —susurré, asustada al ver su estado de ánimo. Nunca lo había visto tan mal—. Vamos

—dije, estirando el brazo para agarrarle el suyo—. Tenemos que irnos. Jenks se apartó de mí y Kisten se quedó inmóvil cuando tiré de él. Con una cara inexpresiva, se dio la vuelta congelándome con sus ojos negros que brillaban bajo su flequillo teñido de rubio. Lo solté sintiendo que había cometido un error. —Tenemos que marcharnos —dije, preocupada porque pudiese salir alguien. —¿Ir adonde? —dijo con una risa áspera que no era nada propia de él—. Estoy muerto, Rachel. En cuanto se ponga el sol alguien va a matarme. Tan lentamente como aguante. Le he dado todo a ese cabrón y ahora no… —Se le quebró la voz, y el miedo y el dolor atravesaron su rostro—. Lo hice todo por él —dijo, y la traición empañó su ira—. ¡Saqué un montón de beneficio de su bar cuando perdió su LPM y ahora no me quiere ni tocar! Su ira y su desesperación encontraron liberación en un movimiento de angustia controlada y Kisten lanzó otra bola de billar. Yo retrocedí y casi tropiezo con los restos de su juego de luces. —¡He hecho más con su maldito negocio después de que perdiese la LPM que él en todo el maldito año pasado! —gritó, y la bola hizo un ruido hueco al impactar a la izquierda de la luna de una ventana—. ¡Ni siquiera ha mirado los libros! —dijo Kisten, lanzando una tercera bola, y a mí se me aceleró el pulso al ver como atravesaba la pared—. ¡No le importa una mierda! —dijo encolerizado, y la bola del ocho golpeó la ventana. Yo me quedé boquiabierta cuando se deshizo por completo y una sombra se acercó para ver qué estaba pasando. Kisten se giró y se apoyó sobre la mesa de billar, que formaba un ángulo de cuarenta y cinco grados de inclinación sobre un montón apilado de mesitas redondas. Al otro lado de los escombros, los coches pasaban ajenos a todo. —No miró los libros —dijo suavemente, como si intentase comprenderlo—. Pensé que eso significaría algo. El crujido de la puerta del restaurante al abrirse hizo que saltase una alarma en mi interior. El miedo a lo que estaba por venir venció al que me producía el estado de Kisten y le tiré del brazo. El olor a sangre vieja se mezcló con su habitual aroma a cuero. —Entra en el coche. Kisten, ¡métete en mi coche! —No miró los libros —repitió Kisten, conmocionado—. Se limitó a darme un ultimátum y luego le regaló mi última sangre al vampiro que consiguió el trato con ese demonio para sacarlo de la cárcel. Alguien a quien no le importo. Yo… yo quería que fuese él. Aquello era demasiado enfermizo. —Kisten, ¡tenemos que irnos! —exclamé, mirando asustada a los cinco hombretones que caminaban hacia nosotros con paso lento y agitando sus enormes hombros. Uno dudó ante la silla que Kisten había arrojado y le arrancó una pata de metal antes de seguir caminando. No, mierda. Kisten levantó la cabeza al oír el ruido del metal al partirse. Yo me quedé helada. Estaba muerto por dentro. Aunque respiraba y su corazón latía, Kisten estaba muerto, asesinado por una ira y una traición que yo nunca llegaría a comprender. Conocía a Piscary de toda la vida. Había atado su vida a la de él. Había recibido poder y autoridad sobre terceros a través de él. Había encontrado y se deleitaba con el poder de vivir por encima de la ley gracias a él. Y Piscary había roto todas las promesas y lo había dejado tirado en la calle sin sentir pena ni pensárselo dos veces. Desechado. Se lo había regalado a alguien para que disfrutase matándolo. ¿Y esta es la persona a la que le quiero comprar protección?

—Por favor —susurré, deseando y temiendo al mismo tiempo que Kist me mirase con sus ojos negros. Yo tenía la mano en su hombro y los músculos del brazo se le tensaron al cerrar el puño. Vi su determinación antes de que él mismo la expresase. —Necesito hacerle daño a alguien, Rachel —dijo apartándome la mano de su hombro—. No pares esto hasta que ya no pueda moverme. —Sacó un taco de billar de entre los escombros y lo levantó en el aire. —¡Kisten! —le rogué, pero él me empujó hacia atrás. Yo di un paso en falso e intenté mantener el equilibrio, asustada, y Kisten fue al encuentro de los hombres sin mirar atrás. Atacada por el pánico, hice ademán de seguirlo, pero Jenks se puso en mi camino. —Déjalo —dijo con las manos en las caderas y una determinación sombría en su semblante. —¡Van a matarlo! —dije mientras señalaba a los vampiros que avanzaban mientras Kisten se colocaba entre mi coche y yo, pero Jenks sacudió la cabeza. —No, no lo harán —dijo, sin apartar la mirada de los hombres—. Él pertenece a otra persona. — Entonces me miró con unos ojos repletos de miedo—. Cuando terminen de darle la paliza, tienes que sacarlo de Cincy antes de que lo encuentre quienquiera que sea. —¡Eso es lo que intento hacer! —grité, casi pataleando. Los hombres eran estúpidos y tontos del culo. ¿Cómo podía darle ahora el foco a Piscary? Pero entonces se me vino una cosa a la cabeza, dolorosa y dura. Si el foco era tan importante como yo creía, quizá también pudiese comprar la seguridad de Kisten junto con la mía. Tenía que dejar que Ivy encontrase su propia salida, pero Kisten… Me volvió a entrar el pánico y me apoyé en un pie y luego en otro, sintiéndome indefensa al ver acercarse a los hombres a Kisten. Uno de los vampiros se deslizó por encima del capó de mi coche mientras cuatro más seguían avanzando para arrinconarlo contra la basura. Reconocí al que iba delante. Recordé el ángulo de su sonrisa cruel. Era el tío al que Kisten había dado una paliza antes de llevarme a ver a Piscary: Sam. —Jenks… —dije nerviosa. El bolso con la pistola de bolas estaba fuera de mi alcance, en el coche. —Todo irá bien ——dijo él en voz alta, pero no lo creía—. Mantente al margen. —¿Jenks? —dije más alto, y luego salté cuando Kisten agarró el taco con la otra mano e intentó golpear a Sam con él. Sam lo bloqueó sin detenerse y, sonriendo para mostrar los colmillos, contratacó con un salto y una patada lateral en el estómago de Kisten. Kisten recibió el golpe y se encogió. Su rostro ya no estaba hermoso cubierto de odio. Nunca había visto tanto rencor en él y caminé hacia atrás con la mano en el pecho formando un puño. ¿De verdad esperan que me quede aquí sin más y les deje darle una paliza? Casi demasiado rápido para ser vistos, Kisten y Sam intercambiaron golpes mientras el resto de los vampiros los rodeaban. Nadie me estaba prestando atención, pero no podía ir al coche. —¡Kisten, detrás de ti! —grité cuando uno de ellos agarró a Kisten cuando este se movió hacia atrás. Enseñando los dientes, Kisten agarró por el brazo al segundo vampiro. Tiró ligeramente de él, se lo retorció con fuerza y el vampiro emitió un grito de dolor. Kisten se humedeció los labios antes de golpear al vampiro en el cuello con el extremo del taco de billar. Con sus ojos negros llenos de determinación, gruñó, tiró al suelo al vampiro y lo golpeó mientras se retorcía de dolor e intentaba respirar.

Sam lo atacó y Kisten movió en el aire el taco roto como si fuese un cuchillo. Sam retrocedió, provocándole, hasta que Kisten lo siguió y se alejó del vampiro tumbado. Creo que todavía no respiraba, ya que seguía convulsionando en el suelo. Entonces se unió a ellos un tercer vampiro que llevaba una gorra hacia atrás, agachado y cauteloso, y con la pata de una silla en la mano. Cegado por las ansias de pelea, Kisten se abalanzó sobre él con los colmillos al descubierto. El vampiro saltó hacia un lado y Kisten se giró, se tiró al suelo e hizo un barrido con la pierna. La pata metálica de la silla resonó al golpear el suelo justo delante del vampiro que la sostenía. Me quedé sin aliento cuando Kisten se movió demasiado rápido y cubrió al hombre en un suspiro. Su grito de dolor se cortó con una rapidez espeluznante y Kisten rodó por el suelo alejándose, ahora con la pata de metal en la mano. Estaba apuntando a Sam, y el vampiro se apartó cautelosamente. Aullando como un loco, Kisten atacó con movimientos rápidos y desdibujados. El vampiro que Kisten había dejado en el suelo dejó de retorcerse. Sus ojos miraron fijamente, aunque sin ver, al cielo totalmente azul. El viento le movía el pelo, pero estaba claro que el hombre estaba muerto. Y yo ni siquiera había visto lo que le había hecho Kisten. —¡Kisten, para! —grité, y luego salté hacia un lado cuando el cuarto vampiro cayó sobre la mesa de billar que había a mi lado y la aplastó. Cayó con fuerza; sus ojos se pusieron negros y abrió los brazos como un águila durante un momento intenso antes de deslizarse y chocar contra el suelo. Me giré hacia Kisten con el corazón a mil por hora. Quería que aquello terminase, pero él estaba descontrolado y yo tenía miedo a interferir. Tenía el rostro retorcido y feo. Sus movimientos eran repentinos y agresivos. Y cuando Sam se le acercó con el mismo aspecto, yo no pude hacer nada. Gruñendo, Sam se giró con el pelo ondeando al viento mientras golpeaba la cabeza de Kisten con una patada circular. Kisten se tambaleó y levantó una mano para tocar la sangre que le fluía de un corte debajo del ojo. Como si no lo sintiese, dio una patada hacia atrás y luego otra, acercándolo cada vez más a mí. A la tercera, Kisten le dio. La cara de Sam se quedó rígida y, con una sonrisa salvaje, Kisten le retorció el tobillo. Sam chilló de cólera y cayó hacia atrás con un movimiento controlado, evitando así que Kisten se lo rompiese. Kisten se dispuso a darle un golpe mortal y Sam cogió impulso balanceándose sobre la espalda y, con su pie sano, golpeó a Kisten en la rodilla con un barrido. Kisten cayó al suelo con el pie debajo del cuerpo. Yo hice ademán de ayudarlo, pero luego solté un grito ahogado cuando dos de los vampiros a los que él antes había tirado al suelo cayeron sobre él. Los gemidos de dolor y los golpes secos y silenciosos de puños golpeando carne hicieron que se me revolviese el estómago mientras veía como atacaban a Kisten. Kisten podía luchar contra un vampiro, pero ¿contra dos? Aquello se había convertido en una melé espontánea. Sam consiguió ponerse de pie, tambaleándose, y se limpió un hilillo de sangre que le caía de la barbilla. —Levantadlo —dijo, respirando con dificultad, y Jenks se puso delante de mí para evitar que interfiriese. Frustrada, retrocedí de repente. Ya era suficiente. ¡Ya había tenido suficiente! Pero cuando Sam me miró y me señaló con el dedo para que me quedase quieta, lo hice, asustada por la intensidad del odio que irradiaba. —No te preocupes, bruja insolente —dijo resollando—. Casi hemos acabado. Piscary se lo ha regalado a otra persona para que lo mate, de lo contrario, ya estaría muerto. Luego se rio y yo sentí un escalofrío que me llegó hasta lo más profundo del corazón. Él conocía

al nuevo dueño de Kisten. Me preguntaba si sería quien había convocado a Al para que preparase el timo para sacar a Piscary de la cárcel. —¿Quién es? —grité yo, pero él se limitó a reírse aún más fuerte. Apoyándose en mi coche, el vampiro del brazo roto y el otro aturdido por chocar contra la mesa de billar se esforzaban en poner a Kisten de pie. Kisten sangraba por la boca y tenía un corte debajo del ojo, que estaba hinchado y casi cerrado. Su cabellera rubia brillaba bajo los rayos del sol y tenía la cabeza colgando hacia delante. Sam se le acercó más, lo agarró por el pelo y le levantó la cabeza. Kisten entrecerró los ojos para mirarlo. La ira hervía a fuego lento en su interior y Sam sonreía con socarronería. —No pensaba que fueses tan duro —dijo mientras le daba un puñetazo en el estómago. Yo avancé hacia delante al ver caer a Kisten, que casi se lleva consigo a los vampiros que lo sostenían. —¡No eres nada! —gritó Sam, furioso—. ¡Nunca lo has sido! ¡Piscary lo era todo! —¡Ya basta! —grité, aunque me ignoraban. Las alas de Jenks zumbaban. El vampiro, enojado, se limpió la sangre de la nariz y le manchó el pelo a Kisten al agarrárselo para levantarle de nuevo la cabeza. Kisten tenía los ojos cerrados y podía ver que su aliento movía la sangre que le cubría el labio y su pecho se levantaba al respirar. —Nunca has sido nada, Felps. Recuerda eso cuando mueras. No eras nada en vida y serás aún menos cuando estés muerto. —¡He dicho que ya es suficiente! —grité, y entonces escuché el sonido de sirenas a lo lejos. Sam me miró y sonrió enseñándome los dientes. —Ven a verme cuando necesites algo, bruja insolente. Te lo daré encantado. Tomé aire para decirle que se podía meter su invitación por el culo, pero los dos vampiros soltaron a Kisten y él cayó deslizándose contra el lateral de mi coche. Haciendo equilibrios para no apoyar la pierna sobre el tobillo roto, Sam se inclinó hacia Kisten. Kisten se sacudió de golpe y contemplé horrorizada como Sam se erguía de nuevo con el pendiente de diamantes que Kisten llevaba en la oreja. —Piscary dice que cuando salga el sol habrás muerto dos veces —dijo Sam con la cabeza ladeada mientras se ponía el pendiente en su propia oreja—. No cree que tengas las pelotas para presenciarlo y redimirte. Dice que te has vuelto blando. ¿Y yo? Yo creo que nunca tuviste lo que hay que tener para ser un no muerto. Los otros dos vampiros empezaron a alejarse renqueando y, después de darle la última patada a Kisten, Sam los siguió dejando al último de ellos mirando fijamente al sol. Kisten apenas se movía y estaba hecho un ovillo. Con el pulso a mil, fui hacia él. Aquello había sido una estupidez. ¡Dios! ¿Hasta dónde llega la estupidez de los hombres? Darse una paliza había sido fantástico, lo había arreglado todo, desde luego. —Kisten —dije arrodillándome a su lado. Miré a mis espaldas, a la carretera, y me pregunté por qué nadie habría parado. Kisten estaba hecho un trapo: tenía la cabeza colgada hacia delante y sangraba por todos los arañazos y contusiones que había sufrido. Sus pantalones caros estaban rozados y la camisa de seda desgarrada. Con dedos temblorosos, me quité el amuleto contra el dolor del cuello y se lo puse a él y lo escuché respirar limpiamente cuando se lo metí debajo de la camisa y se conectó con la piel. —Todo irá bien —dije, deseando poder ver el restaurante, pero mi coche estaba en medio—.

Vamos, Kisten. Ayúdame a ponerte de pie. —Así al menos no tendría que arrastrarlo hasta el coche. Él me apartó, luego se inclinó hacia atrás e hizo fuerza con las piernas para apoyarse contra el coche y levantarse. —Estoy bien —dijo, mirando de reojo mi cara de preocupación, y luego escupió sangre en la gravilla. —Dame… dame mi… mi palo de la suerte. Estaba mirando el taco roto y yo apreté los labios. —Métete en el puto coche —dije—. Tenemos que largarnos de aquí. Parece que viene la SI —dije agarrando la puerta. Jenks estaba en medio intentando ayudar, quitándole el polvo a los cortes de Kisten. —Quiero mi palo —repitió Kisten mientras se dejaba caer en el asiento del acompañante y manchaba la ventana con el cabello ensangrentado—. Voy a… voy a metérselo por el culo a Piscary. Sí, seguro que sí. Pero después de meterle los dos pies en el coche y di incorporarlo, recogí el taco roto y lo puse a su lado. Cerré la puerta y solo) entonces miré al restaurante. Sentí miedo y me rodeé con los brazos sintiendo como el viento me movía el pelo. Ivy estaba allí dentro, perdida en la locura que era Piscary. Y yo iba a tener que negociar con él por Kisten y también por mí. Luego miré a Kisten, tirado en el asiento del acompañante. Tenía que sacar di allí a Ivy. Eso era una locura. Cosas así no deberían ocurrir. Sentí el aullido de las sirenas y, mientras los coches pasaban a más de setenta kilómetros por hora, me dirigí a mi asiento. —Rachel —dijo Jenks poniéndose en mi camino—, esto no es seguro. —¡No me digas! —dije con amargura mientras intentaba agarrar la manilla de la puerta, pero se me volvió a poner delante. —No —dijo él, revoloteando tan cerca de mí que casi me deja bizca—. Quiero decir que no creo que estés segura. Con Kisten. Miré a Kisten, que estaba recostado sobre la ventana manchada de sangre, y luego abrí mi puerta. —No es momento para paranoias de pixie —dije con firmeza. Él despidió un polvo cobrizo que me cubrió la mano y me hizo cosquillas y se negó a moverse. —Creo que Piscary le ha dicho que te mate —dijo en voz baja para que Kisten no lo oyese—. Y cuando Kisten se negó, lo echó a la calle. Ya oíste lo que dijo Kisten: Ivy dijo que no y recibió halagos y a él lo echaron de una patada. Yo me quedé quieta con la mano sobre la puerta abierta. Sentí frío. Jenks se posó sobre la ventanilla delante de mí sin dejar de mover las alas. —Piensa, Rachel —dijo gesticulando—. Lleva dependiendo de Piscary toda su vida. Ivy no es la única a la que Piscary ha estado jodiendo, pero Kisten siempre ha sido dócil, para que no se note. Quizá matarte es la única forma en que podría volver con Piscary. Rache, no es seguro. No te creas esto. Jenks tenía el rostro arrugado de miedo. El sonido de las sirenas era cada vez más cercano. Recordé lo que había dicho Keasley sobre que los vampiros siempre necesitan a alguien más fuerte que ellos para protegerlos de los no muertos, y entonces sentí como mi determinación se reforzaba. No podía marcharme sin más. —Cúbreme las espaldas, ¿vale? Al decirle eso, Jenks asintió como si fuese la respuesta que esperaba.

—Como si fueses el último brote de mi jardín —dijo él, y luego se metió en el coche. Miré por última vez el restaurante y me sentí más decidida. Entré en el coche con un sentimiento de ligereza e irrealidad. Junto a mí, Kisten gruñó: —¿Dónde está mi taco? —dijo, respirando con dificultad, y yo me asusté cuando el contacto hizo un ruido al intentar encender el motor ya en funcionamiento. —Está a tus pies ——murmuré, frustrada. Metí primera y arranqué. Llegué a la salida^ antes de recordar ponerme el cinturón de seguridad y me detuve derrapando para ponérmelo. Allí sentada, viendo pasar el tráfico, sentí que se me hacía un nudo en el pecho. No tenía ningún sitio adonde ir. En una decisión repentina, salí en sentido contrario a la iglesia. —¿Adonde vamos? —preguntó Jenks, aterrizando en mi hombro mientras el coche tomaba la nueva dirección. Yo miré el llavero, que tenía la llave del apartamento de Nick. Nick había dicho que había pagado el alquiler hasta agosto, y apostaba a que el apartamento estaba vacío. —A casa de Nick. No puedo llevarle a casa —dije apenas sin mover los labios—. Todo el mundo sabe que lo llevaría allí. Miré de soslayo a Kisten, que tenía el ojo hinchado y cerrado mientras murmuraba: —No debería haber puesto el juego de luces. Debería haber dejado como estaba el menú de la cocina. Jenks permanecía en silencio. Luego, con una vocecita impregnada de pánico, dijo: —Tengo que ir a casa. Yo contuve el aliento y luego lo expulsé al comprenderlo. Matalina estaba sola. Si alguien aparecía en la iglesia buscando a Kisten la familia de Jenks podría correr peligro. —Vete —dije. —No puedo dejarte sola. Me giré y cogí el bolso del asiento de atrás y busqué en él hasta que saqué la pistola de bolas y la puse en el regazo. Mirando la expresión de Jenks, dividida por la indecisión, paré en el arcén y pisé el freno. Kisten se abrazó a sí mismo débilmente mientras se movía hacia delante y hacia atrás. Oí bocinas, pero las ignoré. —Saca tu culito de pixie del coche y vete a casa —dije con una voz constante y plana mientras bajaba la ventanilla—. Vete a cuidar de tu familia. —Pero tú también eres mi familia —dijo él. Se me hizo un nudo en la garganta. Cada vez que la cagaba bien, Jenks desaparecía. —Estaré bien. —Rache… —¡Estaré bien! —grité, frustrada, y Kisten nos miró con los ojos entrecerrados y respirando con dificultad—. ¡Soy una bruja, maldita sea! No estoy indefensa. Puedo ocuparme de esto. ¡Márchate! Jenks se elevó en el aire. —Llámame si me necesitas. Llevo encima el teléfono. Yo hice un esfuerzo por sonreír. —Hecho. Y luego se marchó.

31.

Tal y como me esperaba, encontré vacía la casa de Nick. No creía que nadie me hubiese visto ayudar a Kisten a entrar y a subir las escaleras hasta el apartamento de una habitación. Kisten se había despejado un poco durante el camino y se había metido en una bañera de agua caliente sin mi ayuda. No había cortina de ducha y pensé que, de todas formas, un baño le sentaría mejor. Seguía dentro y, si no oía vaciarse la bañera pronto, iba a tener que echarle un ojo. El ruido de la calle que entraba por las ventanas abiertas era agradable. Olía a cerrado cuando había abierto la puerta dubitativamente y me había encontrado con las paredes vacías y la alfombra ajada. Estaba claro que Nick había embalado todo en el solsticio y que había dejado muy poco por lo que regresar si tenía que volver a Cincy. No sabía ni me importaba dónde tenía ahora todas sus cosas. ¿Quizá en casa de su madre? No podía evitar sentirme traicionada una y otra vez, aunque aquí no había nada que pudiese hacerme revivir recuerdos, solo una alfombra desgastada y estanterías vacías. Intenté no sentir amargura mientras bebía el café que Nick había dejado, junto con un saco de dormir, tres latas de estofado y la sartén para calentarlo. Había un plato, un bol y un juego de cubiertos de plata, nada que pudiese echar de menos si no regresaba jamás, pero que estaban allí por si se encontraba de paso y necesitaba un lugar en el que esconderse durante un par de noches. —Cabrón —murmuré sin demasiada emoción. Si solo hubiese sido un ladrón, quizá habría podido pasárselo, debido a mi nueva y mejorada perspectiva de la vida, pero había estado comprando favores de demonio a Al a cambio de cosas mías. Cosas inocentes, había dicho él, sin valor. Pero si no tenían valor, ¿por qué había accedido Al? Así que me senté a la mesa de metal y fórmica que ya venía con el apartamento mientras bebía café rancio y miraba las manchas de la alfombra apelmazada. Los ruidos del tráfico eran tranquilizadores y raros al mismo tiempo. El apartamento de Nick no estaba en una zona residencial, sino en lo que se consideraba el centro de los Hollows. No había ni rastro del olor de Nick en el aire, aunque casi podía oler el viejo aroma a magia. Miré el linóleo raspado del suelo y vi el círculo que Nick había dicho que estaba allí, dibujado con un rotulador reactivo a la luz negra. Entonces recordé cuando estuve metida en el armario de Nick para invocar a Al. Dios, debería haber huido ya entonces, aunque invocar a Al para pedirle información había sido idea mía. Pero nunca habría pensado que alguien que decía amarme pudiese traicionarme a propósito como él lo hizo. Oí derramarse agua en el baño y, al sentir el agua salir por las cañerías, me puse en pie. Con un sentimiento de amargura y de estupidez, aparté la silla hacia atrás y fui a calentar una lata de estofado. El abrelatas era uno de esos baratos y endebles y todavía estaba peleándome con él cuando me giré al oír unos pasos dubitativos y una respiración suave. Sonreí al ver a Kisten vestido con una toalla y el pelo húmedo. Llevaba en la mano la ropa rota y rasgada, como si no quisiese volver a ponérsela. El agua caliente había realzado las horribles heridas que salpicaban su torso y tenía el ojo mucho más hinchado que antes. En los brazos y en la cara tenía arañazos enrojecidos. Se había lavado el pelo y, a pesar de la paliza, todavía estaba guapo, allí de pie en la cocina envuelto en una toalla, con aquellos músculos bien definidos, húmedos y brillantes…

—Rachel —dijo él con aire aliviado mientras dejaba el montón de ropa en una silla vacía—, sigues aquí. No te tomes esto a mal, pero ¿dónde estamos? —En el antiguo apartamento de Nick. —Por fin conseguí abrir la lata. Sentí ansiedad por la advertencia de Jenks, pero tenía que confiar en Kisten. De lo contrario, ¿de qué valía amarlo? Kisten abrió de par en par sus ojos azules y yo me chupé un poco de salsa que tenía en el pulgar. —¿En casa de tu ex? —dijo mientras miraba la sala de estar vacía en la que solo se movían las cortinas con la suave brisa—. Era un poco espartano con la decoración, ¿no? Yo resoplé, vacié la lata en la sartén y encendí la cocina. —Supongo que no ha vuelto desde el solsticio, pero lo tiene pagado hasta agosto y yo tenía una llave, así que aquí estamos. Solo lo sabe Jenks. Estás a salvo —dije vacilante. De momento. Exhalando, Kisten se sentó y puso un codo sobre la mesa. —Gracias —dijo con firmeza—. Tengo que salir de Cincinnati. Yo estaba de espaldas mientras revolvía el guiso y sentí un escalofrío. —Quizá no tengas que hacerlo. —El frufrú de la toalla de algodón cuando se irguió me hizo darme la vuelta y, al ver su sorpresa, dije—: Voy a darle a Piscary el foco para que lo esconda, siempre que me deje en paz y evite que alguien acabe conmigo o contigo. Kisten separó los labios y yo deseé que se le bajase un poco más la toalla. ¡Dios! ¿Qué coño me estaba pasando? ¿Los dos estábamos al filo de la muerte y yo le estaba mirando las piernas? —¿Quieres comprarle a Piscary protección? —dijo Kisten con descrédito—. ¿Después de lo que me ha hecho? ¡Le dio mi última sangre a alguien de fuera de la camarilla! ¿Sabes lo que significa eso? ¡Me está abandonando, Rachel! Lo que más me preocupa no es la muerte, sino el rechazo. Nadie se arriesgará a sufrir su ira para convertirme en no muerto ahora, excepto quizá Ivy y, si ella es su sucesora, eso no ocurrirá. Tenía miedo. No me gustaba verlo así. Tomé aire con tristeza, me apoyé en la cocina y crucé los brazos. —Todo saldrá bien. Nadie te va a matar, así que no te va a pasar nada. Además, ya he estado recibiendo protección suya a través de Ivy —dije, pensando que sería toda una hipócrita si eso significaba que ambos sobreviviríamos—. Esto simplemente lo hace más oficial. Voy a pedirle que te deje en paz a ti también. Que te vuelva a aceptar. Todo irá bien. La esperanza encendió sus ojos azules, pero luego se apagaron de nuevo. —No lo hará —dijo con un tono apagado. —Claro que sí —dije para animarlo, sentándome a su lado. —No, no lo hará. —Kisten parecía peor ahora después de haber vislumbrado la esperanza por un momento—. No puede. Ya está hecho. Tendrías que llegar a un acuerdo con quienquiera que sea mi dueño y no sé quién es. No lo sabré hasta que aparezca. Forma parte del juego psicológico. Él movía los ojos con nerviosismo y yo me eché hacia atrás. Aquello no estaba hecho. Yo sabía cómo funcionaban los vampiros. Hasta que cerrasen el ataúd había opciones. —Entonces averiguaré a quién te ha regalado —dije yo. Kisten me agarró las manos y frunció el ceño por las oportunidades perdidas. —Rachel… ya es demasiado tarde. —¡No me puedo creer que estés tirando la toalla! —dije enfadada mientras me apartaba de él. Él me cogió la mano y me la besó. —No estoy tirando la toalla. Lo estoy aceptando. Aunque pudieses averiguar quién era o aunque

estuvieses aquí cuando viniesen a por mí, cosa que no ocurrirá, eso te dejaría sin nada con que comprar la protección de Piscary. —Levantó la mano para tocarme la mandíbula—. Y no pienso hacerte eso. —¡Maldita sea, no es demasiado tarde! —exclamé. Me puse de pie y fui a revolver el guiso antes de que se quemase. No podía volver a mirarlo. De los nervios, volqué la sartén y me enfadé—. Lo único que tienes que hacer es esconderte hasta que yo arregle esto. ¿Puedes hacer eso por mí, Kisten? —Me giré, airada—. ¿Esconderte y no hacer nada más durante un par de días? Él suspiró profundamente y no estaba segura de si creerle cuando asintió. Segura de que podría comprar la seguridad de ambos con un artefacto de cinco mil años de antigüedad, seguí revolviendo el guiso. En la provisión de emergencias de Nick había dos paquetes de chocolate caliente y yo apreté la mandíbula. No iba a hacer chocolate caliente. —¿Ivy está bien? —pregunté al acordarme. Él arrastró los pies por el suelo. —Por supuesto que sí —dijo sin remilgos—. Ella lo ama. No tenía claro si estaba enfadado. Dejé a un lado la cuchara, apagué el fogón y, al girarme, vi que tenía la frente apoyada en una mano. Primero me preocupé y luego sentí pena. —Piscary estaba cabreado por lo del fluido de embalsamar, ¿no? —dije, intentando no meter el dedo en la llaga. —No tengo ni idea —dijo con un solo tono—. No salió el tema. Estaba enfadado por lo que yo le había hecho al restaurante. —Cuando me miró, sus ojos azules mostraban el dolor del recuerdo—. Estaba… como un animal —dijo con la voz empapada en miedo y traición—. Rompió mis sillas y mis mesas, destrozó las ventanas, quemó los menús nuevos y castigó a mis camareros. Casi mata a Steve. —Cerró los ojos y se le marcaron más las leves arrugas del rostro, como si un mundo de dolor se le hubiese caído encima por un instante—. No pude detenerlo. Pensé que también me iba a matar a mí. Me gustaría que lo hubiese hecho, pero me tiró a la basura con todo lo que le sobraba. Como si fuese un viejo menú o una servilleta usada. —¿Por qué, Kisten? —susurré. Tenía que escucharlo. Lo que Kisten había hecho con el bar no había provocado lo que Piscary hizo. Permanecí asustada donde estaba mientras me agarraba los codos. Necesitaba escucharlo. Necesitaba oír a Kisten decirme la verdad para poder confiar en él. —¿Por qué te echó? —volví a preguntarle. Con la mano que tenía libre se estaba frotando una costilla dolorida y entonces me miró y dudó, como si estuviese esperando a que yo lo adivinase antes de decírmelo. —Me pidió que te matase —dijo, y me entró miedo—. Dijo que era la única forma de demostrarle mi amor. Pero a Ivy no le pidió que se lo demostrase —dijo, con la voz rota y pidiendo mi perdón—. Le dije que no. Le dije que cualquier cosa menos eso… y él se rio. El calor del quemador que tenía junto a la espalda no fue suficiente para evitar que sintiese un escalofrío. La expresión de Kisten transmitía miedo, pero era el terror de haberse dado cuenta de todo, no enfado. —Lo siento, Rachel. No podía hacerlo —se apresuró a decir—. Voy a morir. Le ha dado mi última sangre a alguien como regalo. Van a matarme… y nadie los va a hacer responsables de ello. Van a salirse con la suya. Podría arreglarlo —dijo, y su respiración rápida sustituyó al miedo—. Pero me expulsó de la camarilla y nadie se va a enfrentar a Piscary para convertirme en no muerto. Es una sentencia de muerte doble. Una muerte rápida a manos de un extraño que me dejará seco por placer y

la otra lenta, una muerte por demencia. Me miró a los ojos y yo me quedé helada al ver el pánico controlado en sus pupilas, cada vez más dilatadas. —No es una buena forma de morir, Rachel —susurró. Aquello me hizo estremecer—. No quiero volverme loco. Mi cuerpo se tensó. Sangre. Estaba hablando de sangre. No tenía miedo a morir, sino que temía no tener a nadie que lo mantuviese no muerto después. Y me estaba pidiendo ayuda. Me cago en la Revelación y en toda su familia. No puedo hacer esto. Con un temor profundo en los ojos, el borde azul iba estrechándose cuando se sentó a la mesa en un apartamento vacío y vio su vida hacerse pedazos y nadie dispuesto a enfrentarse a la cólera de Piscary para ayudarlo. Yo me moví hacia delante y me senté delante de él, le agarré las manos y las puse sobre mi regazo. —Mírame, Kisten —le pedí asustada. No puedo convertirme en su fuente de sangre. Tengo que mantenerlo con vida—. ¡Mírame! —repetí, y nuestras miradas se cruzaron con agitación—. Estoy aquí —dije lentamente, intentando traerlo de vuelta a la realidad—. No te van a encontrar. Llegaré a algún acuerdo con Piscary. Esa cosa tiene cinco mil años de antigüedad. Tiene que valer por los dos. El agua del baño le caía por los hombros y su expresión estaba llena de miedo mientras me miraba como si estuviese en medio de él mismo y la locura. Quizá en ese momento lo estuviese. —Estoy bien —dijo con voz ronca, y apartó la mano de la mía. Era evidente que estaba intentando no mostrar sus sentimientos—. ¿Dónde está Jenks? —preguntó, cambiando de tema. De repente me sentí incómoda. —En casa —dije sin más—. Fue a ver a los niños. —Pero el corazón me latía con fuerza y el pelo de la nuca se me erizó—. Mmm… quizá debería irme a casa y comprobar que está bien —dije sin darle importancia. Sin saber por qué, todos mis instintos me decían que me marchase y que me marchase ya. Por lo menos durante un rato. Tenía que pensar. Algo me decía que tenía que pensar. Kisten levantó la cabeza con una mirada de pánico. —¿Te marchas? Yo me estremecí, pero al instante se me pasó. —Faltan dos horas para la puesta de sol —dije poniéndome de pie. De repente, no me gustó que él estuviese entre yo y la puerta. Lo amaba, pero él estaba al límite y no quería tener que decir que no si me pedía que fuese su sucesora—. Nadie sabe que estás aquí. No tardaré. —Me aparté de él y recogí su ropa—. Además, no creo que quieras volver a ponerte esto hasta que esté limpio. Te lavaré la ropa y volveré antes del anochecer. Lo prometo. También aprovecharé para hacer algunos hechizos. Tenía que salir de allí. Tenía que darle tiempo para que se diese cuenta de que lo conseguiría. De lo contrario asumiría que no y me pediría algo a lo que yo no quería responder. Kisten relajó los hombros y expiró. —Gracias, cariño —dijo, haciéndome sentir culpable—. No me apetecía nada volver a ponérmela. No en ese estado. Yo me incliné y le di un beso desde atrás. Mis labios tocaron su mejilla mientras él levantaba una mano para acariciarme la mandíbula. —¿Quieres mientras tanto la camisa de Jenks? —pregunté, apartándome de él cuando dijo que no con la cabeza—. ¿Quieres que pare y recoja algo mientras estoy fuera? —No —repitió él con aire de preocupación.

