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Juan Carlos Pantoja Rivero, Antología de poemas caballerescos castellanos (2004)
ÍNDICE INTRODUCCIÓN ............................................................................................................................. 13 1. La necesidad de delimitar un género ........................................................................................ 13 2. Hacia un corpus de los poemas caballerescos castellanos de los Siglos de Oro.......................................................................................................................................... 16 3. Los poemas caballerescos: características formales y de contenido .................................... 23 Aspectos externos y editoriales................................................................................................ 23 La estructura formal de los poemas caballerescos y su adscripción a la épica culta .......................................................................................................................... 25 Elementos de construcción propios de los poemas caballerescos ..................................... 30 Otros rasgos estructurales......................................................................................................... 36 4. Temas y contenido de los poemas caballerescos castellanos................................................ 38 5. Un lugar junto a los libros de caballerías ................................................................................. 46 Precursores.................................................................................................................................. 47 La literatura artúrica................................................................................................................... 49 Las historias caballerescas......................................................................................................... 51 Las novelas caballerescas catalanas.......................................................................................... 52 Los libros de caballerías del siglo XVI ..................................................................................... 53 Los poemas caballerescos ......................................................................................................... 54 6. Nuestra edición............................................................................................................................ 56 Trascripción de los textos y notas a pie de página ................................................................ 56 Criterios de edición.................................................................................................................... 57 Agradecimientos......................................................................................................................... 60 TEXTOS Martín Caro del Rincón, Pironiso Introducción ............................................................................................................................... 63 Antología..................................................................................................................................... 68 Gonzalo Gómez de Luque, Celidón de Iberia Introducción ............................................................................................................................. 139 Antología................................................................................................................................... 149 Jerónimo de Huerta, Florando de Castilla Introducción ............................................................................................................................. 211 Antología................................................................................................................................... 220 Eugenio Martínez, La toledana discreta Introducción ............................................................................................................................. 249 Antología................................................................................................................................... 251 Miguel González de Cunedo, Monstruo español Introducción ............................................................................................................................. 335 Antología................................................................................................................................... 343 BIBLIOGRAFÍA ............................................................................................................................. 367
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INTRODUCCIÓN 1. La necesidad de delimitar un género Pocas veces se ha ocupado la crítica del estudio sistemático y profundo de la poesía épica culta del Renacimiento español, a pesar de ser una de las grandes vetas narrativas del siglo XVI y de consolidarse, en su época, como uno de los géneros más leídos1. Si hemos de creer a Maxime Chevalier, letrados, clérigos, catedráticos, interesados en la historia y, sobre todo, las clases altas de la sociedad del quinientos leyeron ávidamente los poemas épicos, que «halagaban la ideología guerrera de que participaban los hidalgos y caballeros del Siglo de Oro»2. De ahí su enorme éxito entre estos grupos, que entienden la epopeya como un «género noble y respetable, si se la compara con una poesía lírica frecuentemente rastrera y hueca»3. Sin embargo, la lectura de los poemas épicos se limita a un puñado de obras que gozaron especialmente del favor del público, ya fuera por su calidad literaria o por el interés que suscitara el tema. Según el número de ediciones contemporáneas, podemos afirmar que el mayor éxito lo obtuvieron algunos textos religiosos, como el San José de Valdivielso, que conoció veintisiete ediciones en el siglo XVII, y el Isidro de Lope de Vega, con ocho, además de La Araucana de Ercilla, cuyas tres partes completas se imprimieron diez veces en los Siglos de Oro. Otros poemas celebrados por los lectores pasaron también de la primera edición; es el caso de La Austriada de Juan Rufo, el Monserrate de Cristóbal de Virués y La hermosura de Angélica de Lope (tres ediciones cada uno). El resto de los textos de la épica culta renacentista no se volvieron a imprimir nunca o, a lo sumo, se reeditaron en siglos posteriores, como es el caso del Bernardo de Bernardo de Balbuena, por citar solo un ejemplo4. Así pues, al abandono por parte de la crítica hemos de sumar también el desinterés creciente que va apoderándose de los lectores. En opinión de Chevalier, la explicación de esta situación se encuentra en que «desde el punto de vista estético, la producción épica de los siglos XVI y XVII, dejando aparte los versos de Alonso de Ercilla, Luis Barahona de Soto, Bernardo de Balbuena, Lope de Vega y alguno que otro más, merece el olvido en que la dejamos dormir»5. No obstante, se nos hace difícil asumir que los más de doscientos poemas que recoge Pierce en su catálogo sean tan despreciables como para merecer un abandono tan prolongado y, en cualquier caso, el mero hecho de que éstos formen parte del extenso patrimonio literario de los Siglos de Oro hace necesaria al menos una revisión crítica y una puesta al día, ya que su proliferación nos habla, también, del interés que, de una u otra forma, despertaban entre sus contemporáneos. Nuestra intención aquí, empero, es más modesta, ya que pretendemos, en primer lugar, configurar la inmensa variedad de los poemas épicos, para centrarnos por último en los que son objeto primordial del presente trabajo. Cabría plantearse el estudio de este género multiforme a la luz de lo que sucede con el otro gran grupo de obras de la narrativa áurea: la ficción novelesca. En ambos casos hablamos de relatos y reconocemos una diversidad de subgéneros que, en su pluralidad, enriquecen sobremanera el panorama de la literatura española. En el caso de la épica,
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además, se produce un retorno a los orígenes de la narrativa que, desde los poemas homéricos, utilizó, como es sabido, el verso como forma de expresión. Pero si nos centramos en lo que atañe a la clasificación de los poemas épicos, no nos será difícil encontrar varios grupos o subgéneros, nítidamente separados desde el punto de vista temático, dentro de la vastísima producción de los siglos XVI y XVII. No seré yo el primero que hable de poemas de historia nacional (como el Carlo famoso (1566), de Luis Zapata, o La Austriada (1584), de Juan Rufo), de poemas de historia de tema americano (como La Araucana (1533), de Alonso de Ercilla o su continuación, El Arauco domado (1596), de Pedro de Oña); tampoco será una novedad que cite un grupo de poemas de temática religiosa (tal es el caso de La Cristiada (1611), de Diego de Hojeda, o el San José (1604), de José de Valdivielso) o que hable de poemas burlescos (como La Gatomaquia (1634), de Lope de Vega). A todos estos grupos hay que añadir el de los poemas de corte novelesco, que tratan temas de procedencia legendaria o que entroncan con la épica italiana y con el universo imaginario de los libros de caballerías; entre ellos se sitúan los poemas caballerescos que estudiamos, los cuales constituyen un subgénero delimitado con claridad, tal y como expondremos en el siguiente apartado. La especificidad de estos textos hace necesaria su catalogación como grupo independiente y confirma la evidencia de que los poemas épicos de los Siglos de Oro no son una unidad indivisible, sino que contienen una variedad temática suficiente como para establecer los grupos arriba reseñados y, de esta manera, permitirnos hablar de géneros dentro de un molde sólidamente constituido: el de la poesía narrativa, que se consolida en el uso de la octava o de otros metros generalmente cultos (la lira, la estancia, la silva...) y que aprovecha como molde común el esquema estructural de la épica culta italiana. De este modo, los poemas caballerescos forman un bloque compacto y limitado, en el que una serie de rasgos constitutivos y de contenido ofrecen razones sobradas para su agrupación al margen del resto de la producción épica de los siglos XVI y XVII. La herencia de la materia de Troya y de la materia de Bretaña, la huella de Ariosto y la presencia de temas y esquemas propios de los libros de caballerías castellanos se convierten en los formantes esenciales de este grupo de poemas que, como veremos después, gozan de una serie de peculiaridades que no comparten con el resto de la épica renacentista. Con esta delimitación genérica establecemos también la trayectoria en verso de la literatura de caballeros, confirmando así la importancia de este tipo de obras y la necesidad de buscar nuevas formas de expresión tras el agotamiento al que se ve sometida la novela. El uso del verso (como, de otra manera, las versiones a lo divino de los relatos caballerescos) confirma la vigencia del género y propicia la existencia de otros caminos para llegar al mismo lugar: la exaltación de las virtudes de la caballería medieval y el reconocimiento de un universo de aventuras que, sin duda, era de un enorme atractivo para los lectores de la época. En otras palabras, la consolidación de la ficción y de la imaginación como elementos fundamentales del quehacer literario, en contra de la opinión de los moralistas, que dirigieron sin piedad sus dardos envenenados contra los libros de caballerías negando de este modo algunos de los factores básicos de la literatura: la invención, la fantasía, la libertad imaginativa. A todo esto cabe añadir aún que los poemas caballerescos retoman la forma en verso propia de los clásicos del género. No digo nada nuevo si recuerdo aquí que el roman francés, desde Chrétien de Troyes, se escribió en versos pareados, del mismo modo que ocurre con © Centro de Estudios Cervantinos
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los relatos que recogen la historia de Tristán e Iseo o con otros libros que, desde el siglo XII difundieron los mitos del rey Arturo y de los caballeros de la Mesa Redonda, aun después de que comenzaran a prosificarse los mismos en el siglo XIII por medio de la Vulgata artúrica. En verso se escribieron varios relatos durante este último siglo (El cementerio peligroso o El libro de Silence, de Heldris de Cornualles, por ejemplo) e incluso en el XIV (como es el caso del anónimo Sir Gawain y el Caballero Verde). Hay, pues, una vuelta a los orígenes, a la pureza de un género que hunde sus raíces en los viejos poemas homéricos y que siempre ha empleado el verso como forma de expresión. Aunque no nos sea posible precisar hasta qué punto esta vuelta es consciente por parte de los autores de nuestros poemas (influidos, sin duda, por la pujante épica culta en la que se insertan), no cabe duda de que se produce, y ese hecho, en sí, resulta suficientemente significativo: después de un desarrollo extenso a través de la prosa, la ficción caballeresca termina sus días manifestándose por medio del verso, como en los tiempos lejanos en los que se inició, si bien conviviendo con las novelas, cuya consumación es pareja a la de los poemas que estudiamos. Al llegar al siglo XVII podemos contar con los dedos de una mano los relatos caballerescos que pasan por la imprenta, pero, cuando ya no se publican más novelas (Policisne de Boecia, de Juan de Silva y de Toledo, es la última, en 1602), aún quedan por ver la luz un par de poemas: Genealogía de la toledana discreta (1604), de Eugenio Martínez, y Alegoría del Monstruo español (1627), de Miguel González de Cunedo. El género llega a su fin utilizando el mismo molde con el que nació en la lejana Francia de la segunda mitad del siglo XII.
2. Hacia un corpus de los poemas caballerescos castellanos de los Siglos de Oro Desde Menéndez Pelayo, la crítica especializada viene distinguiendo, de entre el corpus extensísimo de la épica culta española, un grupo de poemas que, por sus características temáticas y estructurales, incluiremos dentro de lo que hemos llamado poemas caballerescos, un subgénero que, como se verá, se nutre ampliamente del filón intenso de los libros de caballerías del siglo XVI español. Así, don Marcelino elabora una lista de títulos que supone la base inicial para nuestro estudio: «Aunque escritos en verso, deben incluirse entre los libros de caballerías, más bien que entre las imitaciones de los poemas italianos, el Celidón de Iberia, de Gonzalo Gómez de Luque (1583); el Florando de Castilla, lauro de caballeros, del médico Jerónimo Huerta (1588), y la Genealogía de la toledana discreta, cuya primera parte, en treinta y cuatro cantos publicó, en 1604, Eugenio Martínez, no atreviéndose sin duda a imprimir la segunda por justo temor a la sátira de Cervantes, que acaso influyó también en que quedasen inéditas otras tentativas del mismo género, como el Pironiso y el Canto de los amores de Felis y Grisaida.»6
La relación que establece Menéndez Pelayo no difiere mucho de las que se elaborarán posteriormente por quienes se han ocupado de la épica culta y por los bibliógrafos, cuyas impresiones acerca del género de estos poemas hemos de tener igualmente en cuenta.
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De este modo, Frank Pierce, al hacer una clasificación somera de los poemas épicos, afirma que «hay otros de lances de caballerías u otros temas medievales semilegendarios, como los de Ximénez de Ayllón (los Famosos y Eroycos hechos del... Cid, 1568, 32 cantos), Garrido de Villena (Verdadero sucesso de la Batalla de Roncesvalles, 1555, 36 cantos), Gómez de Luque (Libro Primero de los famosos hechos del príncipe Celidon de Iberia, 1583, 40 cantos), Agustín Alonso (Historia de las Hazañas de... Bernardo del Carpio, 1585, 32 cantos), Yagüe de Salas (26 cantos) y Eugenio Martínez (Genealogía de la Toledana discreta, 1604, 34 cantos)...»7. Pascual de Gayangos, en su Catálogo razonado de los libros de caballerías8, incluye un apartado que, bajo el título de «Traducciones e imitaciones del Orlando y otros poemas caballerescos en castellano», recoge los títulos que hasta ahora venimos manejando (Celidón de Iberia, Florando de Castilla y Toledana discreta), además de los textos manuscritos que también cita Menéndez Pelayo, el Pironiso y el Canto de los amores de Felixis y Grisaida. Incluye también las traducciones de la obra de Ariosto y los poemas que se construyen como imitación o como continuación de ésta, entre los que cabe destacar Las lágrimas de Angélica (1586), de Luis Barahona de Soto, La hermosura de Angélica (1602), de Lope de Vega, la Batalla de Roncesvalles (1583), de Francisco Garrido de Villena, el Bernardo del Carpio (1585), de Agustín Alonso y el Bernardo (1624), de Bernardo de Balbuena. Cita también Gayangos Los amores de Milón d’Anglante, de Antonio de Eslava, un texto que no ha visto y que conoce solo por la referencia de Giulio Ferrario quien, a su vez, no deja claro si lo ha visto o no, amén de no indicar si es verso o prosa. Gayangos se inclina a pensar que se trata de una traducción de un poema italiano, pero siempre desde el terreno de las conjeturas9. En cualquier caso, no hay más referencias a este texto en los repertorios bibliográficos. Otros bibliógrafos aportan algún que otro título más al grupo de los poemas caballerescos. Es el caso de Pedro Salvá, quien incluye en este bloque el Monstruo español (1627), de Miguel González de Cunedo, El Cavallero de la Clara Estrella (1580), de Andrés de la Losa y los Cantos morales (1594), de Gabriel de Mata, además del poema sobre el Cid de Jiménez de Ayllón que también cita Pierce10. Considera el libro de González de Cunedo como un «poema alegórico caballeresco», el de Andrés de la Losa lo califica de «poema ascético caballeresco muy raro» y de la obra de Gabriel de Mata afirma que es un «poema caballeresco a lo divino». Desde otra perspectiva, al analizar las novelas en prosa, Henry Thomas señala que «también existen novelas de caballerías en verso» y, en nota a pie de página, dice: «Por ejemplo, Celidón de Iberia (1583), de Gonzalo Gómez de Luque, y Florando de Castilla (1588), de Jerónimo de Huerta»11. Así las cosas, y en medio del páramo que es hoy en día el estudio de este tipo de literatura, podemos establecer una primera aproximación a lo que llamaremos el corpus de los poemas caballerescos, un corpus forzosamente abierto con el que nos facilitaremos un método de trabajo y que nos permitirá empezar a ver algo de luz en la selva oscura de los libros de caballerías en verso. Para empezar no será malo delimitar las diferencias existentes entre los poemas que hemos venido citando. De este modo, podemos establecer al menos cuatro categorías: las traducciones de textos de Ariosto y Boiardo, las imitaciones y continuaciones del Orlando furioso, los poemas de temática épica medieval, de carácter histórico-legendario, y, finalmente, los poemas caballerescos propiamente dichos.
