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ILUMINADOS POR LA GUERRA. LIBERALES Y CONSERVADORES ESPAÑOLES ANTE LAS INDEPENDENCIAS DE ESPAÑA Y AMÉRICA Dr. Juan Marchena F. Universidad Pablo de Olavide
Cuando nos acercamos al tema de las guerras de independencia, tanto la de España contra Francia, como las de América contra la monarquía española, lo primero que llama la atención al historiador es la indiscutible línea de continuidad que enlaza e interconecta ambos procesos. Una línea de continuidad que apenas si ha sido estudiada por las respectivas historiografías con todos los matices del caso. Salvo excepciones, no se ha avanzado mucho en ella, más allá de señalar la trascendencia del derrumbe de la monarquía y de la quiebra en España del Antiguo régimen de cara a la ruptura de los nexos coloniales; o el influjo de la Constitución de Cádiz, sus fracturas y continuidades, en los nuevos marcos políticos surgidos de estas guerras. Se ha insistido por el contrario mucho más en los aspectos puramente bélicos de ambos sectores en pugna que en sus diversos y mutantes comportamientos ideológicos; aspectos ideológicos que apenas si han sido tenidos en cuenta en el análisis de las décadas que siguieron al conflicto. La reciente publicación de un estudio sobre el estado del debate historiográfico en torno a las independencias iberoamericanas así viene a demostrarlo 1 . Rara vez el proceso de las independencias americanas ha sido analizado como un contínuum entre 1808 y 1825. Un proceso que abarca y concierne a todos los territorios de la antigua monarquía española. Un proceso que comenzó en 1808 con la forzada renuncia al trono español de la dinastía borbónica y el establecimiento en España de una serie de nuevas autoridades dispersas y a veces contrapuestas, que pusieron fin al sistema medular de autoridades propias del Antiguo régimen; proceso que continuó sin interrupciones a lo largo de 1809 y 1810 en la totalidad de los territorios 1
- Manuel Chust y José Antonio Serrano (eds.), Debates sobre las Independencias Iberoamericanas, Estudios AHILA, Vervuert , 2007.
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americanos, igualmente con el establecimiento de nuevas autoridades dispersas y asimismo contrapuestas, que, del mismo modo que en España, pusieron fin también al antiguo sistema de gobierno colonial. En ambos casos, la resistencia de las autoridades tradicionales fue grande, negándose a entregar el poder y actuando con contundencia contra lo que consideraron era una revolución política que les apeaba del mando y de sus privilegios corporativos. Si en España las autoridades de los viejos Consejos de Castilla y de Estado se enfrentaron a las diversas Juntas Provinciales, en su afán por no perder el poder central, en América, las autoridades de las grandes sedes virreinales, México y Perú especialmente, se opusieron con dureza a las diversas Juntas también provinciales o regionales que se fueron estableciendo, igualmente ante el temor de perder el control virreinal. De ahí que, por lo menos hasta 1814, y tanto en España como en América, la guerra, o las guerras, fueron más un producto de los cambios políticos al interior de las sociedades y de sus enfrentamientos con la dirigencia político-administrativa tradicional, que una guerra que, en el caso español, fuera dirigida expresamente a lograr la revolución social; o, en el caso americano, a la creación de nuevos regímenes republicanos en esos momentos. Ni siquiera durante el periodo comprendido entre 1812 y 1814, años de vigencia de la Constitución de Cádiz, podría afirmarse rotundamente que la ruptura total ya se hubiera producido. Ciertamente los desencuentros en Cádiz entre intereses peninsulares y americanos fueron profundos: problemas como los desequilibrios en la representatividad territorial, como la exclusión de determinados colectivos, o como el mantenimiento de una marcada dependencia fiscal y económica americana respecto de la parte española, fueron obstáculos a la larga insalvables. Pero en cambio parecen ser más las avenencias que las disonancias entre liberales de ambos lados del mar, frente a las actitudes de conservadores y absolutistas; al fin y al cabo, entendían al absolutismo monárquico como un enemigo común a batir, y al viejo régimen feudalizante hispánico como un estrecho corsé del que debían liberarse, y liberar a su vez a sus respectivos pueblos, de los que se sentían dirigentes responsables. Quedaba por discutir cómo habría de llevarse a cabo esta liberación. Una cierta identificación que, del mismo modo, se notaba también entre los conservadores de ambos lados del mar, quienes entendieron igualmente que el enemigo a batir eran esos liberales, españoles y americanos, que no solo propiciaban una revolución política en los territorios de la vieja monarquía, sino que avanzaban ahora en la vía de una revolución social, al parecer de ilimitados alcances, que resultaría devastadora para ellos y para sus intereses tradicionales como clase hegemónica. Pero la situación cambió drásticamente. Y de nuevo tanto en España como en América. Cuando, finalizada la guerra contra Napoleón, Fernando
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VII se entronizó como monarca en 1814 y abolió la constitución de Cádiz, comenzó a perseguir con toda rotundidad a los liberales, fueran quienes fueran, y decidió emprender, mediante una serie de campañas “pacificadoras”, lo que en Madrid denominaron la “reconquista” americana. Desde 1815, con la “Expedición Pacificadora de Costa Firme” al mando del general Pablo Morillo, y hasta 1820, en sucesivas expediciones, decenas de miles de soldados y oficiales, extraídos del ejército peninsular que recién había derrotado a las tropas napoleónicas, fueron enviados al otro lado del mar, desde Nueva España hasta Chile. Se les ordenaba llevar a cabo una guerra continental -de tan vastas e inabarcables proporciones como incierto desenlace- contra los que comenzaron a llamarse “patriotas americanos”. Estas expediciones fueron la consecuencia de una política imperial ya caducada, como pronto se demostró- que pretendió no solo “reconquistar” y reinstaurar el absolutismo monárquico en aquellas regiones americanas donde la insurgencia parecía haber triunfado a las alturas de 1814; sino apoyar con los recursos ultramarinos el restablecimiento del Antiguo régimen en la propia España, habida cuenta la completa bancarrota en que se hallaba la Real Hacienda española tras la guerra contra Napoleón. Pero existió otro motivo no menos importante. La progresiva resistencia que el liberalismo español representado por la oficialidad militar estaba ofreciendo al gobierno absolutista de Fernando VII, incitó al monarca a buscar una fórmula eficaz para disolver el peligro de un ejército que, hasta entonces, había sido fundamentalmente de corte constitucional, y podía, si se empeñaba en ello, volver a instaurar por la fuerza el texto gaditano. La fórmula hallada por el rey vino a ser emplear a estas tropas en una guerra colonial, sobre todo a los oficiales liberales, forzándolos a defender los intereses de la monarquía al otro lado del mar, emprendiendo una guerra de alta intensidad que pusiera fin a la insurgencia americana. “Reconquistar” el continente se transformaba así una cuestión de obediencia debida, y al ejército no le quedaría sino obedecer. La receta pareció ser eficaz solo por un tiempo, hasta 1820, pero esos seis años gastados en una de las guerras más crueles del pasado americano -y como el tiempo demostró, también más inútiles- y esos 40.000 soldados y oficiales remitidos a Ultramar -que nunca regresaron o lo hicieron en una mínima parte- marcaron la historia española y americana en las décadas que siguieron. Frente al estudio de las guerras en sí mismas, o paralelamente al estudio de estas guerras, han ido surgiendo tanto en Europa como en América Latina una serie de nuevos trabajos que intentan resaltar el valor de los análisis de los procesos ideológicos, sociales y económicos que se engavillan en este haz de conflictos que originaron la quiebra del Antiguo régimen en América y España, y hacer perceptibles sus gestores y sus
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actores, fundamentalmente los colectivos y corporativos. Sobre todo considerando este periodo como una coyuntura particularmente importante, puesto que, en su transcurso, quedaron expuestos los graves problemas de este tiempo de bisagra que, chirriante pero efectivamente, enlazó dos concepciones muy distintas de la realidad, determinando a las sociedades iberoamericanas. Una realidad, la de las primeras décadas del siglo XIX, en la que conceptos ideológicos como derechos del hombre, justicia de los pueblos, soberanía nacional y ciudadanía, transformados ahora en preceptos políticos, pasaron del lenguaje de las palabras a constituir la raíz de las luchas sociales en la conquista de la libertad 2 . De una libertad que, en sí misma, rompía con el pasado. Conceptos y preceptos que fueron muchos de ellos enterrados y sojuzgados en los años y décadas que siguieron, y de un modo similar en España o en Latinoamérica, pero que han constituido la raíz de las luchas sociales hasta nuestros días. Actualmente me hallo finalizando un trabajo sobre este tema que aborde, a ambos lados del mar, la cuestión del fracaso del liberalismo en el periodo de las independencias. Una vez finalizada la guerra contra Napoleón en 1814 y reinstaurado Fernando VII como monarca absoluto tras abolir la Constitución de Cádiz al amparo de las bayonetas movilizadas por el general Elío, en un golpe de estado que a muchos tomó desprevenidos, y apoyado también por las soflamas exhortadas desde los púlpitos contra todo lo que tuviera relación con el liberalismo, impedir cualquier reacción frente al absolutismo, ahora de nuevo en el poder, fue considerado por el rey su tarea prioritaria. Entre las primeras medidas del nuevo régimen, y no como un mero detalle operacional sino como una más que significativa sentencia política, el monarca y sus ministros tomaron la imperativa decisión de enviar a sofocar las insurrecciones americanas a la mayor y mejor parte del ejército que hasta ese momento había apoyado al constitucionalismo gaditano. Así, en esta medida del rey y de su gobierno, pueden hallarse varios propósitos: por una parte, sujetar bajo la autoridad real a unas provincias ultramarinas que, desde 1810, actuaban autónomamente, rompiendo la vieja horma de la monarquía española; por otra, evitar, con una guerra formal y declarada, que los liberales de ambos lados del mar pudieran establecer algún tipo de acuerdo en la línea de recomponer una nueva “nación”, o una “federación de naciones” de carácter constitucionalista; y por último, seguramente el motivo más urgente y político, alejar del escenario peninsular a aquellas fuerzas militares que podrían, dado su manifestado afecto por la Constitución, intentar reinstaurarla de nuevo y obligar al rey a cumplirla. Ante la inmediatez de ser enviados a combatir en Ultramar por resolución real, los militares liberales españoles se hallaron confinados en 2
- Josep Fontana, La quiebra de la monarquía absoluta, 1814-1820, Barcelona, 2002.