—Kisten, todo va a salir bien —dije casi rogándole. Deseaba que pudiese ponerse de pie para poder darle un beso de despedida de verdad. Al oír mi tristeza, él sonrió y se puso de pie. Fuimos juntos hacia la puerta. La ropa que atestaba mis brazos olía a él. Él, al estar húmedo a causa del baño, no olía casi nada. Vacilé al llegar a la puerta y me colgué al hombro el bolso con la pistola de bolas dentro. Él me rodeó con sus brazos y yo exhalé apoyando todo mi cuerpo contra él, relajándome y oliéndolo. Bajo el olor del jabón estaba el leve aroma del incienso y cerré los ojos mientras lo abrazaba con fuerza. Estuvimos allí de pie durante un buen rato y no quería soltarlo cuando se apartó hacia atrás. Me miró a los ojos y arrugó la frente al ver mi miedo por él. —Todo va a salir bien —dijo, al verme dudar. —Kisten… Y entonces me apretó más fuerte e inclinó la cabeza para besarme. Sentí como querían salir las lágrimas al besarnos. Se me aceleró el pulso, no de excitación, sino de congoja. Kisten me abrazó con más fuerza y se me hizo un nudo en la garganta. Iba a estar bien. Tenía que estarlo. Pero en su beso sentí el miedo que transmitían sus músculos tensos contra mí y también su abrazo, un poco más fuerte. Dijo que estaría bien, pero no se lo creía. Aunque decía que no tenía miedo a morir, sabía que le aterrorizaba sentirse indefenso. Y lo estaba. Un extraño sin rostro iba a intentar poner fin a su vida y no habría pena, cuidado ni amabilidad. Cualquier sentimiento de pertenencia o de familia, aun deformado, estaría totalmente ausente. Kisten sería menos que un perro para quien viniese. Se convertiría de lo que podría ser un rito de paso a un horrible acto de asesinato en beneficio propio. Kisten no debería morir así. Pero así era como vivía. No pude soportarlo más. Me aparté de él. Nuestros labios se separaron y lo miré a los ojos, que estaban llenos de lágrimas no derramadas. Iba a hacerle creer. Iba a demostrarle que no tenía razón. —Tengo que marcharme —susurré, y me soltó, pero sin ganas. —Vuelve pronto —me rogó, y yo bajé la cabeza, incapaz de mirarlo—. Te quiero —dijo mientras yo abría la puerta—. Nunca lo olvides. Parpadeé para contener las lágrimas. —No puedo. No lo haré. Yo también te quiero —dije, y luego me marché por la puerta y salí al vestíbulo antes de cambiar de opinión. Apenas recuerdo bajar por las escaleras frías y oscuras por la pintura vieja y la moqueta desteñida. Miré hacia arriba antes de entrar en el coche y vi la silueta sombría de Kisten tras las cortinas transparentes. Me recorrió un escalofrío que, al no contenerlo, hizo temblar las llaves que tenía en la mano. No sabía que la profundidad del control que los no muertos tenían sobre sus subordinados era tan fuerte que se someterían de buen grado a un asesinato planeado, y volví a darle gracias a Dios por no haber permitido que ningún vampiro, ni siquiera Ivy, me ligase a él. Aunque era aparentemente independiente y seguro de sí mismo, el bienestar mental de Kisten dependía del capricho de alguien a quien no le importaba una mierda. Y ahora no tenía nada. Excepto a mí intentando evitar que un vampiro sin rostro lo matase por deporte. Nunca, pensé. Amaba a Kisten, pero nunca permitiría que un vampiro me ligase a él. Antes preferiría morir.

32. El olor tranquilizante de vampiro y pixie se coló en los niveles superiores de mi mente, recorriendo el estado somnoliento y nebuloso del que estaba saliendo poco. Estaba calentita y cómoda y, mientras mi mente pasaba del sueño a la consciencia, me di cuenta de que estaba hecha un ovillo en el sillón de Ivy, en el santuario, tapada con la camisa negra de seda de Jenks. No me molesté en analizar los motivos de haberme quedado dormida en el sillón de Ivy. Quizá simplemente necesitaba algo de consuelo, consciente de que se iba directa al infierno y que yo no podía hacer nada para evitarlo. Espera un momento. ¿Estoy durmiendo en el sillón de Ivy? Eso significaría que estaba… —¡Jenks! —grité, al darme cuenta de lo que había ocurrido y poniéndome de pie de un salto. Había venido a lavar la ropa de Kisten y al parecer me había quedado dormida, agotando así las ocho horas de inconsciencia con las que me habían hechizado—. ¡Maldita sea, Jenks! ¿Por qué no me has despertado? Que Dios me ayude… Kisten. Lo había dejado solo y luego me había quedado dormida. Me puse de pie de un salto para llamar a Kisten al móvil y de repente me detuve cuando mi cuerpo protestó al hacer aquel movimiento tan repentino, dolorido por haber dormido en una butaca. Hacía frío. Miré el reloj de la repisa de la chimenea que estaba sobre la tele al pasar y me cubrí los brazos con la camisa de Jenks, que estaba también fría. Estiré los hombros y sentí dolor; me dolía todo el cuerpo hasta los riñones. Estaba abrochando el primer botón cuando entré en la cocina. Allí dentro olía a lilas y a cera de velas y el reloj que había sobre el fregadero decía lo mismo. ¿Las cinco y media? ¿Cómo me podía haber quedado dormida sin más? Ayer no había dormido demasiado, pero ¿acaso era tanto como para quedarme frita una noche entera? No había hecho ningún hechizo ni nada. Maldita sea, tendría que matar a alguien si Kisten no estaba bien. —¡Jenks! —volví a gritar. Entonces encontré el teléfono y marqué el número. No hubo respuesta y colgué antes de que me saltase el contestador. Sentí un miedo profundo e intenté tranquilizarme antes de hacer alguna estupidez. Cogí aire, me giré para coger las llaves del coche y luego dudé, confusa. ¿Dónde había dejado el bolso? —¡Jenks! ¿Dónde demonios estás? —chillé mientras me frotaba el antebrazo dolorido. También me dolía la muñeca y la moví mientras salía disparada hacia la sala de estar para ver si tenía el bolso allí mientras catalogaba innumerables dolores y molestias que iban desde el cuello tenso a un pie dolorido. ¿Por qué estoy cojeando? No soy tan mayor. De pronto me sentí intranquila ante tanto silencio y, con una mano sujetando todavía el antebrazo, miré la sala vacía totalmente confusa. —Rachel —dijo la voz amortiguada y preocupada de Jenks un instante antes de entrar por la chimenea, dejando una estela plateada a su paso—. Has despertado. Miré el espacio vacío, molesta, no porque hubiese entrado allí en busca de mi bolso y me hubiese olvidado de que la habitación estaba vacía, sino porque él parecía asustado. Debía estarlo. —¿Por qué no me has despertado? —exclamé mientras me tiraba de la camisa y él derramaba polvo mezclado con hollín—. Kisten lleva toda la noche solo, ¡y no responde al teléfono! —¿Estás bien? —me preguntó él, acercándose demasiado, y yo me eché hacia atrás, lo cual hizo que se me resintiese del cuello.

—Aparte de quedarme dormida en mitad de mi maldito día y de haber dejado solo a Kisten, sí — dije con sarcasmo, apoyándome en un solo pie—. ¿Por qué no me has despertado? Las alas de Jenks emitieron un sonido más grave y aterrizó sobre la repisa de la chimenea. —Te llamó. Después de quedarte dormida. Dijo que se iba a esconder para reducir las posibilidades de que alguien te hiciese daño para encontrarlo. Necesitabas dormir —dijo con una voz misteriosamente aliviada—. Y además puede que Piscary no crea que el foco valga lo suficiente como para protegeros a los dos. —Endureció sus facciones y no pudo evitar mover las alas. Mi prisa por irme corriendo al apartamento de Nick se convirtió en una preocupación general, y me concentré en Jenks, que permanecía de pie y nervioso, sobre la chimenea. ¿Kisten se ha escondido sin decírmelo? —¿Llamó antes del ocaso? —pregunté. No quería sentirme culpable por obligarlo a salir al exterior debido a mi ausencia. Jenks se encogió de hombros y yo murmuré—: ¿Por qué no me despertaste? Jenks estiró el brazo y se limpió el hollín de las alas como si fuese un gatito. Estaba claramente afligido, y dijo: —Necesitabas dormir. Que Kisten se esconda es lo mejor para todos. —Ah, ¿sí? —dije amargamente—. Si no tiene cuidado va a estar escondido de manera permanente. —Frunciendo el ceño, volví a la cocina a buscar un poco de café. ¿Se ha escondido? ¿Vestido con qué? ¿Con una toalla y una sonrisa? ¿Y a qué se debía que yo ahora estuviese siguiendo un horario humano? Jenks echó a volar para seguirme. —Rache, Kisten estaba bien. Yo tampoco querría que estuvieses allí cuando quienquiera que sea lo encuentre. —¿Por qué? ¿Porque podría salvarlo? —exclamé frustrada mientras me ponía bajo el sol y tiraba el café de ayer. Era un recordatorio doloroso de que Ivy se había ido: ella nunca dejaría el café así. Me dolía el brazo y me lo agarré con el otro mientras dejaba correr el agua para lavar la cafetera—. ¡Maldita sea, Jenks! Dejar que alguien le chupe toda la sangre hasta morir como gesto de gratitud es retorcido y enfermizo. Sobre todo cuando la persona que va a ser asesinada cree que es algo aceptable. ¡Piscary es un animal! ¿Crees que me gusta la idea de que sea la única persona a la que puedo recurrir para pedir protección? ¿Crees que me gusta el hecho de darle el foco? Si creyese que haría otra cosa que no fuese ocultarlo se lo daría a otra persona. Pero no dejaré morir a Kisten. Jenks dejó caer las alas, se posó junto al señor Pez y el sol las atravesó dejando chispas en mis manos. Me sentía fatal por mi arrebato, así que puse agua fría en la cafetera y la sequé con un paño. —Lo siento —dije, consciente de que ese animal era mi mejor seguro de vida a largo plazo. ¿Cómo he llegado hasta aquí? Abatida, aparté la cafetera. Ya no me apetecía hacer café—. Kisten debe pensar que soy una boba por quedarme dormida —murmuré. —Sabía que estabas cansada. —Tenía la frente arrugada y su voz era casi amarga—. No te preocupes por él. Probablemente, Kisten tenga planes que tú ni siquiera conozcas. —Jenks echó a volar y se sacudió para dejar caer lo que le quedaba de hollín en el fregadero—. Además, tengo noticias nuevas que harán que te mees encima. No quería saber ninguno de sus cotilleos y levanté el antebrazo mientras intentaba recordar dónde había dejado el bolso. Tenía que hablar con Kisten. Maldita sea, eso no era justo. Estaba escapando

como un gato viejo para morir en el bosque. Esa era la parte aterradora… que aceptase su asesinato voluntariamente. Como si mereciese ser tratado como un objeto inútil. —Escúchame —dijo Jenks con una falsa emoción mientras se ponía delante de mí—. No te vas a creer quién ha llamado esta mañana. Me sentía rara allí en mi soleada cocina con Jenks revoloteando cerca, demasiado cerca, mientras intentaba recodar dónde había dejado mi bolso. Me había llevado la mano al cuello y me obligué a bajarla. Me sentía muy rara… como si tuviese que recordar algo. Confundida, me centré en Jenks. —Kisten no responde al teléfono. ¿Dónde está? —¡Por las tetas de campanilla, Rache! —dijo aleteando con fuerza—. ¡Deja eso ya! Deja que el hombre se comporte como tal. Además, si lo llamas o vas a verlo, lo encontrarán mucho antes. Me dejé caer contra el fregadero, bloqueada. Tenía razón. Mi coche era muy conocido y no estaba dispuesta a coger el autobús y arriesgarme a quedarme tirada en cualquier sitio. Renuncié a encontrar el bolso y fui al baño al sentir una necesidad cada vez más apremiante. —¿Estás seguro de que está bien? —pregunté, frotándome el brazo por encima de la camisa. Aquella sería la última vez que dormiría en el sillón de Ivy. Era más duro de lo que parecía. —Confía en mí. —Jenks me siguió con un zumbido suave y casi subliminal—. Ir a verlo no le ayudará en absoluto. Lo empeorará todo. Olvídalo, Rache. Era un consejo excelente, aunque yo no quisiese aceptarlo, y miré amargamente a Jenks, de pie sobre la tapa de la lavadora con las piernas abiertas y las manos en la cadera. Tenía que utilizar el cuarto de baño, pero él parecía inamovible. —¿Te importa? —dije, y él se sentó y dejó de mover las alas. No podía hacer que se marchase y no iba a utilizar el retrete con él sentado allí, así que cogí el cepillo de dientes. La boca me sabía a hierbas muertas y puse un chorro extra de pasta de dientes mentolada en el cepillo. —Tú sabes dónde está, ¿verdad? —le dije con tono acusador mientras me apoyaba en el lavabo para revisar mis dientes perfectos y, al verlo sonrojarse, continué—: ¿Se marchó sin su ropa? Fue a casa de una amiga, ¿verdad? Alguien que no tiene ninguna relación con Piscary. Jenks no decía nada y evitaba mi mirada. Parecía sentirse muy, pero que muy culpable. Yo sabía que Kisten tenía a alguien a quien le chupaba la sangre y el hecho de que quienquiera que fuese pudiese desafiar a Piscary de manera voluntaria en el peor de los casos, me hacía sentir menos culpable. Además, una vampiresa probablemente fuese más dura que yo en una batalla campal. Siempre que no lo entregase. Si lo hace la voy a matar a hostias, pensé en un arranque de ira, y luego recé para no tener que tomar nunca esa decisión. —¿Cuánto tardas en asearte? —dijo Jenks, y yo le hice una mueca. —Ería ás ápida si no ejtuviejes ahí —dije con la boca llena de espuma, molesta porque Jenks supiese dónde estaba Kisten y yo no. Si lo presionaba lo suficiente, me lo diría. Probablemente hasta vendría conmigo para salvarme cuando los malos me siguiesen hasta el escondrijo de Kisten. Me cago en todo. No me gusta sentirme tan desvalida. Jenks agitó las alas. —Ha llamado Glenn —dijo, como si aquello fuese un gran honor. ¡Yupi! —¿Eh? —dije con el cepillo de dientes en la boca. Tenía el pelo suelto por encima de los hombros y fruncí el ceño mientras me cepillaba los dientes. Normalmente los niños de Jenks hacían

unos peinados estupendos, pero esta trenza se me había deshecho por completo. Hice un gesto de dolor cuando el cepillo de dientes chocó contra la parte interior del labio. Me incliné sobre el lavabo y escupí y vi el hilillo rosa que había en la pasta. —¿Qué quiere Glenn? —pregunté mientras me acercaba el espejo y, al doblar hacia fuera el labio inferior, veía una línea roja. ¿Cuándo me he hecho esto?—. ¿Más tabasco? —Tiene una orden —dijo Jenks, revoloteando tan cerca que tuve que apartarme hasta que vi dos imágenes gemelas de dos pixies nerviosos entre yo y mi reflejo—. O la tendrá pronto. Vale. Ahora sí que me interesaba. —¿Para quién? —dije aclarándome la boca y escupiendo, feliz de no ver más sangre. Jenks sonrió. Parecía aliviado. —Para Trent. Levanté la cabeza de repente. —¿¡Qué!? —grité—. ¿Lo ha conseguido? ¿Ha conseguido una orden? ¿¡Por qué no me lo habías dicho!? Jenks despedía polvo plateado y volvió a ponerse sobre la lavadora. —Tiene la aceptación verbal y está de camino a la sede de la AF1 en Detroit para recoger el documento original en papel. Por eso te dejé dormir. No quiere que hagas nada hasta que tenga los papeles en la mano. Todavía faltan horas. ¿Necesitas ayuda en la cocina? —¡Joder! —exclamé, con el pulso a cien por hora. Miré lo que llevaba puesto y luego la ducha mientras me desabrochaba un botón. Tenía que lavarme. Eso era demasiado bueno. —Fuiste tú —dijo Jenks con el rostro reluciente de orgullo—. Al decirle que Trent había confesado los asesinatos, Glenn consiguió un permiso para volver a examinar el cuerpo de Brett. Sacó una huella de una uña del dedo del pie de Brett antes de que lo volviesen a convertir en persona y lo destruyesen. Coincidió con una que obtuvieron de Trent cuando conseguiste meterlo en la cárcel el año pasado. —¡Ay, la leche! —susurré, demasiado emocionada como para que me afectase que tenía algo más que la admisión de Trent de que había secuestrado, torturado y matado a otra persona en nombre de… cualquiera que fuera esa misión sagrada en la que se creía embarcado—. Tengo que vestirme. Tengo que ir a trabajar. —Me llevé una mano a mi pelo enmarañado y vacilé—. Mmm… Glenn lo va a detener, ¿verdad? —Sí. —Jenks se elevó un centímetro de la porcelana fría zumbando ligeramente con las alas—. Dijo que te lo iba a dejar a ti, ya que tú… Espera un momento. Quiero decir esto bien. Dijo que no eras detective, sino más bien el tipo de persona que les pega la bofetada y los mete en la cárcel. Lo único que te pide es que esperes hasta que tenga el papeleo en sus manos. Por eso va a buscarlo en persona. Tiene miedo de que se pierda en la máquina de fax o algo. No le culpaba. No por un momento de gloria. Eufórica, fui a la cocina a ver si necesitaba hacer algo. —Tengo una orden para Trent por asesinato —dije resbalando el último metro por el suelo en calcetines y aterrizando en el umbral—. ¡Voy a arrestarlo! ¡Meló voy a quitar de encima para siempre! ¡Y no tengo que rescatar al familiar de un demonio para hacerlo! Jenks me estaba sonriendo. —Eres tan divertida —dijo—. Para ti es como si fuese Navidad. —Vale —dije, sintiendo la sangre correr por mis venas cuando entré en la cocina bañada por el

sol. La ventana estaba abierta pero, aun así, el leve aroma a tejo de la poción de olvido que planeaba hacer para Newt seguía en el aire—. Déjame pensar. ¿Vas a estar por aquí esta tarde, Jenks? Voy a necesitar tu ayuda. —¿Acaso crees que me perdería esto? —Estaba sonriendo y parecía feliz y relajado. Radiante de felicidad, abrí la alacena de los encantamientos y pasé las manos por los amuletos. Tenía suficientes de todos, excepto del de disfraz, pero no lo necesitaría para atrapar al malote más popular de Cincy. —Tengo que darme una ducha —dije, emocionada mientras cruzaba a zancadas la cocina—. ¿Estás seguro de que Kisten está bien? Jenks se posó sobre el grifo moviendo las alas de manera irregular, proyectando destellos de luz matutina a todas partes. —Espero que esté exactamente igual que cuando lo dejaste. Tenía que confiar en aquello. Y ahora estaría bien hasta que se pusiese el sol. Tal y como había dicho Jenks, la SI probablemente me estaría vigilando y transmitiría mis movimientos a cualquiera que estuviese buscando a Kisten. En realidad, eso podría hacer más difícil el hecho de detener a Trent, a menos que… —Arréglate —le dije a Jenks mientras me dirigía a la ducha—. Tenemos que ir a una boda. —¿Qué? —dijo Jenks mientras me seguía—. ¿Vas a arrestar a Trent en su propia boda? —¿Por qué no? —dije mientras me detenía en el umbral de la puerta del baño. Tenía la mano en el marco de la puerta, pero no quería cerrársela en las narices—. Es el único lugar en el que puedo arrestarlo sin que azuce a Quen para que me ataque. Y sin que la SI me moleste. Estoy invitada. — Sentí que mi expresión se endurecía—. Y Piscary, probablemente. Quizá sea mejor hablar allí con él que en su zona de influencia. —Aquello iba a salir redondo en muchos aspectos. Era perfecto. Jenks soltó un suspiro audible. —Rachel, eres cruel. —Así es —dije, levantando las cejas—. ¿Te crees que Trent de verdad quiere casarse con Ellasbeth? Él se encogió de hombros y salió como un rayo de la cocina preguntándole a gritos a Matalina si sabía dónde estaba su lazo bueno. Abrí la ducha y me desnudé. Lo hice con movimientos lentos al darme cuenta de que me dolía la cadera por haber dormido en el sillón de Ivy… ¿Y el pie también? Me toqué el tejido tierno e hinchado mientras esperaba a que se calentase el agua y pensé que era demasiado joven para tener tanto dolor por dormir en una silla. Pero el agua estaba cliente y, al meterme debajo de ella, se me aliviaron todos los dolores. Kist estaba escondido y yo podría regatear por su seguridad, bueno, por la de ambos, una vez cayese la noche. Pero antes de eso tenía que coger a Trent, por fin. Joder, iba a ser un día genial.

33.

Estiré una mano para agarrarme al asiento que tenía delante de mí mientras el autobús avanzaba dando saltos a través de la intensa niebla. Llevar mi coche a la boda de Trent habría sido más fácil, pero esto era más seguro si pensaba en que me podía coger la SI y detenerme por conducir con un permiso retirado. Y también estaba lo de la horrible abolladura que alguien me había hecho en el guardabarros, unida a la rotura del intermitente izquierdo. Había ocurrido en algún momento entre ayer y hoy y me cabreaba que pudiese ser la SI intentando aumentar mis cargos. Me miré mis uñas rojas que sobresalían de la manga larga de encaje y pensé que el tejido negro favorecía mi piel pálida. Tenía el bolso a mi lado y Jenks estaba colgado de un asa del techo, despidiendo polvo plateado y convirtiéndose así en un punto brillante en el oscuro autobús. Estaba lleno de gente, pero todo el mundo me dejaba mucho espacio. Sonriendo, miré las botas de puntera que asomaban por debajo de la bastilla del delicado vestido de seda y me pregunté por qué. Vale, aunque sabía que las botas no pegaban con el vestido, no iba a detener a Trent en tacones. De todas formas, nadie las vería. No sabía qué vestido había elegido Ellasbeth, pero no estaba dispuesta a ponerme aquella cosa verde horrorosa. ¡Dios! Sería el hazmerreír de la SI. Además todavía me dolía el pie y llevar tacones habría sido una agonía. Nerviosa, entorné los ojos, cegada por los faros de los coches. Casi habíamos llegado a la basílica y me estaba poniendo nerviosa. Llevaba la pistola de bolas en una funda para el muslo que Keasley me había regalado… A partir de ahora me costaría verlo como un anciano inofensivo. También llevaba energía entretejida en la cabeza. El paquete de regalo que llevaba sobre el regazo contenía el foco. Había ido a recogerlo a correos esa tarde como una entrega normal. No se lo iba a dar a Trent, pero era mejor que intentar meterlo en el bolso, que todavía estaba lleno de la basura acumulada durante la semana. Me pareció irónico haber utilizado el papel y el lazo perfectamente conservados en los que Ceri había envuelto mi regalo. Levanté la mirada del suelo con ansiedad. Ceri había venido a verme tras enterarse de lo que iba a hacer y, aunque había fruncido los labios mostrando así su desaprobación, había ayudado a los pixies a hacerme una trenza en el pelo y a colocar las flores. Estaba preciosa. Excepto por las botas. Me había preguntado si necesitaba refuerzos y yo le dije que ese era trabajo para Jenks. La realidad era que no quería verlas a ella y a Ellasbeth en la misma habitación. Hay cosas que es mejor no hacer y punto. No me preocupaba llevarme solo a Jenks como refuerzo en esta misión. Tenía la ley de mi parte y, en una sala llena de testigos, un Trent consciente de la publicidad que aquello le daría no iba a armar un escándalo. Después de todo, se presentaba a la reelección al año siguiente, que a su vez probablemente era la razón por la que se casaba. Si me mataba, sería un asunto privado. Al menos era lo que me decía a mí misma. El autobús tomó una curva muy cerrada e hizo rechinar los frenos. La anciana que tenía enfrente estaba mirando el regalo y, cuando su mirada bajó hasta mis botas, crucé las rodillas para que el vestido me las cubriese. Jenks se rio por lo bajo y yo fruncí el ceño. Ya casi habíamos llegado y busqué en mi bolso las esposas, soportando las miradas mientras me levantaba el vestido y me las enganchaba en la pistolera del muslo, ajustando cuidadosamente la tira y

volviendo a cubrirla con el vestido. Harían ruido cuando caminase, pero no importaba. Miré al chico guapo que había tres asientos más allá y él hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, como diciéndome que estaban bien escondidas. Puse el móvil en modo de vibración y me dispuse a meterlo en un bolsillo, pero me di cuenta de que el vestido no tenía bolsillos. Suspiré, me lo metí en mi efímero escote y don Tres Asientos Más Allá levantó el pulgar. El plástico estaba frío y sentí un escalofrío cuando se deslizó demasiado hacia abajo. No podía esperar a que Glenn me llamase para darme la noticia de que tenía la orden en la mano. Había hablado con él hacía unas horas y me había hecho prometerle que no haría nada hasta entonces. Y hasta entonces sería la dama de honor perfecta vestida de encaje negro. Se me formó una sonrisa en la comisura de los labios. Sí. Aquello iba a ser divertido. Jenks se posó en el respaldo del asiento que tenía delante. —Será mejor que te levantes —dijo—. Casi hemos llegado. Entonces mi visión se aclaró y pude ver la estructura maciza de la catedral delante de mí; los focos la bañaban con un hermoso brillo en medio de la niebla y también bajo una luna casi llena. Me invadió la tensión. Me colgué el bolso al hombro, apreté el regalo contra mí y me puse de pie. El conductor me miró y se detuvo. Todo el autobús se quedó en silencio y, mientras me dirigía hacia la parte delantera, se me puso la piel de gallina al sentir todas aquellas miradas sobre mí. —Gracias —murmuré cuando el conductor abrió la puerta, pero luego di un tirón hacia atrás al quedárseme enganchado el vestido en un tornillo que sobresalía de la barra para sujetarse. —Señora —dijo el conductor mientras yo me afanaba por desengancharlo—, perdone que le pregunte, pero ¿por qué va en autobús a una boda? —Porque voy a arrestar al novio y no quería que la SI me parase por el camino —dije con sarcasmo, y luego bajé los escalones con Jenks despidiendo chispas doradas sobre mi pelo. La puerta hizo un ruido sibilante al cerrarse, pero el autobús no se movió. Miré al conductor a través de la puerta y él me hizo un gesto para que pasase por delante del autobús. O bien era un caballero o quería verme entrar en la iglesia con mi hermoso vestido de dama de honor y mis botas de puntera. Jenks se rio. Llené los pulmones con el aire húmedo, ignoré las caras pegadas a las ventanas, levanté el vestido para evitar que se manchase y crucé la calle de sentido único en medio de la niebla, reluciente con los focos del autobús. Un acomodador esperaba en una piscina de luz húmeda; el chico grande y corpulento estaba situado en lo alto de las escaleras, delante de las puertas. —Yo me ocuparé de él —dijo Jenks—. Podrías estropearte el peinado. —Nah —dije yo, consciente de que el autobús estaba todavía detrás de mí, ahora inclinado porque todo el mundo estaba en un lado mirando—. Lo haré yo. —¡Esa es mi chica! —dijo él—. ¿Te puedo dejar sola un segundo? Quiero echar un vistazo por los alrededores. —Claro —dije yo, subiendo las escaleras con el vestido remangado. Jenks se marchó zumbando y, cuando llegué al rellano que había antes de la puerta, me coloqué el vestido y sonreí al tío. Tenía la piel morena, como Quen, y me pregunté si sería uno de los ayudantes personales de los Withon. —Lo siento, señora —dijo él con un ligero acento de surfero—. La boda ya ha empezado. Tendrá que esperar y unirse a los demás en la fiesta de recepción.

