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Índice de contenidos PRESENTACIÓN INTRODUCCIÓN CAPÍTULO I La alegría de anunciar la misericordia Santa Faustina Kowalska 1) La necesidad de la misericordia 2) Reflejos de misericordia CAPÍTULO II Agradecimiento por el Dios "justo y misericordioso Santa Teresa de Lisieux CAPÍTULO III Ministros de misericordia Santo Cura de Ars - San Leopoldo Mandic Santo Cura de Ars (1786-1859) San Leopoldo Mandic (1866-1942) CAPÍTULO IV Misericordia para los últimos San Vicente de Paul - San Damián de Veuster - Beata Teresa de Calcuta 1. San Vicente de Paul (1581-1660) San Damián de Veuster (1840-1889) Beata Madre Teresa de Calcuta (1910-1997) CAPÍTULO V Reconocer el rostro sufriente de Cristo San Juan de Dios - San Camilo de Lellis - San José Benito Cottolengo San Juan de Dios (1495-1550) San Camilo de Lellis (1550-1614) San José Benito Cottolengo (1786-1842) CAPÍTULO VI Misericordia para los pequeños San Jerónimo Emiliani - San Juan Bosco San Jerónimo Emiliani (1486-1537) San Juan Bosco (1815-1888) CAPÍTULO VII La riqueza al servicio de la pobreza Santa Isabel de Hungría - Siervo de Dios Federico José Haass - Beato Vladimir Ghika Santa Isabel de Hungría (1207-1231) Siervo de Dios Federico José Haass (1780-1853) Beato Vladimir Ghika (1873-1954) CAPÍTULO VIII Misericordia para los marginados San Martín de Porres - Santa Catalina María Drexel - Sierva de Dios Dorothy Day - Siervo de Dios

hermano Héctor Boschini San Martín de Porres (1579-1639) Santa Catalina María Drexel (1858-1955) Sierva de Dios Dorothy Day (1897-1980) Siervo de Dios hermano Héctor Boschini (1928-2004) CAPÍTULO IX En misión de misericordia con los alejados San Pedro Claver - Venerable Marcelo Cándia San Pedro Claver (1580-1654) Venerable Marcelo Candía (1916-1983) CAPÍTULO X ¿Misericordia o revolución San Alberto Chmielowski (1845-1916) CAPÍTULO XI Un "padre" fuerte y misericordioso Beato Tito Brandsma CAPÍTULO XII Una madre misericordiosa Santa Juana Beretta Molla CAPÍTULO XIII Una esposa toda misericordiosa Beata Isabel Canori Mora CAPÍTULO XIV Una hija misericordiosa Beata Laura Vicuña CAPÍTULO XV María, Madre de misericordia NOTAS

PRESENTACIÓN El papa Francisco, en la conclusión de la bula Misericordias Vultus, ha escrito lo siguiente: "Que nuestra plegaria se extienda también a tantos santos y beatos que hicieron de la misericordia su misión de vida" (n. 24). Entre los instrumentos pastorales para vivir el Jubileo, no podía faltar un texto dedicado a los santos. De manera significativa, ha sido intitulado los Santos en la misericordia para indicar que estas figuras así denominadas no se han limitado a expresar su testimonio mediante las obras de misericordia. Ellos han experimentado, ante todo, la intimidad de la misericordia y, por eso, han sentido la urgencia de experimentar la belleza en su vida de santidad. Agradecemos, de manera particular, al P. Antonio M. Sicari, o.c.d., por haber regalado estas páginas que representan cuadros de santidad, de donde emerge el rostro de la misericordia. La selección ultimada por él permite recoger, en pocas páginas, la catolicidad de la Iglesia que, en diversas partes del mundo, expresan hombres y mujeres que han dado voz a la misericordia. Entre ellos, además de algunos italianos, se encuentran dos franceses, un rumano, dos polacos y una húngara, una ciudadana chileno-argentina y un holandés, un poblador belga-hawaiano y un peruano, una habitante albanoindiana y dos americanos, un ciudadano ítalo-croata, uno ítalo-brasileño y un ruso-alemán. El mundo y la Iglesia están verdaderamente representados aquí. No todos son santos y beatos. Algunos aún aguardan el reconocimiento de su santidad por parte de la Iglesia, pero se los percibe como verdaderos santos por su testimonio vivo y su profesión de fe. El gran escritor, P. Antonio Sicari, ha sabido sintetizar años de historia. Por esta razón, remitimos a sus escritos que, con el curso de los años, salieron a la luz en los trece volúmenes de Retratos de Santos. En esta obra, el lector encontrará profundidad y verdaderos tesoros de santidad. Como expresa el papa Francisco, los santos han entrado en la "profundidad de la misericordia". Ojalá la lectura y las meditaciones de sus testimonios también puedan convertirse en plegarias de intercesión para vivir este Jubileo con una inquebrantable certeza y confianza en el amor misericordioso del Padre. * Riño Fisichella

INTRODUCCIÓN Para nombrar este libro, se ha elegido el título "Santos en la misericordia", en lugar de usar la expresión más tradicional de "Santos de la misericordia". De hecho, la primera expresión se tomó directamente para evocar las innumerables y gratas ocasiones en que, a lo largo de la historia, estos cristianos han encarnado la misericordia Divina para sus hermanos, y por haber sido elegidos oficialmente, de manera "normativa" y "ejemplar", por la Iglesia como modelos, patrones e intercesores. Pero basta con detenerse un instante para comprender que estos se han vuelto misericordiosos con el prójimo porque primero se han dejado impregnar por la infinita caridad de Dios. Se han vuelto misericordiosos porque se han sentido sumergidos en la Misericordia divina. También ellos, al igual que todos los creyentes, al principio, se han confrontado con el doble mandamiento de "amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas" y "amar al prójimo como a sí mismos", y han tratado de observarlo, aunque a veces sin lograrlo completamente. Pero, insistiendo con humilde obediencia, han sido traspasados

por el "gran amor" (Ef 2, 4) del Dios trinitario. La santidad cristiana, en efecto, comienza con el asombro que experimentamos ante el misterio de la encarnación del Hijo de Dios, cuando caemos en la cuenta de que él representa nuestro Dios y nuestro prójimo, y que así ha unificado en sí mismo -una vez y para siempre- los dos mandamientos. Y es justamente esta posibilidad de poder abrazar a Dios y al hombre juntos, con un solo gesto ma- terno-mariano, lo que la misericordia divina ha traído sobre la tierra. Tal asombro se dilata, por lo tanto, hasta la conmoción cuando percibimos hasta qué punto el Hijo de Dios ha querido hacerse nuestro prójimo y cómo, de manera inexorable, nos ha seguido en todos nuestros caminos y nuestro caminar errante, sujetándose a nuestros pecados, perdonando o, incluso, anticipando y previniendo nuestras caídas. Así, habitando junto a Jesús (Amigo y Maestro -Camino, Verdad y Vida- Salvador y Redentor), se hace posible poner perfectamente en práctica el antiguo y gran mandamiento, en el sentido de que es él mismo quien trabaja para impregnar de amor todo nuestro corazón, toda nuestra alma y todas nuestras fuerzas. Por consiguiente, nos volvemos misericordiosos, como buenos samaritanos que se hacen cargo de los hermanos caídos en el camino, porque deseamos corresponderle a Jesús por el don de haber sido, para todos nosotros, el primer Buen Samaritano y haber colaborado con su obra de salvación. La encarnación -si la comprendemos desde su dinamismo misericordioso- exige siempre de nosotros la humilde respuesta de ofrecernos al modo de la beata Isabel de la Trinidad, quien en su célebre Elevación a la Santísima Trinidad rogó de la siguiente manera: "Espíritu de amor, desciende sobre mí, a fin de que en mi alma se produzca la encarnación del Verbo y yo sea con él una sola unidad, en la cual él renueve su misterio". Efectivamente, los santos se ofrecen de mil modos porque la caridad en ellos resulta infinitamente creativa. Por lo tanto, es preferible introducir nuestro recorrido hagiográfico tratando el tema "Santos en la misericordia" para recordar que, en la historia de

cualquiera de ellos, todo está empapado por esta misericordia: su persona, sus obras y las vicisitudes, incluso las más penosas de su existencia. De hecho, la misericordia de Dios es como un fuego que quema y purifica todo aquello que toca. Y es un fuego (trinitario) que quema desde el inicio de la creación. Basta con no negarse tercamente de su acción o protegerse de ella

CAPÍTULO I La alegría de anunciar la misericordia Santa Faustina Kowalska La fiesta de la Divina Misericordia ha sido instituida oficialmente por san Juan Pablo II el 30 de abril del 2000, en el contexto de la canonización de la santa Faustina Kowalska (1905-1938). Y el santo Pontífice dijo, en aquella ocasión, que pretendía "transmitir su mensaje al nuevo milenio: a todos los hombres, para que aprendan a conocer más y mejor el verdadero rostro de Dios y el verdadero rostro de los hermanos". El Papa se refería, evidentemente, al mensaje que Jesús había comunicado a esta humilde hermana polaca, y a sus recopilaciones en un Diario1. Son principalmente dos las riquezas que se nos transmiten:

1) La necesidad de la misericordia En casi todas las páginas de aquel largo Diario, se percibe el tormento por el que Jesús pasó con el fin de que su misericordia sea conocida y que se viera que no tiene límites. Así, aquel 4 de abril de 1937, sor Faustina recibe de él esta invitación: "Escribe todo aquello que hay en las entrañas de mi misericordia, tan profundo como el pequeño en el seno materno. Cuán doloroso me resulta que no confíen en mi bondad. Los pecados de desconfianza son aquellos que me hieren de la manera más dolorosa" (p. 255). Y en la vigilia de Navidad del mismo año: "Con el fin de que tú puedas conocer al menos un poco mi dolor, piensa en la más tierna de las madres, que ama mucho a sus hijos, pero sus hijos desprecian el amor de esa madre. Imagina su dolor, nada logrará consolarla. Esta es una imagen con una pálida semejanza a mi amor. Escribe, habla de mi misericordia. A las almas que deben alcanzar las consolaciones, es decir, en el tribunal de la misericordia, allí suceden los milagros más grandes que existan, los cuales se repiten continuamente. Para obtener este milagro no se requieren peregrinaciones a tierras lejanas ni celebrar solemnes ritos exteriores, sino que basta con presentarse con fe a los pies de uno de mis representantes y confesarle la propia miseria, y el milagro de la Divina Misericordia se manifestará con toda su plenitud. Y si un alma empezara a descomponerse como un cadáver y, desde lo humano, no hubiera ninguna posibilidad de resurrección y todo estuviera perdido, no sería así para Dios: un milagro de la Divina Misericordia resucitaría esta alma con toda su plenitud. ¡Infelices aquellos que no aprovechen este milagro de la Divina Misericordia! Lo invocarán en vano, ¡cuando ya sea tarde!" (p. 326). Como se ve, en la boca de Jesús resuenan palabras de ternura infinita, que todos reciben y que todavía mantienen un anclaje muy decidido en la concreción eclesial del mandato al "tribunal de la confesión”, con la lastimosa advertencia de no caer en el abismo del "demasiado tarde", lo cual podría suceder si de nosotros mismos dependiera que aún quede alguna eventualidad seria. El

mensaje confiado a santa Faustina Kowalska abre abismos de misericordia -como nunca se había hecho antes-, que pueden recibir y contener todo, menos el escarnio de Dios. Las discusiones que ocurren a veces para conciliar la justicia de Dios con su misericordia, no deben jamás hacernos olvidar aquello que el papa Benedicto XVI explicaba a los detenidos de la cárcel de Rebibbia en diciembre de 2011, al dialogar con ellos: "Justicia y misericordia, justicia y caridad son dos realidades diferentes solamente para nosotros, los hombres, que distinguimos cuidadosamente un acto justo de un acto de amor. Justo para nosotros es eso que para otro es lo debido', mientras que misericordioso es cuando se dona con bondad. Pareciera que una cosa excluyera a la otra, pero para Dios no es así: en él, justicia y caridad coinciden; no hay una acción justa que no sea también un acto de misericordia y de perdón y, al mismo tiempo, no hay una acción misericordiosa que no sea perfectamente justa". Y por otra parte, por qué Dios disemina en la historia invitaciones destinadas para que se reciba su misericordia, y las encarna casi visiblemente en las palabras y en los gestos de sus santos, si no es porque existe una urgencia decisiva de que ella ya no sea más ignorada. La manera con que los santos invocan, anuncian y encarnan tal misericordia es tanto más conmovedora cuanto más urgente es la necesidad de acogerla y más riesgosa la posibilidad de despreciarla. La decisión del hombre de no querer permanecer en la mentira es la única condición necesaria para ser abrazados por Dios.

2) Reflejos de misericordia No todos los santos han dejado reflexiones y profundizaciones respecto de la misericordiadivina, pero siempre nos han mostrado cómo encarnarla, obedeciendo al texto del Evangelio que nos manda "serán perfectos como nuestro Padre celeste" (Mt 5,48). Lo veremos en breve, al recorrer algunas biografías. De santa Faustina, en cambio, antes que recoger ejemplos, elegimos aprender de ella e imitar el modo con el que invita rápidamente a rezar, implorando de jesús la gracia de poder convertirse, ella misma, en "toda misericordia "Oh, Señor, deseo transformarme toda en tu misericordia y ser un vivo reflejo de ti. Ayúdame, oh, Señor, a hacer que mis ojos sean misericordiosos, de tal modo que yo no los alimente nunca con sospechas y no juzgue sobre la base de apariencias exteriores, sino que sepa darme cuenta de lo que hay de bello en el alma de mi prójimo y le sea de ayuda. Ayúdame, oh, Señor, a hacer que mis oídos sean misericordiosos, que me incline sobre la necesidad de mi prójimo, que mis orejas no sean indiferentes a los dolores y gemidos de mi prójimo. Ayúdame, oh, Señor, a hacer que mi lengua sea misericordiosa y no hable jamás de manera desfavorable del prójimo, pero tenga para cada uno una palabra reconfortante y de perdón. Ayúdame, oh, Señor, a hacer que mis manos sean misericordiosas y llenas de buenas acciones, de modo que yo sepa hacer únicamente el bien al prójimo y me encargue de las labores más pesadas y más penosas. Ayúdame, oh, Señor, a hacer que mis pies sean misericordiosos, de tal forma que yo acuda siempre en ayuda del prójimo, venciendo mis dolencias y mi cansancio. Que mi verdadero descanso sea la disponibilidad hacia el prójimo. Ayúdame, oh, Señor, a hacer que mi corazón sea misericordioso, de manera que participe en todos los sufrimientos del prójimo. Que me comporte de manera sincera también con aquellos que abusen de mi bondad,

que yo me refugiaré en el misericordiosísimo Corazón de Jesús. No hablaré de mis sufrimientos. Alberga en mí tu misericordia, oh, mi Señor..." (p. 54). Y Jesús la observaba complacido y afirmaba con insistencia: "Hija mía, deseo que tu corazón sea moldeado según mi corazón misericordioso. Tienes que ser totalmente empapada por mi misericordia" (p. 55).