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a) El primer bloque lo componen un buen número de textos que recogen versiones en castellano de los autores italianos (como son las de Jerónimo de Urrea, Hernando Alcocer y Diego Vázquez de Contreras, para el Orlando furioso; las de Francisco Garrido de Villena y Hernando de Acuña para el Orlando enamorado de Boiardo y la de Pero López Henríquez de Calatayud para la obra de Ludovico Dolce). Se trata de textos que, en principio, quedan al margen de nuestro estudio, ya que no son poemas genuinamente castellanos, aunque hablan a las claras de la aceptación que este género tenía en la España del siglo XVI. Tan solo de la traducción del Furioso hecha por Urrea se imprimieron durante este siglo dieciocho ediciones desde la primera, llevada a cabo en Amberes por Martín Nucio en 154912. b) Las imitaciones y continuaciones del Orlando componen un elevado número de poemas que enlazan no solo con la obra de Ariosto o de Boiardo, sino también con la tradición castellana de Bernardo del Carpio y con los sucesos de Roncesvalles, tan ligados, por otra parte, a la francesa Chanson de Roland, origen último de las aventuras de Orlando. Por ello, poemas como El verdadero suceso de la famosa batalla de Roncesvalles, de Francisco Garrido de Villena, o los dos Bernardos, el de Agustín Alonso y el de Balbuena, se incluirían sin ningún problema en este bloque de imitaciones, tan fructífero como el de las mismas traducciones ya comentadas, aunque en este caso con menos ediciones que alguna de aquéllas. Dando fe de la deuda que estos poemas tienen con la tradición ariostesca, el propio Agustín Alonso comienza el título del primer canto de su Bernardo del Carpio diciendo: «En el qual se prossiguen las historias de Ariosto, después de la muerte de Rodamonte...»13. Pero sin duda los poemas más celebrados de este grupo son Las lágrimas de Angélica, de Barahona de Soto, y La hermosura de Angélica, de Lope de Vega, que se centran de manera especial en este personaje y enlazan claramente con la obra de Ariosto. Unos y otros, los Bernardos y las Angélicas, componen por sí solos un interesante filón narrativo que indica la importancia de la épica culta italiana en nuestra literatura, así como la práctica renacentista de la imitatio, generalmente a través de su forma más empleada en el siglo XVI: la continuación. Sin embargo, los poemas ariostescos castellanos se nos figuran más propiamente herederos directos de la materia que emana de Ferrara que obras originales, ideadas y creadas independientemente por escritores españoles. A esto hemos de añadir que, desde la Edad Media y como es sabido, la figura de Bernardo del Carpio transita un terreno complejo, a mitad de camino entre la leyenda y la historia, por lo que, generalmente, quienes tratan sobre este personaje suelen tenerlo por un héroe real. Además, la batalla de Roncesvalles y la derrota de Carlomagno en el año 778 suponen una base histórica indiscutible que no estará presente, por lo general, en los poemas que pretendemos estudiar. Esto apartaría, a nuestro entender, las imitaciones de Ariosto del objetivo básico de nuestro estudio, ya que los poemas caballerescos serán, fundamentalmente, relatos ficticios (aunque con un pretendido realismo ya presente en sus hermanos mayores, los libros de caballerías). No queremos decir con esto que las obras de Barahona de Soto, Lope de Vega, Balbuena, etc., sean históricas, sino que la procedencia italiana y su sustento (a veces muy lejano o casi ausente) en hechos
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reales las convierten en un grupo independiente y perfectamente caracterizado que las aleja de los poemas que vamos buscando para elaborar nuestro corpus. c) El tercer bloque de poemas lo componen dos textos épicos de base históricolegendaria medieval, basados en héroes y episodios de la historia española. No cabe duda de que los poemas sobre Bernardo del Carpio y Roncesvalles analizados arriba podrían perfectamente clasificarse en este mismo grupo, pero su procedencia ariostesca nos lleva a ubicarlos entre las imitaciones del Orlando más que entre los poemas épicos de temática medieval que ahora nos ocupan. Éstos, por su parte, tienen una base histórica que se mezcla, a menudo, con relatos novelescos más cercanos a las leyendas medievales que a la realidad que les sirve de marco. Más ligado a la historia está el poema de Jiménez de Ayllón Los famosos y heroicos hechos del invencible y esforçado cavallero, honra y flor de las Españas, el Cid Ruy Díaz de Bivar, publicado en Amberes en 1568, mientras que se sustenta más en la leyenda el libro de Juan Yagüe de Salas Los amantes de Teruel, epopeya trágica, que vio la luz de la imprenta en Valencia, en 1616. Son poemas que, si bien tienen un contenido cortesano y caballeresco, se escapan a los límites del género que queremos establecer, pues no son enteramente narraciones ficticias; en ellas vive el tono habitual de los libros de caballerías (más en el primer texto que en el segundo), pero no pueden ser clasificados entre los poemas caballerescos, del mismo modo que no incluiríamos de ninguna manera otros poemas épicos en los que también se observa la huella caballeresca, tan afín, por lo general, a los temas que trata la épica culta del Renacimiento (un ejemplo ilustre sería La Araucana de Alonso de Ercilla). d) Llegaríamos así al cuarto apartado de nuestra clasificación, el que contiene los poemas que, a nuestro parecer, deben ser considerados estrictamente como caballerescos. Por eliminación, es evidente que entrarían en este grupo el Celidón de Iberia de Gómez de Luque, el Florando de Castilla de Jerónimo de Huerta, la Genealogía de la toledana discreta, de Eugenio Martínez, el Monstruo español de González de Cunedo, el Cavallero de la Clara Estrella de Andrés de la Losa y los poemas manuscritos Pironiso, de Martín Caro del Rincón, y Felixis y Grisaida14. De entre ellos, el libro de Losa comparte una parcela con los libros de caballerías a lo divino, por lo que no lo vamos a tener en cuenta para la antología, aunque su forma en verso (que combina las octavas con otras estrofas, igual que, por ejemplo, el Florando) parece exigir su inclusión en nuestro género. No obstante, su esquema, al servicio de una visión ascética de la vida, y su contenido alegórico claramente religioso, dejan este poema en los límites de nuestro interés fundamental, que son los libros de caballerías en verso según el canon establecido por los que están escritos en prosa. No nos parece que se deban considerar tampoco en esta clasificación los poemas de Gabriel de Mata El cavallero Asisio, Bilbao, 1587, y Cantos morales, Valladolid, 1594, ni el de Juan Bautista Felizes de Cáceres, El cavallero de Ávila por la Santa Madre Teresa de Jesús, en fiestas y torneos de la Imperial Ciudad de Çaragoça, Zaragoza, 1623. El primero, a pesar de su título, no trata de lances de caballerías, sino de la vida de San Francisco de Asís, mientras que el segundo es, como su nombre indica, un texto de contenido alegórico-moralizante que trata «sobre el discurso de la vida humana», según leemos en los preliminares del libro. Tiene un tono fabuloso que recuerda vagamente el ambiente de los libros de caballerías y, en su comienzo,
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encontramos a una princesa acechada por una terrible y monstruosa giganta: el alma humana y los peligros que la acechan, respectivamente. Después, aunque no faltan aisladas referencias a hechos de armas contados sin ningún detalle, todo el poema se centra en la alegoría y en la explicación en prosa de la misma al final de cada uno de sus trece cantos en octavas. Tal vez ese fondo fabuloso-caballeresco (que no pasa de ser un mero decorado mal construido) inclinó a Salvá a considerar esta obra como poema de caballerías15. A nuestro parecer, los Cantos morales están aun más lejos de los textos caballerescos que El Cavallero de la Clara Estrella de Andrés de la Losa. En ambos casos, sin duda, las aventuras y los hechos de armas están al servicio del catolicismo y de sus dogmas. En lo que se refiere al libro de Felizes de Cáceres, a pesar de su subtítulo de «poema heroico», lo único que hace es celebrar la beatificación y posterior canonización de Santa Teresa, por medio de torneos y fiestas caballerescas. Sí parece evidente, en estos últimos casos, que hay un deseo, por parte de sus autores, de aprovechar el tirón de los libros de aventuras caballerescas, para ponerlo al servicio de cuestiones de fe y de moral católicas. En definitiva, podemos ver cómo el género de los libros de caballerías en verso ofrece un amplio abanico de posibilidades que está siempre sujeto a diferentes consideraciones y que queda abierto a todo tipo de conjeturas. La ausencia total de estudios sobre el género nos permite establecer nuestros propios criterios de clasificación, tal como hemos hecho aquí, pero al mismo tiempo dificulta el trabajo, ya que nos obliga a partir de cero, sin el apoyo de la crítica anterior. Las referencias que hemos manejado no pasan de ser apresuradas listas de libros que extraen, del filón de los poemas épicos, un puñado de ellos que tienen unas características particulares y que merecen un estudio aparte. Sin embargo, de las palabras de Menéndez Pelayo o del propio Gayangos, también se puede extraer la conclusión de que algunos poemas llevan una vida al margen del resto: el primero dice que los textos que cita «deben incluirse entre los libros de caballerías, más bien que entre las imitaciones de los poemas italianos», mientras que el segundo los clasifica como «otros poemas caballerescos en castellano». En ambos casos se confirma lo que venimos diciendo en estas páginas: la existencia indiscutible de unos textos que recrean en verso el mundo fascinante de los libros de caballerías y que forman parte de ellos. Nosotros hemos intentado echar algo de luz en tan oscuro lugar, con el deseo de que no queden en el olvido estos libros. Aun así, el debate queda abierto, pues no es imposible que aparezcan nuevos textos. Creemos que nuestra clasificación diferencia las distintas categorías que nos han salido al paso en nuestro estudio y clarifica un tanto la cuestión del corpus de este grupo genérico de poemas. Nos quedamos, pues, con los libros que citamos arriba y dejamos para otra ocasión el resto que, aunque también tienen mucho que ver con el mundo caballeresco, presentan, como se ha visto, rasgos específicos que los ubican en otra parcela. Cronológicamente los textos son los siguientes: 1. Martín Caro del Rincón, El satreyano de ..., el qual trata de los valerosos hechos de armas y dulces y agradables amores de Pironiso, príncipe de Satreya, y de otros cavalleros y damas de su tiempo, Ms. BNM, c. 1559-1568. 2. Gonzalo Gómez de Luque, Libro primero de los famosos hechos del príncipe Celidón de Iberia, Alcalá, Juan Íñiguez de Lequerica, 1583.
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3. Jerónimo de Huerta, Florando de Castilla, lauro de cavalleros, Alcalá, Juan Gracián, 1588. 4. Eugenio Martínez, Genealogía de la toledana discreta, Alcalá, Juan Gracián, 1604. 5. Miguel González de Cunedo, Monstruo español, Orihuela, Juan Vicente Franco, 1627. 6. Canto de los amores de Felixis y Grisaida, Ms. Biblioteca Pública de Segovia. Siglo XVI. Desaparecido.
3. Los poemas caballerescos: características formales y de contenido Es evidente que un género se constituye cuando existen varias obras que comparten una serie de rasgos comunes (tanto constructivos como de contenido), a la vez que asumen unas influencias igualmente compartidas y se dan en fechas cronológicamente cercanas. Veremos en este apartado cómo los poemas caballerescos que hemos considerado independientes del resto de la producción épica de los Siglos de Oro, gozan de esas similitudes, desde el momento preciso en el que parecen desgajarse, al mismo tiempo, de la citada poesía épica y de los libros de caballerías.
Aspectos externos y editoriales Lo primero que vamos a destacar es la cercanía de las fechas de composición y publicación de los textos, los cuales abarcan un periodo de poco más de cincuenta años desde la posible redacción del Pironiso (c. 1559-1568) hasta la publicación del Monstruo español en 1627. Bien es verdad que se trata de un tiempo tal vez excesivamente prolongado si tenemos en cuenta la escasez de libros que hemos podido recuperar, pero no lo es menos que la comprensión de estos poemas no sería posible sin la convivencia temporal con los libros de caballerías, cuyo tono y estructura imitan y desarrollan. Así, la vigencia de este tipo de literatura comienza a decaer a partir de la segunda mitad del siglo XVI: si nos atenemos a las primeras ediciones de libros de caballerías originales, encontraremos que hasta 1550 fueron treinta y cinco las novelas que pasaron por la imprenta, mientras que desde ese año hasta 1602 tan solo se imprimieron diez16. Curiosamente, nuestros poemas empiezan a circular (o a gestarse) en esa segunda mitad del XVI, sin duda como búsqueda de nuevos moldes para la ficción caballeresca, y su presencia se adapta de manera singular al goteo de las primeras ediciones de los libros en prosa. De este modo, encontraremos un momento de más continuidad, que estará representado por el citado Pironiso, el Celidón de Iberia (1583) y el Florando de Castilla (1588), además del Cavallero de la Clara Estrella, que salió de las prensas sevillanas de Bartolomé González en 1580. Tras estas fechas no volverá a publicarse ningún poema caballeresco hasta 1604, año en el que Eugenio Martínez dio a la estampa su Genealogía de la toledana discreta, que ya solo tendrá un último seguidor en el Monstruo español de González de Cunedo, como ya se dijo, en 1627. Aunque no sea más que una curiosidad (y, sin duda, una casualidad), no me resisto a anotar aquí que el mismo vacío que se produce en el caso de los poemas (1588-1604) se da también con las novelas, ya que desde 1587 en que se publica la tercera parte del Espejo de príncipes y caballeros no se imprimirá ningún libro de caballerías hasta el Policisne de Boecia, de Juan de Silva, que salió a
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la luz, como ya hemos dicho, en 1602. No hay más originales nuevos en prosa publicados después de este año, pero aún queda manuscrito el que podría considerarse último libro de caballerías, la quinta parte del Espejo de príncipes y caballeros, redactado con posterioridad a 1623, año en el que se publicaron en Zaragoza las tres partes anteriores convertidas en cuatro. Hasta en esta última aportación novelística se da un paralelo temporal con el último impreso en forma de poema. Para establecer los rasgos peculiares de los libros de caballerías, José Manuel Lucía Megías se fija (además de en las características internas y temáticas de los textos) en el aspecto físico de los volúmenes, que conforma lo que él llama el «género editorial». A partir de esto llega a la conclusión de que el formato definía de por sí un género y lo diferenciaba de otro: «De esta manera, no debe extrañar que el canónigo o el barbero cuando entran en la biblioteca del «ingenioso» hidalgo vayan primero a los libros de cuerpo «grande»: ¡estos son los de caballerías! Cuando los hayan visto todos, pasarán a otro género editorial, el pastoril, de un tamaño menor, gracias al que el cura puede decir: ‘Estos no deben de ser de caballerías, sino de poesía».17
Nuestros libros, escritos en verso, no se ajustan pues al gran formato de los infolios que encierran las novelas, sino que, como muy bien observa el cura Pero Pérez, tienen un tamaño menor. Sin embargo, no hay uniformidad en los volúmenes de los poemas caballerescos, entre los que predominan los impresos en cuarto (Celidón, Florando y La toledana discreta), pero también hay otros que se encuadernan en octavo, como es el caso del Monstruo español y del Cavallero de la Clara Estrella. En cualquier caso, el tamaño de nuestros poemas se ajusta al de la poesía, atendiendo a su forma, como suele ser normal en los poemas épicos en cuyo seno crecen y encuentran acomodo.