—Pues lo vas a sentir aún más si no te apartas de mi camino. —Me pareció una advertencia bastante apropiada, pero él vio el hermoso vestido y pensó que yo era un bicho raro. Vale, era un bicho raro, pero uno con botas de puntera. Iba a esquivarlo y él me tocó el hombro. Oh, oh, gran error. Jenks regresó justo en ese momento, chillando de alegría mientras yo me giraba, agarraba al guardia por la muñeca y le daba un codazo en la nariz sin soltar el regalo en ningún momento. —¡Ay! ¡Eso ha tenido que doler! —dijo el pixie mientras el hombre se tambaleaba de espaldas, con la mano sobre la nariz rota, los ojos llenos de lágrimas y encogido de dolor. —Lo siento —dije. Me sacudí el vestido, me puse recta y entré por la puerta. Escuché a mis espaldas la escandalosa bocina del autobús. Al llegar al umbral de la puerta, me giré y los miré a todos, levanté el índice y el corazón haciendo el gesto de las orejas de conejo y les lancé unos besitos. Pero el hombre no estaba inconsciente y tendría que moverme antes de que se acordase de hacer algo. Entré dejando atrás a los parásitos que había entre la puerta principal y la pila bautismal, que no pudieron resistirse a murmurar. Sentí un subidón de adrenalina al notar el olor a flores. La iglesia estaba ligeramente iluminada con velas y la voz suave del sacerdote en el altar creaba una sensación de confort. Parecía que acababa de empezar. Bien. Tenía que seguir con esto hasta que Glenn me llamase y no sabía cuándo ocurriría eso. Una persona que estaba entada en la fila de atrás se dio la vuelta, iniciando una reacción en cadena lenta. Caminé con dificultad y respiré hondo. Había venido el alcalde y ¿Takata? Oh, Dios, ¿iba a arrestar a Trent delante de Takata? ¿Quién dijo miedo escénico? Como era de esperar, Piscary estaba en el banco principal con Ivy y Skimmer, y sentí un impulso de ira hacia él por regalar a Kisten a otra persona para que lo asesinase por puro placer. También estaba cabreada por el beneplácito de la SI para que se saliese con 1a suya. Pero necesitaba su ayuda y, por mucho que lo odiase, tendría que ser jodidamente políticamente correcta. No podía mirar a Ivy. Todavía no. Pero reconocí la tensión de su cuerpo bajo un sombrero gris de ala ancha junto a Piscary. También estaba allí el padre de Ivy, y la que estaba a su lado tenía que ser su madre, que parecía una reina del hielo de Asia sentada junto al elegante y regio uniforme militar de él. El señor Ray y la señora Sarong estaban sentados juntos, algo poco habitual, ya que se habían unido al faltar sus manadas habituales. Al estaba de pie con Trent y, al mirarme, sonrió, reflejando la típica expresión extraña de Al en las marcadas facciones asiáticas de Lee. Quen estaba a su lado, con la cara inexpresiva. Le dijo algo a Trent para que le leyese los labios y Ellasbeth le dio un apretón en el brazo. El lado de la novia estaba lleno de gente delgada y bronceada. Ellos no me habían escuchado llegar y estaban todos vestidos igual. Parecían extras de una película de Spielberg en un comedor de un estudio de Hollywood. Pensé que deberían tener más cuidado si no querían que se airease su secretito. Dios mío, todos me parecían iguales. La perorata del sacerdote vaciló cuando el acomodador entró a trompicones por la puerta. Me di la vuelta y le lancé una mirada de advertencia y vi que tenía la mano sobre la nariz y un pañuelo blanco manchado de sangre. Piscary se giró lentamente, atraído por el olor de la sangre. Me sonrió con delicadeza, haciendo que mi propia sangre me quemase. Sabía que lo odiaba y le gustaba. El acomodador se quedó pálido al ver la mirada de Piscary y, cuando Quen le hizo un gesto para que se marchase, se apresuró a

retirarse y a esconder la sangre. —¿Estás segura de esto, Rache? —dijo Jenks—. Siempre podrías retirarte y abrir una tienda de hechizos. Pensé en Kisten y me invadió el miedo. —Estoy segura. —Me coloqué al hombro el bolso, metí el foco debajo de un brazo y me dirigí al altar. Jenks subió a las vigas y mi presencia empezó a levantar susurros. La flor y nata de Cincy me estaba mirando y, manchando con las botas los pétalos de flores, recé para no resbalar con ellos y caerme de culo. El sacerdote se rindió, dejó de intentar recordar por dónde iba y rebuscó en la Biblia su chuleta. La mandíbula le temblaba mientras intentaba actuar con normalidad. Que me estuviese ignorando era muy significativo. Quen inclinó la cabeza en mi dirección y, cuando la voz del sacerdote se detuvo, Trent se giró. Vale. Lo admitiré. Estaba absolutamente impresionante con su esmoquin blanco y su hermoso y casi translúcido pelo perfectamente peinado con las puntas moviéndose con la leve brisa. Elegante y lustroso, me lanzó aquella mirada de odio. Desde la orquídea negra que llevaba en el ojal hasta sus calcetines bordados, era la culminación de la elegancia y el poder elitista. Y, por la mirada encolerizada que vestían sus ojos, estaba realmente enfadado. Ellasbeth se dio la vuelta con él, el ruido que hizo su elaborado vestido con cola se escuchó en toda la creación. Si Trent estaba impresionante, ella lo estaba elevado a la enésima potencia; su belleza fría estaba cubierta de un maquillaje perfecto y su cuerpo con un vestido exquisito. Sus marcados pómulos estaban ligeramente sonrojados y pensé maravillada en el maquillador que había conseguido ocultar su moreno y darle una belleza de porcelana. Sin embargo, su pelo parecía una imitación barata del de Trent, sobre todo a la luz de las velas. La dama de honor llevaba aquel horrible vestido verde y yo la miré como pidiendo disculpas. Imaginaba que Ellasbeth habría escogido ese. —Siento llegar tarde —dije con naturalidad y con una voz fuerte en medio del expectante silencio —. Se retrasó el autobús. El tráfico, ya saben. —Dejé el foco disfrazado de regalo de boda sobre los escalones, me quité del hombro el bolso y me puse detrás de la dama de honor, juntando las manos con recato. Sí. Ya. —Rachel —dijo Trent, soltándole la mano a Ellasbeth. —No, no. Continuad —dije, haciendo gesto para que la gente se callase, aunque por dentro estaba más acelerada que un pixie hasta las orejas de azufre psicotrópico—. Ya estoy lista. Los labios pintados de Ellasbeth estaban fruncidos. Le habría quedado bien un velo, pensé, y luego reflexioné con desprecio sobre mi propio maquillaje, puesto casi en el último minuto. Mirándome con sus intensos ojos verdes, cogió del brazo a Trent y me dio la espalda con hombros temblorosos. El sacerdote se aclaró la voz y lo retomó donde lo había dejado, hablando de la devoción, la comprensión y el perdón. Dejé de escucharlo. Tenía que conseguir calmar mi pulso; puede que tuviese que estar allí un rato. La catedral estaba hermosa y el aire cerrado olía ligeramente a saúco. Había flores por todas las superficies planas y también en algunas en vertical, con pequeños ramos atados a los lazos. Había parras exóticas y lirios, pero a mí me gustaban más las flores más sencillas. Las vidrieras de fama mundial estaban enmudecidas por la niebla y la luz de la luna y las sombras de los árboles cercanos se movían contra ellas, cual dragones, debido a la brisa. Las velas parpadeaban y la voz suave del

sacerdote era como polvo con resonancia. Parpadeé al darme cuenta de que Al me estaba lanzando miraditas a través de la futura pareja. A su lado estaba Quen, con mala cara. Llevaban unos fantásticos esmóquines negros que parecían uniformes de gala de una opereta espacial de los ochenta. Nerviosa, me atusé el vestido. Me lo había manchado y deseaba tener un ramo para esconder la mancha, pero eso pasa por llegar tarde. Fijé mi atención en los invitados y vi a Jenks brillando en las vigas. Estaba despidiendo mucho polvo y Takata estornudaba con el haz de luz artificial que estaba formando. —Salud —le dije en voz baja, y él levantó sus pobladas cejas. La estrella de rock de mediana edad parecía preocupada, pero la mujer lobo llena de cicatrices que estaba a su lado, Ripley, su batería, estaba divirtiéndose. Gracias a Dios, Takata iba con un traje y no con aquella monstruosidad naranja que llevaba puesta la única vez que lo había visto. Incluso se había arreglado su maraña de rizos rubios y me fijé en el amuleto que llevaba al cuello, que era como lo había conseguido. Miró a la congregación y luego me dijo, moviendo los labios: —¿Qué estás haciendo? —Trabajando —respondí yo sin emitir un solo sonido. Miré al señor Ray y a la señora Sarong, que estaban detrás de mí. Parecían niños planeando travesuras. No me iba a preocupar por eso ahora. Aquello terminaría pronto. Por último, reuní valor y miré a Ivy. Sentí un miedo horrible. Estaba paralizada, inexpresiva y vacía. Ya la había visto así antes, pero nunca con tanta profundidad. Se había encerrado en sí misma. Preciosa con su elegante vestido gris y un sombrero de ala ancha, se parecía muchísimo a su madre, que estaba en el banco de atrás. Estaba sentada rígida entre Skimmer y Piscary. La rubia vampiresa viva me miró con celos; estaba claro que ahora formaba parte de la camarilla de Piscary a pesar del pequeño detalle de que la ciudad había dejado libre a Piscary gracias a Al, no por su pericia ante los tribunales. Tendría que creerme que Ivy estaría bien. No podía rescatarla. Tenía que salvarse ella misma. Al ver mi dolor por el estado de Ivy, Piscary me sonrió, con socarronería y confianza en sí mismo. Me quedé sin aliento cuando mi cicatriz de vampiro me envió un cosquilleo por todo el cuerpo. Maldita sea, no había contado con eso. Cabreada, le dije moviendo los labios: —Quiero hablar contigo. Piscary inclinó la cabeza. Tenía un aspecto fabuloso con aquel traje auténtico de Egipto. Al parecer pensaba que quería hablar sobre Ivy, así que le tomó una mano y se la besó. Yo me puse rígida al darme cuenta de que Trent me estaba mirando por el rabillo del ojo. En realidad toda la iglesia nos estaba prestando más atención a Piscary y a mí que a la pareja del altar. La mandíbula apretada de Ellasbeth indicaba que estaba cabreada. —De Ivy no —le dije sin hablar—. Quiero tu protección. Para mí y para Kisten. Ya verás como vale la pena. Piscary parecía confuso ante mi petición, pero asintió, inmerso en sus pensamientos. La sonrisa de diversión de Al se volvió agria y, detrás de Takata, el señor Ray y la señora Sarong empezaron a hablar con voces apagadas que probablemente cualquier inframundano podría captar. La satisfacción de Skim​mer se convirtió en odio y Ellasbeth… Ellasbeth le estaba apretando tanto el brazo a Trent que probablemente le estaba cortando la circulación. El tintineo de un teléfono estropeó el tono solemne de la perorata del sacerdote y yo abrí los ojos como platos. Venía de… ¿de mí?

¡Oh, Dios mío!, pensé, muerta de vergüenza mientras metía los dedos por el escote y rebuscaba. Era mi teléfono. ¡Maldita sea, Jenks!, pensé mirando al techo mientras sonaba Nice Day for a White Wedding. Lo había puesto en vibración. Joder, ¡lo había puesto para que vibrase! Con la cara como un tomate, por fin conseguí apagar aquella cosa. Jenks se estaba riendo desde las ventanas superiores y Takata tenía la cara cubierta con las manos, evidentemente intentando no reírse. Se oyeron unas risitas disimuladas en toda la iglesia y, al ver el número que llamaba, sentí la adrenalina correr por mis venas. —Disculpen —dije, realmente emocionada—. Lo siento muchísimo. Lo tenía para que vibrase. De verdad. Takata se rio abiertamente y yo me puse colorada al recordar de dónde había sacado el teléfono. —Ah, tengo que cogerlo —dije. Ellasbeth estaba furiosa y, cuando el sacerdote me hizo un gesto con amargura para que me fuese, lo abrí y le di la espalda a todo el mundo—. Hola —dije en voz baja, y mi voz hizo eco—. Estoy en la boda de Kalamack. Todo el mundo está escuchando. ¿Qué tienes? —Mierda, ¿podría volverse aún más rara la situación? Un ruido estático me decía que Glenn todavía estaba en la carretera, y dijo: —¿Estás en su boda? Rachel, estás como una cabra. Me di media vuelta y me encogí de hombros mirando al sacerdote. —Lo siento —dije vocalizando pero sin hablar, pero por dentro estaba alborotadísima. Al menos Glenn había captado la indirecta de que había gente que podía oírlo y pronunciaría sus respuestas con cuidado. —Tengo el papeleo —dijo Glenn, y sentí un subidón de tensión—. Puedes ponerte a trabajar. Me apoyé sobre la otra pierna y sentí la silueta reconfortante de mi pistola de bolas, pero esperaba no necesitarla. —Eh, Jenks no me dijo cuánto me ibas a pagar por esto. —Por el amor de dios, Rachel, estoy en la autopista. ¿Podemos hablar de eso más tarde? —Más tarde no significa nada para mí —dije, y los allí congregados empezaron a revolverse en sus asientos. Trent se aclaró la voz, impregnada con la ira de mil amaneceres del desierto, y yo lo miré. Detrás de él estaba Quen, que empezaba a sospechar. No iban a pagarme después de esta escenita y quería algo más que la satisfacción de arrestar a Trent. —Quiero que tu departamento consagre de nuevo mi iglesia —dije, y la gente murmuró sorprendida. No había nada como airear tus trapos sucios ante la jet set de Cincinnati. Piscary, sobre todo, parecía interesado. Sería mejor que esto funcionase o mañana estaría muerta. —Rachel… —empezó a decir Glenn. —Nah, no te preocupes —dije con maldad—. Haré esto por el bien público, como siempre ocurre con la AFI. —¿Acaso quedaba alguien por saber con quién estaba hablando? Estaba de espaldas a los bancos, pero Jenks me estaba observando. —Llamaré para enviar refuerzos —dijo Glenn, y yo me puse una mano en la frente. —Bien —dije, dándome la vuelta y exhalando—, porque no quiero llevarme al detenido en el autobús. —Oí a Glenn tomar aire para decir algo y, al ver a Trent moverse por el rabillo del ojo, le espeté: —Gracias, Glenn. Eh, si esto no sale bien… —Quieres rosas rojas en tu tumba, ¿no?

No era eso, pero él tenía que colgar. Colgué el teléfono y, tras dudar, lo volví a dejar donde estaba mientras me daba la vuelta. Trent no estaba nada contento. —Ha sido una inmersión fascinante en su vida, señorita Morgan. ¿También hace fiestas para niños? Me entró el nerviosismo, al que siguió rápidamente un subidón de adrenalina que se encendió en mi interior. Era casi tan buena como el sexo. Se me vino a la cabeza Ivy diciéndome que vivía mi vida tomando decisiones que me ponían en situaciones peligrosas solo por sentir el subidón. Era una yonqui de la adrenalina, pero al menos con ello ganaba dinero. Normalmente. Ivy. Me estaba mirando. Un destello de miedo manchaba su profunda inexpresividad. —¿Jenks? —dije en voz alta y, cuando se puso a aletear, Quen se puso tenso. Los invitados se quedaron sin aliento cuando me incliné para apartarme el vestido y se vieron las botas que me llegaban hasta la pantorrilla. Rebusqué entre la seda y saqué las esposas. —Trent Kalamack, he sido autorizada bajo jurisdicción temporal de la AFI a arrestarlo como sospechoso del asesinato de Brett Markson. Se escuchó un grito ahogado aún mayor del público. —¡Ya es suficiente! —gritó Ellasbeth, y el sacerdote cerró el libro de repente y dio un paso hacia atrás—. Trenton, he soportado ver a esa bruja en mi bañera. He soportado tu insistencia para que estuviese en mi boda. ¡Pero que te arreste para evitar que nos casemos es intolerable! Estaba hecha una furia, y yo aparté a un dócil Trent de sus padrinos de boda. Quen se movió, pero luego dio un salto hacia atrás, y unas alas de libélula pasaron entre nosotros como un rayo. Al se estaba riendo a grandes y resonantes carcajadas, pero a mí no me parecía gracioso. Excepto quizá aquel comentario sobre una bruja en una bañera. —Rachel… —dijo Trent, pero sus palabras se cortaron y su hermosa cara se empañó de indignación al oír el clic de las esposas de metal en sus muñecas. Quen intentó aventajar a Jenks y su rostro cicatrizado reflejó furia cuando Jenks lo detuvo apuntándole a un ojo con una flecha. —Ponme a prueba, Quen —dijo el pixie, y la congregación se quedó en silencio. Trent se puso de pie con las manos esposadas por delante. —Eh, eh —dije con tono burlón mientras cogía el bolso y me disponía a salir de allí a toda leche —. Trent, recuérdale a Quen qué pasa cuando se pone en mi camino. Tengo una orden. —¡Sí! Me giré hacia Trent y le dije—: Tiene derecho a guardar silencio, aunque dudo que lo haga. Tiene derecho a un abogado, al que supongo que Quen llamará en breve. Si no se puede permitir uno, el infierno se ha congelado y yo soy la princesa de Oz pero, en ese caso, se le asignará uno de oficio. ¿Entiende los derechos que lo mejorcito de Cincy me ha escuchado recitarle? Mirándome con aquellos ojos verdes furiosos, asintió. Satisfecha, lo agarré por el hombro y lo llevé hacia los escalones. La mezcla de ira, conmoción y descrédito de Trent dejaron paso simplemente a la ira. —Llama al abogado correspondiente —le dijo a Quen mientras yo lo arrastraba—. Ellasbeth, esto no durará mucho. —Sí, llama a tu abogado —repetí mientras recogía el foco. La risa de Al resonaba en las vigas. Vacilé, esperando a que las ventanas se rompiesen o algo. Reflejaba un deleite malvado y pareció sacar a la gente sentada de su conmoción. Estalló un torbellino de conversaciones que me sobresaltó. El rostro de Ivy permanecía impávido. A su lado,

Piscary también estaba perplejo intentando comprender todo aquello. Takata estaba preocupado y el señor Ray y la señora Sarong estaban discutiendo vehementemente. —¡Jenks! —grité. No quería recorrer el pasillo sola. Y de repente estaba a mi lado. —Yo te cubro, Rache —dijo agitando las alas con nerviosismo y volando de espaldas sin dejar de apuntar a Quen—. Vámonos. Con el bolso al hombro y el foco debajo de un brazo, guie a Trent hasta bajar las escaleras, agarrándolo por el codo para que no tropezase y me denunciase por dureza innecesaria. Tan tan taraaao. Ya tengo al cabrón, resonaba en mi cabeza mientras tarareaba mentalmente mi versión de la marcha nupcial. Alguien sacó una foto con el teléfono y yo sonreí, imaginándome los titulares de esa noche. Oí sirenas de fondo y esperé que fuese la AFI que venía a abrirme paso en la calle, y no la SI para arrestarme. En realidad no tenía la orden, pero mi contacto sí. Olvidada junto al altar, Ellasbeth hizo un ruido de ira frustrada. —¡Trent! —gritó, y casi sentí pena por la mujer—. Esto es indignante. ¿Cómo puedes dejar que te haga esto? ¡Pensé que eras el dueño de esta ciudad! Trent dio media vuelta y yo lo estabilicé en los escalones poniéndole una mano en el hombro. —Pero no de la señorita Morgan, querida. Necesito unas horas para solucionar esto. Me reuniré contigo en la recepción. Dios, esperaba que no. Al pasar junto a Piscary reduje el paso. —¿Podrías reunirte conmigo en la AFI? —dije, casi sin aliento y con el pulso disparado—. Tengo algo para ti. El vampiro no muerto besó el reverso de la muñeca de Ivy, haciendo que se estremeciese. —Eres completamente inhumana, Rachel. Casi tan fría como osadamente despreciable. Es una parte tuya que es… deliciosamente inesperada. Me interesa mucho lo que tienes que decirme. Sin saber cómo tomarme aquello, asentí y empujé a Trent para que volviese a caminar. Al parecer, estaba indignado al pensar que le iba a dar el foco al vampiro. Joder, Piscary «aseguraba» cuatro quintas partes de la ciudad y la empresa de David se ocupaba del resto. No era difícil pensar que yo quería entrar a formar parte de la lista. Al ver que Trent lo había comprendido, sonreí. Cabrón. —¡Trent! —chilló Ellasbeth—. Si sales de esta iglesia, me voy. ¡Me subo al avión y me voy a casa! Acepté casarme contigo, no este… este circo que tú llamas vida. —No tengo mucha elección… querida —dijo él por encima del hombro—. ¿Por qué no dejas de hacerte la histérica y atiendes a nuestros invitados? Esto es un fallo técnico menor. —¿¡Un fallo técnico menor!? —Yo iba caminando de lado y casi me pierdo cuando le tiró el ramo al sacerdote gritando—. ¡Quen! ¡Haz algo! ¡Para eso te pagan! Yo levanté las cejas. Casi había llegado a la puerta y nadie había intentado detenerme. La conmoción era una herramienta maravillosa si se usaba correctamente. Quen levantó la mirada de su teléfono. —Ya lo hago, señorita Withon. Ya he confirmado que Morgan está actuando bajo el amparo de la ley y estoy llamando al abogado litigante de Trenton. Al se estaba riendo y le caían las lágrimas por la cara. Tenía una mano apoyada en el altar para mantener el equilibrio y las flores que había en él se estaban volviendo negras. Al estar en el cuerpo

de Lee podía tocarlo con total impunidad, pero seguía siendo un demonio y estaba claro que su presencia se hacía notar. Cuando llegamos al camino de entrada, Trent se dio cuenta de que lo estaba arrestando de verdad. —Esto es ridículo, Rachel —dijo mientras yo abría la puerta de una patada. La luz de la luna se filtraba a través de la niebla iluminando los escalones de cemento—. Es el día de mi boda. Te has pasado tres pueblos. —Arrestarte es hacer justicia —dije entrecerrando los ojos a causa de los flashes de las luces de la AFI—. Matar a Brett sí que fue pasarse tres pueblos. Él no sabía nada. Lo único que quería era alguien a quien poder recurrir. Empujé a Trent por la puerta antes de que la pesada madera se cerrase y luego inspiré profundamente el aire fresco y húmedo de la noche que olía a basura y a humo, y me sentí aliviada al ver los todoterrenos de la AFI. Había agentes por todas partes asegurando el área para que nadie me pudiese seguir al exterior. —¡Eh! ¡Hola! —grité mientras agitaba la mano. Quería estar segura de que sabían que yo era la buena—. Ya lo tengo. ¡Es todo vuestro! Tan solo decidme dónde tengo que meterlo. Me dirigí al todoterreno más cercano empujando a Trent delante de mí. —Créeme, Trent —dije cuando pisamos el asfalto—. Algún día me darás las gracias por esto. —No creía que te importase mi felicidad, señorita Morgan —dijo mientras un emocionado agente se tocaba la gorra a modo de saludo y le abría la puerta. —No me importa —dije brevemente—. Cuídate. —Le puse una mano en la nuca y sentí un fogonazo de siempre jamás que intentaba fluir hacia él, pero lo controlé justo a tiempo. Agitada por mi falta de control, lo metí en el coche y cerré la puerta. Había mucho ruido y parpadeé al darme cuenta de que el autobús seguía allí. Saludé con la mano y todos me devolvieron el saludo y el conductor hizo sonar la bocina. Satisfecha, me estiré un poco más y me quité el pelo de delante de la cara. Joder, era muy buena haciéndome la mala.

34.

El dobladillo de mi vestido de encaje de dama de honor susurraba al rozarse contra la baldosa gris de la oficina de Edden. Sentada medio encogida en la silla que había delante de su escritorio, movía el pie con nerviosismo. El capitán de la AFI se había apoderado de mi brazo desde el momento en que había pisado el sello de la Agencia Federal del Inframundo que había incrustado en el suelo del vestíbulo. Me había arrastrado hasta su oficina, le había dicho a su guía, Rose, que no me dejase salir de allí, y luego se había marchado con paso decidido en busca de café, de su hijo y de una primera impresión que no procediese de mí. Eso había sido hacía diez minutos. A menos que estuviese moliendo los granos él mismo o esperando a que Glenn volviese de Detroit, imaginé que entraría sabiendo más de lo que yo sabía. Habían empezado los nervios. En el vestíbulo cada vez había más ruido, con voces que se elevaban con protestas y peticiones. Según parece, todos los invitados estaban allí fuera. Miré a Jenks, que estaba sobre el lapicero de Edden. Parecía más nervioso de lo normal y había optado por quedarse conmigo en lugar de irse con Edden, cosa que solía hacer cuando estábamos en la AFI. Dejé el paquete de regalo en el suelo, me puse de pie para sacudirme el vestido y fui a mirar entre las persianas. Estaba empezando a pensar seriamente que Edden no tenía ni idea de que iba a arrestar a Trent Kalamack esa noche. —Quizá deberíamos haber ido a la SI —dijo Jenks provocando con las alas un zumbido molesto. —¿¡A la SI!? —dije dándome la vuelta para mirarlo con la boca abierta—. ¿Estás loco o qué? Parecía que el señor Ray estaba a punto de explotar y, estremeciéndome, eché la mano a las persianas, pero la retiré cuando se abrió la puerta. Edden entró pisando fuerte. El hombre musculoso y casi rechoncho se acercaba tanto a mi estatura que no importaba. Llevaba sus chinos y su camisa blanca remangada habituales, pero el conjunto había perdido su aspecto de recién planchado en algún momento entre cuando me había arrastrado hasta allí dentro y cuando fue a buscar los vasos de papel de café tapados que traía sujetos entre un brazo peludo y el pecho. Dejé deslizar las persianas entre mis dedos con un sentimiento de culpa. El vestido de encaje me hacía sentir estúpida y me metí detrás de la oreja un mechón caprichoso que se me había escapado de la elaborada trenza. Luego me puse de pie agarrándome las manos y poniéndolas por delante del cuerpo. Me sentía tan vulnerable como si estuviese desnuda. Edden me había ayudado mucho cuando había dejado la SI, pero tenía sus propios jefes a los que tenía que complacer y no parecía contento. De todos los humanos que había conocido, solo su hijo adoptado, Glenn, y mi exnovio Nick estaban cómodos con el hecho de que yo… no fuese humana. Con su cara redonda arrugada, dejó los dos cafés sobre la mesa y se dejó caer en la silla exhalando. El capitán Edden no era alto y los signos incipientes de barriguita potenciaban su aspecto de hombre de cincuenta y muchos. Su formación militar era evidente en sus rápidos gestos y en sus decisiones lentas, y se acentuaba con el pelo negro cortado casi al cero. Entrelazó los dedos sobre el estómago y me miró molesto. Su bigote tenía más canas que la última vez que lo había visto y no pude evitar encogerme de miedo por la mirada acusadora de sus ojos castaños. Jenks batía las alas como pidiendo disculpas. El capitán lo miró como recriminándole no haber

tenido mejor criterio y luego volvió a mirarme a mí con desaprobación. —¿Estarías más cómoda dirigiendo mi departamento desde mi silla, Rachel? —dijo, y yo me incliné hacia delante para coger un café, simplemente para poner algo en medio de ambos—. ¿Qué se te pasaba por la cabeza cuando decidiste arrestar a Kalamack en su propia boda? —añadió, y yo me senté con el foco entre los pies. Como si aquello fuesen buenas noticias, Jenks se puso a brillar y se elevó para aterrizar más cerca del capitán de la AFI. Parecía satisfecho y aliviado. Pensé que era totalmente injusto que, aunque Jenks y yo fuésemos socios, yo fuese la única que me llevaba la bronca cuando nos metíamos en problemas. Los pixies nunca son responsables de sus actos. Pero también es cierto que tampoco se solían implicar tanto en los asuntos de la «gente importante». —Si lo hubiese arrestado en cualquier otro sitio me habría matado —dije mirándome el dedo y tirando un poco de café al quitar la tapa. Furiosa conmigo misma, absorbí el riachuelo con mi bolso gastado antes de que me gotease en el vestido. Joder, me sentía como uno de esos chiflados que deambulan por la plaza Fountain, con mi bolso raído, mi regalo envuelto con el foco dentro y un vestido que costaba más que un semestre de matrícula. —Si estuvieses muerta mi vida sería más fácil. —Edden tenía la cara tensa cuando se inclinó para coger su café—. ¡Escucha eso! —dijo señalando el vestíbulo oculto tras las persianas—. Mi gente no sabe cómo manejar esto. ¡Por eso existe la SI! ¿Y tú vas y los traes a todos aquí? ¡¿Me los traes a mí?! —Pensé que sabías lo que iba a hacer —dije—. Glenn… Edden levantó la mano y yo corté la frase. La expresión de ira desapareció dejando paso a un lastimero orgullo por su hijo adoptado. —No —murmuró bajando la mirada a la mesa—. Traspapeló la documentación con las solicitudes para el picnic de la empresa. Y, por cierto, estás invitada. —Gracias —dije, preguntándome si entonces seguiría viva. Deprimida, bebí un sorbo de café y me alegré de que la AFI tuviese en orden sus prioridades y comprase buen material. Edden frunció el ceño. Su orgullo porque Glenn mejorase el sistema haciéndolo más justo se desvaneció y volvió a aparecer la ira. —Kalamack dejó la casilla de especies en blanco en su declaración —dijo—. ¿Sabes lo que significa eso? —Yo tomé aire para responder, pero él se apresuró a hacerlo por mí—. Significa que no va a decir si es inframundano o humano y está aceptando la jurisdicción de la AFI. Yo me tengo que ocupar de esto. ¡Yo! ¿Y tú quieres que te pague por echarme encima toda esta mierda? Yo apreté la mandíbula. —Ha quebrantado la ley —dije acaloradamente. El humano, que rara vez se ponía en plan déspota, suspiró moviendo todo el cuerpo. —Sí, así es. Estuvimos un momento en silencio y luego Edden le quitó la tapa al café. —Tengo a Piscary en mi vestíbulo —dijo con aspereza—. Dice que quieres hablar con él. ¿Cómo se supone que voy a mantenerte con vida hasta que declares si Piscary viene a mi departamento a matarte? Miré a Jenks, que estaba empezando a despedir una leve estela de polvo brillante por los nervios. —Piscary no ha venido aquí a matarme —dije ocultando los temblores con un sorbo de café—. Yo le pedí que viniese. Quiero conseguir su protección para mí y para Kisten. Edden se quedó muy quieto mientras yo, con un enorme sentimiento de culpa, bebía más café y

dejaba el vaso de nuevo sobre la mesa. La acidez de la bebida me llegó al estómago y me lo revolvió. Piscary era un chiflado enfermo… y también el único que podía protegerme y anular el regalo de la sangre de Kisten. —¿Vas a comprar la protección de Piscary? —Edden sacudió la cabeza y las pocas arrugas que tenía se hicieron más profundas—. Te quiere matar. Tú lo metiste en la cárcel. No va a olvidarse de eso solo porque ahora esté fuera. Y se comenta que ha regalado la sangre de tu novio. —Dejó de mirarme a los ojos, avergonzado—. Rachel, lo siento. No puedo hacer nada con respecto a eso. Me invadió un intenso sentimiento de traición, de pérdida de inocencia. Sabía que no se podía hacer nada para evitar que Piscary se saliese con la suya por tratar a Kisten como a una caja de bombones pero, maldita sea, se suponía que esa gente era la que tenía que protegernos de los malos. Odiaba aquello, pero lo que más odiaba era que tenía que trabajar en un sistema tan corrupto como ese para que no me matasen. Como si tuviese más alternativas. —Lo siento —repitió Edden y yo lo miré con arrepentimiento para hacerle ver que comprendía su postura. Joder, si estaba justo a su lado. Jenks agitó las alas y yo abrí la raja del vestido para enseñarle el paquete que estaba entre mis pies. Vistas desde arriba, mis botas de puntera parecían realmente viejas, pero me alegraba de llevarlas puestas. —Tengo algo que desea más que la venganza —dije, rezando para no haber sobrestimado su valor. Aunque aquello me crispaba cada fibra de mi ser, tenía que funcionar. Tenía que funcionar. Edden se inclinó hacia delante para mirar el paquete envuelto en papel azul y luego se recostó en la silla. —No quiero saber lo que hay ahí dentro. De verdad que no. Lo volví a tapar con el vestido. —Pensé que esta era la forma más segura de ultimar un acuerdo con Piscary —dije dócilmente. —¿En mi oficina? —me gritó. —Bueno… —dije yéndome por la tangente—. ¿Quizá en una sala de reuniones? Edden abrió los ojos de par en par por el descrédito y yo empecé a enfadarme un poco. —Edden —dije con voz zalamera—, no tengo otro sitio adonde ir. Kalamack es responsable de las muertes de esos hombres lobo. Yo estoy intentando salvar mi propio culo con esto. Lo único que tengo que hacer es nadar entre la mierda y conseguirlo. Entonces, ¿me vas a lanzar un salvavidas o tendré que nadar como un perrito para conseguirlo por mí misma? Él inclinó la cabeza para mirar el reloj de la pared que tenía detrás. Casi podía leer sus pensamientos. ¿Por qué no habría esperado unas cuantas horas hasta que estuviese más tranquilo? —Me gustaría que me incluyeses en tus procesos mentales —dijo con sequedad. —Mira, haz como si siguieses en el ejército —dije. Me parecía que nuestra conversación estaba llegando a su fin. —Sí —dijo soltando una risa sarcástica mientras se ponía de pie—. Estaría más seguro en primera línea de combate que trabajando contigo. —Cogió su café y señaló la puerta—. Después de ti. Cuanto antes acabemos con esto, antes podré irme a casa. Las alas de Jenks volvieron a cobrar vida y me puse en pie, tomándome un momento para coger el regalo, el bolso y recuperar la compostura. Las mariposas de mi estómago se habían convertido en luciérnagas y me lo oprimían. Edden abrió la puerta y, al escuchar el ruido, me quedé plantada pensando en qué medida necesitaba sentir el peligro para recordarme a mí misma que estaba viva.

¿Una yonqui de la adrenalina? Me daba vergüenza admitir que Jenks probablemente tenía razón. Explicaría muchas cosas que yo descartaba sin más solo por ser una forma de vida estúpida. No pude evitar preguntarme si habría sopesado mal el riesgo esta vez y si todo eso acabaría volviéndose contra mí. Pero parte de aquello no era culpa mía. Jenks aterrizó sobre mi hombro y dijo: —La idea de abrir una tienda de hechizos ya te va pareciendo una idea mejor, ¿no, Rachel? —Cierra el pico, Jenks —murmuré, pero lo dejé estar donde estaba… lo necesitaba. Edden se paró delante de la mesa de Rose y echó un vistazo al remolino de agentes que intentaban ocuparse de los inframundanos enfadados. Parecía que lo llevaban bien. Quizá los ensayos que Edden me había pedido que escribiese para su manual estuviesen dando sus frutos. Piscary estaba de pie bastante cerca de mí, mirándome con sus ojos inquisidores y agarrando de forma posesiva a Ivy mientras Skimmer hablaba en calidad de abogado con una mujer nerviosa que sujetaba entre sus brazos una carpeta. Todos estaban sentados y se me encogió el corazón al ver la mirada perdida de Ivy. Era como si no estuviese allí. Podía verse a los equipos de noticias a través de las ventanas negras y las luces brillaban en la niebla mientras se apretujaban al otro lado de las puertas como aspirantes a famosos intentando entrar en un club. —Quería decirte que llevas un vestido muy bonito —dijo el capitán sin mirarme mientras oscilaba del talón a la punta del pie con las manos detrás de la espalda—. Las botas le dan un toque especial. Yo las miré y suspiré. —Me duele el pie. Ayudan. —El pie, el brazo, la espalda… todo me dolía una barbaridad. Me sentía como si me hubiese peleado, no dormido en el sofá de Ivy. Dios, espero que esté bien. Edden se rio entre dientes por mi sarcasmo. —Pensé que simplemente te gustaba caminar con ellas. —Se giró y le hizo un gesto a un agente que parecía menos ocupado que el resto—. Espero que puedas encontrar una solución para lo de tu novio. Jenks agitó las alas más rápido. —Gracias —dije apartándome con cuidado un mechón de pelo. —¿Por qué no te buscas a un brujo majo? —dijo Edden dando un paso atrás para dejar pasar al agente—. Aprovecha esta oportunidad para poner algo de espacio entre tú y el señor Felps. Me importas, ¿sabes? y odio verte metida en política de vampiros. La gente muere cuando hace eso. No pude evitar sonreír. —Vaya, gracias, papá. ¿Puedo recuperar el permiso de conducir? Le brillaron los ojos. —Estás castigada sin salir hasta que limpies tu habitación y lo sabes. Oí un resoplido procedente de mi hombro, pero Jenks estaba demasiado cerca y no podía verlo. ¿Limpiar mi habitación? Supongo que era una metáfora adecuada. La verdad es que había puesto la ciudad patas arriba. El agente que Edden había sacado de la melé se detuvo ante nosotros expectante y Edden le dijo que se acercase. —¿Dónde está Kalamack? La señorita Morgan necesita una sala y no quiero que esté cerca de él. Resoplé con mal humor sintiéndome insultada y el hombre me miró como pidiendo disculpas. —Está en la cinco, pero la tres está disponible —dijo.