CAPÍTULO II Agradecimiento por el Dios "justo y misericordioso Santa Teresa de Lisieux En la historia de la santidad, pareciera lógico que el tema de la misericordia sea tratado por quien haya recorrido un largo y difícil itinerario de conversión, o por quien se haya dedicado de manera particular a las obras de caridad. Más sorprendente es el hecho de que, al hablar de ello de cierta manera sistematizada, se haya elegido a una santa caracterizada completamente por la experiencia y el mensaje de la "infancia espiritual": santa Teresa del Niño Jesús (1873-1897), quien ha experimentado cómo la misericordia perfiló su inocencia, hasta concluir su propia existencia con un "Acto de ofrecimiento al amor misericordioso del Buen Dios". Ciertamente, la misericordia es la palabra que podría servir de título para sus tres "Manuscritos"2 de su Historia de un alma. El primero de ellos (Ms a) dedicado enteramente a contar los años de su niñez, llenos de pureza, lo escribe persuadida de cumplir con una sola cosa: "Comenzar a cantar aquello que habré de repetir por toda la eternidad: 'la misericordia del Señor!'" (Ms a 2r) y lo concluye cantando con el salmista: "que el Señor es bueno, que su misericordia es eterna" (Sal 135,1). Pero ella indica algo de forma precisa y cuidadosa: "Dios me ha dado su misericordia infinita, y ¡ es a través de ella que contemplo y adoro las demás perfecciones divinas! Entonces todas parecen plenas de amor, incluso la justicia (quizás más que todas las demás) me parece revestida de amor. Qué dulce alegría pensar que el Buen Dios es justo, es decir, que tiene en cuenta nuestras debilidades, que conoce perfectamente la fragilidad de nuestra naturaleza. Entonces, ¿de qué he de tener miedo?" (Ms a, 83v-84r). En el segundo Manuscrito (Ms b), que es un compendio breve de su doctrina en forma de carta, Teresa se limita a comentar las expresiones bíblicas y dice: "A los pequeños se les concede la misericordia" (Sab 6, 7), ilustrada con la más bella imagen del profeta Isaías: "Como una madre acaricia a su hijo, así yo los consolaré, los llevaré en brazos y los acariciaré sobre mis rodillas" (Is 66,13). Y se dirige a Dios con esta sorprendente confesión: "Siento que si tú encontraras -cosa imposible- un alma más débil, más pequeña que la mía, te complacerías en colmarla de gracias todavía mayores, con tal de que ella se abandonase con entera confianza a tu misericordia infinita" (Ms b, 5v). Por eso, a su hermana carmelita en una carta le explicaba lo siguiente: "Aquello que le agrada a Dios es verme amar mi pequeñez y pobreza, es la ciega esperanza que tengo en su misericordia" (Lt 197). Y para completar con los últimos toques su canto de las "misericordias del Señor", escribe, pues, el tercer Manuscrito (Ms c). Ahora Teresa puede testimoniar que Dios "ha superado todas sus expectativas", y que ha descubierto en la Sagrada Escritura "un camino bello y derecho, muy corto, un lindo y nuevo camino para marchar hacia el cielo: dejarse llevar por los mismos brazos de Jesús" (Ms c 3r). Sobre el final de su vida, a un misionero que le había escrito para contarle sus inquietudes

espirituales respecto de la justicia final de Dios, Teresa le responde: "Sé que es necesario ser completamente puros para comparecer delante de Dios con toda santidad, pero sé también que el Señor es infinitamente justo, y esta justicia (que a muchas almas espanta) constituye el motivo de mi alegría y confianza (...). Espero tanto en la justicia de Dios como en su misericordia. Precisamente porque es justo: Él es compasivo y lleno de dulzura, lento para el castigo y rico en misericordia. Conoce nuestra fragilidad y se acuerda de cjue solo somos polvo. Como un padre es tierno con sus hijos, así es de compasivo el Señor con nosotros (Sal 102, 8.14; y 103, 13). Hermano mío, he aquí lo que pienso de la justicia del buen Dios. Mi camino es una vía llena de confianza y de amor; yo no entiendo a las almas que tienen miedo de un amigo así de tierno" (Lt 226). En definitiva, la pequeña Teresa está preparada para unir en su corazón las dos características de Dios que a nosotros, demasiado adultos, nos parecen contradictorias: la misericordia y la justicia. Pero eso ha ocurrido porque ha evaluado a ambas no sobre la base de la experiencia de la miseria humana que se manifiesta en el pecado, sino sobre la base de una experiencia aún más radical que la común de las pobres creaturas. Si Dios se conmueve ante un pecador, es porque se conmueve ante un niño caído (un hijo que se ha hecho daño). Pero, más aún, él se conmueve porque se trata de un pequeño hijo que él mismo ha creado de la nada. Así es como Teresa logró de golpe la intuición más profunda que los teólogos debemos conquistar tarde o temprano: el acto de la creación es el primer acto divino de misericordia, lo que fundamenta la misericordia futura con todos los hombres. Según la pequeña santa de Lisieux, Dios Creador y Padre ve ante sí solo tres tipos de hombres: el hijo pequeño al que colma de ternura, el hijo pequeño que se ha caído y hecho daño y el hijo pequeño al que ha prevenido con el fin de que no volviera a caer. Con todos estos tres hijos pequeños, que se echan en sus brazos, Dios es infinitamente justo y misericordioso, porque "abajarse es propio del amor", "y es inclinándose como el Buen Dios muestra su infinita grandeza" (Ms A, 2v3r). Sabiendo que siempre estará preservada por la misericordia de Dios, siempre "perdonada por anticipado", Teresa inventó para sí esta parábola genial (cuyas mayúsculas y cursiva originales se han respetado): "Supongamos que el hijo de un hábil doctor encuentra en su camino una piedra que lo hace caer y que en esa caída se rompe un miembro. De repente, el padre va hacia él, lo levanta con amor, cura sus heridas, aplicando para ello todos los recursos de su arte, y muy pronto el hijo, completamente curado, le manifiesta su gratitud. ¡No cabe duda de que este hijo tiene perfecta razón de amar a su padre! Pero voy a hacer otra suposición. El padre, sabiendo que en el camino de su hijo hay una piedra, se apresura a ir antes que él y la retira (sin que nadie lo vea). Ciertamente que el hijo, objeto de la ternura previsora de su padre, y DESCONOCIENDO la desgracia de la que este lo ha librado, no le manifestará su gratitud y lo amará menos que si lo hubiese curado... Pero si llegara a saber el peligro del que acaba de librarse, ¿no lo amará todavía mucho más? Pues bien, yo soy esa hija, objeto del amor previsor de un Padre que no ha enviado a su Verbo a rescatar a los justos sino a los pecadores. Él quiere que yo lo ame porque me ha perdonado, no

mucho, sino todo. No ha esperado a que yo lo ame mucho, como santa María Magdalena, sino que ha querido que YO SUPIERA cuán amada he sido por él, con un amor de una prevención inexplicable, para que yo ahora lo ame a él ¡hasta la locural" (Ms A, 38v-39r). En esta parte del manuscrito, la caligrafía de Teresa muestra una emoción muy fuerte. Sus palabras son tan marcadas a veces, que parecen atravesar la hoja: ella está defendiendo el descubrimiento del amor, el cual ha penetrado todo su ser. Ela comprendido que la diferencia no se da entre quienes tienen pecados y quienes no, sino entre quien tiene la necesidad del amor porque ha pecado, y quien necesita de más amor para poder huir del pecado. Y si el primero ama mucho porque conoce bien lo mucho que se le ha perdonado, el segundo no ama sino hasta que se da cuenta del amor preventivo que ha recibido. Cuando se da cuenta de ello -al "hacerle saber" que ese amor previsor es una gracia inmensa que Dios le regala- es cuando se encuentra en condiciones de "amar hasta la locura". Las posibilidades, pues, no son dos solamente, sino tres: está el que ama poco porque piensa que se le ha perdonado poco, está el que ama mucho porque sabe que se le ha perdonado mucho, y está el que ama hasta la locura porque sabe que se le ha perdonado todo por anticipado y ¡ sabe también que es gracia no haber pecado! Esta última categoría de persona sabe de la misericordia de Dios infinitamente más que el que la ha experimentado solamente en sus caídas. Quien duda, puede asociar de manera útil el recuerdo de la pequeña Teresa ¡también a los Doctores de la Iglesia! con aquello que el gran Doctor san Agustín, conocido por su difícil conversión, se expresaba de una manera similar: "Te amaré, Señor, te daré gracias y confesaré tu nombre, porque has perdonado mi maldad y con ello, mis grandes delitos. Atribuyo a tu gracia y a tu misericordia el haber derretido como hielo mis pecados; atribuyo a tu gracia también todo mal que no he cometido... Todos los pecados aquellos que cometí de forma espontánea y voluntaria y aquellos que con tu guía pude evitar me fueron perdonados, lo confieso. Quien ante tu llamada siguió tu voz y evitó la culpa... no me defenestre con burlas si, siendo maldito yo, fui curado por el mismo médico que lo preservó a él de enfermedades. Por consiguiente, deberá más bien amarte porque puede ver cómo me liberó de tanta postración por los pecados, gracias a la obra de Aquel que no lo dejó envolverse en tanta postración por los pecados" (Confesiones, II, 7).

CAPÍTULO III Ministros de misericordia Santo Cura de Ars - San Leopoldo Mandic Santo Cura de Ars (1786-1859) De entre todos los "misericordiosos", una veneración especial es la de los que han sido llamados para administrar el sacramento de la misericordia de Dios y han cumplido santamente su misión. Esta era la convicción del santo Cura de Ars, que amaba repetir a menudo: "El sacerdocio es el amor del corazón de Jesús". Y añadía: "Un buen pastor, un pastor conforme con el corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios pueda conceder a una parroquia y uno de los dones más preciosos de la misericordia Divina". En sus predicaciones, las imágenes bíblicas más tradicionales y queridas al respecto, no solo eranrecurrentes, sino que también adquirieron una particular vivacidad y realismo: "Nuestro Señor -explicaba a sus parroquianos- es en la tierra como una madre que lleva a su niño en brazos. Este niño es travieso, da patadas a su madre, la muerde, la araña, pero la madre no le hace caso; ella sabe que si lo deja, el niño se cae y no puede caminar por sí solo. Así es nuestro Señor: él soporta todos nuestros maltratos, soporta nuestra completa arrogancia, nos perdona todas nuestras tonterías, tiene piedad de nosotros a pesar de nosotros"3. A veces al santo cura le pasaba que encontraba a algún penitente desalentado y dudoso del perdón de Dios, por la conciencia de haber pecado; entonces él le daba la siguiente increíble y sublime respuesta: "El buen Dios sabe todo. Antes incluso de que se lo confieses, ya sabe que pecarás nuevamente, y sin embargo los perdona. ¡Tan grande es el amor de nuestro Dios que nos impulsa a olvidar voluntariamente lo que venga, con tal de perdonarnos!". Y cuando sentía que deseaba elevar alabanzas porque en su parroquia se derramaba, de entre toda Francia, un río de pecadores en busca de perdón, precisaba lo siguiente: "No es el pecador que vuelve a Dios para pedirle perdón, sino Dios mismo el que corre derecho al pecador y lo hace volver a él".

San Leopoldo Mandic (1866-1942) La misma cosa le ocurrió en Padua, Italia, en la primera mitad del siglo XX, en el confesionario de un hermano capuchino de origen croata, Leopoldo Mandic4, siempre rodeado por penitentes. Durante aproximadamente treinta años, él pasaba entre diez y quince horas al día en lo oculto de su celda-confesionario, escuchando y perdonando a los pecadores en el nombre de Dios. A causa de la baja estatura y de la humildísima actitud que tenía, incluso sus cofrades lo subestimaban. Decían "que

era un confesor ignorante, de mano demasiado generosa, que absolvía a todos sin discernimiento", y uno lo llamaba despectivamente: "Hermano absuelve-todo". Sin embargo era el más buscado. Él se disculpaba humildemente: "Dicen que soy bastante bueno, pero si alguien viniere a inclinarse ante mí, ¿no sería esa una prueba suficiente para conseguir el perdón de Dios?"¿Ves, pues -explicaba a un hermano-, que él nos ha dado el ejemplo? Nosotros no hemos sido elegidos para morir por las almas, sino que fue él quien ha esparcido su sangre divina por ellas. Debemos tratar a las almas como nos ha enseñado él con su ejemplo". En otra ocasión explicaba: "Si el Crucificado me tendría que regañar por mi 'mano generosa', le respondería: 'Este mal ejemplo, Señor, ¡me lo has dado tú mismo! ¡Yo no llegué a la locura de morir por las almas!'". Y sin embargo, este hermano, así de bueno y paterno, tenía un secreto: justo él, que acogía y confortaba a todos, y a todos ofrecía la certeza de la ilimitada misericordia de Dios, justo él sentía en sí mismo un continuo y sobrecogedor temor del juicio de Dios. También admitía, humildemente, no haber cometido nunca un pecado grave, tanto que podía afirmar: "¡Siento que tengo el alma de un niño!". Al P. Leopoldo, pues, se lo vio vivir y experimentar toda la dramática y dolorosa belleza del sacramento, incluso en lugar de sus penitentes. En los últimos años, estaba tan turbado que, a veces, pasaba la noche llorando y lo asaltaba un terror indefinido, y buscaba -como Jesús en el huerto- alguna persona amiga que le hiciera compañía. Los testigos han dicho que, incluso en su lecho de muerte, "se parecía a Jesús en la cruz, cuando sobre él pesaba todo el pecado del mundo y se sentía abandonado por el Padre celeste". Solo la palabra de su confesor lo tranquilizaba completamente, cuando sobre él descendía aquella misma gracia del perdón que él había distribuido a los demás. No había en él ninguna fragilidad psicológica o debilidad senil, sino una muy particular decisión de Jesús de hacerle participar del drama de su pasión. Los demás podían discutir sobre el problema de la relación indisoluble que debe de existir entre la misericordia de Dios y su justicia, pero el padre Leopoldo debía vivirla haciendo compañía a Cristo crucificado. De esta manera, él reservaba para los pecadores toda la misericordia, mientras en su corazón custodiaba todos los derechos de la justicia de Dios, tanto que a los penitentes -después de haberlos perdonado- les decía: "¡Yo haré la penitencia!". No es fácil explicar la gloriosa y difícil misión que Dios confió al padre Leopoldo de vivir y experimentar (incluso por sus penitentes) toda la dramática y dolorosa belleza de este sacramento, tan descuidado por los cristianos. Demasiados olvidan, de hecho, que este, junto con la Eucaristía, constituye el corazón ardiente del cristianismo. Haría falta repetirle incansablemente a cada cristiano: "¡El misterio de la redención te concierne a ti mismo, a tu propio deseo de salvación, a tu propio destino! Y es en el sacramento de la confesión que puedes tomar parte de manera personal de los acontecimientos de la pasión de Cristo: primero con el conocimiento de haber crucificado al Señor de la vida (acusándote de los pecados); después con la gratitud, el agradecimiento y la adoración (en el perdón). Y es entonces que la sangre derramada por Jesús en la cruz descenderá directamente sobre tu alma".

CAPÍTULO IV Misericordia para los últimos San Vicente de Paul - San Damián de Veuster - Beata Teresa de Calcuta El número de los pobres y de los enfermos, aparentemente, está reduciéndose, pero entre todos se esconden aún "los más pobres de los pobres": aquellos que, si fuera posible, se esconderían ante sus mismos ojos y se ocultarían allá, donde ninguno desciende.

