JARRETO. (El lado oculto) Escrita por Sergio López de la Torre

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JARRETO (El lado oculto) Escrita por Sergio López de la Torre

Todos los derechos reservados. © Sergio López de la Torre © Editnovel 2015 Registro de la propiedad. 201199901743777

PRÓLOGO FACULTAD DE MEDICINA. OCTUBRE DE 1985. La contundente exposición del individuo que dominaba el atril en el contrastado fondo del salón de actos de la facultad de medicina causó furor. Durante casi cinco minutos, la ovación fue continua y atronadora, sin apenas opción para abandonar su dominante situación. Tras haber concluido una conferencia sobre la evolución en el tratamiento de las enfermedades mentales y las posibles nuevas terapias a aplicar, todos los allí presentes abandonaron el recinto con el típico murmullo del comentario hacia el que está a tu lado y del que esperas encontrar la misma sensación de asombro que tu te llevas. Cuando el ponente pudo marcharse, un hombre le esperaba al final de la sala, prestando mucha atención a su recorrido. Al encontrarse, ambos se estrecharon la mano, esperando a que todo el personal saliera antes que ellos. El Dr. Naisinger salió en primer lugar y tras él, el aplaudido orador. El camino hacia la calle fue amenizado con una charla entre ambos. - Su exposición ha sido clara y contundente. ¿Cree haberles convencido, doctor? – dijo Naisinger. - Me trae sin cuidado si les he convencido o no. Lo que me importa es lo que haya decidido la junta – respondió. - Para eso venía a verle. Estamos de acuerdo en todos los aspectos. Sin ninguna vacilación. Sólo hay que empezar a dar pasos. El ponente se detuvo un instante para emitir una amplia sonrisa a Naisinger. Esperaba aquella noticia desde hacía mucho tiempo. Por mucho que el público normal aplaudiera sus ideas, sabía que era otro tipo de esfera social la que tenía que demostrarle el interés que él esperaba. Tras el parón, continuaron andando hasta un flamante vehículo color negro que estaba aparcado cerca de ellos y que estaba custodiado por un chofer perfectamente uniformado. - Hay que comenzar cuanto antes – dijo con rotundidad el orador - No podemos retrasar mucho más tiempo el experimento. Tenemos ya escogidas a varias personas. Las fechas están muy ajustadas. Para cuando todo esté preparado, no será difícil convencerlos. Pero sin muchos retrasos o la cosa podría enfriarse. - No se preocupe – contestó Naisinger con seguridad – Estará todo preparado para las fechas indicadas. Convendría que esta noche nos reuniéramos para fijar los últimos detalles y estableciéramos el plan de acción.

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Al llegar al transporte, un emotivo abrazo sirvió para que ambos se despidieran, proyectando una mirada de punto y seguido para dar continuidad a la conversación que habían mantenido. Para finalizar todo el derroche de tradicionalismo, sus manos se estrecharon con una firmeza tal que determinaría su futuro más inmediato. Naisinger abandonó el lugar andando, después de rechazar el ofrecimiento del coger a trasladarlo donde quisiera. Una bocanada profunda de aire, unida a una mirada de satisfacción al azulado cielo, dieron el pie de salida al doctor para abandonar el lugar. Mientras observaba su marcha unos segundos, el ponente subió a la parte trasera del lujoso vehículo. Tras un sonido seco de cierre de puerta, el chofer arrancó sin más dilación. Recorrida una prudente distancia, el uniformado recolocó el retrovisor central, lo suficiente para poder ver el rostro de su cliente. Sin embargo este, al comprobar la maniobra, colocó su mano sobre el hombro del conductor, lo cual hizo detenerse a este ante cualquier movimiento posterior. Al volver a mirar por el espejo, notó una indicación con el dedo índice de negatividad ante lo que quería hacer. Un par de suspiros de resignación, hicieron que el chofer dejara el retrovisor como estaba. A pesar de ello, no se acobardó a la hora de abordar al mandamás. - ¿Qué tal ha ido la conferencia, doctor? – preguntó el chofer para romper el hielo. - Ha sido colosal – respondió mientras observaba a la gente a través de la ventanilla del vehículo – Lo mejor de todo ha sido la conclusión final. - ¿Cree usted que servirá para algo? – volvió a preguntar – Ya sabe usted que la gente es mucho de escuchar y aplaudir, pero poco de actuar. - Servirá. Estoy seguro que servirá – silencio casi sepulcral – Siempre hay alguien que decide dar el paso de actuar. Mientras repetía esas últimas palabras, sacó de un bolsillo interior de su chaqueta una fotografía que no dejaba de mirar con cierto aire nostálgico, a la vez que acariciaba con mucha suavidad y delicadeza.

“Lo hemos conseguido, hijo. Lo hemos conseguido.”

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I FEBRERO DE 1991. COMISARIA DE POLICIA DE PEDLETON PLACE. 8.15 DE LA MAÑANA. A primera hora de la mañana, la comisaría de Pedleton Place no estaba aún en su máximo apogeo de actividad menuda diaria. Algunos agentes empezaban a llegar para comenzar su turno y los de guardia se desperezaban sentados en sus puestos, contando los minutos para marcharse a casa o pensando en que lugar, lo más escondido posible, sobre todo por el que dirán, podrían encontrar a esas hora para intentar tomar una copa. Tras subir las escalinatas de la puerta principal de la comisaría, forjada en acero, se vislumbraba un pequeño mostrador que aparecía como la frontera entre el bien y el mal. A esas horas de la mañana, dicho mostrador era el reinado de la Srta. Dobson, una cuarentona soltera con pelo enmarañado, algo rellena y con gafas cuya montura en forma de culo de botella la reflejaban como una persona bastante desconfiada e inaccesible para el resto de los mortales. No sólo el aspecto lo verificaba. Muchos testimonios de compañeros también lo atestiguaban como tal. La Srta. Dobson dominaba la visión principal como el águila que echa el ojo a su presa y no deja de observarla hasta que la ha cazado. Si su tremenda visión no lo impedía, se podía advertir la presencia de las mesas de los agentes en el lado izquierdo y una pequeña sala de descanso en el ala derecha. Frente a la puerta, se apreciaban unas escaleras que guiaban a las oficinas de los “altos mandos”, como ellos les gustaba llamarlos, aunque, en un pueblo tan limitado en extensión y población, esa expresión se reducía la figura del jefe de policía y, siendo muy generoso en el adjetivo, de su ayudante, los cuales aun no habían aparecido por sus dominios a tan temprana hora. Aquel pequeño fortín era el hogar de la justicia de aquella pequeña población llamada Pedleton Place. Siete policías, una recepcionista, un jefe de policía y su ayudante habitaban tras aquellos muros con la absoluta tranquilidad de que su sola presencia daba calma a tan escueta población. Tan sólo unas pocas celdas en un pequeño sótano, accesible tras el pequeño feudo de la Srta. Dobson, daban a entender el nivel de criminalidad y siniestralidad de la zona. Alguna pelea de borrachos, sanciones de tráfico y, en algún caso, la emocionante detención de un marido que se había propasado con su mujer, convertían aquel lugar en una especie de “observatorio de seguridad”, como los castillos erigidos en las montañas vigilando los campos de concentración nazis en la segunda guerra mundial. Pero, en este caso, sin nazis, sin prisioneros, y 3

sin, prácticamente, nada más que contar. Era sin duda la mejor imagen para describir Pedleton Place……Pedleton Place.

Localizada en la zona más cercana a las montañas del Condado de Cass, en Dakota del Norte, Pedleton Place poseía un pequeño ayuntamiento, una iglesia, un colegio, un hotel muy coqueto y escueto a la vez, algún restaurante de más o menos calidad (y algún se refiera a uno o dos como mucho), además de la reseñada comisaría de policía. Sin duda su secreto se basaba en su habilidad para pasar desapercibida, el no tener un renombre a nivel público y el aparecer en los mapas como una motita de polvo, francamente disimulada. Una reducida población como esta no era el lugar más idóneo para un escándalo por reducido que fuera. Y por escándalo no hablamos de grandes acciones como acostarse con la mujer de otro o dedicarse a la zoofilia como afición en horas libres. Hablamos de verte tomar una copa de vino en un horario no habitual, hablamos del mero hecho de pararte a saludar a la mujer de otro para que se cree una tensión sexual mal entendida entre los propagadores de la prensa rosa local. Hablamos de un lugar tan especial en ese sentido que su característica más destacada era precisamente que no tenía nada de especial. Su escasa grandeza extensiva en terreno la convertía en un espacio confortable y seguro a los ojos de la población. Realmente, la mejor situación geográfica del mundo para el típico solitario de los bosques o el huraño buscador de paz y del “No molesten” y el antídoto ideal para evitar a alborotadores, maleantes y buscadores de conflictos de alta categoría. Un lugar que ni siquiera alcanzaba la categoría suficiente para encontrar un ambiente festivo a altas horas de la madrugada. Pedleton Place…. Si la población ascendía a 1.000 habitantes era decir mucho y halagar en demasía, pero probablemente, humano arriba o abajo, era el número más aproximado. Pedleton Place… Uno de tantos pueblos perdidos típicos que ni siquiera vienen en los mapas de carretera y que sirven sólo de parada y fonda para una o dos noches (y eso siendo muy exagerado). Todo en pequeña proporción, como los buenos perfumes, pero sobre todo con una tranquilidad pasmosa que marcaba su sello de identidad de la pequeña población. El lugar con todas las papeletas para que un suceso fuera de lo normal de la vuelta a todos como un calcetín de lana.

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II Habían transcurrido unos veinte minutos desde que el oficial Meidun abandonó la sala de descanso, después de tomar su primer café de la mañana. Con su melena blanca rizada, bastante descuidada y que permitía vislumbrar una ligera calvicie en su zona trasera, y unos ojos marrón miel que apenas se veían debido a su pequeño tamaño, aquel sesentón encorvado y algo desagradable de apreciar era, sin embargo, un hombre muy respetado en el pueblo. De los primeros en habitar aquel lugar y en preocuparse de darle algo de vida, allá por finales de los años 70, su carácter y sus salidas fuera de tono en alguna que otra ocasión, no eran debido a la casualidad. Por aquella época, había perdido a su mujer y a su hijo de diez años en un accidente de coche por culpa de la acción de un borracho, a última hora de una calurosa tarde de julio. Meidun era un joven policía de una pequeña población del Norte del país que pensaba que sería capaz de cambiar las cosas, simplemente por el hecho de querer hacerlo. Este desgraciado hecho produjo la búsqueda de Meidun de un lugar más apacible donde empezar de cero y enterrar su terrible pasado. Un hombre cuyas cicatrices le habían granjeado una interesante reputación, a la vez que un estilo de vida que poco le interesaba cambiar. Cada mañana, Meidun se dirigía a la sala de descanso y tomaba el primero de los 5 o 6 cafés que acostumbraba a despachar a lo largo del día, tras lo cual, compartía sus primeros comentarios sobre el comienzo del mismo con la Srta. Dobson. La superlativa imagen robusta de la dama en cuestión frente a la arrugada expresión del veterano agente era digno de un cuadro surrealista para cualquier museo que se preciara. - Si me dieran 1 dólar por cada sensación rara que he tenido cada mañana en los últimos treinta años, ahora seria millonario, Emily – exclamó Meidun. - Si te lo hubieran dado, ya me habría casado contigo – con sonrisa de mofa. - ¿Te burlas? – cuestionó con incredulidad – Es cierto. Siempre he tenido ciertos presentimientos al empezar un día. Debí dedicarme a la meteorología o a algún tipo de ciencia del futuro - ¿Y puede saberse cuales son los argumentos para tu increíble clarividencia? - No lo sé – expresó, acompañándose de una rascada de partes bajas a mano llena - Si lo supiera, habría vendido los derechos para el cine.

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La Srta. Dobson suspiró durante unos segundos e inmediatamente clavó su mirada en las notas y documentos que tenia encima de su escritorio. Tras visualizarlos con rapidez, tomó una pequeña nota en sus manos y se la entregó a Meidun. - Han llamado de la granja de Sawyer – exclamó – Al parecer, han intentado robar esta noche una de sus vacas. Meidun giró el cuello a tal velocidad de vértigo que hubiera convertido su crujido óseo en eco de toda la comisaría. Su expresión de incredulidad se mantuvo ante lo que había escuchando. - ¡Me cago en la puta y en todo lo movible a pleno sol! – asombrado - ¿Para qué querría alguien una entupida vaca en este pueblucho de mierda? - No lo sé, pero si quieres puedes averiguarlo Meidun tomó la nota en su mano, manteniendo el aire de incredulidad, y, tras colocarse el sombrero oficial, salió por la puerta, no sin antes dedicar un saludo a Dobson. - Hasta luego, encanto. ¿Te veré más tarde?- sonrió - No, si yo te veo antes. Meidun desapareció tras la puerta principal.

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III Aquella mañana, el frió cortaba la respiración y lo que se pusiera por delante. Los inviernos se incrustaban en Pedleton Place como un incómodo habitante más que no estaba dispuesto a marcharse por petición popular y cuyas bajas temperaturas escarchaban los porches de las casas y helaban los cristales de los vehículos. Meidun se dirigió a la zona de parking con la esperanza de no tener que volver a comisaría por un cubo de agua caliente para deshelar a su flamante Ford oficial. Mientras echaba un vistazo, pensaba para si mismo “Que suerte he tenido. Estos malditos cristales han aguantado bien el frío……. Presiento que hoy será una buena mañana”. Tomó posesión del vehículo, cual Julio Cesar en su primera entrada triunfal a Roma, observó todo a su alrededor con tranquilidad, asegurándose que no habría que retornar para encontrarse con algún comentario irónico de la Srta. Dobson. Todo estaba en regla. Una última comprobación a la radio, le dio pie a arrancar el coche y abandonar el recinto, siempre muy despacio y con mucha prudencia. Aquello no era, precisamente, el circuito de Silverstone. Era típico de los policías de Pedleton Place saludar a los habitantes mientras realizaban sus marchas. Esto daba seguridad. Amén de que, en un pueblo tan pequeño, difícil era no conocer a todo bicho viviente. El hecho de que los agentes supieran los nombres de los inquilinos del pueblo, transmitía la sensación de que ningún forastero desconocido podría irrumpir en la tranquilidad de sus vidas. La justicia velaba por sus sueños. Meidun accedió a la calle principal y se detuvo en uno de los pocos semáforos que regulaban el tráfico. Bajó la ventanilla para ver el estado de la calle y dejarse ver ante un vecino que cruzaba en ese momento por la zona. - ¿Qué tal, Morty? Mortymer Perkins era uno de los miembros del aproximado setenta por ciento de habitantes de Pedleton Place que superaba los sesenta y cinco años. Grupo exclusivo y selecto cuya unión, pensaría más de uno de forma irónica, podría provocar situaciones de lo más violento y conflictivo. Su pelliza hasta el cuello, cubriendo un pellejudo cuerpo, sacudido por los avatares de la vida, sólo permitía apreciar el vaho que salía de una boca algo reseca que culminaba, mirando de arriba abajo, un rostro blanco y áspero, con unos ojos oscuros, cuyas pupilas parecían emitir intermitencias de pequeños puntos blancos en su centro. 7

- Hola, oficial Meidun. ¿Dónde tiene su ruta hoy? - Voy a ver a Sawyer. Dice que anoche intentaron robarle una vaca. El vecino se asombró. - ¿Para que rayos querría nadie robar una vaca? - Eso mismo me pregunto yo. Pero el caso es que tenemos que investigarlo. - OK. Saludos a Sawyer de mi parte. - Lo haré, Morty. Hasta luego Tras atravesar el semáforo, el oficial vio, por el espejo retrovisor, al figura del viejo Morty, haciéndole indicaciones con la mano. Meidun se detuvo y bajó la ventanilla de su vehículo, permitiendo entrar, además del frío seco, una voz que se escuchaba a lo lejos. “Ah, y dígale a ese viejo idiota que me debe 40 pavos de las vitaminas de sus malditas vacas” Meidun se limitó a soltar una carcajada y continuar.