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los límites de una comprometida paradoja: la de obedecer al rey y por tanto ser desleales a las ideas que hasta entonces habían defendido, debiendo enfrentarse dramáticamente contra los liberales americanos a pesar de mantener con ellos -con mayores o menores disonancias- una misma ideología anti-absolutista y un similar ideal de cambios y de libertad; o, por el contrario, y como hicieron en su tierra los independentistas a los que debían combatir, luchar abiertamente contra el monarca y tumbar su régimen absoluto en la propia España 3 . La decisión de enviar al ejército a Ultramar por parte de Fernando VII parecía basarse en un análisis no muy desacertado sobre las posibilidades que tenía el rey de volver a implantar el viejo orden absoluto, después del vendaval de la guerra contra Francia, si no se desprendía previamente de este ejército liberal que hasta entonces había luchado por una “nación constitucional”. Posibilidades que no eran ciertamente muchas porque una parte importante del ejército español en 1814, o mejor dicho, una apreciable porción de sus oficiales –excluyendo a un sector del antiguo generalato-, con grados conferidos precipitadamente en una guerra tan irregular como fue la desarrollada desde 1808, había sido hasta entonces el principal soporte de la Constitución y ahora parecía dispuesta a ser su garante; es decir, habían luchado a la vez contra Francia y contra el Antiguo régimen 4 , como indicaba Manuel José Quintana al ejército en el Manifiesto a la convocatoria de la celebración de Cortes: “Vuestros combates al mismo tiempo que son contra Napoleón son para la felicidad de vuestra patria...” 5 . Efectivamente, muchos de estos oficiales, liberales en diverso grado, se habían sentado en el hemiciclo de San Felipe Neri 6 : sesenta y siete diputados entre 1812-1814 eran o habían sido militares, el colectivo 3
- Algunas de las claves del proceso están planteadas en: Francesc-Andreu Martínez Gallego, “Entre el Himno de Riego y la Marcha real: la nación en el proceso revolucionario español”, Manuel Chust (ed.) Revoluciones y revolucionarios en el mundo hispano.. Cit; Irene Castells, La utopía insurreccional del liberalismo. Torrijos y las conspiraciones liberales de la década ominosa, Barcelona, 1989; Isabel Burdiel y Manuel Pérez Ledesma (coord.), Liberales, agitadores y conspiradores, Madrid, 2000; otra mirada en Alberto Gil Novales, Del Antiguo al nuevo régimen en España, Caracas, 1986. Una actitud diferente fue la que tomó el que fuera guerrillero contra Napoleón y luego jefe liberal Francisco Javier Mina, que marchó a México en 1816 a seguir combatiendo contra el absolutismo del rey, uniéndose a los patriotas mexicanos y muriendo en el empeño cerca de Guanajuato, fusilado por el virrey Apodaca (1817). Manuel Ortuño Martínez, “Expedición de Mina. Intervención exterior en la independencia de México”, en Salvador Broseta, Carmen Corona, Manuel Chust (eds.) Las ciudades y la guerra, 17501898, Castellón, 2002, pág. 61. 4 - Tesis expuesta desde hace años por Pierre Vilar, en Hidalgos, amotinados y guerrilleros. Pueblo y poderes en la historia de España, Barcelona, 1982, pág. 199. 5 - Manuel José Quintana y Lorenzo, “Manifiesto en nombre de la Junta Central, a la convocatoria de la celebración de Cortes”, en Isidoro de Antillón, Colección de documentos inéditos pertenecientes a la política de nuestra revolución, Palma, 1811, pág.124. Ver también Miguel Artola, La España de Fernando VII, Madrid, 1983. 6 - José Cepeda Gómez,: “La doctrina militar en las Cortes de Cádiz y el reinado de Fernando VII”, en Historia social de las fuerzas armadas españolas, Vol. 3, La época del reformismo institucional, Madrid, 1986, págs.16-22.
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profesional más grande, compuesto por nueve tenientes generales, seis brigadieres, diez coroneles, cinco tenientes coroneles, cinco comandantes, nueve capitanes, cuatro tenientes, un guardia de corps, un capellán y dieciséis jurídicos. La mayor parte de ellos no procedían del antiguo ejército borbónico, sino que habían obtenido sus galones en los campos de batalla, después de 1808, peleando contra los franceses. Era un nuevo ejército. Su liberalismo quedó de manifiesto, según el estudio de Raúl Morodo y Elías Díaz, a la hora de votar los artículos y decretos más conflictivos: el 95% de los diputados militares votaron sí a la abolición de la Inquisición, el 90% a favor de la libertad de imprenta, y más del 80% a la abolición de los señoríos 7 . Muchos de ellos siguieron defendiendo abiertamente el régimen constitucional a pesar de su abolición en 1814, organizando asonadas, sublevaciones y motines por buena parte de la geografía peninsular hasta 1820, y pagando con la vida, el destierro o la cárcel su marcado liberalismo 8 . No hay que olvidar que, finalmente, y pese al empeño que el rey puso en lo contrario, persiguiendo a los liberales con todo el rigor que pudo 9 , muchos de estos oficiales reimplantaron la Constitución en 1820, e intentaron mantenerla durante el Trienio Liberal. El constitucionalismo de una buena parte del ejército era, pues, más que público y notorio. Además, alguno de ellos, como el coronel de marina Gabriel Císcar, extendía este liberalismo a la cuestión americana, proclamando en las Cortes su disposición a negociar con una América insurgente y explicando su negativa a seguir aplicando medidas de fuerza contra los liberales americanos: “El medio de la fuerza armada de que actualmente se hace uso para la pacificación de aquellas provincias... envuelve el perjuicio de establecer a la larga... un muro de bronce entre peninsulares y americanos: muro que ya en otros tiempos separó entre nosotros la Holanda y Portugal”, considerando necesario establecer “un olvido general de lo pasado para que en el marco constitucional pueda verificarse la sólida unión entre los españoles de ambos mundos” 10 . En las actas de la sesión de las Cortes 7
- Raúl Morodo y Elías Díaz, “Tendencias y grupos políticos en las Cortes de Cádiz y en las de 1820”, Cuadernos Hispanoamericanos, N.201, 1966. Sobre este asunto ver también Julio Busquets, El militar de carrera en España, Barcelona, 1967; José Cepeda Gómez, El ejército en la política española, 1787-1843, Madrid, 1990; Alberto Gil Novales, Ejército, poder y constitución. Homenaje al general Rafael del Riego, Madrid, 1987; Roberto Blanco Valdés, Cortes, rey y fuerza armada en los orígenes de la España Liberal, 1808-1823, Madrid, 1988. En este sentido resulta imprescindible la consulta de las obras de Manuel Chust, aquí citadas, y del Diccionario biográfico del Trienio Liberal, dirigido por Alberto Gil Novales (Madrid, 1991) para comprobar el peso y el número de estos oficiales en la práctica política del liberalismo español del periodo. 8 - Charles W. Fehrenbach, “Moderados and Exaltados: The Liberal Opposition to Ferdinand VII, 18141823”, Hispanic American Historical Review, N.50.1, 1970; y la sobras ya citadas de Irene Castells e Isabel Burdiel y Manuel Pérez Ledesma. 9 - Ignacio Lasa Iraola, “El primer proceso de los liberales, 1814-1815”, Hispania, N.XXX, Madrid, 1970 10 - Diario de Sesiones de las Cortes Generales y Extraordinarias, 12 de septiembre de 1813, pág. 6213. Ver también Emilio La Parra, El regente Gabriel Císcar. Ciencia y revolución en la España romántica, Madrid, 1995.
