Humanos o colectivos?

TRIBUNA: FERNANDO SAVATER ¿Humanos o colectivos? FERNANDO SAVATER // Como resulta que en nuestra época la noble palabra "individualismo" se ha ganado

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TRIBUNA: FERNANDO SAVATER

¿Humanos o colectivos? FERNANDO SAVATER // Como resulta que en nuestra época la noble palabra "individualismo" se ha ganado a pulso un tufillo rapaz, posesivo e insolidario, es cada vez más corriente -sobre todo en el discurso ideológico próximo a los nacionalismos grandes o pequeños- añadir a la exhortación ritual al respeto de los derechos humanos la coda "individuales y colectivos". Lo cual, a mi juicio, no pretende en modo alguno ampliar el alcance de tales derechos sino desactivarlos de la manera más discreta y honorable posible. Este último aspecto de la cuestión sólo lo trataba de refilón al final de su artículo ¿Derechos individuales o derechos colectivos? (EL PAÍS, 12 de agosto de 1998) mi amigo Gurutz Jáuregui, esquivando así de modo pudoroso el núcleo mismo polémico de un debate que él planteaba en su texto de modo por demás sensato. A soliviantar un poco la cuestión van dirigidas las siguientes líneas.Dos precisiones son necesarias para introducir el tema de manera inteligible. En primer lugar, vamos a referirnos a derechos "humanos", es decir, a ese repertorio fundamental que constituye explícitamente el mínimo común denominador de la dignidad humana y que debería servir no sólo como fundamento de las constituciones democráticas sino también como último criterio para juzgar los preceptos legales y los regímenes políticos de cualquier rincón del mundo. Es la titularidad de estos derechos lo que presenta actualmente, como bien señala Jáuregui, visiones contrapuestas: ¿deben ser siempre sus titulares personas individuales y concretas o pueden serlo también personas jurídicas o étnicas, en cualquier caso colectivas? Por supuesto, respecto a otros tipos de derechos no hay duda ninguna de que ciertos sujetos colectivos -entidades comerciales o culturales, corporaciones, autonomías, naciones, etcétera- pueden disfrutar titularmente de ellos. Nadie discute el derecho a tener derechos de Telefónica, la Iglesia Católica o el Estado francés. Lo que está en litigio es si tales colectivos u otros de distinta impronta (¿racial?, ¿étnica?, ¿sexual?), aunque probablemente de organigrama ejecutivo menos explícito, pueden ser sujetos de derechos "humanos" en el sentido antes indicado. En mi opinión, la respuesta es que no. Creo que los sujetos colectivos no pueden ser titulares de derechos "humanos" por la sencilla razón de que no hay seres humanos colectivos. A subrayar este punto venían precisamente tales derechos desde sus primeras formulaciones en Estados Unidos y Francia: defendían al individuo contra el absolutismo tribal, marcaban los límites infranqueables de cualquier poder estatal sobre los ciudadanos e inventaban una nueva fórmula política para que los socios de una comunidad recibiesen de ella la potenciación y protección de su individualidad, no su anulamiento en lo común. En una palabra, pretendían poner la sociedad al servicio de los fines del individuo, rescatándole de un sacrificio irrestricto y ciego a las costumbres y los fines de su grupo. La condición humana genérica debía ser para ello previa y de más alto rango que cualquier caracterización nacional, histórica, ideológica, etcétera. Fue sin duda esta pretensión lo que escandalizó a los pensadores reaccionarios que criticaron tales derechos revolucionarios. El ultramontano francés Joseph de Maistre reprochaba a la Constitución francesa estar hecha "al servicio del hombre", cuando todos sabemos que no hay "hombres" en el mundo, sino sólo franceses, italianos o rusos. El conservador inglés Edmund Burke insiste también en que lo humano en general es una abstracción sin sustancia y que los derechos concretos sólo pueden fundarse en las tradiciones e historias nacionales singulares. Una política fundada en abstracciones como "el hombre" y sus "derechos" sólo conduce a la destrucción de la venerable tradición y a la revolución permanente. Si De Maistre y Burke hubieran sabido que también puede haber derechos humanos colectivos y que los derechos llamados históricos deben enmendar los acuerdos constitucionales democráticamente establecidos, hubieran respirado con alivio. Dice Jáuregui que "quizá una forma de evitar la polémica consistiría no en hablar de derechos colectivos, sino de derechos individuales colectivizados cuya existencia y protección sólo tiene sentido en el marco de un determinado grupo o colectivo". Confieso que este rodeo conciliador y amable me resulta demasiado