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IV No era complicado acceder a la salida del pueblo de Pedleton Place. Era el típico lugar que se recorría en “dos patadas”, como diría algún lugareño, y si el trayecto se realizaba en coche, el tiempo se recortaba en mucho. El oficial Meidun se dirigió con tranquilidad a dicha salida, después de haber supervisado las calles con absoluta parsimonia y saludando a todo aquel que se cruzaba en su camino. Su objetivo, llegar a la granja de Sawyer e investigar la misteriosa desaparición de una vaca. Mientras conducía, su precisión tomando café con una mano y encendiendo un cigarrillo con la otra, mientras mantenía el rumbo del volante exclusivamente con la mirada, lo convertían en casi un número circense por el que merecía la pena pagar para verlo. Tras operaciones tan complicadas, terminó por levantar la vista y se encontró con el cartel de salida del pueblo. Esta usted abandonando la pequeña población de Pedleton Place. Si le agradó nuestra compañía, vuelva cuando quiera. Cuando acabó de leer el letrero informativo, se encontró ante si con el puente Monty Bates. El nombre le venía por la historia de un montañero del lugar que, a principios de los años 60, había construido un pequeño camino de madera para acceder a la zona de bosque, separada por el río que se situaba a unos cinco metros de altura. Dicho montañero se sintió tan emocionado y realizado al terminar el camino que comenzó a bailar sobre las tablas con tan mala suerte que partió la última de ellas y cayó sobre unas pequeñas piedras cercanas a la orilla, rompiéndose el cuello. Los que lo encontraron, repararon el puente y, en su honor, decidieron llamarlo puente de Monty Bates. Una historia como todas. Que el primero que la contó, y que se supone que lo vio todo, ya no está entre nosotros. Y que como todas las leyendas de los pueblos pequeños, o te a crees o no te la crees.

Al cruzar el puente, un pequeño nido de abetos daba sombra a un camino ligeramente estrecho que, poco a poco, se agrandaba, dejando ver el poco asfaltado realizado sobre el mismo. Pocos amortiguadores agradecieron un recorrido tan abrupto. Mientras se dirigía camino arriba, Meidun sintonizó la emisora local KP-AP, realmente la única emisora posible en escuchar por su radio por la falta de recepción de ondas que posibilitaba el lugar. Y por cierto, a nadie se le ocurría preguntar que significaban las siglas, ya que ni Dios podía explicarlo. Y si 9

planteáramos la versión de cada vecino con respecto al tema, tardaríamos mucho en saber cuando llegaría nuestro estimado agente a su destino. Una agradable voz susurraba unas palabras para entretenimiento de Meidun. “A continuación, vamos a escuchar el éxito de los 70 de Carole King, You´ve got a friend, para todos aquellos solitarios que sintonizan nuestro dial” - Buf, menuda solfa a estas horas de la mañana. Si no me da la depre, será de puro milagro – comentaba para si. Escuchando la agradable melodía de Carole King, Meidun se adentró en el bosque.

El pueblo de Pedleton Place estaba muy orgulloso de sus bosques. Eran el único monumento, si se le podía llamar así, que podía pasar a la historia de la población. No era muy selecto en cuanto a flora. Abetos, pinos y algunas zonas donde la dama de noche crecía con mucha sensualidad, adornaban el lugar. Pero el verde mezclado con el brillo del sol, sobre todo a ciertas horas del día, daba una sensación de frescor primaveral que transmitía mucha tranquilidad. Venados y jabalíes completaban el conjunto de fauna junto a la flora, aunque para poder apreciarlos, y a cierta distancia, había que adentrarse mucho en el interior de aquellos parajes, lo cual era una actividad muy desarrollada por ciertos habitantes de Pedleton Place. Visto con cierto aire aburrido, un cuadro bastante simple para adornar la habitación de un motel barato.

El vehículo de Meidun circulaba a unos treinta kilómetros por hora. Le gustaba contemplar aquel paisaje. Le permitía pensar en sus cosas y hacer sus planes para cuando diera de mano en comisaría. También sabía que, a unos tres kilómetros, debía tomar un pequeño desvío a la izquierda, con un camino casi arenoso para acceder a la granja de Sawyer. Bajó la ventanilla para recibir algo de aire fresco y dejar que el humo de su cigarrillo desapareciera del interior del vehículo. Mientras miraba pausadamente el lado izquierdo del bosque, algo desvió su mirada. Una pequeña sombra había hecho un recorrido de árbol a árbol a velocidad de crucero. - Dios, ¿que coño ha sido eso? – se preguntó Meidun detuvo el vehículo con un frenado casi en seco. Durante unos segundos, quedó mirando al frente hasta que reaccionó y, muy despacio, aparcó su coche en el lado derecho de la carretera, casi cayendo a esa zona del bosque. Desde el vehículo, giró la cabeza a la izquierda, quedando esta fuera del vehículo por la ventanilla, con cierto aire de desconfianza. Se apeó y 10

se dirigió lentamente al borde la carretera, la cual atravesó, no sin mirar previamente a derecha e izquierda, tal y como en el colegio nos habían enseñado a cruzar la calle. Con lentitud conservadora y meridiana, fue encaminándose a la zona de árboles donde había percibido la presencia de la sombra que le había aturdido. Mientras la pequeña arboleda aumentaba de tamaño, debido a su acercamiento a ella, fue conduciendo su mano derecha hacia la cartuchera de su Beretta y dejándola al descubierto para poder actuar con rapidez. Al pisar el suelo, solo escuchaba las pequeñas ramas secas que aplastaba en su recorrido y un ligero siseo del viento mañanero, los cuales fueron rotos por un grito ensordecedor que detuvo su paso y le envolvió en un nerviosismo aún mayor. - ¡Joder!, ¿que diablos pasa aquí? – exclamo envuelto en cierto temor. Al momento, el oficial dio paso a una voz más aguda y atronadora. - ¿Quién anda ahí?, ¡IDENTIFIQUESE! Al no encontrar respuesta, decidió acercarse un poco más. Tras los pequeños pasos dados para tal fin, un nuevo y siniestro grito ensordeció sus oídos. Meidun estaba acongojado. No había escuchado unos quejidos tan desgarradores nunca. Su siguiente aviso fue más contundente. - Soy agente de policía. No dudaré en usar mi arma si intenta atacar – gritó con confianza. Tras unos quince metros aproximadamente recorridos, Meidun tenía el convencimiento que nadie le atacaría. En especial, por lo que encontró delante de él. Ante sus ojos, sentado en la base de un árbol no muy frondoso, encontró a un hombre, totalmente desnudo, con barba de una semana, y que no dejaba de mirarse las manos y los brazos. Meidun se acercó con cierta cautela para observar mejor el terreno. Conforme se aproximaba al individuo, notó que sus manos y brazos estaban manchados en un color rojo francamente sospechoso. Probablemente sangre, pensó. Ya estaba encima de aquel, a priori, pobre desvalido cuando volvió a dirigirse a él, esta vez ya cara a cara. - Amigo – no hubo respuesta – Amigo – aumentando el volumen de su voz ¡EH, AMIGO! El tipo se volvió hacia Meidun y volvió a exhalar un grito, esta vez acompañado de palabras con más sentido. - ¡No!, ¡No!, ¡No! ¡No sé qué ha pasado!

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Miró fijamente al oficial y, con ojos de cordero que va al matadero, siguió exclamando. - ¡No sé qué ha pasado! ¡No sé qué ha pasado! El oficial Meidun consiguió, por fin, aproximarse al individuo sin posibilidad de que este le agrediera físicamente. Con gran habilidad, sacó las esposas de su cinturón y se las colocó rápidamente, no sin antes usar algo de su fuerza para reducir al individuo y no recibir ninguna sorpresa. Tras todo el ceremonial, se levantó y observó al tipo cual pieza que hubiera atrapado en una cacería. - ¿De donde ha salido este tipo? – se preguntaba con extrañeza - ¡Dios, esta cubierto de…de….! Tras unos segundos de reflexión, volvió a dirigirse al sujeto, intentando conseguir algo más de información. - ¡ESCUCHEME! – atronó - ¿SABE DONDE SE ENCUENTRA? No hubo respuesta. Sólo una mirada fundida en el temor. Meidun repitió la pregunta. - ¡AMIGO!, ¿SABE DONDE SE ENCUENTRA? Un tímido “no” salió de su boca. - ¡Vaya!, al menos ya habla. – replicó el agente, antes de dirigirse al tipo Se encuentra en la población de Pedleton Place. ¿Sabe como ha llegado hasta aquí? Meidun sólo consiguió arrancar pequeños balbuceos del semblante de aquel pobre desgraciado. Sin pensarlo dos veces, lo arrastró hasta su coche y lo introdujo en la parte de atrás, la cual se encontraba protegida por un doble cristal que la separaba de la zona de conducción. Tras tomar una bocanada de aire, Meidun se dirigió a la zona del conductor y, con relativa parsimonia, tomó el comunicador del aparato de radio del vehículo. Después de una nueva mirada al asiento trasero, se dispuso a usarlo. - Atención, aquí Meidun. ¿Me recibes, Emily? No hubo respuesta. Seguramente, un café demasiado caliente, impedía articular palabra, en ese momento, por parte de la Srta. Dobson. Meidun insistió. - Atención, aquí Meidun ¿Me recibes, Emily? ALGUIEN, COÑO!

¡QUE ME CONTESTE

Aquella expresión pareció funcionar. Al momento, la Srta. Dobson se encontraba al otro lado del aparato con tono sorprendido.

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- ¡Calma, Meidun! ¿Qué sucede? - ¡Escúchame atentamente, Emily! ¡Acabo de encontrar a un tipo en la local 53, camino de la granja de Sawyer! ¡Está desnudo y cubierto en parte de sangre! ¡Quizás tengamos un posible homicidio! Tuvieron que pasar unos segundos hasta que la Dobson tuvo capacidad de reacción. - ¿De que coño me hablas, Carl? - ¡Como te lo cuento! ¡Posible homicidio! ¡Tengo al sujeto en mi coche y me dirijo a comisaría! ¡Dile a Frost que estoy en camino! ¡Corto! - De acuerdo. Ten cuidado, Carl. Meidun colgó el comunicador y, antes de colocarse en el asiento, apoyó las manos sobre el techo del coche para contemplar y, sobre todo, pensar, en el panorama que se había encontrado. - Espero que ese gilipollas de Frost se encuentre allí cuando llegue- con tono despectivo- Dios quiera que sòlo sea un chiflado que ha matado una vaca. Sin más dilación, volvió a sentarse frente al volante y arrancó el coche. Un par de acelerones iniciaron, con algo de lentitud, su maniobra. Con un giro de 180 grados, Meidun tomó rumbo de nuevo a la comisaría de Pedleton Place.

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V El agente jamás pensaría que, dos viajes por un mismo camino, pudieran ser tan dispares. Después de una ida en la que presumía de un futuro día tranquilo, a la par que aburrido, el de vuelta no fue tan relajado. Meidun no dejaba de mirar por el retrovisor central del vehículo, vigilando continuamente los movimientos del invitado que llevaba en su coche. La sola idea de que aquel posible loco homicida, y mil sustantivos más que se le pasaban por la cabeza, pudiera arrancarle la vida en un segundo, le atenazaba las piernas hasta el punto de que apenas pisaba el acelerador, llevándolo casi parado. Apenas transcurridos cinco minutos, el extraño pasajero clavó sus ojos en el retrovisor, moviéndolos a modo continuo. Aquella señal, unida a un leve movimiento de sus labios, daban a entender que quería realizar un intento de comunicación. - ¿Dónde estamos? – susurró. Meidun miró por el retrovisor con cierto aire de angustia. - ¡Vaya!, parece que recupera usted el habla – respondió. Su tono aumentó con el siguiente comentario – ¡Estamos en Pedleton Place! ¡Una pequeña población del norte! ¿Sabe usted como ha llegado hasta aquí? - Creo que sí, pero no estoy seguro. - Al menos tendrá usted nombre, ¿no? De nuevo, el individuo clavó la mirada, algo más perdida y desconcertada, en el espejo. - DeClerck. Francis DeClerck – sin mucha seguridad. A Meidun le dio la sensación que podría iniciar una conversación más sensata y no desaprovechó la ocasión. - Sr. DeClerck, ¿es usted extranjero? – preguntó con la típica arrogancia del que siente un asco y desagrado especial por los foráneos. DeClerck se atusaba el pelo y rozaba, con delicadeza, al frente. Como si aquellos movimientos le estuvieran ayudando a responder con lógica y convencido de lo que decía. - Soy belga, pero he pasado la mayor parte de mi vida en Estados Unidos. - Bien. ¿Y a que se dedica? 14

- Soy……soy……- tras pensarlo bien, respondió – soy profesor. Meidun comprobó que DeClerck estaba mas tranquilo y pensó que era un buen momento para conseguir información más directamente relacionada con la sangre que portaba en su cuerpo. - ¿Por qué se encuentra en esta zona, Sr. DeClerck? ¿Cómo ha llegado hasta aquí? – con tono jocoso - Este sitio ni siquiera viene en algunos mapas. - No lo sé. Estoy intentando recordar pero lo cierto es que no lo sé. Paso atrás, pensó Meidun. Con aire de resignación, prosiguió el interrogatorio. - Entonces, tampoco sabrá como ha llegado esa sangre a su cuerpo, ¿verdad? Al escuchar esa parte, DeClerck comenzó a alterar su respiración y lo que había sido una postura totalmente puesto a pies del agente, se convirtió en una actitud defensiva y algo arisca. - ¡Soy Francis DeClerck y soy profesor en la Universidad de Boston! ¡Sólo haré declaraciones delante de su jefe! ¡No pienso responder a más preguntas hasta no encontrarme delante de él! – respondió con amargura. Meidun creyó que era el momento de hacer la pregunta que tanto ansiaba. Nada tenía que perder. - ¿Ha matado usted a alguien, Sr. DeClerck? – preguntó con aire irónico. DeClerck se atemorizó ante la pregunta. Se limitó a echar un vistazo a su torso empapado en sangre. Su respiración se dificultó más y más y sus ojos se empañaron en lágrimas que se deslizaban por las mejillas, limpiando levemente la suciedad que las cubría. De pronto, se tumbó de forma muy violenta en el asiento y comenzó a gritar. - ¡YA LE HE DICHO QUE SOLO HABLARÉ CON SU JEFE! La reacción de Meidun, tras escuchar los gritos, fue detener el coche en una cuneta. Agarrado al volante, como si la vida le fuera en ello, no se atrevía a mirar atrás, ni siquiera por el retrovisor. Cuando tuvo fuerzas para acometerlo, pudo vislumbrar la entrada del pueblo, desde la cual accedería a la comisaría en unos 10 minutos. Armándose de valor, tomó aire y se volvió de manera rauda hacía el asiento de atrás, donde sólo pudo contemplar la estampa de un hombre desesperado y llorando como un niño, mirándose las manos una y otra vez llenas de sangre. Meidun se quedó atónito. No tenía respuesta en ese momento. Solo podía mirar a DeClerck y tragar saliva a la mayor velocidad posible. Decidió girar radicalmente el volante para poner rumbo a la comisaría, antes que la locura se apoderara de DeClerck y su integridad física sufriera algún percance. 15

- Que lo resuelva Frost – dijo en voz baja – Yo solo soy un agente de tres al cuarto que quiere volver vivo a su casa esta noche. Casi sin darse cuenta, Meidun entró en el pueblo y se dirigió a la comisaría.

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VI A medida que la distancia se recortaba para llegar a la comisaría, Meidun detectó que la noticia del individuo misterioso había corrido tan rápido como el viento. Era evidente que la Srta. Dobson, además de una desmedida obsesión por todo lo que entraba por la boca y acababa en el estómago, era capaz de invertir esos términos al exterior y convertir cualquier información recibida en palabras repartidas a diestro y siniestro. Y en una población tan pequeña, no era ninguna sorpresa que se extendiera como el ángel exterminador en el Egipto de Moisés. Al llegar a la puerta, Meidun comprobó cómo unas diez personas la franqueaban, esperando impacientes la novedad del día. Que aburrida que es, sin duda, la ausencia de hechos y actos en la vida. Meidun detuvo el vehículo cerca de la multitud. Cerró los pestillos interiores de seguridad y quedó pensando en cómo evitar a aquella mini marabunta que podía comérselo vivo, no sólo a su detenido, sino también a él mismo. Se volvió de nuevo hacia DeClerck, esta vez con más lástima que otra cosa. Miró debajo del asiento del copiloto que daba a la parte trasera, metió la mano con cierta dificultad y sacó una chaqueta de cuero de la policía. - Póngase esto. – dijo a DeClerck – No querrá salir ahí desnudo. Hace bastante frío. DeClerck asintió y tomó la chaqueta, colocándosela sobre sus hombros antes de introducir sus brazos en las mangas. - Espere un momento – dijo Meidun. El agente bajó del vehículo con mucha tranquilidad. Un par de respiraciones más que profundas le acompañaron antes de disponerse a hablar al pueblo llano allí congregado. - Escuchen, amigos. – dijo alzando la voz -. Aquí no hay nada que ver. Sigan con lo suyo. - ¡Queremos ver al asesino, Carl! – emitió una voz al fondo del grupo. - No hay ningún asesino. No hay nada que ver. – repitió Meidun. El gentío insistía, con ojos como auténticos platos y puños apretados, como esperando el sonido de la corneta antes de empezar una batalla. La atónita mirada de DeClerck, a través del cristal de la puerta trasera del vehículo, le indicaba que podía pasarlo muy mal si aquella gente mantenía sus intenciones. 17

- ¡Queremos verlo! ¡Tenemos derecho a saber que ha pasado! – continuaban proclamando. “¿ES QUE NO HAN OIDO AL OFICIAL?” De repente, Meidun levantó la vista, al final de la escalinata que daba acceso a la puerta de la comisaría, con un rostro de alivio, no sólo por escuchar una voz salvadora sino por reconocer a quien pertenecía. El resto de gente hizo lo propio pero su semblante no era tan satisfactorio como el del agente. Como una especie de Clint Eastwood, entrando por el típico pueblucho de paletos del oeste, el comisario Frost manifestó su presencia con una profunda y cavernosa voz, no exenta de bastante clase. Su sombrero de ala negro con cinta gris era el encubridor de unos ciento ochenta centímetros de hombre vigoroso e infranqueable, de cuerpo robusto y bigote estilo años 70, cayendo por la comisura de los labios, lo que le hacía inconfundible para todos los del pueblo. Al igual que en los western, el sheriff local, si era el John Wayne o Robert Mitchum de turno, imponía su ley con sólo mostrar su figura en plena calle.

