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Introducción

A u s t r a l ia n G o t h i c por Miguel Cane

Is all that we see or seem But a dream within a dream? Edg a r A ll a n Poe

¿Dónde comienza la ficción y termina la realidad? Es posible que en 1967, cuando Lady Joan Lindsay publicó Picnic en Hanging Rock, nadie pensara que esta y otras preguntas se plantearían casi de manera inevitable, tanto con la lectura del libro como con los múltiples visionados de la adaptación cinematográfica realizada por Peter Weir en 1975, considerada por mérito propio como un clásico moderno. De soltera Joan à Beckett Weigall, nacida el 16 de noviembre de 1896 en el seno de una prolífica dinastía artística australiana, esposa del militar Sir Daryl Lindsay y fallecida el 23 de diciembre de 1984, la autora construye la que sería su obra más célebre basándose en una anécdota con elementos 7

de intriga y una efectiva atmósfera gótica que trasplantó a la pradera australiana, pero sin sacrificar la esencia siniestra del género. Así, evita las mansiones oscuras y los brumosos páramos ingleses propios de las hermanas Brontë, Henry James o Daphne DuMaurier, y opta por hacer su escenario de un mundo agreste, au naturel, donde los horrores no se ocultan en la sombra: se manifiestan a la luz del día. De este modo nace la que sería la primera gran novela australiana de culto, la misma que, con el paso de los años y hasta hoy —momento en que el lector tiene este ejemplar en sus manos, y lo mira quizá con curiosidad si no conoce la historia o con un genuino regocijo ante esta primera traducción al español que se hace de ella— ha sido objeto de una creciente obsesión por parte de generaciones de lectores, muchos de los cuales han analizado exhaustivamente cada clave y escena para descifrar un misterio que consideran, pese a las evidencias, un hecho real disfrazado de invención narrativa (aunque no a la inversa, curiosamente). A esto hace referencia Poe en el poema recitado por una de las protagonistas, Miranda, interpretada por Anne Louise Lambert, en la primera escena del filme de Weir (y esto no es una casualidad): «¿Es todo lo que vemos, o parecemos, solo un sueño dentro de un sueño?». En las páginas de Picnic en Hanging Rock, nada —como descubrirá el lector, tanto el que sabe dónde se adentra como el inocente que llega a este paraje sin imaginar las consecuencias— es lo que parece ser cuando lo percibimos. •

En la soleada mañana del 14 de febrero de 1900, un grupo de colegialas, cuyas edades fluctúan entre los catorce y los die8

cisiete años, sale del Internado para Señoritas Appleyard. Su intención es celebrar un almuerzo campestre en honor a San Valentín a la sombra de Hanging Rock, una impresionante formación natural de roca volcánica situada en las cercanías del monte Macedon, en la provincia de Victoria, al sur de Australia. Esa noche, al volver al recinto, faltan tres chicas y una profesora. Quienes regresan a la mansión que aloja la escuela no son las niñas aristocráticas que salieron, con guantes de encaje y educación exquisita: ahora conforman una turba sollozante de histéricas que han sido vulneradas por algo que no alcanzan a entender. En cierto modo, podría decirse que ya no son vírgenes. Lo antes descrito es lo que atrapa al lector; lo que le hace formularse preguntas inevitables mientras avanza en su lectura sin poder detenerse: ¿Qué sucedió en Hanging Rock? ¿Por qué se detienen los relojes al llegar a sus faldas? ¿Qué fue de Miranda St. Clare, Marion Quade e Irma Leopold, las tres alumnas desaparecidas, así como de la señorita Greta MacCraw, la profesora de matemáticas? Lady Lindsay juega con todas las piezas que tiene a mano para armar con detalle su puzzle misterioso: así, la narrativa parte de la noción de que el lector siempre ha estado orientado a una perspectiva sensata, centrada y racional del universo que le rodea. Sin embargo, existen ciertos lapsos, como pueden ser los sueños o el ansia, en los que brota el arrebato de lo irracional, haciéndonos creer lo imposible. Ella toma dicho arrebato como elemento primordial para la creación de sus personajes, específicamente el de Miranda St. Clare, la hermosa joven —Mademoiselle Diane de Poitiers, la profesora de francés, compara su aspecto con el de un ángel de Botticelli— quien, al igual que el personaje titular de la memorable Rebecca (Daphne DuMaurier, 1938), es el corazón 9

del libro aunque casi no aparezca en él. Su belleza etérea es el principal objeto de la obsesión de los otros, más aún cuando desaparece sin dejar rastro alguno. •