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extraordinarias del 5 de mayo de 1810, puede leerse la proclama de otro de los diputados militares: “Oh! americanos: no vienen vuestros caudales como en otro tiempo venían, a disiparse por el capricho de una Corte insensata, ni a sumergirse en el piélago insondable de la codicia hipócrita de un favorito” 11 . El mismo Riego creía firmemente, y así lo manifestó en su proclama de enero de 1820, que “la Constitución por sí sola basta para apaciguar a nuestros hermanos de América” 12 . Por tanto, liberalismo, constitucionalismo y negociación con los patriotas americanos eran los tres problemas-pecados gravísimos en que, en opinión de Fernando VII, habían reincidido estos oficiales liberales, pero de los que él los absolvería por la vía de la expiación al enviarlos a combatir al otro lado del mar. Una decisión que acabó en sangriento fracaso. La expedición de 1815 y las que siguieron hasta 1820 fueron a la vez una catástrofe militar y un fiasco político. Sólo lograron demorar la independencia americana, tozuda y violentamente, apenas por unos pocos años, demostrando la irreversibilidad del proceso 13 . Irreversibilidad que ya se sabía. El mismo rey José Bonaparte, José I de España, había sido informado a fines de 1811 por sus consejeros y ministros españoles: “La parte débil del sistema actual de España, como no se le ocultará a Vuestra Majestad, es la conservación de las Indias... Existe un convencimiento general de que las Indias están perdidas, y que tras habernos agotado durante tres siglos para adquirirlas y defenderlas, su repentina emancipación nos condena a un periodo de miseria”. Años antes, el ministro Aranda ya se lo había advertido también a Carlos IV: “Si España entra en guerra en Europa, las poblaciones de América, que, resentidas y descontentas, esperan una ocasión de levantarse, se aprovecharán, pues no pudiéndose enviar pronto grandes fuerzas contra ellas tendrán tiempo para preparar su defensa” 14 . Y el mismo Napoleón sabía que la sublevación americana se venía encima ya en 1808, cuando el 19 de mayo de ese año ordenó que “es preciso enviar en el acto 500.000 francos a El Ferrol para armar seis navíos y tres fragatas. Llevarán 3.000 hombres que, desembarcados en Buenos Aires, pondrán a América al abrigo de cualquier acontecimiento”. Al mismo tiempo nombraba al brigadier Vicente Emparán como capitán general de Venezuela, ordenando embarcarse para Caracas con varios miles de fusiles en el navío El Descubridor. Además nombraba al general Gregorio de la Cuesta (entonces capitán general de Castilla la Vieja) virrey de México, y a varios coroneles para diversos destinos en Veracruz y otros lugares de Nueva España. Era 11
- Id. Diario de Sesiones... 5 de mayo de 1810. - Sobre este convencimiento de Riego, Antonio Borrego, El general Riego y los revolucionarios liberales, Ateneo de Madrid, 1885-1886; Stella-Maris Molina de Muñoz, “El pronunciamiento de Riego”, Revista de Historia Militar, N.47, Madrid, 1979. 13 - M. Du Casse, Mémoires et correspondance politique et militaire du Roi Joseph, Paris, 1853-54, Vol.IV, pág. 467. 14 - Andrés Muriel, Historia de Carlos IV, Biblioteca de Autores Españoles, Madrid, 1959, Vol.I., pág. 155. 12
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una forma de sacarse de encima a los viejos generales borbónicos, a la vez que asegurar la tranquilidad de las colonias. A Castaños (capitán general en Andalucía) le ofreció también otro virreinato, quizás el peruano. Es decir, enviar a América a los enemigos, lo más lejos posible, no fue un invento de Fernando VII. Las medidas napoleónicas no se concretaron porque los acontecimientos lo impidieron, pero todo indica que estuvo a punto 15 . En todo caso lo que obtuvo Fernando VII enviando al ejercito a América fue imposibilitar cualquier acuerdo entre las partes.. Esta idea de un acuerdo entre los liberales de ambos lados del mar fue defendida durante el periodo por diversos autores españoles, en una variedad de posturas, desde Álvaro Flores Estrada en su Examen imparcial de las disensiones de la América con la España, de los modos de su reconciliación y de la prosperidad de todas las naciones 16 , publicado en Cádiz en 1812, hasta Blanco White, en las páginas de El español, de 1810 a 1814, y luego en Variedades y El mensajero de Londres. Uno de los más activos defensores de un acuerdo transoceánico entre liberales fue José Joaquín de Mora, editor del almanaque No me olvides, quien recorrió varias repúblicas americanas y que incluso participó en la elaboración de la constitución de Chile 17 . La idea de una construcción federal de la monarquía española o hispánica fue igualmente considerada, al menos por parte de los liberales más progresistas 18 . Un acuerdo entre las partes que hubiera evitado también el papel preponderante que una generación de militares iluminados por la guerra alcanzó en la política española y en la latinoamericana durante las décadas siguientes, manifestado en el militarismo autocrático que acabó por imponerse en muchas repúblicas al fin de la guerra por la independencia 19 , o en las llamadas “guerras civiles”, en las guerras entre federalistas y centralistas, o en las guerras interregionales, en el caso americano; o en las guerras carlistas en el caso español, y en la continuada presencia de 15
- Estos generales parece que silenciaron luego estas ofertas de Napoleón, so peligro de ser acusados de traidores, y no informaron de ello a las Juntas respectivas, salvo Emparán, que lo comunicó a la de Sevilla y ésta lo nombró entonces para idéntico cargo, marchando a su destino en 1809. José Ramón Alonso, Historia política del ejército español, Madrid, 1974, pág. 120. 16 - Cádiz, Imprenta de Jiménez Carreño, 1812. 17 - Vicente Lloréns, Liberales y románticos. Una emigración española en Inglaterra, 1823-1834, Madrid, 1979. 18 - Manuel Chust (ed.) Federalismo y cuestión federal en España, Castellón, 2004; Manuel Chust, La cuestión nacional americana en las Cortes de Cádiz, Valencia, 1999, págs. 232 y ss; José Luis Villacañas Berlanga, “Una propuesta federal para la Constitución de Cádiz: el proyecto de Flórez Estrada”, en Manuel Chust e Ivana Frasquet (eds.), La trascendencia del liberalismo doceañista en España y América, Valencia, 2004. Para el caso mexicano, Manuel Chust e Ivana Frasquet, “Soberanía hispana, soberanía mexicana: México, 1810-1824”, en Manuel Chust (coord.), Doceañismos, constituciones e independencias. La Constitución de Cádiz y América, Madrid, 2006, pág. 169. 19 - Muy revelador es en este sentido el trabajo de Tulio Halperin Donghi, “Del Virreinato del Río de la Plata a la Nación Argentina”, en Víctor Mínguez y Manuel Chust (eds.) El Imperio sublevado. Monarquía y naciones en España e Hispanoamérica, Madrid, 2004, en especial las págs. 280 y ss., donde analiza la importancia de la élite militar, surgida en 1810, en el transcurso de la revolución de Buenos Aires.