El jefe de policía Frost realmente no pegaba mucho con el ambiente que se respiraba en Pedleton Place. Nadie sabía mucho de él, salvo que unos tres años atrás fue trasladado desde la gran ciudad, como ellos la llamaban, hasta sus pequeñas calles, para impartir la justicia necesaria para dormir tranquilo por las noches. Frost era un poli de ciudad, duro, estirado, con mal carácter, pero sólo cuando realmente el personal lo requería. Aunque no era fachada, si era algo exagerado que aquella figura pareciera tan dominante. - Márchense. Aquí no hay nada que ver. Dejen al agente que haga su trabajo – exclamó. A pesar de las legales amenazas, alguien del grupo se atrevió a responderle. - Pero comisario, tenemos derecho a saber que pasa. Yo pago mis impuestos y tengo derecho a saberlo. Aquella proclama procedía del Sr. Maté, el dueño del restaurante más pomposo del pueblo. Como todo buen adinerado en una pequeña población, tenía derecho a saberlo todo de todos en cualquier momento. A pesar de su corta estatura (no más de un metro sesenta lo contemplaban) su ancho de cartera le permitía, según su criterio, enfrentarse al poder establecido. Frost se dirigió hacia él con cierto aire desafiante. Cuando lo tuvo delante, su semblante torno a tranquilo. - Tienes razón, Ray. Tienes toda la razón – asintió Frost. - Por supuesto que la tengo – confirmó con superioridad Maté.

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- Claro que sí. Por eso, como contribuyente, tienes derecho a todo lo relacionado con el pago de tus impuestos – de nuevo asintió Frost. Tras un segundo, se acercó aún más a Maté, llegando a estar cara a cara con él. - Por eso te invito, a ti y a todo el que quiera, a pasar unos días en nuestras lujosas celdas, pagadas con todos vuestros impuestos, los cuales salen de un duro y arduo trabajo – Frost clavó su mirada en Maté - Y además, lo harás junto al nuevo preso, para que él, de primera mano, te pueda contar los asesinatos que ha cometido con todo lujo de detalles. Maté se quedó boquiabierto, al igual que los demás, mientras que Meidun lanzó una sonrisa burlona por la situación que estaba viendo. Ante el resultado que esperaba, Frost finalizó. - Y ahora, coge a toda esta patulea y marchaos de aquí. El espectáculo ha terminado. Al momento, el pequeño grupo formado en la puerta de comisaría se disolvió y Frost pudo acercarse a Meidun para hablar con él. - ¿Qué tenemos aquí, Carl? – preguntó el jefe de policía. - He recogido a este tipo en la carretera local, camino de la granja de Sawyer. Estaba desnudo y cubierto de sangre, como usted puede ver – respondió. - ¿Ha dicho algo sobre lo que le ha podido suceder? - No, señor. Sólo que es belga y profesor. Según dice, no recuerda nada más. Frost se acercó a la ventanilla y se quedó mirando fijamente a DeClerck. No podía apartar la mirada de aquel individuo, del cual no sabía si le transmitía pena o culpabilidad. Tras unos segundos, Frost se marchó hacia Meidun, indicándole que llevara al detenido a los fosos. Meidun ayudó a bajar a DeClerck del vehículo y se colocó detrás de el, sujetándolo por las esposas. Al entrar a comisaría, fue inevitable que todos los que estaban allí dirigieran sus miradas hacia DeClerck. Una novedad de ese calibre no era habitual en aquellas soporíferas dependencias. Desde la Srta. Dobson hasta algún agente que pasaba con su café recién sacado de la máquina, todo eran rostros desconcertados y sin respuesta. Nadie fijaba sus ojos pero ninguno quería dejar de hacerlo. No era mucho personal pero si el suficiente para que DeClerck se sintiera intimidado. Meidun se detuvo durante un instante delante del mostrador de la Srta. Dobson. - Hola, Emily. Traigo al detenido, Francis DeClerck. Lo llevo a los fosos. Órdenes de Frost. Luego podrás tomarle la ficha. La Srta. Dobson sólo podía contemplar a aquel extraño individuo con sangre en sus manos y brazos. 19

- ¡Emily! – reclamó Meidun. Por fin, la Dobson, reaccionó. - ¡Claro, Carl! – contestó sin dejar de mirar a DeClerck. Finalmente, Meidun arrastró literalmente a DeClerck hacia una escalera. justo a la derecha del mostrador principal. para acceder a los fosos.

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VII La bajada a los fosos debía hacerse con cuidado, ya que no predominaba mucho la luz en aquella zona. Realmente llamaban a aquella estancia “los fosos” por que era un lugar donde la oscuridad y la soledad reinaban a sus anchas. No era un área muy grande. Compuesta por cuatro celdas y una habitación donde había instaladas unas duchas, un par de inodoros y un lavabo para aseo de los que allí de vez en cuando residían. El colorido gris de las paredes le daba una pizca de claridad pero sin sobrepasar muchos límites. Un cuadro hecho para no entretener a nadie que permaneciera allí un prudencial tiempo. Meidun condujo a DeClerck a la habitación de las duchas sin acelerar demasiado. Al llegar a la puerta de madera marrón oscura, se detuvo y apartó a DeClerck a un lado para poder abrir, sin dejar de vigilarlo. - Esta maldita puerta. Deberíamos abrirla más, aunque sea sólo por gusto – exclamó malhumorado, mientras se esforzaba en abrir la puerta. Una vez que la puerta estuvo abierta, Meidun agarró del brazo izquierdo a DeClerck y lo introdujo en la habitación, por delante de él y dejándolo en mitad de la misma. DeClerck observó detenidamente las paredes y el techo. Veía que no le iba a producir ningún tipo de ánimo extra estar allí pero, al menos, si podría limpiar su cuerpo de aquella desagradable sangre que aún no recordaba como había llegado hasta él. Meidun se situó detrás y, con calma, le quitó las esposas. Tras ello, agarró a DeClerck del cuello con bastante fuerza, en un cambio brusco de actitud. - Ni un solo movimiento en falso o no sales de aquí – dijo a DeClerck DeClerck sólo pudo asentir de manera cautelosa ante tal amenaza. Tras sus palabras, Meidun le empujó a la pared. Al tropezar con la pared, DeClerck se volvió. Que asintiera y obedeciera no significaba que dejara que abusaran de él, aunque era consciente de que, cualquier intento de agredir a aquel individuo, le podía costar muy caro. - Ahí tiene la ducha – indicó Meidun con el dedo - Encontrará jabón en ella para quitarse toda esa mierda que lleva encima. - Gracias – respondió DeClerck.

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Meidun miró fijamente a DeClerck con cara de pocos amigos. Le resultaba engorroso tropezarse con un tipo que él consideraba de “mala calaña” y, sobre todo, que le estropearan el día. - En seguida le traerán una toalla – dijo Meidun, dirigiéndose a la puerta – ¡Ah! y ninguna tontería como intentar escapar. Habrá un agente armado en la puerta. - Si, señor. Meidun abandonó la estancia, dando un fuerte portazo tras de sí. Al hacerlo, se detuvo de espadas a la puerta unos instantes. Con muecas burlonas - Habrá un agente armado en la puerta. ¡Jajajajaja! Ni que fuera esto la CIA o el FBI. Meidun caminó hasta las escaleras que daban acceso a la planta superior. Al llegar a ella, se volvió a encontrar con el jefe Frost. - ¿El detenido esta en las duchas? – pregunto Frost - Si, señor. No hay peligro. Esta muerto de miedo y creo que para él es más importante limpiar toda esa sangre que intentar fugarse. – contestó Meidun Frost miró al suelo durante un momento para después enfrentar su mirada a la de Meidun. - Aún así, quiero que esté vigilado – su mirada se fue hacia la Srta. Dobson Tome sus huellas y sus datos cuando terminen y llévenlo a mi despacho. Que Iggleton le lleve algo de ropa, Srta. Dobson. Que baje inmediatamente – vuelta a Meidun - No quiero que se pierda de vista a ese individuo en ningún momento. - Si, señor – respondió resignado Meidun. Meidun se dirigió a la Srta. Dobson, apoyando su brazo derecho en el mostrador con aire de cansado. - ¿Qué crees que habrá hecho este tipo, Emily? – preguntó Meidun. - No lo sé, pero no es normal para este lugar. No ha podido ser aquí. Es muy extraño. - ¿A que te refieres? – preguntó extrañado Meidun. La Srta. Dobson elevó sus ojos hacia el techo antes de contestar. - Que no es un tipo de por aquí y que lo que haya hecho ha tenido que ser en una zona lejana, bastante lejana. Este tipo de cosas no suceden en pueblos como este – aclaró. - Puede que tengas razón. Pero el caso es que tenemos a un tipo muy raro, cubierto de sangre, en los fosos, que lo único que sabe es que es un jodido profesor belga. Meidun se dispuso a marcharse, no sin antes hacer un último comentario. 22

- Me voy a hacer la ronda. Con un poco de suerte, quizás hoy llenemos de locos la comisaría. - Hasta luego, Carl – respondió entre risas la Srta. Dobson. Mientras se dirigía a la puerta, Meidun fue detenido por un último aviso de la Dobson. - Por cierto, Carl. Sawyer llamó para ver que había pasado con su vaca Meidun miró con una sonrisa irónica a la Srta. Dobson y respondió. - Dile que tenemos en la celda al tipo que se la ha comido. Meidun emitió una media sonrisa y se marchó. La Srta. Dobson sólo pudo echarse a reír.

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VIII Aquella habitación le supuso a DeClerck una especie de vuelta a la realidad. Su expresión reflejaba una tranquilidad que unas horas antes no había tenido. Comenzó a dar vueltas sobre si mismo, observando el marco en el que se encontraba. Para él, era el paraíso comparado con su estado anterior, aunque seguía sin comprender muy bien por que estaba allí y, sobre todo, donde había estado antes de llegar a aquel edificio. DeClerck se quitó la chaqueta de la policía que le había prestado Meidun con lentitud, sin dejar de mirar a su alrededor y desconfiando de cualquier cosa. Dejó caer el atuendo en el suelo y, con calma, se encaminó a la ducha que tenía más cercana. Durante un instante, miró fijamente la fina cortina de plástico color azul cielo que tenía delante. La sensación de que podía suceder lo que fuera en cualquier momento era tal que hasta parecía un reto el hecho de abrirla y que no sucediera nada tras ella. Sin más dilación, dio un tirón repentino, que casi arranca la cortina de los aros metálicos que la sujetaban a una pequeña barra superior, y observó calmado el vacío de la ducha. Advirtió que estaba absolutamente sólo, por lo que pasó al interior cerrando tras de si la cortina. Su gesto se torció levemente al comprobar que la ducha no era gran cosa. Un sistema antiguo, de las de alcachofa, colgando directamente de la pared, y una pequeña repisa metálica a la altura del estómago, con una pequeña pastilla de jabón que parecía haber sido usada por alguien en más de una ocasión. Sigilosamente, abrió el grifo del agua caliente y la recibió en su rostro. Al notar demasiada temperatura, abrió también el grifo azul para compensar el calor con algo de frío. DeClerck empezó a notar un cierto frescor en su cuerpo. Una sensación de paz por la que no le importaba estar horas y horas debajo de aquella agua. Sus gemidos iban en aumento y su sensación era como la de un orgasmo sexual que podía durar horas y horas sin detenerse. Comenzó a desprenderse de la sangre que llevaba en sus manos y en su pecho. Mientras lo hacía, no dejaban de llegarle pensamientos de preocupación. “¿Cómo voy a explicar esto ahora? ¿Cómo van a creerme?¿Si ni siquiera sé lo que ha sucedido?” Su relajación aumentaba al tiempo que la sangre se escapaba por el desagüe. Se dio la vuelta para disfrutar aún más de aquella idílica ducha hasta que algo le puso en guardia. Con una lentitud casi milimétrica, DeClerck se fue dando la vuelta en dirección a la cortina de la ducha. La opacidad de la misma sólo le permitió percibir un borrón, una sombra, que parecía observarle desde el exterior. Rápidamente, se echó hacia atrás, sobre la pared, lo más que pudo y, acto 24

seguido y con mucha cautela, comenzó a cerrar los grifos del agua. Mientras realizaba esta operación, la sombra seguía frente a él, quieta, inquietante y observadora. El temor de DeClerck aumentaba por segundos. Ya había cerrado los grifos del agua, por lo que la única opción que le quedaba era abrir la cortina para comprobar quien o que estaba al otro lado. Poco a poco, acercó su mano izquierda a la cortina, mientras cerraba la derecha con una fuerza fuera de lo normal, preparándola para utilizarla ante una posible agresión. La tensión crecía a medida que acercaba su mano a aquel escuálido trozo de plástico. Ya tenía cogido el lado izquierdo de la cortina con firmeza. No sabía que hacer. ¿Esperar algún movimiento? ¿Improvisar? Sin más posibilidad de acción, corrió la cortina de una vez y levantó el puño derecho al aire. Para su sorpresa, allí no había nadie. Nadie a quien intimidad ni golpear. DeClerck mantuvo la posición inmóvil unos segundos, recuperando, poco a poco, una respiración normal que le había abandonado minutos antes. Decidió soltar la cortina pero manteniendo el puño derecho en el aire, observándolo todo a su alrededor. Poco a poco, fue aproximando su cabeza al exterior, intentando encontrar una respuesta. Nada. Nadie. Ni un susurro. “Mi mente me ha gastado una broma pesada” – se decía para si. Tras tragar saliva un par de veces, fue bajando lentamente la mano derecha a la vez que la abría, dejando caer la mezcla de agua y sudor que había dejado aprisionada anteriormente. De manera pausada, un aliento de calma le sobrevino. “Sólo ha sido tu imaginación” – volvió a pensar. Cerró la cortina de nuevo e, inmediatamente, se dio la vuelta para abrir el agua fría. Al sentir el agua en su cara, cerró los ojos por momentos para encontrar un mayor punto de relajación. Intentar recordar ese placer y ese clímax interior que había encontrado. Decidió abrir los ojos para dejar paso a una expresión de relajación, hasta que su expresión se vio obligada a cambiar a terrorífica, al ver reflejado, en las baldosas blancas de la pared, el rostro de una mujer con una tez profundamente blanca y deformada, a la vez que gestos que reflejaban un auténtico e insoportable dolor. DeClerck emitió un grito de pavor. Intentó darse la vuelta pero, al hacerlo, la mujer se abalanzó sobre él, doblando su brazo derecho por la espalda. DeClerck esta vez no sintió en su rostro el agua refrescante cayendo sino el frío y duro azulejo del fondo. Siguió gritando. La mujer no lo soltaba. Tenía una fuerza sobrehumana que no permitía a DeClerck mover ni un músculo. Cada vez acercaba más su cara al cogote de DeClerck, el cual no podía hacer nada. El miedo y la fuerza de aquel ser le tenían totalmente atenazado. Sólo podía ver tibiamente, reflejado en el azulejo, como aquel atisbo de persona acercaba la boca a su oído. Cada vez más cerca, y más cerca. De pronto, encontró el sonido de un jadeo justo encima. La sensación que DeClerck percibió era de alguien totalmente moribundo.