—De ninguna manera —dije con sequedad—. No pienso meterme en una sala de interrogatorios pequeña con Piscary. Quiero una sala de conferencias en la que pueda meter a algunos testigos. —Y patearles el culo a algunos vampiros si fuese necesario. Edden se cruzó de brazos. —¿Testigos? —Testigos —dije agarrando el foco con más fuerza. Esto no funcionaría a menos que todo el mundo supiese que ya no tenía el foco—. Quiero al señor Ray y a la señora Sarong. —Me giré para ver las oficinas abiertas, cada una de ellas ocupada por un inframundano beligerante y uno o dos agentes de la AFI nerviosos pero tenaces—. Quen —dije al verlo solo hablando por teléfono como si nada de aquello fuese con él—. Y Al —terminé. El demonio estaba ligando con la recepcionista, ahora radiante por llamar la atención de alguien que ella pensaba que era un soltero rico con esmoquin. El padre de Ellasbeth, tan íntegro, estaba detrás de él y parecía listo para sacar su chequera allí mismo si aquello ayudaba a que su hija pudiese casarse. —¿Al? —dijo Edden siguiendo mi mirada hacia su recepcionista, que le estaba dando su número al hombre sonriente—. Ese es el señor Saladan. Piscary dijo que lo exorcizó y le quitó el demonio de dentro. Mi gente lo ha visto bajo el sol. Yo sacudí la cabeza mientras sentía la mirada de Al caer sobre mí. —Piscary miente. Sigue siendo Al. El agente de la AFI con la carpeta se puso pálido. —¿Eso es un demonio? —chilló. Edden frunció el ceño. Nos puso una mano en el hombro a cada uno, nos giró para que estuviésemos de espaldas a la sala mientras echaba un vistazo a la gente que nos rodeaba para decidir si lo habían escuchado. —Rachel —dijo en voz baja pero firme—. No estoy preparado para ocuparme de esta situación. Sentí el calor de su mano a través del encaje y tuve un escalofrío. —Yo tampoco, pero aquí estoy. Puedo hacer esto, Edden. Solo necesito una sala tranquila. Tu gente no tendrá que hacer nada. Nadie va a resultar herido. —Pero tampoco podía prometerlo. Él estaba pensando en silencio. Miró el paquete que yo tenía en las manos con gran preocupación y luego se dirigió al agente que estaba con nosotros y le dijo: —¿Está muy desordenada Camelot? ¿Camelot?, pensé yo, y el hombre en cuestión se movió con nerviosismo. Pude oler su miedo, y también Piscary, que lo estaba mirando. —Está lleno de correo —dijo el agente—. El boletín informativo de junio todavía no ha salido. Edden frunció el ceño más todavía. —Es la única sala donde pueden caber todos y que tiene una luna efecto espejo. —¡Una luna efecto espejo! —le espeté—. Quiero una sala, no una audiencia con la AFI. —No voy a dejarte entrar en una sala sola con esa gente —dijo Edden—. Tú me metiste en esto, Morgan, y lo vas a hacer a mi manera. Jenks re rio disimuladamente y yo incliné la cadera, adoptando una actitud negativa vestida de encaje negro y con botas de puntera. —Vale —dije, consciente de que estaba a merced de él. Satisfecho, Edden acercó a él aún más al agente de la AFI. —Coge a un par de tíos e id a quitar las cosas de encima de la mesa. Y que alguien vaya a buscar a

las personas de la lista de la señorita Morgan. Se me enfrió el cuello cuando Jenks despegó. —Los iré a buscar yo —dijo, ofreciéndose, y el agente de la AFI pareció liberado. Edden iba a protestar, pero al ver a Jenks ya delante de los dos lobos, vaciló. Piscary era el siguiente, y les siguió el paso. Desde su esquina, Quen cerró el teléfono y se balanceó hacia delante antes de que Jenks lo alcanzase; le hizo un gesto de afirmación al pixie. Al se dio cuenta del éxodo masivo y se unió a ellos, besando antes la mano de la recepcionista a modo de despedida. —Maldita sea —dijo en voz baja Edden mientras me cogía por el brazo y me conducía a la parte superior del pasillo delante de ellos—. Necesito contratar a un pixie. No pude evitar sonreír. —Salen caros —le advertí. Nos adentramos en las reconfortantes paredes blancas y el ruido a nuestras espaldas se aplacó. —Pensé que trabajaban por agua con azúcar y néctar —dijo Edden, y yo reduje el paso al darme cuenta de que estábamos pasando junto a las salas de interrogatorios. —Me refiero en cuestión de lealtad —aclaré, haciendo que se detuviese cuando encontré la sala de Trent. Del otro lado de la puerta procedía un suave murmullo y, al ver mi expresión, el rostro de Edden se endureció. Había una persona más que quería que estuviese presente. Quen no era suficiente. Quería a Trent. —No —dijo Edden. Era evidente que sabía por qué me había parado. Luego se puso contra una pared cuando los lobos, Al, Quen y Piscary nos adelantaron en un silencio expectante. Los tacones de la señora Sarong repicaban con elegancia y Al me miró sonriendo por encima de las gafas de sol. Quen iba en silencio, con los hombros en tensión debajo de la carísima tela de su esmoquin. Jenks iba con ellos y le hice un gesto con la cabeza mientras se iba a trabajar como si fuese mis oídos. Skimmer e Ivy iban con Piscary y se me encogió el corazón al ver que Ivy ni se inmutó cuando intenté mirarla a los ojos. Parecía pálida y vacía, su cara perfecta seguía inexpresiva y hermosa y ella estaba preciosa con su sofisticado vestido gris. Me dolía verla así y el recuerdo de su voz resonó en mi cabeza, el sonido roto de cuando me había rogado que la apartase del sol después de que Piscary hubiese violado su cuerpo y su sangre y pensaba que estaba muerta. Me retiré y me contuve para no sacudirla con el fin de que reaccionase. Piscary sonrió con satisfacción al ver mi dolor y le puso la mano en la nuca mientras la guiaba. Esperé hasta que giraron la esquina. ¿Cómo no iba a hacer nada? ¿Cómo podía quedarme allí y verla marcharse sin hacer nada? Era mi amiga. Joder, era más que eso. Y con ese pensamiento, sentí como se me enfriaba la cara. Kisten e Ivy me ofrecieron la misma oportunidad de encontrar el éxtasis con la sangre. La oferta de Kisten venía envuelta de una manera con la que mi educación no tendría problemas en lidiar, y aun así le había dicho que no. Una y otra vez. Mientras tanto, corría hacia un desastre intentando luchar contra mis ideas preconcebidas de mí misma y el riesgo de muerte para encontrar lo mismo con Ivy. ¿Por qué? Cerré los ojos para excluir al mundo mientras le daba vueltas a aquello. Quería algo duradero con Ivy. Sí, esa primavera me había enfrentado a la idea de que probablemente me había mudado a la iglesia deseando inconscientemente que me mordiese. Es verdad que la había rechazado unas cuantas veces antes por miedo, pero no podía permitirme volver a hacerlo si el incidente de la furgoneta de esta primavera era una señal. No me disculpé por querer intentar establecer un equilibrio de sangre

con ella. Pero solo ahora me daba cuenta de lo que eso significaba. Estaba hablando de un compromiso de por vida. Que no implicase sexo no lo convertía en menos importante o duradero. —De ninguna manera, Rachel —dijo Edden, y yo lo miré con pánico hasta que me di cuenta de que estaba hablando de Trent, no de la posibilidad de que Ivy y yo estuviésemos juntas. Unidas por sangre y por amistad. Pero que aquello no sustituyese necesariamente a una relación secundaria y más tradicional con un hombre (¿con Kist?) no hacía más que aumentar el factor miedo. Edden inclinó la cabeza, confuso al ver mi cara de susto, y yo bajé la mirada. Estaba mareada. Mierda, ¿por qué siempre escogía los mejores momentos para darle vueltas a la cabeza? —Necesito que venga Trent —dije, apretando el foco contra mi estómago—. Si no me ve darle esta cosa a Piscary no me beneficiará en nada. Edden torció la cara haciendo que le sobresaliese el bigote. —Quen se lo puede decir. Entonces se abrió la puerta de la sala de interrogatorios interrumpiendo nuestra discusión. El agente de la AFI se paró, pero era demasiado tarde, Trent lo había seguido hacia la puerta acompañado por un segundo hombre de traje. Su abogado, probablemente. Trent no parecía él, aunque no había cambiado nada significativo. Seguía vestido con sus galas nupciales y seguía caminando con gracia; pero había una cautela espeluznante que ya había visto antes. De repente, me miró con la intensidad habitual, pero había algo nuevo en su odio gélido. Inquietantemente controlado, se puso recto y ocultó la fatiga que le provocaban sus esfuerzos por mentir para librarse de sus atroces crímenes. —Trent tiene que estar allí —espeté, intentando enredar más las cosas—. Es un miembro del consejo hasta que lo declaren culpable y tiene que estar presente. Esto tiene que ver con la seguridad de la ciudad. ¿Quieres esperar a que aparezca alguien más? Eres bastante bueno si crees que puedes poner a un señor de los vampiros en una sala con dos lobos alfa, un demonio y… lo que sea Quen — dije al recodar que tenía que mantener en secreto su herencia élfica. —Rachel… —me advirtió Edden, pero le había dado a Trent lo que necesitaba. —Si hay un problema de seguridad ciudadana tengo derecho a estar presente —dijo, recuperando un mínimo de su habitual presencia almidonada. Trent no sabía lo que iba a hacer pero estaba claro que intentaba incluirlo y, a pesar de que probablemente quería liquidarme por haberlo arrestado, seguiría adelante. Cada cosa a su tiempo. El agente y el hombre del traje que lo flanqueaban hablaron entre susurros y, cuando el tío de la AFI se encogió de hombros, Edden suspiró. —Maldita sea, Rachel —murmuró, apretándome el hombro—. Yo no hago las cosas así. Cansada, no dije nada mientras esperaba su decisión. Me puse a pensar en Ivy y luego en Kist. El rechoncho exmilitar se frotó la barbilla con la mano y adoptó una postura más firme. —Estaré ahí dentro con otros dos hombres. —Solo tú, y puedes esposarlo a una silla si quieres —repliqué. Trent frunció el ceño aún más hasta arrugar la frente. Todos nos tuvimos que pegara la pared para dejar pasar a tres agentes de aspecto apurado que transportaban cajas con sobres y papeles azules. Al parecer la sala estaba recogida y yo empecé a ponerme nerviosa otra vez. —De acuerdo —dijo Edden con acritud—. Señor Kalamack, ¿le importaría acompañarme? Parece que la señorita Morgan quiere tener una reunión municipal. Retomaremos su proceso en cuanto nos sea posible para que pueda reunir su fianza.

¡Fianza!, pensé. Ni se me había pasado por la cabeza que se la ofreciesen. Trent vio mi expresión de sorpresa y se permitió hacer una mueca de suficiencia. —Gracias, capitán. Se lo agradecería. Jenks entró volando en el pasillo y se quedó suspendido junto a la puerta. —De acuerdo, Rachel. Son todos tuyos. Míos, pensé mientras intentaba tranquilizarme y seguía a Edden y a Trent. Pero ¡por los zapatitos rojos de Campanilla!, ¿qué se suponía que iba a hacer con ellos ahora que los tenía a todos reunidos?

35.

Edden escoltó a Trent a la habitación por delante de mí. Yo vacilé en el vestíbulo y me enderecé el cuello de encaje del vestido, me metí detrás de la oreja un mechón de pelo, me colgué al hombro el bolso, apreté más fuerte el regalo y deseé poder ir corriendo al baño. —Tienda de hechizos —dijo Jenks para picarme desde mi hombro, y yo hice un ruido desagradable. Los presentes mostraron una leve conmoción al ver aparecer a Trent. Aquello no se iba a poner más fácil. Consciente de que Ivy estaría allí, enderecé los hombros y entré. Revisé la sala y vi de dónde venía el nombre de Camelot. Había una mesa redonda con su semicírculo de sillas para asistentes que ocupaba el lado derecho de la habitación grande y rectangular. Entre ella y la luna de efecto espejo, a mi izquierda, había un espacio amplio que me dio la impresión de ser un escenario. Al fondo a la derecha había una barra manchada de café con un fregadero, cubierta con cosas que cualquiera podría utilizar para hacer una presentación: pinzas para papeles estropeadas, tapas de informes rayadas, perforadoras de papel de tres agujeros y una guillotina gigante que parecía que podía cortar leña para una hoguera de campamento. Piscary e Ivy estaban sentados al fondo, cerca de la barra, y la esbelta Skimmer estaba de pie sumisamente detrás de ellos con su traje de oficina completamente negro. Me invadió un poco de nerviosismo que luego se convirtió en desprecio por mí misma. Iba a comprar protección del mismo hombre que había abusado de Ivy y que había regalado la muerte de Kisten a alguien como obsequio de agradecimiento. Pero ¿qué otra opción tenía? Alguien poderoso tenía que guardar el foco. No importaba si me gustaba o no, si podía mantenernos a Kisten y a mí vivos y evitar una lucha de poder a nivel mundial en el inframundo. Los dos lobos estaban sentados cerca de la mitad de la mesa, frente a la puerta. Al verme entrar, la señora Sarong tiró del señor Ray para devolverlo a su silla antes de que hiciese alguna tontería. Trent estaba sentado junto a la puerta, con Edden revoloteando sobre él. El elfo no estaba esposado. Frente a ellos estaba Quen de pie con los brazos cruzados sobre el pecho. Estaba estupendo con su esmoquin-uniforme. Entonces me fijé en Al. Era la viva imagen de la elegancia con aquel esmoquin negro, de pie dándome la espalda ante el falso espejo. El demonio respiraba fuerte sobre el espejo para empañarlo y utilizaba un dedo enguantado para escribir símbolos de líneas luminosas incomprensibles para mí. No quería ni imaginarme el miedo que estarían sintiendo los hombres y las mujeres que estaban al otro lado del cristal. Al se giró y me miró por encima de sus gafas de sol redondas. —Rachel Mariana Morgan —dijo arrastrando las palabras. Su acento demostraba que, a pesar de parecerse a Lee, era Algaliarept—. Verte esposar a Trent ha sido extremadamente entretenido. ¿Cuál será tu próximo truco? Echando fuego por los ojos junto a la señora Sarong, el señor Ray gruñó: —¿Sacarse un conejo en llamas del culo, quizá? Quen esbozó una sonrisa y yo me adelanté, haciendo ruido con las botas y el vestido. Jenks se fue de mi hombro a las luces del techo con un ligero zumbido. Solo Quen y Al vieron como se iba, ya que el resto no tenía ni idea de qué nivel de amenaza significaba él allí arriba. Me sentía estúpida con

aquel vestido, pero todo el mundo estaba demasiado elegante. Intenté llamar la atención de Ivy al ponerme junto a la mesa a poca distancia, con Trent entre Al y yo. Pero no levantó la mirada. Miraba fijamente a la nada con un rostro pacífico e inexpresivo. Skimmer dejó ver su odio y yo ignoré a la hermosa y sofisticada vampiresa rubia. Dejé el paquete y el bolso sobre la mesa y los junté mientras ordenaba mis ideas. —Gracias por reunirte aquí conmigo, Piscary —dije, obligándome a soltar la mano de mi antebrazo dolorido—. Eres la cosa más repugnante que he visto en mi vida, pero espero que podamos llegar a un acuerdo. —Dios, ¡qué hipócrita soy! Piscary sonreía mientras le acariciaba la mano a Ivy y, cuando Al tomó aire para decir algo, me di la vuelta. —Cállate —le pedí, y él resopló, aunque sabía que pensaba que todo se trataba de una broma—. Estás aquí como testigo. Todos sois testigos. Eso es todo. Todo el mundo se revolvió con nerviosismo en sus sillas excepto Quen y, satisfecha, puse la mano sobre las cosas que tenía en la mesa e intenté no pensar en mi vejiga llena. —Vale —dije, y Trent sonrió mofándose de mi nerviosismo—. Como probablemente se habrán imaginado, todavía tengo el foco. El señor Ray se puso rígido y la señora Sarong le apretó más fuerte la muñeca. —Trent, me imagino que tú lo quieres para una maniobra de poder, ya que me ofreciste una cantidad de dinero disparatada por él. —Y mataste a tres lobos, pero bueno, ¿por qué sacar a colación eso ahora? —Nosotros doblamos su oferta —dijo la señora Sarong secamente, y Trent se echó a reír, con amargura y mofándose de ella. Era algo nuevo para él y no le gustaba, precisamente. La mujer se puso granate y el señor Ray se encogió, con aire de estar incómodo. —No está a la venta —dije antes de que me interrumpiese nadie más y luego me dirigí a Piscary —. Piscary, tú quieres verme muerta por razones obvias —añadí—, y probablemente ahora Trent también. —No te olvides de mí, cariño —dijo Al dándole la espalda al espejo—. Yo solo te quiero durante una hora. Una hora y todo esto acabará. Jenks agitó las alas a modo de advertencia y yo me tranquilicé a mí misma. —No —dije, aunque me estaba empezando a doler el estómago. Una hora con él sería una eternidad. El señor Ray se zafó de la mano de la señora Sarong. —Dámelo a mí o te perseguiré como un animal y lo cogeré yo mismo. —Luego el hombre dio un respingo y la sonrisa de la señora Sarong me hizo especular sobre lo que le había hecho por debajo de la mesa. Del techo cayó polvo dorado de pixie que cubrió temporalmente al lobo con un haz de luz y el señor Ray miró hacia arriba sorprendido, ya que se había olvidado de Jenks. Me pregunté si tendría picores y sonreí. —Sí —dije con sequedad—. Por eso estoy hablando con Piscary y no con usted. Hubo un silencio repentino y el señor Ray se puso de pie de un brinco. —¡No! —gritó con su cara redonda encendida—. Serás perra. No puedes dárselo a ese no muerto cabr… —Cierra la boca —dijo Quen—. Escucha antes de llamar a filas a tu ejército, no sea que pierdas a tus aliados.

Oh, aquello sonaba genial. Pero al menos había silencio. Cambié el peso de mi cuerpo a la otra pierna y miré a Al, que estaba empezando a llegar al nivel de cabreo de la señora Sarong; luego a Trent que, claramente, estaba cabreado y pensando; y, por último, miré a Piscary. El vampiro no muerto sonreía como el dios benevolente que se creía. Puso una de sus manos doradas sobre la piel pura y pálida de Ivy y me imaginé que pensaba que quería cambiar el foco por ella y por Kisten. Quería, pero Keasley tenía razón. Ivy tenía que marcharse por su propio pie o nunca sería del todo libre. —Se lo daré a Piscary —dije mientras sentía las gotas de sudor bajándome por la espalda—. Pero quiero algo a cambio. Todas las miradas se posaron en mí y Piscary sonrió más abiertamente. Pasó un brazo por detrás de Ivy y la acercó a él con suavidad. Ella ni siquiera parpadeó. —Ivy es mía —dijo él. Me tembló el aliento al expulsarlo. —Ivy es dueña de sí misma. Quiero que rescindas el regalo de sangre en que has convertido a Kisten, que lo vuelvas a aceptar en tu camarilla y que nos protejas a ambos de esos paletos —dije inclinando la cabeza para señalar al resto de los presentes—. También quiero que me devuelvas mi iglesia y la libertad para seguir con mis negocios sin tu interferencia. Trent se puso tenso. Quen descruzó los brazos y adoptó una postura más equilibrada. Al se giró por completo dando la espalda al espejo en el que estaba escribiendo los símbolos de líneas luminosas. Y Piscary parpadeó sorprendido. —¿Kisten? —murmuró con tono interrogativo—. ¿Quieres… a Kisten? —Sí, quiero que vuelvas a proteger a Kisten —dije con tono beligerante—. ¿Cancelarás el regalo de su sangre o no? Piscary emitió un ruidito de sorpresa mientras se lo pensaba. Luego, como si estuviese pensando ahora en otra cosa, dijo: —Tendrías que dejar de perseguirme, por supuesto. —Eso no es justo —protestó Al indignado—. Yo estoy intentando hacerme con el negocio del juego y de la protección de Cincinnati y eso te daría una ventaja injusta. Yo también quiero tener una bruja en nómina. Yo apreté los dientes. No pienso trabajar para Piscary. No lo haré. —Puedo intentarlo —le dije a Piscary—. Pero dependerá de lo que me cabrees. El hombrecillo vestido con ropa tradicional egipcia unió las manos y levantó los dedos con aire pensativo. —¿Quieres que anule el regalo de Kisten, que lo acoja de nuevo en mi gracia, que te garantice protección de todos ellos… —dijo con un gesto elegante— y seguir estando sujeto a tu sentido único de la indignación moral? Al hizo resonar sus zapatos contra el suelo y todo el mundo se puso tenso al verlo acercarse a la mesa. Estaba claro que disfrutaba al ver a la gente incómoda con su presencia, y se sentó con un movimiento provocativo a la cabeza de la mesa. —Lo volveré a repetir, Rachel Mariana Morgan. No te cortas a la hora de pedir cosas. Deseé que dejase de utilizar todos mis nombres a la vez. —Mira —dije al ver a Edden más relajado ahora que el demonio estaba sentado—, sé lo que es el foco, lo que hace y que funciona. Lo tengo y no lo voy a dar sin obtener nada a cambio. —Entonces

miré a Trent—. Y el dinero no me mantendrá con vida. —Yo puedo mantenerte viva —dijo él con su voz gris llena de seguridad, aunque Edden estaba justo detrás de él para meterlo en una celda si no conseguía reunir el dinero de la fianza—. Me infravaloras si crees que no puedo hacerlo. Yo hice una mueca al recordar como me había ofrecido una isla para sacarme de la ciudad y de su yugo. Todavía no sabía por qué. Quizá porque sabía que mi sangre podía avivar la magia demoníaca. Pero a él le daba miedo la magia negra. Aquello no tenía sentido. —Gracias, pero no —dije con un tono cortante—. Prefiero negociar con los no muertos. —La señora Sarong estaba mirando mi bolso como si quisiese cogerlo y yo lo acerqué más a mí—. El foco provocará más confusión que la Revelación. No puedo destruirlo sin invocar la magia demoníaca y, a pesar de lo que todos creéis, la evito siempre que puedo. —Respiré hondo y me dirigí a Piscary—. Supongo que lo mantendrás oculto y a este lado de las líneas para que los hombres lobo no destronen la superioridad de los vampiros —dije, y él asintió. La luz se reflejaba en su cuero cabelludo afeitado. —¡No son superiores a nosotros! —gritó el señor Ray, y la señora Sarong apartó su silla en una muestra de distanciamiento de él, claramente cansada de su falta de educación. —¿Y por eso lo deseas tanto? —dije con acritud—. Sin el foco sois los segundos, quizá los terceros de la cadena alimenticia. Asúmelo como todo el mundo. La tensión había endurecido todos mis músculos. Estaba perdiendo el control. Edden tenía un arma, pero allí dentro había dos depredadores y un guerrero álfico, todos mortíferos por sí mismos. Solo Piscary parecía seguro de sí mismo. —Tienes miedo —susurró. Estaba empezando a desaparecer el borde marrón en sus ojos—. Hueles tan… bien. Sentí la adrenalina por todo mi cuerpo, seguida del recuerdo de él sujetándome contra el suelo de su apartamento, lamiendo la sangre de mi codo y llegando hasta el cuello. —Y tú apestas como la carroña de tres días debajo de esas feromonas y de esos hechizos de brujo. ¿Tenemos un trato o no? —Quizá —dijo él brevemente—. Pero pides demasiado. Voy a estar muy ocupado intentando mantener bajo control a esa bola peluda de perdición —dijo mirando a Al, sonriendo cada vez más hasta mostrar los colmillos—. Por eso me dejaron salir. Tengo que cumplir mis servicios a la comunidad. Detrás de él, Skimmer se revolvió incómoda y él la miró con nerviosismo. —¿Te refieres a Al? —pregunté yo cuando el demonio se inclinó hacia atrás y puso sus brillantes zapatos de vestir sobre la mesa con aire de satisfacción—. Sin problema. Lo devolveré a siempre jamás en cuanto haga una llamada telefónica interdimensional. Yo no practicaba magia demoníaca. No lo hago. —¡Serás zorra! —juró Al golpeando el suelo con los pies al levantarse. Se le cayeron las gafas y las buscó a tientas—. ¡No puedes hacerlo! ¡No conoces ningún nombre de invocación, excepto el mío! Edden se movió y sacó su arma. Desbloqueó el pestillo de seguridad y Al se detuvo y dio un traspié al recordar que no se podía convertir en neblina. Quen estaba tenso y Trent estaba rígido en la silla. Yo era quien estaba más cerca de él, pero sabía que no protegería su anticuado culo de elfo. Además, me estaba mirando como si me hubiesen salido de repente alas negras con una cola y unos

cuernos a juego. Piscary, sin embargo, estaba más tranquilo y sereno que nunca. Detrás de él estaba Skimmer, que por fin parecía asustada, e Ivy, que parpadeaba mostrando unas leves arrugas de preocupación en la frente. Frente a Piscary, ahora Al era débil, atrapado en el cuerpo de un brujo y capaz de hacer solo lo que podía hacer Lee. —No puedes desterrarlo —dijo serenamente el vampiro no muerto—. No mientras esté poseyendo a otra persona. Yo levanté un hombro con un movimiento nervioso. —Hay alguien en siempre jamás que me debe un favor. Al ha venido aquí huyendo de un problema. Si doy un silbido vendrá alguien para recogerlo. —¡Pedazo de puta! —gruñó Al, que se detuvo cuando Edden lo apuntó con el arma—. Solo conoces a Newt y Newt no tiene nombre de invocación. ¿Quién te dio su nombre? —¿Ha vuelto a siempre jamás? —dijo Piscary, sonriendo otra vez y mostrando sus colmillos. —Y está fuera de tu territorio. —Me temblaban los dedos y miré a Trent, molesta por su mirada de terror—. Territorios —añadí para hacerlo plural, ya que no me gustaba que Trent pensase que hacía tratos con demonios—. Trent, haré eso por ti gratis. Trent sacudió la cabeza y su hermoso pelo flotó con la brisa del aire acondicionado. —Tratas con demonios —susurró y luego miró a Quen, como si se sintiese traicionado. Todo el mundo que él pensaba que era intachable no lo era. Parecía que Trent tenía sus propios problemas. —No es así —dije abriendo la boca y dejando de apretar los dientes antes de provocarme dolor de cabeza—. Alguien de siempre jamás me debe un favor. ¿Tienes algún problema con que pida que me devuelvan un favor para librarme de Al? Su confianza se tambaleaba y Trent preguntó: —¿Qué le diste a un demonio para que te deba un favor? Con el estómago contraído, me giré hacia Piscary. —¿Tenemos un trato o no? El vampiro sonrió y sentí un escalofrío. —Por supuesto que sí. Al gruñó y, mientras Edden lo retenía a punta de pistola, yo empujé el paquete sobre la mesa hasta que llegó al otro extremo. —Mazel Tov —dije, triste, nerviosa e impaciente. —¿Era el regalo? —dijo Trent tartamudeando—. ¿Lo trajiste a la boda? —Sí —dije yo con una falsa alegría. Tenía ganas de vomitar. Comprar la seguridad de Kisten y la mía a Piscary estaba fatal. Pero era eso o negociar con un demonio, y yo prefería mantener limpia mi alma y que mi ética se ensuciase un poco. Supongo. Me sentía sucia. Eso no era lo que yo quería ser. —Hijo de puta… —dijo Al mientras Piscary extendía sus largas manos para cogerlo. —¡Rachel! —gritó Jenks desde el techo—. ¡Agáchate! Contuve el aliento con un siseo y me tiré al suelo sin mirar. Golpeé las baldosas con los antebrazos y vi los pies de Al corriendo hacia mí. Rodé por debajo de la mesa hacia Quen, pero había desaparecido. —¡Al suelo! —gritó la voz de Edden con fuerza e insistencia. Yo estaba debajo de la mesa apoyada en las manos y en las rodillas y me puse tensa esperando un disparo. Pero nunca tuvo lugar. De repente se escuchó un sonido gutural al fondo de la sala y me quedé sin aliento al ver a Al en

el suelo. Piscary estaba encima de él. El vampiro no muerto había saltado al otro extremo de la sala. Me estaba protegiendo. Le había pagado para que me mantuviese con vida y eso estaba haciendo. Conmocionada, me puse en pie como pude. Quen y yo habíamos intercambiado los sitios. El elfo guerrero tenía a Trent contra una esquina junto a la puerta. Edden estaba de pie delante de ellos apuntando a Al con la pistola. Los lobos estaban junto a la barra del fondo con los ojos como platos. Ivy estaba parpadeando desde su silla, mirando su reflejo en la distante luna de efecto espejo, ignorando los intentos de Skimmer por ponerla de pie y llevarla al fondo de la sala. La vampiresa tenía los ojos negros de miedo y la boca abierta de terror. Olía a ámbar quemado y me toqué la ropa en busca de daños. Pero entonces lo vi. El pomo de la puerta estaba derretido. No íbamos a salir de allí en un buen rato. Oh, Dios. Quería vivir. Las luces de la sala que estaba al otro lado del espejo estaban encendidas y alguien intentaba romper el cristal con una silla. Con el corazón a mil, me retiré hacia la pared sin dejar de mirar a Piscary y a Al. —¡Jenks, apártate! —grité cuando vi la chispa de polvo de pixie. Gruñendo y enseñando los colmillos, Piscary se enfrentaba con Al. El demonio estaba en gran desventaja en aquel cuerpo de brujo y me quedé fría al darme cuenta de que Piscary lo tenía. Me puse de pie aturdida cubriéndome el cuello con la mano mientras el vampiro hundía sus colmillos. Al bramó y consiguió meter primero un brazo entre ambos y luego una rodilla. Con un grito de dolor, intentó empujar a Piscary, sin conseguirlo. Se me llenaron los ojos de lágrimas al recordar el miedo que se pasaba y al ver el cuerpo del demonio quedarse sin vida con un gemido al empezar a hacer efecto la saliva de vampiro. Me agarré el antebrazo dolorido y miré hacia otra parte. Entonces vi a Trent detrás de Quen. Él también parecía conmocionado. Creo que hasta ese momento no sabía el terror que habíamos sufrido Quen y yo cuando habíamos sido atacados por un no muerto. A ellos no les importaba. Ellos existían para alimentarse. Hablar y caminar simplemente se lo ponía más fácil. Edden estaba pálido pero seguía apuntando con la pistola, esperando. Los golpes en el espejo habían pasado a la puerta. Con un golpe fuerte y repentino, Piscary dejó caer a Al. Se limpió la boca con el reverso de la mano, se quitó los restos con un pañuelo negro y se puso de pie. Tenía los ojos negros. Acababa de comer, pero estábamos atrapados allí dentro con él. Al levantó la mano, pero luego la dejó caer. Había tensión en la sala y Jenks aterrizó sobre mi hombro. Estaba pálido, tan pasmado como el resto de nosotros. —Esto no ha terminado, Rache —dijo con voz de miedo—. Métete en un círculo. Me erguí para invocar una línea y crear un círculo informal, pero un ligero aroma a ámbar quemado me hizo mirar a la parte frontal de la sala. Mierda. Se estaba formando una especie de niebla sobre Al. Al no estaba muerto. Estaba abandonando el cuerpo de Lee ahora que ya no le era útil. Piscary no lo sabía y estaba de pie, mostrándose satisfecho de sí mismo y sonriendo con benevolencia. Cualquier círculo que fuese a crear tenía que tener un comienzo real para resistir a un demonio. Mi bolso y el trozo de tiza magnética estaban en el otro extremo de la mesa. Me subí el vestido y trepé a la mesa para tirar del bolso hacia mí. Mientras retrocedía a una esquina y Piscary avanzaba, busqué a tientas la tiza en el bolso. —¡Rache! ¡Date prisa! —chilló Jenks.

