ANALES DE LITERATURA CHILENA Año 11, Diciembre 2010, Número 14, 93-116 ISSN 0717-6058
HUÉRFANOS y MINEROS: NOTAS PARA UNA EVALUACIÓN DE LA ESTRATEGIA REPRESENTATIVA DEL OBRERO EN LOS CUENTOS DE BALDOMERO LILLO1 oRPHANS AND MiNERS: toWARD AN EvALUAtioN oF tHE REPRESENtAtioNAL StRAtEGy oF WoRkERS iN BALDoMERo LiLLo’S SHoRt StoRiES ignacio álvarez Universidad Alberto Hurtado
[email protected] RESUMEN Este artículo evalúa la estrategia utilizada por Baldomero Lillo para representar a los obreros del carbón a partir de tres fuentes de extrañamiento: la pintura de los mineros como niños, la represión de los contenidos políticos en la segunda edición de Sub terra y el reconocimiento de los huérfanos de las clases populares como parte de una infancia desvalida. Esta última táctica será la condición de posibilidad de la primera. En una compleja operación cultural, sus cuentos logran dar visibilidad a una clase ignorada y denunciar su explotación, pero al soslayar las potenciales fuentes de conflicto la infantiliza y desactiva su resistencia. paLabras cLave: Baldomero Lillo, Sub terra, representación.
ABSTRACT This article evaluates Baldomero Lillo’s strategy in representing coal miners through three sources of defamiliarization: the portray of miners as children, the repression of political contents in the second edition
Este trabajo es resultado del proyecto “Biblioteca chilena: Cuentos completos de Baldomero Lillo” (Fondo del Libro Nº 200859343, 2008), ejecutado en colaboración con Hugo Bello Maldonado. Su objetivo principal fue la elaboración de una edición crítica de la obra completa de Baldomero Lillo, finalmente publicada por Ediciones Universidad Alberto Hurtado en diciembre de 2008. Todas las citas de Baldomero Lillo corresponden a esa edición (vid. bibliografía). 1
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of Sub terra and the recognition of orphans from popular classes as a part of a helpless childhood. This latter tactic is presented as the condition of possibility of the first. In a complex cultural transaction, these short stories will offer visibility to an unknown class and denounce their exploitation; however, avoiding potential sources of conflict they infantilize it and deactivate its resistance. Key Words: Baldomero Lillo, Sub terra, Representation.
Recibido: 10/06/2010
Aceptado: 30/09/2010 el primero, el más fuerte, el más honrado, el menos comprometido de nuestros escritores. carLos DroGuett
En 1954 Nicomedes Guzmán resumía perfectamente el juicio con que se suele valorar la obra de Baldomero Lillo: “hay que apreciar en el contenido de sus cuentos mineros la tragedia nacional, la realidad de una existencia espantosa que él describió a plena conciencia” (24). Actualizando ligeramente los términos, se trataría de la representación deliberada de unos sujetos particulares que, puestos en situación de explotación, apelan también a la totalidad de la comunidad nacional. En ambas formulaciones, la de Guzmán y su reescritura, es fácil reconocer tres tópicos que las humanidades y las ciencias sociales han estado pensando extensamente en los últimos años: el problema de la representación, la literaria de los mineros y la política de Lillo como su portavoz; la cuestión de la subalternidad y sus posibilidades de simbolización, y la discusión sobre la identidad nacional, el modo en que una figura particular apela a todos los miembros de una comunidad imaginada. En contraste con ese juicio –heredado, unánime y por lo mismo abierto a la discusión y la revisión–, las circunstancias concretas en las que Lillo debió desarrollar su escritura han sido relativamente poco investigadas, así como las complejas vetas culturales e ideológicas que articulan sus textos. En el plano de la información biográfica o histórica subsisten vacíos fundamentales: ¿cómo surge Sub terra, su exitoso primer libro de cuentos publicado en 1904?, ¿en qué condiciones corrige Lillo esos cuadros mineros para la reedición de 1917?, ¿con qué irresolubles trabas se encontró al emprender La huelga, el texto que abordaría la condición de los trabajadores del salitre, mencionado en 1909 e inacabado a su muerte en 1923? 2 Del
No ignoramos los datos exteriores sino la trama íntima de estas cuestiones. Con respecto a la primera edición de Sub terra, por ejemplo, es probable que la llegada de Lillo a Santiago, en 1898, haya sido un primer estímulo a la escritura, y ello por el círculo intelectual que rodea a Samuel Antonio, su hermano, y por el interés algo exótico que despierta en la capital el tema sureño de sus relatos; serían, por su factura, cuentos eminentemente santiaguinos y no 2
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lado de la discusión y la interpretación: ¿es posible establecer conexiones entre los textos del carbón y el resto de su obra, situada en contextos diversos como el mar, el conventillo urbano, la prisión, el comercio o el mundo rural? Son, todas, preguntas que apuntan indirectamente a la cuestión más relevante de todas: ¿qué papel le cabe a Sub terra en la construcción de una cierta identidad del sujeto proletario chileno, en la construcción más general del imaginario nacional del siglo XX? A cien años de distancia, ¿qué evaluación puede hacerse de la estrategia que Lillo utiliza para representar a los mineros del carbón? En este trabajo intentaré abordar esas preguntas por medio de tres problemas disjuntos en apariencia pero estrechamente relacionados desde una perspectiva global. El primero indaga en la representación literaria y contrapone la violencia, el rasgo característico de la sociedad obrera en los asentamientos carboníferos durante la segunda mitad del siglo XIX, con la imagen suavizada, disminuida o, como propondré, infantilizada que Lillo entrega de los mineros en tanto sujeto colectivo. El segundo es de orden filológico, y se refiere a las numerosas variantes que Lillo introduce en la segunda edición de Sub terra, alteraciones que atenúan visiblemente las declaraciones políticas explícitas de su prosa. El tercero es intertextual, y busca explicitar la concomitancia que existe entre los relatos del carbón y una serie menos estudiada pero igualmente significativa de cuentos, la de los niños huérfanos y abandonados. Su objetivo es comprender las luces y las sombras de la representación literaria como mediación cultural, y propondrá que la visibilidad social de los obreros del carbón al interior del estatuto letrado, o sea, su existencia de cara a las elites en Sub terra, es una transacción en la que se debe prescindir de los atributos que parecen más amenazantes para el grupo hegemónico. Esta operación no puede considerarse un mero despojo verbal, sin embargo. Implica desplazamientos complejos entre varios estratos discursivos, pues la representación de los obreros como niños requiere la existencia de un discurso sobre la infancia, cuestión nada evidente durante la primera década del siglo XX chileno. Se trata, además, de un dispositivo que debe ser evaluado en toda su ambigüedad significativa: el texto literario es en una superficie en donde se encuentran dimensiones políticas y psicológicas, e identidades de clase, genérico-sexuales y nacionales.
lotinos. De la edición de 1917 desconocemos el alcance que tuvo la intervención de Armando Donoso, su gestor y prologuista. De sus dificultades con La huelga, por último, solo conocemos información indirecta. Según José Santos González Vera el propio Lillo habría confesado su ignorancia sobre el ambiente del salitre –“no lo he asimilado como el de las minas del carbón”, habría dicho (155)–, pero en ello cabe también la maduración del movimiento obrero, la codificación de sus demandas en un sistema ideológico que no parece estar disponible para Lillo cuando escribía Sub terra.