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militares caudillos actuando políticamente como garantes y salvadores de la nación y de la monarquía. Un papel preponderante, en resumen, del caudillismo político-militar, que impidió el desarrollo normal de las recién surgidas “entidades nacionales” en marcos jurídicos más acordes con los nuevos tiempos, y otra vez a ambos lados del mar. Por otra parte, estas expediciones ordenadas por Fernando VII a partir de 1814 produjeron, además, una terrible sangría humana. En las regiones americanas donde actuaron (que aún queda como un recuerdo aterrador e imborrable en la memoria colectiva de estas naciones) su efecto fue devastador, y sus víctimas pudieron contarse en decenas de miles. El mismo Morillo, a los pocos meses de llegar, comenzó a actuar como un verdadero iluminado por una guerra sin límites, en un escenario donde, en sus propias palabras “todo es sangre, destrucción y horrores”, “entre motones de cadáveres que resultan de cada acción ganada o perdida”, solicitando continuamente más y más poderes en la jurisdicción neogranadina. Así se lo hizo saber en marzo de 1816 al secretario del Consejo de Estado para que se lo comunicara a Su Majestad: “Creo pues de mi obligación, Sr. Excmo., repetir que en Venezuela la autoridad suprema debe residir en uno solo, que ésta debe ser ilimitada, y que a éstas provincias... no se las debe considerar más que como un vasto campo de batalla donde solo decide la fuerza, y en donde el general que dirige la acción la gana en vista de su talento o fortuna sin que nadie se atreva a hacer otra cosa más que obedecerle, callar y ejecutar sus órdenes...” 20 . Y produjeron también una terrible sangría humana entre las mismas fuerzas expedicionarias, puesto que, a los pocos meses de llegar al continente, la mayor parte de estos 40.000 soldados y oficiales enviados habían muerto o desaparecido. Las enfermedades, producto de su falta de preparación y aclimatación; la ausencia de apoyo logístico desde España que nunca llegó; la deserción, que llevó a muchos a desesperar por la ausencia de relevos; y una guerra que duró más de diez años, acabaron con casi todos ellos. El mismo general Morillo, y el resto de los jefes militares realistas, se vieron obligados a hacer la guerra con tropas locales en su mayor parte, porque sus altivos regimientos fueron muy pronto consumidos, y de ellos apenas quedaban ya, en 1820, las banderas y los tambores. Y ello extendió aún más por el continente americano la sensación –en realidad bastante más que una sensación- de que se trataba de una guerra civil entre americanos, porque a la guerra fueron arrastrados fundamentalmente sectores populares cuyo poder de decisión para estar en un bando o en otro fue duramente constreñido por las medidas de fuerza que contra ellos aplicaron unos y otros. Sin olvidar que, además, en México, en Perú, en Charcas, en Chile e incluso en la Nueva Granada, no 20
- Carta reproducida en El Correo del Orinoco, Angostura, N.2, julio 1818, págs. 1 y 2. Edición facsimilar de Gerardo Rivas Moreno, Bogotá, 1998.
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pocos de estos oficiales peninsulares acabaron por abrazar finalmente la causa patriota, sobre todo después de 1823, cuando, tras tantos años en América, acabaron por identificarse más con la posición de los militares republicanos independentistas que con la causa de un rey que de nuevo se empeñaba, tercamente y a cualquier precio, en mantener un absolutismo tan añejo como imposible. Al mismo tiempo, esta decisión de enviar al ejército a Ultramar fue un fracaso puramente militar. Era masiva la presencia de liberales en el seno de la oficialidad de estas unidades embarcadas, porque precisamente este era el objetivo que se pretendía, mandarlos lejos; pero también entre las tropas, puesto que la mayor parte de los soldados habían sido voluntarios presentados en las diversas ciudades españolas para luchar contra Napoleón, pero, en modo alguno, parecían dispuestos a combatir ahora en América; la guerra colonial, después de siete años de combates en el península contra los franceses, fue extraordinariamente impopular. No era una guerra ni querida, ni entendida. Definitivamente fueron a la fuerza, una especie de destino final del que muchos sabían nunca podrían regresar. De aquí que los jefes que debían mandar todas estas unidades habían de ser absolutamente fieles a las ideas y propósitos del monarca, absolutistas y obedientes elegidos por su pragmatismo, para mandar a una oficialidad y unas tropas que en cualquier momento podrían sublevarse; de hecho, entre las que quedaron en España, no cesaron de alzarse y sublevarse contra el rey. Es decir, las discrepancias en el seno de estas unidades, incluso antes de salir de la península, en el viaje, y ya en América, fueron continuas, y así continuaron hasta el final. Morillo reconocía que en buena parte de sus oficiales y de la mayor parte de sus tropas, no podría hallar sino una obediencia debida que en cualquier momento se quebraba. Todo un esfuerzo que vino a ser, por último, y en lo político, definitivamente inútil para el régimen absolutista, porque no logró eliminar en España el peligro que para él representaba un ejército de fuerte impronta liberal y firmemente convencido de su proyecto renovador. Prueba de ello es que, en 1820, otros militares, aborrecidos del absolutismo fanático del rey y su gobierno, de la persecución a que eran sometidas las ideas que habían defendido hasta entonces, acuartelados en Cádiz y sus contornos para ser remitidos también a América, y sabedores del catastrófico destino al que habían sido arrastrados sus compañeros en Ultramar, se sublevaron antes de embarcar y obligaron al monarca a aceptar el restablecimiento de la Constitución 21 . Por eso, cuando Fernando VII consiguió, tres años después, entronizarse de nuevo como monarca absoluto tras pedir ayuda a media Europa, quitando “de en medio del tiempo” a la constitución 21
- Antonio Alcalá Galiano, “Apuntes para servir a la historia del origen y alzamiento del ejército destinado a Ultramar en 1 de enero de 1820”, Obras escogidas (Edición de Jorge Campos) Biblioteca de Autores Españoles, N.LXXXIV, Madrid, 1955, págs. 327-342
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gaditana 22 , pues este fue textualmente su dictamen, no dudó en emprender una rotunda y definitiva persecución antiliberal, que tuvo su fase más aguda en las acciones represivas contra los militares progresistas, disolviendo al ejército por entero y sustituyéndolo por los “Cuerpos de Voluntarios Realistas” 23 , creando las “Comisiones Militares” o “Juntas Depuradoras”, y “purificando” uno por uno a estos oficiales 24 , a fin de “limpiar todas las Secretarías del Despacho, tribunales y demás oficinas y guarniciones... de todos los que hayan sido adictos al sistema constitucional, protegiendo debidamente a los realistas” 25 . Y ello a pesar de que estos oficiales hubieran hecho en su nombre la guerra contra Napoleón solo unos años antes, o que aún defendieran agónicamente la causa del rey en América, sumidos en un marasmo ideológico que ni los mismos protagonistas sabían explicar a cabalidad 26 . Así pues, liquidar al liberalismo militar había sido desde 1814 uno de los objetivos de la política real, y al fracaso de este empeño o a la “tibieza” de las medidas entonces adoptadas achacaron los conservadores el éxito del pronunciamiento de Riego y sus compañeros en 1820, causantes del “horror y anarquía” en que decían haber vivido los tres años que siguieron. Así, después de 1823, este objetivo inicial emprendido de acabar con los oficiales liberales, se transformó en el eje central de la política fernandina; una política a desarrollar a cualquier precio y de la manera más contundente, volviendo a poner en vigor los antiguos decretos de 1814. Por Real Orden de 9 de octubre de 1824 se dispuso que: “(Art.1º) Los que se declaren... partidarios de la constitución publicada en Cádiz... son declarados reos de lesa majestad y como tales sujetos a la pena de muerte... (Art.2º) Los que hayan escrito papeles o pasquines dirigidos a aquellos fines, son igualmente comprendidos en la misma pena... (Art.3º) Los que en parajes públicos hablen contra la Soberanía de S.M. o a favor de la abolida constitución... y fuesen efecto de una imaginación indiscretamente exaltada... quedan sujetos a la pena de cuatro a diez años de presidio... (Art.5º) Los que promuevan alborotos... que se dirigieren a trastornar el 22
- Josep Fontana, De en medio del tiempo. La segunda restauración española, 1823-1834, Barcelona, 2006. 23 - Juan Sisinio Pérez Garzón, “Absolutismo y clases sociales: los voluntarios realistas de Madrid, (18231833)”, Anales del Instituto de Estudios Madrileños, N.XV, 1978; Federico Suárez, “Los cuerpos de voluntarios realistas. Notas para su estudio”, Anuario de Historia del Derecho Español, Madrid, 1956; Alfonso Braojos Garrido, “Los voluntarios realistas, un vacío en la historia militar de Andalucía”, Milicia y sociedad en la Baja Andalucía. S.XVIII y XIX, Sevilla, 1999. 24 - Pedro Pegenaute, Represión política en el reinado de Fernando VII. Las comisiones militares. 18241825, Pamplona, 1974; Soren Christensen (ed.) Violence and the Absolutist State, Copenhagen, 1990. 25 - Instrucciones personales de Fernando VII, en Federico Suárez, Luis López Ballesteros y su gestión al frente de la Real hacienda (1828-1832), Pamplona, 1970, pág. 84. 26 - J. Marchena F., “La expresión de la guerra. El poder colonial. El ejército y la crisis del régimen colonial en la región andina”, Historia de América Andina, Vol.4, Quito, 2003; Alberto Wagner de Reyna, “Ocho años de La Serna en el Perú. De La Venganza a La Ernestine”, Quinto Centenario, N.8, Madrid, 1985.