La estructura formal de los poemas caballerescos y su adscripción a la épica culta Pero vayamos adentrándonos ya en los planteamientos de construcción propios de los poemas caballerescos, más allá de las cuestiones externas que nos han venido ocupando hasta ahora. Lo primero que hemos de tener presente al hablar de aspectos estructurales es la procedencia épica de nuestros libros, que les hace compartir una serie de rasgos constructivos con la poesía narrativa y con los poemas italianos del llamado canon de Ferrara, representados fundamentalmente por el Orlando Innamorato de Boiardo y el Orlando furioso de Ariosto. Este último será el que deje tras de sí una más grande estela, sobre todo a partir de la traducción de Jerónimo de Urrea, publicada en Amberes por Martín Nucio en 1549; de hecho el primer poema épico documentado por Frank Pierce se imprime en Toledo en 1552 (la Cristopatía de Juan de Quirós) y los dos siguientes están ligados al Furioso (la Segunda parte de Orlando, 1555, de Nicolás Espinosa, y El verdadero suceso de la famosa batalla de Roncesvalles, 1555, de Francisco Garrido de Villena). Ningún poema épico se escribe antes de 154918.
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Estructuralmente, nuestros poemas se ajustan, en mayor o menor medida, al esquema impuesto por la épica, de modo que todos ellos siguen unas mismas pautas. El primer aspecto que tendremos en cuenta es el del ritual introductorio, cuyos orígenes se encuentran en Virgilio y que, esencialmente, se desarrolla en tres puntos: la prótasis o planteamiento argumental, la invocación a las musas y la dedicatoria al mecenas. Estos tres formantes, con variantes más o menos significativas, se encuentran por lo general en la gran mayoría de los poemas épicos del Renacimiento y constituyen uno de los rasgos comunes entre la épica clásica y la épica italiana que, desde Ferrara, se expandirá luego por España19. En nuestros poemas, el arranque se ajusta a las pautas que establece la prótasis desde el «Arma virumque cano» de la Eneida. Así, en Florando de Castilla, leemos: «Armas, amores, aventuras canto, raras empresas, hechos animosos con que el valor de Marte más levanto y el ánimo de pechos valerosos. Cuento victorias, muertes, triunfos, llanto, célebres casos, arduos, espantosos, en apariencia y en effecto tales que ponen confusión a los mortales.» (I, 1)
Por su parte, La toledana discreta comienza: «Canto de Marte airado las bravezas, la furia, ira, rencor, el ciego espanto; sangre, muertes, horror, saña, asperezas, crueldades, disensión, destrozo y llanto. La suavidad, blandura, las ternezas del bello amor a las parejas canto; la inquietud agradable y dulces llamas, sus graciosos embustes, suaves tramas.» (I, 1)
Y en el Monstruo español el arranque es el siguiente: «Las armas canto, ardides y bravezas de aquel varón de príncipes espejo, tan monstruoso en bélicas proezas cuanto de ingenio raro y gran consejo.» (I, 1)
Estas muestras guardan una gran similitud con el comienzo del Orlando furioso de Ariosto: «Le donne, i cavalier, l’arme, gli amori, le cortesie, l’audaci imprese io canto, che furo al tempo che passaro i Mori d’Africa il mare, e in Francia nocquer tanto...» (I, 1)20
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Es cierto que, en general, los poemas caballerescos, siguiendo tal vez la prótasis del Orlando, unen al canto de las armas el de los amores, como hemos visto en los ejemplos de La toledana discreta y del Florando, y como vemos, también, en el Pironiso: «Mi mal cortada pluma cantar quiere / de Pironiso la fuerça inaudita (...) / el que su amor también saber quisiere / verá una dama tal jamás escrita...» (I, 1). De una forma diferente, Gómez de Luque inicia su Celidón con idénticas premisas: «Delicadas razones y espantosas, / uno de amor y de armas otro hecho (...) / diré, señor, si vos me dais audiencia...» (I, 1). En este último ejemplo vemos cómo se engendra también lo que será la dedicatoria al mecenas, que, en el Celidón, es el mismísimo Felipe II, cuya invocada audiencia el autor sabe bien «que la dais a quien se ofrece / con intento o con obras al servicio / que a príncipe tan alto pertenece» (I, 2), mientras que en Pironiso se dirige al «magnánimo señor don Juan, preclaro / porque en Lara se ve muy más gloriosa...» (I, 5). Eugenio Martínez dedica su libro a la ciudad de Toledo, e incluye igualmente su dedicatoria: «Haré que en la espaciosa fértil vega / de la Imperial Ciudad se oiga la fama, / quitando el ciego error y niebla ciega / que de su antigüedad oy se derrama...» (I, 4). No falta tampoco en nuestros poemas la invocación a las musas, el otro formante básico de la introducción épica, que encontramos en el Pironiso de Martín Caro del Rincón, el cual se ofrece a «quien mi pluma dar puede bien cortada, / quiriéndose inclinar mi diosa altiva / para que su valor d’ella yo escriva» (I, 3), y vemos también, por ejemplo, en el Monstruo español: «Deidad del gran Segura (...) / si acaso valgo algo en invocarte, / y en tu museo aseo y casto coro / reparo, paro y tu favor imploro.» (I, 2). No es nuestra intención agotar los casos en los que la presencia del ritual introductorio es palpable y, por ello, baste con los ejemplos aportados que, sin duda, son suficientes para enmarcar los poemas caballerescos en su contexto épico, cuyos formantes estructurales no se reducen al comienzo canónico que hemos comentado, sino que, además, atañen a los principios y a los finales de canto que, siguiendo el planteamiento de Ariosto, se centran en breves introducciones de carácter didáctico-moral y en advertencias acerca del cansancio producido por el canto, respectivamente. En lo tocante a los comienzos de canto, es normal hilvanar éstos con el final del anterior por medio de un comentario moralizante, una opinión subjetiva del narrador acerca de lo narrado o una invocación a modo de apóstrofe, que sirve al mismo tiempo para sosegar la acción y para reanudarla luego a partir de una transición suave. Veamos tan solo un caso de cada poema, siguiendo el orden cronológico de los mismos. En primer lugar, el Pironiso: «Mantiénese el amor de la esperança, / con ella solamente se sustenta, / con ella a todo riesgo se avalança, / con ella a cualquier trance se presenta...» (IV, 1). En Celidón de Iberia encontramos este otro ejemplo: «Tanto el amor a los que rinde ciega, / que les haze que crean por entero / aquello que el juizio humano niega...» (X, 1). Del Florando de Castilla extraemos esta muestra acerca del ánimo esforzado: «El valeroso ánimo advertido / del freno de temor desenfrenado, / donde grave peligro está abscondido / triunfa con gloria de felice estado...» (VI, 1). En La toledana discreta tenemos esta advertencia acerca de lo efímero de la buena fortuna: «¡Cuán poco ay que fiar de buena andança / y del punto feliz que se nos muestra, / viendo cómo se buelve la balança / de la fortuna próspera en siniestra!» (XXV, 1). Mucho menos comunes son estos exordios en el Monstruo español, donde hemos encontrado el siguiente: © Centro de Estudios Cervantinos
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«Muchos han perecido por vengarse, / cosa para sí mesmos perniciosa: / para el cielo esse cargo ha de quedarse, / que también justifica toda cosa.» (III, 1). De la dependencia ariostesca de estos comienzos de canto dan fe los siguientes versos del Furioso: «Quanto più su l’instabil ruota vedi / di Fortuna ire in alto il miser uomo, / tanto più tosto hai da verdergli i piedi / ove ora ha il capo, e far cadendo il tomo.» (XLV, 1)21. De manera similar, los finales de canto siguen un tópico común que se basa, como dijimos, en pretextar cansancio (ya sea propio del narrador o de los lectores), para plantearse interrumpir el relato y dejarlo pendiente para el siguiente canto, si bien en otras ocasiones es tan solo una advertencia de que termina una parte y se va a iniciar otra después. Sea como fuere, la casi totalidad de los cantos termina con un aviso y una invitación a seguir la lectura. Este recurso, con el cual el narrador hace un guiño al lector en la más pura línea de la captatio benevolentiae, suele dejar, por lo general, la narración en un punto de máxima intriga o emoción, provocando así el deseo de los lectores de retomar cuanto antes la lectura del poema. La fórmula empleada suele ser similar y, por tanto, no vamos a recoger ejemplos de todos los textos; válgannos un par de ellos sacados de nuestros libros y uno más procedente del Orlando furioso. He aquí dos excusas diferentes para terminar, extraídas del Florando: «Mas bien será que en esto lo dexemos / y para nuevo canto descansemos.» (I, 47); «...y assí en aqueste canto no me atrevo / a contarlo si no es con canto nuevo.» (III, 62). Y una del Pironiso: «...quien los mató fue solo un esforçado / lo cual para otro canto e reservado.» (XIII, 91). Por último, en el Orlando: «...incominciò con umil voce a dire / quel ch’io vo’ all’altro canto differire.» (IV, 72)22. Estructuralmente, como vemos, los poemas caballerescos son herederos de la épica culta italiana y hermanos de la española, en cuyos textos encontraremos, de una u otra forma, una gran parte de estos sustentos formales sobre los que se construye el edificio poético, aunque no siempre se siguen con rigor estas pautas, ni siquiera el ritual introductorio que arriba hemos comentado. Así lo observa Antonio Prieto en referencia a este último aspecto: «Pero creo que un lector de estos poemas, cuya abundancia y complejidad es grande, encontrará rápidamente ejemplos múltiples que no se atienen a este teórico punto de partida. Quiero decir que, frente a una definición o fijación y una clasificación más o menos meditada, la lectura de estos poemas acusa una característica que después pasará a la novela: la permeabilidad o contaminación, y su movimiento descanonizador.»23
Sin embargo, la cohesión que aporta a los poemas la presencia de estas estructuras repetitivas nos parece suficiente para tenerlas presentes aquí, pues con ellas conseguimos el primer anclaje para estos libros de caballerías en verso: su dependencia formal, constructiva y retórica de la épica culta, cuya forma métrica (en la que predomina el uso de la octava) estrecha más aun el parentesco indiscutible de nuestros textos con toda la tradición de la poesía narrativa del Renacimiento.
Elementos de construcción propios de los poemas caballerescos
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Al margen de esta dependencia (que, por otra parte, no haría más que confirmar que los textos que trabajamos pertenecen al filón narrativo de la épica culta), hemos de plantearnos cuáles son los elementos constructivos propios de estos poemas, con los que se hacen un hueco fuera del común de la producción en la que están insertados y que los conectan directamente con la estructura formal de los libros de caballerías. Primero observaremos que, en efecto, los cinco poemas (e incluso los seis en más de una ocasión, si incluimos El Cavallero de la Clara Estrella) narran hechos de armas de héroes ficticios, en los que predomina la presencia de lo fantástico y lo fabuloso, a la vez que desempeñan un papel importante el amor, la lealtad y toda una serie de valores caballerescos que la tradición literaria nos ha venido ofreciendo desde la Edad Media francesa, sin perder de vista la importancia que en ellos tiene la corte invicta de un rey poderoso. En ese sentido, todos los textos se ajustan a un mismo esquema, aunque en ocasiones los elementos que lo componen aparezcan de forma desordenada o, sencillamente, en un orden distinto en unos o en otros poemas. Pero, si nos adentramos un poco más en las interioridades formales de los cinco poemas, distinguiremos, en un primer acercamiento, dos modalidades en lo referente a la composición: por un lado estarían los poemas cuyo argumento gira en torno a un personaje protagonista (y así se nos anuncia ya desde el título), donde habremos de incluir el Pironiso, el Celidón, el Florando y el Monstruo español, ya que todos ellos, en efecto, narran prioritariamente los hechos de aquel guerrero que figura en el frontispicio del poema, aunque el último de ellos se refiera al caballero invicto por medio de su sobrenombre y los otros tres lo citen expresamente por su nombre (hecho éste común, como es sabido, a la casi totalidad de los libros de caballerías contemporáneos). En la segunda modalidad estaría solo el poema que nos falta; es decir, la Genealogía de la toledana discreta, cuyo esquema interno se establece como una selva de aventuras en la que no hay ningún protagonista claro, aunque conforme avanzamos en la lectura vemos que el héroe principal será el Caballero del Fénix y su oponente el fuerte Clarimante. El título de este poema no sugiere el relato caballeresco que encierra, aspecto este que comparte con el libro de González de Cunedo, cuyo título completo es Alegoría del Monstruo español. Un segundo acercamiento nos permitirá matizar más aún las variedades que presentan los poemas que estamos analizando, ya que nos llevará a diferenciar tres tipos: los que se centran en un héroe único y relatan sus hechos desde la infancia, incluyendo la prehistoria del protagonista, a la manera, por ejemplo, del Amadís de Gaula (Pironiso y Celidón); los que narran las aventuras de un caballero tomadas desde un punto concreto de la vida de los mismos, como sucede en un buen número de relatos artúricos (Florando y el Monstruo español) y, por último, La toledana discreta, donde se relatan las hazañas de muchos caballeros, tal y como ya se dijo, si bien vamos conociendo al Caballero del Fénix por lo que narran otros personajes y, de este modo, podemos reconstruir su formación, muy parecida a la de los héroes de los poemas que hemos incluido en el primer grupo de este apartado. El modelo del libro de Eugenio Martínez será, en gran parte, el Espejo de príncipes y cavalleros de Diego Ortúñez de Calahorra24. A continuación, vamos a analizar los elementos estructurales de cada uno de estos tres tipos, para luego comprobar los rasgos comunes que, a pesar de estas diferencias constructivas, tienen los cinco poemas objeto de nuestro trabajo.