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En lo que sigue, advierto, es relativamente fácil intentar una desacralización en regla de la figura heroica que hemos construido de Lillo, tan bien ilustrada por el juicio de Nicomedes Guzmán. Sería, no obstante, un anacronismo evidente y una arbitrariedad. No pretendo juzgar a un autor de las primeras décadas del siglo XX con los valores que son corrientes en la actualidad; busco, más bien, mostrar las dificultades y negociaciones que, desde el limitado parapeto del presente, es posible advertir en estos textos fundamentales del pasado. Reconstruir esa resistencia, lejos del ajuste de cuentas, bien puede convertirse en un homenaje. 1. MISERIA DE LA LITERATURA: LA HUERFANÍA COMO ESTRATEGIA EN LOS CUENTOS DEL CARBÓN Vistas con los ojos del siglo XXI, en Sub terra hay varias descripciones o apelaciones a los mineros que podrían servir como ejemplos de violencia simbólica. Anidada en la gran denuncia de la explotación laboral, en efecto, existe una mirada derogatoria y empequeñecedora de los mineros, una perspectiva que hoy sería francamente ofensiva para los sujetos que se pretende defender. Buena muestra de esta actitud ambigua es el siguiente fragmento de “El grisú” en el que Mr. Davis, el cruel capataz de la mina, niega violentamente un justo aumento a los trabajadores de la Media Hoja. Comenta el narrador: Una expresión estúpida, un estupor cercano a la idiotez se pintó en sus dilatadas pupilas y sus rodillas flaquearon como si súbitamente se hubiese hundido sobre ellos la sombría bóveda. Mas, era tal el temor que les inspiraba la figura irritada e imponente del amo y tal el dominio que su autoridad todopoderosa ejercía en sus pobres espíritus envilecidos por tantos años de servidumbre, que nadie hizo un ademán ni dejó escapar la menor protesta (113-4).
El fragmento tiene un marco moral que pone en primer plano la salvaje injusticia que se está cometiendo y, de hecho, el texto está programado para que el lector solidarice sin reservas con el minero y suscriba la moraleja, tantas veces citada, que compara el cuerpo de Mr. Davis con “una montaña en la cual la humanidad y los siglos habían amontonado soberbia, egoísmo y ferocidad” (124). Pero el ojo contemporáneo, bien entrenado en los meandros de la corrección política, no deja de ver en esta curiosa defensa del minero su pintura como un sujeto incapaz, impotente, perplejo y sobre todo –pienso en la insistencia de la adjetivación– estúpido o envilecido. Proceso paradójico, el trabajo en la mina instaura un desarrollo de largo aliento que dignifica a los hombres en tanto los victimiza, pero que también los degrada al punto de que, desechos de la producción industrial, parecen ser humillados nuevamente cuando se los describe. Este menoscabo es un fenómeno que se advierte a lo largo de toda la serie del carbón. Es el motivo central de “Los inválidos”, el cuento que abre Sub terra y que
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compara a los mineros con el viejo caballo que abandona el mineral; aparece también en “El Chiflón del Diablo”, en la resignación con que Cabeza de Cobre acepta trabajar en la más peligrosa de las minas –“Fatalista, como todos sus camaradas”, dice el narrador, “creía que era inútil tratar de sustraerse al destino que cada cual tenía de antemano designado” (142) –, y también en “El pago”, pues Pedro María no logra reaccionar ante las exacciones flagrantes de la Compañía. Incluso en cuentos aparentemente alejados del pique, como “El registro”, se nos presentan expresiones claras de esta “alma de siervo”, el violento nombre que toma la peculiar configuración psicológica que Lillo quiere describir (la frase es de “Caza mayor” 185). Así, por ejemplo, responde una vieja que ha sido perdonada por comprar una bolsa de mate en el pueblo y no en el despacho de la Compañía: “Su pecho desbordaba henchido de gratitud por la bondad del patrón y hubiera caído de rodillas a sus plantas si la sorpresa y el temor no la hubiesen paralizado” (192). Es cierto que no todos los personajes corresponden a este prototipo. Recortados contra el fondo mudo y aterrado de sus compañeros, las figuras singulares de Viento Negro y Juan Fariña destacan con brillo propio, ambos responsables de una destrucción liberadora de la mina en sus respectivos cuentos. También lo hace la joven madre del portero José Ramos, en “El pago”, que se atreve a apostrofar a la Compañía y al propio dios, e incluso –aunque problemáticamente– el viejo de “Los inválidos” que, en la edición de 1917, parece decir (en la de 1904 lo hacía de verdad) un discurso que denuncia el mecanismo de la explotación al resto de los compañeros. Es cierto, pero la propia singularidad de estos caracteres, su excepcionalidad, es un buen argumento para defender que los mineros del carbón, en cuanto sujeto colectivo, se nos presentan como almas muertas o espíritus serviles y envilecidos. A esta psicología le corresponde una particular constitución física, además, el interminable crepúsculo de unos organismos obligados a trabajar más allá de su capacidad en un entorno insalubre. Otra vez la excepción de Juan Fariña confirma la regla, enuncia el proceso y adicionalmente instituye los términos del sistema en el cual debe apreciarse esta figuración: Sea por aquel exceso de trabajo cuya abrumadora fatiga hubiera quebrantado la más robusta constitución, o por otra causa desconocida, su taciturnidad aumentó de día en día y su musculoso cuerpo fue perdiendo poco a poco aquel aspecto de fuerza y de vigor que contrastaba tan notablemente con la débil contextura de los mineros, esos proscritos del aire y de la luz que llevaban impresa en sus rostros de cera la nostalgia de los campos alumbrados por el sol (“Juan Fariña” 172).
En términos estrictamente físicos, entonces, deberemos considerar a estos hombres algo menos que hombres –niños crecidos, ancianos prematuros–, víctimas de una transformación interminable que los vuelve dignos de piedad al tiempo que objetos de desprecio, miembros inferiores de un paradigma de fisiologías que contiene
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en primer lugar al campesino, el hombre por antonomasia, la especie original de la cual el minero es versión maltrecha, y que incluye también al vagabundo, cuyos afanes parecen preferibles a los del obrero3. Esta ambigua presentación de la miseria ha sido, creo yo, un objeto de difícil manejo para la tradición crítica. Las primeras reseñas suscribieron casi sin reservas el contrato de verosimilitud que el texto les ofrecía, y adhirieron a la indignante denuncia sin cuestionar el reverso ingrato que suponía para los propios obreros4. En otras lecturas es posible adivinar cierto titubeo que avala la validez de la descripción para los textos ficticios sin que necesariamente se nos autorice a extenderla hacia los sujetos reales5. Jaime Concha y Leonidas Morales, desde perspectivas muy distintas y en momentos históricos muy diferentes también, han sugerido integrar la humillación de los mineros de Lillo a una formulación global: a la tradición cristiana en el caso de Morales, en donde la víctima ocupa un lugar y una visión privilegiadas6, o bien –si es que logro leer correctamente la afirmación de Concha– al heroico materialismo del esclavo, que sostiene el mundo a costa de su propio dolor7. Ninguna de estas observaciones es categórica ni se refiere en específico a la cuestión del envilecimiento, en todo caso. Una