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- ¡TIENES QUE VOLVER! ¡TIENES QUE VOLVER! – repitió en varias ocasiones. Los jadeos se volvieron a repetir, pero alejándose ligeramente de DeClerck, el cual ya no observaba nada. Sólo podía mantener los ojos cerrados, esperando que aquella pesadilla acabara cuanto antes. Los segundos se hacían eternos y la elección de abrir los ojos martilleaba el cerebro de DeClerck, dejándolo casi sin respiración. Un silencio casi sepulcral ayudó a DeClerck a ir moviendo los párpados de forma casi eléctrica. Finalmente, los abrió pero sin moverse. Volvió a recuperar un aliento normal hasta que, creyendo que la extraña presencia había desaparecido, volvió a escuchar el jadeo, esta vez llegando a más velocidad a su oído y con mucha más gravedad. - ¡TU PERTENECES A AQUELLO!” – exclamó. DeClerck sólo pudo temblar de pies a cabeza, esta vez sin cerrar los ojos. Ni siquiera tenía fuerzas para balbucear. Con gran pesar, vio y sintió como el orín recorría sus piernas, llevándose por delante algún pequeño borbotón de sangre que le quedaba en sus extremidades. DeClerck solo pudo romper a llorar, al tiempo que se deslizaba por la pared hacia abajo, absolutamente destrozado, brutalmente desgarrado en su interior. Al llegar al suelo, la cortina volvió a abrirse a gran velocidad. DeClerck giró con brusquedad la cabeza y esgrimió otro grito de miedo profundo, con los ojos cerrados y apretados al máximo. Cuando pudo dejar de proferir aquel desagradable sonido, acompañó la acción con la espesa apertura de sus ojos, comprobando que no tenía nada que temer. El ayudante del jefe de policía, el Sr. Iggleton, estaba frente a él, toalla en mano.

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IX El ayudante del jefe Frost, el Sr. Iggleton, era un hombre joven, bien parecido, de unos treinta años y con un cabello rubio muy fino y repeinado, con una ligera raya en medio que la hacía una cabeza de un tamaño muy reducido. A pesar de su elegante aspecto, combinaba aquella presencia con una amargura interior que le martilleaba constantemente sobre como un hombre de su preparación universitaria, había acabado en aquel lugar sin mucho futuro por delante. Bueno, bienvenido al club. Con su flamante traje Príncipe de Gales de corte europeo, Iggleton se mantuvo durante unos segundos frente a DeClerck, observando a aquel pobre moribundo muerto de miedo. Mordiendo su labio inferior con cierto temor, se agachó lentamente y alargó sus manos hacia DeClerck. Este aún desconfiaba pero poco a poco vio que era la única ayuda que podía obtener en ese momento. Iggleton puso sus manos sobre los hombros de DeClerck, en un intento de proporcionarle calor, a lo que este respondió acercándose al ayudante y agarrándolo de las mangas de su chaqueta como si la vida le fuera en ello. - ¿Se…..se encuentra….bien? – con cierta tartamudez - Creo que sí. Ahora creo que sí – respondió con aspecto lánguido DeClerck Iggleton tomo aire un instante y prosiguió. - Hemos oído un grito y…… - Lo siento. He tenido una pesadilla estando despierto. Siento haber gritado, pero… - Pero, ¿Qué? – preguntó Iggleton inquieto - Pero,……. ¡era tan real! ¡Tan real! – repetía una y otra vez DeClerck, aún con temor en su tono. Iggleton consiguió, poco a poco, incorporarlo, intentando que se calmara. Con mucha lentitud, lo sacó de la ducha y lo condujo a unos banquillos que estaban delante de los lavabos, donde Iggleton había dejado unos pantalones, calcetines, zapatos y una camisa bien doblados, además de una toalla. Al ver la ropa, DeClerck se sintió cada vez más reconfortado. El hecho de que adivinaran sus medidas le arrancó una pequeña sonrisa y el hecho de que alguien estuviera pendiente de él, le confortaba aún más. - ¿Cómo han sabido mi talla? – preguntó entre balbuceos. - Bueno…. La Srta. Dobson es muy observadora y, al parecer, se hizo una idea muy aproximada de sus medidas. Suele acertar mucho en eso – respondió 27

Iggleton – Supongo que será ese sentido de mujer que todas tienen, ¿no? – con media sonrisa. - ¡Qué sabias son las mujeres! No se que haríamos sin ellas – ironizó sonriendo ligeramente DeClerck Iggleton mantuvo la suya y sentó a DeClerck en el banquillo, con mucha suavidad. - ¿Quiere que me quede mientras se viste? – preguntó - No, gracias. No es necesario – respondió DeClerck Iggleton se alejó hacia la puerta. - De todas formas, permaneceré aquí hasta que termine. Tras estas palabras, salió y cerró la puerta con delicadeza. Iggleton permaneció unos minutos al otro lado, transcurridos los cuales decidió que no era necesario montar guardia a un individuo aterrado al que no se le ocurriría huir bajo ningún concepto. Al menos, sus sensaciones no transmitían eso. Abandonó los fosos y se dirigió a la planta baja de la comisaría, preguntándose a si mismo, una y otra vez, que es lo que le podía haber sucedido a aquel pobre desgraciado. Nada más aparecer por la recepción fue abordado por la Srta. Dobson - ¿Cómo está nuestro huésped, Iggy? - No te burles, Emily – respondió – No sabemos lo que le ha podido ocurrir. Si alguien tenía conciencia tranquilizadora y psicología reflexiva para intentar entender el por que de las acciones de los que se alojaban en aquellas celdas, ese era el Sr. Iggleton. Siempre pensó que su destino estaría en las oficinas de un gran edificio en una ciudad importante del país, siendo el máximo responsable de las decisiones de ese tipo que hubiera que tomar. Le encantaba pensar que la vida de una persona podía ser salvada gracias a la aplicación de su intelecto. Al instante, el comisario Frost apareció por la escalera de bajada de la planta superior. Se detuvo delante de la recepción y miró a su ayudante con cierta cara de incredulidad. - Creí que había bajado a llevarle ropa al detenido – comentó. - Si, señor. Lo he dejado vistiéndose. Bajaré en un momento – respondió Iggleton. Sin dejar de mirarle, Frost dio un par de pasos hacia su ayudante, colocándose casi nariz con nariz. El aire que expulsaba por la misma podía ser inhalado por Iggleton sin ningún tipo de esfuerzo.

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- ¿Me está diciendo que ha dejado a un sospechoso de asesinato, sólo por que usted concluye que está muerto de miedo y confundido, sólo y sin vigilancia? – preguntó malhumorado a la par que sorprendido. - Si…. Señor – respondió con temor el ayudante. Frost mantuvo fija la mirada y tras un segundo, sólo pudo emitir una sonrisa con aire burlón que precedieron a sus gloriosas palabras. - Gracias a Dios que contamos con gente comprensiva como usted en el departamento. Siempre respetando la intimidad de los detenidos – con una leve sonrisa en su rostro. - Gracias, señor – respondió confiado El comisario se dio la vuelta y se dispuso a marcharse pero, tras unos pocos pasos que retumbaron como el tránsito de los elefantes por la selva, se detuvo en seco y, sin volver apenas la cabeza, volvió a dirigirse a Iggleton. - Por cierto, me olvidaba – ahora sí se giró por completo hacia Iggleton – Coja su culo de colegio de pago ahora mismo y llévelo a los fosos junto al detenido. No se mueva de su lado hasta que no esté preparado y borre esa sonrisa de “soy el gilipollas que arregla el mundo en un minuto” que tiene ahora mismo – una pausa de décimas de segundo precedió el resto del discurso Llévelo directamente a mi despacho. Ya nos ocuparemos después de tomarle las huellas y el resto del papeleo. Iggleton se quedó de piedra, mostrando una imagen de contraste casi en claro oscuro al comparar con el semblante de la Srta. Dobson, que sólo podía esbozar una jocosa sonrisa que iba en aumento poco a poco hasta convertirse en una tronchante explosión de cachondeo puro y duro. Aún Frost subiendo las escaleras de acceso a la planta superior, tuvo tiempo de dirigirle a su afligido ayudante un “Le espero arriba en diez minutos”. Como los buenos toreros en las grandes faenas. Iggleton apenas pudo pronunciar las palabras “Si, señor” que ni él mismo pudo oír. Las únicas fuerzas que pudo sacar de su interior le sirvieron para, con gran rapidez, retornar a los fosos. Con paso acelerado, el ayudante de Frost llegó a las duchas y tocó la puerta con gran violencia, como intentando impresionar a DeClerck. A pesar de su sonora llegada, Iggleton no escuchó nada. Volvió a tocar la puerta y esta vez lo acompañó con un intento de estruendosa voz. - ¡Sr. DeClerck! ¡Tiene usted que ver al comisario! No hubo respuesta. Ya con un aire de agobio elevado a potencias demasiado altas para él, Iggleton volvió a golpear la puerta y, cuando se disponía nuevamente a elevar el tono de su voz, esta se abrió, apareciendo DeClerck con la ropa que, minutos antes, el propio Iggleton le había proporcionado. Su actitud, ante el tono del benefactor de su vestuario, le hizo tomar una actitud precavida.

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- Creí que ustedes velaban por la seguridad de la gente de aquí – más relajado, sonrió - No me ha dejado siquiera abrocharme los zapatos. Iggleton tomó aire y respondió con algo de nerviosismo y avergonzamiento. - Lo siento. Tenemos que ver al comisario. Pero puede abrocharse los zapatos, desde luego. DeClerck se agachó rápidamente y se ató los cordones de los usados zapatos negros que le habían prestado. Al incorporarse, fue cogido por Iggleton del brazo y ambos abandonaron la estancia. Mientras recorrían el pasillo, DeClerck volvió la cara y advirtió algo más del lugar que, anteriormente, le había costado un susto de miedo. Una sombra con pelo largo que cerraba la puerta de aquella estancia. Una sombra que no dejaba de mirar a DeClerck y que le señalaba con el dedo índice, en un claro signo de advertencia. Una sombra que consiguió que ambos aceleraran el ritmo para llegar a la planta baja de la comisaría.

Una sombra que no sería la última vez que DeClerck se encontraría.

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X La llegada a la recepción convirtió a DeClerck en el absoluto protagonista del marco en aquel momento, cosa de lo que él se dio cuenta, ya que nadie le quitaba la mirada de encima. Se daba cuenta que algo grave pasaba. Que las circunstancias en las que había sido encontrado no eran normales por aquella zona. Era el absoluto centro de atención. Tras pasar la recepción ante la atenta mirada de la Srta. Dobson, Iggleton dio un giro casi en seco a la derecha y comenzó a subir las escaleras agarrando del brazo izquierdo a DeClerck. La subida con ímpetu, les hizo aparecer en el pequeño rellano divisorio de la escalera en un abrir y cerrar de ojos. Ambos volvieron a girar a la derecha para encontrar una nueva escalinata que daba acceso a la primera y única planta de la comisaría, lugar donde se encontraba el despacho del jefe de policía. Esta vez el giro fue a la izquierda al alcanzar la planta, recorriendo un pequeño pasillo resguardado por dos puertas tanto a derecha como izquierda que daba paso a una puerta al fondo que rezaba “JEFE DE POLICÍA”. Al detenerse en la puerta. Iggleton levantó la mano izquierda con un ímpetu que detuvo de golpe para pensar, durante un momento, si golpear con suavidad en el cristal opaco color marrón de la puerta o con algo más de energía y determinación. Unos segundos de reflexión le indicaron que la primera era la opción más sensata. Tras ello, una voz lejana, casi cavernosa pero no muy desagradable, dio la orden de entrada al despacho. El ayudante abrió la puerta, encontrando frente a él al jefe Frost, sentado en un flamante sillón con base de seis ruedas, de color negro, leyendo unos papeles que parecían ser algún tipo de informe. Iggleton se quedó parado en la misma puerta junto a DeClerck, esperando la orden de su superior para continuar con su entrada. Frost levantó la cabeza con parsimonia y observó a la pareja que tenía delante con mucho detenimiento. Una leve caricia con los dedos a su barbilla, le permitió decidir que los dos individuos se adentraran hasta llegar a la mesa del despacho. Los mismos dedos que indicaron, de manera pausada, dicha orden. Iggleton continuó la marcha, llegando y quedando de pie delante de la mesa del jefe, sin dejar de agarrar con fortaleza y firmeza a DeClerck del brazo, como si la vida le fuera en ello. - El detenido ya está preparado, señor – comentó. Frost miró a Iggleton con aire de extrañeza. - ¿Preparado para qué, Sr. Iggleton? – preguntó. Iggleton desperdició la poca fuerza de decisión que tenía para, segundos después, convertirla sólo en balbuceos. 31

- Pues….pues….señor….para…. Frost sonrió antes de interrumpirle. - Tranquilo, Iggleton. Es una broma. Yo también tengo sentido del humor, aunque usted y la mayoría de los que trabajan aquí no lo crean. De manera abrupta e inmediata, Iggleton sonrió también mientras DeClerck miraba con incredulidad aquella escena algo burlesca. Ante la mal expresada sonrisa de Iggleton, el jefe interrumpió de nuevo, esta vez frunciendo el ceño. - Iggleton – con expresión profundamente seria – Que tenga sentido del humor no significa que haya contado ningún chiste. Iggleton sólo pudo volver a hundirse para si mismo, esta vez, en el interior de su camisa. Antes de marcharse del despacho, tragó saliva un par de veces, intentando que su despedida no resultara tampoco ridícula. - ¿Desea algo más, comisario? – dijo desolado. - Nada más, Iggy. Puede retirarse. Iggleton se marchó y cerró la puerta del despacho, habiendo dejado en él un pedazo de su autoestima. El jefe Frost retomó la sonrisa en su rostro, hablando para si mismo. - ¡Este Iggy! – comentaba en voz baja. Frost dejó los papeles que estaba revisando encima de la mesa y centró toda su atención en la figura de DeClerck, la cual se mantenía erguida, con gran esfuerzo, delante de su ordenada mesa. El enfrentamiento de miradas de ambos individuos era una guerra perdida para DeClerck, que contemplaba el semblante del jefe sin saber que decir ni que hacer. Quedarse quieto y callado parecía la mejor opción. De pronto, Frost se levantó y, extendiendo la mano izquierda de modo amable, indicó a DeClerck que se sentara. Este sintió un alivio que precedió a un desplome que llevo su culo a aquel tieso asiento de madera. Frost descolgó un teléfono de rueda color negro, algo antiguo pero bastante elegante, y mientras marcaba el cero para contactar con la centralita que controlaba la Srta. Dobson, se dirigió a DeClerck. - Imagino que tendrá hambre o sed. ¿Le apetece tomar algo? – seguidamente, sonrió – Creo que un café sería lo más acertado este frío tan demencial. A DeClerck le sonó bastante sincero el ofrecimiento y emitió otra sonrisa al jefe. - Probablemente, un poco de café no me vendría mal.