1. San Vicente de Paul (1581-1660) En su siglo y en su patria, Vicente era el santo que descubría continuamente nuevos pobres y nuevas miserias, pensando que el Señor lo llamaba justamente a él a hacerse cargo de ello, tal es así que todos lo llaman "el santo de la caridad". Él fue quien abrió para las mujeres, generalmente destinadas al claustro, el "monasterio del mundo". Son célebres -por el cambio que eso significaba en la época- las palabras con las cuales Vicente delineó la nueva "forma de vida" para sus "hermanas de Caridad"; "Ellas tendrán por monasterio las casas de los enfermos y aquella donde resida la superiora. Su celda, un cuarto alquilado. Su capilla, la iglesia parroquial. Su claustro, las calles de la ciudad. Su clausura, la santa obediencia. Por rejas, el temor de Dios. Por velo, la santa modestia. Su profesión: la confianza permanente en la Divina Providencia y el sacrificio de todo su ser". Y a aquellas que se ocupaban de los niños abandonados (una verdadera plaga social en su tiempo), les daba esta educación, tan valiosa como el oro: "Se asemejarán a la Madre, porque serán madres y vírgenes al mismo tiempo. ¿Ven, hijas mías, lo que ha hecho Dios por ustedes y por ellos? Desde la eternidad ha establecido este tiempo para inspirar a algunas señoras el deseo de hacerse cargo de estos pequeños que él considera suyos, desde la eternidad las ha elegido a ustedes, hijas mías, para servirlos. ¡Qué honor es esto para ustedes!". Y porque, en el corazón y en la mente de Vicente, las obras y las iniciativas se multiplicaban, tanto cuanto más se multiplicaban las urgencias que él encontraba en su camino (los enfermos abandonados, los ancianos sin familia, los mendigos, los prisioneros, y así sucesivamente), él adquirió el hábito de explicar a sus hermanas que cada obra nueva era justamente la manera con la cual Dios le recompensaba la tarea asumida precedentemente. Y fue con esta" lógica" (para él ¡ muy evidente!) que abrazó y practicó todas las obras de misericordia necesarias para la sociedad de su tiempo. Cuando decidió asumir también el cuidado de los enfermos mentales, explicó extasiado a sus hermanas: "¡Ah, hermanas mías, se lo digo una vez más, no ha existido nunca una compañía que alaba

a Dios más que la nuestra! ¿Hay alguna quizá que se ocupe de los pobres locos? No, no hay ninguna. ¡Y he aquí que esta fortuna les toca a ustedes! ¡ Oh, hijas mías, cuán agradecidas deben estar con Dios!". Justamente, H. Bremond, el gran historiador de la espiritualidad cristiana, escribía: "No es el amor por los hombres que ha conducido a Vicente a la santidad, sino más bien la santidad lo ha hecho verdadera y eficazmente caritativo. No son los pobres quienes lo han entregado a Dios, sino por el contrario, es Dios quien lo ha donado a los pobres"5. La verdadera caridad, de hecho, nace desde la mirada que no se distrae nunca, ni siquiera por un momento, la de quien busca a Jesús vivo, reconocido, amado, tanto es así que Vicente insistía siempre: "El fin principal por el cual Dios nos ha llamado es para amar a nuestro Señor Jesucristo. Si nos alejamos aunque sea un poco del pensamiento de que los pobres son los miembros de Jesucristo, en nosotros disminuirán la dulzura y la caridad de manera infalible". Y su biógrafo cuenta que la última palabra por él pronunciada sobre su lecho de muerte fue esta: " ¡Jesús!".

San Damián de Veuster (1840-1889) En 1865 en Molokai -un promontorio rocoso y desnudo de las islas de Hawai- se estableció una horrible colonia de leprosos que, por entonces ser considerados incurables, habían sido destinados a un aislamiento total y perpetuo. La isla se llamaba "El infierno de vivir", o también "El cementerio de los muertos vivientes", donde no existía ninguna ley o solidaridad humana. Cada mes llegaba una nave, de la cual desembarcaban nuevos enfermos, traídos a la fuerza. Se decía que se trataba de un lugar en el que la misericordia no era posible. Si los cuerpos se descomponían en medio de una total falta de higiene - ¡tampoco el agua estaba garantizada!-, las almas se descomponían en la más entera corrupción: esclavización sexual de mujeres y niños, abusos de todo género, alcoholismo y drogas, robo generalizado, prácticas idolátricas y supersticiones. Eso sucedió durante ocho años. Más tarde, en esa isla, desembarcó voluntariamente el primer hombre blanco decidido a habitar santamente en aquel infierno: el padre Damián de Veuster. Se encontró así, viviendo entre aproximadamente ochocientos "intocables", así se los consideraba a los leprosos. Pronto surgió en el misionero la cuestión radical de anunciar la misericordiosa encarnación del Hijo de Dios. Para hacerlo de manera creíble, tocar aquellos cuerpos enfermos y repugnantes ¡era la primera forma de evangelización! "Evan- gelización" era tocar las bocas roídas por el mal para depositar la hostia consagrada, ungir con óleo sagrado las manos y los pies gangrenosos, vendar con ternura aquellas horribles llagas, dejar que los niños se le echaran en los brazos y lo acariciaran con sus muñones, comer en la mesa el "poi" (carne mezclada con harina de taro) mojando las manos, junto con los leprosos, en el plato común; beber en las tazas que le ofrecían y pasar la misma pipa a quien se la pidiera. El padre Damián no actuaba así solo para respetar la sensibilidad de los hawaianos, o la de los enfermos que era aún más aguda, sino para respetar, por así decirlo, "la sensibilidad de la Iglesia". Ella es, por definición, el "Cuerpo de Cristo", y todos sus sacramentos y sus obras son signos del "contacto físico", salvífico, entre la humanidad de Cristo y nuestra sufrida humanidad. Si aquel deseado "contacto" era para los hawaianos una cuestión cultural, para el P. Damián era también una cuestión de fe. Innumerables fueron las obras de misericordia llevadas a cabo por este "apóstol de

los leprosos", pero -si se quisiera elegir y contar la más significativa y eficaz- solo bastaría recordar aquella que, por lo común, no es una práctica urgente ni frecuente entre los cristianos, y que el mismo catecismo formula: "sepultar a los muertos". En Molokai, no había otra cosa más humana por hacer, dado que la cura era imposible e inútil, y la muerte era cierta. Por lo que el P. Damián decidió invertir el procedimiento usual que se emplea en pedagogía: si para todos los demás cristianos era importante aprender "a vivir bien para poder morir bien", para los leprosos de Molokai era necesario "aprender a morir bien para poder vivir bien". Si se piensa que, hasta su llegada, se abandonaban los cadáveres a cielo abierto y se los daba como comida a los cerdos, se puede entender el impacto que tuvo la decisión de este misionero de "celebrar la muerte", lo cual les devolvió plenamente la dignidad humana. Los leprosos comenzaron a denominarse entonces "los muertos vivos", y el gobierno planeaba sancionar una ley para declararlos “legalmente muertos". Por consiguiente, en la isla, la muerte dominaba con todo su bagaje de torpezas e infamias. Con una santa inteligencia, el P. Damián intuyó que debía comenzar por hacer sagrada la muerte, impregnándola de la fe cristiana en la resurrección. Construyó, para ello, un bellísimo cementerio, justamente lindero a su choza, y fundó la confraternidad de los funerales, que se dedicaba a confeccionar los ataúdes de madera y a acompañar al difunto a su última morada con rezos, al son de la música y el ritmo de los tambores. Se trataba de una ceremonia que se efectuaba al menos tres veces por semana, y que llamaba a todos al silencio y a la plegaria, y a terminar con la ira y la embriaguez, a las cuales estaban habituados. Luego, le fue fácil organizar a los isleños en confraternidades para ayudar en las necesidades más relevantes: el tratamiento de los niños abandonados, la educación de los pequeños, la visita a los enfermos, la construcción de iglesias y viviendas y el mantenimiento de las chozas. De hecho, las variadas "confraternidades" se volvieron también estructuras de convivencia civil y de asistencia social, algo que nadie hubiera podido siquiera imaginar. Para esta ocasión, el mismo P. Damián se volvió proyectista, arquitecto, excavador, albañil, carpintero... y, durante años, emprendió la construcción de pequeñas escuelas, dispensarios, ambulatorios, acueductos y tanques. Desde una lógica profunda -que solo un santo puede adquirir enseguida-, la segunda gran obra de misericordia puesta en alto por el P. Damián fue la solemne celebración de la fiesta del Corpus Domini, que se volvió la fiesta más bella y conmovedora de la isla, con una ejecución musical de gran belleza. Logró, incluso, introducir la práctica de la adoración perpetua: los turnos y los horarios, de día y de noche. Estos no eran de fácil observación, pero cuando un "adorador" no podía ocupar su puesto en la iglesia, él se inclinaba para rezar sobre su cama. Cuando, al final, también el padre Damián se enfermó de lepra, viendo que su cuerpo comenzaba a corromperse (aunque todavía no tenía 50 años de edad), escribió humildemente a su superior: "Me convertí en leproso. Pienso que no tardaré en desfigurarme. No teniendo ninguna duda sobre el verdadero carácter de mi enfermedad, descanso calmado, resignado y muy feliz en medio de mi pueblo. El Buen Dios sabe bien lo que es mejor para mi santificación, y cada vez repito con todo el corazón: '¡Que se haga tu voluntad!'". Desde entonces, cuando empleaba la expresión "mis miembros enfermos", parecía que, al mismo tiempo, hablara ya sea de sus extremidades dolientes, ya sea de los enfermos de su comunidad, a quienes cristianamente consideraba "como Cuerpo de Cristo, y su cuerpo".

Beata Madre Teresa de Calcuta (1910-1997) La beata Madre Teresa de Calcuta se dedicó a entrelazar el culto de la Eucaristía con las obras de misericordia. Inauguró su difícil misión con esta plegaria que constituía todo un programa: "Dios mío... no daré marcha atrás. Mi comunidad son los pobres. Su seguridad es la mía. Su salud es mi salud. Mi casa es la casa de los pobres: no simplemente de los pobres, sino de los que entre los pobres son más pobres. De aquellos a los cuales trata uno de no acercarse por miedo de contagiarse y ensuciarse... De los que no van a la iglesia porque no tienen ropa para ponerse. De los que no comen porque no tienen fuerzas. De los que se desploman en las calles conscientes de que van a morir, mientras los vivos transitan al lado de ellos sin prestarles atención. De los que ya no son capaces de llorar porque no tienen más lágrimas". Pero ¿dónde habrá encontrado el secreto y la fuerza para dar un abrazo con la más dulce caridad a cada marginado? Más adelante, ella lo explicó a sus hermanas de la siguiente manera: "Ustedes ¿han visto con cuánto amor y delicadeza el sacerdote trata el Cuerpo de Cristo durante la misa? Busquen hacer lo mismo en la casa [de los moribundos] que están a punto de partir: allí está Jesús en cada semblante de dolor". Y muchas de ellas han contado que jamás habrían entendido tan bien aquella expresión euca- rística que habla de "la presencia real de Jesús", sino tocando los miembros doloridos de los enfermos. Y era justo en favor de esta sublime "identificación eucarística" que Madre Teresa explicaba la verdadera identidad de su instituto de caridad: "Sobre todo, nosotras somos religiosas, no asistentes sociales, no maestras, no enfermeras, o médicas [...]. La diferencia, entre nosotras y los obreros sociales, está en lo siguiente: que ellos actúan para algo, nosotras, en cambio, actuamos para Alguien. Nosotras servimos a Jesús en los pobres. Todo aquello que hacemos -oración, trabajo y sacrificios- lo hacemos por Jesús. Nuestra vida no tiene ningún sentido, ninguna motivación fuera de él, que nos ama hasta el fondo. Jesús es la única explicación de nuestra vida". Y "el más pobre de los pobres”, al cual las hermanas cuidan hasta hoy, son: los niños aún no nacidos, los que tienen malformaciones, los infantes abandonados, las jóvenes madres rechazadas por la familia, los leprosos, las prostitutas, los prisioneros, los vagabundos, los alcohólicos, los minusválidos graves, los enfermos mentales, las víctimas de la guerra, los drogadictos, los enfermos de Sida y los moribundos. A quien le pedía información más detallada sobre su programa y su forma de entender cómo organizar sus "obras de misericordia", Madre Teresa le respondía que siempre tenía presente el mismo principio, el mismo centro y el mismo cumplimiento. Y se lo explicaba así: - El principio: "Nosotras comenzamos siempre limpiando las letrinas: comenzamos así a abrir el corazón". - El centro: "Yo amo a Jesús con todo el corazón y todo mi ser. Él me ha dado todo, incluso mis pecados, y me ha colmado con la ternura de su amor. Ahora y para siempre, yo pertenezco toda a mi Esposo Crucificado". - El cumplimiento: "El trabajo para la santificación de los pobres, para dar como don al Dios de los santos...".

Y es ciertamente impresionante ver a una santa que perciba las obras de misericordia como útiles para señalar un camino transitable y enteramente derecho, que va de los lugares más humildes de la tierra hasta los gloriosos sitios del paraíso.

CAPÍTULO V Reconocer el rostro sufriente de Cristo San Juan de Dios - San Camilo de Lellis - San José Benito Cottolengo San Juan de Dios (1495-1550) Es considerado "el creador de hospital moderno". Juan no solamente se hacía cargo de los enfermos: las curas que él ofrecía se extendían a todas las obras de misericordia. En una carta escribió: "Son tantos los pobres que llegan, que yo mismo muchas veces no sé cómo se pueden alimentar, pero Jesucristo lo provee todo y les da de comer. Sólo para la leña hacen falta siete u ocho reales por día; porque siendo la ciudad grande y muy fría, especialmente ahora, en invierno, son muchos los pobres que llegan a esta casa de Dios; porque entre todos, enfermos y sanos y gente de servicio y peregrinos, hay más de ciento diez...Hay tullidos, mutilados, leprosos, mudos, locos, paralíticos, miserables y muchos ancianos y niños; sin contar esto, muchos otros peregrinos y viajantes que llegan, y se les da a ellos fuego, agua, sal y recipientes para cocinar y comer, y por todo esto, no hay ganancia; pero lesucristo les provee todo... Y de este modo, estoy en deuda y prisionero sólo por Jesucristo...". De particular interés era la manera en que Juan recibía y trataba a los "enfermos mentales". Pedro Bargellini escribió sobre él: "Así, carente de estudios de medicina por completo, Juan se mostraba mejor que los mismos médicos, particularmente ante la curación de enfermedades mentales, con lo cual inauguró por anticipado el método psicoa- nalítico o psicosomático por el que, cuatro siglos más tarde, se haría famoso Freud y sus discípulos". Particularmente incisivo es aún hoy el nombre del instituto que ha fundado: "Fatebenefratelli (Hagan el bien hermanos)", que surge según el modo con el que san Juan de Dios solía pedir limosna para sus enfermos: "¿Alguien desea hacerse el bien a sí mismo? Hermanos míos, por amor de Dios, ¡háganse el bien a ustedes mismos!". Ciertamente, no se logra amar verdaderamente la pobreza ajena, si primero no se descubre la propia miseria escondida. De aquí el deber de "hacerse el bien a uno mismo haciéndoselo a los demás".

San Camilo de Lellis (1550-1614) Que la misericordia nos dé una mirada similar a la de Cristo -que, a su vez, ha encarnado la manera con la cual el Padre ve a "cada hombre"- depende del hecho de que Jesús sea contemplado como el primero, con una intensidad tal que nos lleve a identificarnos con él. De otro modo, no se podría explicar con certeza la manera de actuar de san Camilo de Lellis, quien no solo pretendía lo mejor para sus enfermos, hasta la conducción de todo el hospital, sino que exigía sobre todo -a sí mismo y a sus colaboradores- "la ternura".

Cada enfermo era recibido personalmente y abrazado por él en la puerta del hospital; después le quitaba sus andrajos, lo vestía con ropa limpia y lo acomodaba en una cama bien hecha. Camilo deseaba que las personas que lo ayudaban, hicieran su tarea "no por merced, sino voluntariamente y por amor a Dios, que sirvieran a los enfermos con la misma ternura con la que las madres atienden a sus propios hijos enfermos". Sus colaboradores lo observaban para aprender: "Cuando él tomaba a un enfermo en brazos para cambiarle las sábanas, lo hacía con tanto afecto y diligencia que parecía asir a la misma persona de Jesucristo". A veces él les gritaba a sus colaboradores: "¡Más corazón, quiero ver más afecto materno!". O bien: "¡Más alma en las manos!Camilo no temía limpiar con las manos desnudas los rostros de los enfermos devorados por el cáncer, y después los besaba y le explicaba a los presentes que "los pobres enfermos son la pupila y el corazón de Dios y, por eso, todo lo que se hace a los pobrecillos se le hace al mismo Dios". Que los enfermos fueran para él una prolongación de la humanidad sufriente de Cristo, se lo podía ver, incluso, en ciertas actitudes que asumía a veces, casi sin darse cuenta. Uno de sus biógrafos cuenta lo siguiente: "Una noche lo vieron que estaba arrodillado cerca de un pobre enfermo que tenía un cáncer de boca terrible y hediondo, que no era posible tolerar de tanto hedor. Y con todo eso, Camilo le hablaba estando él muy cerca, "aliento a aliento", y él pronunciaba palabras de mucho afecto, que parecía que se hubiera vuelto loco de amor, llamándolo particularmente: "¿Señor mío, alma mía, c¡ue puedo hacer yo por su servicio ?", pensando él que fuera el amado por su Señor Jesucristo..." Otro testigo llegó a decir: "Lo he visto muchas veces llorar por la vehemente conmoción de que en el pobrecito estuviera Cristo, de tal forma que adoraba al enfermo como a la persona del Señor". La expresión puede parecer exagerada, pero no era precisamente exagerada la impresión que Camilo dejaba en los que lo observaban: entre la misericordia realizada con el prójimo necesitado y la ternura por la persona misma de Cristo, él no hacía diferencias, tanto que se obligaba a contar llorando los pecados de su vida pasada a cualquier enfermo, convencido de que hablaba con Jesús. En sus ojos y en su corazón, Jesús no constituía solo un ideal, un valor, una causa o un motivo de acción: era y revestía una presencia adorable y adorada.