Con el corazón a cien por hora, la encontré y la saqué. Se me resbaló y grité de frustración al verla rodar debajo de la mesa. Me lancé hacia ella pero Quen la cogió primero y nuestras manos cayeron juntas sobre la tiza. —El demonio no está muerto —dijo el elfo, y yo asentí—. Necesito esto —dijo intentando quitarme la tiza de entre los dedos. —¡Maldita sea, Quen! —grité, y luego pegué un chillido cuando unos dedos me rodearon el tobillo y me sacaron a rastras de debajo de la mesa. Me di la vuelta y, al ponerme boca arriba, vi a Piscary. Me enseñó los colmillos y me dio un vuelco el corazón. Sentí algo en el cuello, pero estaba demasiado asustada como para disfrutar con ello. Piscary tenía los ojos cerrados en un éxtasis retorcido, disfrutando de aquello como quien toma el sol. Detrás de él se había formado un remolino de siempre jamás que se condensó formando una imagen del dios egipcio del inframundo, con el pecho suave y descubierto y campanillas colgando de su taparrabos color dorado y escarlata. Nunca pensé que me alegrase tanto de ver a Algaliarept. Una pena que probablemente fuese a matarme después de clavarle una estaca a Piscary. —Piscary —dije sin aliento cuando los ojos de cabra se pusieron rojos y sacó una larga lengua de perro para alcanzar una gota de saliva que le colgaba—. Creo que deberías darte la vuelta. —Eres patética —dijo el vampiro no muerto mofándose y yo contuve el aliento cuando me levantó del suelo. —Solo has matado a Lee, gilipollas —dijo Jenks desde arriba—. No a Al. El vampiro inspiró profundamente oliendo. Yo solté un grito agudo cuando me lanzó por los aires. Salí volando de espaldas y me di un golpe contra los armarios. Me puse una mano en la espalda mientras me esforzaba por respirar. —¡Rachel! —chilló Jenks—. ¿Estás bien? ¿Te puedes mover? —Sí —dije con un tono áspero y casi bizca al mirarlo desde tan cerca. Recorrí la habitación con la vista en busca de Ivy pero no la vi. Alguien gritó. Esta vez no era yo y me puse en pie tambaleándome. »Oh, Dios mío —susurré mientras Jenks revoloteaba a mi lado. Al había cogido a Piscary. Era una visión de las profundidades de la historia: un dios con cabeza de chacal luchando contra un príncipe egipcio con ropajes reales que ajustaba cuentas con el inframundo. El demonio tenía las manos alrededor del cuello de Piscary y sus dedos presionaban la carne del vampiro como si fuese masa, intentando arrancarle la cabeza. Piscary estaba luchando con él, pero ahora que Al estaba en su forma de demonio y cabreado hasta la médula, el vampiro no muerto no tenía posibilidades. Piscary no podía morir. Lo arruinaría todo. —¡Quen! ¡Dame la tiza! —dije resollando y cubriéndome la garganta dolorida con la mano. Tenía que salvar a Piscary. Maldita sea, tenía que salvar a ese ser pervertido, apestoso y que no valía la pena. Desde su esquina, Quen vaciló. —¿A por quién crees que irá Al cuando acabe con Piscary? —exclamé frustrada, y el elfo me lanzó la tiza. Me dio un vuelco el corazón. Mierda, ¿por qué la gente siempre me lanzaba las cosas? No se me daba nada bien cogerlas al vuelo. Pero levanté la mano y sentí el contacto de la tiza con un pequeño golpe de satisfacción. Sin dejar de mirar al dios con cabeza de chacal y al vampiro moribundo, me

puse de cuclillas y tropecé con el vestido mientras dibujaba un círculo a su alrededor lo más grande posible pero sin meterme en medio de ambos. Jenks iba delante de mí y yo seguía el rastro de polvo que dejaba para conseguir hacer el círculo. —Ivy —dije cuando la encontré, de pie y con el rostro impertérrito delante del espejo, mirando su leve reflejo, ajena a todo—. Ve con Quen. Acércate a Quen. Yo no puedo ayudarte. No se movió, y cuando Jenks me gritó que me diese prisa, pasé como un rayo junto a ella rezando para que estuviese bien y maldiciéndome a mí misma por no poder ayudarla. Tuve que gatear por debajo de la mesa para terminar el círculo y, al salir de debajo de ella encontré el extremo inicial del mismo. —Rhombus —dije tomando aire para invocar una línea. El dorado de mi aura fluyó hacia arriba y el negro de la carbonilla de demonio vino justo después para cubrirla. —¡No! —gritó Al con los ojos rojos de furia mientras soltaba a Piscary, pero demasiado tarde. El vampiro cayó al suelo. Todavía consciente, Piscary agarró al demonio por las pantorrillas y lo tiró al suelo. En un abrir y cerrar de ojos, Piscary estaba sobre él arrancándole trozos de carne con sus colmillos. Yo conseguí ponerme de pie, conmocionada, mientras él los engullía para hacer sitio para más, intentando destrozar al demonio hasta que no quedase nada de él. El ruido que hacía era totalmente… aterrador. —Déjalos que se maten —dijo Trent desde la puerta, pálido y tembloroso. —¡Demonio! —grité, incapaz de arriesgarme a llamar a Al por su nombre de invocación—. Te he atado. Eres mío. ¡Vete de aquí y márchate directo a siempre jamás! El dios egipcio gruñó; le caía saliva roja del hocico y tenía el cuello reducido a tiras de carne al aire. Había vuelto a su forma de demonio y era vulnerable. —¡Márchate ya! —pedí y, con su ira resonando por toda la habitación, Al se desvaneció. Piscary cayó donde antes estaba Al y apoyó el brazo en el suelo para sostenerse. Con la otra mano sujetó su cuello roto y se puso en pie. La sala estaba en silencio, excepto por la respiración entrecortada de Skimmer, que casi parecía sollozar. Los lobos estaban en una esquina y los elfos en la otra. Edden estiba desmayado en el suelo junto a la puerta. Mejor que mejor. Si no, seguro que le habría intentando disparar a alguien y lo único que habría conseguido con dio es tener más papeleo del que ocuparse. Miré a Quen con la tiza todavía en la mano. —Gracias —le susurré, y el asintió con la cabeza. Piscary se fue tranquilizando poco a poco, pasando de ser un monstruo salvaje a un simple hombre de negocios despiadado, aunque uno cubierto de sangre. Tenía los ojos completamente negros y me sobrevino un escalofrío por todo el cuerpo. Dio un paso hacia delante y se detuvo al borde de mi burbuja. Se estiró las mangas de su elegante vestimenta tradicional y se limpió el último trozo de carne de demonio de la boca. Estaba claro que estaba esperando. Se me relajó el pulso y, rezando por estar segura, adelanté un pie y rompí el círculo. Joder, había salvado su vida de no muerto. Seguro que eso significaría algo para él. —Podrías haber dejado que me matase —dijo Piscary recorriendo la habitación con la mirada hasta que encontró a Ivy, que estaba de espaldas a él y tocaba su propio reflejo en el espejo. —Ajá —dije jadeando mientras cogía el bolso y metía dentro la tiza—. Pero eres mi billete de vuelta a la normalidad, ¿verdad? Y la única forma de conseguir invertir el regalo de sangre de Kisten. Piscary levantó una ceja.

—No puedo anular mi regalo de la última sangre de Kisten. Y no lo haría aunque pudiese. Kisten necesitaba que le recordasen la razón de su existencia. Y además, habría sido de mala educación. ¿Habría sido?, pensé, quedándome helada. ¿Lo había dicho en pasado? —Kisten… —tartamudeé, sintiéndome atrapada de repente. Me agarré el brazo dolorido y se me revolvió el estómago. Jenks movió las alas con fuerza hasta emitir un pitido que me hizo doler los ojos. Kisten—. ¿Qué has hecho? —Tomé aire con nerviosismo—. ¿¡Qué le has hecho!? El vampiro se tocó la sangre negra que rezumaba. Olía a incienso, fuerte y embriagador. —Kisten está muerto —dijo sin más, y yo me agarré a la mesa, mareada—. No solo muerto, sino realmente muerto. Dos veces. No tuvo fuerzas para continuar hasta el final. —Piscary apretó los labios e inclinó la cabeza con una mueca de interés—. No me sorprende. —Estás mintiendo —dije, oyendo temblar mi propia voz. Se me hizo un nudo en el pecho y no conseguía respirar lo suficiente. Kisten no podía estar muerto. Yo lo sabría. Lo habría sentido. Habría cambiado algo, todo, y todo estaba igual. Jenks había dicho que había llamado. ¡No podía estar muerto! —¡Se ha escondido! —exclamé mirando frenéticamente a todo el mundo… deseando que alguien, cualquiera, me dijese que tenía razón. Pero nadie me miraba a los ojos. Piscary sonrió y mostró un trozo de un colmillo. Estaba disfrutando demasiado de mi desesperación para no ser cierto. —¿Crees que no sé cuándo uno de los míos pasa a una existencia de no muerto? —dijo—. Le sentí morir y luego le sentí morir de nuevo. —Su rostro mostraba un placer retorcido; se inclinó hacia mí y me susurró en voz alta—. Para él fue un gran golpe. No se lo esperaba. Y yo me bebí a lengüetadas su desesperación y su fracaso con gran regocijo. Toda su vida valió la pena solo por ese momento… ese momento único y exquisito de perfección defectuosa. Una pena que su linaje de vivo terminase con él, pero siempre tuvo mucho cuidado con eso. Era como si no quisiese que lo siguiese nadie… Me invadió el vértigo y me aferré al borde de la mesa. Esto no puede estar ocurriendo. —¿Quién ha sido? —dije en tono áspero, y Piscary sonrió como un dios salvaje y benevolente—. ¿Quién lo ha matado? —Qué patético —dijo él, y luego ladeó la cabeza—. ¿O de verdad no te acuerdas? —dijo con especulación, dejando caer su pañuelo ensangrentado y mirándome intencionadamente. Yo intenté hablar pero no me salían las palabras. Me había quedado aletargada y horrorizada porque pudiese estar diciendo la verdad. No era capaz de pensar. Sentía palpitar el brazo bajo mis dedos y, cuando se acercó más a mí, no hice nada, estaba demasiado temblorosa como para responder. —Tú estabas allí —dijo distante, estirando el brazo para agarrarme la mandíbula e inclinar la cabeza para que me diese la luz en los ojos—. Tú lo viste. Puedo oler la muerte final de Kisten por todo tu cuerpo. Despides ese olor. Sale de tu piel como si fuese perfume. Yo estaba durmiendo en la iglesia, pensé negándome a aceptarlo, y luego sentí que mi mundo cambiaba dando un giro nauseabundo a medida que iba recordando cosas. Me había despertado dolorida y con heridas. Tenía un corte en el labio. La cocina olía a velas y a lilas… los materiales para una poción de olvido. Tenía el maldito pie tan hinchado que ni siquiera me podía poner las botas. ¿Que había visto? ¿Qué había hecho?

Caminé hacia atrás a trompicones y Piscary dio un paso más hacia mí. ¡ No me creía todo aquello! ¿Para qué le había dado el foco? Kisten estaba muerto. Me cayeron las lágrimas. Oh, Dios mío. Kisten está muerto. Y yo estoy aquí. Piscary intentó agarrarme y yo levanté la mano para bloquearle, pero él me agarró por la muñeca. Sentí un miedo intenso y me quedé helada. La sala parecía fluctuar a medida que sus ocupantes contenían el aliento y Piscary respiró profundamente, oliéndome. Deleitándose con mi miedo. —Eres más fuerte de lo que Ivy insinuó —dijo suavemente, de un modo casi introspectivo—. Ahora entiendo por qué está obsesionada contigo. Quizá me podrías servir para algo si eres capaz de salir ilesa de una sala en la que un vampiro no muerto encuentra su fin y otro escapa por los pelos para ver otra noche. Yo intenté apartarme de él y dirigí mi mirada frenética a Edden. Sentí que me subía la tensión por la espalda al retroceder. ¿Había habido otro? No lo recordaba, pero tenía que creerle. ¿Qué me he hecho a mí misma? ¿Por qué? —O quizá… seas demasiado peligrosa para permitirte que andes suelta por ahí. Quizá haya llegado la hora de acabar contigo. Desorientada, no hice nada cuando Piscary me puso una de sus manos doradas alrededor del cuello. —¡No! —grité, pero era demasiado tarde. Mi palabra escapó con un gorgoteo. Me invadió la adrenalina y luché mientras Piscary le daba un manotazo a Jenks con indiferencia. El pixie salió volando por la habitación, chocó contra la pared y cayó al suelo. Dios mío. Jenks… —¡Tengo el foco! —chillé rozando el suelo con los dedos de los pies cuando me levantó—. ¡Dijiste que me dejarías en paz! Piscary me acercó más a él. —Me metiste entre rejas —dijo él. El aliento le olía a sangre y a ámbar quemado—. Dije que te mantendría con vida, pero te debo mucho dolor. Vas a desear estar muerta. —Levantó una mano de advertencia cuando Quen hizo ademán de moverse, y el elfo se detuvo. Sentí pavor. ¡Esto no es posible! —¡Te he salvado la vida! —grité cuando aflojó un poco los dedos para oírme suplicar—. Podría haber dejado que Al te matase. —Un error por tu parte. —Me sonrió con sus ojos negros rebosantes de pecado—. Di adiós, Rachel. Es hora de que empieces tu nueva vida. —¡No! —chillé, y entonces invoqué una línea. Tiré de ella deseando que la energía fluyese, pero era demasiado tarde. Piscary me apretó contra su pecho y me clavó los colmillos como si fuera un animal. Mi grito de terror llenó mis propios oídos. Me latía el corazón como si estuviese intentando encontrar un lugar por donde salir del pecho, pero no tenía fuerza en los músculos. Sentía dolor, pero no me podía mover. Era una agonía. Oía mi aliento sofocado que impulsaba la sangre al interior de la boca de Piscary aún más rápido. Una sombra oscura se aproximó como una corriente rápida, y Piscary le dio un puñetazo a Quen sin soltarme ni apartarse de mí. Oí un golpe seco y un gruñido de dolor. Mátanos de una vez, pensé, deseando que Quen nos hiciese explotar a ambos y nos mandase al

infierno con una bola de siempre jamás. ¿Cómo podía acabar aquello así? Se suponía que sería de otra manera. ¡No podía acabar así! —¡Piscary! —suplicó Ivy, y mi corazón dio un vuelco al sentir la emoción que contenía su voz—. ¡Suéltala! —gritó, y vi su esbelta mano agarrarle el hombro con feroz intensidad—. Lo prometiste. Prometiste que si volvía a ti la dejarías en paz. Gemí cuando se apartó de mí arrancándome las lágrimas. No podía… ¡no podía moverme! —Ya es demasiado tarde —dijo Piscary sin soltarme, y yo no me resistía—. Era necesario. —Dijiste que no le harías daño. —La voz de Ivy era rotunda y tan gris como la niebla matutina. Piscary me mantenía erguida, apretándome a él con una mano. —Has sido descuidada —dijo llanamente—. Esta es la última vez que voy a buscarte. Deberías haberla unido a ti cuando te lo dije. Tengo que matarla en justicia. Hay que sacrificar a los animales impredecibles. —Rachel nunca me haría daño —susurró Ivy, y yo intenté hablar; se me rompía el corazón. Tomé aliento y noté como iba perdiendo la vista. Me estaba yendo. No podía detenerlo. —No, Ivy, niña. —El rostro de Piscary se había suavizado con aire de preocupación cuando se inclinó sobre mí y tocó la cara de Ivy con falso amor dejándole sangre mía en el mentón. Podía oír a Skimmer llorando en la esquina, sumándose a la farsa—. Eso es su aliciente y su perdición. Voy a matarla por ti. Si no lo hago, solo la utilizaré para torturarte, y ya te he torturado bastante. Es mi regalo para ti, Ivy. No sentirá nada. Te lo prometo. Ivy lo miró fijamente con un rostro aterrorizado cuando Piscary volvió a acercarse a mí haciendo un ruidito de placer cuando me lamió la sangre que me caía del cuello, regodeándose. Ella permanecía a su lado, luchando para superar toda una vida de condicionamiento. Se le llenaron los ojos de lágrimas, que acabaron por derramarse. Se me nubló la vista y ella volvió a tocarle el hombro suavemente a Piscary. —Para —dijo antes de que me volviese a clavar los dientes, pero fue un susurro—. ¡Para! —dijo más alto, y vi una ligera esperanza. Piscary dudó y me apretó con más fuerza—. ¡He dicho que no! — gritó Ivy—. ¡No dejaré que la mates! Retrocedió un paso y levantó el pie para dar una patada circular con la que intentaba golpear a Piscary en la cabeza. Pero no le dio. Piscary silbó y me dejó caer al suelo entre sus pies. Yo tomé aire como pude y me llevé las manos al cuello. Estaba mareada, débil. Me había mordido. Pero ¿con qué gravedad? —Ivy, hija —dijo el vampiro no muerto. —No —dijo Ivy. Su voz temblorosa sonaba decidida, pero incluso yo podía oler su miedo. —¿No? —dijo suavemente Piscary, y yo intenté apartarme, salir de entre los dos—. No eres lo suficientemente fuerte como para vencerme. El corazón me martilleaba en el pecho y conseguí llegar a la pared, luchando con mis dedos débiles por girarme para sentarme con la espalda apoyada en ella. El cuerpo de Lee había desaparecido de debajo del espejo y vi que Trent lo había arrastrado hacia la puerta y lo había cubierto con la chaqueta del esmoquin a modo de manta. ¿Lee está vivo? En el espacio situado entre la mesa y el espejo, Ivy se puso en posición de lucha. —Entonces moriré en el intento y te mataré yo misma. Es mi amiga. No dejaré que le hagas daño. Una sonrisa de satisfacción bañó de repente el rostro del vampiro más viejo. —Ivy —dijo canturreando—, mi dulce Ivy. Por fin me desafías. Ven aquí, pececito. Ya es hora de

que dejes a los débiles y nades como el depredador que eres. No, pensé horrorizada al ver que todo, el terror, el dolor, la agonía… que todo aquello había sido para manipular a Ivy y conseguir que se enfrentase a él, completando así su visión de encontrar un igual en ella. —No te puedes ni imaginar lo que te va a doler —le advirtió Piscary con los brazos abiertos para abrazarla mientras ella retrocedía con la cara pálida—. Tu última gota de sangre me sabrá tan dulce como la miel. Edden, que volvía a estar consciente, vino hacia mí y yo lo aparté como pude mientras intentaba echarle un vistazo a mi cuello. —Dispárale —dije jadeando, y casi vomito cuando levanté la mano y noté que mi cuello estaba rasgado—. Va a matarla —susurré, pero a Edden no parecía importarle. Ivy había desafiado a Piscary. Iba a matarla para que ambos pudiesen vivir una existencia de no muertos juntos—. ¡Ivy, no! —dije más alto, ya que Edden no me estaba escuchando—. Tú no quieres… esto. Piscary levantó una ceja. —Paciencia, bruja —dijo, y luego fue hacia Ivy. El terror superó a sus conocimientos e Ivy dio marcha atrás. Soltó un grito, alto y agudo, y el sonido me atravesó como un rayo. La tenía contra el espejo, con la boca en su cuello mientras le clavaba los dientes en profundidad para terminar rápido. Ella no se resistió. Quería morir. Era la única forma de luchar contra él y la única esperanza de salvarme. Estaba dejando que la matase para salvarme. —No —sollocé, intentando levantarme, pero Edden me tenía agarrada por el brazo y no me soltaba—. ¡No! Una sombra rubia salió disparada hacia ellos. Gruñendo, Skimmer levantó el brazo en el que tenía la guillotina y, cual hacha, golpeó con él la nuca de Piscary, que al contacto con la carne produjo un ruido sordo y fuerte. Piscary se sacudió con fuerza. Se apartó de Ivy dejando ver su cuello, destrozado y ensangrentado. Se estaba desangrando. Le había mordido con fuerza, un mordisco mortal. Llorando de miedo y furia, Skimmer volvió a golpearlo. Se me revolvió el estómago al escuchar el ruido que se oyó cuando esta vez le dio a Piscary en la parte delantera del cuello. Él soltó a Ivy, y Skimmer volvió a atacarlo, gritando con una frustración ciega mientras se inclinaba para golpearlo de nuevo justo en el mismo sitio. El filo atravesó la carne por tercera vez y Skimmer tropezó y cayó de rodillas sollozando mientras Piscary se desplomaba. La cuchilla ensangrentada que todavía tenía en la mano resonó al golpear el suelo. —Madre de Dios —dijo Edden soltándome. Ivy miraba a Piscary con incredulidad desde la pared. Su cabeza cortada la estaba mirando a ella y sus ojos parpadearon una vez antes de que las pupilas se volviesen vacías y de un color negro plateado. Estaba muerto. Skimmer lo había matado. De los restos de su cuello salía sangre formando una piscina roja que, finalmente, dejó de fluir. —¿Piscary? —susurró Ivy como una niña olvidada, y luego se desplomó. —¡No! —gritó Skimmer. Llorando, gateó hasta Ivy. Se le pusieron las manos rojas mientras intentaba detener la sangre que fluía del cuello de Ivy—. ¡Dios, por favor, no! De repente la puerta se abrió. El ruido del taladro que habían utilizado para abriría puerta se

desvaneció en cuanto la gente entró a toda prisa. Dos personas fueron hacia Skimmer. Ella quiso resistirse, pero sus movimientos eran ciegos y fáciles de contener. Tres más se agacharon junto a Ivy y oí el canto rítmico mientras empezaban con la reanimación cardiopulmonar. Dios mío. Estaba muerta. Ivy estaba muerta. Repté bajo la mesa, olvidada mientras algunos pies se apresuraban a sacar a Trent de su esquina y escoltaban al señor Ray y a la señora Sarong a la salida. Cubrieron a Piscary con una sábana. Las dos partes en las que había quedado. Ivy estaba muerta. Kisten estaba muerto. Jenks… —No —susurré mientras caía de repente, con los ojos llenos de lágrimas. Jenks, pensé desesperada y sintiendo un bulto inamovible en la garganta. ¿Dónde está Jenks? Piscary lo había golpeado. El dolor iba desapareciendo, pero no el de corazón. Jenks. ¿Dónde estaba Jenks? Sentía el cuello frío y no quería tocarlo. Se me escapó el aliento en un sollozo. Oh, Dios, cómo dolía. Desde debajo de la mesa vi unos brillantes zapatos de vestir y tres personas arrodilladas delante de Ivy. Tenía la mano estirada como si buscase la salvación. Como si me buscase a mí. Se estaba muriendo y nada podría evitarlo. Pero Jenks estaba por alguna parte y alguien podría pisarle. Gateé hasta el fondo de la habitación en su busca. El foco estaba en el suelo, olvidado, en una caja abierta entre el nudo de papel de regalo negro. Lo quité de en medio y encontré un brillo dorado junto a mi bolso. Sentí que se me paraba el corazón. Solo sentía dolor. Eso es lo que era. —Jenks —dije con voz ronca. Por favor, no, pensé, y las lágrimas me cegaron cuando me puse de cuclillas sobre él. Mis manos, pegajosas de la sangre, me temblaron al cogerle. No se movía, tenía la cara blanca y una de sus alas doblada—. Jenks —sollocé temblando mientras sostenía su ligero peso en la mano. Jenks estaba muerto. Kisten estaba muerto. Ivy se estaba muriendo. Mi posible protector había intentado matarme, pero lo habían matado a él. No tenía nada. No me quedaba absolutamente nada. No había más elecciones, más opciones, no había más formas inteligentes de salir de una situación difícil. Y la emoción, me di cuenta al abordarme una ola brutal de desesperación, es un falso dios que llevo persiguiendo toda mi vida. Que me cuesta todo en la búsqueda ciega de sensaciones. Toda mi vida se resumía en nada. Corría de una emoción a la siguiente sin preocuparme de lo que era realmente importante. ¿Qué coño es lo que me queda a mí? Todos aquellos que me importaban habían desaparecido. Me había llevado demasiado tiempo encontrarlos y, en el fondo de mi alma, sabía que nunca volverían. Había llegado demasiado lejos desde mis principios y nadie más entendería quién era de verdad (o, aún más importante, quién quería ser) debajo de toda la mierda en que se había convertido mi vida. Ahora era algo en lo que nadie podría confiar, ni siquiera yo. Me asociaba libremente con demonios. Mi sangre avivaba sus maldiciones. Mi alma estaba cubierta con la peste de su magia. Cada vez que intentaba hacer el bien me hacía daño a mí misma y a aquellos que me querían. Y a los que yo quiero, pensé mientras las lágrimas me nublaban la vista. Me invadió un sentimiento de profunda apatía, vado y amargo, y me temblaron los dedos mientras me secaba la cara y me apartaba el pelo de los ojos. Al otro lado de la mesa se movían pies y se elevaban voces apremiantes, pero a mí me habían olvidado. Sola y aparte, saqué el foco de su

caja abierta, consciente de lo que iba a hacer pero sin importarme. Iba a doler. Probablemente me dolería. Pero en mí no quedaba nada, excepto dolor, y cualquier cosa era mejor que eso. Incluso la inconsciencia. Miré mis manos como si perteneciesen a otra persona, dibujé un círculo que incluía casi todo el suelo que había debajo de la mesa con mi tiza metálica. Tenía el corazón muerto, inmóvil por el poder de la línea luminosa que invoqué, haciendo que una capa negra y brillante dividiese en dos la mesa que había encima de mí. —¿Dónde está Morgan? —dijo Trent de repente con una voz que atravesó toda la excitada palabrería. Podía oír el canto de la reanimación, pero le había visto el cuello a Ivy. Iba a morir, si no lo estaba ya. Ella quería que yo salvase su alma y había fracasado. Se había ido, como si nunca hubiese existido, como si nunca hubiese sonreído ni hubiese alegrado un día. Los zapatos de trabajo de Edden se movían con inquietud. —Que alguien mire en el baño. Fría a pesar del calor que emanaba de la línea luminosa que me atravesaba, apreté el foco contra mí y dibujé tres círculos, entrelazándolos para formar cuatro espacios. Estaba llorando, pero no importaba. Estaba dentro de los círculos. Estaba dentro de los círculos. —Morgan —dijo Trent con una voz cansada, y se inclinó por la cintura, encontrándome—. Esto ha terminado. Ya puedes salir de tu burbuja. Yo lo ignoré. Mis dedos zumbaban con fuerza y saqué del bolso las velas que había comprado para mi cumpleaños. ¿Por qué, Dios? ¿Qué demonios te he hecho yo? Trent palideció y se sentó cuando empecé a hablar en latín mientras las encendía y las colocaba. Primero la blanca, luego la negra y, por último, la amarilla, la amarilla que representaría mi aura. No había ninguna gris, así que puse una segunda vela negra en el centro confiando en que, como mi alma era del color del pecado, la magia funcionaría. Esta última la dejé apagada. Ardería cuando se invocase la maldición y mi destino fuese inmutable. Quen intentó levantar a Trent y, al no conseguirlo, también se agachó para mirar. —Que Dios nos asista —susurró al ver lo que estaba haciendo. El foco ya no tenía protector. Todo el mundo sabía que yo lo tenía. No podía dárselo a Piscary… el muy cabrón estaba muerto. Tenía que deshacerme de él de otra forma. Solo porque la hubiese cagado no era razón para enviar a lo que quedaba del mundo a la guerra. La negrura de mi alma no tendría significado si no había amor, comprensión, alguien con quien compartir mi vida. Quería que todo desapareciese, que parase. Y como no creía que fuese a sobrevivir a aquello, aún mejor. Edden se agachó y soltó un taco cuando estiró la mano y averiguó que la sombra negra y brillante que había entre nosotros era real. Oí quejarse a la señora Sarong desde el pasillo, desmayándose mientras la sacaban de allí. —¿Qué está haciendo? —dijo Edden—. Rachel, ¿qué estás haciendo? Suicidándome. Medio adormecida, puse el foco en su lugar y yo me puse en el otro. El tercer espacio, en el que iría mi anillo de pelo, estaba vacío. Yo estaba en el círculo; no necesitaba un símbolo de conexión. Se me hizo un nudo en el pecho e intenté reunir coraje. El cuerpo de Jenks estaba tumbado fuera de mi círculo. El de Ivy estaba debajo del espejo. Kisten estaba muerto. No tenía ninguna razón para no hacer aquello. No tenía ninguna razón. Piscary me lo había arrebatado todo en menos de veinticuatro horas desde su puesta en libertad. No estaba mal. Quizá estaba un poco más cabreado de lo que yo imaginaba.

—¡Rachel! —dijo Edden más alto que las voces de los médicos técnicos de emergencias que habían llegado para apartar a los agentes de la AFI—. ¿Qué estás haciendo? —Se va a deshacer del foco —dijo Quen con sequedad. —¿Y por qué no hiciste eso antes? —dijo Edden con expresión de enfado—. Rachel, sal de ahí. La voz de Quen estaba vacía cuando dijo: —Porque para hacerlo es necesaria una maldición demoníaca. Edden se quedó callado durante un momento y yo salté al sentir como su puño golpeaba mi burbuja. —¡Rachel! —exclamó y luego volvió a soltar un taco cuando su puño chocó con mi burbuja de nuevo—. ¡Sal de ahí ya! Pero yo no podía ni quería parar. Me llevé un dedo al cuello sangrante, del que casi me había olvidado y, utilizando la sangre, dibujé una figura sobre la vela negra apagada. Todavía no sabía qué figura representaba y ahora nunca lo sabría. Sentí el dolor del silencio cuando los médicos que estaban arrodillados delante de Ivy bajaron la cabeza mientras recogían sus cosas lentamente. Me cayeron las lágrimas y empecé a enfadarme. Toqué los círculos entrelazados deseando que la energía los llenase. Ni siquiera necesitaba utilizar mi palabra de activación… ocurría tal y como yo lo deseaba. Edden volvió a decir palabrotas cuando las burbujas manchadas se elevaron a mi alrededor y me pregunté si sabría que los arcos de oro donde se cruzaban los círculos conformaban supuestamente el aspecto que debería de tener mi alma. —¿Esto la matará? —susurró Trent. Averigüémoslo, pensé con amargura, sin creerme que pudiese soportar el poder de una maldición demoníaca. Y cuando me matasen (cosa que harían por practicar magia demoníaca dentro de un edificio público y delante de testigos oculares), el poder de la maldición moriría conmigo. Problema solucionado. Excepto que una pequeña parte de mí sí quería vivir. Maldita sea, la esperanza es un dios cruel. Con dedos todavía temblorosos, me arrodillé en mi pequeño espacio y junté las manos, deseando que me volviesen a la memoria las palabras de activación. Y vinieron. Exhalé y dije con dureza: —Animum recipere. Quen contuvo el aliento y apartó a Trent hacia atrás. El poder de la maldición fluyó en mi interior, cálido como los rayos del sol. Me quedé rígida cuando el aroma a ámbar quemado me cubrió, agridulce como el chocolate puro. Sentaba bien. Sabía dulce. Mis pensamientos aullaban de desesperación. ¿En qué coño me he convertido? Con la mandíbula apretada, me arrodillé bajo la mesa, levantando los ojos cerrados y conteniendo el aliento ante las sensaciones. Me sentía bien, y eso no era bueno. El poder de la creación salió del foco y entró en mí; lo sentí como algo familiar y acogedor. Cantaba, me tentaba, susurraba detrás de mis ojos la lujuria de la persecución, la alegría de la captura, la satisfacción del asesinato. En mi interior surgió la necesidad de dominar. Recordé el tacto de la tierra debajo de mis patas y el aroma del tiempo en la nariz, llenando mis recuerdos, haciéndome querer más. Y esta vez, en lugar de negarlo, lo acepté. —Non sum qualis eram —dije amargamente, llorando lágrimas de ira que salían de mis párpados cerrados. Tomaría la maldición en mi interior y allí la guardaría. Todo terminaría. No había razón para no hacerlo.