3 Los obreros, en efecto, “no podían comprender que aquel ciego prefiriese los trabajos y miserias del minero a la vida libre y sin afanes del mendigo” (“Juan Fariña” 169). 4 Un ejemplo prototípico es la recensión que Augusto D’Halmar publica en La lira chilena el 2 de octubre de 1904: “¡Señores políticos que negáis que exista entre nosotros lo social, leed los Cuadros mineros, y vosotros, jóvenes artistas, abrevaos en la fuente en que lo hizo su autor, y realizaréis obra de poetas y de hombres!” (Thomson 44). 5 En las afirmaciones que siguen sería interesante preguntar si su referente es el personaje colectivo de Sub terra o los propios mineros del carbón: “El cauce natural de la existencia conduce fatalmente a la destrucción. O se paga como ‘viejo inútil’ o se sucumbe como Viento Negro en ‘El Grisú’” (Foresti “Epílogo y prólogo” 88); “El término genérico los obreros indica una masa informe, arrebañada y dominada, que parece no tener escapatoria posible” (Durán Cerda 110). 6 En 1966 Morales advertía que “Las formas y contenidos cristiano-bíblicos que [Lillo] elabora, invirtiendo sus relaciones jerárquicas tradicionales, para estructurar en sus cuentos un mundo que ponga de manifiesto en la realidad social chilena un modo anormal, demoníaco de darse la existencia, no le vienen por caminos cultos y eruditos, sino como cálidos ingredientes de un saber más vivencial y espontáneo, incluso ‘popular’” (704, el énfasis es suyo). 7 En su espléndida introducción a la reciente edición de la obra completa de Lillo, Jaime Concha anota escuetamente: “En Lillo la tierra es vivida como cosa del pasado, como pérdida y despojo. En su hondo victimismo, en los antípodas de toda épica, hay solo el paso hacia atrás de la servidumbre campesina a otra forma de esclavitud laboral” (49, nota 39). La hondura de su gesto, me parece, debe leerse teniendo en cuenta el modo en que Fredric Jameson ha interpretado la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo: “Dos iguales luchan por el reconocimiento del otro: uno está dispuesto a sacrificar la vida por ese valor supremo; el otro,
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estrategia razonable, si queremos pensarlo con cierta detención, es seguir a Patricia Espinosa y Donald Brown en la constatación del hecho y en la extrañeza8. A despecho de su progresiva naturalización, lo cierto es que la versión menoscabada que nos presenta Lillo es solo una de las figuraciones que han representado a los obreros a lo largo del siglo XX, y para evaluarla en su complejidad convendría contrastarla con otros retratos. El más decidor, a mi juicio, proviene de la historia de la industria del carbón durante el período que nos interesa, es decir, el que va aproximadamente de 1852 a 1902, desde la fundación de la primera Compañía (con Matías Cousiño a la cabeza) hasta la primera gran huelga del siglo XX, doce días de mayo y junio que probablemente impactaron con fuerza en Lillo (Concha 39). La imagen que surge de esas lecturas es sorprendente para el que conoce las minas únicamente a través de Sub terra. El primer conflicto del que existe registro se remonta ya a 1854, y es la sublevación de los mineros en solidaridad con dos barreteros acusados por desorden público (Ortega 116-17). De allí en adelante asistiremos a una serie ininterrumpida de escaramuzas: el “complot de peones” de 1857; el alzamiento de 1872, con ocho muertos y gran destrucción en Lota; las huelgas sucesivas de la segunda mitad de 1870, en donde se discuten los salarios y la jornada laboral; los breves conflictos de los ochenta, por los allanamientos, los descuentos del jornal y el precio del aceite de las lámparas (los barreteros deben comprarlo a la Compañía); los de los años noventa, por las arbitrariedades del sistema de fichas y el retraso en el pago (las demoras duran hasta once meses)9. Los conflictos, en todo caso, no solo provienen de las relaciones laborales, aunque sean su causa más frecuente; Luis Ortega ha mostrado que la ubicación fronteriza de la zona del carbón, entre el territorio de la república y el mapuche, atrajo al campesinado circundante y también a un grueso número de marginados, de modo que la sociabilidad del carbón estuvo siempre anudada al vagabundaje y la bebida. En los numerosos billares, chinganas y galleras de la zona con facilidad se originaban conflictos que luego inflamaban ciudades completas. El cuadro general, como escribe Luis Ortega, pinta al minero como un sujeto siempre “dispuesto a la diversión en el pueblo después de una agotadora jornada de trabajo”, alguien que siente una particular “inclinación a la bebida y a las mujeres” y es, por lo general, “desarraigado y errante,
un heroico cobarde en su amor desmedido al cuerpo y al mundo material –un amor brechtiano, schweykiano–, se entrega para asegurar la continuidad de la vida” (85, traducción mía). 8 “[T]he Chilean miners apparently had never heard of unions and strikes”, dice Brown, y Lillo los muestra como “helpless victims of capitalistic exploitation” (“Germinal’s Progeny” 424). Espinosa, por su parte: “Es extraño que la figura del trabajador no manifieste resentimiento, se deja someter y cuando se rebela, desaparece” (281). 9 Estos datos provienen de los trabajos de Luis Ortega y Gregorio Corvalán Basterrechea (vid. bibliografía).
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resuelto, solidario con sus similares al extremo de arriesgarlo todo, siempre dispuesto a sumarse a una riña” (113). Lejos de la tranquila sumisión de los protagonistas de Sub terra, entonces, durante la segunda mitad del siglo XIX la zona de Arauco vivió un estado de violencia permanente. También es ilustrativo asomarse a otros textos literarios que abordan el mundo del carbón. En “El finado Valdés”, cuento publicado por Mariano Latorre en Chilenos del mar en 1929 y luego incluido en Chile, país de rincones en 1947, la perspectiva del narrador ha cambiado sutil pero decidoramente. El protagonista, burócrata menor inmiscuido en una comisión parlamentaria que debe viajar a Lota, se convierte en el extravagante mediador entre las aspiraciones de los obreros, de los diputados y también, por extensión, de los intereses de la compañía10. Persiste la pobreza y cierta ingenuidad de los trabajadores, por cierto, pero el conflicto se articula por completo en los términos que Arturo Alessandri había planteado para la relación entre las clases sociales: Maldonado Silva, un “León del Carbón” que apenas esconde al de Tarapacá, reconoce con algo de cinismo las armas que esta “querida chusma” de proletarios puede blandir, y se preocupa por tanto de halagarla al tiempo que pacta con la “dorada canalla” de la Compañía11. Por su parte, la novela viento Negro (1944), de Juan Marín, es quizá la primera en dar cuenta de la violencia que, puertas adentro, impera en la sociedad minera, y repara además con mayor claridad que Latorre en el inestable equilibrio que sostiene las relaciones laborales entre obreros y gerentes, de modo que el trabajo en la mina es un acuerdo asimétrico e injusto que, sin embargo, está lejos de la condena bíblica que había pintado Lillo12. En 1953, por último, se publica Carbón, de Diego
10 Valdés, figura sufriente pero cómica, parece un Baldomero Lillo ironizado. Los primeros párrafos del cuento desperdigan algunos rasgos físicos que coinciden con la imagen que nos hemos hecho de nuestro autor: “Los ojos opacos tenían algo de muerto. Por eso debieron llamarlo Finado Valdés” (27); “Era alto, de espaldas curvas y muy flaco. El terno de tela gruesa se le hundía en los hombros, en una arruga profunda” (27). 11 Al llegar a Coronel, la turba de sus electores lo aclama. Tras repartir algunas sonrisas, sin embargo, muestra su verdadero interés: “[Los obreros] sentíanse defraudados, seguramente, al ver que su ídolo, en lugar de ir con ellos hacia la población obrera, subía en el barnizado automóvil y se marchaba a las casas de la Administración, cuyas ventanas, iluminadas como las de un transatlántico, hablaban de fiesta, de manjares que ellos nunca probarían” (40). 12 En viento Negro la figura paradigmática de la violencia es el “Lagarto”, un abusivo barretero: “Es el ‘Lagarto’, el aborrecido ‘Lagarto’, el minero cruel y ‘bochinchero’, que siempre va por las calles dando de puntapiés a los chicos e insultando a los hombres del muelle” (36). Un buen ejemplo de negociación ocurre cuando dos amigos de un trabajador recientemente muerto consiguen con el gerente inglés de la mina un empleo para el hijo huérfano: “El inglés tarda muchos segundos en contestar. Piensa que Aniceto Sanhueza es uno de los directores del Sindicato y goza de gran estimación en todo el puerto. No conviene a la gerencia malquistarse