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Mientras Frost mantenía la mirada rígida ante su invitado, al otro lado del teléfono estaba la señorita Dobson, exclamando un “hola” continuo de manera casi robótica. - ¿Emily? ¿Podría subirnos café, leche y azúcar a mi despachó, por favor? Tras escuchar unos segundos, Frost respondió. - Si, Emily. Y dos tazas también. Gracias. Tras colgar el teléfono, Frost se sentó y echó su torso hacia el espaldar del sillón con ruedas, esgrimiendo, el cuero que lo cubría, un ligero crujido al hacerlo. Una sensación de absoluta duda y preocupación invadía la mente de DeClerck, ante la impasible mirada que acompañaba a su bigote y su cara medio malhumorada. - ¿Se siente mejor tras la ducha? – preguntó Frost. - Mucho mejor. Gracias, jefe – respondió DeClerck. - Llámeme Frost. No seamos tan formales. Aquellas palabras sonaron más familiares a DeClerck, lo que sirvió para relajarse un poco y que su mente pudiera estar preparada para dar las respuestas adecuadas. Al momento, la Srta. Dobson irrumpió en el despacho con una bandeja, en cuya superficie reposaba una cafetera de cristal redonda, casi hasta el borde de café, una pequeña botella de leche, un azucarero y 2 tazas con sus correspondientes cucharas. Tras mirar a Frost, dejó la bandeja encima de la mesa y, al volverse hacia la puerta, dirigió una mirada compasiva a DeClerck, antes de abandonar finalmente el despacho. Frost tomó una de las tazas y miró a DeClerck. - ¿Cómo lo toma, Francis? – preguntó – Por que puedo llamarle Francis, ¿verdad? – preguntó de nuevo. DeClerck lo pensó detenidamente antes de contestar. - Solo. Gracias – respondió – Y por supuesto, le ruego me llame Francis. Con mucha delicadeza y volviendo a sonreír, Frost fue llenando la taza poco más de la mitad. Al finalizar, la puso delante de DeClerck, agradeciendo este el gesto. Acto seguido, el jefe inundó la suya casi hasta el borde. - ¿Azúcar? – volvió a preguntar - No, gracias. Frost cogió la pequeña botella de leche sin dejar de mirar a DeClerck. - ¿Leche? - No. Gracias

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Sin apartar la vista, depositó la botella en la bandeja y se dispuso a dar el primer sorbo al café. Los segundos de silencio le parecían años a DeClerck. Ni la más mínima idea de como comenzaría su interrogatorio Frost pasaba por su mente. Tras el primer sorbo de café, Frost dejó la taza en la mesa y volvió a coger los papeles que estaba revisando cuando DeClerck llegó, con su ayudante, al despacho. Después de un pequeño vicheo, Frost comenzó a hablar. - Tengo aquí los datos que, hasta el momento, ha podido revelarme el agente Meidun. No es gran cosa, la verdad. Que se llama usted Francis DeClerck. Que no es usted de por aquí. - Así es. Soy belga. De Ixelles. Pertenece a la región de Bruselas – respondió DeClerck. - Ya – asintió Frost, mostrando poco interés por aquel detalle. Tras una nueva vuelta a los informes, los depositó sobre su escritorio, haciendo lo propio con sus brazos, apoyando los codos en las abrazaderas del sillón. - ¿Es usted profesor, Francis? – preguntó Frost - Sí. En la Universidad de Boston. Bueno, lo era. Pedí una excedencia hace unos años para retirarme un tiempo. Necesitaba tiempo para reflexionar sobre mi vida – contestó DeClerck. Tras aclarar la situación laboral del detenido, el jefe prosiguió. - Bien, Francis. Parece que tenemos aquí un pequeño problema. - Eso parece, pero estoy seguro que todo esto tiene una explicación. – respondió – Aunque ahora mismo sea incapaz de dársela. - Según indica aquí el agente Meidun, no ha querido declarar nada hasta verme a mí. Y por las trazas cutres y salchicheras, no lo digo yo sino el informe, en las que le recogió el agente, imagino debe ser algo interesante lo que tiene que contarme, sobre todo tras haberle encontrado en un bosque prácticamente desnudo, con sangre en manos, brazos, parte del pecho y piernas y en estado de shock. ¿Qué explicación podemos dar, Francis? DeClerck sudaba por momentos. Su frente estaba húmeda y notaba su camisa ligeramente empapada. De repente, un terrible dolor de cabeza le sobrevino. La habitación daba vueltas a su alrededor y la figura de Frost le parecía bastante borrosa. - ¿Se encuentra bien? – preguntó algo alterado y casi asustado Frost. DeClerck no respondía. Sólo se echaba las manos a la cabeza y escuchaba la voz de Frost muy distorsionada, a la vez que pequeños flash backs comenzaban a tomar forma en su cabeza. Un bosque, una habitación, el busto de lo que parecía un niño. Un galimatías sin sentido que, sin embargo, no dejaba de atormentarle. Miles de imágenes se recreaban en su imaginación, como una especie de fotogramas que encadenaran una película completa de una situación por la que había pasado pero de la que no recordaba 34

absolutamente nada. La angustia le ahogaba más y más hasta que, en décimas de segundo, cayó de la silla hacia el lado derecho. Su rostro se estampó con el suelo, aplastando la carne y casi cerrando por completo su ojo. Quizás el dolor, quizás el terror, hicieron que comenzara a gritar y acompañara aquellos gemidos con estiramientos de su cara con las manos, como si quisiera deshacerse de una careta que no le dejara respirar. Tras contemplar tan dantesco espectáculo, Frost se levantó de inmediato y salió al pasillo pidiendo ayuda. - ¡IGGLETON!, ¡IGGLETON! – gritaba sin parar. El ayudante salió de su despacho casi a la segunda vez que su nombre fue pronunciado. La segunda puerta a la derecha, según se salía del despacho de Frost, escupió a aquel individuo que corrió hacía el despacho de su superior como si disputara los cien metros en unas olimpiadas, sin apenas darse cuenta de que Frost se encontraba en mitad del pasillo. Como buenamente pudo, frenó en seco, casi llegando a tropezar con el jefe. - ¿Qué ocurre, señor? – preguntó estresado mientras recomponía la figura. - ¡Llame a una ambulancia! ¡Rápido! – dijo Frost, zarandeando a su ayudante. Una voz, proveniente del despacho de Frost, hizo que este e Iggleton casi se quedaran sin respiración. - ¡NO! – exclamó en voz alta escúchenme!

¡No hagan nada, por favor! ¡Sólo

Frost y su ayudante se giraron de inmediato y contemplaron la imagen de DeClerck, en la puerta del despacho, de pie y con aire de serenidad. - No es necesario. Ya me encuentro mejor. De veras. Tras observarle un instante, Frost se volvió a Iggleton y, tras mirarlo durante algunos segundos, le hizo un gesto con la cabeza, indicándole que se marchara, con su más puro estilo de amabilidad. Frost volvió lentamente a su despacho. A cada paso hacia delante que daba, DeClerck respondía con uno hacia atrás, hasta que el jefe se encontró en su habitáculo. Frost cerró la puerta tras de si, esta vez con llave. Miró a DeClerck de manera inquisitiva pero sin ser demasiado amenazante. - ¿Se encuentra bien, Francis? - Sí. Mejor de lo que esperaba – respondió DeClerck. - Podemos llamar a una ambulancia……. DeClerck interrumpió bruscamente. - No es necesario, Frost. Siéntese – sonrió - Tenemos mucho de que hablar.

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El jefe se dirigió a su silla sin apartar la mirada de DeClerck, al cual no sabía si intimidar, respetar o, simplemente, no temer. Frost se sentó con mucha cautela. DeClerck hizo lo propio, tras frotarse los ojos con las palmas de las manos, y miró a Frost con un aire más sereno. Aquel incidente parecía haberle devuelto la seguridad en si mismo. - Creo que debería empezar, si queremos aclarar todo esto – afirmó DeClerck. Frost, tras analizar las palabras de DeClerck, levantó de nuevo el teléfono. - ¿Emily? No quiero ninguna llamada. No estoy para nadie. – y colgó nuevamente. DeClerck cruzó los brazos y se mordió el labio superior pero ya sin esgrimir ese aire acobardado y simplón que había proyectado hasta ese momento. La seguridad se había convertido, para él, en una nueva aliada. - Hay una duda que tengo, si me permite decirlo, Frost – comentó. - Adelante – respondió con ansia de conocer el jefe. - No me han tomado huellas ni tampoco han solicitado informes más exactos sobre mí – DeClerck se tomó un par de segundos antes de finalizar - ¿Por qué? – preguntó. Frost sonrió tímidamente - Eso quizás no sea del todo correcto, Francis. Frost tomó una carpeta, situada a la derecha de la mesa, y sacó un papel que, tras colocarse sus gafas para lectura, comenzó a leer.

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XI Francis DeClerck. Nacido en París el 1 de mayo de 1950. Metro ochenta de estatura, unos 85 kilos, pelo castaño oscuro, ojos marrón verdosos, de complexión algo fuerte. De padre francés y madre belga, a los pocos días de su nacimiento se traslada a Ixelles, en la región de Bruselas, donde residía su madre. Su padre, Jean Paúl DeClerck, era un diplomático francés que estaba continuamente viajando hasta que le ofrecieron plaza fija en Grecia, concretamente en Roda, y finalmente estableció allí su residencia. Hasta 1965, vivió usted en Ixelles con su madre, hasta el repentino fallecimiento de esta por parada cardiorrespiratoria, por lo que con 15 años se ve obligado a trasladarse a Grecia con su padre al que, según este informe, llevaba 8 sin ver. Tras un periplo de 1 año, y gracias a los contactos de su padre, se marcha a Estados Unidos, a casa de una adinerada familia de Boston, donde comienza sus estudios docentes. Posteriormente, accede a la Universidad de Boston donde se doctora en Historia y, al poco tiempo, forma parte del departamento de Historia Antigua de dicha Universidad. En 1987 fallece su padre. Ese mismo año, pide una excedencia en la Universidad de Boston y atraviesa el charco para establecerse en el sur de España, en el área de Málaga y en una localidad llamada Estepona, donde es conocida su última residencia. Frost hizo un inciso antes de volver a mirar el papel que tenía entre manos. - Aquí veo que le encantan las historias de la segunda guerra mundial y el cine clásico en blanco y negro – Frost emite un gesto de satisfacción - También las chaquetas con caída de corte italiano combinadas con pantalones Levi´s y las gafas de sol de marca Versace, lo cual evidencia, a priori, su buen gusto en la imagen. Frost levantó la mirada y concluyó. - Y además, tiene usted un corte de pelo a lo guardaespaldas Kevin Costner, lo cual difiere algo de mi comentario anterior, ya que considero que está bastante pasado de moda.

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Frost deja de mirar los papeles, depositándolos casi de golpe en la mesa, para mirar fijamente a DeClerck, sonriendo poco a poco. - Y veo que, al igual que a mí, le gusta el bigote, en este caso con perilla incorporada, aunque en este momento, la verdad sea dicha, deje mucho que desear. Tras una leve sonrisa, cómplice y relajada, DeClerck se dirigió a Frost. - ¿Cómo ha conseguido esa información? – preguntó en tono sorprendido - La policía tiene sus métodos, Francis – amplia sonrisa - Eso y una llamada a la Universidad de Boston para confirmar que le había dicho la verdad al agente Meidun y que nos enviaran algún dato sobre usted. Esta es la ficha que, al parecer, usted rellenó para el departamento de recursos humanos de dicha universidad – contestó Frost. DeClerck agachó levemente la cabeza, emitiendo una pequeña risa a modo de sorpresa. Al volver a levantar la vista, la volvió a dirigir a Frost. - Muy bien. Creo que estoy en condiciones de poder contarle lo que creo que ha sucedido, pero le pido paciencia y, sobre todo, que me crea, Frost – su expresión se tornó a seria – Necesito que me crea. - No se preocupe. No tengo prisa. Por desgracia, hace tiempo que nadie me espera en casa – contestó Frost mientras sacaba una grabadora del cajón de su escritorio – Y en cuanto a lo de creerle, dependerá única y exclusivamente de usted. Ambos asintieron. Aquello era el comienzo de una especie de aventura, recluida en unos pocos metros cuadrados donde Francis DeClerck estaba dispuesto a comenzar a recordar y relatar su historia, sus hechos, lo ocurrido, al jefe de policía Frost, la única persona que, en aquel momento, tenía el poder de decidir si era cierta o no.

Un leve clic sobre un botón hizo que Frost pusiera en marcha la grabadora.

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XII FEBRERO DE 1991. DECLARACION DE FRANCIS DECLERCK. 11.00 DE LA MAÑANA. Así comenzaba Francis DeClerck la historia del inquietante suceso que acabó con su cuerpo sentado frente a Frost, el jefe de policía de Pedleton Place.

Nunca he creído en la psiquiatría ni en la psicología, ni tampoco en las terapias de grupo. Mi personalidad siempre ha estado basada en una fuerte convicción por lo tangible y lo demostrable. Quizás, mi trabajo en el departamento de Historia Antigua de la Universidad de Boston me indujo a ello y no he permitido que ningún planteamiento sin razonamiento lógico me apabulle o desconcierte. La verdad es que esto me granjeó fama de “extraño” o más bien introvertido o quizás ligeramente desconfiado, llegando a causarme problemas. Pero era algo en lo que creía y nadie me iba a convencer de lo contrario. O al menos así era. Siempre he tenido mucho miedo a dejar a un lado este tipo de principios y jamás me planteé que así sucediera. Pero mi vida empezó a cambiar hace unos 6 o 7 años, cuando comencé a tener ciertos problemas de personalidad y de conducta. Pesadillas, sombras amenazantes, psicosis a la persecución. Era todo muy extraño y al mismo tiempo muy real. Tropezaba en la calle con gente a la que no conocía y que continuamente me transmitían la sensación de agobio y vigilancia. Intenté dejarlo todo a un lado, no darle importancia al asunto y seguir adelante sin prestar atención a todo ese asunto. Pero fue imposible, por lo que me vi obligado a tomar medidas algo más drásticas. Pedí una excedencia en la Universidad. Cada vez me resultaba más complicado trabajar y desarrollar mi labor con total normalidad. Incluso en un determinado momento, los rectores de la universidad me “invitaron a marcharme” por las continuas quejas referentes a mi actitud. Tras mi estancia en Boston, decidí escoger un lugar tranquilo donde dedicarme a la lectura y, sobre todo, al relax, ya que mi solvencia económica me permitía poder descansar durante un periodo de tiempo bastante prudente. Admirado siempre por la cultura española, la costa del sol me pareció un lugar relajante, sobre 39

todo en las épocas de Octubre a Mayo, cuando el turismo estaba en un mínimo apogeo. Y siempre me habían gustado los sitios pequeños, localidades reducidas en espacio y en número de habitantes. Estepona fue el lugar mas adecuado para, a finales de 1989, trasladarme allí. De hecho, tenía algunas referencias de mi madre que había veraneado en su juventud por aquella zona. Lógicamente, todo estaba muy cambiado desde que ella estuvo. Pensé que el hecho de alejarme totalmente de mi rutina me ayudaría a superar mis temores, pero fue en vano. Seguía teniendo horribles pesadillas, apariciones en público de gente que no había visto en mi vida. Todo era muy extraño. No tuve más remedio que tomar una decisión en contra de todo aquello en lo que yo creía. A través de un conocido, consulté con un experto, un psiquiatra. Frost interrumpió el testimonio de DeClerck, tomando un bolígrafo e inclinándose hacia un folio en blanco que tenía justo delante. - ¿Recuerda el nombre del psiquiatra? – preguntó DeClerck alzó la mirada al techo intentando recordar. Tras cerrar los ojos un instante, volvió a mirar a Frost. - Creo que era algo así como Neisn…. ¡No! ......¡¡Naisinger!! ¡¡Doctor Naisinger!! ¡Eso es! – su gesto cambió como a cansado - No recuerdo el nombre de pila. Frost tomó nota y pidió a DeClerck que prosiguiera.

Contacté con este doctor sobre agosto de 1990. Tenía su consulta en Marbella, a unos veinticinco kilómetros del lugar donde yo residía. Estaba en una zona bastante lujosa, pero no sabría decir el nombre ahora. La primera visita fue el 24 de agosto. Me dirigí a la consulta del Doctor Naisinger con cierto temor. La verdad es que aquella situación no me hacía ninguna gracia pero consideré que no tenía nada que perder y siempre podía, tras aquella primera toma de contacto, no volver nunca más. recuerdo que me atendió una señorita muy amable….Amelia creo que era su nombre. Me llevó a una sala de espera bastante cómoda, donde estuve unos quince minutos antes de que el doctor me recibiera. La señorita Amelia me acompañó por un pequeño pasillo hasta el despacho de Naisinger. Era un despacho muy lujoso, por cierto. Mesa de madera de roble, sillones de cuero en negro, una estantería repleta de libros muy bien presentados y muy aficionado a pequeñas figuritas de porcelana, de estas que se consiguen en las subastas de gente adinerada. Era un tipo pudiente, la verdad. Y algo mayor. Yo diría que casi en los 70. No tenía mucho cabello pero el poco que tenía lo llevaba bastante bien peinado. 40

Estaba escribiendo en una agenda y me sorprendió que no usara gafas. No sé, un hombre de esa edad suele llevarlas. Se levantó con mucha amabilidad, se presentó y me invitó a sentarme. Rápidamente, dejó lo que estaba haciendo para hablar conmigo.

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XIII AGOSTO DE 1990 VISITA DE FRANCIS DECLERK A LA CONSULTA DEL DR. NAISINGER 5 DE LA TARDE. - Buenas tardes, Sr. DeClerck. ¿Cómo se encuentra? – preguntó el doctor Valiente pregunta. Si estuviera estupendamente no estaría aquí, fue el pensamiento que le vino a la cabeza a DeClerck en ese momento, el cual no llegó a expresar verbalmente. - Bien, gracias – pensativo – supongo que es lo normal que se dice cuando a uno le hacen esa pregunta, aunque debo tener algún que otro problemilla cuando estoy aquí, hablando con usted – contestó. - Todos los problemas son importantes, Sr. DeClerck, aunque uno los considere problemillas – sonrió – Pero todos los problemas tienen solución, todos menos la muerte – concluyó con una ligera carcajada. El buen doctor se levantó de su cómodo sillón y se dirigió a la izquierda de la mesa. Abrió una pequeña cajita dorada, muy adornada, y sacó un cigarrillo rubio de la misma. Mientras cogía de su bolsillo un encendedor Dupont, le ofreció uno a DeClerck, el cual declinó muy amablemente. Tras ello, se sentó en el sillón pareja donde DeClerck estaba acomodado y prosiguió. - Bien, Sr. DeClerck. Cuénteme detalles de esos “problemillas” que tanto le atormentan. DeClerck echó un vistazo de nuevo al contenido de aquel despacho. Sin duda, era la única forma que tenía de ganar tiempo para saber como contarle a aquel desconocido lo que le sucedía. - Verá, llevo algún tiempo teniendo pesadillas, ¡pesadillas muy reales! y también……. - ¿Gente desconocida que aparece sin más? – interrumpió Naisinger. - Sí – afirmó con contundencia DeClerck. - ¿Sensación de persecución? - ¡Sí! - ¿Rostros que le son familiares y que aparecen y desaparecen? - ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! – exclamó DeClerck con mayor entusiasmo.