perogrullesco para que pueda lograr el anhelado acuerdo. En efecto, ¿no tienden casi todos los derechos humanos a colectivizarse en tal sentido?, ¿no se colectiviza el derecho a la libertad de expresión en el gremio de los periodistas, cineastas o artistas, no se colectiviza la libertad religiosa en forma de iglesias, no exige realización colectiva el deseo de expresarse en determinada lengua o el de practicar sin persecuciones determinada opción sexual? ¿Podría alguna reivindicación humana de garantías sociales hacerse efectiva sin adquirir voz de grupo en su ejercicio, aunque su fundamento sea universal? En último término: ¿no es el Estado democrático de derecho la imprescindible institución pública -colectividad, comunidad...- sin la cual nunca están garantizadas ni la existencia ni la protección de los derechos humanos? Pero la verdadera cuestión es el motivo por el que se reivindican tales supuestos derechos humanos colectivos en las instituciones internacionales. ¿Es para hacerlos más eficazmente emancipadores de las personas o para que resulten compatibles con las exigencias de homogeneidad ideológica y de sumisión del miembro al grupo que reinan en los nativismos tribales, en las teocracias, en los integrismos y en los nacionalismos? Los primeros planteamientos de los derechos humanos estuvieron dirigidos a establecer murallas contra la tiranía política, pero la amenaza que sustituyó a ésta en el puñado de afortunados países democráticamente institucionalizados fue la tiranía social, que ya vislumbró Tocqueville hace mucho más de un siglo. Tales tiranías sociales son mucho más difíciles de evitar que las estrictamente políticas, como demuestra su presencia creciente en las democracias complejas que mejor conocemos. ¿No representan los supuestos derechos humanos colectivos un intento de transigir con las tiranías sociales como concesión necesaria para mantener el equilibrio democrático o promover la desaparición de las tiranías políticas? Y ¿es eficaz realmente ese pago en ciudadanía de tan alto precio liberticida? Cita en su artículo Jáuregui la opinión de Gros Espiell, experto de la ONU, según la cual "la pretendida incompatibilidad entre ambos tipos de derechos no es admisible". Siento ante esta afirmación tajante la misma ira teórica que en tantas otras ocasiones, cuando la corrección política se demuestra en quienes ocupan altos puestos internacionales a través de fórmulas admonitoriamente vacuas o brumosas. Porque pese a lo dicho por tal especialista sí que hay colisión entre unos derechos y otros: entre el derecho humano a la vida del niño enfermo y el del colectivo de Testigos de Jehová a no permitir a sus miembros transfusiones de sangre, entre el derecho humano a elegir la lengua vehicular de la educación en una comunidad bilingüe y el del colectivo nacionalista que en nombre de la identidad nacional quiere que toda la educación se haga obligatoriamente en una de ellas, entre el derecho humano de las mujeres a no ser discriminadas socialmente y el de ciertos integrismos colectivos a vetarles el acceso a determinadas actividades, etcétera. Es ahí donde se plantea el enfrentamiento entre humanismo y colectivismo, entre universalidad individualizante y tradicionalismo homogeneizador. Puede ser un debate complejo, nada fácil de zanjar de un plumazo, pero desde luego ni estéril ni irrelevante.