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Muñoz, una novela que ya ha logrado codificar al mundo minero y a sus protagonistas utilizando las categorías clásicas de los movimientos populares que dominaron el siglo: “Hace muchos años”, leemos en su introducción, “la fuerza de aquellas masas, que se mantenía oculta y desparramada bajo la apariencia del temor y de la sumisión, se apretó en una forma orgánica y se levantó, por primera vez, contra la crueldad, las violencias y los abusos, contra la miseria y el hambre” (18). Nada en este recorrido parece coincidir con Baldomero Lillo y con Sub terra. No el pasado, ese largo medio siglo de historia durante el cual hombres, piedras y máquinas dieron forma a un modo de vida que sus cuentos escogen representar de modo parcial y selectivo. Tampoco el futuro, ese medio siglo de relatos del carbón que lo consideró “el cimiento, la capa subterránea más profunda” (Droguett 661) de la literatura chilena y que sin embargo decide no heredar el talante dolorido y humillado de sus mineros. Sobre la primera de estas renuncias, la de Lillo, hay algunas pistas adicionales que vale la pena considerar. En la historia del movimiento obrero chileno es de sobra conocido que el cambio de siglo constituye una bisagra estratégica: hacia el XIX la resistencia suele ser de tipo preindustrial, desorganizada y espontánea, huelgas y estallidos insurreccionales; el siglo XX verá el florecimiento de sindicatos, mancomunales, federaciones obreras y finalmente los grandes movimientos de masas13. Lecturas atentas como las de Jaime Concha y Maurice Fraysse identifican la singularidad de Juan Fariña o Viento Negro con este tipo de reacciones instintivas y desesperadas14, es cierto, pero no explican la clase de intervención ideológica que implica la reducción de la capacidad de acción de los obreros como sujeto colectivo. En cuanto a la segunda de las renuncias, la de los sucesores de Lillo, parece claro que el desarrollo progresivo de la organización obrera termina por volver anacrónica la figuración que se propone en Sub terra: el discurso alessandrista y el de la “cuestión social” en principio, y la elaboración conceptual de los movimientos de izquierda después lograrán contener de mejor modo a esos difíciles sujetos que son los hombres del carbón. Ambos descalces, sin embargo, despejan la naturaleza del dilema cuya solución es esta problemática representación colectiva, y que puede enunciarse del siguiente modo: en ausencia de un código ideológico compartido por los miembros de la comunidad nacional, ¿de qué
con él. Además es amigo del diputado del departamento y tiene mucho partido entre los mineros” (30). 13 El fenómeno, por cierto, coincide con la politización del movimiento obrero, primero en su vertiente anarquista y luego socialista, que se hizo predominante (vid. Ortiz Letelier 1578). Ramírez Necochea juzga la década de 1890 como el momento en que el movimiento obrero alcanza conciencia de clase y tradición de luchas; el siglo XX será el de su organización sindical (480-3 y 499-506). Para el caso específico del carbón, de parecida estructura, vid. Ortega 118. 14 vid. Concha 65 y Fraysse “Sub terra et le socialisme” 142.
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forma la literatura –un objeto de consumo letrado y burgués, a fin de cuentas– puede representar a un colectivo que ha sido explotado sistemáticamente pero que al mismo tiempo puede ser considerado peligroso? Es un dilema propio de los primeros años del siglo XX, una coyuntura compleja que Lillo resuelve de modo admirable pero pagando, como veremos, algunos costos de importancia no menor. Quiero proponer que la humillación, el envilecimiento y la miseria del minero del carbón en los cuentos de Lillo pueden decodificarse utilizando como clave la infancia abandonada: los hombres que allí se nos muestran aparecen como si fueran niños huérfanos, la simbolización que se nos propone dice que los mineros son como huachitos. Pensarlos de este modo requiere, en principio, mostrar esa configuración particular en el texto, y luego explicar qué discurso sobre la huerfanía es el que los sostiene y de qué modo está disponible para la transferencia. De la primera de estas cuestiones me ocuparé enseguida, de la segunda en el tercer apartado de este trabajo. Se ha destacado que en Sub terra quedan retratadas tres edades del hombre: la infancia en el niño Pablo de “La compuerta número 12”, la juventud en Viento Negro y Cabeza de Cobre de “El grisú” y “El Chiflón del Diablo”, la vejez en “Los Inválidos” (Foresti “Sub terra” 4571, Concha 60). Releyendo esas encarnaciones a la luz de la discusión anterior, sin embargo, la vejez y la juventud parecen más bien modulaciones de un patrón único, primordialmente infantil. Pensemos en este fragmento de “Los inválidos”, el cuento que metaforiza la decadencia física de los mineros a través del viejo caballo Diamante, retirado de la mina tras diez años de trabajo: Pasaron algunos instantes y, de pronto, una masa obscura chorreando agua, surgió rápida del negro pozo y se detuvo a algunos metros por encima del brocal. Suspendido en una red de gruesas cuerdas, sujeta debajo de la jaula, balanceábase sobre el abismo, con las patas abiertas y tiesas, un caballo negro… Los obreros se precipitaron sobre aquella especie de saco, desviándolo de la abertura del pique y, Diamante, libre en un momento de sus ligaduras se alzó tembloroso sobre sus patas y se quedó inmóvil, resoplando fatigosamente (91).
La emergencia de la bestia nos es descrita a través de una mecánica muy cercana a la del parto: el estrecho conducto, los líquidos y apéndices amnióticos, sus primeros movimientos, más parecidos a los tanteos de un recién nacido que a los del anciano. Algo parecido ocurre en “La compuerta número 12”, que expone el carácter hereditario del empleo en el carbón. Allí donde el despliegue genealógico establecía, al interior de la cultura minera, un árbol frondoso de diferencias entre adultos y niños15, Lillo derrumba toda oposición a favor de esta infancia monstruosa como única edad del subsuelo. En
15 Como describe Jorge Rojas Flores: “la familia minera consideraba que el trabajo era parte del mecanismo de preparación para la vida. Además, su dureza daba certeza de que por
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el pique, en efecto, no parece posible el crecimiento –“Los pequeñuelos, respirando el aire emponzoñado de la mina crecían raquíticos, débiles, paliduchos, pero había que resignarse, pues para eso habían nacido” (103)–, y de haberlo su horizonte es un estado de vulnerabilidad similar al que veremos, más adelante, en la serie de los niños huérfanos: sus ojos húmedos [del padre] imploraban con tal insistencia… (98). Pero aquella lucha tenaz y sin tregua convertía muy pronto en viejos decrépitos a los más jóvenes y vigorosos (99). los viejos mineros cada mañana sentían tiritar sus carnes al contacto de la vena (100).