San José Benito Cottolengo (1786-1842) Es mundialmente conocido por la "Casa de la Divina Providencia", construida por él en Turín: una casa que habría querido tener siempre "como fundamento, la Providencia; como espíritu, la caridad de Cristo; como sostén, la oración; como centro, los pobres". Su característica principal consistía en tener las puertas abiertas para todos aquellos que no encontraran otro refugio, incluso para los enfermos más repugnantes e incurables. Y era administrada con el criterio de ofrecer a cada categoría de necesitado una "familia" justa, compuesta por los asistidos y los asistentes, los voluntarios y por todo el personal necesario en su curación, con el fin de constituir verdaderas ciudadelas. Por consiguiente, se las construía con piezas sucesivas, según los necesitados que se iban presentando en la entrada: se destinaba un edificio para los enfermos mentales, que san José Cottolengo llamaba "mis queridos amigosotro para los sordomudos, otro para los inválidos, otro para los huérfanos, otro para los incurables, etcétera. El Santo asignó a cada edificio un nombre que evocara el cristianismo: "Casa de la Fe", "Casa de la Esperanza", "Casa de Nuestra Señora", "Belén", y a todo el conjunto lo definió de manera simpática como "Mi Arca de Noé". Sin embargo,

ha habido quien -sorprendido por esta creatividad tan genial- ha sugerido más bien el título de "Universidad de la caridad cristiana". El Cottolengo les enseñaba a sus colaboradores las cosas de forma apasionada: "Los pobres son Jesús, no son su imagen. Son Jesús en persona y, como tales, hace falta servirlos. Todos los pobres son nuestros patrones, pero estos, que ante los ojos materiales son repugnantes, son nuestros amos, nuestras verdaderas gemas. Si no los tratamos bien, nos echarán de la Pequeña Casa. Ellos son Jesús". Por lo tanto, exigía que todos ejercieran la caridad "con entusiasmo y con alegría".

CAPÍTULO VI Misericordia para los pequeños San Jerónimo Emiliani - San Juan Bosco San Jerónimo Emiliani (1486-1537) No es un santo muy conocido, sin embargo, la Iglesia le ha reconocido el título de "Patrono universal de los huérfanos y de la juventud abandonada". Era un noble veneciano, en un tiempo en que la ciudad y toda Europa estaban perturbadas por la carestía y la peste. En lugar de quedarse en su noble y agitada condición social, Jerónimo escuchó "el infinito lamento de los pobres" y descubrió "la dulce ocasión" que Dios finalmente le daba para poder donar todo a su amado Jesús crucificado. En pocos días, vendió alfombras, tapetes, platería y, si durante el día gastaba el dinero acumulado para socorrer a cuantos miserables podía, a la noche vagaba por los caminos recogiendo enfermos caídos en los caminos y sepultaba muertos abandonados a lo largo de las calles. Al final, reunió a centenares de jóvenes abandonados y creó para ellos una gran familia dotada de maestros artesanos, de medios y de ambientes en los cuales educarlos, instruirlos e introducirlos dignamente en el mundo del trabajo. Creó una escuela de "arte y oficios", en la cual regía el método de la "participación y corresponsabilidad". Oración, caridad y trabajo eran los pilares de su método educativo. Con el pasar de los años, aún siendo laico, Jerónimo -a quien los amigos llamaban afectuosamente "el vagabundo de Dios" y "el peregrino de la caridad"- se encontró rodeado de colaboradores que también eran sacerdotes, que lo consideraban padre, maestro y guía espiritual. Así se convirtió en el fundador de la Compañía de los siervos de los pobres.

San Juan Bosco (1815-1888) Merece ser recordado particularmente, dado que -justo en este año jubilar de la misericordia- se cumple también el bicentenario de su nacimiento. La Iglesia entera reconoce en él a un verdadero genio de la educación: aquella basada en el método preventivo, que sabe llegar directamente al corazón de los jóvenes. Era una característica particularmente suya el saber unir al mismo tiempo la severidad en el reclamo y la corrección con la dulzura de la sonrisa. Quien lo observaba en esos momentos, decía: "En los santos como en Dios, la justicia y la misericordia se dan un beso inefable". Y cuando Don Bosco hablaba a sus jóvenes del sacramento de la confesión, lo hacía de manera que pudieran entender que "para él esperanza, misericordia y confesión eran sinónimos". Se calcula que Don Bosco asistió y educó en sus oratorios a cientos de jóvenes perdidos, e inventó para ellos las primeras "escuelas de trabajo", en las que él mismo firmó los primeros contratos de aprendizaje; las primeras "escuelas vespertinas y dominicales"; la primera "sociedad de ayuda mutua para obreros"; la primera "biblioteca para la juventud italiana". Él mismo atendió la publicación de 204 ágiles volúmenes. Y fue el primer sacerdote en tener una galería especial en la "Exposición Nacional de la Ciencia de la Industria y el Arte", que hubo enTurín en el año 1884. Pero todo nacía

desde un juramento interior, que Don Bosco explicaba así a sus jóvenes: "He prometido a Dios que hasta el último respiro estaría para ustedes jóvenes. Yo por ustedes estudio, por ustedes trabajo, por ustedes también soy capaz de dar la vida. Dense cuenta de que cuando yo estoy, soy todo para ustedes, día y noche, mañana y tarde, y en cualquier momento".

CAPÍTULO VII La riqueza al servicio de la pobreza Santa Isabel de Hungría - Siervo de Dios Federico José Haass Beato Vladimir Ghika Santa Isabel de Hungría (1207-1231) A pesar de ser reina, se había enamorado del ideal predicado por Francisco de Asís, aún vivo. Y en la época, eran muchas las princesas reales que soñaban con imitar a Clara de Asís, al menos como "terciarias". Aquellas que no podían dejar los lujos de los castillos para vivir en la pobreza, decidían entonces "habitar detrás de los espléndidos muros de la caridad". Así, para enfrentar la plaga de la horrible carestía que se había desatado sobre la tierra, Isabel comenzó con hacer construir, cerca de su catillo, un hospital donde pidió que fueran recibidos y recuperados todos aquellos que no pudieran sostenerse. Allí llegaron enfermos, hambrientos y mendigos de todo género; y la reina "llegó al punto de dar en beneficencia las rentas de los cuatro principados de su marido y de vender objetos de valor y vestidos preciosos...". Con la muerte de su marido, abandonó a los parientes ricos para vivir en un nuevo hospital que había hecho construir para servir personalmente a sus enfermos. El confesor la guiaba atentamente y la vigilaba para que no se excediera; y cada tanto descubría que Isabel tenía también sus pobres escondidos: primero un niño paralítico que sufría de frecuentes pérdidas intestinales y que ella lo tenía en su mismo dormitorio asistiéndolo repetidamente, cuidándolo noche tras noche. Además, una niña leprosa, a quien tenía a su lado como una hija y la curaba personalmente; después, otro niño cubierto de sarna, al cual le realizaba los servicios más humildes. Cuando Isabel murió, “toda consumida por la compasión", tenía solo 24 años de edad, y casi toda su vida la había pasado reivindicando la sublime y cristiana dignidad de todos los pobres de su reino. Fue canonizada apenas cuatro años después de su muerte, y posteriormente proclamada "Patrona de las asociaciones caritativas, y de viudas, huérfanos, enfermos, mendigos, perseguidos injustamente y de todo sufriente". Y no sorprendería el hecho de que algunos prefirieran llamarla "¡la santa de la justicia!

Siervo de Dios Federico José Haass (1780-1853) Era de origen alemán, pero fue enviado a ejercer su profesión en Rusia, donde se convirtió en "Médico primario de los hospitales de las prisiones de Moscú". Desarrolló su misión con verdadera y total "misericordia por los encarcelados". He aquí cómo lo describió F. Dostoyevsky en su novela El idiota, quien lo conoció en vida: "Había en Moscú un viejo señor, un general o más bien un Consejero de Estado, con un nombre alemán. Pasaba su vida con visitas a las cárceles y encontrando a los criminales. Todos los condenados que partían hacia Siberia sabían que fuera de Moscú, a la altura de los montes Vorob'ev,

habían recibido la visita de un viejo general. Él cumplía su misión con la máxima seriedad y la máxima piedad: llegaba, pasaba entre las filas de los deportados, se quedaba delante de cada uno y a cada uno le pedía que le dijera cuál era su necesidad. No juzgaba con la moral a nadie, y a cada uno le decía: "Mi querido..." Les regalaba dinero, y les mandaba ropa de primera necesidad: telas para los pies, fajas, pantalones. A veces llevaba libros espirituales y Biblias y los distribuía entre aquellos que sabían leer, con la intención de que estos les leyeran a los demás en voz alta, durante el viaje. Raramente los interrogaba por el delito cometido, es más, escuchaba al delincuente cuando este le hablaba. Todos los condenados eran iguales para él, no hacía distinciones de condición. Les hablaba a ellos como hermanos, y ellos terminaban tratándolo como padre. Si notaba entre los deportados a alguna mujer con su creatura en brazos, se le acercaba, acariciaba al niño y hacía juegos con los dedos para hacerlo reír. Así se comportó siempre, por años y años, hasta la muerte. Toda la Rusia y toda la Siberia, o al menos todos los condenados, lo conocían". También el escritor M. Gorki habló sobre él, definiéndolo como "el humanista de la acción" y lo comparó con san Francisco, reconociendo que ellos han poseído "la alta felicidad del amor". Un particular acto de beneficencia por parte del alemán Friedrich Flaass fue el de haber reunido en torno de sí a muchos colaboradores que se dedicaban a cultivar en las prisiones aquella "belleza de la misericordia", a lo cual el pueblo ruso es muy sensible. Murió bendecido por los innumerables pobres que él había asistido. Al lado de su lecho de muerte, llegó el santo Patriarca Filarete, que lo confortó con estas palabras: "Tu vida está verdaderamente llena de gracia. Llenas de gracia son tus obras. En ti se cumplen las palabras del Salvador: 'Felices los mansos, felices los hambrientos y sedientos de justicia, felices los misericordiosos, felices los puros de corazón, felices los constructores de la paz"'... ¡ Hermano mío, tú vas al Reino de los Cielos!".

Beato Vladimir Ghika (1873-1954) Otro "rostro" que merece ser recordado, también por la profundidad de su pensamiento, es -no muy notable, pero particularmente expresivo- este príncipe rumano, quien se convirtió al catolicismo y fue declarado mártir por el papa Francisco en el año 2013. En los comienzos del atormentado siglo XX, él fue ordenado sacerdote, fundó en su patria el primer instituto católico dedicado a las obras de caridad -hasta entonces no existía ninguno-, inspirándose en san Vicente de Paul. Lo hizo empleando todas sus energías y sus bienes por los pobres y enfermos, pero desarrollando una característica "liturgia del prójimo"6, que se convierte en una constante de su pensamiento y de la formación que transmitía a sus seguidores. "Liturgia del prójimo" quiere decir que, en la visita a los pobres, necesita celebrar "el encuentro de Jesús con Jesús". Escribió lo siguiente: "Doble y misteriosa liturgia: el pobre ve venir a Cristo bajo la apariencia de aquel que los socorre, y el benefactor ve aparecer en el pobre a Cristo sufriente, ante el cual él se inclina. Pero, por eso mismo, se trata de una única liturgia. De hecho, si el gesto se cumple como se debe, en ambas partes está Cristo: el Cristo Salvador viene hacia el Cristo sufriente, y las dos partes se integran en el Cristo Resucitado, glorioso y bendiciente". De esta manera, la liturgia eucarística, celebrada sobre el

altar, se prolonga en la visita a los pobres: no se trata de otra cosa que de "dilatar la Misa en la jornada y en el mundo entero, como ondas concéntricas que se propagan a partir de la comunión eucarística de la mañana. Por eso, cuando a Vladimir lo llamaban por alguna necesidad, se ponía en camino y rezaba: "Señor, voy a encontrar a uno de aquellos que tú has llamado "otros a ti mismo". Haz que la ofrenda que les llevo y el corazón con el que la donaré sean bien recibidos por mi hermano sufriente. Haz que el tiempo que pase a su lado, obtenga frutos de vida eterna, para él y para mí. Señor, bendíceme con la mano de tus pobres. Señor, sostenme con la mirada de tus pobres. Señor, recíbeme también a mí, un día, en la santa compañía de tus pobres". Esta era su máxima preferida: "Nada hace a Dios tan próximo como el prójimo". Participó de la misa hasta la última hora de su vida, también en el horror de una cárcel comunista, donde fue arrojado cuando tenía ya más de 80 años de edad y donde transcurrió los últimos meses sosteniendo a todos los prisioneros con afecto, atenciones y relatos de un viejo abuelo. Comentando el texto evangélico de los discípulos de Emaús, les decía: "Cuando el día acaba, los discípulos de Jesús pueden ser reconocidos solo por el modo en que -como su Maestro- saben "partir el pan", sacrificando por los hermanos el pan vivo de sus propios cuerpos".

CAPÍTULO VIII Misericordia para los marginados San Martín de Porres - Santa Catalina María Drexel - Sierva de Dios Dorothy Day - Siervo de Dios hermano Héctor Boschini San Martín de Porres (1579-1639) En el tiempo y en la sociedad peruana en la cual nace, a Martín, hijo ilegítimo de un noble y de una esclava, lo espera solamente el título injurioso de "perro mulato”. Pero todos terminaron por llamarlo "Martín de la Caridad", admirados por la dedicación con la que realizaba su servicio de enfermería a quien lo necesitara. Su "sala médica", en el convento dominico, donde fue recibido como oblato, estaba siempre llena de enfermos, porque las curaciones eran innumerables y, a menudo, prodigiosas. Pero fray Martín explicaba sonriendo: "Yo te curo, Dios te sana". Así la fama del hermanito santo se extendía, y las filas de pobres y de enfermos se acrecentaban. Lo que preocupaba particularmente a su corazón, era la situación de los huérfanos, que él conocía muy bien, abandonados a su suerte, obligados a vagar por las calles, dedicados a la mendicidad, privados de oportunidades para la educación y sin esperanza de rescate. Para ellos fundó inclusive un instituto -El Asilo de Santa Cruz, el primer colegio del Nuevo Mundo-, donde acogió a decenas de niños, y les garantizó no sólo lo necesario para el mantenimiento, sino la presencia de asistentes y educadores remunerados. A las jóvenes, garantizaba hasta una dote conveniente, para cuando llegara la edad de casarse. Realizaba de esta manera una especie de prodigio: una suerte de "sanación social". Además, el hermano Martín era venerado por el Virrey, el Gobernador, el Obispo de la ciudad y una innumerable cantidad de personas pudientes que ponían a su disposición sus riquezas. Así, a través de las santas manos del hermano mulato, parte de las riquezas saqueadas por los poderosos volvía a los pobres. Tanto que, en Perú, Martín fue, incluso, proclamado “Patrono de la justicia social”.