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El esquema de los dos primeros poemas (Pironiso y Celidón) se desarrolla conjuntamente desde el comienzo de los mismos, y consta de los siguientes bloques narrativos: a) Prehistoria del héroe. Se relatan brevemente los antecedentes familiares del protagonista, el enamoramiento de sus padres y el posterior nacimiento de aquél. b) Infancia y aprendizaje del héroe. Se desarrolla lejos de los padres y la educación del caballero es llevada a cabo por extraños. Se facilita así el anonimato del protagonista cuando sus hazañas comienzan a sonar por el mundo. El héroe destaca en el manejo de las armas. c) El héroe deshace un encantamiento y recupera las armas poderosas de otros héroes legendarios. En Pironiso, las de Rugero, Orlando y Renaldos, tras luchar con ellos mismos, encantados, en los montes Acatenores; en Celidón, las de Aquiles, tras enfrentarse a un terrible encantamiento en una cueva. d) Primeros hechos de armas del héroe. Presencia de éste ante sus padres, que aún no lo conocen. Nace también el amor en el pecho del caballero. Constantinopla será marco central de la acción de los dos poemas. e) Surge una aventura principal que ha de ser resuelta por el héroe: el rescate de Lipparea y el desencantamiento de quienes están sometidos a su belleza (Pironiso), y el desencantamiento de la reina Aurelia, madre del protagonista (Celidón). f) Guerra en Constantinopla. Esto hace al héroe estar pendiente de varios asuntos a la vez. En ambos casos, la victoria termina inclinándose del lado del bando legal, con la ayuda del caballero principal del poema. g) Aventuras paralelas protagonizadas por otros caballeros importantes, entre ellos el oponente del héroe (Rusiniano en el Pironiso y varios en el Celidón). A menudo, el propio protagonista forma parte de alguna de estas aventuras. h) Resolución de los principales conflictos abiertos. Reconocimiento del amor del héroe por parte de la doncella de sus pensamientos. En el caso de Pironiso, el libro concluye con la boda de éste y la princesa Herofila, mientras que en lo referente a Celidón, Poysena sigue esperando su llegada. i) Planteamiento de nuevas aventuras y final truncado que anuncia y facilita la continuación. Como vemos, el esquema estructural es válido para otros muchos textos de la tradición caballeresca, desde el Lanzarote en prosa de la Vulgata artúrica, hasta el propio Amadís de Gaula, por citar solo dos ejemplos, por otro lado bastante afines al cuadro que hemos incluido. En lo tocante a los dos poemas que hemos citado en el segundo tipo (Florando y el Monstruo español) no es fácil establecer una estructura tan clara como la que envuelve a los anteriores, ya que las aventuras de los protagonistas tienen caminos y componentes distintos. Sí podemos, no obstante, confirmar que en los dos libros el comienzo de las hazañas del héroe se produce, como ya se dijo, en una edad ya adulta, y añadir que los dos, Florando y Venusmarte, desarrollan sus hechos de armas por distintos lugares de Europa, adquiriendo la fama necesaria para lograr, al final, no solo el amor de la dama (Safirina y Ferianisa, respectivamente), sino también el reconocimiento de su grandeza como caballeros.
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Del mismo modo, en La toledana discreta, las aventuras de los diversos caballeros que Eugenio Martínez distribuye por los caminos y las florestas obedecen a esa necesidad de alcanzar la gloria, aunque, en este caso, todos ellos parecen prepararse para una gran batalla que el autor anuncia, en la que se devolverá el trono de Tolietro (nombre con el que se alude a Toledo en el poema) a su legítimo heredero, el Caballero del Fénix. La batalla no se desarrollará nunca, pues el autor preveía escribir cuatro partes y solo concluyó una. Según lo que acabamos de decir, los tres últimos textos no tienen una estructura pareja a la de los dos primeros, pero aun así, despliegan ante el lector un universo de aventuras que crece por sí solo y que establece, en última instancia, la necesidad de adquirir fama por parte de los guerreros: en torno a la figura central en el Florando y en el Monstruo, y en medio de un proyecto futuro en La toledana discreta25. Sin embargo, entendiendo el esquema arriba desarrollado como un molde idóneo para los relatos caballerescos, aprovecharemos sus aspectos más destacables para insertar en ellos los tres poemas que no se ciñen plenamente al mismo. Así, el asunto de la educación del héroe fuera del entorno familiar es muy importante, también, en la construcción interna de La toledana discreta, donde el Caballero del Fénix (en muchos aspectos fiel trasunto del Caballero del Febo de Ortúñez de Calahorra), que fue raptado en su tierna infancia (lo mismo que Celidón, por ejemplo), crece y se ejercita en el oficio de las armas en Persia, muy lejos de su familia (que lo cree muerto) y de su patria. El reencuentro con su entorno, en este caso su hermana Sacridea, supone la restauración de la normalidad y el comienzo de una nueva etapa en su deambular errante en busca de las aventuras, lo mismo que sucede, como ya se ha dicho, con Pironiso y Celidón. De igual modo, el motivo del caballero raptado siendo niño aparece, aunque en un personaje secundario, en el Monstruo español. La presencia de una aventura principal que mueve las andanzas del protagonista, también aparece en los textos que no se ajustan de pleno al esquema inicial. Así, en el Florando, el caballero pasa gran parte del poema buscando a su amada Safirina, perdida tras la traición a la que le somete Rosicleo, mientras que en La toledana discreta son varios los caballeros que vagan por los caminos con una meta importante; entre ellos, Clarimante, que pretende conseguir fama para merecer el amor de la infanta Rosania; el Caballero del Fénix, cuyas andanzas estarán destinadas a reconquistar Tolietro, o la doncella guerrera Roanisa, que ha de desencantar a Brisalda, que arde en la Cueva del Amor. La guerra, como gran empresa caballeresca, centra una parte importante de los poemas de Martín Caro y de Gómez de Luque, en torno a la defensa de la ciudad de Constantinopla. El motivo de la guerra está también presente en los otros textos, en los que siempre asistimos a un acontecimiento bélico: en la imaginaria ciudad de Brama en el poema de Eugenio Martínez, en Murcia en el de Cunedo y en defensa de la reina germana Belaura, sitiada por los persas, en el Florando, donde, además, se produce un conato de guerra en Babilonia. En todos estos conflictos bélicos el papel de los héroes es fundamental y sirve para inclinar la balanza de la guerra del lado que defiende la justicia y el orden. Sin duda la guerra, representación real de la ficción lúdica que sugieren las justas, es el lugar idóneo para que los grandes caballeros demuestren su dominio en el manejo de las armas, de ahí su importancia crucial como elemento constructivo presente en todos los textos caballerescos, más allá de los encuentros entre caballeros, los combates singulares, las defensas de pasos o las citadas justas, que, por otro lado, son igualmente imprescindibles en
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nuestros libros. De la guerra, los caballeros salen reforzados en lo referente a su grandeza y, generalmente, sus hazañas son bastantes para modificar, con el solo valor de su brazo, el desarrollo de la batalla. La otra cara de la guerra sería el amor, sustento estructural de primer orden en los poemas que estudiamos, como no podía ser menos dada su dependencia de los libros de caballerías. Ya vimos que, de manera general, en el planteamiento de los motivos expresados por los autores se percibe el deseo de cantar al unísono las armas y los amores, siguiendo el patrón impuesto por el Orlando furioso. Sin embargo, no decimos nada nuevo si afirmamos que el amor como pilar del relato caballeresco no es exclusivo de Ariosto ni mucho menos nace con él, sino que está unido a las gestas de los guerreros desde los poemas artúricos (Tristán e Iseo, Lanzarote y Ginebra, Perceval y Blancaflor, entre otras muchas ilustres parejas de enamorados), y llena un buen número de páginas de los libros de caballerías (Tirant y Carmesina, Amadís y Oriana, el Caballero del Febo y Claridiana, etc.). Incluso Cervantes dejó claro, que «el caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin alma»26, aspecto este que no entendió del todo el falso Avellaneda cuando decidió convertir a su don Quijote en un caballero desamorado. Esta necesidad del amor y de la mujer amada no es solo un elemento esencial para la trama novelesca, sino que adquiere una relevancia que transciende lo puramente temático para convertirse en un pilar básico de la estructura de los relatos caballerescos, ya que en torno a la dama giran gran parte de las andanzas de los enamorados caballeros aventureros. En nuestros poemas no hay ni un solo guerrero que se precie que no tenga una señora a la que encomendarse en el combate o a quien dedicar sus más altos pensamientos. Así, Pironiso se desvive por la princesa Herofila; Celidón suspira por Poysena, heredera del trono de El Cairo; Florando está enamorado de la princesa de Dacia, Safirina; Clarimante y el Caballero del Fénix aman, respectivamente a Rosania, princesa de Bretaña, y a Roanisa en La toledana discreta y, por último, Venusmarte, el Monstruo Español, vive para servir a Ferianisa, una princesa griega. En general, vemos que las mujeres que enamoran a nuestros héroes son princesas, con lo que siempre será necesario ganar fama para poder optar a ellas, sobre todo en los casos en los que el caballero enamorado ignora que es un príncipe (como sucede con Clarimante, Celidón o Pironiso), por lo que la simple conquista o la búsqueda de la atención de la dama se convierte, por sí sola, en motivo suficiente para echarse a los caminos y buscar las aventuras y los peligros: sirvan de ejemplo las hazañas de Clarimante en el Peloponeso, tendentes a hacer que su nombre resuene por todas partes y se haga atractivo para la desdeñosa princesa Rosania. Pero incluso en los casos en que ambos saben que pertenecen a la realeza, la presencia constante de la dama mueve e inspira los ímpetus guerreros de los andantes, con lo cual el carácter estructural, como generador de aventuras y de hechos de armas, que tiene la presencia del amor se nos antoja indiscutible, y podríamos aducir aquí decenas de ejemplos que corroborarían este planteamiento. Un elemento común en lo referente a la construcción de los poemas caballerescos es el que los hace partes integrantes de un todo mayor, siempre incompleto, gracias a los finales abiertos de que gozan todos ellos. Sin embargo, ya hemos señalado cómo el Pironiso y el Celidón, tras cerrar los focos narrativos iniciados que han dado pábulo al relato, comienzan, en sus últimos cantos respectivos, nuevas aventuras que quedan relegadas a una segunda parte prometida por ambos autores para un futuro que nunca llegará, mientras que en La
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toledana discreta ya se nos anuncia desde el prólogo que la obra es tan solo una parte de las cuatro que Martínez proyecta, con lo que la inconclusión de las aventuras es absoluta (ninguna llega a su último término), pero también razonable, pues el autor no ha concebido su libro como una unidad, sino como una parte de un todo que solo él conocía en su totalidad, aunque no fuera más que como proyecto. Los otros dos poemas citados se conciben como relatos de aventuras caballerescas completas, aunque luego los autores crean conveniente dejar la puerta abierta a segundas partes, siguiendo sin duda la tónica común de los libros de caballerías y de una gran parte de la literatura narrativa de los Siglos de Oro. En cuanto al Florando de Castilla, la fórmula es distinta, ya que Jerónimo de Huerta escribe un relato precipitado, en el que los acontecimientos transcurren con una rapidez inusitada y terminan también apresuradamente, a causa de la necesidad del autor de ocuparse de su trabajo real (el de médico), según él mismo confiesa en las últimas estrofas de su poema. Aun así, Huerta dice: «dexo a los más ociosos este officio: / no faltará un curioso que esto siga», en clara alusión a esa hipotética continuación de su obra, aunque sea por otra mano (práctica esta, como es sabido, también muy común en la época). La prolongación del Florando habría de hacerse, forzosamente, desde la inclusión de nuevas aventuras, pues Huerta no deja, al contrario que los tres anteriores, ningún hilo suelto al que pueda agarrarse el continuador. Por último, el caso del Monstruo español tal vez sea el más extraño, ya que Cunedo remata la historia con un final truncado, que deja a los guerreros en medio del campo de batalla, pero en ningún momento se plantea que él o cualquier otro escritor pueda hacer una segunda parte de su poema, aunque el mero hecho de acabar como lo hace es ya, en sí mismo, una invitación a la continuación. El destino de los cinco poemas, no obstante, es muy distinto del que parecen ofrecer sus finales abiertos, ya que no solo no se continuó ninguno de ellos, sino que, además, el Pironiso no llegó a imprimirse nunca y el resto no pasaron de la primera edición (si exceptuamos el Florando de Castilla, editado en la Biblioteca de Autores Españoles por Adolfo de Castro en el año 1855). Llegamos de esta forma a lo que nos sirvió de punto de partida: la poca atención que los contemporáneos (y las generaciones posteriores) pusieron en este manojo de poemas, hijos menores de los libros de caballerías, pero a la vez seguidores fieles de muchos de los tópicos y de los temas que configuran el universo narrativo de la caballería andante desde tiempos remotos. Ninguno de ellos tuvo nunca una continuación, pero todos obedecieron al topos que exigía un final abierto que la propiciara, e incluso la mayoría de ellos aludió abiertamente a esa segunda parte, aunque no fuera más que como una promesa que nunca habría de cumplirse27.