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Naisinger cambió de posición en su sillón y se acercó un poco más a la de DeClerck. - ¿Cuánto tiempo hace que le viene sucediendo? – preguntó con seriedad el doctor. - Hace unos meses. Comenzó en Boston, donde residía, y pensé que un cambio de aires me ayudaría pero – pausa de silencio angustioso - las sensaciones son las mismas. – concluyó DeClerck. Naisinger observaba a DeClerck, manteniendo el rictus serio. - Volvamos a las pesadillas – una calada al cigarrillo hizo una breve pausa ¿Qué tipo de pesadillas? - Algo confusas pero muy reales, se lo puedo asegurar. Tras un gesto de aprobación, Naisinger se levantó y se colocó, frente a frente, con DeClerck, apoyando ligeramente el brazo sobre su maciza y oscura mesa. Con un grácil movimiento, se volvió hacia su deseada cajita dorada y alcanzó otro cigarrillo, tras lo cual se dirigió de nuevo a DeClerck. - Descríbame una de esas pesadillas – comentó. DeClerck miró extrañado al psiquiatra, como avergonzado por tener que contar aquella historia que le parecían una mezcla de tormentosas y personales a la vez. A pesar de ello, sacó fuerzas de flaqueza para, finalmente, disponerse a hacerlo. - Verá – comenzó a relatar – la que recuerdo con más frecuencia es muy corta pero muy viva, muy directa. Muy… DeClerck se quedó ligeramente turbado. A pesar de su gran formación académica, era incapaz de encontrar las palabras exactas que expresar a Naisinger. - ¿Qué ocurre, Sr. DeClerck? – preguntó Naisinger - ¡No puedo hablar de esto! ¡Me cuesta mucho! ¡No puedo! – repetía una y otra vez DeClerck. Naisinger se acercó tímidamente y se inclinó hacia él. Ambos hombres se encontraron, en un momento, casi boca con boca. - Es la única forma de abandonar sus miedos, Sr. DeClerck. Debe soltar lo que lleva dentro. Es la única forma de poder ayudarle. DeClerck encontró, en aquellas palabras, una sinceridad que le sorprendía en una persona que el entendía como un loquero y en la que no creía lo más mínimo, pero fueron suficientes para acomodarse en el sillón, cerrar los ojos y dar comienzo.

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XIV Salgo de una puerta que da a la calle. Una calle desconocida para mí. Avanzo unos metros y, cuando echo la vista atrás, la puerta por la que había salido ha desaparecido. Miro a mi alrededor y sólo veo casas, nadie en la calle. Ni un alma. DeClerck hizo un inciso para tragar algo de saliva y prosiguió. Hace frío. El vaho sale por mi boca como si fuera una chimenea. Empiezo a andar hacia lo que se supone es el final de la calle. Voy mirando las casas, esperando ver a alguien o escuchar, pero no hay nadie. Estoy completamente sólo. Naisinger interrumpió el relato. - ¿Dice que es desconocido para usted? ¿Nunca antes lo había visto? ¿Ni en una revista, en televisión? – preguntó. DeClerck mantenía los ojos cerrados con gran intensidad. - No. Es un lugar reducido pero absolutamente desconocido para mí. - Bien. Continúe, por favor Sigo avanzando y parece que la calle se acaba. Continúa sin haber nadie. Sólo el viento frío, susurrando. Nadie. Sin embargo, cuando por fin llego al final, tengo la sensación de que me observan. Me vuelvo pero no veo a nadie, así es que decido seguir caminando. Encuentro delante de mí un parque enorme, con columpios y algunos bancos de piedra, rodeado de una extensa arboleda. Decido bajar por una pequeña escalinata y camino esta vez por la tierra de aquel parque, pero ya con la sensación cada vez mayor de que alguien me observa. No se si me sigue o me mira desde algún punto fijo, pero me siento vigilado. - ¿En algún momento se dirige usted a ese alguien, por si se comunica? – interrumpió preguntando Naisinger. - No, estoy demasiado angustiado y continuo andando. ¡Me da miedo saber que es cierto! – contestó DeClerck - Bien. Continúe, por favor Camino y camino hasta llegar a una especie de pequeño precipicio que estaba en abierto. No lo rodeaba ningún tipo de mármol ni piedra ni nada por el 44

estilo. En ese momento, comienzo a oír pasos. Lentos, pero cada vez más cercanos. No me atrevo a darme la vuelta. Estoy aterrorizado. Quizás el sitio en el que me encontraba me atenazaba totalmente. Siguen los pasos. Más cerca, y más,…..y más. DeClerck se echó las manos a la cara y dejó de hablar. Empezó a sollozar ligeramente, hasta que, poco a poco, rompió a llorar. Naisinger se percató de la circunstancia e, inmediatamente, acudió a consolarlo. - Sr. DeClerck. Sé lo difícil que es contar una pesadilla cuando se ha sentido dentro de uno mismo como si fuera su propia vida. Naisinger puso sus manos sobre las de DeClerck, separando estas de su cara y dejando al descubierto la triste y cansada expresión de este. - Tranquilo. Tómese el tiempo que quiera. Pero debe terminar, debe soltarlo todo. Se sentirá mejor, se lo aseguro. Y será la única manera de poder ayudarle. DeClerck miró al doctor. Cada vez se sentía más seguro con las palabras de aquel hombre desconocido que estaba llegando al fondo de su corazón y de su mente, para su propia sorpresa. Tras serenarse un poco, se secó las lágrimas con las manos y prosiguió, esta vez con los ojos abiertos y puestos en la figura de Naisinger. No quiero volverme. No quiero saber quien es. Creo que tiene intención de empujarme y no me importa. Que lo haga sin que yo me entere. Pero, pasados unos instantes, dejo de oír los pasos. Ahora, es una sensación más cercana, de alguien justo a mis espaldas. Pero sigo sin darme la vuelta. Al momento, noto sobre mi hombro una mano. No parece una mano fuerte, más bien diría que de mujer. En ese momento, si tengo el impulso de darme la vuelta. Esa mano en el hombro me empuja a ello. Lo hago con calma, mirando abajo para saber si es hombre o mujer. Poco a poco voy subiendo la vista y……… - ¿Y que sucede entonces, Sr. DeClerck? – preguntó Naisinger. DeClerck se quedó callado. Miraba al frente, sin responder nada, sólo con la mirada fija a todo lo que tenía enfrente de sí mismo, pero quitando de su campo de visión al psiquiatra. Por fin, fue elevando la mirada poco a poco y posó su mirada sobre el doctor. - No lo sé. No se quien es, pero en realidad la conozco – pausa con la mirada perdida - o la he conocido en algún momento. Sólo sé que es una imagen oscura, pálida, como una sombra. Tras contestar a Naisinger, DeClerck se quedó absolutamente desplomado en su sillón. Totalmente abatido. Naisinger le puso la mano en el hombro, en señal de que el momento había terminado y era mejor olvidarlo cuanto antes. 45

El doctor volvió a sentarse detrás de su escritorio y comenzó a escribir unas notas de manera concienzuda. DeClerck miraba con impaciencia y curiosidad, esperando una respuesta milagrosa en la que no sabía si creer o no. Al terminar, Naisinger se levantó de nuevo. - Bien, Sr. DeClerck. Creo que por hoy es suficiente. Le he recetado unos tranquilizantes, sólo para poder dormir de un tirón. No son muy fuertes. Le ruego que se los tome o no avanzaremos nada. Naisinger tomó un pequeño almanaque, encarcelado en una especie de marco dorado y delgado que tenía en su mesa, y lo estudió minuciosamente. - Y le emplazo en un par de semanas de nuevo aquí. Sí, digamos que el 8 de septiembre. ¿Le parece bien? DeClerck se quedó un poco sorprendido. El milagro que estaba esperando se había convertido en una simple caja de pastillas y una fecha. Su rostro de sorpresa fue unido a su imposibilidad de reprimirse al expresarse. - ¿Eso es todo? ¿Me emplaza al 8 de septiembre? – preguntó incrédulo. Naisinger sonrió. - Sr. DeClerck. No soy ni mago, ni vidente, ni algo parecido a la encarnación de Jesucristo en la tierra. Soy psiquiatra. He tomado algunas notas y tengo que sacar mis conclusiones al respecto, pero no puedo darle un diagnóstico ni nada parecido en la primera sesión por que necesito conocerlo más a usted y a su caso – el doctor amplió aún más su sonrisa - No se inquiete. Tenga paciencia. Después de escucharle, DeClerck se levantó, con la mirada hacia el suelo, mientras Naisinger le ponía la mano en el hombro para acompañarlo a la puerta. Había transcurrido una hora de sesión, de la que Francis DeClerck salía bastante decepcionado. Con paso lento y pies arrastrados, llegó hasta el mostrador de la Srta. Amelia. Naisinger se mantenía en la puerta de su despacho, viendo como lo hacía. - ¡No lo olvide! ¡El día 8! – exclamó el doctor, acompañando la expresión con un adiós con la mano. Mientras la Srta. Amelia tomaba nota de la fecha y hora de la siguiente visita, DeClerck la miraba fijamente con un pensamiento que le aliviaba. Al menos, podré ver a esta ricura cuando vuelva. Algo es algo. Una sonrisa y un hasta luego de la encantadora ayudante, dieron pie a que DeClerck abandonará la consulta, cerrando la puerta de la consulta con suavidad.

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XV El jefe Frost, tras escuchar las palabras de DeClerck, se quedó mirando a este, aún después de un buen rato de la finalización de las mismas. Aquel relato le empezaba a resultar algo trágico pero sin saber donde dirigir dicha tragedia. Nada de lo que había dicho DeClerck le infundía claridad, en lo que era respectivo a si aquel individuo era un asesino o no. Frost decidió que era mejor relajarse un poco. - ¿Quiere algo más de café, Francis? – preguntó - Gracias. Me vendrá muy bien – respondió con amabilidad. Tras servirlo, DeClerck dio el primer sorbo y miró a Frost con aire de duda. - No le veo muy convencido de lo que le he contado, Frost. - Estoy intentando encajar su perfil en lo que he escuchado, Francis. Es lo único que puedo hacer con los datos que me ha dado hasta el momento. - No esperaba que sacara conclusiones con una visita al psiquiatra. Estoy seguro que lo siguiente será de más ayuda. - Seguro que sí – afirmó Frost. DeClerck tomó otro sorbo de aquel café medio helado y dejó la taza encima de la mesa para continuar la declaración. - Estoy listo, Frost – dijo con absoluta convicción. El jefe hizo un gesto afirmativo y, con un leve movimiento del dedo índice, puso de nuevo en marcha la grabadora.

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XVI FEBRERO DE 1991. DECLARACION DE FRANCIS DECLERCK. 12.00 DE LA MAÑANA. Los días transcurrieron y mi visita a la consulta del Dr. Naisinger no produjo el efecto deseado. Al menos, el que yo esperaba.

Las pesadillas eran constantes y mis sospechas sobre desconocida que me perseguía continuamente iban en aumento. Dormía muy poco por las noches, unas 2 o 3 horas aproximadamente. Simplemente, vivía para alimentar aquellas pesadillas. Una calurosa mañana de finales de agosto me desperté empapado en sudor, casi como salido del interior de una bañera llena hasta los bordes. La verdad es que hacía varios días que me sucedía, lo cual me producía una sensación de inquietud que invadía todo mi cuerpo. Algunas veces amanecía en la cama pero otras aparecía en el suelo o sentado en una silla bastante incómoda que acompañaba mi escritorio. La sabana ahogaba mi pecho como si de una soga se tratara. Era un estado que no había conocido nunca y que en sólo dos semanas me empezaba a contagiar de miedo y temor. Como decía, esa bochornosa mañana me levanté con bastante quietud y me senté en la cama durante unos segundos, intentando acomodar mi mirada a la estructura de la habitación, como si me hubiera en un lugar totalmente desconocido para mí. Pasados unos instantes, me animé a levantarme con suavidad y me dirigí a la puerta de la habitación. Con mucho cuidado, la abrí y miré a través de una pequeña rendija que había dejado en su apertura, como si estuviera abriendo la entrada principal de mi casa a un desconocido y yo fuera una persona tan mayor o desconfiada que ni a mi sombra creyera. Recorrí, con la mirada, todo el pasillo y por fin me aventuré a atravesarlo en ruta al cuarto de baño. Nada más llegar a la puerta del mismo, volví a echar un vicheo de observación sobre todo lo que allí se encontraba. A primera vista, todo era correcto. La bañera, con unas cortinas bastante antiguas, de estas con dibujitos de ballenas, que había comprado en un mercadillo, el váter y el lavabo, que tenía un pequeño mueble con doble puerta y espejo en su exterior, estaban perfectamente ubicados en los mismos sitios que cuando llegué por primera vez a aquel apartamento, años atrás.

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Entré casi de puntillas y llegué hasta el lavabo, en cuyo borde posé las manos con tal fuerza que creí que sería capaz de levantar el esmalte de su pintura cuando las quitara. Una vez asentado, utilicé la mano izquierda para sujetarme y con la derecha, abrí con ímpetu una de las puertezuelas del mueble para tomar un tranquilizante. Si no recuerdo mal, era Valium. No obstante, mi desconfianza hizo que leyera, durante un instante, la etiqueta que bordeaba aquel pequeño tarro de plástico. Finalmente, abrí el bote y dejé caer en el lavabo el contenido del mismo., aproximadamente unas 6 o 7 pastillas. Tomé una y me la introduje en la boca con decisión y con excesiva fuerza, quizás para conseguir tragarla mejor. Recogí el resto de pastillas con algo de torpeza y las devolví a su lugar de origen. Al cerrar el mueble, mi rostro quedo reflejado en el espejo en 2 mitades, divididas por la bisagra que partía ambas puertezuelas. Una terrible sensación me sobrevino, recorriendo todo mi cuerpo a modo de escalofrío. Mis labios temblaban y mi reacción era cero. En aquel momento, hubiera estado a merced de cualquiera para lo que quisiera. Y las únicas palabras que pude articular de manera repetida hasta la saciedad fueron:

- ¡LA SOMBRA! ¡LA SOMBRA! ¡LA SOMBRA!

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XVII SEPTIEMBRE DE 1990 2ª VISITA DE FRANCIS DECLERK A LA CONSULTA DEL DR. NAISINGER 4 DE LA TARDE. Eran, minuto arriba, minuto abajo, casi las cuatro menos cuarto de la tarde cuando Francis DeClerck apareció por la consulta del Dr. Naisinger para asistir a su segunda sesión con el relajado psiquiatra. Hacía más calor de la normal aquella tarde, llegando los termómetros hasta los treinta y seis grados, algo que no era muy usual en esa época del año en la costa, pero que aquella tarde hizo una excepción por ser especialmente calurosa. Al entrar a la consulta, DeClerck saludó a la Srta. Amelia con mucho placer. Para él, era el motivo que más le atraía para acudir a aquellas sesiones, aunque, posteriormente, le supusiera volver a esperar, en esta ocasión, durante 30 minutos. En vista del éxito obtenido en ese sentido, DeClerck se inclinó por ojear las revistas que tenían en la sala de espera, con una mezcolanza curiosa entre las publicaciones sobre la salud, el bienestar y la belleza, y las portadas del Hola con Carmen Rossi de vacaciones o la niña de Julio Iglesias celebrando su cumpleaños. Pero lo que si le resultó llamativo fue el hecho de que, tanto en la primera cita como en esta segunda ocasión, nunca había otros pacientes esperando. DeClerck siempre veía llegar salir a alguno del despacho del doctor y, en caso de que llegara uno nuevo, tenía preferencia sobre él. Una reflexión entre su posible cara de idiota y una falta de información sobre la hora de asistencia a la consulta le empezó a rondar la cabeza. Tras ojear todas las revistas que su aburrimiento le permitió soportar, le llamó la atención un detalle que no había visto la primera vez. Un cuadro justo debajo del aparato de aire acondicionado que reflejaba la calle de un pueblo. Daba la sensación de ser muy antiguo, ya que las farolas que iluminaban la calle eran de gas. DeClerck se levantó para apreciarlo más cerca y, según se aproximaba, le resultaba condenadamente familiar, pero sin terminar de reconocerlo y relacionarlo con él. Miró el cuadro de arriba abajo, resultándole cada vez más conocido pero sin llegar a darse cuenta de porque. Cuando parecía que estaba a punto de dar con la tecla, la Srta. Amelia interrumpió el momento de inspiración detectivesca, indicándole desde la puerta de la sala que ya podía pasar. DeClerck la miró medio boquiabierto, como teniendo en la punta de la lengua el enigma que le había entretenido, en aquella estancia, los últimos minutos. No queriendo crear ningún conflicto horario, se dirigió al despacho de Naisinger. Como la anterior vez, encontró al doctor sentado tras su mesa, tomando notas de manera relajada. Aquel 50