Santa Catalina María Drexel (1858-1955) Nació en Filadelfia y pertenecía a una de las más ricas familias de Pensilvania, pero eligió dedicar su vida y sus bienes a los "nativos americanos" (llamados también "indios"), después de haber leído un libro en que se denunciaban los hostigamientos, las injusticias y las malversaciones cometidas por los funcionarios gobernantes, en contra de ellos, algo que los autores definían como "verdadero genocidio". Comenzó visitando algunas reservas indias del Far West para evaluar el problema, después emprendió un viaje análogo a los Estados del Sur, en donde descubrió también la triste situación de los afroamericanos. No obstante la abolición de la esclavitud, estos continuaban el trabajo en las plantaciones, oprimidos y mal remunerados, sin derechos, instrucción o asistencia sanitaria, sujetos todavía a una dura ley de segregación racial. Comenzó entonces a gastar su patrimonio para construir escuelas en las reservas indias y en el gueto de los "negros". Pero se dio

cuenta de que esto no bastaba. En el año 1891, por lo tanto, junto con trece amigas, fundó una nueva familia religiosa que llevó este nombre oficial, aprobado por Roma: “Hermanas del Santísimo Sacramento para los indios y negros", y agregó a los votos la promesa "de no emprender nunca obra alguna que llevase a descuidar o abandonar a negros o indios". La referencia a la eucaristía servía justamente para recordar que "Cristo se ha dado todo a sí mismo, para ser alimento para todos, sin distinción de raza o de color". Comenzaron a abrir escuelas-internados para niños de pueblos y colegios para jóvenes de color. Se sucedieron después misiones, iglesias, escuelas, colegios, centros de formación, diseminados en 21 estados del Este y del Far West americano, donde era más numerosa la presencia de los indios, y en todos los Estados del Sur donde se agravaba el problema de los negros. En el año 1925, se fundó en New Orleans (Louisiana) la Universidad Xavier, la primera y única institución de estudios superiores de los Estados Unidos destinada a los afroamericanos. A cada objeción de los bienpensados, las hermanas, a menudo duramente perseguidas, rebatían tenazmente que no querían hacer distinción entre "hijos de los blancos" e "hijos de los negros" o "hijos de los salvajes", como entonces se estilaba decir, sino verlos solamente como "hijos de Dios". Con este propósito, decían que "la gruta de Belén, donde Jesús se entregó por todos, debía ser la gran educadora del mundo". En sesenta años de actividad, Catalina fundó 145 misiones católicas, 12 escuelas para indios y 50 para afroamericanos, distribuyendo cerca de 20 millones de dólares, y creó alrededor de 49 conventos para sus quinientas hermanas, todas dedicadas a la formación. Con su muerte, muchos se preguntaron "qué hubiera sido de Estados Unidos, qué hubiera sido de la Iglesia Católica con respecto a las minorías étnicas, si ella no hubiera estado". Y reconocían: "Catalina Drexel ha salvado a la Iglesia del problema de la injusticia social".

Sierva de Dios Dorothy Day (1897-1980) Abordó santamente las "obras de misericordia" después de haber vivido por muchos años en una ferviente búsqueda de la verdad y de la santidad que no alcanzaba a identificar. Fue atea, anárquica, socialista, contestataria y rebelde, pero en ella se veía un "estilo de vida como el de san Francisco de Asís, el coraje profético de Catalina de Siena, el dinamismo de Teresa de Ávila, la confianza en la Providencia de Cottolengo y el espíritu de acogida de san Juan de Dios". Y a pesar de todas las extrañas experiencias que tenía, dentro de ella se acrecentaba de manera incontenible el deseo de rezar. Se convirtió a los veinticinco años de edad, literalmente arrojándose a los brazos de Dios y de la Iglesia, renunciando a cualquier otra seguridad, pero sosteniendo un movimiento en defensa de todas las batallas sociales que consideraba justas. Siempre afirmaba que "ver a Cristo en el otro, amarlo y ocuparse de él es sinónimo de paraíso, porque vivir en unión con Dios nos hace pregustar la alegría celestial. Quien vive con esta conciencia dentro de sí es un santo". También sostenía intensamente que "los verdaderos ateos son aquellos que no ven a Cristo en los pobres". A sus "obreros", generalmente de distintos estratos ideológicos, ella les hablaba siempre y solamente de "obras de misericordia". No conocía mejor término para describir los ideales del Movimiento de Trabajadores Católicos, fundado por ella en el año 1933.

Exigía solamente una cosa: que en cada casa hubiera una sala reservada a la oración, donde cada uno podía ir libremente cómo y cuándo quisiera. Lo importante era que se viera claramente que en la casa había un corazón orante: "Sí, nosotros alimentamos a los hambrientos. Buscamos dar refugio a los desheredados y darles el vestido; hay una fe fuerte que nos impulsa al trabajo: nosotros rezamos. Si algún extraño viniera a visitarnos y no notara nuestras oraciones y lo que significa rezar, perdería el corazón de la obra". Dorothy fue definida “la anárquica de Dios", y sobre su tumba están las imágenes de un cesto de pan con peces y la inscripción: “¡Deo gratias!".

Siervo de Dios hermano Héctor Boschini (1928-2004) Fue un religioso camiliano que dedicó su vida a los marginados de Milán. Al principio, los encontraba en las calles: vagabundos, mendigos, viejas prostitutas, alcohólicos, tóxicodependientes, y les ofrecía alguna posibilidad de confort. Después entendió que eso era muy poco, y decidió buscarles un refugio estable, por lo cual les preparó dos grandes depósitos deshabitados, bajo la estación ferroviaria. Y los milaneses más inteligentes y aficionados los definieron como “la Catedral del hermano Héctor". Desde entonces y por noches enteras, él se ponía a recorrer los callejones y las calles de Milán, y se quedaba al lado de cada vagabundo envuelto en trapos e invitaba a todos con dulzura: "¡Ven conmigo!". Y ya que los huéspedes necesitados de una acogida especial se multiplicaban, el hermano Héctor multiplicaba también los "refugios", por lo que fundó nuevos centros en varios países. Incluso llegó a fundar uno en Colombia para los niños de la calle. De él decían que era "Un santo que vivía contemporáneamente en épocas distintas". Era un guerrero desarmado, como los santos del pasado, que se hacía camino entre los desesperados, también entre los más peligrosos, con la sonrisa y la fuerza de la fe. Pero era también un hombre tecnológico que usaba la computadora y el celular. De manera fulgurante alguno lo ha definido así: "Era un místico tan concreto como un obrero".

CAPÍTULO IX En misión de misericordia con los alejados San Pedro Claver - Venerable Marcelo Cándia San Pedro Claver (1580-1654) Siendo joven estudiante jesuita en Palma de Mallorca, escuchó la invitación del viejo portero de su convento, que le contó lo que ocurría en el nuevo mundo y le sugirió: "¡Las almas de los indios tienen un valor infinito, porque tienen el mismo precio que la sangre de Cristo... ¡Ve a las Indias a comprar todas las almas que se pierden!". Y así Pedro pidió que lo enviaran a Cartagena, Colombia, en cuyo puerto las naves esclavistas desembarcaban un millar de esclavos por mes. Él no tenía ninguna posibilidad de actuar en lo social o político, pero decidió de pronto ponerse al servicio de los pobres, presentándose como "esclavo de los negros por siempre" y actuando para darles su dignidad, a la que ellos jamás podrían aspirar: la dignidad de sentirse amados. Inmediatamente, él prestaba cualquier socorro posible a todo esclavo, después de haber pedido limosnas en favor de ellos, para acumular artículos de primera necesidad y de confort. Más tarde, comenzando por aquellos que llegaban ya moribundos por el agotamiento, impartía su extraordinaria catequesis preparada en grandes carteleras, pintadas por él mismo con colores vivaces, en las cuales contaba la vida y la misericordia de Jesús Crucificado. A continuación, con el mismo método y en otros carteles ilustrados, Pedro relataba el Evangelio a todos, explicaba la verdad de la fe cristiana y enseñaba los mandamientos de Dios. Y estaba convencido de haber cautivado definitivamente el corazón de sus pobres negros cuando los oía repetir con exactitud la fórmula que él les había enseñado con insistencia, reiteradamente, llorando conmocionado: "Jesucristo, Hijo de Dios, deseo que seas mi padre, mi madre, y todo mi bien. Yo te amo mucho, y siento un extremo dolor de haberte ofendido. ¡Señor, yo te amo mucho, mucho, mucho!". Con el tiempo, Pedro Claver aprendió incluso a hablar viarios dialectos, reunió en torno de sí a numerosos catequistas, y se convirtió en "Patrono universal de las misiones entre las poblaciones negras".

Venerable Marcelo Candía (1916-1983) "De rico empresario, se hizo pobre", donando todos sus bienes y a sí mismo. En los años de la juventud y de la primera madurez, aprendió a conjugar el trabajo con la administración de sus bienes de manera sabia y con una caridad social cada vez más atenta y laboriosa. Más tarde, cuando las circunstancias lo llevaron a entablar amistad con algunos misioneros brasileños, concluyó lo siguiente: "No basta con dar una ayuda económica. Hace falta compartir con los pobres sus vidas, al menos cuanto sea posible. Sería demasiado cómodo que me quede aquí para hacer mi vida cómoda y

tranquila, para después decir: Lo superfino lo mando allá, lejos. ¡Yo estoy llamado para ir a vivir con ellos!". Se trasladó a Macapá, donde fundó y dirigió un hospital "para los más pobres de entre los pobres" y un confortable leprosario en Marituba. En el Brasil, pasó los últimos dieciocho años de su vida sembrando "obras y obras": centros de salud, escuelas, aldeas, leprosarios, conventos, seminarios, iglesias, sedes de voluntariado; e insertándose hasta en Belo Horizonte, en las favelas de Río de Janeiro y en la frontera con Bolivia. Un amigo que cada tanto iba a visitarlo en la misión, dio el siguiente testimonio: "Candía era dinámico, seguro de sí, acostumbrado a mandar y a hablar siempre él. Era un hombre generoso, que hacía beneficencia, que tenía grandes recursos a disposición, pero con la consciencia de poseerlos y de saber usarlos... Ahora bien, cada vez que volvía al Amazona lo encontraba cambiado. Se daba cuenta de que faltaba mucho para realizar sus aspiraciones. Era un cambio muy notable: de un hombre centrado en su mundo, se estaba convirtiendo en siervo de todos... Se sentía verdaderamente al servicio de aquellos que Dios le hacía encontrar...". En las paredes de su habitación, en Brasil, había hecho escribir: "No se puede compartir el pan del Cielo, si no se comparte el pan de la tierra".

CAPÍTULO X ¿Misericordia o revolución San Alberto Chmielowski (1845-1916) Su nombre de bautismo era Adam, y en Varsovia lo conocían como un prometedor y genial pintor. Pero su intensa fe cristiana ponía siempre en su espíritu la pregunta "¿Cuál es el objetivo del arte? ¿Cuál es el destino del artista?". Durante mucho tiempo, se dedicó a la composición de un Ecce homo, una tela que siempre le resultó incompleta hasta que comprendió que jamás lograría crear esa obra maestra que soñaba, si no se dedicaba primero a restaurar en los pobres la imagen de Cristo sufriente. Hoy aquel Ecce homo reposa sobre su tumba. Vestía una humilde túnica y se hacía llamar hermano Alberto. Se hizo cargo de algunos indigentes en su misma habitación, y más tarde decidió visitar a vagabundos amontonados en dormitorios públicos de Cracovia, en donde ningún burgués jamás osó aventurarse. Cuando él entró, lo amenazaron de muerte con solo verlo. Y Chmielowski comprendió que esa miseria era tan excesiva que no podía ser consolada ni ayudada, si no era con una condición: "¡Hacía falta vivir con ellos! ¡No se los puede dejar así!". Vendió todos sus cuadros y se fue a vivir entre ellos. Aprovechando el verano, cuando los dormitorios se vaciaron, hizo restauraciones y renovaciones y embelleció aquellos horribles refugios y los transformó en "casas de asistencia". Después se hizo mendigo en favor de sus vagabundos. "¡He aquí a Adam Chmielowski -aquel que fue primero un célebre pintor- que se ha hecho padre de los pobres!", decía la gente cuando lo veían dar vueltas por los mercados, sentado sobre un enorme carrito que había sido construido a propósito para limosnear víveres para sus pobres: "Pedía limosna con humildad y con una muy dulce sonrisa, y recibía las ofrendas casi con lágrimas en los ojos por la gratitud que sentía. No se entendía quién era más feliz, el que recibía o el que daba". Reunió en torno de sí a muchos colaboradores, hasta que pudo fundar una congregación masculina y una femenina, que practicaban la pobreza absoluta: quien solicitaba el ingreso, primero debía donar a los pobres todo lo que poseía. Y la gente decía que por las calles de Cracovia transitaba un nuevo san Francisco. Él explicaba a sus colaboradores lo siguiente: "Yo miro a lesús en la Eucaristía, ¿su amor podía quizá proveer algo más bello? Si él es pan, ¡ Convirtámonos en pan incluso nosotros, donándonos a nosotros mismos!". Y les repetía incansablemente esto: "¡Hay cjue ser buenos como el pan!". La transformación del hermano Alberto no es distinta a aquellos que hemos comentado anteriormente. Sin embargo, merece consideración especial porque ha tenido una relevancia cultural importante. En efecto, no debemos olvidar que el hermano Alberto realizó obras en Polonia, precisamente en los años en que en Rusia estaba a punto de estallar la revolución comunista, incluso a menudo se pensaba que aquella misma miseria insostenible de los desamparados dejaba presagiar un incendio que pronto estallaría y destruiría la sociedad. La noticia extraordinaria que aparece en el proceso de

canonización del hermano Alberto es esta: parece que él había hallado el modo de encontrar a Lenin en Cracovia, que estaba en el exilio, y discutió con él sobre cuestiones como la siguiente: "La fuerza de los pobres ¿está en su ira guiada y canalizada de manera oportuna o está en la caridad, la solidaridad y el redescubrimiento del radicalismo cristiano?". Por lo tanto, ¿misericordia, o revolución? Pues bien, un joven cura, apenas ordenado sacerdote, que se llamaba Karol Wojtyla y que había nacido apenas cuatro años después de la muerte del hermano Alberto Chmielowski, quiso dedicarle una obra teatral. El drama intitulado "Hermano de nuestro Dios"7, escrito en 1949, que cuenta la historia de Adam Chmielowski y de su encuentro con Lenin, señalado como "El Desconocido". En primer lugar, el pintor "caritativo" padece, abatido, la acusación horrible que "El Desconocido" le propina: la caridad solo sirve para mantener a la pobre gente en la indigencia, dejándola "doblemente abatida; ¡doblemente: primero por la miseria y luego por la caridad!"." ¡ Esta no es la vía justa!", -insiste el revolucionario-, "Eso no fortalece la inmensa ira colectiva, sino que la descarga, la entorpece. Tú engañas a la gente; tu caridad sirve solo para dispersar la fuerza del pueblo". Más tarde él entra en el refugio y arenga a la gente de los dormitorios de la siguiente manera: "¡No estén esperando de la caridad! La caridad los humilla. Ustedes no tienen necesidad de ella. Deben entender que les pertenece absolutamente todo. Nada por gracia. La caridad es una sombra tiesa en la que un misterioso e incomprendido ricachón trata de esconder su verdadero rostro. ¡Protéjanse de los apóstoles de la caridad! Son enemigos de ustedes". Entre tanto, en un rincón, Adam, susurra muy despacio, pero repetidamente como si en su corazón resonara el sentimiento de aquellos pobres: "¡Prueba a ponerte en nuestro lugar!". Y, de hecho, una voz se eleva desde el coro de aquellos pobres que echan afuera al orador: "Tú estás lejos de nosotros, y nosotros estamos lejos de ti". Y otra voz insiste: "Mira, nosotros sabemos una sola cosa: quien vive con nosotros sabe todo de nosotros. ¡Los otros no saben nada!". Al final, es el hermano Alberto quien explica al Desconocido dónde está su error irreparable: "La miseria del hombre -le dice- es el bien más grande de todos los disponibles de los que usted habla. Más grande que todos los bienes que el hombre pueda obtener con la fuerza de su ira". Luego añade espléndidamente: "Estoy seguro, creo y sé, que el hombre debe obtener todos los bienes. Todos. Incluso los más grandes. ¡Pero aquí la ira engaña, aquí es necesaria la caridad!". Este diálogo puede parecer solo un fruto de la fantasía de un artista, sin muchas referencias históricas, pero la realidad es mucho más profunda y compleja. De hecho, todas las palabras fueron escritas por K. Wojtyla. Este ya de joven había empezado a imitar al hermano Alberto, al encontrar en su ejemplo la fuerza para renunciar incluso a su pasión artística por el teatro, y "dar su alma"en el camino del sacerdocio. Más adelante, siendo Papa, convirtió las reflexiones sobre la "revolución de la caridad" -hechas en los años de juventud para interpretar la misión del fray pintor- para su magisterio pontificio en verdad proclamada ante el rostro del mundo, en todas las naciones donde los cristianos fueran tentados en confiar la liberación de los pobres ante la violencia revolucionaria. Fruto maduro de esta intuición juvenil fue, precisamente, la encíclica Dives in misericordia, que san Juan Pablo II brindó a la Iglesia y al mundo. Y si el hermano Alberto murió justo en la vigilia de aquella revolución soviética que parecía defender el análisis social de Lenin, a tal punto de marcar por décadas la historia del mundo, al final -por medio de las obras y del magisterio de san Juan

Pablo II- el mensaje del hermano Alberto habría triunfado sobre toda utopía marxista y leninista. No fue al azar que el Pontífice haya decidido canonizarlo justo en aquel funesto 1989, que marcó el final del régimen comunista.