Sentí que se apagaba la vela blanca y, al abrir los ojos, vi un rastro fino de humo que me mostraba el camino perdido a la eternidad. Había colocado la vela con la palabra de protección, pero estaba fuera de su alcance. Nada podía protegerme. El foco estaba vacío y la maldición estaba en mi interior, latiendo como un segundo corazón, reptando por mi aura y nublándome la vista. Podía sentirla, viva como una conciencia gemela junto a la mía. Pero todavía no había terminado. Todavía tenía que sellar la magia. Me invadió un impulso intenso de marcharme, creado por la maldición. Apreté los dientes y me obligué a quedarme quieta, encadenando la segunda consciencia con mi voluntad. Pero me combatió y se deslizó más abajo cuando luché por mantenerlas separadas. Con los ojos fijos en la vela negra, deseé que se apagase. La luz desapareció con un puf. La necesidad de correr que me producía la maldición se hacía cada vez más fuerte. Me empezaron a temblar las manos de forma descontrolada. Mi cabeza, que estaba inclinada, giró hacia la vela dorada. Esto sellaría la maldición en mi interior para que no pudiese desenmarañarse. Tembló con un viento que solo pude sentir yo y, entonces, tan delicada y sorprendente como un ala de mariposa sobre una mejilla, se apagó. La última vela negra se encendió. La maldición había sido invocada de nuevo. Solté un gemido y me sentí mareada. Estaba hecho. Yo era una maldición demoníaca. Podía sentirla dentro de mí, sentir el veneno filtrarse en mi mente desde mi alma. Ahora lo único que quedaba era ver si me mataría. Con los labios medio abiertos, conmocionada por lo que había hecho, levanté la cabeza y me encontré a Trent sentado bajo la mesa con su camisa de esmoquin blanca, sin la chaqueta. Me estaba observando con Quen detrás de él preparado para arrastrarlo. Parpadeé; me ardía el pecho. Tuve el tiempo suficiente para respirar y luego el desequilibrio de la realidad por invocar la maldición me golpeó. Me sacudí violentamente, golpeé con la cabeza el fondo de la mesa y mis codos rompieron los círculos. Boqueando, convulsioné mientras me cubría una oleada de negrura. No podía respirar. Mis mejillas tocaron el frío suelo y apreté de dolor. La maldición vio que mi voluntad se debilitaba y su necesidad de correr se duplicó, enredándose con la mía hasta que fueron la misma. Tenía que correr. ¡Tenía que escapar! Pero no me podía mover… mis malditos… brazos. —¿Estará bien? —preguntó Trent con voz de preocupación y desconcierto. —Está aceptando el pago de la maldición —dijo Quen con tranquilidad—. No lo sé. Alguien me tocó. Yo grité y solo oí un gruñido gutural. La maldición profundizó en mi psique, mezclándose conmigo. Ya no tenía por dónde salir y entraba en cada faceta de mi recuerdo y mis pensamientos, convirtiéndose en mí. Estaba muriéndome desde dentro hacia fuera. Y en medio de todo ello, la carbonilla del desequilibrio amenazaba con pararme el corazón. —La acepto —dije sin aliento, y el dolor menguó—. La acepto —sollocé, haciéndome un ovillo. Era mía. La maldición era lo único que me quedaba. Me estaba sobreviniendo una aterradora necesidad de correr. Era la maldición demoníaca, pero éramos uno. Su necesidad era la mía. ¿Por qué me estoy resistiendo?, pensé de repente; la agonía de la carbonilla de demonio me estaba quemando la sangre. Y con ese último y amargo sentimiento, dejé morir mi voluntad. Mi miedo desapareció con un silbido de pensamiento singular, la pena se fue en un destello de desconcierto y el trastorno de angustia mental se evaporó al darme cuenta de repente de que todo había cambiado. Abrí los ojos. Me invadió una sensación de paz. Era como si hubiese vuelto a nacer. No había ira,

ni dolor ni pena. Mi respiración llenaba los pulmones con un movimiento suave y tranquilo. Miré al mundo en una pausa de tiempo, con mi mejilla todavía apoyada contra las baldosas frías, y me pregunté qué había ocurrido. Me dolía todo el cuerpo, como si hubiese peleado y ganado, pero no había ningún cadáver destrozado tumbado ante mí. Y entonces vi mi prisión junto a mí; se había caído de lado del lugar en que lo había colocado, tras los arreos de la magia demoníaca. Ah. Eso. Entrecerré los ojos e intenté cogerlo. Nunca volvería a retenerme. —Celero inanio—dije gruñendo, sin importarme que fuese una maldición demoníaca, sin importarme no saber cómo la conocía. El hueso se rompió en pedazos al tocarlo, recalentado, y se rompió en pequeños fragmentos. Retiré las manos repentinamente y me senté; el dolor me sorprendió, pero no era tan fuerte como la satisfacción. Aquella prisión no volvería a retenerme, y acogí con entusiasmo el desequilibrio por haber roto las leyes de la física mientras fluía en mi interior, cubriéndome con una capa reconfortante de calidez, protegiéndome. A otras cosas… Sobre mí sentí la suavidad plana de la madera y, sobre ella, una encrucijada de metal, yeso, moqueta y espacio. Estaba en un edificio… pero no tenía que quedarme allí. Alguien me estaba mirando. En realidad me estaba mirando mucha gente, pero uno me miraba como un depredador a su presa. Mis ojos recorrieron las caras silenciosas e inquisitivas hasta que encontraron los intensos ojos verdes de un elfo, enmarcados por pelo oscuro. Quen, pensé, dándole un nombre, y luego vi la puerta abierta detrás de él. —¡Cuidado! —gritó alguien. Yo di un salto y tropecé con el vestido. Alguien cayó sobre mí para inmovilizarme contra el suelo. Yo peleé en silencio dando puñetazos. Un hombre me estaba gritando que me estuviese quieta. El recuerdo del sonido de las alas de pixie me atravesaba el alma como un cuchillo, y sentí como lo último que quedaba de mí misma, de Rachel Morgan, se desvanecía, ocultándose del dolor. Se oyó un gruñido cuando mi puño chocó contra algo blando y, en aquel breve instante, aproveché para arrastrarme hacia la puerta. Alguien me agarró por las muñecas y grité cuando me las pusieron detrás de la espalda. Gruñendo, intenté liberarme y luego me quedé quieta en el suelo con una sonrisa astuta decorando mi rostro. No tenía que luchar con el cuerpo, podía luchar con la mente. —¡Que alguien la ate! —gritó un pixie desde arriba—. ¡Está invocando una línea! —¡Rachel! ¡Para! —gritó una mujer, y yo sacudí la cabeza al escuchar aquella voz familiar. —¿Ivy? —gorjeé. Mi aliento vaciló al verla sentada contra la pared, con una mano presionándose el cuello y pálida por la pérdida de sangre. La razón intentaba abrirse paso en mi cerebro, pero un sentimiento de poder embriagador la apartaba. Los hombres estaban de pie entre la puerta y yo. La mujer del suelo no era suficiente para vencer las demandas de la maldición. Temblando, me giré para sentarme. Empecé a hablar en latín; las palabras venían de algún lugar en mi pasado, en mi futuro, de todas partes. —Lo siento, Rachel —dijo una voz con gravedad a mis espaldas—. No tenemos bandas de líneas luminosas. Me di la vuelta, invadida por unas ganas salvajes de hacerle daño a alguien. Me dieron un puñetazo. Vi las estrellas iluminando mi pensamiento consciente de que, al morir, solo dejó la negrura del dulce olvido. Pero mientras me abandonaba el aliento con un dulce suspiro y caía, juraría que las gotas cálidas

que cayeron sobre mi rostro eran lágrimas, que los brazos temblorosos que me sujetaban de la cruel frialdad de las baldosas tenían el exquisito aroma de un vampiro. Y alguien… estaba hablando sobre sangre y margaritas.

36.

Me estaba moviendo. Estaba calentita y envuelta en una manta que olía a tabaco. Tenía algo sobre la muñeca que me dolía y, como no había ni un ergio de siempre jamás en mí, parecía que alguien había encontrado una brida de plástico. Probablemente la que estaba en mi bolso. El rugido de un gran motor era tranquilizante, pero los repentinos cambios de dirección me mareaban. —¡Está despierta! —dijo Jenks con una voz llena de preocupación. —¿Cómo lo sabes? —dijo la voz de Ivy desde delante, y yo abrí los ojos. Era la parte de atrás de un todoterreno de la AFI, estaba envuelta en una manta azul de la AFI y estaba tumbada en el asiento trasero. —Su aura ha brillado —espetó Jenks—. Está despierta. Mi respiración se aceleró. La niebla se estaba levantando, haciendo todo todavía más confuso para mí. Lo estaba pensando todo dos veces, casi como si intentase filtrar el mundo a través de un intérprete. Me invadió el miedo al darme cuenta de que era la maldición. No solo la albergaba, sino que era parte de mí. ¿Esa maldita cosa estaba viva? —Rachel… —dijo Ivy, e hice un gesto de dolor. El dolor frío se apoderó de mí mientras una ola de pánico que no comprendía iba creciendo. Me hubiera podido mover, pero no podía, ya que estaba atada bien fuerte. —¿Adonde… adonde vamos? —conseguí decir, luego abrí los ojos completamente cuando giramos en una esquina y casi me caigo del asiento. Ivy iba delante y Edden conducía, con el cuello rojo y movimientos rápidos. —A la iglesia —dijo Ivy. Nos separaba una barrera de plástico. —¿Por qué? —Tenía que salir de allí. Todo sería mejor si pudiese correr. Lo sabía. Ella tenía los ojos negros de miedo. —Porque cuando los vampiros tienen miedo se van a casa. La maldición que había en mi interior estaba ganando fuerza y me retorcí. —Tengo que salir —dije jadeando, consciente de que era la maldición, pero incapaz de detenerme a mí misma. Jenks estaba apretujado entre el techo y la ventana de separación y yo parpadeé cuando se detuvo a pocos centímetros de mi nariz. —Rachel —me dijo con insistencia—, mírame. ¡Mírame! Mis ojos inquietos, que seguían los edificios junto a los que pasábamos, volvieron a mirarlo. —Estás bien —dijo para tranquilizarme, pero su voz me estaba poniendo nerviosa—. Los médicos de urgencias te dieron algo para que te relajases. Por eso no te puedes mover. Se te pasará en una hora o así. Ya se me estaba pasando. —Tengo que salir —dije, y Jenks salió disparado de espaldas cuando me quité la manta y me senté. —¡Eh! —dijo Edden al volante—. Rachel, tranquilízate. Llegaremos en cinco minutos y luego podrás salir.

Intenté abrir la puerta pero no lo conseguí. Era un coche de policía, por el amor de Dios. —Para el coche —le pedí, buscando una salida pero sin encontrarla. Me estaba entrando el pánico. Sabía que estaba a salvo. Sabía que debía relajarme y sentarme. Pero no podía. La maldición que llevaba dentro era más fuerte que mi voluntad. Dolía, pero al moverme la confusión era menor. —¡Déjame salir! —grité, dándole un puñetazo al plástico. Edden farfulló cuando Ivy se giró en su asiento y, con un movimiento, rompió el plástico con un puñetazo. —¡Tamwood! ¿Qué demonios estás haciendo? —gritó, y el coche dio un giro brusco mientras intentaba mirar la carretera y a Ivy al mismo tiempo. —Se va a hacer daño —dijo, quitando los trozos rotos y moviéndose por encima del asiento. Me puse contra la esquina del coche, asustada. —¡Apártate de mí! —exclamé, intentando controlarme, pero no pude. —Rachel, relájate —dijo ella intentando agarrarme. Cogí aire con un siseo e hice un movimiento de bloqueo. Ivy se movió como un rayo. Giró la mano y me agarró la muñeca. Tiró de mí hacia delante, me envolvió con su cuerpo y me puso sobre su regazo. —¡Suéltame! —chillé, pero me tenía bien agarrada. —Edden —dijo Ivy jadeando con sus labios cerca de mi oreja—. Para el coche. Tienes que darle otra inyección o se va a hacer daño. —Sigue conduciendo —dijo Jenks—. Lo haré yo. Con el pulso muy acelerado, intenté resistirme. Ivy gruñó cuando le di con la cabeza en la cara, pero no me soltó. —¿Puedes mantenerla quieta durante un puto segundo? —dijo Jenks delante de mí, y yo me retorcí con fuerza. Quería drogarme. Aquel bichillo quería drogarme para que no pudiese moverme. Pero yo quería moverme. Tenía que correr. Esa era la razón de mi existencia y no podía dejar que me la quitasen. —¡Suél-ta-me! —gruñí. Edden encendió las luces y se detuvo. El tráfico seguía pasando cuando nos detuvimos a la derecha, en el puente. El hombre rechoncho se giró en el asiento delantero. Me agarró el brazo por la muñeca y el codo y lo sujetó fuerte. —¡No! —rugí yo, resistiéndome, pero él me estaba inmovilizando esa parte y chillé al sentir el leve picor de una aguja. —Estate quieta, Rachel —dijo Jenks mientras yo intentaba coger aire—. Te encontrarás mejor en un minuto. —Hijo de una puta hada —dije furiosa—. Te voy a pisotear. Voy a arrancarte las alas y a comérmelas como patatas fritas. —No veo el momento —dijo el pixie, revoloteando al nivel de mis ojos y mirándome—. ¿Cómo te sientes ahora? —Voy a rellenar tu cepo con hiedra venenosa —dije, parpadeando cuando Edden me soltó el brazo—. Y compraré un terrier para que te desentierre. Y luego voy a… a… —Joder, esta cosa hace efecto rápido. Pero ya no podía recordar y sentí que se me relajaban los músculos. La maldición se adormeció y tuve un breve instante de claridad antes de que la droga tomase el control por completo. Chispas doradas me emborronaban la vista y se volvían negras al cerrar los ojos.

—Pensé que estabas muerto, Jenks… —dije, echándome a llorar—. ¿Estás bien, Ivy? —Me temblaba la voz y no pude volver a abrir los ojos—. ¿Estáis muertos? Lo siento. Lo he fastidiado todo. —No pasa nada, Rache —dijo Jenks—. Te pondrás bien. Quería llorar, pero me estaba quedando dormida. —Kisten —dije arrastrando las palabras—. Edden, ve a ver a Kisten. Está en casa de Nick. — Entonces mis labios dejaron de moverse. Ivy me estaba abrazando, evitando que cayese al suelo mientras Edden se volvía a colocar en el asiento delantero. La sirena sonó durante un breve instante y volvió a la carretera. Oí a Ivy susurrarme suavemente al oído: —Por favor, Rachel, ponte bien. Por favor. El sonido suave de sus palabras acalló la sangre en mi cabeza y, escuchándola, meciéndome al borde de la consciencia, me dejé arrastrar al olvido de la droga que me habían suministrado. Era un alivio no tener que luchar contra la maldición. Había cometido un error. Había cometido un error terrible, inmenso e irrevocable. Y no creía que hubiese una forma de salir de aquello. Me llevé un susto al darme cuenta de que tenía la mejilla fría. Ahora tampoco me movía y el eco de voces venía de todas partes, confundiéndome mientras intentaba darles significado, cuando no tenían ninguno. Los cálidos brazos que me envolvían se fueron y me sentí muerta. Creo que estaba en la iglesia. Sí, estaba tumbada en el suelo como un chivo expiatorio. No era del todo mentira. —No sé si puedo —dijo una voz suave. Era Ceri, e intenté moverme. De verdad que lo intenté, pero la droga no me dejaba. La confusión volvía a empezar. Parecía que cuanto más despierta estaba, más se podía imponer la maldición. Estaba empezando a sentir ansiedad y nervios. Tenía que levantarme. Tenía que moverme. —Yo puedo ayudar —dijo la voz grave de Keasley, y un miedo inesperado se unió a mi asombro. Keasley era amigo mío, pero no podía dejar que me tocase. Era un brujo. Un brujo podría volver a meterme en la cárcel. Ya lo habían hecho antes y no dejaría que volviese a ocurrir. ¡Por fin había conseguido ser libre y no iba a permitir que me volviesen a encerrar! Podía sentir que dejaba de hacer efecto la droga, pero todavía no me podía mover, así que fingí estar muerta. Tanto podía estar quieta como correr. Había estado quieta durante milenios. Y entonces, cuando llegase el momento adecuado, correría. —No es que no pueda hacer la maldición —dijo Ceri, y sentí que alguien me apartaba el pelo de la cara—. Sino que su psique está mezclada con ella. No sé si puedo retirar la maldición sin llevarme un trozo de ella. Voy a llamar a Minias. Le debe un favor. Me entró pánico. Un demonio no. Él lo vería. ¡Me volvería a meter allí! No podía volver. Ahora no. ¡No después de probar la libertad! ¡Tenía que levantarme! Di un respingo al sentir el aire y el ruido de unas alas. —¡Está despertándose otra vez! —chilló aquella puta vocecilla. Una presencia que olía a bálsamo para después del afeitado y a crema de zapatos se acercó, haciendo crujir las tablas del suelo. —Le han puesto suficiente como para abatir a un caballo —dijo un hombre, y yo intenté resistirme cuando me levantaron los brazos—. No quiero darle más. —Hazlo y ya está —dijo Ivy, y yo intenté respirar más despacio—. Tenemos que sacarle esa cosa de dentro, ¡y no podemos si ella se está resistiendo! De nuevo el pinchazo de una aguja, y me resistí. Me envolvió la oscuridad y estaba corriendo,

corriendo con el pulso acelerado y moviendo los pies como si fuesen agua. Pero era un sueño, como el resto de las veces, y maldije el dolor que dejaba tras de sí cuando una nueva voz, suave e imperativa, surgía en mí y me devolvía a la vida. Era la voz de un hombre lobo. Grave. Fuerte. Independiente. La deseaba tanto que casi consigo sofocar mi deseo de ser libre. Intenté llamar su atención. Él me llevaría. Tenía que llevarme. Él sabía cómo correr. Este brujo no. Ni en sueños. —Legalmente puedo tomar decisiones de vida o muerte por ella —dijo el hombre lobo, y oí ruido de papel—. ¿Lo ves? Lo dice justo aquí. Y tomo la decisión de que intercambiará el favor que le debes por ayudar a Ceri. Te asegurarás de que Rachel vuelve a ser ella misma antes de darse cuenta y no le harás daño a ninguno de los presentes hasta que termine y te vayas. Abrí un poco un ojo, regocijándome de aquello. Con la visión llegó también una confusión de doble pensamiento. La bruja de mis pensamientos intentaba detenerme, pero yo apilaba sobre ella confusión y dolor, y dejó de pensar. Aquello era mi cuerpo y quería moverlo como yo decidiera. Un par de zapatillas moradas se movieron sobre el suelo de madera, más o menos a un metro de mí. Entre nosotros había una banda negra brillante, pero reconocí la horrible peste a demonio, mil veces peor que el tufo verde de los elfos. —La marca está entre Rachel y yo —dijo el demonio, y mis esperanzas se esfumaron. Aquello me devolvería a una cajita de hueso. Pero quería correr. ¡Sería libre! El hombre lobo se acercó más y yo le canté, pero no me escuchó. —¡Soy su alfa! —exclamó—. Mira este papel. Míralo, ¡maldito demonio! Puedo tomar esta decisión por ella. ¡Es la ley! Me puse rígida al oír el ruido de las alas; las odiaba. Era otra vez ese pixie. Maldita sea, ¿por qué no me dejaba en paz? —Chicos… —dijo la alimaña revoloteando ante mi nariz y mirándome los ojos—. Necesita un poco más de zumo de la felicidad. Los pies de las zapatillas se acercaron más y alguien me dio la vuelta. Yo miré al demonio y sentí crecer mi ira. Su especie me había creado. Me había creado, atado y luego me había atrapado en una cajita hecha de hueso que no podía mover. Sentí una gran satisfacción cuando los ojos del demonio se abrieron de par en par y retrocedió. —Que me lleve la Revelación, es cierto que la tiene dentro —susurró sin dejar de retroceder—. Lo haré —dijo, y yo intenté moverme. Iba a volver a meterme en mi celda. ¡Antes lo mataría! Los mataría a todos. —Duérmete —ordenó el demonio, y yo me estremecí cuando una manta de desequilibrio negro voló sobre mí, y me dormí. No tenía elección. El demonio lo había pedido y ellos me habían creado.

37.

La habitación estaba oscura y yo tenía calor. Podía oler mi aglomeración de perfumes sobre un intenso y desconocido aroma a incienso, pero el gran peso que había sobre mí se parecía a mi colcha de ganchillo. El sonido de los pájaros que entraba por mi ventana oscura y abierta era reconfortante y el hueco caliente que había a mi lado era testimonio de que Rex había estado allí. Las cortinas estaban cerradas, pero la luz del próximo amanecer se filtraba entre ellas cuando se movían con la brisa y me decían, igual que mi reloj, que estaba a punto de amanecer. Tomé aire despacio y sentí como el aire se deslizaba en mi interior sin apenas sentir dolor. Solo dolor muscular. Oí un cántico profundamente ceremonioso procedente del santuario y luego el tintineo de una campana. El aroma a incienso no era vampírico, sino de hierbas y minerales. Sinceramente, apestaba. Haciendo una mueca de dolor, me toqué el cuello y el vendaje que lo cubría. Parecía que estaba bien y me llevé la mano al estómago cuando este rugió. Mi rostro perdió toda expresión al darme cuenta de que la confusión había desaparecido. Me senté en la cama, recordando con preocupación a Ceri y a David. Me entró un miedo repentino. Minias había estado aquí y yo había estado literalmente fuera de mi mente. ¿Dónde estaba la maldición? Ceri iba a eliminarla. Oh, Dios, Ivy. Piscary la había destrozado. Pero la recordé en el coche. Estaba viva. ¿No? Me destapé dispuesta a averiguar quién estaba allí y a pedir algunas respuestas… pero cuando sentí el aire frío me di cuenta de que tenía un problema más apremiante. —Uf… tengo que ir al baño —murmuré bajándome de la cama no tan rápido como desearía. Entonces sentí muchísimos dolores distintos. También estaba temblando. Me puse de pie con cuidado y me agarré a los pies de la cama para mantener el equilibrio. La última vez que lo había comprobado, llevaba puesto aquel precioso vestido de dama de honor. Ahora estaba en bragas y con una camiseta larga. Sobre la cómoda, entre mis perfumes y sobre el archivo de Nick, estaba mi peine, un tubo de ungüento antibiótico y unas vendas. Me estremecí cuando algo atravesó mi aura con un sonido de campanas de plata y me dejó una sensación de gaulteria. Nunca había sentido nada parecido, pero no me había dolido. Se parecía a cuando los prístinos copos de nieve te caen en la cara cuando la levantas hacia arriba. Incómoda, me levanté la camiseta y vi los moretones y los arañazos en el espejo de mi habitación. No estaba muerta. En el infierno no estaría con una camiseta del personal de Takata, y el cielo olería mejor. Oí cerrarse la puerta delantera y, a continuación, silencio. Moviéndome lentamente, me dirigí a la puerta sintiendo cómo protestaba cada uno de mis músculos. Tenía que ir al baño con suma urgencia. Pero cuando mi mano iba a tocar el pomo me quedé helada. Me picaba la nariz. Iba a estornudar. Me llevé la mano al cuello vendado para no moverme cuando un estornudo me sacudió. Encogida, volví a estornudar, y otra vez más. Mierda. Es Minias. —¿Dónde está mi espejo mágico? —susurré, sintiendo pánico mientras recorría con la mirada mi habitación a oscuras. Me lancé hacia el armario y abrí la puerta. Lo había puesto allí, ¿no? Sentí un fuerte dolor al caer de rodillas mientras apartaba botas y revistas para buscarlo. Volví a estornudar e hice un gesto de dolor al sentir el pálpito en el cuello. No podía ver nada en la oscuridad

de mi armario, pero un grito de alivio atravesó mis labios al tocar con los dedos el cristal frío. Me puse de pie a trompicones y salí de espaldas del armario. Se me puso el pelo delante de los ojos y me tiré sobre la cama. Puse una mano sobre el espejo y me quedé quieta, intentando recordar la palabra. Pero era demasiado tarde. Me giré justo donde estaba sentada al sentir el ruido del aire desplazado y me puse de pie de un salto con el espejo en la mano. Minias estaba de pie en la oscuridad, entre el armario cerrado y yo, con su extraño sombrero sobre sus rizos castaños, aquella túnica púrpura sobre sus anchos hombros y el brillo de los colmillos desnudos captando la leve luz. —¡No! —grité aterrada, y Minias levantó la mano. No esperé para ver lo que iba a decir. Levanté el espejo e hice ademán de darle con él en la cabeza. Chocaron y el dolor reverberó en mi brazo. Minias gritó y el espejo se partió en tres trozos grandes. Con los ojos abiertos de par en par, caí hacia atrás sacudiendo mi mano dolorida e invocando una línea. El demonio pronunció unas palabras horribles que no entendí y, todavía caminando hacia atrás, hice un círculo. Pero no fue creado a partir de una línea dibujada. Sabía que no aguantaría. Avanzando, Minias metió un dedo en mi círculo y este cayó. Retrocedí para darle una patada, pero él me cogió el pie antes de darle. Sentí un miedo gélido cuando vi que no me soltaba, haciéndome saltar hacia atrás y empujándome sobre la cama. —Bruja estúpida —dijo con desprecio, y luego me abofeteó. Vi las estrellas y creo que me desmayé, porque lo siguiente que recuerdo fue ver a Minias inclinado sobre mí. Respirando con dificultad, estiré la palma y le aplasté la nariz. El demonio cayó de espaldas mientras me insultaba. —¡Fuera! —exclamé. —Me encantaría, brujanderthal del culo —dijo el demonio, con la voz amortiguada por la mano con la que se agarraba la nariz—. ¿Por qué no te relajas? Te voy a hacer daño si no dejas de darme golpes. Miré de repente la puerta cerrada y él se miró la mano con la que se cubría la nariz para ver si estaba sangrando. Murmuró una palabra en latín y un brillo procedente del espejo de mi cómoda iluminó la oscuridad que precede al amanecer. Tenía la boca seca. Me dirigí a toda prisa al cabecero de la cama. —¿Por qué debería creerte? —Me dolía la garganta como si hubiese estado gritando y me la agarré con la mano. —No deberías. —Minias se miró los dedos con aquella nueva luz y luego dejó caer la mano—. Eres la persona más retrasada que conozco. Estoy intentando acabar con esto para poder volver a mi tranquila vida y tú quieres jugar al invocador de demonios y al demonio. El pulso se me fue calmando. Miré a la puerta y luego otra vez a él. Alguien se había marchado fuera y no había oído arrancar ningún coche. Tenía que ser Ivy. Si hubiese estado en la iglesia nos habría oído y habría venido. —¿Estoy a salvo? —dije suavemente para no hacerme daño en la garganta, preguntándome si podría confiar en él—. ¿Estamos en medio de un trato? Minias adoptó una postura más firme, con la cabeza ladeada de desesperación y las manos agarradas delante de él.

—Estoy intentando acabar con esto. Según dijo tu hombre lobo, no habré terminado hasta estar seguro de que la maldición ha desaparecido y que has vuelto a tu estado de retraso mental habitual. Y hasta entonces, todos los que estaban en aquella habitación están bajo medidas de protección. Así que sí, estamos en medio de un trato. —Me miró a los ojos y sentí un escalofrío—. Pero no estás a salvo. Encogí las piernas y me senté sobre los pies. Aquello no me gustaba nada. —No te voy a pagar porque vengas —balbuceé—. Estaba intentando re​sponder. No me diste suficiente tiempo para contestar. —¡Por el amor de Dios! —exclamó Minias mientras se cruzaba de brazos y se apoyaba contra mi cómoda. Al hacerlo derramó algunas botellas y luego dio un salto hacia delante—. Solo es un pequeño desequilibrio —dijo intentando poner en pie una botella antes de darse la vuelta e ignorar el resto; aquello me hizo pensar que, para ser un demonio, no tenía mucha experiencia en tratar con la gente—. Tú haces que tus citas lo paguen todo, ¿verdad? —añadió—. No me extraña que no consigas conservar a ningún novio. —¡Cállate! —chillé. Me dolía la garganta. Dios mío. Kisten. Piscary mentía. Tenía que mentir. De lo contrario, tendría que decidir si estaba por encima de la venganza o no. Y no se me daba demasiado bien decirme a mí misma que no podía tener o hacer algo cuando lo deseaba. Minias recorrió mi habitación mientras yo me sentaba en la cama en ropa interior y con una camiseta, intentando no temblar—. Tienes una forma de pensar muy interesante —dijo suavemente—. No me extraña que las brujas sean efímeras. Te vuelves loca a ti misma. Simplemente deberías hacer lo que quieras sin tanto examen de conciencia. —Con sus ojos de cabra mirándome fijamente, sentí que se me encogía el estómago—. Será más fácil a la larga, Rachel Mariana Morgan. Se me estaba relajando el pulso y empezaba a creer que iba sobrevivir a esto. —Con Rachel es suficiente —dije. No me gustaba que dijesen mi nombre completo. Él levantó una sola ceja. —Parece que estás bien. ¿Sientes necesidad de correr bajo la luna? Me negué a retroceder más y le dejé que se acercase tanto que el aroma a ámbar quemado penetró en mi interior. —No. ¿Dónde está el foco? —¿Sientes la necesidad de destrozar las gargantas de la gente? —preguntó. —Solo la tuya. ¿Quién tiene el foco? Lo cogiste tú, ¿dónde está? Él se puso recto y me di cuenta de lo alto que era. —Ceri se lo llevó, no yo. Y de haber existido una forma de ayudarla a hacerlo mal, lo habría hecho. —¡Dime quién tiene el puto foco! —exclamé, y él se rio con disimulo. —Tu alfa —dijo él, y sentí un nudo en el estómago. ¿David? Hemos desandado lo andado—. Se asentó en él como si quisiese irse —añadió el demonio, y casi se me para el corazón. David no poseía el foco. ¿Lo poseía el foco a él? ¿Igual que había estado en mi interior? —¿Dónde está David? —dije saltando de la cama. Pero no había a donde ir. —¿Cómo iba a saberlo yo? —Minias levantó una botella y olió la boca, echándose de repente hacia atrás—. Lo está manejando mejor que tú. Fue creado para un hombre lobo, no para una bruja. Tomarlo para ti fue una estupidez. Igual que dejar caer un trozo de sodio metálico en un cubo de agua. —La botella tocó la cómoda con un ruido metálico. Yo me revolví en el sitio, incómoda, sin saber si creerle o no.

—¿Está bien? —Mejor que bien —dijo Minias arrastrando las palabras sin dejar de jugar con mis perfumes—. Dar el foco a los lobos se volverá contra ti, pero consiguió lo que tú querías. —Me miró a los ojos con sus ojos de cabra y me puse tensa—. Los hombres lobo están felices y los vampiros creen que se ha destruido. ¿Correcto? Correcto. —Estoy bien —dije agriamente, con mi miedo convertido ahora en descaro—. Ya te puedes ir. —Lo hizo la elfa —dijo sacudiendo la cabeza—. Al era más motivador y talentoso para enseñar de lo que yo creía. La instruyó extremadamente bien para ser capaz de desinvocar una maldición como esa y dejarte… relativamente ilesa. No me extraña que la hubiese mantenido a su lado consigo durante mil años. Entonces arrugó la cara, olió otra botella y la dejó donde estaba. —Al está furioso —dijo de manera despreocupada, e incluso mi falsa valentía desapareció—. Lo atraparon segundos después de que lo devolvieses a nuestro lado de las líneas. Está en su propio infierno personal. Y le sigues debiendo un favor. —Olió un tercer perfume y me miró con el ceño fruncido—. Me pregunto cuál será. —Estoy bien. Vete —repetí. —¿Me das esto? —preguntó sosteniendo la botella hacia arriba. —Si te vas, te los doy todos. La botella desapareció de entre sus dedos. —Una última cosa —dijo con un extraño brillo en los ojos—. ¿El foco? Yo me puse rígida y sentí crecer el miedo en mi interior. —¿Sí? —No era lo que estaba buscando Newt cuando hizo añicos tu iglesia. Empezó a desaparecer y di un paso hacia delante, asustada. —¿Qué estaba buscando? No tengo ni la más remota idea, resonó en mis pensamientos. —¡Espera! —grité—. ¿Se acuerda de mí? ¡Minias! ¿Se acuerda de mí? Busqué sonidos en la noche y pensamientos en mi cabeza, pero se había ido. Un instante después, la luz que había hecho brillar en mi espejo también desapareció. Mierda. ¿Qué estaría buscando si no era el foco? El ruido de la puerta principal al cerrarse resonó en el aire brillante y miré la parte delantera de la iglesia. Arrancó un coche y la tensión me hizo erguirme cuando reconocí los suaves pasos de Ivy en el vestíbulo. —Ivy… —dije, y luego me llevé la mano a la garganta al sentir el dolor. Di un respingo cuando se abrió de repente la puerta de mi habitación y entró una columna de luz gris. —Rachel —dijo Ivy con sus facciones perdidas entre las sombras. —Lo era la última vez que lo comprobé —dije, decidiendo que mencionar a Minias no ayudaría a nadie. —Estás bien —susurró, acercándose y agarrándome la mano—. Eres tú, ¿verdad? ¿Solo tú? —La sombra le agrandaba los ojos y no tenía ninguna venda en el cuello. Al ver mi mirada atónita, me dio un abrazo por sorpresa—. Gracias a Dios.