TRIBUNA: GURUTZ JÁUREGUI

Humanos y colectivos GURUTZ JÁUREGUI // En su artículo ¿Humanos o colectivos? (EL PAÍS del 4 de octubre de 1998), Fernando Savater planteaba ciertas dudas y reflexiones en torno a algunos argumentos expresados por mí en un artículo previo (¿Derechos individuales o derechos colectivos?, EL PAÍS del 12 de agosto de 1998), en el que defendía la existencia y reconocimiento de derechos colectivos. Resulta imposible abordar en toda su complejidad, en el marco de un debate periodístico, un asunto tan polémico como éste. A pesar de ello, coincido con Savater en que merece la pena hacerlo. Estoy persuadido de que un diálogo público de esta índole puede ayudar a generar inquietudes y, en el mejor de los casos -seamos optimistas-, hasta puede servir para aclarar a algún que otro lector desconcertado. Savater parte, en su argumentación, del hecho evidente de que la utilización de los derechos colectivos no pretende, en muchos casos, ampliar los derechos individuales, sino "desactivarlos de la manera más discreta y honorable posible". Ello le lleva a establecer la

conclusión, en mi opinión equivocada, de que los derechos colectivos resultan per se antagónicos con los derechos individuales. Es cierto que, con demasiada frecuencia, se tiende a contraponer y, lo que es peor, a anteponer los derechos colectivos sobre los individuales. Tal actitud no tiene, sin embargo, nada que ver con el sentido auténtico que dio lugar al surgimiento, en su momento, de los derechos colectivos y que no fue otro que el de complementar y perfeccionar los derechos individuales en su contexto social. Los derechos colectivos permitieron pasar a la defensa del ser humano genérico o abstracto al ser humano en la especificidad o en la concreción de sus diversas maneras de estar en la sociedad (como niño, como viejo, como enfermo, como trabajador, como inmigrante, como miembro de una familia, de una minoría... y así sucesivamente). Valga como muestra un botón. En su Declaración de 1959, la ONU sitúa los derechos del niño en el marco global de los derechos humanos, pero a continuación establece una especificación al constatar que "el niño, por causa de su inmadurez física e intelectual, necesita de una protección particular y cuidados especiales". El sistema liberal tuvo la gran virtud de crear y establecer normas dirigidas a proclamar y promover la autonomía de las personas otorgándoles, a través de la ciudadanía, la titularidad y el ejercicio de derechos subjetivos. Pero ello resultaba insuficiente. Las personas no eran ni son átomos aislados, sino que deben individuarse por vía de socialización. De ahí la necesidad de estructurar, junto a los derechos individuales, una serie de derechos colectivos. Primero fueron los derechos sociales y económicos gracias a la presión de la clase trabajadora; posteriormente, los derechos culturales; más recientemente, los llamados derechos de la tercera generación (derecho al desarrollo, etcétera). Partiendo de la base de que no hay dignidad humana posible sin la existencia de derechos individuales, hay que reconocer, sin embargo, que el avance e intensificación de esa dignidad ha sido factible, en buena medida, gracias a la existencia de derechos colectivos. No se puede entender la historia de los dos últimos siglos (movimiento obrero, feminismo, pacifismo, ecología, anticolonialismo, derechos de los inmigrantes, pueblos indígenas) si no es en clave no sólo de ejercicio, sino incluso de titularidad, de los derechos por parte de ésos y otros muchos colectivos. La coexistencia entre derechos individuales y colectivos plantea numerosos problemas de orden teórico y práctico. El primer problema, como bien plantea Savater, radica en el tipo de relación a establecer entre ambos tipos de derechos. A Savater le preocupa que la existencia y ejercicio de derechos colectivos acabe ahogando los derechos individuales y, en definitiva, la libertad y dignidad humanas. Comprendo y comparto esa preocupación que, desgraciadamente, se sustenta en muy buenas razones, tal como lo demuestran los constantes abusos cometidos en su nombre tanto en el pasado como el presente. Baste con recordar lo ocurrido en los regímenes socialistas autoritarios o en los numerosos lugares en los que se mantienen nacionalismos exacerbados. La solución a este problema parece bastante clara, al menos en teoría. Ambos son derechos humanos. Sin embargo, no es posible contraponer, ni mucho menos subordinar, los derechos individuales a los derechos colectivos. Y ello, por una razón muy sencilla. Porque los segundos tienen un carácter puramente complementario o instrumental. De ahí mi propuesta, necesitada de una mayor reflexión y madurez, de sustituir el concepto de derechos colectivos por el de derechos individuales colectivizados. Un segundo problema consiste en definir los elementos y circunstancias (clase trabajadora, mujeres, niños, pueblos indígenas, minorías culturales, étnicas, nacionales) que deben delimitar la existencia y el consiguiente reconocimiento, en su caso, de derechos colectivos. Sean cuales fueren estas circunstancias y elementos, debe quedar claro que la titularidad y ejercicio efectivo de los mismos se sustentará no en aspectos objetivos, sino en un elemento estrictamente subjetivo como es la voluntad de los sujetos del derecho. Dicho de otro modo, la clase social, la edad, el género, el ethnos, etcétera, pueden facilitar el reconocimiento de derechos colectivos a determinados grupos, pero la base legitimadora de tales derechos la constituye única y exclusivamente el demos.