El discurso sobre el hacerse hombre que usa el padre para animar al aterrado niño Pablo –“él no era ya un chicuelo, como los que quedaban allá arriba, que lloran por nada y están siempre cogidos de las faldas de las mujeres, sino un hombre, un valiente, nada menos que un obrero, es decir, un camarada a quien había que tratar como tal” (102)– parece ahora una expresión más bien irónica: ambos, el padre y el hijo, son en verdad niños perdidos en el laberinto de las galerías. La misma metamorfosis sucede en “El pago”, en donde el adulto Pedro María es homologado al niño José Ramos, los dos obreros expoliados por la Compañía, los dos conducidos por una mujer (la esposa en un caso, la madre en el otro). El propio Cabeza de Cobre, figura juvenil que eventualmente podría desplegar una cierta hombría asociada al trabajo, se nos muestra inserto en un sistema familiar que lo ubica de modo inamovible como hijo de la virtuosa María de los Ángeles. Menos que hombres, los obreros del carbón son apenas niños, niños más o menos crecidos, a veces niños envejecidos. Su propio repliegue a la infancia los expone y los vuelve huérfanos, huachitos sin padre que los defienda y les enseñe a ser hombres. Solo en contadas ocasiones aparecerán las mujeres y, sin importar su edad o la relación civil que mantengan con ellos, se comportarán siempre como si fueran sus madres, vírgenes sufrientes. Vuelvo, entonces, al centro del problema: a despecho de las violentas formas de convivencia que caracterizan al Golfo de Arauco durante la segunda mitad del siglo XIX, a diferencia de las narraciones posteriores, en oposición incluso a la propia cultura minera, Baldomero Lillo representa a los obreros de un modo desmedrado, como si fueran niños abandonados por los adultos. Consciente o inconsciente, se trata de una estrategia retórica que, a mi juicio, busca despertar conmiseración y logra esconder el potencial conflictivo que entraña la situación que, sin embargo, logra describir16. Se
esa vía los niños se ‘hacían hombres’. No solo no había resistencia, sino que en cierta medida se estimulaba la participación laboral de los niños” (“Trabajo infantil” 405). 16 Una estrategia tan retórica que, en el caso de “El Chiflón del Diablo”, puede incluso adscribirse al género gótico: “The gothic elements of “The Devil’s Pit” are revealed through
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trata de una estrategia compleja que probablemente se comprende mejor al alero de otras evoluciones retóricas utilizadas por Lillo: el trabajo de corrección de sus textos y la entrada en escena de los huachitos en su propia serie de relatos. 2. CORREGIR ES REPRIMIR: SUB tERRA EN 1904 y EN 1917 Que la primera edición de Sub terra (1904) difiere de la segunda, de 1917, es algo conocido de antiguo: Leonidas Morales en 1966 y Raúl Silva Castro en 1968 advertían sobre la adición tardía de cuatro cuentos a los ocho originales. Que además de esas inclusiones existen variantes considerables al interior de los relatos ya publicados solo se hizo evidente en 1979, a raíz de la denuncia pública que Luis Sánchez Latorre y Andrés Sabella hicieron en contra de la editorial Andrés Bello, a la que acusaron equivocadamente de censurar el texto original17. La verdad es que todos los cuentos sufren modificaciones en la segunda edición, algunas puntuales y otras muy significativas, como la eliminación de extensos párrafos en “Los inválidos”, “El pago”, “El Chiflón del Diablo”, “El grisú” y “Juan Fariña”. La naturaleza global de esos cambios puede advertirse bien, a mi juicio, considerando estos dos fragmentos eliminados. El primero es la alocución del viejo minero en “Los inválidos”; en el segundo, de “El pago”, se muestra un sueño de Pedro María18: ¡Camaradas, este bruto es la imagen de nuestra vida. Como él callamos, sufriendo resignado nuestro destino! I, sin embargo, nuestra fuerza i poder son tan inmensos que nada bajo el sol resistiría su empuje. Si todos los oprimidos con las manos atadas a la espalda marchásemos contra nuestros opresores cuan presto quebrantaríamos el orgullo de los que hoi beben nuestra sangre i chupan hasta la médula de nuestros huesos. Los aventaríamos, en la primer embestida, como un puñado de paja que dispersa el huracán. ¡Son tan pocos, es su hueste
Lillo’s treatment of the omnipresent fear of death experienced by Chilean miners and their families; the almost otherworldly horror of their living and working conditions; the virtual impossibility of escape; and, the monstrous greed and resultant inhumanity of the mine owners and their managers” (Bolden). 17 Para una breve historia de la suerte editorial de Baldomero Lillo vid. Álvarez, Ignacio y Hugo Bello Maldonado. “Historia del texto y criterios editoriales”. En Lillo, Baldomero. obra completa. Santiago: Ediciones Universidad Alberto Hurtado, 2009. Los argumentos de Sabella fueron publicados en Sabella, Andrés. “Literatura y trabajo”. El Mercurio de Antofagasta. 19 de marzo de 1979: 3. 18 Copio los fragmentos eliminados en 1917 sin mostrar la forma final de los cuentos. Advierto, además, que se trata de citas parciales, pues los segmentos eliminados en cada caso son bastante más extensos. La reciente edición crítica de la obra completa de Lillo trae las variantes a pie de página, de modo que el propio lector puede hacer el cotejo en forma independiente.
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tan mezquina ante el ejército innumerable de nuestros hermanos que pueblan los talleres, las campiñas i las entrañas de la tierra! (“Los inválidos” 92, nota 13). No era carbón, ni otro mineral cualquiera lo que hería la acerada punta de la herramienta, sino una masa rojiza, blanda-jelatinosa. Entonces, sintió que una vívida claridad penetraba en su cerebro: aquello era el sudor, la sangre i las lágrimas vertidas por las jeneraciones de mineros, sus antepasados, en los corredores de la mina i por los que aún poblaban sus infernales pasadizos. I sin asombro vio que el sudor que brotaba de su cuerpo era de color de púrpura i que poco a poco tomaba el tinte i consistencia del estraordinario filón (“El pago” 134, nota 64).
¿Qué es lo que Lillo rechaza, a fin de cuentas? Un discurso más o menos político que explica la desproporción cuantitativa del mecanismo de la explotación y que diseña una posible reacción de los mineros; un sueño también “político”, contado en un estilo cercano al modernismo, sueño sangriento y cruel que ofrece, sin embargo, una interpretación global de las circunstancias que enfrenta la fuerza de trabajo. Más adelante, en párrafos también eliminados, la sangre de los obreros se convierte en el oro de los ricos, y los pobres, aun en el estado exangüe en que se encuentran, destruyen los palacios erigidos sobre su sacrificio. Son dos fragmentos que abordan el tema central del libro desde una perspectiva totalizante, aérea, eventuales explicaciones para la violencia de clase. Los pocos críticos que han comentado el trabajo de edición de Sub terra han llamado la atención sobre esta suerte de inhibición política a posteriori de Lillo, aunque siempre en relación con las consideraciones estilísticas que habrían presidido las supresiones. El apego a los criterios de unidad de acción, simpleza narrativa y verosimilitud determinaría –por otra parte y de modo más o menos independiente– que las páginas de más ferviente denuncia directa quedaran excluidas (Fraysse “Sub terra: du texte a contexte” 97 y Foresti “Sub terra” 4570). Es difícil, sin embargo, pensar esta edición solo en términos literarios, y ello por dos razones. En primer término, porque el texto está salpicado de numerosas variantes, muy puntuales, que no tienen ninguna incidencia estilística pero que sí apoyan el impulso inhibitorio19. En segundo lugar, porque la simplicidad y la unidad de acción no son los criterios únicos que Lillo utiliza al corregir sus narraciones: “La mano pegada”, incluido en la edición de Sub terra de
Dos ejemplos, a continuación. El estrecho espacio del laboreo de Pedro María, en “El Pago”, es de setenta centímetros en 1904 y de noventa en 1917 (125, nota 54); en Juan Fariña, al explicar el origen presunto del ciego, se cuenta que su padre murió en una explosión de grisú, y que el hijo –supuestamente el protagonista de la leyenda– habría sobrevivido apenas: se trata de un “hijo de dieciséis años”, un “muchacho” en 1917, y de un “pequeñuelo”, una “criatura” en 1904 (172-3, notas 104 y 105). 19