Otros rasgos estructurales Sin duda lo que antecede no es exclusivo de los poemas caballerescos, pues, como ya se ha comentado, la totalidad de los rasgos constructivos que hemos glosado arriba son patrimonio, igualmente, de los libros de caballerías: en esa cercanía estriba, sobre todo, la indudable adscripción de nuestros textos al género caballeresco. Son, eso sí, aspectos estructurales que se presentan de manera común en la mayoría de los poemas y que configuran, de ese modo, las características formales básicas del género. Sin embargo,
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existen otros aspectos que sustentan el edificio de estos libros de caballerías en verso (muchos de los cuales son también compartidos con las novelas), que terminan de justificar la identidad temática y de construcción de unos y otros textos. A continuación comentaremos algunos de ellos. En primer lugar vamos a hablar del entrelazamiento, que permite al autor acudir a diversas acciones a la vez por medio del ensartado de las mismas. Como recurso para los relatos caballerescos, esta técnica, que se empleaba ya en la literatura artúrica, es utilizada también por Ariosto y, por supuesto, está presente en los libros de caballerías, tanto en prosa como en verso. Por medio del entrelazamiento, los autores logran crear una sensación de multiplicidad de aventuras, a la vez que consiguen generar la intriga en el lector, ya que uno de los usos básicos de este recurso es el de retardar la conclusión de las tramas abiertas. La fórmula empleada es un cliché que se basa en la expresión de la necesidad que el autor tiene de hablar de otros personajes a los que, según él, hace tiempo que no les presta atención, para lo cual debe dejar inconcluso el relato que nos está ofreciendo. Sin duda, este mecanismo era útil para captar la atención del lector, pero en ocasiones se bifurcan tanto las tramas que se hace difícil seguir el hilo del relato, tal y como sucede, por ejemplo, en La toledana discreta, donde el propio autor termina perdiéndose en una selva de aventuras tan intrincada como las florestas por las que se mueven los caballeros28. Por lo general, no obstante, el entrelazamiento suele ser útil en el resto de los poemas, donde hay una mayor tendencia a la linealidad y donde el recurso que comentamos está al servicio del dinamismo de la acción, que se hace más atractiva en la diversidad, sin por ello complicar el esquema narrativo más allá de lo que es aceptable, un poco a la manera en la que encontramos el recurso en el Lanzarote en prosa o en el Amadís de Gaula, por ejemplo29. Un claro valor estructural tiene, también, la ubicación de las aventuras en torno a la corte de un rey poderoso, donde acuden los caballeros de todas las partes, se celebran justas y fiestas caballerescas, llegan damas menesterosas y se generan todo tipo de situaciones que propician el ejercicio de las armas. Así ha sido siempre en la literatura de caballerías, desde los relatos de Chrétien de Troyes hasta los últimos estertores del género, en los albores del siglo XVII castellano. La corte del rey Lisuarte es tan fundamental en el Amadís, como la del rey Arturo en los textos de la materia de Bretaña. En los poemas que estudiamos, la corte desempeña el mismo papel aglutinador y, a la vez, disgregador que en el resto de los libros. En dos ocasiones esa corte está en la ciudad de Constantinopla (Pironiso y Celidón), mientras que en los otros relatos es más cambiante: Dacia en el Florando, Bretaña en La toledana discreta y Murcia en el Monstruo español. Siempre hay unas justas en presencia del rey y de la princesa heredera que sirven para atraer a numerosos caballeros y que dejan clara la superioridad del héroe por encima de todos los demás, a la vez que dotan de sentido a la corte en lo tocante a su importancia estructural, ya que a partir de estas justas (que en algún caso pueden ser combates reales), saldrá reforzada la figura heroica del caballero principal. A menudo, en el relax del final de las justas o de la guerra, llega a la corte una nueva aventura en la que quedará implicado de forma inmediata el protagonista, y siempre los caballeros vuelven a la corte en la que han sido reconocidos como grandes guerreros; a veces porque en ella está la dama de sus pensamientos, en otras ocasiones por la simple necesidad que el rey tiene de su presencia insustituible.
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4. Temas y contenido de los poemas caballerescos castellanos Con la brevedad que exige el carácter introductorio de este estudio, nos vamos a adentrar en el análisis de las relaciones temáticas entre los cinco textos que componen la antología, con vistas a establecer las dependencias genéricas que los sostienen y la realidad que todos juntos conforman dentro del ámbito de la literatura caballeresca. En muchos casos la cercanía entre los poemas se debe a su pertenencia a este tipo de narrativa, pero es precisamente esa circunstancia la que hace más evidente su identidad, pues los lugares comunes no se limitan a estas obras que manejamos, sino que pertenecen a un género multiforme y complejo que las transciende y les da su razón de ser. De entre todos los aspectos comunes que podríamos desarrollar aquí, nos parece especialmente significativo el de la españolidad de los poemas: cuatro de los cinco textos que estudiamos aluden desde el título a la esencia hispana de su contenido, y sitúan a sus protagonistas como procedentes de Iberia, de Castilla, de Toledo y de España. Ciertamente los rótulos no se corresponden luego en exceso con los escenarios geográficos de las aventuras, ya que, salvo el Celidón, cuyos personajes actúan y caminan por lugares reconocibles de España (Córdoba, Sevilla o Toledo) y el Monstruo, gran parte de cuya acción transcurre en Murcia, ni Florando se mueve nunca por Castilla ni los caballeros de La toledana discreta llegan a pisar Toledo, y solo Clarimante pasa cerca de España en su viaje al Peloponeso. Sin embargo, en todos ellos late el deseo de engrandecer la patria de procedencia de los héroes, tal y como marcaban sus contemporáneos relatos en prosa y como defiende don Quijote quien, como es sabido, añadió a su nombre el de La Mancha, imitando a Amadís, y vio que así «declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della»30. De este modo, en nuestros poemas, los héroes adquieren también el nombre de sus lugares de origen para reivindicar su grandeza: «No pierda con el tiempo la memoria / el nombre de famosos cavalleros / que dieron a Castilla eterna gloria...» (Florando, I, 2); «...la antigua Murcia, cierta guía y norte / do Segura endereza su corriente...» (Monstruo, I, 7); «...haré que en la espaciosa fértil vega / de la Imperial Ciudad se oiga la fama, / quitando el ciego error y niebla ciega / que de su antigüedad oy se derrama...» (Toledana, I, 4). Si no son los propios personajes, sí son los autores los que celebran las grandezas de sus respectivas tierras, buscando esa exclusividad de la patria, ensalzada a menudo de manera hiperbólica (como es el caso de Eugenio Martínez o González de Cunedo) o expuesta con serenidad, aunque con idéntica intención, como sucede con Huerta y con Luque. En algunos casos, la españolidad se fundamenta en esa defensa de la propia tierra a la que venimos refiriéndonos, que lleva a Martínez a afirmar que el origen de España (y aun de Grecia y gran parte de Asia Menor) se encuentra en Toledo y en sus más antiguos moradores, del mismo modo que Cunedo considera que Murcia es la cabeza del reino futuro de España. En otros casos lo que se persigue es tan solo la nombradía de la tierra natal, como en el Florando, donde las aventuras del protagonista dan mayor gloria a su lugar de origen (aspecto este compartido, en realidad, por el resto de los poemas, en mayor o menor medida). Por último, en algún poema la mención de las raíces hispanas del héroe
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persigue establecer la genealogía de los reyes contemporáneos del autor, tal y como sucede en el Celidón (dedicado a Felipe II), donde el protagonista y sus hazañas repercutirán en el engrandecimiento del trono español, o en el Monstruo, cuyos personajes son también los ancestros de los Austrias. Tal vez todo este españolismo que detectamos en la mayoría de nuestros poemas vaya encaminado a establecer, en definitiva, un tipo de composición independiente basado en la exaltación de lo nacional, que en buena parte contribuiría a la creación de una poesía narrativa de ficción cuya finalidad sería la valoración de lo español. No quiere esto decir que se trate de obras ajenas al contexto que estamos estableciendo, sino que dentro del mismo tendrían una tendencia nacional ausente en la casi totalidad de los libros de caballerías: solamente tres (Claridoro de España, manuscrito, Cristalián de España, 1545, y Rosián de Castilla, 1586) contienen en su título referencias claras a la procedencia española del caballero cuyas andanzas se narran. Otro elemento que nos interesa destacar en estas páginas es el del espacio geográfico en el que se enmarcan los relatos de los poemas caballerescos. La tendencia general es la de ubicar las acciones, de forma principal, en la cuenca mediterránea y sus países aledaños. Esto lleva a establecer un escenario a mitad de camino entre Europa del sur, el norte de África y el Asia Menor: en definitiva, la cuna de la civilización occidental. El núcleo central de la acción se establece, en dos ocasiones (Pironiso y Celidón), en Grecia y su vieja capital, Constantinopla (de manera similar a lo que sucede en un buen número de libros de caballerías), y cuando no es así, la relación con este lugar suele estar presente de manera especial: en el Monstruo, la princesa Ferianisa es griega, y en La toledana discreta Clarimante pasa una larga temporada en el Peloponeso, ejercitándose en las armas. Solo el Florando se mantiene un tanto al margen de esta localización geográfica y desplaza a sus personajes, fundamentalmente, por el este de Europa (la antigua Dacia, en torno a la actual Rumania), aunque no dejan de ser sus escenarios reales cercanos a los de la tradición caballeresca que toma el Mediterráneo como referencia básica. Junto a estos lugares que sustentan el peso fundamental de la acción, las alusiones a la procedencia de los caballeros, reyes y doncellas que pueblan los libros se multiplican, pero casi siempre se centran en los mismos países: Persia, Paflagonia, Egipto, Lidia, Chipre, España... Por supuesto que se citan otros muchos lugares, pero de los que preceden se nutren principalmente los mapas que podríamos trazar para nuestros libros. Retomando el tema anterior del españolismo de los poemas, es interesante reseñar la presencia de ciudades concretas de España, sobre todo en el Celidón, donde Sevilla, Córdoba y Toledo son lugares asiduos de la acción. Sin embargo, lo que nos vamos a encontrar en estas alusiones es solamente el nombre de los lugares citados, pues nunca aparece la más mínima descripción que pueda ayudarnos a reconocer la ciudad de la que se habla. Esto lo tenemos también, con idénticas características, en el Monstruo español y en las referencias a Murcia, igualmente neutras, del mismo modo que las citas de Toledo en el poema de Eugenio Martínez. Esta vaguedad en la presentación de los lugares no es exclusiva de las menciones a ciudades españolas, sino que está presente en todas las demás referencias (El Cairo, Constantinopla, Marsella..., o en territorios extensos, como Suecia, Dacia, Bretaña, etc.), rasgo este bastante común con los libros de caballerías, donde la ambientación geográfica se reduce casi siempre a la cita del nombre del lugar, como venimos viendo en los poemas. Sin duda, esta imprecisión es propia de la ficción, que no
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persigue tanto el realismo como la narración de aventuras y que, por ello, mueve a sus personajes por una geografía vaga en la que se mezcla lo real con lo imaginario y donde no parece haber fronteras ni límites. Precisamente esto último es la clave de los escenarios en los que se enmarca la acción de los poemas caballerescos, ya que junto a los lugares citados (reales aunque indefinidos), aparecen múltiples topónimos que designan a espacios irreales, generalmente fantásticos, en los que suceden las mayores maravillas. La mezcla de unos y de otros envuelve los relatos en una atmósfera de ficción y fantasía que contribuye al recreo que ofrecen estas narraciones. Así, las aventuras más fabulosas se enmarcan a menudo en lugares inexistentes, de nombre evocador, que muchas veces son islas (la Isla del Llanto, Falsora, etc.) o en espacios medio alegóricos y medio oníricos, como la Casa de los Celos, la Casa del Amor y otros sitios de nombre no menos atractivo. A veces, el acceso a estos lugares se produce por medio del tópico del río que hay que atravesar y que conduce a los personajes, a través de su otra orilla, a espacios fantásticos que parecen sacados del subconsciente. Así sucede con la Casa del Amor, a la que llega Dorobella, en el Celidón, después de cruzar el río en una barca que estaba amarrada a una orilla. No será necesario hablar aquí de la larga estirpe de este motivo, que llegó hasta don Quijote en la aventura del barco encantado y que está presente en gran cantidad de relatos caballerescos. La confusión entre lugares reales e irreales provoca en el lector la sensación de que nada es reconocible y de que todo es fantástico, tanto los nombres documentados como los que son mera invención de los autores. De esta manera, en los relatos que estudiamos (lo mismo que en toda la tradición caballeresca), cuando aparecen topónimos reales se mezclan a la perfección con los que designan espacios inexistentes y juntos forman una geografía fabulosa en la que los límites entre lo real y lo imaginario no están nunca claros. Un ejemplo de lo que venimos diciendo es el del Toledo fantástico que nos presenta Gómez de Luque, donde se ubica una cueva encantada en la que esperan el fin de su encantamiento dos sultanes y un antiquísimo heredero de Babilonia y El Cairo convertido en dragón. Todas las referencias a Toledo se centran en esta cueva y en un paisaje tan neutro como el de cualquier otro lugar real o irreal, por lo que la única diferencia entre el uso de este topónimo y el de Fecusa (del Pironiso), por citar un ejemplo al azar, estriba en el hecho de que uno designa a un lugar que existe y el otro a uno inventado, pero más allá del nombre todo es igual: vago, impreciso, fantástico. Para más abundancia en este aspecto habría que añadir que, a pesar de la antigüedad de ciudades como Sevilla, Córdoba, Murcia, Toledo o Constantinopla, su presencia en los poemas se nos hace anacrónica, pues el tiempo de la acción suele ser tan remoto que es imposible aventurar cuándo sucede. Con ello se acrecienta más aún la sensación de irrealidad y de fantasía que ofrece la geografía de los poemas. Precisamente lo fantástico tiene una presencia especial en nuestros autores, que establecen la mayor parte de las aventuras que narran en medio de encantamientos, magia y todo tipo de acontecimientos taumatúrgicos, donde no faltan nunca los seres fantásticos (multitud de gigantes, dragones y sierpes voladoras, toros terribles que se transforman en bestias indefinidas, centauros y unicornios, grifos, monstruos de horrible presencia, seres híbridos...) ni los magos y magas que, cuando no están al servicio del héroe (como Flavisa en La toledana o Linigobra en el Celidón), son terribles enemigos de éste (como Archaón en el Florando). La intervención de estos magos suele ser esencial en las vidas de los héroes, ya
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que sirve de guía o de desvío en lo tocante a las aventuras y el destino de los mismos. Procedentes de los antiguos magos celtas y de los augures del mundo clásico, los magos tienen como referencia básica en el universo caballeresco a Merlín, cuya descendencia es uno de los grandes filones del componente fantástico de los libros de caballerías. Lo mismo el mago protector que el enemigo acérrimo del caballero se consolidan como elementos necesarios tanto desde el punto de vista temático como estructural, ya que, como decimos, las andanzas de los personajes están marcadas siempre por el destino, que éstos conocen y manejan a su antojo. Los encantamientos (en los que siempre tienen un papel destacado los citados magos) se convierten en uno de los factores básicos de las aventuras de los caballeros en los poemas, y suelen ser núcleos aglutinadores de la acción, pues no en vano son casi siempre la clave de todo el relato. Es el caso del encantamiento de la emperatriz Aurelia en el Celidón, el de Safirina en el Florando o, en menor medida, el de la Cueva del Amor en La toledana discreta. Todos ellos, por lo general, son al mismo tiempo que encantamientos, ordalías reservadas para el héroe o para un caballero destacado del poema, con lo que su resolución contribuye a la grandeza de éste, ya que ningún otro logra nunca resolver una aventura que no se ha hecho para él. Estamos, indudablemente, ante otro nexo entre los poemas caballerescos y los libros de caballerías, en los que este tipo de lances están presentes por doquier. Objetos mágicos y armas encantadas conforman, por su parte, otro de los factores esenciales de lo fantástico, tal y como podemos ver en el Celidón, donde una espada que llevaba pegada al pecho una doncella, y que solo el protagonista puede desprender, se convierte en el principal instrumento para deshacer encantamientos en el poema de Luque. En el Pironiso será un anillo el que dé una fuerza superior al enano Corbesino y, posteriormente, a la delicada Espinela, quien en hábito de caballero ayuda a su esposo Brialeo. En otros casos son libros que, situados sobre la cabeza de un caballo, hacen que éste conduzca a los héroes a lugares seguros, como sucede con Sarpe en La toledana discreta, tras el rescate de Oroncia. Pero quizás uno de los aspectos temáticos más destacados de los poemas caballerescos sea la presencia de doncellas guerreras, cuya procedencia está, una vez más, en los libros de caballerías que, a su vez, parecen haberlas creado a partir de las míticas amazonas de la tradición clásica. El tema, que ya estaba presente en el Libro de Silence, de Heldris de Cornualles (un relato de reminiscencias artúricas de finales del siglo XIII), pasa tempranamente a los libros de caballerías del siglo XVI, y se encuentra ya en el Platir, publicado en 1533, donde, según M.ª Carmen Marín Pina, se nos ofrece «una de las variantes del tema, concretamente la de la doncella guerrera, la doncella que por circunstancias diversas viste los hábitos de caballero y, encubriendo su propio sexo, practica accidentalmente la caballería, en oposición a la amazona, otra variante del arquetipo de la mujer belicosa, guerrera por naturaleza y educación e inicialmente andrófoba»31. Esta variante que nos presenta el Platir es la que aparece en la casi totalidad de los poemas que estudiamos, ofreciéndonos a mujeres que, generalmente por motivos amorosos, toman las armas y se visten el arnés. Así tenemos, en el Pironiso, a Espinela que, ayudada por el anillo mágico al que acabamos de referirnos, toma las armas para auxiliar a su amado esposo Brialeo; en el Celidón la virgo bellatrix es Dorobella, hija del sultán de Babilonia, que se hace guerrera para desencantar a su padre; en el Florando será Celia,