CAPÍTULO XI Un "padre" fuerte y misericordioso Beato Tito Brandsma Es para todos conocida la parábola del Padre misericordioso que recibe al hijo pródigo, miles de veces relatada e interpretada en la historia cristiana. Aquí queremos dar un ejemplo que sucedió históricamente, en el cual tal paternidad es acogida en el acto de una misericordiosa "regeneración" de la creatura perdida, que se convierte justamente mientras mata a aquel que lo regenera. Es la historia desconcertante del padre Tito Brandsma (1881-1942)8, carmelita holandés, deportado y asesinado por los Nazis en el campo de Dachau. Tenía entonces 59 años; era profesor de Filosofía y de "Historia de la Mística" en la Universidad Católica de Nimega, de la cual fue también Rector. Ya en el año 1936, cuando todavía las noticias no eran tan difundidas ni muy certeras, colaboró en la elaboración de un libro intitulado "Voces holandesas sobre el trato de los hebreos en Alemania", en el que escribió: "Aquello que se hace ahora en contra de los hebreos es un acto de cobardía. Los enemigos y los adversarios de aquel pueblo son verdaderamente mezquinos si creen que deben actuar así, de manera inhumana, y si con eso piensan manifestar o aumentar la fuerza del pueblo alemán; eso es sólo una ilusión de la debilidad". En Alemania reaccionaron definiéndolo como "Un profesor maligno". Pero Brandsma, conociendo su responsabilidad de educador, no desistió. En el año escolástico 1938-1939 ya ofrecía a sus estudiantes los cursos sobre "funestas tendencias" del nacionalsocialismo, en los que enfrentaba todas las tesis coyunturales: valor y dignidad de cada persona humana sana o enferma; igualdad y bondad de cada raza; valor indestructible y primario de las leyes naturales, respeto a cada ideología; presencia y guía de Dios en la historia humana contra cada mesianismo político y cada idolatría del poder. Y sabía que entre sus oyentes también había espías del partido. En el año 1941, explotó en Holanda la cuestión de la publicación en los diarios católicos de los anuncios del "Movimiento Nacionalsocialista Holandés". La circular de P. Tito, en esa época capellán eclesiástico de los titulares de los diarios católicos, no se hizo esperar: "En las direcciones y redacciones sabemos que se deben rechazar formalmente tales comunicados, si quieren conservar el carácter católico de sus diarios; y esto, aunque algún rechazo lleve al diario a ser amenazado, a ser multado, a ser suspendido temporalmente o incluso definitivamente. No hay nada que hacer. Con esto hemos llegado al límite. En el caso contrario, ya no deberán considerarse católicos... y no deberán ni podrán contar con sus lectores y abonados católicos, y tendrán que terminar en el deshonor". Algunos meses después, el Prof. Brandsma fue arrestado y deportado al campo de Dachau, donde fue sometido a todo tipo de torturas y extorsión. Y cuando fue necesario recuperarse en la sección hospitalaria del campo, su suerte estaba echada. Lo que sucedió lo sabemos hoy por un testimonio excepcional: justo el de la persona que lo mató y que luego se convirtió porque el recuerdo del P. Tito nunca la abandonó. Ejercía como enfermera, pero obedecía, por miedo, las órdenes inhumanas

del oficial médico. Fue ella quien contó que el P. Tito "a su llegada a la enfermería estaba ya en la lista de los muertos". Fue ella quien contó sobre los experimentos que se hacían con los enfermos, y también con el P. Tito, y de cómo le quedaron grabadas, sin que ella lo quisiera, las palabras con las que él soportaba los maltratos: "Padre, que no se haga mi voluntad, sino la tuya". Fue ella quien narró cómo todos los enfermos la odiaban y la insultaban siempre con epítetos cada vez más escandalosos, odio que ella cordialmente devolvía; y cómo se conmovía por aquel sacerdote anciano que, en cambio, la trataba con la delicadeza y el respeto de un padre: "lina vez me tomó la mano y me dijo: '¡ Qué pobre joven eres, yo rezaré por ti! Y a ella el prisionero le regaló su pobre corona de rosario, hecha de ramas y de madera, y cuando ésta irritada rechazó aquel objeto que no le servía porque no sabía rezar, el P. Tito le dijo: "No es necesario que digas todas las Ave María, di solamente: "Ruega por nosotros pecadores"". A ella, aquel 25 de julio de 1942, el médico de guardia le dio la inyección de ácido fénico para que se la inyectase en las venas al sacerdote. Era un gesto de rutina, la enfermera lo había hecho ya muchas veces, pero la pobrecita recordará posteriormente "estar mal todo aquel día". La inyección fue suministrada a las dos menos diez, y a las dos el P. Tito había muerto: "Estaba presente cuando expiró... el doctor estaba sentado cerca de la cama con un estetoscopio para salvar las apariencias. Cuando el corazón se detuvo, me dijo: "¡Este puerco está muerto! De sus carceleros, el P. Tito siempre había dicho: "También ellos son hijos del buen Dios, y quizás aún queda en ellos algo rescatable..." Y Dios le concedió justo este último milagro. El doctor del campo llamaba sarcásticamente a aquella inyección de veneno "inyección de gracia". Y he aquí que, mientras la enfermera se la inyectaba, por la intercesión del P. Tito, se infundía verdaderamente en ella la gracia de Dios. Y la pobrecita, en el proceso canónico, explicó que el rostro de aquel anciano sacerdote le había quedado grabado en la memoria para siempre, porque en él había leído algo que ella nunca había conocido. Dijo simplemente: "¡Él tenía compasión de mí!", como Cristo.

CAPÍTULO XII Una madre misericordiosa Santa Juana Beretta Molla Que el término "misericordia", en el origen bíblico, signifique el apego de la madre por el niño que ha custodiado en su vientre, es cosa ya sabida. Y ciertamente son innumerables los ejemplos de indestructible amor materno. Pero la misericordia se muestra sobre todo cuando, a la misma madre, se le pide un amor "de-más", a menudo incomprendido por el resto. Este es el caso de santa Juana Beretta Molla (1922-1962), mujer, esposa y madre, que ejercitaba la profesión médica y la vivía apasionadamente. Había escrito en su diario: "Belleza de nuestra misión. Todos en el mundo trabajamos, de alguna manera, al servicio de los hombres. Nosotros trabajamos directamente con el hombre. Nuestro objeto de estudio y de trabajo es el hombre que nos dice... "¡Ayúdame!", y espera de nuestra parte la plenitud de su existencia... Nuestra misión no termina cuando la medicina no sirve más. Allí hay un alma para llevar a Dios. Allí está Jesús que nos dice: 'Quien visita a un enfermo me visita a mí'. Misión sacerdotal: como el sacerdote puede tocar a Jesús, así nosotros, los médicos, tocamos a Jesús en el cuerpo de nuestros enfermos, pobres, jóvenes, ancianos y niños. Que Jesús se manifieste en medio nuestro. Que él encuentre tantos médicos que se ofrezcan asímismos por él"9. Pero si Juana alcanzaba verdaderamente a "tocar a Jesús" curando a sus enfermos y ofreciéndose por ellos, era porque este mismo "tocar" la acompañaba continuamente en la familia. Durante su noviazgo, escribía a su novio, Pedro, palabras vocacionalmente intensas que dejaban entrever la santidad: "¡Pedro, podría decirte todo lo que siento por ti! Pero no soy capaz. Súpleme tú. El Señor me ha querido bien. Tú eres el hombre que deseaba encontrar, pero no te niego que a veces me pregunto: '¿Seré yo digna de él?'. Sí, de ti, Pedro, porque me siento una nada, incapaz de todo, que, a pesar del inmenso deseo de hacerte feliz, temo no poder lograrlo. Entonces rezo así al Señor: 'Señor, tú que ves mis sentimientos y mi buena voluntad, remédiame tú y ayúdame a ser una esposa y una madre como tú quieres e incluso como Pedro lo desee'. ¿Está bien así Pedro?". Estando próxima al matrimonio, ella escribe: "Con la ayuda y la bendición de Dios haremos de todo para que nuestra nueva familia se convierta en un pequeño cenáculo, donde Jesús reine sobre todos nuestros afectos, deseos y acciones. Pedro mío, faltan pocos días, y me siento muy conmovida al acercarme a recibir el sacramento del amor. Nos convertimos en colaboradores de Dios en la creación, podemos así darle hijos que lo amen y lo sirvan". Y el marido, después, recordará la belleza de su experiencia conyugal, por la alegría de tres niños: "En casa eras siempre trabajadora: no te recuerdo una sola vez sin hacer nada... A pesar de los compromisos de nuestra familia, has querido continuar tu misión de médica en Mesero, Lombardía, sobre todo por el afecto y la caridad que te unía a las jóvenes madres, a tus "viejos", a tus "enfermos crónicos"... Y tus propósitos, y tus actos eran siempre coherentes con tu fe, con tu espíritu... con la caridad de tu juventud, con la plena

confianza en la Providencia y con tu espíritu de humildad. En cada circunstancia te reponías siempre y te abandonabas a la voluntad del Señor. Cada día, lo recuerdo, tenías siempre tu oración y meditación, tus coloquios con Dios, tu acción de gracias por el don de nuestros maravillosos hijos. Y eras tan feliz". Antes de hablar del misterioso drama del materno amor misericordioso, vivido por Juana, hemos querido subrayar el hecho de que los cristianos están llamados a la santidad, es decir, a dejar que la misericordia de Dios impregne las jornadas y la vida entera en todos los aspectos. Y hablamos de "misericordia" por el hecho de que esta está siempre cuando el amor humano excede las medidas dictadas por la norma, por las costumbres, por la conveniencia, por el mérito, hasta el punto de que nos movemos siempre inmersos en el océano del amor misericordioso de Dios. Sin tener en cuenta esta "divina inmersión", no se entendería de manera justa la experiencia de esta madre que dio la propia vida para garantizar aquella que llevaba en su vientre. Fue el mismo marido quien explicó cuidadosamente el sentido del don hecho por la mujer a toda la familia humana: "Aquello que Juana ha realizado no lo ha hecho 'para ir al Paraíso'. Lo ha hecho porque se sentía una mamá... Para comprender su decisión, no se puede olvidar, antes que nada, su profunda persuasión, como mamá y como médico, de que la creatura que llevaba en sí era una creatura completa, con los mismos derechos que los otros hijos, aunque haya sido concebida hacía apenas dos meses. Un don de Dios, al cual se le debía un respeto sagrado. No se puede ni siquiera olvidar el gran amor que tenía por los niños: los amaba más que cuanto se amaba a sí misma. Y no se puede olvidar su confianza en la Providencia. Estaba convencida, como mujer, como madre de ser muy útil a mí y a nuestros hijos, pero de ser, sobre todo, en aquel preciso momento, indispensable para la pequeña creatura que estaba creciendo en ella...". Así, plenamente consciente de que el último embarazo podía costarle la vida, a causa de un tumor en el útero, Juana se decidió por una "inmolación meditada", como la definió el beato Pablo VI. Al marido y al médico de cabecera, les dijo con energía: "No me salven a mi, sino al niño". Para comprender bien el valor de su "elección", podemos escuchar la reflexión del marido, que compartía su misma fe, la decisión de su mujer, pero no alcanzaba siquiera a pensar o hablar. "A mí testimoniará él seguidamente- me venía en mente con insistencia su pedido 'salvar el embarazo', y no podía tener otro pensamiento. No me atrevía a hablar con mi mujer. Algún tiempo después, me dijo: 'Pedro, necesito que tú, que siempre fuiste tan amoroso conmigo, lo seas aún más en este periodo, porque son meses un poco tremendos para mí'. Continuaba viéndola tranquila. Con el afecto acostumbrado, se ocupaba de nuestros niños y de sus enfermos. Con el tiempo, un día me di cuenta de que ponía en orden la casa con una particular atención. Que reordenaba los cajones, los armarios... como si tuviera que hacer un largo viaje...". Cierto también que Juana vivía sus angustias, y lo confesará en el lecho de muerte a su hermana: “¡Sabés cuánto se sufre cuando se dejan los niños, todos pecjueños! ¿Qué cosa, entonces, la impulsó a aquella elección? Ciertamente la conciencia clara, sin sombra alguna, de obediencia a Dios que dice: "¡No matar! Lo había dicho ella misma como médico, a una joven que le pedía abortar: "¡No se juega con los niños!". Pero esta obediencia nacía de un convencimiento para ella evidente: no se puede cuidar a tres niños, sacrificando a otro.

Finalmente, hemos llegado a la palabra decisiva, aquella palabra antigua que es la única luz que podemos mirar verdaderamente, cuando la existencia parece tornarse oscura y difícil de descifrar: la Providencia de Dios. Si no está la Providencia divina, la creatura debe agitarse, hacer sus cálculos, hasta incluso matar con la convicción de mejorar la propia vida y la de los demás. Si hay humildad, simplicidad, profunda fe en la Providencia -aquella a la que Cristo ha dado un rostro filial y paterno-, entonces la razón del hombre continúa percibiendo sus evidencias; "una reacción razonada", como ha escrito valientemente su marido. Y la evidencia era que ella resultaba "necesaria" para los otros tres hijos, pero el niño que llevaba en su vientre era "indispensable". Sin ella, Dios podría "proveer" a los otros niños, pero Dios no habría podido siquiera "proveer" a aquel que ella llevaba en su vientre, si ella lo rechazaba. Por eso, en ella, con el pasar de los meses, no aumentaba el sufrimiento, sino que se acrecentaba la ternura hacia el pequeño que crecía dentro. Volvamos al sufrido relato del marido: "Un mes y medio antes del nacimiento de nuestro hijo, sucedió una cosa que me ha desconcertado. Tenía que salir para ir a la fábrica, y me había puesto ya el sobretodo. Juana -todavía me parece verla- estaba apoyada en el mueble de la antesala de nuestra casa. Se me acercó. Y no me dijo: "Sentémonos", "Quédate un momento", "Hablemos". Nada. Se me acercó, así como cuando se dicen cosas difíciles, que pesan, pero que ya se han meditado bastante, y sobre las cuales no se quiere "volver". 'Pedro -me dijo-, te ruego..., si se tuviera que decidir entre mi vida y la del niño, decidan por el niño, no por mí. Te lo pido'". Se lo repetirá un poco antes del parto. Así fue también el diálogo con una amiga: "Voy al hospital, pero no estoy segura si volveré. Mi maternidad es muy difícil; tendrán que salvar a uno o a otro; yo quiero que el niño viva". "¡ Pero tienes tres niños, preocúpate en vivir tú más bien!". "No, no... Quiero que viva el niño". Se encontró con otra amiga en la peluquería y le dijo: "¡Reza, reza tú también! Durante este difícil embarazo he estudiado y rezado por mi nueva creatura... ¡Reza para que esté preparada para cumplir la voluntad de Dios!". Y Dios quiso que su pasión comience justo el Viernes Santo del año 1962. Recuerda una hermana del hospital: "La encontré mientras subía las escaleras para ser recibida en la sala de parto. Me dijo: 'Hermanita, aquí estoy, estoy aquí para morir', pero tenía una presencia buena y serena. Y agregó: '¡Basta que le vaya bien al niño, por mí no hagan nada!"'. Los dolores del parto duraron toda la noche; y el nacimiento fue a las once de la mañana del Sábado Santo. Cuando Juana se despertó de la anestesia, le entregaron a la pequeña: "La miró por un largo tiempo en silencio. La mantuvo a su lado con una ternura indecible. La arrulló suavemente sin decir una palabra", contó su marido. Murió una semana después de una peritonitis séptica, sin que se pudiera hacer nada para salvarla. En la capilla mortuoria donde fue puesto su cuerpo, el marido mandó a cubrir la pared del fondo con un mosaico dorado: allí estaba dibujada Juana, ofreciendo a la Virgen de Lourdes a su niña. Y una leyenda, en latín, extractado del libro del Apocalipsis, que dice así: "¡Séfiel hasta la muerte!Aquella de Juana Beretta Molla fue, realmente una "fidelidad misericordiosa" que, retomando la bella expresión del profeta Isaías, puede ser sintetizada así: fue una madre que prefirió "olvidarse de sí misma", antes que olvidar -aunque sea por un solo instantela creatura que llevaba en el vientre y que solo ella podía salvar.