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1917, es una amplificación de “El vagabundo” de Sub sole (1907), amplificación en términos cuantitativos y también adición de una línea argumental nueva, la relación entre el padre hacendado y su hijo rebelde (algo análogo ocurre con las dos versiones de “Sobre el abismo”, de 1907 y 1908). Más bien habría que pensar en una táctica relativamente deliberada, como especula Dieter Oelker, para quien la complicidad del lector es más probable cuando los contenidos políticos son menos explícitos (104). Lo más llamativo de las correcciones, en todo caso, no es su resultado estético sino su voluntad represiva. Lillo parece querer retirar, quitar, suprimir en los cuadros mineros no un contenido potencialmente conflictivo sino una entera perspectiva superior que explica racionalmente la injusticia y que, por añadidura, podría justificar la reacción violenta de los explotados. Los pocos momentos explicativos que quedan en el libro son de orden emotivo o sentimental –subjetivos, individuales–, como la moraleja de “El grisú” (“soberbia, egoísmo y ferocidad”), o las preguntas que una ingenua María de los Ángeles se hace en “El Chiflón del Diablo”, incapaz ella de explicar “el por qué de aquellas odiosas desigualdades humanas” (140). En el mismo sentido funcionan otras dos exclusiones clamorosas de Sub terra: el Parque de Lota y la familia Cousiño, los dueños de la mina y su escandaloso jardín de oropeles. De haberlos incluido, el mapa político del texto habría sido más amplio, más complejo y en algún sentido más “verdadero”, es cierto, pero habría convertido al libro en un objeto conflictivo, en oposición directa a los intereses de un conjunto muy particular de hombres y mujeres20. La solución, en este caso, es metonímica: Mr. Davis, la larga serie de anónimos ingenieros, capataces y empleados de la mina, incluso el perro Napoleón de “Caza mayor” (que pertenece al capataz del fundo, no a su dueño) subrogan un poder que Lillo quiere invisible, tal como ha invisibilizado esas explicaciones globales al editar Sub terra. Además de evidenciar la censura, este trabajo de edición nos permite comprender mejor la representación de los obreros como huachitos. En ambos casos hay un contenido que se reprime y un trabajo tortuoso y sobredeterminado de representación. El contenido reprimido es, sobre todo, de orden material: en el caso de los mineros, la violencia de la sociedad carbonífera, la intestina y la que se dirige en contra de los explotadores; en el de la edición textual, la dinámica de la explotación y los nombres de quienes la dirigen. Aquello que queda a la vista son solo los materiales que apelan a una sensibilidad emotiva y sentimental. El conflicto clasista, raíz y aliento de toda la obra, logra codificarse de un modo que parece aceptable para quienes ejercen la elemental injusticia que se denuncia.
Luis Bocaz atribuye la mudez de Lillo ante el Parque de Lota a su rechazo estético al modernismo (676). Su explicación, a mi juicio, no se contradice con lo que he tratado de explicar aquí. 20
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El reemplazo de la lectura política del conflicto por una versión subjetiva o sentimental solo será posible, como veremos a continuación, gracias al desarrollo de un discurso burgués sobre la infancia en los primeros años del siglo. 3. LOS HUACHitoS EN EL MUNDO MATERIAL Al menos cuatro de los casi cincuenta relatos escritos por Lillo pueden adscribirse a la serie de los niños huérfanos: “Era él solo…” (publicado por primera vez en la segunda edición de Sub terra), “Víspera de difuntos” (en Sub sole, 1907); “Carlitos” (en la revista Pacífico Magazine de Alberto Edwards Vives, 1919), y “El angelito” (en Zig Zag, 1920). La delimitación es, por supuesto, arbitraria: los hermanos de “En el conventillo” (1917) podrían caber perfectamente en esta definición, e incluso Cañuela y Petaca, criados por sus abuelos, parecen haber sido abandonados, o casi, por los padres. Más que una condición formal de entrada, entonces, estos textos están unidos por el sufrimiento, el tormento físico y la abierta explotación que deben soportar los niños en las casas que los acogen, una combinación que casi siempre los llevará a la muerte21. Es imposible ignorar el parecido entre estos niños y los mineros el carbón, algo especialmente notable en “Era él solo…”. Gabriel, su protagonista, posee la misma constitución psicológica del obrero, esa debilidad fundamental que es a un tiempo su miseria y su posibilidad de existencia en el texto: … hay algo que choca en este semblante de expresión tan suave, tímida y dulce. Los ojos pardos, agrandados por azuladas ojeras, tienen un mirar medroso, azorado, inquieto. y de su faz infantil, de sus apagadas pupilas, de su boca sin sonrisas, parece exhalarse perennemente una callada protesta, un llamamiento mudo y desesperado de socorro que nadie oye y que no llega nunca (205).
Pertenece también a la misma familia física, la de los raquíticos y débiles que no pueden crecer adecuadamente en sus ambientes envenenados, y comparte con ellos una misma bondad primigenia: “Aunque su estatura –tiene doce años– es inferior a la que corresponde a un niño de desarrollo normal, el conjunto de su cuerpo es armonioso y todo él predispone desde el primer instante en su favor” (205). Parece, incluso, incendiado por el mismo afán autodestructivo que consume a Juan Fariña y a Viento Negro, y lo despliega con un sorpresivo suicidio –inexplicable en un niño– al que llega por “un impulso ciego e inconsciente” (210)22.
En “El angelito” el usufructo económico y el tormento físico son póstumos; la diferencia no es relevante para el análisis que sigue. 22 La semejanza con Sub terra puede llevarse hasta lo espacial. Gabriel es encerrado todos los días con “doble vuelta” (208); la anónima niña de “Víspera de difuntos” muere por21
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Lo que distingue radicalmente a estos niños de sus hermanos mayores es el tratamiento que Lillo hace de su condición servil. A diferencia de Sub terra, en estos cuatro cuentos la economía rigurosa que rige su existencia de recogidos es dispuesta en un primerísimo plano, un escandaloso contrato tácito que solo impone obligaciones al huérfano: el trabajo del hogar en condiciones esclavas y una denigrante gratitud obligada hacia quienes se dicen padres pero no son más que patrones. “Hacendosa, diligente” son los adjetivos que describen los atributos positivos de la huérfana en “Víspera de difuntos” (283), y las quejas contra Gabriel por parte de su ama señora pertenecen nítidamente al orden laboral: “rompía la vajilla, salaba la sopa, ahumaba la leche” (“Era él solo…” 204)23. En los otros cuentos la vinculación económica es más intrincada pero sigue siendo elocuente: en “Carlitos”, el pago mensual que recibe Jacinta por servir de nodriza, y en “El angelito”, el beneficio que obtiene el padre por celebrar el velorio de su hijo en un despacho de licores. En la serie de los huérfanos, en suma, se despliega perspectiva que busca intencionadamente exponer los rasgos transaccionales de esta relación. Como ocurre con los cuentos del carbón, también es revelador asomarse a los discursos sociales que enmarcan esta serie. Una primera y sorpresiva constatación, presentada por Manuel Vicuña en La belle époque chilena, es que solo durante los primeros años del siglo XX aparece en Chile la voluntad por entender la infancia como un estadio individualizable del ciclo vital, voluntad que se limita por cierto a las familias de la elite –a sus hijos– y que está centrada en su vulnerabilidad (Vicuña 163)24. Con respecto a los otros, los abandonados, su consideración social como niños solo terminará de cristalizar en la década del veinte, pues hasta fines de la república parlamentaria circulan en un amplio mercado laboral que los engancha como servidores domésticos o aprendices de oficios. Sor Bernarda, superiora de las Hermanas de la
que su madrastra la deja fuera de casa, en una intemperie tormentosa que se parece mucho al confinamiento de las minas, aunque invertida; el niño muerto de “El angelito”, por último, sufre un velorio infamante en el encierro de una tienda de licores. Son otras tantas encarnaciones del espacio homeomórfico de la mina, ya discutido por Jaime Concha (45). 23 Jaime Concha es quien notó por primera vez este aspecto de la serie; lo interpreta en términos más directamente contextuales de lo que propongo más adelante: “El vínculo de gratitud tiene un componente social e ideológico, según he tratado de explicar en otra ocasión. En Lillo no hay tal. Hay una lisa economía. El contrato consiste en que las madres que se encargan del huérfano o la huérfana lo hacen en términos de retribución por el afecto que dan o que deben dar. El canal económico y el canal afectivo, que debían ser paralelos cuando no armónicos, se cruzan y hacen cortocircuito. De ahí la desgracia, el sufrimiento del huérfano y el amor virtual que degenera en odio. Es casi una radiografía emocional de la sociedad chilena” (48, nota 38). 24 vid. también Rojas Flores, “Los niños y su historia” 10, en donde se respalda la tesis de Vicuña.