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doncella despechada, quien tome las armas para vengarse de todos los hombres hecha cazadora, en una versión menos caballeresca de la figura de la guerrera. Por último, en La toledana discreta y en el Monstruo español nos encontramos con las dos doncellas más auténticas en la línea de la variante que comentamos; se trata de Roanisa y de Ferianisa, respectivamente. Las dos se hacen doncellas guerreras para salir en busca de sus correspondientes amados, que han abandonado la patria en pos de la aventura, las dos realizan importantes hechos de armas en su camino y las dos terminan enfrentándose a su caballero cuando éste está a punto de traicionarlas aceptando el amor de otra doncella32. A excepción de Dorobella, cuyos motivos son más bien de amor filial (aunque luego actuará movida por el amor que siente hacia Celidón), las otras mujeres que analizamos se ajustan al patrón de lo que Marín Pina define como doncella guerrera por oposición a las amazonas, cuya figura estaría más cerca del personaje de Archilea, en el Pironiso, que se declara a sí misma nieta de Hipólita, la reina de las amazonas cuyo ceñidor tuvo que robar Hércules en su noveno trabajo. Archilea desciende, pues, de casta de guerreras, por lo que no es extraño que nos la encontremos en hábito de caballero saliendo a los caminos para enfrentarse a los caballeros cuya fama ha volado presurosa por todos los confines del mundo. Concretamente, Archilea quería probarse con el propio Pironiso, de quien había oído que era un guerrero invencible. En este sentido, el personaje de Martín Caro del Rincón se acerca al de la bella Claridiana del Espejo de príncipes y cavalleros, que se enfrenta al Caballero del Febo para probarse con él, en el capítulo XXXII del libro segundo de la novela de Ortúñez de Calahorra. La presencia de la doncella guerrera trae consigo, a veces, confusiones que provocan que otra mujer se enamore de la que se nos presenta en hábito de caballero, como sucede en el poema de Cunedo, donde Ferianisa es objeto del amor de Libivonia, la esposa de Anibasco, en cuyo palacio se alberga aquélla. La tensa situación pone en peligro a Ferianisa, que será liberada en último extremo por su propio caballero Venusmarte, aunque sin tener conocimiento ninguno de los dos de quiénes son. El motivo del engaño se sustenta en el uso de las ropas varoniles y de las armas, que hacen difícil la identificación de la virgo bellatrix y que se convierten en el símbolo externo de las doncellas que toman las armas de forma ocasional, frente a las amazonas que, al ser guerreras por naturaleza, no necesitan un hábito que las identifique. Este travestismo facilita el movimiento de las doncellas por un mundo que de lo contrario les sería hostil y en el que no podrían participar de forma activa, tal y como señala M.ª Carmen Marín Pina: «El hábito de caballero, además de ocultar y a la vez reforzar su arriesgado atrevimiento, otorga a estas doncellas ante todo movilidad, cualidad de la que hasta ahora habían carecido. Gracias a esta libertad de movimiento adquieren mayor protagonismo y pueden franquear sin ser conocidas los muros de palacio y andar seguras por montañas y florestas, cosa que no conseguirían como simples «doncellas andantes». El disfraz de caballero les abre narrativamente un espacio que hasta el momento les había estado vedado en la literatura caballeresca y las pone en contacto directo con la aventura.»33
Al mismo tiempo habría que decir que las doncellas guerreras representan, a su vez, una variación en el esquema de los relatos caballerescos, tradicionalmente protagonizados por
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hombres, en un paso más de esa búsqueda de motivos y de adaptaciones de la literatura de caballeros que la hace tan rica y variada. La presencia de estas mujeres disfrazadas produce en el lector la sorpresa de lo inesperado cuando, tras un duro combate, se descubre que uno de los contendientes es una bella doncella de cabellos dorados y delicados miembros, a la vez que, en su tiempo, supondría, sin duda, un aliciente más para las propias mujeres, grandes lectoras de este tipo de libros, que sentirían la identificación de sus aspiraciones o de sus sueños con la libertad que representaban estas doncellas guerreras. El cansancio, el desgaste o, sencillamente, la necesidad de cambio debieron de motivar, también, la aparición masiva de este tipo de personaje en los libros de caballerías y su proyección en los poemas caballerescos, donde, como hemos señalado, su protagonismo es esencial. Para terminar, nos vamos a detener en un aspecto común a los cinco poemas, que llama la atención por su presencia continua: se trata de las referencias mitológicas. Las fábulas de la mitología clásica son, en efecto, un formante básico de los poemas caballerescos y, aunque no son exclusivas de ellos, sí les dan una unidad característica respecto a un motivo que enlaza las obras con la literatura grecorromana. De este modo, multitud de símiles se asocian a los mitos antiguos en comportamientos propios de algún personaje y les sirven a los autores para explicar la actitud de éste, ilustrándola con el ejemplo mitológico. Así lo encontramos, verbigracia, en el Monstruo español: «...queriendo d’él hazer en esta guerra / lo que Alcides a Licas hizo cuando / la camisa le traxo, y dixo: «Igualas / a Dédalo en bolar sin tener alas» (II, 20). En otros casos, el uso de la mitología tiene que ver con perífrasis sobre el amanecer, el atardecer o cualquier otra circunstancia más propia del decorado que de la acción, como sucede, entre otros muchos casos, con los fragmentos siguientes: «Mas, ya que el gran planeta avía baxado / al océano mar do le aguardava / la cuydadosa Tetis, y cerrado / se vio el cielo...» (Toledana, V, 42); «...también porque el de Delfos su luz niega, / que la madre de Aleto lo entretuvo...» (Celidón, III, 31). Pero más significativo, si cabe, es el hecho de que los protagonistas de los poemas están, muy a menudo, emparentados con personajes mitológicos y cuando no, acceden a sus armas o actúan como lo harían ellos. Del primer caso están llenos los libros que estudiamos, y nos encontramos con que Florando es descendiente de Hércules (que le saca de su actitud de indolencia nada más comenzar el poema), los héroes de Eugenio Martínez proceden de las familias ilustres de Héctor y Aquiles, los grandes guerreros homéricos, y Venusmarte, el Monstruo Español, es bisnieto del mismo Zeus. Por otro lado, Celidón conquista las armas de Aquiles, con lo que se iguala así a la grandeza del héroe, mientras que Pironiso ha de afrontar, al final del relato, doce pruebas que superan en dificultad a las del propio Hércules. Vemos que, cuando no son herederos directos de personajes de la tradición mitológica, se acercan a ellos por la grandeza de sus hechos de armas, con lo que, de una u otra forma, la dependencia de los caballeros de nuestros poemas con respecto a la mitología clásica es un rasgo narrativo y estructural de primer orden, tal y como venimos comentando. En definitiva, la cultura clásica de los autores resulta innegable, independientemente de cual sea luego el valor de sus obras. En este sentido, los poemas caballerescos son claros hijos de su tiempo, pues nacen en el Renacimiento, donde la presencia de lo mitológico y de la cultura grecorromana tiene una relevancia que no vamos a descubrir nosotros ahora. Los poetas que escriben nuestros textos son lectores asiduos de Virgilio, de Ovidio y de
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Homero, por citar solo a tres de los más ilustres autores de la antigüedad cuya presencia es palpable, y a los que han conocido por traducciones o directamente: Huerta fue un importante latinista (téngase presente su traducción de Plinio) y Martínez un gran conocedor de la mitología clásica que, al parecer, compuso un tratado (perdido) sobre la naturaleza de los dioses. De esta manera, la ambientación de los poemas se enriquece con la presencia de un tiempo impreciso y brumoso, más fantástico gracias a la mitología, en el que los protagonistas se debaten entre el culto a los dioses paganos y el cristiano, si bien este último no está presente en todos los poemas, ya que tan solo se hacen referencias directas al cristianismo en el Pironiso, por lo que el paganismo será el tipo de religión dominante y permitirá, como decimos, no solo el empleo de referencias a los mitos, sino también una ubicación cronológica remota y nada concreta, en un tiempo en el que se fusionan caóticamente, varias culturas, varias tradiciones y varias maneras de ver el mundo, todo ello aderezado con el encanto de los relatos caballerescos que enmarcan el universo de contornos borrosos y difuminados de esta variante peculiar de los libros de caballerías.
5. Un lugar junto a los libros de caballerías El género que presentamos en este estudio no es solo un grupo de cinco poemas enlazados entre sí por el contenido caballeresco y por todos aquellos aspectos que hemos analizado en las páginas precedentes, sino que debe ser entendido como una parte mínima de un todo inmenso que transciende los límites del tiempo y de las fronteras. En efecto, nuestros poemas se insertan en el gran filón de la literatura caballeresca que, desde su alborear en la segunda mitad del siglo XII hasta su decadencia en el primer cuarto del XVII, ha transitado miles de páginas escritas en los principales idiomas del occidente europeo, sin conocer límites geográficos. De este modo nos encontramos ante los últimos representantes de un género complejo y multiforme que a lo largo de cinco siglos ha ido adaptándose a las situaciones, a las modas y a los gustos de un público forzosamente cambiante. Sin ánimo de recrear aquí toda la historia de la literatura caballeresca, sí nos vamos a detener, empero, en las distintas etapas que han hecho posible el género, con ánimo de insertar en éste los poemas que estudiamos, observando así la razón de ser de su existencia, aunque un tanto precaria, suficientemente sólida por su pertenencia a una de las tradiciones literarias más duraderas y consistentes que ha visto Europa. Distinguiremos seis momentos en el desarrollo del género caballeresco:
Precursores Dentro de este grupo encontraremos tres bloques claramente diferenciados, tanto por la distancia temporal como por la materia diversa que constituye las tramas narrativas de los textos de cada uno de ellos. El primer bloque lo tenemos en la literatura grecorromana y, como es sabido, lo componen los poemas homéricos, la Tebaida de Estacio y la Eneida de Virgilio, fundamentalmente. Estos textos configuran la llamada «materia de Troya», que aportará situaciones, lances y referencias mitológicas a los textos caballerescos posteriores,
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sin olvidar, por supuesto, la recreación de los grandes hechos de armas que, desde la Ilíada, han transitado toda la literatura de aventuras europea. En el caso concreto de nuestros poemas, la huella de las obras de Homero se percibe, de manera especial, en La toledana discreta, aunque también está presente en el Celidón de Iberia, donde el protagonista comienza sus andanzas conquistando en una cueva encantada las armas de Aquiles. No hemos de olvidar, por otro lado, que cuando Geoffrey de Monmouth escribe su Historia regum Britanniae hace descender a los bretones de Bruto, bisnieto de Eneas, el héroe de Virgilio, a la vez que comienza su relato aludiendo a los hechos que sustentan las obras que estamos considerando como precursoras: «Después de la guerra de Troya, Eneas, huyendo de la destrucción de la ciudad, llegó por mar a Italia en compañía de su hijo Ascanio»34. Vemos de esta forma cómo el clérigo galés a quien se considera fundador de la materia de Bretaña engancha a ésta con la materia de Troya a través de la sutileza de enlazar el mundo mediterráneo de los poemas clásicos con el universo mítico, fabuloso e inquietante del norte europeo que será escenario de las gestas de los principales héroes artúricos. Indiscutiblemente, la veta narrativa de las guerras troyanas y de muchos de los mitos tebanos estará en la base de la literatura caballeresca medieval y pasará, por esta vía, a los libros de caballerías castellanos y a todas las ramificaciones que éstos generan. El segundo bloque lo componen las versiones medievales de los poemas grecorromanos que acabamos de comentar, que son escritas en versos franceses hacia la mitad del siglo XII. En estos textos se encuentra la referencia más cercana a los poemas antiguos que, con anterioridad, eran casi inaccesibles al público en general. La traducción y reconstrucción de aquéllos pone ahora a disposición de los lectores medievales una versión en lengua vulgar que supondrá, sin duda, la difusión de los mitos de la antigüedad. No hemos de olvidar que los textos de Homero, por ejemplo, no se conocieron ampliamente hasta que, en 1354, Petrarca compra el manuscrito que los contiene. Aunque el ilustre humanista italiano no logra traducir los textos, su compra permitirá que poco después se produzca una primera traducción al latín, a la que siguió la primera edición de Homero en Florencia, en 1488. Sin embargo, lo que más contribuyó a difundir estos venerables poemas épicos fueron las traducciones, que menudearon en las primeras décadas del siglo XVI ofreciendo versiones en español, francés, alemán e inglés35. Destacan tres traducciones de obras escritas en latín que no tienen como base principal el texto clásico original y en las que predominan el anacronismo, la amplificatio o la abreviatio: el Roman de Thébes (c. 1150), el Roman d’Enéas (fechable en el siglo XII) y el Roman de Troie o Estoire de Troie (c. 1165), refundido por Benoit de Saint Maure a partir de dos textos anteriores, la Ephemeris belli Troiani y De excidio Troiae historia, presuntamente traducidos de otros libros escritos por testigos presenciales de los sucesos de Troya. No podemos pasar por alto, al hablar de las obras que componen este segundo bloque, las novelas medievales sobre Alejandro de Macedonia, como el Roman d’Alexandre (c. 11801190), refundición de todos los materiales dispersos sobre este tema a lo largo de los siglos anteriores, considerada por Martín de Riquer «la Vulgata medieval sobre Alejandro»36. El tercer bloque se desarrolla cronológicamente de manera paralela al segundo, y engloba las obras fundacionales de la materia de Bretaña y de las aventuras de la corte del rey Arturo. En estas obras nos encontramos los elementos sustanciales que van a dar consistencia a los mitos artúricos, por medio de relatos que están a mitad de camino entre
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la realidad y la fantasía, como es el caso de la ya citada Historia regum Britanniae (c. 1136), de Geoffrey de Monmouth, basada a su vez en la Historia Britonum, escrita por Nenio en el siglo IX. Al margen del tono propio de los relatos caballerescos, que ya se percibe con claridad en el libro de Geoffrey, se nos presentan también algunos de los personajes y temas que luego desarrollará la literatura artúrica, tales como la propia figura del rey Arturo y su nacimiento mágico, o las de caballeros como Uter Pendragón (padre del rey) o sir Gawain, y la presencia de otro personaje crucial en la mitología bretona: el mago Merlín que, a su vez, será el protagonista absoluto de la otra obra de Geoffrey de Monmouth, la Vita Merlini (c. 1148). La popularización del libro capital de Geoffrey se produce, sobre todo, cuando se traduce al francés, en octosílabos pareados, por Wace en torno al año 1155, con el título de Roman de Brut. El traductor, bastante fiel al original, introduce, no obstante, elementos de su propia cosecha que luego darán sus frutos en las novelas artúricas, como es el caso de la referencia a la Mesa Redonda. En este último bloque de los precursores cabría incluir también la tradición céltica y bretona que se difunde a través de los Mabinogion galeses y que, además, es recogida, junto a otros temas y motivos, por Marie de France en sus Lais, en la segunda mitad del siglo XII. Con todo este material se construyen los primitivos relatos de la materia de Bretaña, en fechas inmediatamente posteriores a las que aquí venimos manejando.