La tensión que me había invadido, producto de la sorpresa, se desvaneció y me relajé, con la cara junto a la suya mientras inhalaba su aroma como si fuese agua. No me importaba si eran un montón de feromonas destinadas a relajarme para hacer que le fuese más fácil morderme. No me estaba abrazando por eso. Había estado preocupada. Y estaba viva. A un vampiro muerto no le habría importado si era yo misma o no. Ivy estaba viva. Quizá Kisten también lo esté. Ojalá Piscary me hubiese mentido. —Soy yo —dije al recordar a Ivy y a Edden agarrándome firmemente en la parte de atrás de un coche cuando me había perdido con la maldición—. Mmm… tengo que ir al baño. Ivy dio un paso hacia atrás. —Me asustaste —dijo. —Me asusté a mí misma —dije sujetándome a la cama mientras caminaba arrastrando los pies. —¡Jenks! —chilló Ivy cuando mis pies descalzos estaban a punto de alcanzar el pasillo—. ¡Está bien! ¡Se ha levantado! —¿Qué es ese tufo? —dije aspirando el olor repugnantemente intenso a incienso malo. —Han quitado la blasfemia de la iglesia —dijo siguiéndome—. El tío se acaba de marchar. Creo que lo avergonzaste, así que estuvo investigando. Lo único que tuvo que hacer fue encontrar y sustituir el retal original de paño sagrado en el que se centraba la santidad. Lo encontraron los hijos de Jenks y el resto fue pan comido. Yo asentí pensando que aquella extraña sensación que había sentido al despertarme debía de ser la blasfemia desapareciendo. Luego me pregunté qué iba a hacer el tipo con el paño contaminado. ¿Quizá llevarlo a siempre jamás? Eso es lo que yo haría. Di tres pasos vacilantes más hacia el baño y luego me giré. —Estás viva, ¿verdad? —pregunté al recordar a los médicos de urgencias cesar en su intento. Ivy sonrió desde la puerta de mi cuarto. Debía de haberla asustado muchísimo. Nunca la había visto mostrar tanta emoción. Claramente feliz, sonrió. —Estoy viva —dijo, preciosa con los ojos húmedos—. Piscary no… —Tomó aire—. Me desmayé cuando Piscary me dio suficiente saliva de vampiro para pararme el corazón, pero los chicos de la AFI me mantuvieron con vida y los médicos de urgencias me dieron una antitoxina. No llegué a morir —dijo alegremente—. Sigo conservando mi alma. Bien, pensé. Para variar, algo había salido bien. Me daba miedo preguntarle por Kisten. —Tengo que ir al baño —murmuré, ya que la situación se estaba volviendo crítica. —¡Ah! —dijo ella, de repente avergonzada—. Claro. Voy a… Su pensamiento se vio interrumpido de repente cuando Jenks entró volando procedente de las habitaciones traseras. —¡Rache! —chilló, despidiendo chispas doradas—. ¿Estás bien? Por el burdel de Campanilla, eres una mujer salvaje. Nunca había visto a nadie hacer las cosas que tú has hecho. ¿Quién te ha enseñado a decir tacos en latín? Revoloteaba como un loco entre Ivy y yo, y apoyé una mano en la pared para no perder el equilibrio mientras intentaba mirarlo. —Era la maldición, no yo —dije. —¿Cómo tienes las rodillas? —dijo descendiendo para mirarlas, y yo levanté la cabeza de repente cuando salió disparado hacia el techo—. Les diste un golpe bastante grande cuando Ceri te derribó. —Tampoco me acuerdo de eso —dije mientras cruzaba las piernas y rezaba—. ¿Por qué no te

quitas del medio? Tengo que ir al baño. —Joder —dijo Jenks elevándose para seguirnos a Ivy y a mí—. Pensé que ibas a matar a Edden. Fue él quien te puso el ojo morado. Por eso siento la cara hinchada, pensé mientras corría por el pasillo. —¿A qué día estamos? —pregunté, sin saber cuánto tiempo llevaba sin comer. —A lunes —Ivy me iba pisando los talones—. Espera. Ya es martes. —Vaya, los espíritus lo hicieron todo en una noche —dije entrecerrando los ojos cuando encendí la luz del baño. Me dolían los ojos. Al girarme los vi mirándome como si hubiese dicho algo aterrador—. ¿Qué? —protesté, y Jenks se posó en el hombro de Ivy. —¿Estás segura de que estás bien? —Sí, pero si no entro en el baño voy a acabar haciendo un charco. Jenks alzó el vuelo e Ivy dio tres pasos hacia atrás. —¿Quieres comer algo? —dijo, y yo dudé en el momento de cerrar la puerta. —Cualquier cosa menos azufre —dije, y ella se sonrojó con un sentimiento de culpa. Cerré la puerta y puse ambas manos sobre el lavabo, apoyándome en él y temblando. No era por la pérdida de sangre y no me habían pegado tan fuerte. Estaba agotada. Algo (quizá alguien) había librado una batalla en mí y yo no recordaba nada. El foco había desaparecido, así que se había perdido. Yo era la que me levantaba a mí misma en el campo de batalla y me encaminaba con dificultad hacia la siguiente pelea. Esperaba que fuese más fácil que la última. Me erguí y fui hacia el espejo. Metí la mano detrás de la venda del cuello y luego la bajé. Todavía no quería saber. Giré la cabeza, me eché un vistazo y decidí que no estaba tan mal. Un amuleto de complexión se ocuparía de los círculos negros que tenía debajo del ojo y el labio hinchado hacía parecer que ponía morritos. Tenía un hematoma en la espinilla y otro en la cadera, justo donde acababa la camiseta. Me dolió la espalda cuando me agaché para mirarme las rodillas, pero en un par de días todo volvería a la normalidad. Estaba casi decepcionada. Una maldición demoníaca, aunque breve, debería dejar algún tipo de marca. Un mechón de pelo blanco o unos ojos hechizantes. Quizá cuervos en el tejado o un sabueso del infierno a tus pies. Pero ¿qué obtengo yo? Solté el aliento y permanecí de pie mirando mi reflejo con los ojos entrecerrados. Un ojo morado. Genial. La voz de Ivy hablaba con murmullos por teléfono y, tras ocuparme de mi necesidad más urgente, decidí que la ducha podría esperar hasta que me respondiesen a algunas preguntas y me pudiesen llenar el estómago. En el cajón había unos vaqueros en vez de la ropa de Kisten, así que, con una nueva tristeza, me metí por dentro la camiseta de Takata e invoqué un hechizo de complexión; me pasé el cepillo de dientes y lo dejé ahí. Me ponía enferma el olor a café que se colaba por debajo de la puerta. ¡Tenía tanta hambre! Salí del baño con movimientos lentos a la espera de malas noticias. La luz brillante de un nuevo día bañó el pasillo desde la cocina. Era la tercera mañana que me levantaba al amanecer en lugar de irme a la cama a esa hora, y ya estaba cansada de aquello. —Rachel se acaba de despertar —dijo la voz de Ivy antes de que yo diese dos pasos, y me detuve. No estaba al teléfono. Había alguien en nuestra cocina—. No hablará con nadie hasta que pueda comer y recuperar el aliento y no va a hablar con tu loquero, así que ya te puedes meter en tu todoterreno y volver a la AFI, que es tu sitio.

Levanté las cejas y aceleré el paso. ¿Qué está haciendo aquí Glenn? Mierda. Kisten, pensé con tristeza, respondiendo así a mi propia pregunta. Está muerto. —Felps no estaba en el apartamento de Sparagmos —oí decir a Edden, y mi realidad dio un giro. No solo todavía no era seguro que Kisten hubiese muerto, sino que no era Glenn, sino su padre. No sabía si eso era mejor o peor. —Tenemos que encontrarlo y puede que Rachel nos sea de ayuda —concluyó. —¡Dale un poco de paz a la pobre mujer! —dijo Jenks—. Piscary dijo que estaba muerto. Encuéntralo tú solo. La SI no va a detenerte. A ellos no les importa. Me puse en movimiento dispuesta a intentar hacer cualquier cosa que demostrase que Kisten seguía con vida. —Pero si sigue vivo puede que esté herido —dije mientras entraba, y Edden se giró desde el lugar que ocupaba al fondo de la cocina. Había alguien más con él. Parecía delgado junto al cuerpo achaparrado de Edden y me paré en seco descalza. ¿Edden ha traído al loquero de la AFI con él? Edden miró al joven que estaba a su lado. Ignorando la amenaza de Ivy, delante del fregadero con los brazos cruzados, Edden se acercó a mí con la frente arrugada de preocupación. Llevaba sus chinos caqui y su camisa blanca habituales y llevaba la pistola en la funda sobaquera, lo cual indicaba que estaba trabajando. —Rachel —dijo, contento de verme—. Tienes mucho mejor aspecto. —Gracias. —Parpadeé de sorpresa cuando me dio un abrazo. Sentí de repente el aroma a Old Spice y no pude evitar sonreír cuando retrocedió torpemente. —No te he hecho daño, ¿verdad? Él sonrió y se frotó el hombro. —No te preocupes, no eras tú. Exhalé de alivio, aunque todavía me sentía culpable; luego busqué en la cocina algo que comer. No había nada cocinándose, pero la cafetera estaba acabando de gorgotear. El pastel lo habían congelado y me senté en la encimera como un testamento triste de como se supone que deberían ser las cosas. Deprimida, me hundí en mi sitio de la mesa. —¿Kisten no estaba en el apartamento? —pregunté. La esperanza desesperada casi me dolía al instalarse alrededor de mi corazón y miré al otro tío, que ahora se movía torpemente—. Jenks dijo que llamó para decir que se iba a esconder. Y Piscary ya ha mentido otras veces. Si existe alguna posibilidad de que esté vivo, haré lo que haga falta. El amigo de Edden se disponía a hablar, pero cambió de opinión cuando Ivy se separó del fregadero y se sentó en su silla delante del ordenador, su lugar de seguridad. Jenks permanecía en la ventana, de pie en el alféizar para poder echarles un vistazo a sus niños. No me había dado cuenta del ruido que hacían al amanecer. —Edden cree que la psicología humana te puede hacer recuperar la memoria —dijo Ivy frunciendo el ceño—. La ciencia humana no puede vencer al encantamiento de una bruja. Eso solo te destrozará, Rachel. Ignorándola, Edden se giró hacia el hombre y él se acercó con una confianza dubitativa. —Doctor Miller, esta es Rachel Morgan. Rachel, quiero que conozcas al doctor Miller, nuestro psiquiatra. Me incliné hacia delante en la silla y le di la mano. La esperanza de que Kisten pudiese estar vivo era desesperada y dolorosa y el color del amuleto que llevaba el doctor Miller cambió de un

profundo violeta a blanco. —Encantada de conocerlo —dije, haciéndole un gesto para que se sentase, y él y Edden ocuparon las dos sillas que había a mi derecha. El joven tenía un buen apretón de manos, lo cual no era sorprendente si era el loquero de la AF1. Lo que me sorprendió fue la ligera elevación de siempre jamás que había intentado transmitirme cuando nos tocamos. Era humano (no sentí que desprendiese olor a secuoya y trabajaba para la AFI), pero sabía utilizar magia de líneas luminosas. Y su amuleto era metálico, evidentemente uno de líneas luminosas. Era más alto que yo y sus zapatos marrones contrastaban con sus pantalones grises y su camisa blanca de rayas diplomáticas grises. Llevaba el pelo cortado con un estilo fácil. Era delgado y llevaba unas gafas de montura metálica que cubrían sus ojos castaños. ¿Gafas?, pensé. Nadie lleva gafas a menos que… Mis sospechas se confirmaron cuando el doctor Miller se las quitó haciendo una mueca. Mierda, eran para ver auras sin invocar la percepción extrasensorial de alguien, cosa que normalmente los humanos no podrían hacer sin ayuda y con mucha práctica. Genial. No hay nada como una primera buena impresión. El amuleto que llevaba cambió a un color gris rojizo y el psiquiatra de la AFI me miró como pidiéndome disculpas y acercó su silla. —Es un placer conocerla, señorita Morgan —dijo situado entre Edden y yo—. Llámeme Ford. Jenks agitó las alas y vino volando hasta la mesa, donde se posó con las manos en las caderas para que se viese bien la empuñadura de su espada de jardín. —Esa cosa lee las emociones, ¿verdad? —dijo con aire guerrero—. ¿Hace así su trabajo? ¿Utiliza eso para saber si la gente dice la verdad o no? Rachel no miente. Si dice que no se acuerda, es que no se acuerda. Querría encontrar a Kisten si pudiese. Ford volvió a mirar el amuleto y, quitándoselo del cuello, lo puso sobre la mesa. —El amuleto no reacciona con ella, está reaccionando conmigo. Más o menos. Y no he venido aquí para averiguar si la señorita Morgan está mintiendo. Estoy aquí para ayudarle a reconstruir lo que pueda de su memoria enmudecida artificialmente con el objetivo de encontrar al señor Felps. Sentí una puñalada de culpabilidad y su amuleto de líneas luminosas brilló con una luz gris azulada una vez más. —Si ella me lo permite —añadió, tocando el disco metálico—. Cuanto más esperemos, menos recordará. Tenemos un tiempo limitado, sobre todo si el señor Felps está en peligro. Ivy cerró los ojos e intentó esconder sus emociones. —Rachel, está muerto —susurró—. No está bien que la AFI juegue con tus emociones para encontrarlo más rápido. —Tú no sabes si está muerto —protestó Edden, y sentí un escalofrío al verla abrir los ojos. Los tenía negros del dolor. —No voy a quedarme a escuchar esto —dijo. Me puse rígida al ver que se levantaba y se marchaba. Jenks revoloteó inseguro y luego salió zumbando tras ella. Me llegó el olor a café y fui a servirme una taza. También llené dos más para Ford y Edden. El primer trago me sentó como un bálsamo, aliviándome tanto como la suave brisa que entraba por la ventana. Quizá eso de levantarse al amanecer no estuviese tan mal. —¿Qué hago? —dije mientras ponía el café delante de los hombres y me sentaba.

La sonrisa de Ford fue breve pero sincera. —¿Te pondrías esto? Puso el amuleto en mi mano y sentí que lo recorría el zumbido de siempre jamás, tirando de mí como si intentase sacarlo de las puntas de mis dedos. —¿Qué hace esto? Él todavía no había soltado el amuleto, y al sentir el roce de sus dedos contra los míos, levanté la mirada casi sorprendida. Él esbozó una sonrisa torcida cuando el amuleto que tenía en la mano pasó a un malva suave. Estaba empezando a ver un patrón. —Tu amigo tenía razón. Es una muestra visual de tus emociones —dijo, y yo me encogí de miedo. Podía adivinar lo que significaba el malva y obligué a mis pensamientos a permanecer puros mientras los movía en círculos en la cabeza. A diferencia de los amuletos terrenales, este tenía que estar dentro de mi aura para funcionar, no tocarme la piel. —Pero usted dijo que estaba respondiendo a usted, no a mí. Un ligero aire de dolor invadió su rostro. —Y así es. Yo abrí los ojos de par en par. —¿Quiere decir que usted puede sentir las emociones e la gente? ¿De forma natural? Nunca había oído nada igual. ¿Qué es? No huele como un brujo. Riéndose entre dientes, Edden cogió el café y se retiró a la esquina de la cocina fingiendo observar a los hijos de Jenks, pero en realidad lo que quería era darnos algo de intimidad. Ford se encogió de hombros. —Humano, supongo. Mi madre era igual. Murió por ello. Nunca he conocido a nadie como yo. Estoy buscando un modo de que funcione a mi favor, en lugar de en mi contra. El amuleto es para ti, no para mí, para que sepas exactamente lo que estoy sintiendo por tu parte. La intensidad de la emoción se muestra mediante el brillo y el tipo de emoción por el color. Estaba empezando a encontrarme mal. —Pero ¿puede sentir mis emociones si llevo el amuleto o no? —pregunté, y al verlo asentir, añadí—: Entonces, ¿por qué he de ponérmelo? Edden se revolvió con nerviosismo junto a la ventana. Sabía que quería que continuásemos con aquello. —Para que cuando hayamos acabado y te lo quites, tengas la sensación de que ya no te estoy escuchando. Jenks entró en ese mismo instante. Cambió de opinión en el último momento y, en lugar de aterrizar sobre mi hombro, se posó en el de Edden al verme la cara. Tenía sentido, aunque fuese una mentira. —Eso tiene que ser un infierno —dije—. Alguien debería inventar un silenciador para usted. Ford me miró con un rostro inexpresivo. —¿Cree que puede hacerlo? Yo me encogí de hombros y dije: —No lo sé. Sus ojos castaños estaban distantes y el amuleto que ahora llevaba al cuello se puso de color gris perla. Tomó aire y dejó de prestarme atención. No pude evitar maravillarme por la miseria que suponía sentir las emociones de todo el mundo,

todo el rato. Pobre tío, pensé, y el amuleto brilló con un intenso azul. Separando los labios, Ford me miró y parpadeó. Estaba claro que había sentido mi pena por él. El amuleto cambió a rojo y mi cara se puso del mismo color. Avergonzada, hice ademán de quitarme el amuleto. —Esto no va a funcionar —dije. Ford me envolvió la mano con las suyas, deteniéndome. —Por favor, señorita Morgan —dijo con sinceridad, y juro que pude sentir que el amuleto se calentaba entre nuestras manos—. Esto no es una herramienta. La realidad es que la gente es mucho más experta en leer las expresiones faciales de lo que indica este amuleto. No es más que una manera de hacer cuantificable algo tan nebuloso como las emociones. Yo suspiré y relajé todo el cuerpo. El amuleto que asomaba entre nuestros dedos pasó a un gris neutral. —Llámeme Rachel. Él sonrió. —Rachel. —Me soltó la mano para mostrarme que el disco tenía un morado argentado. No era el morado de la ira, como cuando pensaba en la SI, sino malva. Le caía bien a Ford y cuando sonreí, él se puso colorado de vergüenza. Jenks se rio por lo bajo y Edden se aclaró la voz. —¿Podemos continuar? —dijo quejándose el capitán de la AF1. Dejé caer el amuleto donde pudiese verlo y me puse recta, de repente nerviosa. —¿De verdad crees que Kisten sigue vivo? Frunciendo el ceño, Edden se cruzó de brazos y se echó hacia atrás. —No lo sé, pero cuanto antes le encontremos mejor. Yo asentí, me acomodé en la silla y miré a Ford en busca de instrucciones. Había ido a terapia familiar con mi madre tras la muerte de mi padre, pero esto era diferente. Ford movió la silla para que sus piernas estuviesen perpendiculares a la mesa, en lugar de debajo de ella. —Dime qué recuerdas —dijo sencillamente, con una mano sobre la otra. Las alas de Jenks sonaron más agudas, pero luego se apagaron. Yo bebí un sorbo de café y cerré los ojos mientras me bajaba por la garganta. Era más fácil si no miraba el amuleto. Ni los ojos de Ford. No me gustaba la idea de no poder ocultarle mis emociones. —Lo dejé en el apartamento de Nick para lavarle la ropa —dije sintiendo una punzada de dolor —. Todavía faltaban algunas horas para que se pusiese el sol y tuve que mover el coche para que no lo reconociesen. Iba a volver. Abrí los ojos. Si Piscary tenía razón, sí volví. —¿Y no recuerdas nada después de eso? Sacudí la cabeza. —No hasta que me desperté en el sillón de Ivy. Estaba dolorida. Me dolía el pie. —Tenía el labio cortado por dentro. Ford miró la mano con la que me estaba sujetando el antebrazo y yo la bajé. Hasta yo me estaba empezando a dar cuenta de que era mi subconsciente intentando decirme algo. —Entonces no intentes recordar —dijo él, y me relajé un poco—. Piensa en tu pie. Te hiciste daño y eso es difícil de olvidar por completo. ¿A quién golpeaste? Yo solté el aliento lentamente. Cerré los ojos y sentí que el pie me palpitaba. No a quién, sino el

qué, pensé de repente. Tenía el pelo en la boca y me bloqueaba la visión, haciéndome chocar contra la arcada de la puerta en lugar de la manilla. La maldita puerta era tan estrecha… y no había sido culpa mía. Se había movido el suelo y me había hecho perder el equilibrio. Sentí que mi rostro se quedaba sin expresión y abrí los ojos. Ford se había inclinado hacia delante, consciente de que había recordado algo, y sus ojos parecían pedir una respuesta. El amuleto que estaba entre ambos brilló con una mezcla de morado, negro y gris… ira y miedo. No recordaba lo que había ocurrido esa noche, pero solo había un lugar al que podría ir Kisten que tuviese puertas estrechas y donde se moviese el suelo. —El barco de Kisten —dije poniéndome de pie—. Edden, conduces tú.

38.

Avanzamos por el suelo adoquinado, chocando con los baches provocados por las quitanieves y quitahielos del año pasado. Las carreteras secundarias del exterior de los Hollows no recibían mucha atención a medida que las ciudades crecían cada vez más y el campo se volvía más salvaje. Edden había llamado para pedir ayuda y pronto averiguamos que el barco de Kisten no estaba en Piscary's, pero un agente de la AFI recordaba ver un barco que coincidía con la descripción río abajo en un viejo muelle de almacenes. Allí nos dirigimos, con las luces y las sirenas apagadas, atravesando a toda velocidad las afueras de los Hollows y más allá hasta llegar a los límites de los lugares a los que yo nunca iría después de anochecer. No es que el barrio fuese malo, sino que no había ningún barrio. No después de cuarenta años de abandono. Barrios enteros habían quedado sepultados y dejados al barbecho cuando los supervivientes de la Revelación huyeron a las ciudades. Y Cincy no había sido una excepción. Los árboles formaban arcos por encima de nuestras cabezas y sabía que el río estaba cerca por la carretera tortuosa y los brillos plateados ocasionales del agua. Yo iba delante con Edden e Ivy iba en el asiento de atrás con Ford. Me sorprendió que quisiese venir, hasta que me di cuenta de que las palabras que había dicho antes eran para dar al traste con sus propias esperanzas de que Kisten siguiese con vida. O no muerto. O algo. Jenks estaba con ella, afanándose en mantenerla distraída y tranquila. Pero no estaba funcionando, a juzgar por sus ojos negros y el creciente nerviosismo de Ford. Puede que no fuese una buena idea ponerlos juntos, pero yo tampoco quería sentarme junto a él. —¡Ahí! —exclamé, señalando el perfil de un edificio de ladrillos abandonado que sobresalía detrás de unos árboles enormes y viejísimos. Ese tenía que ser el sitio. No habíamos visto nada aparte de terrenos vacíos rodeados por grandes árboles durante ochocientos metros. Intenté reprimir mi nerviosismo incluso mientras buscaba en mi interior si había estado allí antes. Nada se me hacía familiar. El cálido sol de la mañana brillaba sobre las hojas y el río a medida que fuimos reduciendo la velocidad y finalmente nos paramos en el camino atestado de maleza. El corazón me dio un vuelco al ver el barco de Kisten. —Es ese —dije buscando a tientas la manilla de la puerta incluso antes de que se detuviese el coche—. Es el Solaris. —Jenks se alejó de Ivy y vino hacia mí mientras me quitaba el cinturón. —Rachel, espera. —Era Edden. Lo miré con el ceño fruncido cuando golpeó el botón y activó el seguro. El Crown Victoria se detuvo y él lo aparcó. Ivy intentó abrir la puerta, pero era un coche de la poli y no se abriría desde dentro aunque Edden no hubiese puesto el seguro—. Hablo en serio —dijo, y un silencio cargado llenó el coche, silencio que rompió el zumbido agitado de las alas de Jenks—. Te vas a quedar en el coche hasta que lleguen los refuerzos. Podría haber alguien en ese edificio. Jenks se rio por lo bajo y se metió por debajo del salpicadero, saliendo al otro lado del parabrisas y enseñándole el dedo corazón. Yo miré la radio bidireccional y las palabras que emitía. Parecía que la persona que estaba más cerca tardaría cinco minutos. —Si lo que te preocupan son los vampiros no muertos, no van a salir a tomar el sol —dije mientras desbloqueaba manualmente la puerta y salía—. Y si hay alguien más, les patearé el culo. Ivy se dirigió a toda prisa al sitio de Ford y, mientras el hombre permanecía sentado con los ojos

como platos y encogido en la esquina, ella le dio una patada a la puerta. Saltó el seguro y ella salió, serena y moviéndose con la gracia espeluznante de aquellos que viven en la noche. Jenks se había ido y lo seguimos al barco con una determinación sombría. Estábamos a medio camino cuando Edden nos alcanzó. —Rachel, detente. La expresión de Ivy era horrible y, tras una sola mirada que mostraba la profundidad de su miedo, siguió sin mí. —Quítame las manos de encima —exclamé en voz alta descargando en él mi ira mientras me libraba de él—. Soy una profesional, no una novia afligida. —Bueno, también era eso, pero sabía cómo actuar en la escena de un crimen—. De no ser por mí nunca lo habrías encontrado. Puede que necesite mi ayuda, ¿o admites que me manipulaste a sabiendas de que ya estaba muerto? Edden arrugó la cara bajo la brillante luz del sol, y aquello le hizo parecer viejo. Detrás de él estaba Ford, recostado contra el morro del coche. Me pregunté cuál sería su radio para captar emociones. Esperaba que fuese menos que los seis metros que nos separaban ahora. —Si está muerto… —dijo Edden. —¡Sé comportarme! —grité. El miedo de que tuviese razón me volvía temeraria—. ¡Voy a entrar ahí dentro! No es ninguna escena de un crimen hasta que sepamos si existe un crimen o no, ¡así que contrólate! Ivy había llegado al barco y había saltado el metro y medio de altura de la cubierta con un movimiento envidiable. Yo corrí para alcanzarla. Me dolía el ojo hinchado desde debajo del hechizo de complexión y me latía el pie. —¿Kisten? —grité, esperando oír su voz—. ¿Kisten, estás aquí? Por el rabillo del ojo vi a Ford todavía apoyado en el coche, con la cabeza inclinada. Me sentí incómoda, así que subí a cubierta. Varios de mis músculos protestaron y me levanté desde mi posición arrodillada y me aparté el pelo de delante de los ojos. Ivy ya estaba bajo la cubierta. Jenks todavía no había aparecido y yo no sabía si aquello era bueno o malo. Sentí un escalofrío por la humedad que el rocío había dejado en la cubierta, intentando recordar si había estado allí. Pero nada. Nada en absoluto. El barco apenas se movía con mi peso y me deslicé a medias hacia la puerta de la cabina, buscando donde agarrarme. —¿Ivy? —dije mientras bajaba, y el miedo invadió mi alma y mi razón al ver que no respondía. El silencio se tragó mis esperanzas como el ácido amargo, gota a gota, aliento tras aliento. Si Kisten hubiera estado consciente habría contestado. Si era un no muerto estaría muerto por el sol, a menos que hubiese conseguido entrar en el almacén. Cualquiera de las opciones era mala. Cuando atravesé la cocina solo se oían los latidos de mi corazón y un avión sobrevolándonos. Ivy habría dicho algo si lo hubiese encontrado. Me impactó ver manchas de sangre en la ventana alta que daba al exterior, a la otra orilla. También se veía la huella de una mano. —¿Kisten? —susurré, pero sabía que no era suya. Y no era mía. Era de su asesino. Me cayeron las lágrimas. No recordaba nada. ¿Por qué coño me había hecho esto a mí misma? Al ver la puerta astillada que separaba la cocina y la sala de estar me detuve conteniendo el aliento. Me empezó a latir el pie y se me aceleró el corazón. No podía mirar a otro lado. Lo sabía… Recuperé el aliento de repente cuando Edden aterrizó al otro lado de la ventana, poniéndome nerviosa. El barco apenas se movió con su peso tampoco. Como si se tratase de un sueño, caminé

hacia la puerta con la mano por delante para tocarla y asegurarme de que era de verdad. Toqué con los dedos las astillas afiladas y suaves y sentí un mareo. La luz estaba eclipsada y no me giré cuando sentí a Edden y a Ford en la puerta. —Yo hice esto —susurré, dejando caer la mano. Yo no lo recordaba, pero mi cuerpo sí, ya que el pie me latía y el pulso se me aceleraba. Miré el marco de la puerta destrozado. Lo había roto con el pie. Con la mirada desenfocada, me apoyé en el armario para mantener el equilibrio mientras me invadía el pánico al recordar. Recuerdo haber llorado. Recuerdo tener el pelo en la boca e intentar escapar. Me dolía tanto el brazo que no conseguía abrir la puerta, así que la había abierto de una patada. Cerré los ojos y volvía sentirlo todo. Imágenes diseminadas era lo único que quedaba de todo aquello. Había abierto la puerta de una patada para entrar y luego me había golpeado la parte de atrás de la cabeza con una pared. Me toqué la nuca cuando empezó a palpitarme. Allí había alguien más. Y al notar el leve aroma desconocido a incienso vampírico que todavía flotaba en el aire, supe que tenía que ser el asesino de Kisten. Había ocurrido allí y yo había formado parte de ello. —Yo hice esto —dije girándome hacia los dos hombres—. Recuerdo haber hecho esto. Edden tenía el rostro tenso y sostenía una pistola con la que apuntaba hacia el techo. Ford estaba detrás de él, como el psiquiatra profesional que era, fuera de lugar y recopilando información sobre la que no quería oír su opinión. El suave sonido de unas alas de libélula hizo que girase mi cara empapada en lágrimas para ver a Jenks, con sus alas brillantes bajo la luz que entraba por las ventanas bajas. —Rache, será mejor que entres aquí. Oh, Dios. —¿Ivy? —dije llamándola, y Edden se abrió paso en aquel espacio apretado. —Ponte detrás de mí —dijo con cara de preocupación, y yo atravesé el marco roto antes que él, desesperada por encontrarla. O bien Kisten estaba muerto y no suponía amenaza, o bien estaba muerto y destrozado por el sol, o bien su asesino estaba todavía allí, o Ivy había encontrado a Kisten y me necesitaba. La sala de estar estaba limpia y vacía, olía al agua y al sol que entraba por las ventanas abiertas. Con el pulso a cien por hora, seguí a Jenks al pasillo, pasamos junto al baño y nos dirigimos al dormitorio trasero. El ruido áspero de la respiración entrecortada de Ivy me hizo sentir un escalofrío e hice que Edden me soltara, pero me quedé de piedra al atravesar la puerta. Ivy estaba sola y de pie de espaldas a la cómoda, con los brazos cruzados sobre la cintura y la cabeza inclinada. Delante de ella, en el suelo y tirado contra la cama, estaba Kisten. Cerré los ojos y sentí un nudo en la garganta. Me golpeó el dolor y me tambaleé hasta apoyarme en el marco de la puerta. Está muerto. Y no había sido fácil. El taco en voz baja de Edden detrás de mí me hizo recuperar la consciencia. Cogí aire con dificultad. —Tú, hijo de puta —susurré al aire—. Hijo de puta cabrón. —Había llegado demasiado tarde. El cuerpo descalzo de Kisten estaba vestido con un par de vaqueros limpios y una camisa que nunca le había visto. Su cuerpo y su cuello habían sido ferozmente atacados y tenía los brazos y el torso rasgados, como si hubiese intentado defenderse. Sus ojos de color azul plateado me decían que había muerto siendo un no muerto, pero la sangre que había formado un charco junto a sus piernas y sus talones evidenciaba que no lo habían drenado, simplemente lo habían matado dos veces. Su pelo,

en su día brillante, estaba manchado con sangre oscura y su sonrisa había desaparecido. Volví a tomar aire intentando mantenerme erguida, aunque la habitación estaba empezando a tambalearse. —Lo siento, Rachel —dijo Edden en voz baja poniéndome una mano sobre el hombro en un gesto de consuelo—. Sé lo mucho que significaba para ti. Esto no ha sido culpa tuya. Al decirme eso empezaron a caérseme las lágrimas, una a una. —¿Kisten? —dije con una voz ahogada, sin querer creerme que se había ido. Yo había estado allí. Había intentado mantenerlo con vida. Tenía que haber sido así. Pero no lo había conseguido y la culpa debió de ser la razón por la cual lo había olvidado. Di un paso desesperado hacia él, deseando tirarme de rodillas y abrazarle. —Lo siento, Kisten. —Entonces empecé a llorar—. Tuve que intentarlo. Tuve que hacerlo. Desde detrás de mí, en el pasillo, Ford dijo: —Lo intentaste. Ivy y yo nos giramos. Parecía destrozado al estar sintiendo en su interior nuestros infiernos personales. —Está en tus pensamientos —dijo, y yo estuve a punto de perderme, pero desistí y caí de rodillas delante de Kisten. Las lágrimas fluían sin freno mientras intentaba colocarle el cuello de la camisa para tapar el estrago que le habían hecho en el cuello. —No me acuerdo —dije llorando desconsolada—. No me acuerdo de nada de esto. Dime qué pasó. Ford tenía la voz tensa. —No lo sé. Pero sientes culpabilidad y remordimientos. Hay odio, pero no es hacia él. Alguien te ha hecho olvidar. Levanté la vista, queriendo creer. Todo estaba borroso, era irreal. —No olvidaste porque no pudieses soportarlo —dijo él. Su voz reflejaba culpabilidad por haberme etiquetado de débil—. Alguien te ha hecho olvidar en contra de tu voluntad. Está todo ahí, en tus emociones. Parpadeé rápido intentando aclarar la vista. El dolor que sentía en el pecho no se me pasaba y no me dejaba pensar. Aquí había estado alguien más aparte de mí. Alguien más sabía lo que había ocurrido. ¿Alguien que me había obligado a olvidar? ¿Por qué? Me invadió un nuevo miedo que me hizo centrar mi atención en Ivy, que seguía a un lado destrozada mientras Kisten permanecía en el suelo frío y muerto entre nosotras. Ella no quiso que Ford me ayudase a recordar. ¿Acaso…? ¿Acaso lo había matado porque me había mordido? —No me acuerdo —susurró Ivy como si supiese lo que estaba pensando. Tenía la cabeza inclinada y los brazos alrededor de la cintura para evitar sufrir una crisis—. Podría haberlo hecho. No me acuerdo. Edden puso la pistola de nuevo en la funda y la cerró. Cruzó los brazos con un gesto agresivo y adoptó una postura firme. Yo me puse de pie, dividida entre la ira hacia él y el miedo por Ivy. —Ella nunca lo haría —dije asustada, y fui hacia ella para darle una sacudida—. Tú no harías eso, Ivy. ¡Mírame! ¡Tú lo querías! Ella sacudió la cabeza y su pelo negro le ocultó la cara. —Ella era sucesora de Piscary —dijo Edden—. Lo haría si se lo ordenasen. —¡Ella quería a Kisten! —exclamé, consternada y asustada—. ¡Nunca haría algo así! Edden tomó un camino más duro.