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gobierno de S.M. o a obligarle a que condescienda en un acto contrario a su voluntad Soberana, se declaran reos de lesa majestad... (Art.8º) Los que hubiesen gritado muera el rey son reos de alta traición y como tales sujetos a la pena de muerte... (Art. 9º) Los masones, comuneros y otros sectarios, atendiendo a que deben considerarse como enemigos del Altar y los Tronos, quedan sujetos a la pena de muerte... como reos de lesa majestad divina y humana... (Art.10º) Todo español.. queda sujeto... bajo el juicio de las Comisiones Militares ejecutivas, en conformidad con el Real Decreto de 11 de septiembre de 1814, por el que S.M. tuvo a bien, en las causas de infidencia o ideas subversivas, privar del fuero que por su carácter, destinos o carrera les estaba declarado... (Art.11º) Los que usen las voces alarmantes y subversivas de viva Riego, viva la constitución, mueran los serviles, mueran los tiranos, viva la libertad, deben estar sujetos a la pena de muerte.. en conformidad del Real Decreto de 4 de mayo de 1814, por ser expresiones atentativas al orden y convocatorias a reuniones dirigidas a deprimir la sagrada persona de S.M. y sus respetables atribuciones” 27 . Como puede deducirse y varios autores han señalado, en la España de 1814, 1820 y 1823, y a pesar de tanto discurso encendido como se pronunció en otra dirección, preocupó más el problema político peninsular que la independencia de las colonias. O entendieron que este segundo problema estaba supeditado al primero. Y ello porque, para algunos de los oficiales liberales españoles, la tarea primordial consistía en sacar adelante la “revolución” nacional, y con ella la destrucción definitiva de las estructuras feudales del absolutismo, de las diferenciaciones sociales por origen o condición, consolidando además una soberanía basada en el poder ciudadano, en la confianza de que luego podrían arreglarse otros desajustes pendientes, especialmente con los liberales americanos, en cuanto afirmaban coincidir con ellos en las principales cuestiones de fondo; mientras que, para los otros, los absolutistas más apegados al régimen servil, lo más importante era reinstaurar el viejo orden, y evitar por todos los medios que los anteriores lograran consolidar su proyecto, toda vez que la mayoría de los conservadores estaban convencidos de que, tras las aspiraciones de una “soberanía nacional”, se disimulaba la de una “soberanía popular”, así como la disgregación de las posesiones dominios inalienables de Su Majestad en el Nuevo Mundo. Una doctrina de la soberanía popular expuesta, entre otros, por Francisco Martínez Marina en su, Discurso sobre el origen de la monarquía y sobre la naturaleza del Gobierno español, editado en Madrid
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- Reales Decretos de Fernando VII, cit., Vol.IX, págs. 224, 227. Ver también Mariano y José Luis Peset, “Legislación contra liberales en los comienzos de la década absolutista, 1823-1825”, Anuario de historia del derecho español, año 1967. Los decretos de 1814 aquí referenciados se comentan en la nota 88 del presente trabajo.
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en 1813 28 , en el que afirma: “El Pueblo realmente es la nación misma y en quien reside la autoridad soberana... El pueblo, que ha de estar representado en Cortes por los procuradores de los comunes, concejos y ayuntamientos, únicos representantes del reino según la ley y costumbre...”. Una doctrina que, en sus fundamentos, fue la misma que aplicaron la mayor parte de los cabildos y juntas americanas a partir de 1810, de ahí que resulten idénticos los discursos a uno y otro lado del mar. Un concepto de nación que, desde 1810, se hallaba expuesto en los catecismos de doctrina civil publicados por la Junta Suprema de Gobierno en Cádiz, de carácter verdaderamente rupturista con lo anterior, en cuanto partía de una “disolución” del antiguo orden con motivo de la guerra para formar una “sociedad nueva”: “El pueblo ha recobrado la libertad, cautiva por tanto malvado egoísta, y se ha puesto en el estado anárquico por disolución, reclamando incesantemente el orden y sus derechos para formar una sociedad nueva, cuyo edificio empiece por los sólidos cimientos del derecho natural y concluya con la más perfecta armonía del derecho civil, arruinando el gótico alcázar construido a expensas del sufrimiento y de la ignorancia de nuestros antepasados” 29 . De ahí que las Cortes pudieran actuar como una asamblea soberana a manera de convención, y, según el decreto de Cortes del primer día de reunión, el 24 de octubre de 1810, “los diputados que componen este Congreso, y que representan la nación española, se declaran legítimamente constituidos en Cortes Generales y Extraordinarias”, afirmando que “reside en ellas la Soberanía nacional” 30 . Es decir, se partía de una disolución del estado social originario (presocial, sin autoridades) y se conformaba una nueva realidad, una soberanía fundada en los principios del derecho natural. De donde devenía, para algunos, el carácter revolucionario de la guerra. Porque, a partir de ésta y con la constitución de una nación española por obra de las Cortes, el pueblo se sacudía del yugo absolutista y recobraba la soberanía usurpada por los agentes del Antiguo régimen. Así en el periódico El Robespierre español. El amigo de las leyes o cuestiones atrevidas sobre la España, editado en Cádiz en 1811, era corriente el empleo en tal sentido del término revolución 31 . En el Num.12, se lee: “El pueblo español, por medio de su gloriosa revolución, ha sacudido el yugo que le agobiaba. Ha recobrado la soberanía que le tenían usurpada, y ha dado a sus diputados todos los plenos poderes y facultades amplísimas para deshacer, reformar, abolir, crear de nuevo, refundir o extirpar cuanto sea conveniente a la salvación de la patria y a su futura felicidad”. 28
- Imprenta de Fermín Villalpando, Madrid, 1813. Edición y estudio preliminar de José Antonio Maravall, Madrid, 1988, págs. 132 y 150. 29 - Andrés de Moya Luzuriaga, Catecismo de Doctrina Civil, Imprenta de la Junta de Superior Gobierno, Cádiz, 1810. 30 - Decreto de las Cortes en el primer día de su reunión, 24 de octubre de 1810. 31 - Isla de León y Cádiz, 1811-1812, Nums. 1 al 27, 1811-1812.