CAPÍTULO XIII Una esposa toda misericordiosa Beata Isabel Canori Mora Hoy se habla de la misericordia como algo que se necesita en muchas familias heridas y muchos cónyuges, sobrepasados por diferentes conflictos no pueden soportar más. Quizá, a lo mejor, se requiere hablar, sobre todo, de la misericordia que los mismos cónyuges en crisis podrían humildemente ejercitar desde el momento en que la familia comienza a vacilar. Aveces, para salvarla, bastaría solamente con la misericordia pacientemente ejercitada por un solo miembro, capaz de esperar y de amar con esperanza. Tal fue el caso de Isabel Canori Mora (1774- 1825)10, que luán Paolo II -en 1994, Año Internacional de la Familia- beatificó junto con Juana Beretta Molla, definiéndolas a ambas como "mujeres de heroico amor". El matrimonio entre Isabel, de noble familia romana, y el joven y rico abogado, Cristóforo Mora, parecía el comienzo seguro de una fábula. Él se decía deslumbrado por la belleza de ella, tanto que juraba y perjuraba que nunca más buscaría a otra mujer, si ella se dignaba aceptarlo. Y se inquietaba pensado que algo la podía ofuscar: su esposa no debía cansarse, ni hacer ningún trabajo que la pudiera agotar. No admitía ni siquiera que cociera o bordara, para que no se le endurecieran los dedos. Y era también un celoso obsesivo, tanto que le impedía a la esposa cualquier contacto con los parientes. Y he aquí que, después de pocos meses, a los celos obsesivos le siguió un frío glacial: se volvió cada vez más distraído y ausente. Comenzó a faltar en la casa, a pasar las noches en otros lugares, hasta que en la boca de la gente empezó a estar el comentario de que tenía una relación con una mujer de baja condición y que lo estaba literalmente aniquilando. Al joven abogado el dinero parecía que nunca le bastaba, las pérdidas en el juego se multiplicaban, hasta que se redujo al máximo. Por pagar las abultadas deudas de Cristóforo, Isabel llegó a privarse de todas sus joyas, pero todo el dinero parecía caer en un pozo sin fondo. Así, imposibilitados de mantener el hogar familiar al que estaban acostumbrados, tuvieron que trasladarse a un pequeño departamento vecino a la rica residencia de sus suegros. Con total desinterés del marido, Isabel tenía que mantenerse y proveer a sus hijos con el trabajo de sus manos, y estaba cada vez más sola. Además, la atormentaban fuertes dolores estomacales. Pero aquí inició su espléndida aventura mística. De tal "aventura" se podría hacer una lectura fácil, hasta banal, que nos dejaría tranquilos: una mujer traicionada por el marido, imposibilitada hasta para educar a sus hijos, gravemente enferma, privada de todo afecto, sublima sus angustias construyéndose un mundo afectivo espiritual, intenso pero ficticio. Para quien cree, en cambio, hay una explicación más simple y luminosa. Sabemos que el matrimonio cristiano, con todos sus adornos de dones y de gracias, es un sacramento, es decir, un medio, un signo de una realidad más grande y profunda. La realidad es la del amor de Jesús, Amante y Amado, que abraza juntos a los dos cónyuges. Pero si uno de los dos está disminuido, ¿por qué negarse a que él decida manifestarse como quien desde el fondo pasa al escenario en la realidad de las "sagradas nupcias"?

Esto es lo que le pasó a Isabel: había recibido sacramentalmente, es decir, como signo, a su esposo, que después la rechazó y traicionó. Entonces, el verdadero Esposo, el Único, decidió retomar el lugar que le esperaba, y quiso hacerlo también "de manera sensible", es decir, con algunas manifestaciones extraordinarias de su presencia. Pero fue bien notable: ciertas experiencias místicas, vividas por los santos, son únicas y extraordinarias, pero, como dice el Catecismo de la Iglesia Católica, Dios "se las concede solamente a algunos para manifestar así el don gratuito hecho a todos" (n. 2014), es decir, la gracia ordinaria es concedida a todos los matrimonios sacramentales. De hecho, cada cónyuge cristiano debe, antes o después -parte en el sufrimiento, parte en la alegría-, aprender la distancia que hay, con la medida del amor, entre la creatura y el Creador. La vita mística de Isabel fue, entonces, rica en oración, en visiones, en irresistible transporte amoroso: ella vivía sus jornadas en total unión con el Señor, comenzaba desde la mañana muy temprano, cuando iba a la Santa Misa, y recibía, cada día, la comunión; el resto del tiempo lo dedicaba al cuidado de las niñas, las labores domésticas y la oración. Cristóforo no se hacía ver casi nunca, regresaba a la noche muy tarde, e Isabel estaba siempre allí, despierta, esperándolo: había decidido no discutir nunca con él y solo dirigirle palabras buenas y algunas exhortaciones para que cambie de vida. En el tiempo libre que le quedaba, se dedicaba a las tradicionales "obras de misericordia": con el permiso de la suegra, la única que la comprendía y sostenía, recogía para los pobres la comida que quedaba en las cocinas, iba a los hospitales a visitar a los enfermos, no rechazaba las tareas más humildes y hasta repugnantes. Por su comportamiento inmoral, Cristóforo fue denunciado por sus hermanas, que querían garantizarse la herencia familiar, y corrió el riesgo de ir preso; pero logró evitarlo prometiendo rever su conducta. Por eso, regresó con su familia pero aún más alterado que antes, hasta llegar al punto de querer matar a su mujer. Contará posteriormente que, cada vez más, sentía una fuerza superior que le sostenía el brazo. Todos aconsejaban a Isabel dejar la casa y esconderse en algún lugar, pero ella no quería. Y los mismos parientes no podían entender cómo hacía para quedarse sola a la noche, con su marido, que la amenazaba de muerte. Isabel había consultado al respecto a su Señor Jesús, y obtuvo la siguiente respuesta: "que no debía abandonar a estas tres personas, es decir, las dos hijas y el marido, porque por medio mío los quería salvar". Hasta el confesor, dado el riesgo por el que estaba pasando, le sugirió separarse del marido, pero ella respondió: "Yo antepongo la salvación de estas tres personas a mi provecho espiritual". Y lo tranquilizó contándole que se dormía orando como una niña: "Mi espíritu reposaba dulcemente en los brazos del Señor, y un rayo de luz me rodeaba y me sentía segura en aquel reposo". Lo más increíble del relato no es la mención sobre el rayo de luz que la protegían, sino el hecho de dos almas en un estrecho contacto conyugal: una, inmersa en las amenazantes tinieblas del vicio, y la otra, inmersa en la luz protectora de su esponsal amistad con Cristo. Y no se trata de dos historias que se oponían y se suprimían, sino de un misterioso enlace. Así la vida de Isabel transcurría en recíproca serenidad -entre trabajo, oración y niñas-, todo hilvanado por momentos de gracia en los cuales Jesús le ilustraba, con visiones simbólicas, las más bellas verdades de fe. Y a medida que las hijas crecían, su manutención y comportamiento comenzaron a darle algunas preocupaciones. Jesús le dijo: "No temas, desde hoy en adelante vendré yo en persona a ser el padre de la casa; y también, de aquí en adelante no sólo tendrás lo necesario para ti y tu familia sino también sobreabundancia". Y así, por el transcurso de circunstancias extraordinarias, aquella casa que no podía convertirse en una

"Iglesia doméstica" a causa de las ausencias del marido mujeriego y derrochador, se tornó en una "Iglesia verdadera y propia" por la intervención del Esposo celeste, que había decidido sustituir personalmente al cónyuge transgresor. Y los milagros fueron innumerables. Mientras tanto, Isabel se inscribió en la Tercera Orden de los Trinitarios -una antigua Orden nacida para la liberación de los cristianos llevados a la esclavitud-, y su espiritualidad traía una creciente pasión por los más pobres y desamparados. La salvación de todos se convirtió en ella en un gran deseo, y por eso pedía siempre con mayor insistencia la salvación del marido, que continuaba viviendo con su amante. Un día en que las hijas, desesperadas, deseaban el castigo divino para aquella mujer que le había quitado a su padre, Isabel intervino "con fuerza y energía", explicando a las jóvenes que ella "rezaba siempre al Señor diciéndole que deseaba tener a su lado en el Paraíso a aquella mujer que había trastornado a su marido y que le había provocado tanto daño". Al marido le deseaba, en cambio, un extraño augurio, y le decía: "Vendrá también para ti la noche de Navidad", como si la culpa del pobrecito fuese solamente aquella de no estar alcanzado por la ternura de la Encarnación. Desde hacía más de un año, ella había previsto el día exacto de la propia muerte; es más, Dios ya le había hecho pregustar cada momento en visiones, y lo relataba así: "Me parecía expirar entre los brazos de Jesús y de María, gozando un paraíso de alegría". Cuando se acercó el fatídico día, le dijo a sus hijas: "Las dejo para ir hacia su padre, Jesús Nazareno", después las exhortó a que respetaran siempre al papá y a que lo ayudaran siempre. Murió en la fecha prevista, cerca de las dos de la madrugada, habiendo cumplido apenas 50 años de edad. Cuando Cristóforo regresó a su casa, eran aproximadamente las cuatro de la mañana, y no podía creer que Isabel ya no viviera más. Se quedó allí, apoyado en la pared llorando como atontado. Desde aquel día, ya no fue el mismo. No le había dicho a nadie, pero poco tiempo antes de que expirase Isabel, también había muerto la amante entre sus brazos. Había cambiado: finalmente mostró interés por todo aquello que hasta entonces había despreciado. No se fijaba más en su elegancia y su ropa, pasaba largas horas en la Iglesia y, llorando, hacía girar entre sus manos un viejo sombrero. Se puede decir que oraba con el sombrero sobre el rostro. El hecho es que, en la parte interna del sombrero, había pegado un retrato de Isabel y continuaba mirándolo y lloraba. Decía que "la había hecho santa con sus locuras". Pasaron nueve años de la muerte de Isabel, y se difundió en Roma una noticia inesperada: en la Orden de los Hermanos Menores Conventuales celebraba la primera Misa, un cierto P. Antonio, ordenado sacerdote excepcionalmente a los 61 años de edad, después de que, a esa edad, había completado todos los estudios de teología. El nombre Antonio era el asumido en la vida religiosa, pero en el mundo se lo conocía como "el abogado Cristóforo Mora". Según la promesa de Isabel, finalmente también él tuvo "su propia noche de Navidad". Y, después de once años de remordimientos, oraciones y penitencias transcurridas en el convento, murió con la fama de santidad. Resumamos la enseñanza que todo este relato nos transmite. La misericordia, de la cual la familia tenía necesidad, es la de entender que en un matrimonio cristiano todo es sacramento: el amor que los dos cónyuges alcanzan a comunicarse es la parte bella del sacramento (del "signo sagrado"); el amor que un cónyuge no quiere o no alcanza a dar (con las penas que le secundan) debe convertirse en la parte virginal del sacramento (del "signo sagrado"), aquella que se encamina directamente hacia Cristo e invoca su presencia. Aunque solo uno de los cónyuges toma conciencia, la vida se llena de

misericordia y puede llenarse de milagros.

CAPÍTULO XIV Una hija misericordiosa Beata Laura Vicuña Hay un tipo de "misericordia" muy particular que solo "los pequeños santos" pueden ejercer con los adultos: ¡la misericordia hacia los propios padres! La pequeña Laura Vicuña (1891- 1904)11 -santa a los 12 años de edad- es una clara demostración. Nació en Santiago de Chile, pero como su familia era perseguida políticamente, tuvieron que huir hacia la frontera con la Argentina. Con la muerte prematura de su papá, su mamá quedó privada de todo apoyo, en una tierra hostil, y acabó por encomendarse a un rico terrateniente, don Manuel Mora, conocido por ser violento y pendenciero, amante del juego, orgulloso de alardear delante de sus amigos con caballos y mujeres. Lo llamaban "el gaucho malo", pues trataba a peones y mujeres como sus esclavos. Había echado de su casa a su última amante, después de haberla marcado a fuego, con un hierro candente que empleaba para marcar el ganado: "¡Así todos sabrán cjue eres mía!", le había gritado por atrás. Y se había encaprichado con Doña Mercedes, que todavía era juvenil y ciertamente más refinada que las mujeres con las que solía tratar. Le ofreció, pues, hospitalidad en su estancia, y la desventurada aceptó, en parte para garantizar alojamiento y educación para los niños, y en parte porque estaba subyugada por la perversa fascinación del aventurero. Acordaron ubicar a las dos niñas, todavía bastante pequeñas, en el colegio de los Salesianos, y don Manuel pagaba con gusto treinta pesos anuales -una cifra que no lo preocupaba en absoluto, puesto que a menudo la dejaba también sobre la mesa de juego- con tal de tener a la mujer. En el colegio, Laura crecía buena y estudiosa, y mostraba "un carácter fuerte y dulce". Sabía callar cuando era necesario y sabía obedecer de buena gana, estar disponible y ser generosa con las compañeras, como también era de fácil perdón. Particularmente doloroso, pero fue su crecimiento interior que la llevó a comprender la situación de la pobre de su mamá. Un día en que las monjas hablaban a las chicas sobre la belleza del matrimonio cristiano, a Laura se le abrieron los ojos de la mente y del corazón: entendió la ruina en la cual su mamá había caído, quien se había perdido a sí misma en el intento de asegurar a sus hijas los bienes materiales. El dolor fue tal que la niña se desmayó en clase. Había comprendido de golpe de dónde provenía el dinero que las mantenía, de quién eran los regalos numerosos que la mamá llevaba, sobre todo perfumes y objetos de toilette que Laura siempre distribuía entre sus compañeras, y la elegancia que la madre demostraba cuando llegaba al colegio con mantillas de seda. En las primeras vacaciones de verano, que en la Argentina comenzaban el primer día de enero, Laura tuvo que volver a la hacienda, y la comprensión se volvió aún más atormentadora: sentía extraña aquella casa grande y rica que le daba miedo. Entendió porqué el rezo no era bien visto allí y la mamá recomendaba a las niñas que no se mostraran rezando delante de Mora. Entendió qué pretendía don Manuel cuando gritaba que "¡no quería santulonas en su casa!". Comprendió también porqué la mamá ya no quería orar con sus niñas, y casi se avergonzaba de haberse convertido en la amante de un aventurero.