individuo no parecía alterarse por nada ni por nadie. Algo que, tratándose de un psiquiatra, debía ser lo suyo. ¿Se imaginan a un médico de esta especialidad gritando como un loco o respirando alteradamente cuando está tratando a un paciente? Francamente no. Naisinger pidió, amablemente, a DeClerck que se sentara pero esta vez lo dirigió a un diván color marrón y con aspecto de casi nuevo que tenía justo al lado del sillón donde el doctor se sentó, junto a DeClerck, en su primera sesión. A este, aquella petición le sonó más a película que a otra cosa. A Meryl Streep, en los años 80, visitando a un psiquiatra, interpretado por Roy Scheider, que finalmente era sospechosa de asesinato. Mientras se tumbaba, el doctor se sentó a su lado con un bloc de notas. Tras unos instantes de silencio, y sin protocolos de saludos ni de interés por la salud, comenzó la sesión. - Francis, me habló, en la primera sesión, de sus pesadillas, ¿sabe si su padre o su madre las sufrían también? - No sabría que contarle – exclamó DeClerck con duda. - ¿No sabría por que no las conoce o por que no sabe como plantearlas? – preguntó Naisinger. - Bueno – DeClerck tragó saliva un par de veces antes de proseguir - mi madre me contó, hace años, antes de morir, que mi padre sufría a veces pesadillas parecidas – afirmó – pero no era algo habitual en él. No era…. digamos….. costumbre. - ¿Cómo encajó su madre aquello en la relación con su padre? Un tímido silencio se hizo eco en el despacho, terminando con la respuesta melancólica de DeClerck. - Aquello fue el principio del fin para ella. Poco después, mi padre se marchó por motivos de trabajo, dejándonos a mi madre y a mí. Ella estuvo ingresada en una clínica. Murió allí. - ¿Una clínica para enfermos mentales? DeClerck miraba de reojo, a la vez que sus labios emitían un leve temblor. - Sí. Una clínica para enfermos mentales – afirmó con tristeza – Pasó allí sus últimos días. El psiquiatra guardo silencio unos segundos antes de proseguir, mientras apuntaba, esta vez, de forma más compulsiva, en su bloc de notas. - ¿Por qué no me lo contó en la primera visita? - No pensé que tuviera relación con mi problema. - Cualquier dato siempre puede tener relación con un problema y el conocerlo quizás ayude a solucionarlo. Naisinger se levantó con escrupulosa lentitud y se dirigió a la zona de la mesa donde su hermosa pitillera, la cajita plateada, parecía aguardarle. Manteniendo el mismo ceremonial que en la primera cita con DeClerck, sacó 51

un pitillo y lo encendió. Caminó unos pocos pasos hasta llegar a la ventana que había tras el sillón de su mesa, manteniéndose de pie, mirando a través de la misma y fumando su cigarrillo, antes de retomar la conversación. - Hábleme lo que recuerde de las pesadillas de su padre. DeClerck se incorporó en el diván, sentándose en él, con la mirada perdida, en este caso, hacia un pequeño cuadro, colgado en la pared, que tenía toda la pinta de ser abstracto por su planteamiento de las luces y las sombras y que daba cierto lustre al pomposo despacho. - Mi madre siempre me dijo que eran absurdas, de escasa importancia, que no le afectaban. Pero yo sabía que me mentía, que no era cierto. La verdad es que tenían un efecto demoledor en él – calló durante un momento – Quizás por eso nos abandonó. - Siga - Es una versión muy similar a la que le he contado yo. El psiquiatra se volvió hacia DeClerck, dando pequeños pasos para llegar hasta él. - ¿Estaba en la misma calle que usted? - Sí. No sabía por que ni como había llegado pero se encontraba allí. Simplemente estaba. - ¿Y se dirigía al mismo parque que usted? - Supongo que sí. - Continúe – preguntó el doctor intrigado - Ya lo sabe. Alguien le hacía mirar atrás. El aceleraba la marcha, pero no podía correr. No podía ….. alejarse de…... - ¿Qué le hacia acelerar la marcha? - ¡Una sombra! – exclamó. - ¿Una sombra? – repitió incrédulo el doctor. - ¡Una sombra! Era la sombra de alguien o de algo que le atemorizaba. Intentaba correr pero le era imposible, hasta que ….. . ¿Qué, Sr. DeClerck? - Lo que fuera aquello, le ponía una mano en el hombro y le hacía volverse hacia atrás, y no podía dejar de mirar. ¡No podía! - ¿Cree que podría ser la misma persona que en sus pesadillas? - ¡No lo sé! – gritó DeClerck – ¡Sólo sé! – entre sollozos – ¡que ahí terminaba todo! ¡Ya está! ¡Sólo sé que la pesadilla se convertía en realidad y le perseguía un día y otro y otro hasta que, sin previo aviso, desapareció! ¡Hasta … - Hasta el día de su muerte – completó el doctor DeClerck se puso en pie de forma violenta. Comenzó a girar sobre si mismo, hasta que decidió lanzarse, casi literalmente contra la pared cercana a la puerta del despacho, apoyando las manos y la cara contra la misma. Sirviéndose de su frente para mantener el equilibrio, no podía dejar de gritar. - ¡SI! ¡SI! ¡SI! ¡ERA LA SOMBRA! ¡ERA LA SOMBRA!

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Las últimas palabras, pronunciadas por DeClerck, se mezclaron con continuas lloreras para acabar, finalmente, con un posterior derrumbamiento al suelo. Naisinger acudió en seguida a ayudarle, poniéndolo en pie poco a poco hasta conseguirlo. Seguidamente, ambos caminaron con paso más que pausado hasta la silla para los pacientes que había al otro lado de la mesa de trabajo. Tras dejarle reposando sobre el asiento, Naisinger se sentó frente a él y comenzó a escribir en un pequeño folio con el membrete de su consulta que tenía en el lado derecho de su mesa. - Voy a recetarle algo, sólo para poder dormir y hasta nuestra próxima reunión. Espero que para entonces, al menos, haya podido usted conciliar el sueño. DeClerck leyó el papel por encima con rostro frustrado y bastante decepcionado. - No quiero más pastillas, por favor. ¡Necesito ayuda! ¡Usted me dijo que me ayudaría! – dijo DeClerck con voz muy alterada. El psiquiatra hizo ademán de levantarse, siendo acompañado en el movimiento por DeClerck. Naisinger se colocó frente a él, poniendo su mano en el hombro de su paciente con extremada delicadeza, para dar una respuesta similar. - Le aseguro que, la próxima vez que nos veamos, tendrá una solución a su problema. Pero hoy no puedo dársela. Por favor, confíe en mí. DeClerck dejó clavados sus ojos en los de Naisinger durante unos segundos. Poco a poco, su actitud amenazadora y desafiante fue pasando a más apaciguada y conciliadora, aceptando la respuesta del psiquiatra como último recurso. Ambos se dirigieron a la puerta y, con un apretón de manos y sin dejar de mirarse, se despidieron. DeClerck atravesó la puerta en dirección al hall donde se encontraba el mostrador de la Srta. Amelia, la cual volvió a tomar nota para la siguiente cita, mirando previamente a su jefe que, con el dedo índice y con movimientos bucales, le indicaba que una semana. Tras confirmar a DeClerck que su próxima cita sería el 15 de septiembre, este se limitó, sin siquiera mirarla a la cara, a darle las gracias, marchándose en dirección a la puerta de salida de la consulta.

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XVIII - ¿No le extrañó, en ningún momento, que esta sesión fuese más corta que la anterior?, ¿Qué sólo le recetara tranquilizantes? – preguntó Frost. DeClerck hizo un ademán afirmativo hacia la pregunta del jefe. - Por supuesto que me extrañó. De hecho, salí aún más desanimado que la primera vez. No veía que aquello tuviera mucha solución. No tenía la sensación de que mi problema se resolviera. De todas formas – prosiguió DeClerck – pronto entendí el por que de aquellas evasivas. Frost le indicó con el dedo índice que hiciera un pequeño inciso. - Ha mencionado a su padre en más de una ocasión. Hábleme de él, si no le es molestia, claro. DeClerck mostró cierta estupefacción ante la pregunta. - No sé que relación puede tener con esto, pero le diré que ni tengo mucho ni quiero contar sobre mi padre. No tuvimos, lo que se dice, una relación muy amistosa padre e hijo. Él sólo concebía nuestro vínculo para ayudarme en mi futuro a nivel docente, en mi preparación para mis metas profesionales. Obvió algunas normas elementales como cariño o comprensión. Realmente, era un personaje bastante oculto. - ¿Oculto? ¿Personaje? Extraña manera de describir una característica de un padre ¿No querrá decir, por ejemplo, discreto? - Sí, supongo que sí. Nunca supe gran cosa sobre su vida personal o como desempeñaba su trabajo. Sólo sabía de él cuando tenía que encargarse de mi “futuro”. Frost quedó satisfecho con la respuesta y pidió a DeClerck que continuara.

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XIX FEBRERO DE 1991. DECLARACION DE FRANCIS DECLERCK. 12.20 DE LA MAÑANA Aquella misma noche del 8 de septiembre, salí a dar mi paseo habitual por el puerto, sobre las diez y media.

Necesitaba, más que nunca, relajarme y que el sueño me impulsara a regresar a casa en breve. Vivía en un pequeño estudio, cercano al puerto deportivo. Comencé a caminar sin fijar un rumbo. Simplemente, donde los pies me llevaran. Estaba como perdido pero no me importaba. Bajé por la pequeña calle que daba paso al café Reinaldo, el cual me gustaba frecuentar, y torcí a la izquierda para ir bordeando el puerto con toda tranquilidad. La noche estaba tranquila. Una ligera brisa hacia especialmente agradable el contemplarla, mezclada con el mar en el puerto. Pero algo llamó mi atención al poco tiempo.

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XX UNA NOCHE DE SEPTIEMBRE DE 1990. EL ENCUENTRO DE DECLERCK Y EL CEJIJUNTO. Al final de la calle por la que paseaba, cercano a un pasaje lateral con tiendas especialmente diseñadas para extranjeros, DeClerck vislumbró a un hombre con cierto aire de misterio, casi típico de las películas de cine negro americanas de los años cuarenta. El tipo clavó su mirada en él de manera inquisitiva. Al principio, DeClerck no le dio importancia pero sus peores temores se convirtieron en realidad cuando vio al encorvado individuo siguiendo sus pasos. DeClerck intentaba encontrar justificación, en sus pensamientos, ante aquella acción. Seguramente es una coincidencia. Si, tiene que ser una coincidencia. Existen muchas probabilidades de que este hombre decidiera seguir su camino, justo cuando yo he pasado, sin advertir mi presencia. No hay duda. Es mera coincidencia. Sin embargo, a medida que avanzaba en su recorrido, DeClerck se percató que la coincidencia no ya no estaba tan clara. Para añadir más desasosiego a su inseguro espíritu, la situación hacía que, en su recorrido, no tropezara con ninguna otra persona, ya que había elegido una calle donde, a esas horas de la noche, estaba todo cerrado. Y, además, para terminar de rematarle, DeClerck no contemplaba ni un alma ni a lo lejos ni cercana. Sin volver la cabeza, sintió los pasos de su acompañante nocturno con bastante inquietud. Decidió recorrer unos cuantos metros más hasta llegar a una farola con iluminación suficiente para detenerse y poder volverse para contemplar el rostro del tipo de una manera más clara. Se detuvo pero, antes que se diera la vuelta, una mano tocó su hombro con mucha fuerza. Los pensamientos neuróticos de DeClerck fueron en aumento. Si no me vuelvo hacia él, va a pensar que soy un paranoico. Y si me vuelvo, cabe la posibilidad de que me robe o algo por estilo. Finalmente, decidió darse la vuelta y que la suerte cayera por donde tuviera que caer. Al hacerlo, se encontró con un individuo más bajito que él pero bastante robusto. Impresionaba, con sus cejas ligeramente separadas por un centímetro, más o menos, y un bigote bastante amplio y ennegrecido. Sin duda, un matón de las películas de Humpery Bogart y Edward G. Robinson. Ambos se miraron 56

fijamente. Tal desafío provocó en DeClerck un alo de pavor que recorrió su cuerpo, a la espera de que aquel tipo hiciera cualquier cosa. Sin más demora, se dirigió al robusto cejijunto. - ¿En que puedo ayudarle? – preguntó DeClerck. Tuvieron que transcurrir unos segundos hasta conocer el sonido de la voz del individuo. - ¿Seria usted tan amable de darme fuego? – preguntó con voz ronca pero no demasiado achantadora. DeClerck se quedó atemorizado, a la vez que consolado. Comenzó a balbucear para dar una respuesta, al menos, coherente. - Lo siento, caballero. No tengo fuego. En realidad no fumo – sus palabras se reproducían de manera más entorpecida – Creo que fumar es malo para la … la …. salud y no fumo. Nunca he fumado y por ese motivo no llevo encendedor. Pienso que llevar encendedor – siguió farfullando – es absurdo si uno no fuma. ¿Me comprende? Tampoco bebo gran cosa, ¿sabe? – finalizó desconsolado y casi destrozado. El cejijunto se quedó mirándolo con incredulidad a los ojos. Apenas pestañeó para dar, simplemente, las gracias. Sin añadir nada más, se alejó. DeClerck resopló con cierta relajación, como si hubiera superado algo en lo que la vida lo ponía a prueba. De pronto, se desplomó lentamente sobre la farola, la cual sujetaba con ambas manos. Levantó la vista mientras veía alejarse al bajito individuo y perdió su silueta en la oscuridad. Miró al cielo estrellado y raso que le coronaba, como si de una manta de protección se tratara, e intentó hacer un esfuerzo para volver a erguirse. Con gran calma, se rehizo y empezó a respirar más distendidamente. A pesar de esa aparente tranquilidad, DeClerck no dejaba de mirar a un lado y otro de la calle, sobre todo con la esperanza que nadie hubiera presenciado el mal trago que acababa de pasar. Y de nuevo, los pensamientos neurasténicos volvían a su mente. Seré imbécil. Sólo quería fuego. ¡Que paranoia! Por fin, se dispuso a seguir con su paseo nocturno, como si nada hubiera sucedido. Avanzó, practicando inicialmente sobre sus pies, los cuales tenía algo entumecidos por el miedo, unos metros, hasta que, definitivamente, se encontró más seguro y dispuesto para proseguir una marcha normal. Tras alcanzar. a su izquierda. uno de los accesos al puerto, decidió girar en esa dirección para tomar la avenida que le llevaría hasta casa. La noche ya había sido lo suficientemente emocionante como para esperar más sorpresas dando vueltas por el resto del puerto. Al subir una pequeña pendiente, accedió, por fin, a la avenida principal y encontró rápidamente la calle que daba acceso al pequeño bloque de pisos donde se encontraba su estudio. Continuó andando con cierta pachorra, sobre todo, para terminar de recobrar el aliento y poder llegar a casa con tranquilidad. 57

En pocos minutos, alcanzó la calle que daba acceso, tras un pequeño giro a la derecha en la última esquina de la misma, a su domicilio. Mientras caminaba, continuaba reflexionando sobre lo que le había pasado en el puerto. Pensó que era un idiota, que aquello no era ningún motivo para montarse aquella paranoia absurda. Y que, probablemente, las pastillas que le había recetado el doctor Naisinger, iban a ser sus mejores amigas, al menos por esa noche. Casi a la vuelta de la esquina, y sin tiempo para reaccionar, se encontró con una mano en forma de zarpa que le taponaba la boca con tal virulencia que sentía que la tuviera sellada con cola superfuerte o algo por el estilo. DeClerck intentó dirigir la mirada al lugar donde había surgido ese nuevo impacto. Tras mucho forcejeo, lo consiguió, encontrando la figura del bajito cejijunto, esta vez con una expresión más violenta e intimidante en su rostro. - ¡¡Sólo le pedí fuego!! ¡¡No era para tanto!! – exclamó en voz baja. El cejijunto inclinó a DeClerck hacia el suelo con sutil rapidez y, en un visto y no visto, sacó un objeto del bolsillo. DeClerck no pudo advertir con la vista que era. Pero su sentido del tacto fue quien le dio la prueba final, al sentir una fría y penetrante aguja que emitía una punzada en su cuello, seguida de una presión en forma de líquido que, poco a poco, llevó a DeClerck a un estado de excesiva relajación, previo a un sueño casi eterno. El cejijunto le soltó lentamente en el suelo y, en cuestión de décimas de segundo, desapareció, como alma que lleva el diablo en la oscuridad de la noche. DeClerck no pudo alzar la vista para contemplar el recorrido del tipo. Sólo intentaba apaciguar el pinchazo que había recibido en el cuello, presionando con su mano izquierda en la zona afectada. Luchando contra la gravedad y contra la parálisis de su propio organismo, el hecho de levantarse se transformó en una misión imposible, por lo que sólo pudo volver a caer lentamente sobre el suelo y mirar al cielo estrellado para, finalmente, cerrar los ojos.