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Similar, por tanto, a las proclamas de las Juntas Americanas. Sobre la de Quito en 1809 nada de he indicar. En bronce, en la Plaza Grande de esta ciudad, está grabada. En Caracas en 1810, la Junta y el Cabildo proclamaban que si la Junta Central en España “ha sido disuelta y dispersa en aquella turbulencia y precipitación, y se ha destruido finalmente aquélla soberanía constituida legalmente para la conservación del estado... el sistema de gobierno con el título de Regencia organizado por los habitantes de Cádiz... no reúne en sí el voto general de la nación, ni menos aún el de estos habitantes (de Caracas), que tienen el derecho legítimo de velar por su conservación y seguridad como partes integrantes que son de la monarquía española” 32 . Apenas unos días antes, el 19 de abril, el Cabildo había insistido en que se hacía necesario erigir un gobierno “que supla las enunciadas faltas, ejerciendo los derechos de la soberanía, que por el mismo hecho ha recaído en el pueblo, conforme a los principios de la sabia constitución de la primitiva España y a las máximas que ha enseñado y publicado en innumerables papeles la Junta Suprema extinguida” 33 . Es decir, el discurso era el mismo. Era la revolución política, que se planteó por mil y una vías, a ambos lados del mar, y en la misma dirección. Vías como la adjudicación de la vieja simbología del Antiguo régimen al nuevo, como arrebatando, restando o eliminando potestad a las antiguas formas de poder, y asignando dicha potestad a las nuevas: de “soberano” a “soberanía nacional”, un cambio trascendental en la legitimación del imaginario social liberal. Como se ha señalado 34 , fue precisamente un militar americano en Cádiz, José Mejía Lequerica, quiteño, diputado por Bogotá, el que propuso que al nuevo poder ejecutivo emanado de las Cortes se le habría de denominar en adelante Alteza, por ser gestor del poder nacional; que al poder judicial se le reservara el de Nación, porque en el imperio de la ley se igualaban todos los españoles; y que al poder legislativo, es decir, a las Cortes, se le adjudicara el de Majestad, por ser en ellas donde residía la soberanía. Es decir, términos antes reservados exclusivamente al soberano pasaban ahora al Estado 35 . Como se observa, una revolución terminológica que contenía una revolución política, soportadas ambas desde la Constitución como capital jurídico 36 . 32
- Gazeta de Caracas, T. II, N.95, 27 abril de 1810. - Acta del 19 de abril de 1810: Documentos de la Suprema Junta de Caracas, Caracas, 1979. 34 - Manuel Chust , “Soberanía y Soberanos: problemas en la constitución de 1812”, en Marta Terán y José Antonio Serrano Ortega (eds.) Las guerra de la Independencia en la América española, ZamoraMéxico, 2002, pág. 36. 35 - Naturalmente, en abril de 1814 los conservadores eliminaron esta disposición, declarándose “que el tratamiento de Majestad corresponde exclusivamente al rey”: Manuel Chust, “El rey para el pueblo, la constitución para la nación”, en Víctor Mínguez y Manuel Chust (eds.) El Imperio sublevado. Monarquía y naciones en España e Hispanoamérica, Madrid, 2004, pág.235. 36 - José María Portillo, Revolución de nación. Orígenes de la cultura constitucional en España. 17801812, Madrid, 2000; Bartolomé Clavero, José María Portillo y Marta Lorente, Pueblo, nación, constitución, Vitoria, 2004. 33
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Pero, al mismo tiempo y en otros frentes, también se estaba llevando a cabo una revolución social: la que eliminaba o pretendía eliminar los privilegios feudales y estamentales del Antiguo régimen. Pierre Vilar señala que en 1808 había en España guerra y revolución al mismo tiempo: guerra contra los franceses, y guerra entre grupos sociales más lucha de clases 37 , desarrolladas todas en el marco de un conflicto que, obviamente, iban más allá del mero hecho de combatir a las tropas de Napoleón. Es decir, una revolución política, y también una revolución social 38 ; aunque, como señala Lluís Roura, ambas se desenvolvieron con una clara desconexión entre sí 39 . De hecho, el término “guerra de independencia española” fue una acepción consolidada solo posteriormente por la historiografía conservadora a lo largo del XIX español, y escasamente usado durante el desarrollo de la misma. La mayor parte de los autores del momento se refirieron al conflicto como “guerra contra la invasión francesa”, o “guerra y revolución de España”. Por tanto, para ambos grupos españoles, el conservador y el liberal, el problema americano era una de las difíciles cuestiones que tenían que resolver, pero desde luego no el más urgente, frente al que consideraban “gravísimo problema” político de la monarquía. Es más, en este caso concreto de las expediciones, la solución aplicada pareció magnífica para el gobierno fernandino, en la medida que preveían solucionar los dos problemas con una misma medida. En la realidad no resolvió ninguno de los dos; a todas luces los complicó aún más. De ahí que deba enfatizarse el significado de estas expediciones, la enviada con Morillo en 1815 y las que siguieron hasta 1820, porque sus repercusiones fueron más allá de su propio destino. El intento disparatado de Fernando VII de detener el tiempo, mediante una guerra de reconquista, remitiendo al otro lado del mar a miles de soldados, conllevó la independencia definitiva de la América continental, donde esta guerra ofensiva solo pudo ser entendida como un acto despótico de tiranía e intromisión, y las tropas españolas consideradas como invasoras y extranjeras. Ciertamente que el restablecimiento del régimen absolutista en la península hizo suspirar en América de pura satisfacción y a robustecerse 37
- Hidalgos, amotinados... cit, pág. 245. - Antonio Alcalá Galiano, “Índole de la revolución de España en 1808”, en Obras escogidas (Edición de Jorge Campos) Biblioteca de Autores Españoles, N.LXXXIV, Madrid, 1955. 39 - Lluís Roura, “Guerra y ocupación francesa: ¿freno o estímulo a la revolución española?”, Manuel Chust e Ivana Frasquet (eds.), La trascendencia del liberalismo doceañista en España y América, Valencia, 2000, pág. 19. Agustín Argüelles, como Roura señala (pág.25), era consciente de esta desconexión, y en su obra La reforma constitucional en Cádiz (reedición, Madrid, 1970, pág. 262) aclaraba que para llevar adelante otras esferas de la revolución “hubiera sido necesario luchar frente a frente con toda la violencia y furia teológica del clero, cuyos efectos demasiado experimentados estaban ya”, por lo que “se creyó prudente dejar al tiempo, al progreso de las luces y a las reformas sucesivas y graduales de las Cortes venideras, que se corrigiese, sin lucha ni escándalo, este espíritu intolerante”. 38
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mucho mas en su recalcitrante postura a muchos de los militares férreamente realistas y conservadores (fueran españoles a americanos), los que sentían al constitucionalismo gaditano, tal cual alguno escribió, “como un sistema destructor de la autoridad y de la moral cristiana”; o, como anotó en Charcas el general Olañeta, “Si algo tenía de bueno la Constitución del año 12 es que jamás se observó en el Perú” 40 . Pero a la vez, la vuelta al absolutismo en 1814 y el envío de estas tropas consolidó a otros de estos militares en su irreductible postura independentista y republicana, advirtiendo a los muchos indecisos americanos que ese absolutismo, “una vez el rey se quitó la máscara”, era lo único que podía esperarse de las promesas españolas, que habían dejado de ser ambiguas para ser radicalmente agresivas con el envío de las unidades expedicionarias, como en 1814 expuso en México el capitán Ignacio Rayón en su proclama a los españoles europeos: "Aclamasteis al Congreso de Cádiz para que os salvase; jurasteis la observancia de una constitución que os dio, y que mirasteis como la fuente de vuestra felicidad futura... Os prometisteis que vuestro Rey sería el primer ciudadano español; pero os engañasteis en vuestra esperanza, pues resistiéndose abiertamente a guardar este Código, os ha dejado confundidos y expuestos a ser el blanco del partido