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Providencia y directora de la Casa de Huérfanos, señalaba en 1885 que ese mercado debía ser atendido obligadamente, y describía la demanda del siguiente modo: “Gran número de personas afirmaban que el objeto de la Casa de la Providencia era formar sirvientes para la clase acomodada de la sociedad y no de cualquier manera, sino robustos” (citado en Vargas Catalán 383). Pero Sor Bernarda no es, necesariamente, una defensora de la infancia tal como lo entenderíamos hoy. La circulación de niños, señala Nara Milanich, es una práctica perfectamente corriente y aceptada en la lógica cultural de la sociedad chilena decimonónica (99): se da por descontada y no suscita comentarios (84). Estas reservas son especialmente interesantes porque se conectan con dos miradas sobre la huerfanía muy distintas pero al mismo tiempo muy relacionadas con la que presenta Lillo. Ser niño “huacho” en la historia de Chile, el célebre ensayo de Gabriel Salazar, presenta una alternativa histórica a los niños muertos, pues reivindica la actividad resistente y los vínculos horizontales de esa turbulenta infancia como “el origen histórico de la conciencia proletaria en Chile” (47), y pinta un mundo abierto en donde logran oponerse a sus patrones y escapar de su égida. Al describir el exitoso huérfano de las novelas europeas del siglo XIX, el de Dickens y Jane Eyre, Nina Auerbach enuncia la alternativa literaria: esos niños representan la posibilidad imaginaria de abrirse paso en el mismo tejido social que hunde a los héroes de Lillo, e incluso convertirse en el portador del espíritu de la historia, en el agente modernizador de una sociedad25. Nuevamente hay aquí descalces históricos y literarios que permiten evaluar con cierta complejidad la intervención de Lillo. No debiera sorprendernos que los niños abandonados deban trabajar, es un aspecto después de todo normal para los lectores de estos cuentos. Lo extraordinario es su pintura como niños, es decir, como seres desvalidos que conforman un grupo de edad reconocible. El contrato que tan descarnadamente se detalla en estos relatos, en efecto, solo deviene explotación efectiva cuando se reconoce en su víctima a un niño, algo que en principio está disponible únicamente para los hijos de la elite y que Lillo logra ensanchar de modo que cubra también a los huachitos populares. Como en el caso de los obreros del carbón, debe subrayarse que esta figuración implica costos, pues los textos cercenan el potencial violento de los huachos, su camaradería impetuosa y su posibilidad subversiva para hacerlos caber en el molde de la inocencia robada que trata de describir.
“… the strange cunning power of the orphan is yoked to forces of social evolution; in his turbulent passage through a household, he carries with him history’s mysterious sources, brought with him from another world. His social rise no longer ‘makes’ him, as it did in the eighteenth century, but establishes him as the agent of a providential spirit working through history” (Auerbach 409). 25
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Sorprende también que la perspectiva infantil adoptada por Lillo en estos relatos no signifique, como sí ocurre en Sub terra, un pérdida de perspectiva en cuanto al origen de la explotación. La sensibilidad de este narrador conmovido no se convierte nunca en un obstáculo que impida distinguir el origen material de la injusticia: en todos los casos hay padres, madrastras o tías que exigen los beneficios del trabajo del menor, de modo que el mecanismo extractivo, si pudiéramos llamarlo así, se muestra en toda su extensión, sin jardines o Cousiños eludidos. Hablando de niños, en consecuencia, es perfectamente posible codificar un proceso que, si se trata de obreros, debe ser reprimido. 4. OPERACIONES CULTURALES En los apartados anteriores he intentado mostrar tres fuentes de extrañamiento en la narrativa de Baldomero Lillo: la pintura de los mineros como huachitos, el vigoroso trabajo represivo en el texto de la segunda edición en Sub terra y la representación de los huérfanos de las clases populares como si fueran niños de la elite. El conjunto dibuja una compleja operación en la que, a mi juicio, se revelan las audacias y también las renuncias de Lillo como mediador cultural en el comienzo del siglo XX chileno, un papel que Luis Bocaz ha caracterizado con dos rasgos cardinales: “ruptura con la función reproductora de las relaciones de poder y disponibilidad para una alianza con los sectores sociales que plantean cambios reformistas o revolucionarios en la sociedad” (688). En ese marco fundamental, el de una voluntad orientada decididamente a la promoción de las masas postergadas, debe instalarse la complejidad a la que aludo. Lillo demuestra que la actividad contrahegemónica debe hacerse teniendo muy en cuenta a quienes detentan el poder, y que la alianza con los sectores postergados puede llegar a ser muy costosa para los propios postergados. La primera de sus operaciones, la menos estridente, es un movimiento específico en el eje de las clase sociales. Mostrar a los huachitos como niños es, primordialmente, trasladar los atributos de la infancia burguesa a unos individuos antes vistos solo como los menores en un grupo por lo demás homogéneo, el de los trabajadores. Se trata de una operación audaz, por cierto, pero está hábilmente urdida al interior de la principal red de circulación de sus relatos, las revistas ilustradas de comienzos del siglo XX (especialmente Zig Zag, que publicó diecinueve cuentos suyos entre 1906 y 1920). En estas revistas, cuyo público es básicamente el de las damas de nuestra belle époque, la suave demanda clasista de los cuentos de huachitos convive con tendencias culturales que tensionan al propio seno de la oligarquía, especialmente la demanda por instrucción femenina, una cuestión que en los años que nos interesan no logra expresarse como aspiración emancipatoria sino anudada al molde mariano y conservador que había dado forma a las identidades sexuales hasta entonces (Vicuña 153). La negociación de Lillo es impecable: estas mujeres, que deben instruirse para ser mejores esposas y madres
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(no para buscar su independencia), prohijarán sin problemas a las pequeñas víctimas de sus cuentos. Aceptan incluso que se muestre el proceso material de su explotación, una costumbre bárbara pero privada, ejemplo de un error que será erradicado cuando esas madrastras reciban una adecuada educación, como se promete a través de esas páginas. Materia de sutil contrabando, Lillo logra trasladar una dignidad que pertenece a las elites hacia los hijos de las clases subalternas. La segunda operación es un repliegue, y anuda la censura propiamente política de Sub terra en su segunda edición, el escamoteo de los responsables últimos de las injusticias en el mundo del carbón y la amputación de la violencia y el ímpetu resistente en mineros y huachos. Es, por así decirlo, el costo que deben pagar los sujetos para acceder, autor mediante, a la superficie de la literatura, una actividad esencialmente burguesa en el cambio de siglo que, sin embargo, va abriéndose paso en los sectores medios. No se ha enfatizado suficientemente, a mi juicio, el hecho esencial de que los sujetos representados en sus cuentos, obreros o niños, son casi siempre analfabetos y por tanto incapaces de impugnar el modo en que se los muestra26. Se trata esencialmente de una comunicación entre letrados, mesócrata uno y burgueses los otros, un diálogo en el que faltan los principales interesados, subrogados por el escritor del modo imperfecto que he tratado de describir. Entre el silencio y la mostración defectuosa, sin embargo, Lillo optará por la representación, por el retrato, por la esperanza, débil y difusa, de una justicia improbable. La última operación, la más interesante y problemática, es la representación de los obreros como niños huérfanos, un constructo complejo que puede describirse en términos freudianos. Suma el largo desplazamiento discursivo desde los nuevos niños de la elite hacia los mineros de Arauco, la condensación de la huerfanía y el estatuto obrero, y la censura de la violencia potencial que engendra el conflicto de clases. Su resultado es claramente exitoso, como lo demuestra el rápido agotamiento de la primera edición de Sub terra, su calurosa recepción crítica y, en un plazo más largo, su inclusión permanente en los planes y programas de la educación escolar hasta
26 Según los datos del Instituto Nacional de Estadísticas, las tasas de alfabetización en el cambio de siglo son todavía muy bajas: en 1895 el 31,8% de los chilenos podía leer, en 1907 el 40% (3). Luis Emilio Recabarren es muy crítico de esa alfabetización: “Para esta última clase de la sociedad el saber leer y escribir, no es sino un medio de comunicación, que no le ha producido ningún bienestar social. El escasísimo ejercicio que de estos conocimientos hace esta parte del pueblo, le coloca en tal condición que casi es igual si nada supiese. En las ciudades y en los campos, el saber escribir, o simplemente firmar, ha sido para los hombres un nuevo medio de corrupción, pues, la clase gobernante les ha degradado cívicamente enseñándoles a vender su conciencia, su voluntad, su soberanía” (264).