Cuando Laura pudo finalmente volver "a su paraíso", el pobre colegio, las monjas se enteraron de que la pequeña tenía por dentro una pena que nadie lograba curarle. Pero también tenía un objetivo que alcanzar, hacia el cual canalizaba toda su esperanza infantil. Y era una esperanza tan "intensa", que las hermanas le concedieron anticipar el día de su primera comunión, aunque tuviera tan solo diez años de edad. Y luego contarían lo siguiente: "Cuando la niña supo la bella noticia que había deseado tanto, una sombra oscureció su rostro, y lloró. "¿Lloras, Laura? -preguntó afectuosamente la directora-. ¿No estás contenta?". “Oh, sí, estoy contenta -balbuceó la niña enjugándose las lágrimas que le surcaban las mejillas-, pero pienso en mi mamá. ¡Pobre mamá!"". Se había dado cuenta de que, desde hacía un tiempo, doña Mercedes no se acercaba a los sacramentos, y anticipó el ulterior desgarro comprobado aquel gran día, cuando ella no había podido comunicarse con su hija. De esta forma, fue cómo la pequeña encontró a Jesús por primera vez, mientras la mamá se mantenía aparte, sufriendo con la cabeza inclinada, con una extraña luminosidad en los ojos y en el corazón. A partir de aquel día, de ser una alumna simple, buena y dócil, Laura se convirtió en una niña en búsqueda de la santidad. Parecía intuir que estaba yendo al encuentro de las pruebas más decisivas. A fines de 1901, llegaron "las terribles vacaciones" por las que, según la costumbre, ella debía pasar el tiempo en familia. La situación de doña Mercedes era ahora aún más penosa. Don Manuel no sólo no tenía ninguna intención de desposarla, sino que además la maltrataba para recordarle que era solamente una sirvienta; pero ya se decía por ahí que él pagaba la cuota del colegio de sus hijas sólo para procurarse una amante nueva y más joven. Laura crecía y se hacía bella, aunque todavía no había cumplido los 11 años de edad, y el patrón tenía prisa. Este comenzó a buscar cualquier pretexto para estar solo con la muchacha. Cuando llegó el tiempo de la gran fiesta, en ocasión de la esquila del rebaño y de la marcación del ganados con fuego, don Manuel pretendió bailar con Laura, contando con el candor de la niña y con sus propias dotes de seductor. Recibió un rechazo que se repitió otras veces durante la velada. Irritado, Mora pretendió que doña Mercedes obligara a su hija a aceptarlo. Como no obtuvo respuesta mandó que ataran a la madre a un palo en que solía amarrar su yegua, y la azotó. Para Laura fue un golpe a su corazón ver hasta qué punto su mamá estaba esclavizada. Luego también se sintió expulsada violentamente fuera de casa, en el frío helado de la noche andina. Y pasó así la noche, refugiándose en la casilla del perro, con el alma llena de horror. Regresó al colegio como "pobre", porque el patrón ahora rechazaba pagarle la cuota, y Laura se decidió a "donar" literalmente su vida, con esa lógica tan rápida que solo los niños a veces tienen, tanto que solo Dios podía entenderla. Sucedió en abril de 1902, un par de meses después de la "terrible noche", que mencionamos. En la iglesia, mientras el cura leía la parábola del Buen Pastor, Laura escuchaba con atención las palabras de Jesús: "¡El Buen Pastor da la vida por sus ovejas!No pensó en que ella podría ser el pastor misericordioso, o que la madre pudiera ser la oveja perdida, pero su conclusión lógica fue igualmente inexorable: le tocaba a ella dar la vida por su mamá. Corrió hacia donde estaba su confesor para solicitar el permiso de ofrecer su vida al Sagrado Corazón por su mamá: lo consiguió, se echó a los pies del tabernáculo e hizo su ofrenda. Continuó luego viviendo en paz, pero atenta para ofrecer a Jesús y a María toda la ternura de la que era capaz: tenía una atención muy amable con las estudiantes más pequeñas, a las que asistía para mantenerse ocupada, y era obediente en todo con las maestras.

Después, la directora de la escuela revelaría que la jovencita vivía interiormente una verdadera vida mística y, en el proceso canónico, refirió la siguiente "ingenua expresión" de Laura: "Me parece que Dios mismo me conserva el recuerdo de su Divina Presencia, porque cualquier cosa que haga y en cualquier lugar que me encuentre, siento que él me sigue como un buen padre, me ayuda y me consuela". Y no parece cierta la expresión de una niña de 10 años, referida por su confesor: "Para mí rezar o trabajar son la misma cosa; es lo mismo trabajar o jugar, rezar o dormir. Haciendo eso que me mandan, hago eso que Dios quiere que yo haga, y es esto mismo lo que yo quiero hacer; esta es mi mejor oración". El 24 de mayo de 1903, fiesta de la coronación de María Auxiliadora, las niñas se comprometieron para representar un bonito cuadro artístico, y Laura, que debía leer su composición cosa que conmovió a todos los presentes- fue puesta muy cerca de la estatua de la Virgen. La mamá asistió: estaba en la platea durante la representación sacra. Descendiendo del escenario, la niña le confió a su maestra lo siguiente: "Mientras tenía la cabeza apoyada en la mano de mi Madre celeste, he renovado el ofrecimiento de mi vida ahora de manera más ferviente. Lo he hecho mirando a mi pobre mamá c\ue estaba en frente de mí. Fui escuchada, ya lo verá, el corazón me lo dice". El 16 de julio de 1903 -durante un invierno particularmente frío y lluvioso-, todo el colegio quedó destrozado por una terrible inundación, y tuvieron que poner a salvo a las chicas en una suerte de barcaza. Laura, que desde hacía algún tiempo sentía que su salud declinaba, huyó de esa triste aventura con un dolor en el pecho que se hacía cada vez más insistente. Empeoró inevitablemente, pero asombraba a todos con su serenidad. A quien le hacía preguntas, ella respondía de manera invariable: "¡Estoy un poco mejor, gracias!", pero su jaculatoria preferida era siempre la misma: "¡Virgen del Carmen, llévame al Cielo!Parecía que esperaba que se cumpliera una promesa. Dado que el estado de salud era preocupante, debieron llevarla a la estancia, donde don Manuel Mora la recibió fríamente, con cierta ironía. Después de algunos meses, Laura estaba tan desmejorada que doña Mercedes, para alejar a la muchacha de la odiosa estancia, decidió alquilar una vivienda muy humilde de dos ambientes, hecha de paja y barro, a muy poca distancia de su amado colegio. Así Laura pudo retomar las clases de manera esporádica, lo cual bastó para concluir el año y reanudar su relación con sus amigas más queridas. Don Mora se alejó. Pero la tormenta estalló en enero de 1904, al principio de las vacaciones de verano. En ese momento, el hombre se presentó furioso en el mísero cuchitril donde vivían, para arrastrar afuera a "sus mujeres", pretendiendo pasar la noche allí. Afiebrada, Laura se levantó de su pobre cama, toda aterida de frío en su camisón: "Si él se queda, me voy a mi colegio", dijo con intrepidez. Y se marchó fatigada. Entonces se vio al soberbio señorón precipitarse sobre la pobre niña desarmada, arrastrarla del cabello y llenarla de insultos y de golpes violentos. Solo la intervención de los pueblerinos logró arrancársela de las manos. Para Laura ese fue el golpe de gracia, y todos intuyeron que era solo cuestión de días. El 22 de enero, recibió la Unción de los enfermos. Luego pidió hablar en secreto por última vez con su confesor: tenía un permiso especial que solicitar. Y fue en presencia del sacerdote que la pequeña decidió revelar a su madre su doloroso secreto: "Mamá -le dijo-, yo muero. Se lo he pedido yo misma a Jesús... Hace casi dos años que le he ofrecido mi vida por ti, por tu conversión, para que tú vuelvas a él. ¿Me darás la alegría de verte arrepentida, antes de morir?". Entretanto, esta estaba de rodillas, llorando junto a la cama de su niña. La revelación la había herido hasta el fondo del alma, aunque ya lo había adivinado hacía tiempo. Solo tuvo fuerzas para decirle: "Te juro que haré eso que me pides... Estoy arrepentida, y Dios es testigo de mi promesa". Y, de hecho, ella se mantuvo, resistiendo durante años a todas las presiones y las persecuciones de Mora, mientras trataba de

reconstruir una existencia decorosa. Al tañir de las campanas del Angelus de la noche del 22 de enero de 1904, Laura, consciente de haber completado su misión, después de haber besado y rebesado su crucifijo, expiró mientras decía: "¡Gracias, Jesús! ¡Gracias, María! Ahora muero contenta". Las compañeras se enteraron, también la gente del pueblo. Y todos se decían: "¡Se murió la santita!". Durante el funeral, vieron cómo la mamá se inclinaba, arrepentida y temblorosa, ante los sacramentos. Y quien conocía todas las desdichas por las que la pequeña había pasado, la invocó: "Laura, virgen y mártir", mientras la mamá recordando lo que su hija había padecido- asentía entre lágrimas y decía: "Sí, virgen. Y mártir por mí".

CAPÍTULO XV María, Madre de misericordia La misericordia es "el atributo más estupendo del Creador y del Redentor", ha dicho Juan Pablo II en su espléndida encíclica Dives in misericordia (n. 13), y nadie sobre la tierra lo ha experimentado de forma tan radical y sobrecogedora como le ocurrió a María Santísima. Cuando el Antiguo Testamento emplea este término "materno", se refiere siempre a la ternura visceral de Dios por sus creaturas, pero no se pretende decir que una creatura humana pudiera "tener misericordia de Dios". Esta idea se revirtió con la Encarnación, cuando la misericordia de Dios hacia el hombre se manifestó con el hecho de conceder a una creatura humana ser su propia Madre y, luego, tener por ella una atracción, en sentido físico, visceral, es decir, "misericordiosa". Pero eso no sería posible si Dios no fuese estable para siempre, en sí mismo, aun siendo "Hijo". Dios no hubiera podido recibir en la tierra esta materna misericordia, si no fuese porque en el Cielo ya existía, desde toda la eternidad, la Persona Divina del Hijo. Así, en el icono navideño de la Madre que ha podido estrechar entre sus brazos y de manera impensable al Hijo divino devenido en hijo de hombre- se reveló el "misterio escondido por siglos": el Padre, rico en misericordia, envió a su propio Hijo a la creación hecha por él y en él. Como ha escrito el papa Francisco en Miserico- diae Vultus: "Elegida para ser la Madre del Hijo de Dios, María estuvo preparada desde siempre para ser Arca de la Alianza entre Dios y los hombres. Custodió en su corazón la divina misericordia en perfecta sintonía con su Hijo Jesús" (n. 24). Por consiguiente, llamar a María "Madre de la misericordia" significa exactamente decir que ella conoce como ningún otro, desde lo humano y de manera visceral, el misterio de la "filiación de Dios" y de las "entrañas del Padre", que contienen también la promesa, dirigida a nosotros, de convertirnos a todos en "hijos en el Hijo". En la Navidad, por ende, María tiene entre sus brazos toda la misericordia de Dios, aunque a ella se la revele plenamente solo en el Misterio Pascual. Recordemos la bella meditación de Juan Pablo II en Dives in Misericordia: "María es la que, de manera singular y excepcional, ha experimentado -como nadie- la misericordia y, al mismo tiempo, también de manera excepcional, ha hecho posible con el sacrificio de su corazón la propia participación en la revelación de la misericordia divina. Tal sacrificio está estrechamente vinculado con la cruz de su Hijo, a cuyos pies ella se encontraría en el Calvario. Este sacrificio suyo es una participación singular en la revelación de la misericordia, es decir, en la absoluta fidelidad de Dios al propio amor [...] cumplida definitivamente a través de la cruz. Nadie ha experimentado, como la Madre del Crucificado el misterio de la cruz, el sobrecogedor encuentro de la trascendente justicia divina con el amor: el "beso" dado por la misericordia a la justicia. Nadie como ella, María, ha acogido de corazón ese misterio: aquella dimensión verdaderamente divina de la redención, llevada a efecto en el Calvario mediante la muerte de su Hijo, junto con el sacrificio de su corazón de madre, junto con su "fíat" definitivo" (n. 9). Pero ¿cómo se reunieron en ella los dos fíat, las dos experiencias de misericordia, la de la Navidad y la de Pascua? Contemplémosla en el Calvario, a los pies de la cruz, donde clavaron a su Hijo: los

discípulos habían huido, y solo quedaban algunas mujeres fieles y enamoradas y Juan, el discípulo predilecto de Jesús. Ciertamente, incluso María fue envuelta por las tinieblas que oscurecían al mundo: las atroces torturas del Hijo le lastimaban el corazón, pero su alma estaba herida por el inexplicable silencio del Cielo. Ella conocía el misterio de la concepción de Jesús: sabía que él tenía derecho a llamar Padre a Dios, sabía que un reino sin fin le estaba prometido. Pero allí, sobre la cruz, el Hijo parecía orar inútilmente. Jesús decía: "¡Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado...!", y María sabía que se trataba de un Salmo. Podía, incluso, acompañarse con palabras, pero se estremecía con solo pensar en aquellos versos que seguían inmediatamente después: "Tú, Señor, me sacaste del seno materno, me confiaste al regazo de mi madre; a ti fui entregado desde mi nacimiento, desde el seno de mi madre, tú eres mi Dios. No te quedes lejos, porque acecha el peligro y no hay nadie para socorrerme" (Sal 22, 10-12). ¡ María sabía hasta qué punto todas esas palabras eran verdad, una por una, literalmente verdaderas! Ella estaba allí para testimoniarlo con el milagro de su virginidad permanente. Ella era la Madre que había ofrecido su seno a Dios. Pero Dios Padre callaba. Solo un instante antes de gritar que "todo estaba cumplido" y de encomendarse al Padre con el último ímpetu de su filiación, Jesús mismo le develó el misterio: el Padre del Cielo ofrecía al Hijo "para la salvación de todos". Por amor lo envió a las manos de los pecadores; lo cual el Hijo no solo lo consintió libremente, sino que además deseó que la Madre en la tierra también consintiera aquel intercambio dulce y terrible. Ahora más que nunca, María comprendió que ella era parte de aquel intercambio: su consentimiento inmaculado y la gracia que siempre la había colmado eran fruto de aquella sangre derramada por el Hijo. Y ella, por primera vez, sintió, con todo su ser, que verdaderamente era "hija de su Hijo", hecha para él, redimida por él. "Jesús, pues, viendo allí a la Madre y, junto a ella, al discípulo al que amaba, dijo: '¡Mujer, he aquí a tu hijo!'. Después dijo al discípulo: '¡He aquí a tu Madre!"'. Y desde aquel momento, María, aceptó con pasión, la que genera el cariño por un nuevo nacimiento, hacer de Madre de "su hijo Juan", y de todos los creyentes que él representaba. Como dice el Catecismo de la Iglesia Católica: "Al pie de la cruz, María es escuchada como la Mujer, la nueva Eva, la verdadera 'madre de los que viven'" (n. 2618). Y, a partir de ese momento, la Iglesia supo que tenía una Madre, y María supo que tenía una innumerable cantidad de hijos que la invocarían por siempre: "Salve, Madre de misericordia: vida, dulzura y esperanza nuestra"

NOTAS 1 Diario. La misericordia divina nélla mia anima, LEV, Ciudad del Vaticano 2007. A esta edición se refieren las indicaciones de las páginas citadas en el texto. 2 S. Teresa del B. G., Opere Complete, LEV, Ciudad del Vaticano 2009. 19 3 Cura de Ars, Scritti scelti, Cittá Nova, Roma 1976, p. 72. Para las otras citaciones, cfr. Nodet, Le curé d’Ars. Sa pensée - Son cceur, Xavier Mappus, París 1995, pp. 5, 130, 128. 4 Para toda la documentación, cfr. P. E. Bernardi, Leopoldo Mandic. Santo della ñconciliazione, Cappuccini di Padova, 1983. 5 Citado por Juan Pablo II en la Homilía por los 250 años de la canonización (27 de septiembre de 1987). 6 V. Ghika, Entretiens Spirituels. La Liturgie du prochain, Beauchesne, París 1997. 7 Fratello del nostro Dio, LEV, Ciudad del Vaticano 1982. En 1997 el director Krzysztof Zanussi llevó esta historia a una película. 8 Para toda la documentación, cfr. F. Millán Romeral, II coraggio della verita. II Beato Tito Brandsma, Ancora, Milán, 2012. 9 Para toda la documentación, cfr. P. Molla-E. Guerriero, La beata Gianna Beretta Molla riel rocordo del marito, San Paolo, Cinisello Balsamo, 1995. 10 Para toda la documentación, cfr. P. Redi, Elisabetta Canori Mora. Un amore fedele tra le mura di casa, Cittá Nova, Roma 1994. 11 Para toda la documentación, cfr. Miela Fagiolo D'Attilia, Laurita delle Ande, Paoline, Milán 2004.

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