llamado servil, que apoyasteis con vuestra aprobación y juramentos. El decreto de 4 de Mayo dado en Valencia, os coloca en el estado en que os hallabais cuando el valido Godoy disponía de vosotros a su capricho, y ahora sois tan esclavos de un déspota como lo fueron vuestros antepasados. Estos son los frutos que habéis cogido de vuestras lágrimas y sacrificios hechos por aquel Fernando, en cuyo nombre habéis inmolado más de cien mil americanos. Recorred nuestras campiñas, y las veréis desoladas: nuestras propiedades, y las veréis invadidas: nuestros templos, y los veréis saqueados y profanados: veréis poluído lo más santo, hollado lo más sagrado, y derramada por todos los ángulos de la vasta América la sangre, el duelo y la muerte" 41 . El redactor del Correo del Orinoco, en el número 2 de 1818, así lo certifica también, cuando acusa a Morillo de “vendido” al absolutismo de Fernando VII después de haber jurado la Constitución de Cádiz: “Morillo, uno de los principales traidores que vendieron su patria ya libre, ya bien constituida, llena de gloria y elevada a su antigua dignidad: la vendieron, digo, y la sacrificaron al déspota. Traidores que poco antes habían jurado a la faz de la nación no admitir en su territorio si al pisarlo no juraba el mismo renunciar de toda pretensión al poder arbitrario. Sin Morillo, sin Elío, O’Donnell y otros cabecillas, la España no habría perdido el fruto de tantos sacrificios, de tanta constancia y de tan nobles y heroicos esfuerzos. ¿Qué español no se avergonzará de hacer profesión de tales 40
- J. Marchena F., “La expresión de la guerra...” Cit, pág.79. - J. Marchena F. “Revolución, representación y elecciones. El impacto de Cádiz en el mundo andino”, Procesos, Revista Ecuatoriana de Historia, N.19, Quito, 2003. 41
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sentimientos en el siglo 19? El temor de desagradar a Fernando es la única regla de la conducta militar y política de Morillo. Como su amo esté contento, ¿qué el importa que su patria oprimida por el imbecil despotismo, que él mismo contribuyó a restablecer, se halle por toda partes rodeada de males y peligros, y sobre todo empeñada en una guerra que evidentemente la conduce a su ruina, si no aprovecha los momentos de hacer una paz ventajosa? Morillo conoce esta verdad... y sin embargo lejos de desengañar a su rey, y representarle con la integridad de un hombre honrado el término fatal que debe tener esta guerra si se obstina en continuarla, lo excita a mandar nuevas tropas a perecer en América, y a vejar con nuevos impuestos a su nación para emprender nuevas cruzadas” 42 . Y Bolívar, en su carta desde Jamaica de 1815 tras la llegada de las tropas de Morillo a Nueva Granada, escribía igualmente: “¡Qué demencia la de nuestra enemiga pretender reconquistar la América, sin marina, sin tesoros y casi sin soldados! Pues los que tiene apenas son bastantes para retener a su propio pueblo en una violenta obediencia y defenderse de sus vecinos”, para añadir que lo único logrado por los invasores en Venezuela había sido hasta entonces que “los tiranos gobiernen un desierto, y solo oprimen a tristes restos que, escapados de la muerte, alimentan una precaria existencia... Los más de los hombres han perecido por no ser esclavos, y los que viven combaten con furor en los campos y en los pueblos internos, hasta expirar o arrojar al mar a los que, insaciables de sangre y crímenes, rivalizan con los primeros monstruos que hicieron desaparecer de la América a su raza primitiva” 43 . Es decir, el fracaso definitivo de Cádiz en América no devino solo de las dificultades o reticencias de la aceptación (ni siquiera del rechazo) del texto constitucional en las diferentes jurisdicciones americanas, sino precisamente de la decisión tomada en España de acabar con el liberalismo, español y americano, en 1814, restando toda credibilidad a cualquier proceso de apertura o diálogo entre la monarquía y los territorios de ultramar que no se basara en la aceptación del absolutismo fernandino y en el restablecimiento de las anteriores relaciones de dominación. Una decisión, la de acabar con Cádiz y las negociaciones con América que, para que no quedaran dudas, fue seguida de la puesta en marcha de las expediciones de “reconquista”, desplazando hacia Ultramar al ejército peninsular. Por parte patriota, las expediciones no pudieron ser entendidas de otro modo que como una contundente y definitiva declaración de guerra. En toda América, como Margarita Garrido ha explicado para el caso de Nueva Granada, a partir de la llegada de las tropas de Morillo y demás cuerpos expedicionarios, la cuestión de la independencia se planteó como 42
- El Correo del Orinoco, cit,. pág. 2. - Kingston, 6 de septiembre de 1815, dirigida a un ciudadano inglés, Henry Cullen. Reinaldo Rojas, Bolívar y la Carta de Jamaica, Barquisimeto, 1980. 43
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una guerra de valores, entre los propios de los connaturales americanos y los de “los españoles”, satanizados ahora como “los más crueles y despiadados... monstruos que vomitó el infierno”, tal cual fueron anatemizados desde púlpitos y escritos por varios eclesiásticos colombianos. Estas tropas que llegaron fueron representadas como “enemigos irreconciliables”, “que justifican por sí mismos la desobediencia a un rey que ha mandado agentes tan perniciosos”, invocando al Supremo Poder para que los eliminase. Cuando los españoles fueron vencidos al fin, exclamaron desde el púlpito: “Desaparecieron las huestes infernales, y se han restituido los derechos de los Americanos. El Dios de los Ejércitos ha descargado su brazo poderoso sobre los tiranos, infundiendo esfuerzo y valor a los americanos para hacer desaparecer a su enemigos”. En una batalla entre el bien y el mal, en la que los americanos luchaban “por lo sagrado”, los pecados capitales quedaban del lado de los soldados españoles de Morillo y demás generales realistas, que eran en sí mismos “pruebas de la barbarie de su nación”, apareciendo como “impíos”, ladrones de las joyas sagradas, destructores “de nuestros templos, altares y ministros”, portadores de “herejías, blasfemias y corrupción de costumbres con que quieren acabar con nosotros” 44 . Más que significativamente, eran los mismos adjetivos y argumentos con que la iglesia española satanizó a las tropas invasoras francesas 45 . Las Vírgenes (en Argentina, Chile, Perú, Ecuador, Colombia, México... fueran del Rosario, de la Merced, de Guadalupe) estaban ahora de parte de los americanos, y eran nombradas patronas de los ejércitos nacionales, como expresó el cura de Guaduas, en Colombia: “Las Armas de la república expirantes se ponen en Chiquinquirá bajo tu precioso manto: os eligen generala, y tú, como la estrella matutina que anuncia la venida del gran planeta, guiando sus rayos, conduces las armas por los lados del Caquetá a las llanuras del Casanare”. Es decir, los iconos religiosos fueron utilizados del mismo modo que en España, donde las Vírgenes también habían conducido a las tropas frente a Napoleón, y asimismo figuraban como generalas de las tropas. Los blasfemos eran ahora los españoles, como manifestaba en un bando José María Morelos: “Que los gachupines se vayan a su tierra, o con su amigo el francés que pretende corromper nuestra religión” 46 ; o José Joaquín Olmedo, en su Canto a Bolívar y a la victoria de Junín de 1826: “¡Guerra al usurpador! ¿Qué le debemos? / ¿luces, costumbres, religión o leyes? / ¡Si ellos fueron estúpidos, viciosos / feroces y por fin supersticiosos! / ¿Qué religión? ¿La de Jesús? ¡Blasfemos! / Sangre, plomo veloz, cadenas fueron / los 44
- Sermones de los curas de Bosa, Guaduas y Villeta, 1819. Margarita Garrido, “Contrarrestando los sentimientos de lealtad y obediencia: los sermones en defensa de la Independencia en el Nuevo reino de Granada”, en Actas del XII Congreso Internacional Ahila, Porto, 2001, Vol.II, págs. 72 y ss. 45 - Ibidem, pág. 73, sermón del cura de Guaduas. 46 - Citado por Marco Antonio Landavazo, “Imaginarios encontrados. El antiespañolismo en México en los siglos XIX y XX”, Tzintzun, Revista de Estudios Históricos, N.42, 2005, pág.34.