La literatura artúrica El gran vivero de la ficción caballeresca medieval se encuentra en los poemas narrativos que se escriben en Francia en el último cuarto del siglo XII y que, como hemos dicho, son el comienzo de la llamada materia de Bretaña. A pesar de la consistencia que los relatos artúricos poseen a lo largo de la Edad Media en todo el occidente europeo, creemos conveniente distinguir cuatro momentos básicos en el desarrollo de los textos de este segundo grupo. En primer lugar se encuentran las obras en verso fundadoras del género, que se remontan a las diversas versiones de la leyenda de Tristán e Iseo, que nos ha llegado a través de los materiales refundidos de varios autores, entre los que figuran el fragmento de Béroul (escrito en una variante normanda de la lengua de oil entre 1150 y 1195) y el fragmento de Thomas d’Anglaterre (en dialecto anglonormando, entre 1170 y 1190), además de prosificaciones, traducciones y versiones diversas37. Pero sin duda será el champañés Chrétien de Troyes quien impulse el desarrollo de la materia de Bretaña a través de sus poemas sobre la corte del rey Arturo y sus invencibles caballeros de la Mesa Redonda. No es éste el lugar idóneo para detenerse a analizar la obra de Chrétien, pero sí al menos será preciso tener en cuenta sus títulos y su importancia. Así se configura el mundo fabuloso y atrayente de la novela de caballerías, a partir de la aparición de los principales mitos y personajes, desde el Erec y Enid (c. 1170), pasando por el Cligés (c. 1176), El caballero del león (c. 1177-1181), y El caballero de la carreta (c. 1177-1181), hasta llegar al incompleto Cuento del Graal (c. 1181-1190). De estas obras surge el amor entre Lanzarote y la reina Ginebra, la personalidad libre de Galván o el tema básico de la búsqueda del Grial, sustentos todos ellos de la literatura caballeresca posterior. El hecho de que el último roman de Chrétien
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quedara inconcluso dio pie a la aparición de continuaciones que, en cierto modo, serían el origen del carácter cíclico que siempre ha definido a la literatura de caballeros. Estas continuaciones se llevan a cabo ya desde los últimos años del siglo XII (las llamadas Continuación Gauvain y Continuación Perceval) y se prolongan durante el primer tercio del XIII (son las dos Terceras continuaciones, de Gerbert y Manessier respectivamente), coincidiendo ya en el tiempo con la primera transformación experimentada por la literatura caballeresca: las prosificaciones. Estas prosificaciones, que empiezan a hacerse en las primeras décadas del siglo XIII, suponen el segundo momento de la literatura artúrica y, a la vez, una búsqueda de nuevas formas, sin duda tendentes a la divulgación de la mitología generada en torno a la figura del rey Arturo, dada la mayor accesibilidad de la prosa, libre del encorsetamiento al que, de una u otra manera, está sometido el verso. No en vano se conoce a las versiones en prosa como la Vulgata artúrica, dejando clara esa vocación de difusión que estamos comentando. En estas novelas los autores juegan con el material aportado por Chrétien y sus continuadores, transformándolo y reescribiéndolo por medio de técnicas como la amplificatio y la inserción de aventuras y caballeros nuevos que ofrecen un universo mítico que llega a superar al de los poemas de finales del XII. Las tres primeras partes de la Vulgata (Lanzarote del Lago, La búsqueda del Santo Grial y La muerte del rey Arturo) debieron de escribirse entre los años 1215 y 1235, mientras que las dos restantes (La historia del Santo Grial y La historia de Merlín) se escribirían hacia el año 1245. Durante el tiempo en que se elaboran estas prosificaciones, la ficción artúrica no se detiene, y sigue dando frutos diversos, mayoritariamente en verso (El cementerio peligroso, de mediados del XIII, Perlesvaus (o El alto libro del Graal), c. 1200-1215 o El libro de Silence, escrito por Heldris de Cornualles en torno a 1270), al tiempo que comienza a difundirse más allá de los límites de la lengua francesa. Las traducciones suponen la tercera ramificación de la materia de Bretaña y traen consigo la internacionalización de la literatura caballeresca (que, por otro lado, ya estaba dando frutos varios y autónomos en el resto de la Europa occidental, con una cierta independencia de los mitos artúricos). Las principales versiones en lengua no francesa se darán en Alemania, donde se absorbe el material bretón y se amplifica, en textos como el Parzival de Wolfram von Eschenbach, de principios del XIII, o el Tristán e Isolda compuesto hacia 1210 por Gottfried von Strassburg. En la encrucijada de los siglos XIII y XIV aparecen las primeras traducciones a nuestra lengua, como las del Tristán (c. 1299-1325) o el Lançarote del Lago (c. 1313), que coinciden en el tiempo con la novela de caballeros más antigua escrita en castellano, el Libro del Cavallero Zifar (c. 1300) y, tal vez, con la versión primitiva del Amadís de Gaula. Por último, el cuarto momento se produce por medio de la pervivencia de la temática artúrica en los últimos siglos de la Edad Media, como atestiguan los libros que sobre el tema se escriben en distintas lenguas. De este modo, en la segunda mitad del siglo XIV se redacta en inglés el anónimo Sir Gawain y el Caballero Verde, mientras que en español se publica, en 1498 (aunque debió de redactarse en torno a 1400), El baladro del sabio Merlín con sus profecías, adaptación libre de algunos de los textos franceses del ciclo posterior a la Vulgata. Cerrando (aunque no definitivamente) la literatura artúrica, encontramos el libro de Thomas Malory La muerte de Arturo (1485), que refunde todos los materiales bretones y
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ofrece una versión final de los acontecimientos de la corte británica de Arturo, que será fundamental para la difusión de los mismos en los siglos venideros. Queda liquidado así el primer gran bloque dentro de la literatura caballeresca, con la evolución principal, desde el punto de vista de la forma, que no es otra que la sustitución progresiva del verso por la prosa, más asequible para la narración. Igualmente desaparece la referencia única a la corte del rey Arturo, que ya no será casi nunca el eje básico sobre el que pivoten las aventuras de los caballeros andantes, y quedará reducida, en el mejor de los casos, a menciones esporádicas. Con el final de la Edad Media, pues, se producirá un primer cambio radical en la literatura de caballerías.
Las historias caballerescas Desde finales del siglo XV castellano, con alguna aportación anterior, tiene lugar la proliferación de lo que hemos de considerar un nuevo género dentro de la ficción caballeresca, caracterizado por una separación temática respecto a las obras antes comentadas y por la procedencia medieval de la mayoría de sus temas. José Manuel Lucía considera que estas obras conforman un género editorial, «el conocido como historias caballerescas, libros en formato cuarto, de poca extensión, que difunden textos sencillos de materia caballeresca, muchos de ellos de origen medieval»38. Estos libros, cuyo corpus ha quedado establecido por Nieves Baranda39, suponen una de las primeras aportaciones originales de la literatura española al género caballeresco (aunque en ocasiones sean versiones o traducciones de otras lenguas), a la vez que se configuran como una ramificación significativa que define la gran diversidad a la que estamos aludiendo. Su presencia confirma la necesidad de adaptarse a los distintos momentos y a los diferentes tipos de lectores que se van generando, a la vez que supone una literatura ágil, de lectura sencilla y atractiva, caracterizada por la brevedad, en contraposición con los grandes relatos artúricos y con los libros de caballerías del XVI, con los cuales conviven gran parte de estas historias caballerescas. Entre ellas se encuentran La historia de los nobles cavalleros Oliveros de Castilla y Artús d’Algarbe, La historia de los dos enamorados Flores y Blancaflor o La historia del noble cavallero Paris y de la donzella Viana, por citar solo unos títulos.
Las novelas caballerescas catalanas El Curial i Güelfa (anónimo de mediados del XV) recrea el ambiente caballeresco propio del género en el que se inserta, pero dentro de un marco histórico real, con referencias a personajes reales y con un reflejo de la cotidianidad de su época, mientras que el Tirant lo Blanc de Joanot Martorell y Martí Joan de Galba, publicado en Valencia en 1490, relata las hazañas del valeroso caballero que le da título en un marco de verosimilitud que contrasta, en parte, con el universo fabuloso de los libros de caballerías castellanos. Así lo percibe, por ejemplo, el cura Pero Pérez durante el escrutinio de la biblioteca de don Quijote, cuando afirma:
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«Dígoos verdad, señor compadre, que, por su estilo, es éste el mejor libro del mundo: aquí comen los caballeros, y duermen y mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte, con estas cosas de que todos los demás libros deste género carecen.»40
Esta pretensión de verosimilitud que parecen ofrecer las dos novelas catalanas nos lleva a citarlas aparte, si bien nos parece indiscutible que ambas encajarían perfectamente dentro de los libros de caballerías, por su tono, su extensión y su carácter general. De hecho, don Quijote había leído el Tirant en la traducción castellana de 1511 y el cura y el barbero encuentran el libro entre el resto de los que componen la biblioteca del caballero manchego, como uno más. Igualmente José Manuel Lucía Megías incluye el Tirante el Blanco entre los libros de caballerías que componen su Antología de libros de caballerías castellanos, al considerar como tales todos los que se publican o escriben durante el siglo XVI, aunque se trate (como es el caso) de una traducción, y sin entrar a valorar el aspecto de la verosimilitud, por otro lado bastante discutible.
Los libros de caballerías del siglo XVI Sin duda el segundo gran filón de la literatura caballeresca junto a los relatos artúricos está compuesto por las novelas de caballerías castellanas del XVI, donde, por otro lado, se encuentra (como creemos haber dejado demostrado en las páginas precedentes) la base inmediata y fundamental de los poemas caballerescos. Con los libros de caballerías, la literatura del género alcanza uno de sus momentos culminantes, marcado, sobre todo, por el elevado número de lectores, que se traduce en la proliferación de novelas, con sus continuaciones, sagas y ciclos, además de en las numerosas ediciones que de algunas de ellas salieron de las prensas de la decimosexta centuria41. La reciente invención de la imprenta supuso un impulso fundamental para este tipo de literatura y facilitó su difusión, a la vez que alentó las críticas de los moralistas y las censuras de todos aquéllos que consideraban pernicioso dejar volar a la imaginación. Sin embargo, los libros de caballerías (que eran herederos de una larga y cambiante tradición, como venimos comentando) supieron imponerse más allá de las invectivas que se dirigieron contra ellos, y dejaron para la posteridad un buen número de novelas en las que la aventura, lo fabuloso, lo fantástico y lo imaginativo abren nuevos horizontes, aun hoy, a los lectores que se adentran en sus páginas. En lo referente a la forma, el uso de la prosa coincide, en España, con el auge de los distintos tipos de ficciones novelescas que llenaron el siglo XVI, y se nutre de la solidez renacentista del concepto de imitatio, favorecedor del carácter cíclico de muchas de las novelas, a la vez que consolida la contundencia de los textos, semejantes en la forma a grandes crónicas históricas, extensas e interminables, en medio de la confusión entre lo real y lo imaginario que hizo enloquecer al bueno de Alonso Quijano. Con estos moldes (unidos al renacer del espíritu aventurero que trajeron consigo las expediciones al Nuevo Mundo) se gestó y se alimentó un género vivo que todavía tendría que experimentar una última transformación (la vuelta al verso), y al que apenas si hicieron mella las versiones a lo divino que, tanto en prosa como en verso, se llevaron a cabo a partir de la mitad del XVI42.