Por último, se plantea el problema de cómo resolver en la práctica las posibles contradicciones que puedan darse dentro de la colectividad en torno al contenido, alcance y ejercicio de tales derechos. Creo que éste es un problema menor, al menos en los sistemas democráticos. Será el juego de mayorías y minorías el que determinará en cada caso el alcance de tales derechos, y en el caso de que tal remedio resultara insuficiente, siempre cabría la posibilidad de recurrir a medidas o posiciones de desobediencia civil. La existencia de esos y otros muchos problemas no debe impedirnos reconocer la validez de los derechos colectivos como elemento indispensable para un eficaz y más adecuado desarrollo de todos y cada uno de los individuos en sí mismos considerados. No se trata de otorgar a "la noble palabra individualismo un tufillo rapaz, posesivo e insolidario", sino de lograr que los seres humanos logren, uno a uno considerados, un mejor desarrollo individual, una dignidad y libertad más acordes con las circunstancias concretas en las les ha tocado vivir en sociedad. Gurutz Jáuregui es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad del País Vasco.

TRIBUNA: GURUTZ JAÚREGUI

¿Derechos colectivos?

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derechos

GURUTZ JAÚREGUI // El reconocimiento o no de la existencia de derechos colectivos en favor de determinados grupos o colectividades ha devenido en una de las cuestiones jurídico-políticas más controvertidas del momento, tanto en España como en otros países de nuestro entorno.De acuerdo con su propia denominación, los destinatarios de los derechos humanos, sus sujetos titulares, lo son siempre las personas, los individuos, los seres humanos. No puede entenderse la existencia de derechos humanos si no tienen como objetivo la defensa y desarrollo de todos y cada uno de los individuos que pueblan la tierra, uno a uno considerados. Unamuno reflejaba muy bien esta idea cuando a la pregunta de quién eres tú, respondía con Obermann: "¡Para el universo, nada; para mí, todo!". Hay numerosos derechos (derecho a la vida, a la libertad personal, a la libertad de domicilio, de pensamiento...) que son perfectamente ejercitables y aplicables de forma individual. Junto a ellos existen, sin embargo, otros muchos derechos de carácter social o político (huelga, sindicación, participación política...) cuya puesta en práctica sólo tiene sentido si se ejercita de forma colectiva. No parece caber duda alguna, por lo tanto, en lo referente a la posibilidad de un ejercicio colectivo de los derechos humanos. Mucho más polémica resulta la posibilidad del reconocimiento de una titularidad colectiva de los derechos humanos. Es ésta una cuestión sobre la que han corrido ríos de tinta -y de sangre- desde los inicios de este siglo. Así, los tratados de paz posteriores a la I Guerra Mundial le otorgaron una especial atención, particularmente a la hora de regular el ámbito de protección de las minorías étnicas. Por primera vez, estos tratados pretendían no una protección de orden unilateral convencional, sino una protección internacional, convirtiendo así esa protección en una cuestión de orden público internacional, al confiarla a un órgano internacional específico dentro del ámbito de la Sociedad de Naciones. El reconocimiento de la protección de las minorías implicó una revolución en el derecho de gentes ya que suponía poner en cuestión la propia personalidad del Estado. En virtud de esa protección, una parte de la población del Estado aparecía configurada con una personalidad jurídica diferente en el orden internacional, no solamente con respecto a terceros, sino también con respecto e, incluso, contra el propio Estado. Sin embargo, las minorías como tales carecían de personalidad jurídica, y por tanto de legitimación, para ejercer