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sacramentos santos que trajeron” 47 . Incluso en algunos himnos y canciones patrias, se destacó el hecho de que estos españoles enemigos a los que ahora se derrotaban habían sido a su vez los vencedores de Napoleón, como escribió el colombiano Manuel María Madiedo en su loa a la batalla de Ayacucho: “He aquí por fin los miles de opresores / que han vencido al invicto Bonaparte / de los Hijos del Sol regios señores” 48 , o el ya citado José Joaquín de Olmedo: “Y el Ibero arrogante en las memorias / de sus pasadas glorias... / Y el arma de Bailén rindió cayendo / el vencedor del vencedor de Europa” 49 ... Todas referencias claras del impacto que el envío de las tropas “reconquistadoras” para sojuzgar a la independencia tuvieron sobre la creación de un imaginario americano, nacional, republicano y, sobre todo ahora más que nunca, antiespañol 50 . Estas expediciones resultaron funestas también para España, puesto que la persecución del liberalismo, y dentro de este proceso la remisión de buena parte del ejército a Ultramar, fue una de las claves del proceso político peninsular, produciendo un vacío que el liberalismo español tardó mucho tiempo en cubrir. Fueron, entre 1814 y 1820, seis años definitivos en la historia española, porque desbarataron el proyecto constitucional que recién se hallaba en sus albores, y porque obligó a la fracción liberal a utilizar los pronunciamientos militares, los golpes de mano, los alzamientos y sublevaciones de guarniciones, como uno de los pocos instrumentos políticos a su alcance, en cuya represión los conservadores no dudaron en utilizar los más enérgicos procedimientos. La ruptura del continuismo constitucional con el exilio forzado a Europa de numerosos progresistas españoles, la remisión a América de muchos de ellos destinados a una guerra sin horizontes, y la represión a que fueron sometidos los principales líderes liberales encuadrados en el ejército, crearon un hueco difícil de llenar. Vicente Lloréns, en un texto ya clásico 51 , concluye: “La nación española no solo se encontraba en ruinas, sino privada de quienes podían contribuir más eficazmente a su reconstrucción. Con los afrancesados y los liberales, habían desaparecido en realidad de la vida pública las minorías dirigentes del país. En consecuencia, no hubo en España una restauración ni siquiera aparente del anterior orden de cosas, sino una destrucción mayor, una mutilación poco menos que irreparable en todos los órdenes de la vida nacional”. Los más de los oficiales liberales exiliados en diversas ciudades europeas se mantuvieron durante estos seis años en la evocación más o 47
- José Joaquín de Olmedo, La Victoria de Junín, Canto a Bolívar, edición de Aurelio Espinosa Pólit, Biblioteca Ecuatoriana Clásica, Vol. 14, Quito, 1989, pág. 114. 48 - Manuel María Madiedo, “Ayacucho”, en Poesías, Bogotá, 1859, pág. 201. 49 - José Joaquín de Olmedo, cit, pág. 118. 50 - Para el caso de México, Harold Sims, La expulsión de los españoles de México (1821-1828), México, 1974. 51 - Liberales y románticos.. Cit., pág, 43.
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menos activa de su lucha antiabsolutista, en la planificación de conspiraciones -algunas de ellas fantásticas- contra el rey felón 52 , y en la esperanza de que los compañeros que habían quedado en España sublevarían por fin a las tropas para devolverles la nación perdida, lo que no se concretó sino hasta 1820, porque la remisión a Ultramar de estas expediciones, y el método empleado para ello, lo habían impedido hasta entonces 53 . Al finalizar la guerra, tras la victoria de Ayacucho y la derrota de las tropas realistas, toda una generación de militares españoles que habían combatido en América por el rey, algunos por más de quince años, debieron regresar a su patria según la capitulaciones de guerra. Apenas eran ya un puñado de supervivientes, pero su retorno a España fue sumamente complicado: Primero porque a la mayor parte de ellos les esperaba un consejo de guerra, no solo por haberse rendido sino, principalmente, por ser liberales, en un momento de máxima persecución política del liberalismo por parte de Fernando VII como ya se comentó. De modo que muchos de estos oficiales optaron por exiliarse directamente en Francia u otros países, y volver a conspirar contra el rey felón. Es decir, tras quince años de pelear a favor del rey, ahora continuaron casi diez años más peleando contra ese mismo monarca en España y Europa. Y segundo, porque los que sí pudieron atreverse a regresar a su tierra, toda vez que se suponía habían sido absolutistas durante su permanencia en América, y así venían cargados tanto de justificaciones personales de lealtad como de acusaciones contra sus compañeros de armas liberales y constitucionalistas, no encontraron la comprensión del gobierno fernandino, sino que fueron relegados en el mando, destinados a unidades de segundo nivel, acusados velada o abiertamente de cobardes, y calificados despectivamente como “ayacuchos”. A la muerte de Fernando VII, la batalla en las pampas y cerros serranos andinos volvió a reproducirse en España: los generales y oficiales liberales regresaron al fin desde su exilio (habían pasado casi veinte años desde que partieron con las unidades expedicionarias) aprovechando la amnistía decretada por la reina regente Maria Cristina hacia los liberales, e inmediatamente ofrecieron sus servicios a la reina si intentaba llevar adelante un nuevo proyecto constitucional: fueron generales como Espartero, Canterac, Valdés... ahora llamados “cristinos”. Los otros generales, también “ayacuchos”, que habían permanecido al lado de 52
- Rafael Sánchez Mantero, Las conspiraciones liberales en Francia, 1815-1823, Sevilla, 1972; id., Liberales en el exilio. La emigración política en Francia en la crisis del Antiguo régimen, Madrid, 1975. 53 - La documentación sobre los servicios militares de estos oficiales enviados a América entre 1814 y 1820 se halla en el Archivo General de Simancas, Secretaría de Guerra, Guerra Moderna, 2998. Pueden estudiarse igualmente todas sus hojas de servicio en Juan Marchena Fernández (coord.), Gumersindo Caballero y Diego Torres Arriaza, El Ejército de América antes de la Independencia. Ejército regular y milicias americanas. 1750-1815. Hojas de servicio, uniformes y estudio histórico, Madrid, 2005.
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Fernando VII hasta su muerte, ante la posibilidad de un nuevo restablecimiento constitucional, abrazaron la causa del otro pretendiente al trono, el hermano de Fernando, Carlos Maria Isidro, ultracatólico, ultraconservador y ferozmente antiliberal. Fueron generales absolutistas en América y ahora carlistas y tradicionalistas en España, como por ejemplo el jefe de todos ellos, el general Maroto, que había pelado en Chile, Bolivia y Perú desde 1815, también presente en Ayacucho, acusador despiadado de los liberales en las sierras andinas. Estos militares se sublevaron contra la reina regente dando inicio a las guerras carlistas que asolaron la peninsula ibérica durante más de cincuenta años causando más de cuatrocientos mil muertos. Si los generales liberales pudieron mantenerse en el poder, como salvadores de la monarquía constitucional ahora, durante la regencia y luego durante el gobierno de la reina Isabel I, entre ellos el sempieterno general Bartolomé Espartero y toda su generación de combatientes en las guerras d independencia americana, fue peleando durante todo este mismo tiempo hasta la década de 1860 contra el absolutismo carlista y conservador de sus otros compañeros de armas, todos procedentes de las pampas de ayacucho. Esta generación de iluminados por la guerra no pudieron, porque fueron ya para siempre incapaces, de bajarse jamás del caballo, y de entender que la política y los pueblos podían prescindir de ellos. Sobre los iluminados por la guerra en el mundo latinoamericano a lo largo del S.XIX no es necesario insistir, pues es más que sobradamente conocido y en esta sala se reúnen, probablemente, algunos de los más destacados especialistas en este asunto. De ahí que, para terminar y como indicamos al principio, debe intentarse acercar dos temas que hasta entonces la mayor parte de las historiografías han trabajado por separado. No es posible entender ni las independencias americanas ni la quiebra del Antiguo régimen en España, ni las consecuencias de esta guerra en los mundos americano y español, sin poner en contacto ambos objetos de estudio, porque se hayan íntimamente enlazados. Por eso, revisitando las fuentes, tanto españolas como americanas, que atienden a ambos e interconectados procesos, el historiador tiene la sensación de comprenderlos mejor, manejando nuevas claves y proponiendo nuevas miradas. Que este próximo centenario de las independencias permita este acercamiento historiográfico para que estas miradas sean compartidas. Muchas gracias.
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