—En la calle se comenta que lo habría matado si él tocase tu sangre. ¿Fue así? La culpa pareció detener mi corazón y busqué frenética una salida. Jenks estaba sobre la cómoda, abatido. Estábamos en la misma habitación en la que yo había mordido a Kisten en un ataque de pasión de sangre que apenas yo misma llegaba a entender. Él no me había mordido, pero ahora eso parecía no importar. Ivy levantó la cabeza al quedarme yo en silencio. Su hermoso rostro estaba retorcido de dolor. —Podría haberlo hecho —susurró—. No me acuerdo. Todo lo que ocurrió hasta que Piscary te atacó es una… una pesadilla confusa. Creo que alguien me dijo que tú habías probado a Kisten. No me acuerdo si alguien me lo dijo o yo lo averigüé. —Me miró con los ojos llenos de lágrimas, enmarcados por su pelo negro cubierto de oro. Su mirada albergaba un horrible miedo—. Puede que lo hiciese. ¡Puede que lo hiciese, Rachel! Mi estómago era un manojo de nudos, pero el terror había desaparecido y de repente lo comprendí. Ella no quería que saliésemos a buscarlo por miedo a enterarse de que lo había matado. No quería que Ford me ayudase a recordar por la misma razón. Alguien había matado a Kisten pero, en el fondo de mi corazón, yo sabía que no había sido Ivy, aunque siglos de evolución y condicionamiento le hiciesen desearlo. —Tú no lo mataste —dije rodeándola con mis brazos para ayudarla a creérselo. Tenía los músculos en tensión y empezó a temblar en silencio—. No lo hiciste. Lo sé, Ivy. No lo harías. —No me acuerdo —dijo, entre sollozos, admitiendo su miedo—. Lo único que recuerdo es estar enfadada, confusa y fuera de control. —Se movió y yo la solté para que pudiese levantar la cabeza—. ¿Tú le mordiste? —susurró, rogándome con la mirada que le dijese que no. Me alegraba de no llevar el amuleto, así al menos podía fingir que Ford no estaba observando el desarrollo de todo aquel drama. Si decía que sí, ella supondría que había matado a Kisten. Pero me era imposible mentirle. —Le mordí —dije pronunciando las palabras de culpabilidad rápido para poder soltarlo antes de que ella decidiese que lo había matado y acabar con el dolor que llevaba dentro—. Me regaló un par de fundas por mi cumpleaños. Sabía que te habías insinuado a mí. Ahora, mirando hacia atrás, estoy segura de que lo hice para convencerlo de que no iba a dejarlo. De que era importante para mí. Ivy gimió y se separó de mí. —¡Maldita sea, Ivy! —exclamé, limpiándome las lágrimas que me caían lentamente—. ¡Tú no lo matarías por eso! ¡Tú lo querías! Piscary nunca tocó esa parte de ti. ¡Es imposible! Nunca fuiste suya. ¡Solo él pensaba que lo eras! Kisten dijo que Piscary nunca te había pedido que me mataras, pero lo hizo, ¿verdad? —dije mientras la observaba. Apenas podía respirar y su sufrimiento dudaba mientras intentaba recordar—. Te ordenó que me matases y tú te negaste. No me matarías por Piscary y tampoco a Kisten. Lo sé, Ivy. Por eso te cerraste. Tú no lo mataste. No lo hiciste. Durante unos segundos se limitó a mirarme mientras revisaba sus pensamientos. Detrás de ella vi a Ford apoyar la cabeza en la mano, intentando no escuchar… pero joder, ese era su trabajo. Ivy tomó aire profundamente y todos sus músculos se ablandaron. —Kisten —dijo por fin respirando. Cayó de rodillas para tocarle y entonces supe que me creía. Le tocó el pelo con sus manos y se echó a llorar. El primer lamento fuerte fue para soltarse, y la orgullosa y estoica Ivy por fin se liberó. Unos sollozos atormentados y tremendos le hacían sacudir los hombros. Lágrimas por su muerte, sí, pero también por ella misma, y yo también sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas que se

derramaron cuando me dejé caer a su lado para estar junto a la quietud fría de Kisten. Él era la única persona que sabía hasta qué profundidad de depravación los había hundido Piscary, las cumbres del éxtasis. El poder abrumador que les había concedido y el terrible precio que se había cobrado por ello. El único que la había perdonado por lo que era, que comprendía quién quería ser. Se había ido y probablemente no habría nadie más que lo pudiese entender. Ni siquiera yo. —Lo siento —susurré meciéndola mientras sus desgarrados sollozos rompían el silencio y permanecíamos sentadas en el suelo de la minúscula habitación en un afluente olvidado del río Ohio —. Sé lo que era para ti. Averiguaremos quién ha hecho esto. Lo averiguaremos y lo perseguiremos. Y aun así, siguió llorando, como si su pena no tuviese fin. Y la pena también se apoderó de mí, fría y dura, una pena definida por unos ojos azules brillantes y la sonrisa que tanto me gustaba y que no volvería a ver. Al tocar su mano con la mía me cayeron por la mejilla unas lágrimas saladas y amargas, lágrimas de aflicción, dolor y arrepentimiento por haberle fallado al final.

39.

Dos semanas más tarde. Me metí el asa de la bolsa de tela en el brazo para poder abrir la puerta de la iglesia, mirando hacia arriba con los ojos entrecerrados al cartel de Encantamientos Vampíricos que brillaba con el agua. Ivy quería helado y, como no tenía tantas ganas como para salir a por él lloviendo, me había engañado para que lo hiciese yo. Habría hecho cualquier cosa para verla sonreír de nuevo. Habían sido dos semanas muy duras. Bueno, también necesitábamos comida para la gata y lavavajillas. Y tampoco nos quedaba café. Daba miedo ver que mi visita rápida a la tienda se había convertido en un viaje con tres bolsas. La puerta de la iglesia crujió al abrirse y me metí dentro. Me apoyé contra la puerta cerrada para mantener el equilibrio y me quité los zapatos. Estaba oscuro, ya que la luna todavía no había salido y las nubes eran densas. Hice una pausa justo dentro del santuario y le di al interruptor de la luz con el codo. Nada. —Me cago en todo —murmuré mientras lo golpeaba unas cuantas veces más solo por diversión —. ¡Jenks! —grité—. ¡Han vuelto a fundirse los plomos del santuario! En realidad no esperaba una respuesta, pero ¿dónde estaba Ivy? Tendría que haberse dado cuenta. Moviendo las bolsas con torpeza, fui a la cocina. Di tres pasos y me paré en seco. Olía a vampiro desconocido. A muchos. Y había mucho humo. Y cerveza. —Mierda —susurré sintiendo que me invadía la adrenalina. —¡Ahora! —gritó alguien, y las luces se encendieron de repente. Asustada, dejé caer las bolsas y me puse en posición de lucha, cegada por el brillo repentino. —¡Sorpresa! —dijo un coro de voces desde la parte delantera de la iglesia, y yo me giré con el corazón en un puño—. ¡Feliz cumpleaños! Me quedé mirando con la boca abierta y los puños cerrados mientras el bote de medio litro de helado de chocolate con trocitos rodaba a los pies de Ivy. Estaba sonriendo, y me levanté poco a poco. Todavía se me salía el corazón por la boca y Jenks estaba haciendo tirabuzones en el aire que había entre ella y yo desprendiendo polvo dorado y brillante. —¡La hemos pillado! —gritaba, y lo que parecían ser todos sus hijos cogieron el estribillo, llenando el aire de color y sonido—. ¡La hemos pillado desprevenida, Ivy! Mírala. ¡No tenía ni idea! Pasmada, busqué a tientas las bolsas. David, Keasley y Ceri estaban en el sofá e Ivy estaba de pie junto al interruptor de la luz que había en el otro extremo de la habitación. Todos estaban sonriendo y, como había dicho Jenks, me habían pillado desprevenida. No había ningún vampiro aparte de Ivy, y la única bebida que pude ver fueron las tres botellas de dos litros de soda sobre la mesa del café. El olor a vampiro, cigarrillos y cerveza rancia venía de la mesa de billar destrozada que ahora ocupaba un lateral del santuario. No estaba allí cuando me había marchado. Al verla, sentí que se me cerraba la garganta. Había sido de Kisten. —Pero mi cumpleaños fue el mes pasado —dije, todavía confusa. Ceri se acercó. Llevaba un sombrero de cono en la cabeza, pero de algún modo le daba un aspecto más digno del que cualquiera se podría esperar. —No nos olvidamos —dijo, dándome un abrazo rápido—. Estuvimos distraídos. Feliz

cumpleaños, Rachel. Sinceramente no sabía qué decir. Keasley también llevaba puesto un som​brero y, cuando me vio mirarlo, se lo quitó. Los pixies, sin embargo, no se los quitaron y andaban volando como locos. Miré la mesa de billar y me vinieron las lágrimas a los ojos. Después miré las caras de los que me rodeaban. Bajo sus sonrisas estaban rogándome, casi desesperadamente, que fingiese que todo era normal. Que la vida estaba volviendo a ser como debería. Que no echaba de menos a un gran trozo de mí misma. Que había una persona que debería estar allí y no estaba y que nunca volvería a estar. Así que sonreí. —¡Vaya! —dije acercándome a coger el helado que Ivy había recogido del suelo—. ¡Esto es genial! ¡Y sí, me habéis sorprendido! —Dejé las bolsas de la compra contra el sofá y me quité el abrigo—. La verdad es que no me lo puedo creer. Gracias, chicos. Ceri me dio un apretón en el antebrazo a modo de apoyo y luego su expresión se quedó en blanco. —¡Me olvidaba de la tarta! —exclamó abriendo como platos aquellos ojos verdes—. ¡La dejé sobre mi mesa! —¿Hay tarta? —dije haciendo una mueca cuando Jenks encendió el aparato de música y empezó a sonar a todo volumen Personal Jesús de Marilyn Manson, justo antes de apagarlo. Debía de haberla hecho Ceri, porque habíamos tirado la vieja. No habría sido capaz de comérmela con Kisten en la morgue y, ahora que lo habían incinerado y estaba en la habitación de Ivy, no me sentía diferente. Pero esta noche estaban en juego los sentimientos de otras personas y me di cuenta de que iba a tener que comerme la tarta de Ceri o arriesgarme a herir sus sentimientos. Jenks volvió volando hacia mí espantando a sus hijos para que se alejasen de la soda. —¡Claro que hay tarta! —dijo él bien fuerte, para ocultar la angustia de Ceri. No puede haber un cumpleaños sin una tarta—. Yo te ayudaré, Ceri. La hermosa elfa sacudió la cabeza. —Tú te quedas —dijo a medio camino de la puerta—. No es necesario que te marches. Iré a buscarla yo. Vuelvo en un momento. —De repente se detuvo y volvió sobre sus pasos sonriente y alegre—. Toma —dijo quitándose el som​brero y poniéndomelo a mí—. Ponte esto. Ivy se rio por lo bajo y yo levanté el brazo para tocarme el sombrero. —Gracias —dije, maldiciendo el miedo que tuve en un principio de herir sus sentimientos. Genial. Iba a comer tarta con un estúpido sombrero en la cabeza. Maldita sea, sería mejor que nadie tuviese una cámara. Las manos oscuras y artríticas de Keasley cogieron las asas de la bolsa de la compra. —Yo me ocuparé de esto. Tú diviértete —dijo apartándolas del sofá. Tras dudar, se giró e inclinó el cuerpo que un día fue alto para darme un beso paternal en la mejilla—. Feliz cumpleaños, Rachel. Ya eres toda una mujercita. Tu padre estaría orgulloso de ti. Si estaban intentando animarme, lo estaban haciendo bastante mal. —Gracias —dije, y sentí que se me empezaba a formar un nudo en la garganta. Me giré en busca de algo que hacer. Ivy estaba supervisando el reparto de soda de Jenks a sus hijos en copitas hechas con los tapones de plástico que se solían poner en los muebles de cartón prensado para tapar los agujeros. David me vio por el rabillo del ojo y vino hacia mí. Sus botas gastadas marrones asomaban por debajo de sus vaqueros azules y entonces se detuvo. No lo veía desde la noche en la que yo estaba en el suelo drogada mientras él le decía a Minias que tenía derecho

por ley a tomar decisiones por mí. David me había salvado la vida tanto como Ceri. —Feliz cumpleaños —dijo, aunque era evidente que quería decir algo más. Joder, un apretón de manos no era suficiente y, en una oleada de gratitud, lo atraje hacia mí y le di un abrazo. Sus brazos eran firmes y reales. Reconfortantes. El complicado aroma a hombre lobo invadió mis sentidos y cerré los ojos, sintiendo que mi pecho se hacía pesado al darme cuenta de las diferencias entre su abrazo y el de Kisten. Nunca volveré a abrazar a Kisten. Apreté los dientes y me negué a llorar. No quería hablar de Kisten. Quería fingir que todo era normal. Pero tenía que decir algo, no podía dejar que David pensase que no le agradecía lo que había hecho. —Gracias —dije con la boca pegada a su camisa—. Gracias por salvarme la vida. —Ha sido un honor. —Su voz retumbó desde su interior y yo la sentí a través de su pecho, y entonces me abrazó con más seguridad, ahora que sabía que la profundidad de mis emociones procedían de la gratitud hacia él. —Siento lo de Brett —dije desolada, y él me abrazó más fuerte. —Yo también —dijo él, y sentí dolor en su voz, la pérdida de algo más que un compañero lobo, un posible amigo—. Quiero nombrarle miembro de nuestra manada a título póstumo. —Me gustaría hacerlo —dije con la garganta casi cerrada. Tras darme un apretón en los brazos, me soltó y se apartó. Lo miré a los ojos y me sorprendió ver un destello de miedo. Era la maldición. Me tenía miedo a mí y lo único que la controlaba era la confianza de David como alfa. Cualquier otra persona podría haber entendido mal el terror fugaz y profundamente arraigado, pero yo había tenido esa cosa en mis pensamientos. Sabía lo que era. Y era peligrosa. —David… —No —dijo él mirándome fijamente con sus ojos oscuros para detener mis palabras—. Hice lo correcto. He convertido a cinco mujeres y he matado a tres de ellas. Si tengo la maldición en mi interior puedo ayudar a Serena y a Kally. —La ira lo abandonó cuando se perdió en un recuerdo—. Y no está tan mal —concluyó haciendo gestos en vano—. Me siento bien. Completo. Se supone que es como debería ser. —Sí, pero David… Él sacudió la cabeza con seguridad. —Tengo esto controlado. La maldición es como el mismísimo demonio. La siento en mi interior y tengo que sopesar mis pensamientos para decidir si soy yo o la maldición, pero está feliz de ser capaz de correr de nuevo y yo puedo utilizar eso como una amenaza. Sabe que si me enfada vendré junto a ti y tú la sacarás y la meterás en una cárcel de hueso. —Es correcto —dije al recordar el miedo que vi en sus ojos con solo tocarle—. David, esto es peligrosísimo. Déjame quitártela. Todo el mundo cree que el foco ha sido destruido. No podemos ocultarlo… Él levantó una mano y yo me callé. —Con la maldición dentro de mí, Serena y Kally pueden mutar sin dolor. ¿De verdad quieres quitarles eso? Y está bien. No quería una manada, pero… a veces nuestras decisiones las toman otros. La maldición pertenece a los lobos. Déjala donde está —dijo con rotundidad, como si la conversación hubiese terminado. Me rendí y me apoyé contra el respaldo del sillón. David agachó la cabeza y se relajó. Había

ganado y lo sabía. Ivy me miró desde donde estaba repartiendo soda, cuando Jenks le susurró algo al oído y su mirada inquisidora se convirtió en una sonrisa. Cogió dos vasos de plástico y fue a apoyarse contra la mesa de billar, desde donde podía ver a todo el mundo. —¿Quieres beber algo, Rachel? —preguntó David, e Ivy levantó un vaso para decir que ya me había servido algo. —Ya me lo ha servido Ivy —dije, y él me tocó el brazo antes de ir a ver qué quería Keasley. No tenía sed, pero fui junto a Ivy y me puse a su lado en la mesa. Sus finas cejas estaban levantadas y me dio en silencio la bebida. Entonces le miré el cuello. Piscary la había mordido tan limpiamente que las mordeduras habían sanado sin dejar apenas cicatriz. Yo todavía tenía el cuello hecho un desastre y era probable que se quedase así. No me importaba. Mi alma estaba negra y la cicatriz superficial parecía irle bien. Hacía dos semanas que Piscary había muerto y las camarillas menores se estaban mordiendo los tobillos los unos a los otros para decidir quién sería el próximo señor de los vampiros en Cincinnati. El período de duelo casi había terminado y todo Cincy se preparaba para las peleas y los juegos de poder. La madre de Ivy tenía muchas posibilidades en todo aquello, lo cual no me daba ninguna confianza. Aunque Ivy estuviese exenta de ser una fuente de sangre, probablemente tendría más responsabilidades indirectas. Todos los vampiros de Piscary se habían aliado bajo su mandato; si otra camarilla se alzaba sobre ellos, sus vidas valdrían menos que las hojas de parra que Piscary utilizaba para envolver sus bocadillos de cordero. Ivy decía que no estaba preocupada, pero aquello tenía que atormentarla. Entonces, se aclaró la voz a modo de advertencia y yo bajé la mano del cuello antes de que la cicatriz se pusiese a resonar accidentalmente con sus feromonas. El aroma de la mesa de billar me envolvió, el olor combinado de vampiros, humo de cigarrillo y cerveza me trajo recuerdos míos golpeando las bolas mientras esperaba, en un club de baile pacífico y vacío, a que Kisten acabase de cerrar y empezase nuestra noche. Se me volvió a cerrar la garganta y dejé la bebida sobre la mesa. —Bonita mesa de billar —dije desolada. —Me alegro de que te guste. —Ivy parpadeó rápido, pero no me miró—. Es tu regalo de cumpleaños de parte de Jenks y de mí. Jenks se elevó como un relámpago haciendo repicar las alas. —Feliz cumpleaños, Rachel —dijo con una alegría forzada—. Iba a regalarte una laca de uñas que cambia de color, pero Ivy pensó que te gustaría más esto. Lágrimas no derramadas me nublaron la vista, pero no iba a llorar, maldita sea. Estiré el brazo y pasé los dedos por el fieltro áspero. Tenía puntadas, igual que yo. —Gracias —dije. —¡Maldita sea, Ivy! —dijo Jenks mientras volaba erráticamente de mí a Ivy—. Te dije que era una mala idea. Mírala, está llorando. Yo sorbí por la nariz con fuerza y al levantar la vista vi que solo Keasley se había dado cuenta. —No —dije con una voz un tanto tensa—. Me encanta. Gracias. Ivy bebió un sorbo y mantuvo una tristeza amigable y silenciosa. No tuvo que decir ni una sola palabra. No podía. Cada vez que había intentado consolarla durante las últimas dos semanas, había desaparecido. Había aprendido que era mejor simplemente mirarla a los ojos y luego apartar la mirada con la boca cerrada.

El pixie se posó sobre su hombro a modo de apoyo silencioso y vi que ella se relajaba. Puede que la mesa de billar fuese para mí, pero creo que significaba más para Ivy. Era lo único que se había llevado, además de las cenizas de Kisten. Y el hecho de que me la hubiese regalado a mí era una afirmación de que entendía que hubiese sido importante para las dos, de que mi dolor era tan importante como el suyo. Dios, cómo lo echo de menos. Cuando bebí un sorbo de la bebida, el hielo se movió y me golpeó la nariz. No iba a llorar. Otra vez no. Edden quería que fuese a hablar con Ford sobre mi recuerdo. «Por tu propio bien, no por el caso», había dicho. Pero no iba a hacerlo. Puede que alguien me hubiese obligado a perder la memoria, pero ahora que la había perdido, bien podía no volver. Solo me causaría más dolor. La AFI se estaba rebelando contra el sistema para intentar averiguar quién había matado a Kisten a través de quien hubiera hecho el trato entre Piscary y Al para sacarlo de la cárcel, pero era un callejón sin salida. El sonido del timbre interrumpió mis lúgubres pensamientos. —Iré yo —dije apartándome de la mesa y dirigiéndome a la puerta. Tenía que hacer algo o acabaría llorando. —Seguramente es Ceri —dijo Jenks desde mi hombro—. Deberías darte prisa. Las tartas y la lluvia no se llevan muy bien. No pude evitar sonreír, pero la sonrisa se me quedó helada en la cara y luego desapareció al abrir la puerta y ver a Quen de pie allí, con su Beemer encendido junto a la acera. Me invadió la cólera al recordar a los hombres lobo asesinados. En la morgue había demasiada gente a la que conocía. No quería vivir mi vida de esa manera. Trent era un cabrón asesino y zalamero. Quen debería avergonzarse de trabajar para él. —Hola Quen —dije levantando un brazo para bloquearle el paso—. ¿Quién te ha invitado? Quen dio un paso atrás, claramente sorprendido de verme. Miró detrás de mí, a la fiesta, y luego de nuevo a mí. Se aclaró la voz y le dio un golpecito al sobre de tamaño legal que llevaba en la mano. La lluvia parecía relucir en sus hombros, pero no le afectaba en absoluto. —No sabía que ibais a hacer una reunión. Si puedo hablar con Jenks un momento, luego me iré —dijo. Mantuvo la mirada sobre mi cabeza y, cuando sonrió, me quité el gorro de Ceri. —¿No te vas a quedar para tomar la tarta? —le espeté agarrando el sobre. Aceptaría su dinero. Luego contrataría a un abogado para meterlo en la cárcel con Trent, que ahora mismo había salido bajo fianza. Quen apartó el sobre y arrugó la cara. —Esto no es tuyo. Los hijos de Jenks se estaban empezando a reunir en torno a la puerta y Jenks soltó un chirrido muy penetrante. —Hola, Quen, ¿eso es mío? —dijo mientras sus niños se dispersaban entre risas. El elfo asintió y yo me puse en jarras. No me podía creer aquello. —¿Me vas a dejar sin propina otra vez? —exclamé. —El señor Kalamack no te va a pagar por arrestarlo —dijo Quen rígidamente. —Lo mantuve con vida, ¿no? Ante aquello, Quen dejó atrás su ira y soltó una risilla mientras se tocaba la mejilla y se mecía sobre los talones. —Tienes mucho valor, Morgan.

—Es lo que me mantiene con vida —dije amargamente, y me sobresalté al ver a Rex a los pies de las escaleras del campanario, mirándome fijamente. ¡Dios! Este gato da miedo. —Y que lo digas. —Vaciló mientras miraba lo que sucedía a mis espaldas y volvió a atenderme a mí—. Jenks, tengo tu papeleo. —Iba a darle el sobre y luego volvió a dudar. Entonces entendí por qué. Con que pesase treinta gramos, ya era el triple del peso de Jenks. —Dáselo a Rache —dijo mientras se posaba en mi hombro y, con aire de suficiencia, extendí la mano para que me lo diese—. Ivy tiene una caja de seguridad, podemos meterlo allí. Quen me lo dio a regañadientes y, curiosa, lo abrí. No era dinero. Era una escritura. Tenía escrita nuestra dirección. Y el nombre de Jenks. —¿Has comprado la iglesia? —dije tartamudeando, y el pixie salió volando de mi hombro, brillando literalmente—. Jenks, ¿has comprado la iglesia? Jenks sonrió y empezó a despedir polvo plateado. —Sí —dijo con orgullo—. Después de que Piscary intentase desahuciarnos no me podía arriesgar a que cualquiera de vosotras la perdiese en una partida de póquer o algo así. Yo miré el papel. ¿Jenks era el propietario de la iglesia? —¿De dónde has sacado el dinero? Ivy se puso a mi lado como un relámpago trayendo consigo olor a incienso vampírico. Me quitó el papel de las manos y abrió los ojos de par en par. Quen cambió de postura y sus zapatos rozaron el suelo. —Buenas noches, Jenks —dijo Quen con un nuevo toque de respeto en su voz—. Trabajar contigo ha sido muy instructivo. —Eh, espera —le dije—. ¿De dónde has sacado el dinero para esto? Jenks sonrió. —El alquiler hay que pagarlo el día uno, Rache. Ni el dos ni el tres ni el primer viernes de mes. Y espero que pagues para que la vuelvan a consagrar. Quen bajó los escalones sin apenas hacer ruido. Ceri venía por el camino y los dos se cruzaron intercambiando palabras cuidadosas y recelosas. Ella llevaba un plato tapado en la mano; supuestamente la tarta. Cuando subió las escaleras, miró atrás y yo me moví para que pudiese entrar. Ivy, sin embargo, estaba demasiado pasmada para moverse. —¿Pujaste más alto que yo? —gritó Ivy, y Ceri pasó entre nosotras y entró en el santuario. Rex se apresuró a enredarse entre sus pies—. ¿Eras tú contra quien pujaba? ¡Pensaba que era mi madre! El ruido de la puerta del coche de Quen al abrirse se perdió entre el susurro de la lluvia y Jenks todavía no me había contestado. Quen me miró por encima del coche antes de entrar y marcharse. —¡Maldito pixie! —grité—. ¡Será mejor que empieces a hablar! ¿De dónde has sacado el dinero? —Er… hice una misión con Quen —dijo dubitativo. El murmullo de las voces masculinas de Keasley y de David se hizo más fuerte y cerré la puerta a la noche oscura. Jenks dijo una «misión», no un «trabajo». Había una diferencia. —¿Qué tipo de misión? —pregunté con cautela. Si había un pixie que pudiese revolotear con culpabilidad, ese era Jenks. —Poca cosa —dijo, pasando como una flecha entre Ivy y yo para entrar al santuario—. Nada que no hubiese ocurrido de todas formas. Yo entrecerré los ojos y lo seguí a la fiesta, dejando entretanto el sombrero de Ceri sobre el piano. Ivy venía detrás de mí.

—¿Qué has hecho, Jenks? —Nada que no hubiese pasado naturalmente —dijo lloriqueando, despidiendo chispas verdes sobre la mesa de billar—. Me gusta donde vivo —dijo mientras se posaba detrás del bolsillo lateral con su mejor pose de Peter Pan—. Vosotras dos sois demasiado raras para poner a mi familia en vuestras manos. Preguntadle a cualquiera de los que están aquí. ¡Estarían de acuerdo conmigo! Ivy resopló y le dio la espalda murmurando algo para sí, pero sabía que en el fondo estaba aliviada de que su nuevo casero no fuese su madre. —¿Qué has hecho, Jenks? —pregunté. Ivy entrecerró los ojos al venirle algo de repente a la cabeza. Más rápido de lo que nunca pensé que fuese posible, cogió un taco de billar y golpeó con él la mesa a pocos centímetros de Jenks. El pixie salió despedido hacia arriba y casi se da contra el techo. —¡Sabandija! —exclamó, y Ceri agarró a Keasley y el pastel y se dirigió a la cocina—. El periódico dice que han liberado a Trent. —¿Qué? —Consternada, miré a Jenks, que estaba cerca del techo. Keasley se detuvo momentáneamente en el pasillo y luego continuó andando. David había apoyado la cabeza en las manos, pero creo que estaba intentando no reírse. —Las huellas que sacaron de Brett y todo el papeleo se ha perdido —dijo Ivy golpeando una viga con el taco para hacer que Jenks se moviese a la siguiente—. Han levantado los cargos. ¡Estúpido pixie! Asesinó a Brett. Rachel lo había pillado, ¿y tú has ayudado a Quen a sacarlo? —¡Eh! —se quejó él posándose en mi hombro en busca de protección—. Tenía que hacer algo para salvar tu precioso culito, Rache. Trent estuvo a esto de acabar contigo —dijo con un tono alto y una voz exagerada—. Arrestarlo en su propia boda fue una estupidez, ¡y lo sabes! Mi ira se evaporó al recordar la expresión de Trent cuando se cerraron las esposas. Dios, qué bien me había sentido. —Vale, te daré la razón en eso —dije intentando mirarlo sobre mi hombro—. Pero fue divertido. ¿Viste la cara de Ellasbeth? Jenks se rio y se inclinó de repente por la risa. —Deberías haber visto la de su padre —dijo él—. Vaya, vaya, ese hombre estaba más cabreado que un papá pixie con ocho pares de hijas. Ivy dejó el taco de billar sobre la mesa y se relajó. —No lo recuerdo —dijo suavemente. Su falta de memoria era perturbadora, e intentando ignorar que a mí me faltaban trozos de mi semana también, levanté la mirada cuando Ceri y Keasley volvieron a entrar con el pastel casi en llamas de tantas velas como le habían puesto. No pude seguir enfadada cuando empezaron a cantar Cumpleaños feliz, y sentí que me volvían las lágrimas a los ojos por tener gente en mi vida a la que le importase tanto como para pasar por la tortura de fingir que todo era normal cuando no lo era. Ceri dejó el pastel en la mesa de café y yo dudé solo un poco al pedir mi deseo. Siempre era el mismo desde que mi padre había muerto. Cerré los ojos para que no me entrase el humo al soplar las velas. Los demás aplaudían y bromeaban intentando averiguar qué había pedido como deseo. Cogí el cuchillo grande y empecé a partir el pastel, colocando los trozos perfectamente triangulares sobre platos de papel decorados con flores primaverales. La conversación se volvió excesivamente fuerte y forzada y, con los niños de Jenks por todas partes, aquello parecía una casa de

locos. Ivy no me miró cuando cogió su plato y, al ver que era la última, me puse enfrente de ella. David siguió a Ceri y al gato al piano, donde empezó a tocar una melodía complicada que probablemente fuese más antigua que la constitución. Keasley estaba intentando mantener a los pixies ocupados y lejos del glaseado del pastel, entreteniéndolos con cómo desaparecían sus arrugas cuando hinchaba los mofletes. Y yo estaba sentada con un plato de pastel en mi regazo, totalmente desolada y sin motivo para ello. O casi sin motivo. El horrible sentimiento de pérdida que había notado en la sala de conferencias de la AFI surgió de la nada, empujado por el recordatorio de la muerte de Kisten. Había pensado que Ivy y Jenks estaban muertos. Había pensado que me habían arrancado todo aquello que me importaba. Y el hecho de haberme rendido y aceptado el daño de una maldición demoníaca cuando pensaba que ya no tenía nada que perder, me había abierto los ojos realmente rápido. O bien era una enclenque emocional y había aprendido a manejar la pérdida potencial de todos a los que quería sin ahondar en ello o, y esta era la opción que más me asustaba, había luchado y aceptado que mi perspectiva en blanco y negro de las maldiciones demoníacas ya no era blanca y negra. Y tenía la horrible sensación de que había sido la última. No estaba bien. La atracción de la magia demoníaca y el poder era demasiado para vencer. Pero, maldita sea, cuando una chica lucha con demonios y con elfos asquerosos que tienen la fuerza de la economía mundial de su lado, tiene que volverse un poco sucia. Miré mi tarta de chocolate y me obligué a abrir la boca. No iba a angustiarme por la carbonilla de mi alma. No podía hacerlo y seguir viviendo conmigo misma. Ceri estaba cubierta de ella y era una buena persona. Joder, la pobre mujer casi había llorado por haber olvidado mi tarta de cumpleaños. Iba a tener que manejar la magia demoníaca del mismo modo que hacía con la magia terrenal y con la de líneas luminosas. Si lo que iba dentro del hechizo o de la maldición no le hacía daño a nadie, la creación del hechizo o maldición no le hacía daño a nadie y el resultado del hechizo o maldición solo me dañaba a mí, entonces iba a invocar la estúpida maldición y considerarme una buena persona. Me importaba un pepino lo que pensasen los demás. Jenks me avisaría si me descarriaba, ¿no? Tenedor en mano, corté un trozo y volví a dejarlo sobre el plato sin probarlo. Vi la expresión desdichada de Ivy y las lágrimas en sus ojos. Kisten estaba muerto. Sentarme allí y comer un pastel me parecía una hipocresía. Y algo muy visto. Pero quería algo normal. Necesitaba algo que me dijese que iba a superar aquello, que tenía buenos amigos. Y como no ahogaba mis penas en cerveza, lo haría en chocolate. —¿Te vas a comer eso o a llorar encima? —dijo Jenks viniendo desde el piano. —Cállate, Jenks —dije con aire cansado, y él sonrió tontamente enviando una estela de chispas sobre la mesa antes de que la brisa que entraba por la ventana superior las lanzase al infinito. —Cállate tú —dijo él cogiendo un trozo de glaseado con unos palillos—. Cómete tu tarta. La hicimos para tu puto cumpleaños. Con los ojos calientes a causa de las lágrimas no derramadas, me metí el tenedor en la boca para no tener que decir nada más. Al contacto con mi lengua, el chocolate me supo a ceniza, así que hice un esfuerzo por tragármelo y cogí otro trozo como si fuese una tarea rutinaria. Ivy estaba haciendo lo mismo enfrente. Era mi tarta de cumpleaños e íbamos a comérnosla. Los pixies jugaban en las vigas, seguros en su jardín y en su iglesia hasta que los dos mundos colisionasen. La muerte de Kisten oscurecería mis próximos meses hasta que encontrase un nuevo patrón de vida, pero había cosas buenas para compensar el dolor. David parecía estar manejando la

maldición (en realidad parecía gustarle) y como tenía una manada de verdad, su jefe dejaría de ir detrás de mí. Al estaba encerrado en una cárcel de siempre jamás, probablemente. Los hombres lobo estaban fuera de mis asuntos. Piscary no solo no era ya mi casero, sino que estaba muerto. Muerto de verdad. Lee entraría en el vacío de protección y de juego que había dejado atrás y, al averiguar que yo había tenido algo que ver con su liberación, probablemente cejaría en su empeño de acabar conmigo. Tener a Lee de vuelta también calmaría a Trent, aunque me jodía sobremanera que hubiese salido de la cárcel. ¡Dios! Ese hombre era tan resistente como el teflón. ¿E Ivy? Ivy no se iba a ninguna parte. Al final arreglaríamos esto y nadie moriría en el intento. Al no estar ya ligada a Piscary, sería quien quería ser. Junto con Jenks, los tres podíamos hacer cualquier cosa. ¿Verdad?

KIM HARRISON, nació y creció en el Medio Oeste de Estados Unido. Después de licenciarse en Ciencias, se mudó a Carolina del Sur, donde vive desde entonces. Ha sido galardonada con premios como el PEARL y el Romantic Times, y figura de manera habitual en la lista de superventas de The New York Times. Sus relatos han sido publicados junto con los de algunas de las mejores del género: Meg Cabot y Stephenie Meyer. Sus novelas incluyen Bruja mala nunca muere, El bueno, el feo y la bruja, Antes bruja que muerta, Por un puñado de hechizos, Por unos demonios más y Fuera de la ley, además de otros cuatro títulos, que también han alcanzado el número 1 en ventas en EE. UU.

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