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nuestros días27. Lillo, a la larga, incide directamente en los modos en que se construye el imaginario nacional, y ello en dos dimensiones: el obrero del carbón se convierte en emblema nacional y en paradigma de la masculinidad chilena. En tanto emblema de la identidad nacional, el minero se opone simétricamente a los otros dos estereotipos de comienzos de siglo, el roto y el huaso. Mariano Latorre había resumido esa polaridad en la introducción a Chile, país de rincones, describiendo al roto como desarraigado, anárquico, dilapidador, ateo e izquierdista, y al huaso como enraizado, conservador, ahorrativo, creyente y derechista (22). Bernardo Subercaseaux ha podido leer su valencia en tanto cristalización de la mirada hegemónica sobre lo popular: el roto dirige correctamente su violencia hacia el enemigo externo, el de la Guerra del Pacífico, y el huaso mantiene la paz interclasista al interior del territorio nacional28. ¿Qué función cumple nuestro obrero huachito del carbón? Objeto de una explotación elementalmente injusta, no puede sino significar los riesgos del conflicto clasista; objeto de conmiseración y no de odio por parte de las elites, representa también una solución pactada por medio del acuerdo y la reconciliación. Como un sistema de vasos comunicantes que desborda los contenidos reprimidos de una serie hacia la otra, los niños huérfanos, además, nos dan una clave precisa con respecto a la función política de los obreros como emblema nacional. Los patrones de esos niños son los Cousiño y su entera clase, así como las mesas pulcras y los pisos limpios son los parques de Lota que faltan en los cuentos del carbón. Vistas así las cosas, vale la pena detenerse en el siguiente pasaje de “Víspera de difuntos”, que muestra a una madrastra malvada codificando el origen de su agresión hacia la huerfanía: Parecíame ver en su solicitud, en su sumisión, en su humildad, un reproche mudo, una perpetua censura. y su silencio, sus pasos callados, su resignación para recibir los golpes, sus ayes contenidos, sin una protesta, sin una rebelión, antojábanseme otros tantos ultrajes que me encendían de ira hasta la locura (285).
Lillo, a mi juicio, propone abordar la explotación obrera no como una cuestión de orden económico sino por medio de lo que, pese al desarreglo evidente de los
27 Para una descripción y análisis de la recepción de Sub terra vid. Bocaz 684-9; en las obras completas editadas por Silva Castro, además, se incluye un dossier con nueve reseñas de 1904. 28 Una interpretación no muy alejada de la siguiente descripción: “El roto … fue mitificado como estereotipo vinculado a la Guerra del Pacífico: sufrido e inconstante; prudente, aventurero; valiente y osado; gran soldado, con ribetes de picardía y tristeza; a la vez generoso, desprendido y pendenciero” (Subercaseaux 135-6); “El huaso, en la realidad como en la ficción, es –a diferencia del roto- un personaje transclase, un canal no de confrontación sino de hibridaje social, de intercambio de visiones de mundo y de valores” (Subercaseaux 137).
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términos, podemos llamar una racionalidad emotiva. Solo de este modo es posible advertir la atroz paradoja que se da en las tierras del carbón, el odio de los explotadores hacia unos seres que no hacen sino cumplir humildemente con su deber. Este acercamiento, además, posibilita la paternidad social de las elites hacia los obreros, un camino seguro para el acuerdo. Amorosamente, no a través de la violencia es que debe resolverse el dilema social. Como la madrastra del fragmento, la oligarquía deberá hacer consciente su evidente irracionalidad emotiva y cambiar el odio de clase por un recto amor de madre. Nuevamente las damas de la elite y las revistas ilustradas son el origen remoto de esta simbolización, pues la maternidad privada que propugnan tiene también un correlato público e indirecto en la beneficencia, que es maternidad social a fin de cuentas (Vicuña 168; 267). Oligarquía y clase obrera, entonces, deben devenir para Lillo madres y huachos: la oligarquía maternizándose y los explotados infantilizándose. tienen que serlo, puesto que no lo son en realidad, o no completamente. Puestos a evaluar, por último, la estrategia política de los cuentos de Lillo, ninguna solución es sencilla. La visibilidad que otorga a los obreros del carbón es la viga maestra sobre la cual una entera literatura, la chilena del siglo XX, construirá su edificio: Manuel Rojas, José Santos González Vera, Nicomedes Guzmán y Carlos Droguett reconocen a cada instante su deuda con el autor de Sub terra. El modo en que infantiliza al obrero, en cambio, una solución brillante y tal vez la única culturalmente viable en el contexto letrado del cambio de siglo, será rápidamente desechada por sus sucesores, para quienes la codificación proletaria sí estará disponible en una época mejor dispuesta al conflicto. Los costos de esta operación, sin embargo, perviven muy duraderamente en otros circuitos culturales. Pienso en el influyente Madres y huachos, de Sonia Montecino, en donde todo lo que Lillo recorta y ajusta coyunturalmente termina aquí convertido en naturaleza: el obligado devenir madre y huacho se vuelve en Montecino síntesis de una identidad estable y duradera para Chile29. La lectura de Baldomero Lillo es una experiencia pedagógica, y nos recuerda que el subalterno, como siempre y como se sabe, no puede hablar. El desafío de la
En sus propias palabras: “Las circunstancias experimentadas por nuestros pueblos condujeron a una gama de situaciones que se sintetizan en la formación de una identidad en donde el abandono, la ilegitimidad y la presencia de lo maternal femenino componen una trama de hondas huellas en el imaginario social. Los perfiles de la mujer sola; del hijo procreado en la fugacidad de las relaciones entre indígenas o mestizas con hombres europeos; del niño huacho arrojado a una estructura que privilegia la filiación legítima de la descendencia; de la madre como fuente del origen social, surgen como ademanes reiterados en el devenir del territorio” (Montecino 59-60). No sugiero siquiera que Lillo sea una fuente para Montecino, sino que la infantilización y la maternización son siempre estratégicas o bien coyunturales. A su ensayo, me parece, se le ajusta muy bien la crítica que Grínor Rojo hace a El laberinto de la soledad, de Octavio Paz, como un intento de “metafísica o psicología social” (vid. Rojo 136-40). 29
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