sus reclamaciones. Por ello, la legitimación fue otorgada no a las minorías como tales, sino a individuos o grupos de personas, los cuales podían ejercer ese derecho como una función especial al servicio de la comunidad o grupo minoritario. La ausencia del reconocimiento de un derecho colectivo de las minorías constituyó, precisamente, una de las principales causas del fracaso del sistema de protección diseñado por la Sociedad de Naciones en el período de entreguerras. Consciente de la imposibilidad de hacer efectivos ciertos derechos de forma individual, y de la consiguiente necesidad de garantizar de forma más apropiada el ejercicio de los mismos por parte de ciertos colectivos desfavorecidos o minoritarios, la ONU se vio obligada a tomar cartas en el asunto. Así, el Pacto de Derechos Civiles y Políticos de 1966 otorgó carácter oficial al reconocimiento y garantía de ciertos derechos colectivos tales como el derecho a practicar la religión en comunidad con otros, el derecho a la protección de la familia por parte de la sociedad y el Estado... Particularmente explícito resulta, en tal sentido, el artículo 27 del citado pacto cuando afirma que "en los Estados en que existan minorías étnicas, religiosas o lingüísticas, no se negará a las personas que pertenezcan a dichas minorías el derecho que les corresponde, en común con los demás miembros de su grupo, a tener su propia vida cultural, a profesar y practicar su propia religión, y a emplear su propio idioma". Este reconocimiento ha obtenido carácter oficial tanto en el ámbito internacional como en el derecho interno de muchos Estados. Basta con remitirnos a la Constitución española para percatarnos de la existencia de derechos colectivos, reconocidos como tales por el propio texto. Sin ánimo de exhaustividad, pueden citarse el artículo 16, donde se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades...; el artículo 20.3, en el que se garantiza el acceso a los medios de comunicación social dependientes del Estado de los grupos sociales y políticos significativos; el artículo 37.1, en el que se garantiza el derecho a la negociación colectiva laboral entre los representantes de los trabajadores y empresarios, o el artículo 39.4, que habla de la protección de los niños. En los últimos años, el grado de reconocimiento de estos derechos ha alcanzado una notable intensidad. Así lo demuestra la configuración de una categoría de derechos colectivos a los que la doctrina anglosajona ha denominado derechos de la "tercera generación", para diferenciarlos de los derechos individuales y político-sociales clásicos. Entre tales derechos destacarían algunos tan fundamentales como el derecho al desarrollo, al control de los recursos naturales, a la paz, a la conservación del medio ambiente, los derechos lingüísticos, educativos, o religiosos, o el derecho a la autodeterminación. Parece fuera de toda duda, por lo tanto, la existencia de derechos colectivos, junto a los individuales. Como señala de forma tajante Gros Espiell, relator especial de la Subcomisión de Prevención de Discriminaciones y Protección a las Minorías de la ONU, "la pretendida incompatibilidad entre ambos tipos de derechos no es admisible". Por ello, el debate sobre si existen o no derechos colectivos parece, en mi opinión, bastante estéril. Quizás una forma de evitar la polémica consistiría en hablar no de derechos colectivos, sino de derechos individuales colectivizados cuya existencia y protección sólo tienen sentido en el marco de un determinado grupo o colectivo. No resulta tan estéril ni baladí, sin embargo, la cuestión de cómo hacer compatibles los derechos colectivos con los derechos individuales y, particularmente, la cuestión de cómo garantizar la libertad de los individuos dentro del grupo. Ya he señalado antes que el último destinatario de los derechos humanos no son los grupos, sino las personas, los individuos concretos miembros de esos grupos. Es ésta una cuestión que, al igual que cualquier otro caso en el que se producen conflictos entre diversos derechos, debe resolverse en el marco de las reglas de juego democráticas y, particularmente, en el juego de la regla de las mayorías y minorías.

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