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Los poemas caballerescos En el crepúsculo de la literatura caballeresca (y tras nada menos que cuatro siglos de pervivencia del género), nos encontramos con la aparición de la última adaptación de aquélla a los tiempos: nuestros poemas en octavas, a mitad de camino entre la épica culta y los libros de caballerías. Ya hemos hablado arriba de las circunstancias que facilitan la aparición y el breve vuelo de estos textos que, alimentados con la savia nueva de los poemas épicos, remedan el universo fantástico y aventurero de sus hermanos mayores cuando éstos ya entran en su fase final. Dijimos ya que no dejaba de ser significativo que los relatos caballerescos (que, como hemos visto, comenzaron escribiéndose en verso) dejaran de lado la prosa para retomar, a través de la sutileza rítmica del endecasílabo, su forma primitiva. Parece evidente que se trata de un último intento de mantener intacta la literatura de caballeros (en un tiempo en el que ésta se replegaba inevitablemente), aprovechando el nacimiento de un tipo de lector diferente, interesado por el verso y ávido por adentrarse en las hazañas históricas y religiosas que poblaban la poesía épica del Renacimiento, y compuesto, como ya vimos, por gentes de las clases altas, letrados, clérigos y catedráticos, entre otros grupos cultos. Estos lectores se convirtieron en los destinatarios elegidos para difundir, en su nuevo cauce experimental, los últimos productos de la literatura caballeresca en el occidente europeo. Para nosotros, la aparición de los poemas caballerescos se inscribe indiscutiblemente en la línea marcada por todos los géneros que hemos venido glosando hasta aquí, y comparte con las novelas en prosa el declinar de un tipo de literatura que va a dejar paso a una concepción más moderna de la narración, que se estaba gestando ya desde el Lazarillo de Tormes (y algunos de sus precedentes, en la órbita de La Celestina), y que tiene su momento culminante con la aparición del Quijote de 1605, curiosamente una novela de caballerías. Solo unos años antes de la publicación de la obra de Cervantes vieron la luz dos de los últimos impresos de aventuras caballerescas: el Policisne de Boecia, en 1602, y La toledana discreta, en 1604; después únicamente el Monstruo español, en 1627. Habían pasado veintitrés años desde el poema de Martínez y doce desde la segunda parte del Quijote, con lo que no podemos explicar este último fruto sino dentro de la producción variopinta de su autor, Miguel González de Cunedo, que escribió poemas religiosos, escritos laudatorios al rey y comedias en la estela de Lope de Vega, pues parece evidente que el Policisne y La toledana (ambos a más de diez años de distancia de sus predecesores) se convirtieron, tras el aluvión cervantino, en una especie de canto del cisne de la literatura caballeresca, cuyo certificado de defunción se ocultaba en las páginas del Quijote. Los poemas que nos ocupan no pueden ser estudiados, por lo tanto, como una manifestación aislada y pintoresca ni como un apéndice secundario de la épica culta del Renacimiento, sino que han de leerse y analizarse a la luz de su pertenencia a un género mayor, multiforme y prolífico, que hunde sus raíces en el siglo XII y que se nutre nada menos que de los más antiguos y venerables textos de la literatura griega. Han de ser, pues, extraídos del grupo de la épica, con la que les unen tan solo algunos aspectos formales,
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como ya se explicó, e incluidos, con pleno derecho, dentro de los libros de caballerías, sin perjuicio de su parentesco con el Orlando furioso de Ariosto que, por otro lado, comparte también tono y contenido con la literatura caballeresca, aunque inaugure, a su vez, el nuevo molde de la épica en octavas que tan dilatada descendencia engendró en nuestro país a lo largo de los Siglos de Oro. Al mismo tiempo, parece claro que se abren nuevas líneas de análisis de la ficción caballeresca, ya que estos poemas aportan una perspectiva formal diferente, un molde novedoso (¡y antiguo!) en el que verter, en verso heroico, tantas guerras y tantos lances de caballeros, sin dejar de ser un paso más (aunque el último) en la adaptación de un género que se resiste a desaparecer y que, cuando por fin se aparta de la escena literaria, decide hacerlo con la forma que le ha sido característica durante tanto tiempo; la literatura caballeresca termina su andadura por medio de un libro de caballerías sublime (el Quijote), después de haber intentado resucitar con una mirada atrás, a los tiempos en los que las andanzas de los grandes héroes se relataban en verso. Más que a un final, parece que asistimos a un comienzo, y en realidad así es, pues Cervantes, con su parodia de los libros de caballerías, alentó en nosotros el deseo de acercarnos a esa literatura fascinante que fue capaz de transformar en lucidez la locura de don Quijote.
6. Nuestra edición Transcripción de los textos y notas a pie de página Para la transcripción de las octavas seleccionadas en cada caso se han utilizado los siguientes documentos: – Pironiso: a partir del único manuscrito conservado del poema, que se encuentra en la Biblioteca Nacional de Madrid (BNM), con la signatura Ms. 9756. Su conservación es bastante buena, aunque le falta un folio, que se corresponde con las páginas 13 y 14. – Celidón de Iberia: hemos empleado básicamente el ejemplar de la BNM signado como R-10928, y cuando la lectura era deficiente nos hemos apoyado en los ejemplares R15878 y R-28301 (ambos también en BNM), con ese orden de preferencia. – Florando de Castilla: para el poema de Jerónimo de Huerta hemos empleado la primera edición (Alcalá, 1588), a partir del ejemplar R-2704, cuyas escasas deficiencias hemos suplido con el R-31444 (BNM los dos). La resolución de determinadas erratas se ha apoyado en la segunda edición del poema, incluida en el volumen Curiosidades bibliográficas, introducción de Adolfo de Castro, Madrid, Rivadeneyra, 1855, en la Biblioteca de Autores Españoles, vol. 36. – La toledana discreta: se ha transcrito el texto a partir del ejemplar R-1788 de la BNM, cotejando las variantes producidas por sus diversos estados con el resto de ejemplares conservados43. – Monstruo español: para su transcripción hemos empleado el ejemplar R-3769, también custodiado en la BNM, mal conservado y carente de portada y de preliminares. A la hora de seleccionar los fragmentos que habrían de formar parte de nuestra antología, hemos tenido presente la necesidad de reflejar el carácter caballeresco de los © Centro de Estudios Cervantinos
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textos, por lo que se ha dado preferencia a los episodios que contienen hechos de armas, combates singulares, guerras y otros lances propios de los caballeros aventureros, así como aquéllos en los que se presentan encantamientos, hechos fantásticos y todo tipo de acciones que tengan que ver con lo fabuloso y lo mágico, aspectos ambos básicos de los libros de caballerías. Hemos prestado atención, igualmente, a los episodios amorosos, cuya presencia es también común a nuestros textos y a las novelas a las que imitan. En los poemas en los que hay un protagonista claro hemos decidido, en la mayoría de los casos, seguir preferentemente sus aventuras. En cuanto a la disposición de los materiales, se ha seguido un método consistente en transcribir los versos que habíamos seleccionado previamente, intercalando breves resúmenes en prosa de las partes no incluidas en la antología. Hemos tenido especial cuidado en ofrecer, de esta manera, una lectura completa que permita al lector seguir fielmente la trama de los distintos poemas, así como la distribución de los episodios en los mismos. Para esto último se ha incluido, donde termina cada canto, el número de éste entre corchetes. Por otro lado, hemos agrupado el contenido de las narraciones en grandes bloques temáticos que abarcan desde uno a varios cantos de cada poema, buscando así una coherencia que tal vez se perdiera al ofrecer tan solo unas cuantas octavas y desechar otras. En las notas a pie de página hemos recogido tan solo las referencias a la mitología, a la geografía antigua o a determinados aspectos culturales. También hemos anotado algunas cuestiones relacionadas con la transmisión textual o con la comprensión de los poemas, sobre todo cuando el carácter fragmentario de la antología exigía esa explicación. En todo caso se ha tendido siempre a la concisión, evitando un voluminoso aparato de notas, por lo que no se han tenido en cuenta los aspectos relacionados con el léxico o con el estado de la lengua en la época en que se escribieron los poemas.
Criterios de edición Al preparar los textos para la lectura contemporánea se ha buscado un equilibrio entre la necesidad de facilitar la comprensión al lector actual y el compromiso de ser respetuoso con las formas características de los Siglos de Oro. Así, hemos sido conservadores mientras esta actitud no chocaba frontalmente con las formas actuales, pero no por ello hemos evitado algunas rupturas que se presentaban como necesarias. Es importante señalar, por otro lado, que, en lo relativo a las normas ortográficas, nos hemos ceñido a lo dictado por la última revisión de las mismas llevada a cabo por la Real Academia Española en su Ortografía de la Lengua Española, edición revisada por las Academias de la Lengua Española, Madrid, Espasa, 1999. De este modo, los criterios manejados para la presente edición son los siguientes: 1. La puntuación y la acentuación se ajustan a criterios actuales, así como el uso de signos de interrogación y de exclamación, muchas veces ausentes en los textos, aunque necesarios. En el caso de la acentuación se tendrá también presente el valor diacrítico de ésta en los siguientes casos: -á (verbo) / a (preposición)
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-é (verbo) / e (conjunción) -dó (verbo y pronombre interrogativo) / do (adverbio) -ý (adverbio) / y (conjunción) -só (verbo) / so (preposición y pronombre posesivo) 2. Se desarrollan las abreviaturas sin previo aviso. 3. La s alta se transcribe como s normal. 4. Se mantienen las vacilaciones vocálicas. 5. La i con valor consonántico se transcribe como una j. Así, iacetanos aparecerá en el texto como jacetanos. 6. La u con valor consonántico se transcribe v y, a la inversa, la v con valor vocálico se transcribe u. De este modo, prueua aparece transcrito como prueva, y vna como una. 7. En general se respeta el consonantismo del texto base, incluso en sus alternancias (m o n ante bilabial, siempre que vayan juntas en una misma palabra. En Pironiso se emplea a menudo m al final de palabra, en vez de n, cuando el siguiente vocablo empieza por b o p. En este caso no se respeta la alternancia y se emplean las normas ortográficas vigentes). Se mantiene, igualmente, la ausencia o presencia de h muda. No obstante se llevan a cabo las siguientes intervenciones en lo referente a las consonantes: 7.1. Mantengo la qu- ante e, i, pero la transcribo como c (k) cuando va seguida de a, o, u. Así, qualquiera se transcribirá cualquiera. 7.2. Se eliminan los grupos consonánticos cultos con un valor meramente gráfico (th, ch, ph) y se mantienen, en cambio, los que tienen valor fonético, como gn, bd, pt, ct, o bs, además de las geminaciones. De este modo, monarchías o christal aparecerán como monarquías y cristal. Este criterio no lo mantenemos para los nombres propios de personajes que llevan el grupo ch, por parecernos que puede haber ambigüedad en cuanto a la forma, habida cuenta del uso de estas consonantes en castellano. Por eso transcribimos Archilea o Archaón. No obstante, cuando el personaje pertenece a una tradición anterior que permite reconocer su forma más usada, eliminamos ch y transcribimos qu; así, Achiles será Aquiles. 7.3. La y solo se emplea con valor consonántico, aunque se reserva su uso para final de palabra, como en la actualidad (rey, muy). Por eso mismo se restaurará dicha grafía cuando sea necesario, como en el caso de cuio, que se transcribirá cuyo o Satreia, que transcribimos como Satreya. En los nombres propios de personajes y lugares de la ficción de los poemas se mantiene la y con valor vocálico, como en Lyrsania o Poysena. 7.4. Se mantiene la alternancia x/j, presente a veces en el mismo vocablo. Así, encontramos y transcribimos respetuosamente dixo y dijo. 7.5. La alternancia g/j se mantiene en casos como corage y coraje. 7.6. La alternancia c/ç se resuelve transcribiendo c ante e, i y ç ante a, o, u. En ambos casos se restaurará cuando sea pertinente según este criterio. De este modo, çielo pasa a ser cielo. La alternancia c/z se mantiene. 7.7. Se mantiene la -ss- intervocálica, así como su alternancia con -s-, en casos como empressa y empresa.
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7.8. El uso de r/rr se adapta siempre a las normas actuales. 7.9. Se mantiene la alternancia entre b/v. 7.10. Se restituye la ñ cuando en su lugar aparece n. 8. En el caso de la unión o separación de palabras se seguirá siempre el criterio actual, con la excepción de algunos casos de fusión por fonética sintáctica, en los que se discriminarán las secuencias confluyentes. Así, dello se transcribirá como d’ello. La colocación de los apóstrofos se ajustará a la facilidad de la lectura, aunque no sea, a veces, fiel al original (este caso se da principalmente en el Pironiso). Por otro lado, los adverbios en -mente se escribirán en una sola palabra. 9. Se han suprimido, en su caso, las mayúsculas a principio de verso, propias del impresor, ajustándose al uso común de las mismas en la prosa. Del mismo modo se transcriben con minúscula inicial muchos nombres que en los textos figuran con mayúscula, tales como maga, rey, príncipe, corte, etc. Sin embargo se emplea la mayúscula cuando dicho nombre (en los casos en que se refiere a poder público, dignidad o cargo relevante) se convierte en el sobrenombre de algún personaje (Cavallero del Fénix) o sustituye al nombre propio (Rey de Bretaña). Los nombres abstractos asociados a alguna divinidad (amor, fortuna...) se transcriben con mayúscula inicial cuando suponen una clara y activa intervención de esa potencia en el desarrollo de la frase. Así, por ejemplo, en «entró (...) el poderoso Amor obedecido». 10. Se respeta la alternancia de formas analíticas y sintéticas en casos como do y donde. 11. Corrijo entre corchetes [ ] las erratas y las elisiones evidentes, así como las lecturas dudosas, para facilitar la labor del lector. 12. Transcribo con el signo de diéresis (¨) las palabras que lo requieren para completar el cómputo silábico de los versos. Por el contrario, mantengo la acentuación normal en los casos en que es necesaria la sinéresis para dicho cómputo silábico, con el fin de no producir problemas de lectura, dada la gran abundancia de casos presentes en los textos. 13. Corrijo sin avisarlo las erratas suficientemente obvias, estén o no recogidas en el Testimonio de erratas que figura al frente de algunos textos. 14. Suprimo gran parte de los paréntesis que han colocado los autores (o los impresores), por parecerme más adecuado, en general, el uso de comas según las normas actuales. Por el contrario, pongo paréntesis en ocasiones en las que los creo necesarios para una lectura adecuada. 15. Los diálogos se distinguen entre comillas («»). Cuando el diálogo o la frase textual figura dentro de la intervención de un personaje del texto que repite las palabras de otro, se emplean comillas simples (‘’). 16. Los errores evidentes en los nombres propios se rectifican sin anotarlo. 17. En la numeración de los cantos he optado por transcribir, en todos los casos, el cuatro romano como IV, en lugar de IIII que es la forma empleada en los textos originales. 18. Se mantiene la alternancia y/e para la conjunción copulativa, pero pasa a transcribirse y cuando el original presenta i. 19. Se mantienen las peculiaridades lingüísticas del texto, en cuanto al léxico y las formas lexicalizadas.
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Agradecimientos El trabajo que aquí se presenta nunca hubiera sido posible sin la confianza y el apoyo que desde el primer momento me ofreció José Manuel Lucía Megías, auténtico impulsor de este libro e infatigable difusor de la literatura caballeresca. Gracias a él y al Centro de Estudios Cervantinos toma forma lo que para mí era tan solo un proyecto de difícil realización. Víctor Infantes de Miguel, al sugerirme la obra de Eugenio Martínez para mi tesis doctoral, abrió el camino que ahora se ensancha con esta antología. Por otra parte, mi amiga y colega Carmen Vaquero Serrano ha estado siempre dispuesta para ayudarme en las más diversas cuestiones (entre otras la corrección de erratas), y nunca me han faltado sus acertadas sugerencias acerca del trabajo. Algunos problemas suscitados por las notas a los textos se solucionaron con más sencillez gracias a mis también amigos y colegas María Ortiz Diez, Luis Peñalver Alhambra y Francisco Javier Parra Rodríguez. Finalmente la comprensión y el estímulo de Mary Carmen hicieron posible que este libro llegara a buen puerto.
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