Todos los personajes de la novela —alumnas y profesoras, testigos, buscadores, gente del pueblo— actúan de un modo u otro bajo el influjo de su presencia, y Miranda representa cosas distintas para cada uno: para la reticente y autoritaria señora Appleyard, ella y las otras chicas perdidas son el rostro de la Australia colonial que se acerca inexorable al siglo xx; son lo mejor que puede ofrecer la sociedad británica establecida en esa tierra prometida que es Oceanía, y para ella el horror de su desaparición no solo reside en el desprestigio y en el caótico escándalo que caerán sobre su institución modélica; también simboliza la ominosa certeza de que la civilización y el modo de vida que ella entrega a las hijas de las «buenas familias» perecerán en el mundo salvaje que engulle al estado-colonia en un nuevo siglo. El horror como realidad sacrifica lo hermoso de su utopía; no aprecia la belleza (efímera) del esplendor decimonónico que ha tratado, con rigor victoriano, de perpetuar en sus alumnas, tanto en las niñas ricas como en los charity cases. Una de estas es Sara Waybourne, huérfana acogida por el colegio, que tiene un estrecho vínculo (quizá no del todo platónico) con Miranda, a la que profesa devoción absoluta. Para esta desdichada criatura la catástrofe del día de San Valentín será, en más de un sentido, devastadora. Por otra parte, en Michael Fitzhubert, aristócrata inglés aún adolescente, que visita a sus familiares en Australia —gente adinerada, vecinos del colegio Appleyard— y que coinci10

de con el grupo en Hanging Rock, Miranda tiene un efecto distinto: él no la conoce, solo alcanza a verla de lejos por un momento. No obstante, ese segundo basta para despertar en él un insólito —y torpe— «heroísmo», opuesto a su naturaleza indolente, que lo lleva a perseguir cualquier rastro de ella con desesperación, y este delirio febril —compartido con su caballerango, Albert Crundall, que tiene otros nexos con el internado aunque él lo ignore— le hace desafiar sus principios clasistas, afectaciones y lógica, llevándolo a obtener en su búsqueda resultados desconcertantes que cambian por completo el rumbo del argumento. •

La obsesión de los personajes es contagiosa: se propaga rápidamente y afecta las percepciones de todos, incluso las del lector (sí, usted). Pronto surge esa asfixiante sensación de ansiedad: ¿esto es real? Hay quienes juran que sí, que, efectivamente, lo es. Desde la aparición de la novela, su estructura sirvió como acicate para especular acerca de la autenticidad de los hechos, ya que hemos de contar con que Hanging Rock es un lugar que realmente existe. Su posterior transferencia al celuloide —casi verbatim del texto, en el guión realizado por Cliff Green y el propio Weir— hizo que el culto originado por los lectores se reforzara y trascendiera fronteras, lo que daría pie a que emergiera la propuesta viral de un sinnúmero de teorías para, presuntamente, «aclarar» este misterio. No faltan quienes (aún hoy) juran que las jóvenes existieron en la realidad, que fueron raptadas por tratantes de blancas y llevadas a burdeles perdidos en los áridos desiertos del outback australiano (esto tendría fundamento en algunos casos reales 11

documentados décadas más tarde, pero no existe evidencia que remita específicamente a este en particular); se dijo también que posiblemente cayeran a un abismo entre las grietas y así murieran de inanición y miedo en la oscuridad; los hay que, movidos por la moda actual, elucubran que bien pudieron ser abducidas por extraterrestres o que tal vez cruzaron accidentalmente a una dimensión desconocida o a algún universo paralelo. La lista de teorías que puede encontrarse acerca del tema —siempre dan por sentado que lo narrado es verdad, aun sin pruebas ontológicas que lo demuestren— resulta extensa, variopinta y abrumadora. Quizá esto se deba a que, tal y como se plantean en el libro y la película, ciertas circunstancias del misterio de Hanging Rock son bastante sugerentes. A lo largo de todo el libro se insinúa que lo sucedido ese día fue algo horripilante y al mismo tiempo sensualmente perturbador, más allá de su veracidad. Es por lo mismo que Lady Lindsay, al ser interrogada por la prensa años después de aparecer el libro y el filme, aseguró: «Si lo descrito se trata de realidad o fantasía, los lectores deben decidirlo por sí mismos. Solo diré que ambas cosas están íntimamente relacionadas». La esmerada ambigüedad, en conjunto con su pericia narrativa, manifiesta un talento que despliega con una sencillez no desprovista de maestría, en un relato donde no se requieren elementos sobrenaturales para alterar la realidad de su contexto. Demuestra que la naturaleza por sí misma es misteriosa y temible: todo puede ocurrir en ella de modo inexplicable y a pleno sol. Esta es una historia cuyo lenguaje no se descifra; se asume e interpreta como una espiral que gira y gira sin fin. Ese es el secreto del encantamiento casi hipnótico e irresistible que ejerce Picnic en Hanging Rock, y así lo enuncia la propia Miranda en 12

una frase críptica que encapsula lo que posiblemente sea su tema principal: «todo comienza y termina justo en el momento y el lugar precisos». M igu e l C a n e Gijón, Asturias 11 de Septiembre, 2010

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