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XXI De nuevo el clic de un botón hizo un paréntesis casi obligado. Frost mantuvo la vista en alza directa hacía los ojos de DeClerck. Toda aquella psicológica historia empezaba a parecerle una alucinada mental en toda regla. Lo único que no sabía distinguir era si todo aquello que escuchaba de los labios de DeClerck era una farsa o una pesadilla. El jefe dio un penúltimo sorbo de café a su taza y, tras dejarla sobre la mesa, volvió a conectar la grabadora. - Ese hombre, el cejijunto, ¿usted no lo conocía de nada? – preguntó Frost. - En absoluto. Además, de noche hubiera sido difícil reconocerlo si hubiera sabido quien era – contestó DeClerck – incluso, cuando me lo tropecé de nuevo y me drogó, apenas pude ver su cara completa. Sólo la terrible expresión de sus ojos. - ¿No le escuchó decir un nombre o algo que le pudiera identificar? - Nada. Ni un solo detalle que lo pudiera identificar. Pero no se preocupe por él ahora, Frost. El cejijunto y yo tendríamos ocasión de volver a vernos en breve. Lo que ocurre es que prefiero dejar su descripción para ese momento, si no le importa. No sólo por que fue la ocasión de verlo con total claridad, sino que me gusta seguir el orden cronológico de las cosas y prefiero hacerlo así por si mi mente me juega una mala pasada – DeClerck hizo un inciso, perdiendo su mirada hacia el techo - Aunque… - ¿Qué? – preguntó Frost. - Si recuerdo con claridad una marca. En la muñeca de su mano izquierda. Eran una especie de siglas. No consigo recordar exactamente cuales. Algo así como “J….T….” Algo así. – respondió como divagando. Frost asintió y, tras apuntar algo más en sus frondosos papeles, miró a DeClerck el tiempo suficiente para que este entendiera que debía proseguir.

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XXII UN DIA DE FEBRERO DE 1991. DECLARACION DE FRANCIS DECLERCK. 12.55 DE LA MAÑANA Desperté por la mañana. No sabría decir con exactitud la hora. Tampoco sabía en que lugar me encontraba. Sólo que tenía a la vista una habitación bastante lujosa. Lo cierto es que había dormido de maravilla y me había levantado mejor que nunca. Era la primera noche, en mucho tiempo que, no sólo sucedía este hecho sino que, además, no había tenido pesadillas de ninguna clase.

Cuando me despejé un poco, eché un vistazo a mí alrededor para reconocer un poco el terreno. La verdad es que creo que estaba más atento al glamour de la habitación que a como escapar de la misma. Una serie de muebles muy preciosistas, mezclando una innovadora mezcla de colores con la antigüedad de los muebles de madera tallada me confirmó que no estaba en un sitio cualquiera. De todas formas, me sorprendió no encontrar alguna ventana con acceso al exterior para que, al menos, un rayo de luz solar iluminara parte de aquella estancia. Supuse que no era el primer “rehén” que se alojaba en aquella habitación, hecha para no conocer los alrededores por donde se encontraba situada la casa. Intenté mantener la calma. Aunque la cosa estaba tranquila y no veía que aquello fuera una especie de celda ni nada por estilo, era un sitio extraño y me habían drogado unas horas antes para llevarme allí. Pero también era raro pensar que, después de haberse tomado tantas molestias, me quitaran de en medio sin más. Algo querrían de mí. Un par de toques en la puerta de la habitación hicieron que me pusiera en guardia. Al momento, entró una figura que para mí ya era conocida. Mi antiguo amigo el cejijunto, al que tenía que agradecer una noche con un sueño tan sumamente profundo, apareció ataviado con una chaqueta blanca, pantalón oscuro y una pajarita negra. El tipo se limitó a abrir un armario muy ornamentado de color beige claro, situado a la derecha de la puerta de la habitación, y sacó un traje, color azul oscuro con finas rayas blancas, muy bonito y bastante elegante, acompañado de una camisa blanca y una corbata de un azul ligeramente más claro que el color del traje. Tras dejarlos encima de la cama, se dirigió a la puerta sin mediar palabra hacia mi persona. Yo estaba estupefacto ante tanto misterio. Antes de abandonar la habitación, se volvió hacia mí y fue cuando pude comprobar el verdadero rostro de mi captor. Un 60

rostro serio pero a la vez que transmitía como honradez, como verdad. Realmente, daba la sensación de haber cumplido con su obligación sin ensañamiento y sin tener que salirse del guión establecido. - Cuando esté preparado, el doctor Naisinger le espera abajo para desayunar. Procure no retrasarse. Y se marchó. Mientras no dejaba de mirar la puerta, empecé a recrear la situación en mi cabeza. No lo podía creer. ¡Naisinger! El individuo en quien yo estaba confiando la solución de mi problema, ¡me había secuestrado! Pero a la vez, no le encontraba mucho sentido, ya que él no tenía motivos para hacerlo. Con una llamada a su consulta, habría sido suficiente. Era evidente que se trataba de algo más. De algo que no era tan de dominio público y que sólo él, su misterioso amigo y yo podíamos saber. Sin perder más tiempo, me dispuse a asearme y vestirme con rapidez para ver al doctor e intentar recomponer las piezas del puzzle. Una ducha rápida me refresco y despejó a la vez, vistiendo seguidamente. Ni siquiera me afeité. Mientras terminaba de ponerme unos náuticos en color marrón que me habían dejado con el resto de la ropa, no dejaba de pensar en la situación. ¿Por qué estaba allí? ¿Por qué Naisinger tenía que secuestrarme? Todo daba vueltas en mi cabeza. Salí de la habitación y me encontré en un pasillo desde el que se vislumbraba una escalera de caracol a la derecha. Al llegar al comienzo de la escalinata, pude ver un hall enorme en la zona de abajo, con una mesa de mármol perfectamente decorada con lo que parecía un jarrón chino que daba comienzo a la subida. Al elevar la vista, todavía en la planta superior, pude contemplar una esplendida lámpara de cristal. Cientos y cientos de pequeños cristales la guarnecían, brillantes y luminosos por si mismos. ¡Joder! Aquel tipo ganaba mucha, mucha pasta. Era evidente. Bajé hasta el hall y al momento apareció de nuevo el siniestro cejijunto. Esperó pacientemente mi llegada al hall y, con una señal con el brazo abierto y el dedo extendido, me indicó el camino a lo que supuse era el comedor. Tras unos pocos pasos, me encontré en una sala realmente preciosa dividida en dos partes. En un lado había una especie de mesa Chippendale, de esas que se sienta cada asistente en cada uno en los extremos, pero más pequeña de las que yo había visto alguna vez en alguna revista de decoración. Bien resguardada por un juego de cuatro sillas y rodeada por algunos cuadros y una estantería llena de vasos de cristal, porcelana y otros adornos. En el lado derecho, un par de majestuosos sofás de cuero negro sobrio y de clase, rodeaban una pequeña mesa de cristal, justo enfrente de una chimenea enorme. Pero lo que más me sorprendió fueron las cabezas de animales en la pared, de león, tigre y varios ciervos que aparecían como los guardianes de aquella habitación. No había manera de hacer nada sin que ellos lo supieran. Como tampoco imaginaba que el doctor fuera aficionado a la caza o a la taxidermia. Me encontré sólo durante unos quince minutos hasta que Naisinger apareció por la estancia. Al entrar, se quedó parado unos segundos mirándome fijamente. Supongo que se estaría planteando que clase de nivel de incredulidad me rondaría al encontrarme allí y como lo abordaría para hacerme entender que su fin era bueno y honrado. Finalmente, se acercó para darme la mano. Yo dudé pero al final accedí a

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estrechársela con mucho recelo. Me indicó que me sentara en la mesa del lado izquierdo donde su ayudante ya había dejado servido el desayuno. Me senté en un extremo de la mesa y él enfrente.

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XXIII SEPTIEMBRE DE 1990 ENCUENTRO DE FRANCIS DECLERK EN CASA DEL DR. NAISINGER 9.30 DE LA MAÑANA. El DR. Naisinger colocó, suavemente, la servilleta sobre sus muslos, una vez se hubo sentado. DeClerck estaba un poco a la expectativa. No quería renunciar al buen trato que le estaban dando en ese momento pero tampoco quería bajar la guardia. El ayudante del doctor sirvió los cafés a ambos comensales. Naisinger dio un primer sorbo, dejando su taza en la mesa para, inmediatamente pero de forma sosegada, dirigirse a DeClerck. - ¿Ha descansado bien, Sr. DeClerck? – preguntó DeClerck lo pensó antes de contestar. - Realmente sí. Es la primera noche que no tengo pesadillas – su tono irónico era patente - Pero, sinceramente, no era esta la forma que tenía en mente para deshacerme de ellas. Un estallido en forma de carcajada retumbó por toda la habitación. La sátira usada por DeClerck era aceptada por el doctor de manera bastante entusiasta. - Imagino que no, ja,ja,ja . Siento mucho el trastorno que haya podido causarle mi ayudante – respondió Naisinger. - Supongo que me contará ahora que puñetas hago en su casa, por que….es su casa, ¿verdad? – preguntó DeClerck, de nuevo echando mano de la ironía. Naisinger miró a DeClerck y volvió a sonreír. Tomó la taza de café y, de un sólo y único trago, lo bebió. Tras esto, se levantó, dejó la servilleta y fue a la mesa frente a la chimenea, donde tenía una cajita dorada, curiosamente calcada a la de su consulta. La abrió la caja y se encendió un pitillo. Tras dar una primera bocanada de humo, se giró hacia la mesa donde aún estaba sentado DeClerck, pero esta vez su aire era más serio, más concentrado, más en sintonía a lo que tenía que decir. - Ya le dije ayer, Sr. DeClerck, que, la próxima vez que nos viéramos, le daría una solución a su problema. - ¿Y le parece a usted la forma de dármela a conocer drogándome y secuestrándome? – reprochó DeClerck.

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- Claro que no. Pero no había otra manera de hacerle venir aquí. Decirle la verdad desde el principio podía haber sido algo relativamente incómodo e, incluso, violento. Naisinger se acercó aún más a DeClerck y colocó su boca detrás de su oreja. - Lo que tengo que contarle, sólo podía hacerlo de esta forma. Créame. DeClerck se volvió tímidamente hacia Naisinger con gran extrañeza. No tenía ni la más remota idea de lo que hablaba aquel individuo. - Termine su café Sr. DeClerck. Vuelvo enseguida. Naisinger abandonó la estantcia mientras DeClerck se quedaba con la taza de café en la mano, con la mirada fija en la pared y haciendo un esfuerzo sobrehumano por comprender toda aquella situación.

A los pocos minutos, Naisinger regresó a la sala con una carpeta color negra entre sus manos. Se sentó en el sofá más cercano a la chimenea y dejó la carpeta en la mesa. - No tenga prisa en terminar su café. Tenemos toda la mañana – dijo Naisinger. Declerck, aunque su primera intención era mantener un aspecto de tranquilidad ante el doctor, no pudo aguantar más la curiosidad y dejó la taza medio llena en la mini mesa Chippendale. Se levantó y dirigió al otro sofá de la estancia, sentándose sin apartar la vista sobre Naisinger. Tras observar la mesa, se abalanzó sobre la cajita dorada y saco un cigarrillo rubio, que se dispuso a encender con una cerilla que estaba en la misma caja. Naisinger le interrumpió, quedando sorprendido ante tal hecho. - Creí que no fumaba – dijo con algo de sorna. - Cierto. Pero siempre hay una primera vez para todo y creo que el momento lo merece. ¿No le parece? – respondió DeClerck. Naisinger se echó a reír mientras DeClerck mantenía su faz malhumorada y desconfiada. DeClerck encendió el cigarrillo y dio una profunda calada al cigarrillo. Al instante, su expresión palideció y un tono casi grisáceo se apoderó de su rostro, seguido de una tos desagradable y continua (cuando no lo son) mientras sostenía el cigarrillo en la mano a duras penas. Naisinger sólo podía reír, aunque de manera discreta. Tras recuperar el resuello, DeClerck volvió a su cara de póquer inicial, señalando con las manos que Naisinger comenzara con sus explicaciones. - Bien, Sr. DeClerck. Tengo aquí un pequeño informe relacionado con las visitas que usted ha realizado a mi consulta en el último mes. Y debo decir que las conclusiones a las que he llegado, me dejan algo preocupado. 64

- ¿Preocupado? – preguntó DeClerck con cierta angustia. - Sí, la verdad es que sí – contestó Naisinger. Después de dar la última calada a su cigarrillo y apagarlo en un cenicero de cristal, encima de la mesa, Naisinger miró a DeClerck con algo de pesadumbre. - Esta es la parte más complicada de nuestro trabajo. No es fácil dar un diagnóstico a un paciente, sobre todo si realmente no son buenas noticias. DeClerck se agarró con firmeza al brazo del sofá donde se encontraba sentado, a la espera de cualquier noticia non grata. Parecía que estar asido fuertemente a aquella pieza del salón le daba cierta seguridad. - ¿Sabe que es la esquizofrenia, Sr. DeClerck? En ese momento, el cuerpo de DeClerck fue recorrido por un sentimiento de angustia y preocupación, seguido de un derrumbamiento total de toda su fuerza interior. Por momentos, comenzó a faltarle el aire, a lo que respondió respirando hondo, cada vez con más y más frecuencia, pero sin llegar a recuperar del todo la normalidad. Naisinger se incorporó rápidamente hacia DeClerck para intentar hacer algo. - ¡Sr. DeClerck!, ¡Sr. DeClerck! ¡Tranquilícese, por favor! Respire tranquilo, pausado. Está hiperventilando en exceso. Relájese. No le sucederá nada peligroso, aunque tenga la sensación de que sí. Naisinger fue a buscar un vaso de agua. Por suerte, el ayudante había dejado una jarra de agua sobre la mesa del desayuno. Volvió con el vaso al sillón donde se encontraba DeClerck. Lo incorporó hacia atrás y comenzó a darle pequeños sorbos de agua. - Míreme, Sr. DeClerck. Fijamente a los ojos. A los ojos – repetía una y otra vez Poco a poco, DeClerck comenzó a recuperar algo el sentido. Movía la cabeza, reconociendo el lugar en el que se encontraba. Poco a poco, su respiración retorno a un símil de normalidad, pudiendo, finalmente, articular palabra. - ¡Ah!, ¡Ah! ¡estoy mejor! ¡estoy mejor! – repetía de manera convulsa. - Respire hondo, eso es, con tranquilidad – dijo el doctor, ya más confiado. - Bien, ya está, estoy mejor – volvió a expresar DeClerck. Naisinger comprobó que, efectivamente, DeClerck se encontraba más recuperado. A pesar de todo, se sentó a su lado por si sufría alguna recaída. DeClerck respiraba ya con total normalidad y sus ojos habían dejado de estar perdidos. Cuando se restableció, vio a Naisinger junto a él. Lo miró con extrañeza pero con confianza a la vez. Al menos, allí había un profesional que podía echarle una mano. Por mucho que lo secuestrara, no lo iba a dejar

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sufriendo por un ataque de ansiedad. DeClerck se repuso y pidió a Naisinger que se sentara frente a él, acatando este los deseos de su paciente. - Bien, a ver si lo entiendo. ¿Me quiere decir que soy un esquizofrénico? ¿Qué estoy loco? - No piense de esa manera. He dicho que no son buenas noticias. Cierto. Pero se puede explicar de una manera más simple que todo eso para que lo comprenda y acepte que, dentro de la gravedad, hay opciones. Naisinger asintió y prosiguió. - Verá, Sr. DeClerck, existe la posibilidad de heredar ciertos genes que contengan algún tipo de enfermedad mental. No siempre sucede pero se han dado algunos casos en relación a ello. En el caso de usted, podría ser algún tipo de trastorno esquizo-afectivo. Según mi criterio, claro está – comentó Naisinger. - ¿Por qué? ¿En que se basa usted? – preguntó con insistencia DeClerck. - Las pesadillas, las alucinaciones, tanto físicas como auditivas, que usted ha dicho tener, ese miedo a la persecución, a que alguien le observa, le ha llevado a un estado psicótico. La sombra de la que usted habla y que tan continuamente aparece, no sólo en su sueño sino, también, en su vida habitual. Todo ello son síntomas previos que así lo indican. Vive usted dos realidades. La vida diaria que todos tenemos y una vida que su mente ha creado para usted. Todo puede venir derivado de la posible enfermedad de su padre pero tampoco es una certeza matemática. Lo que si es real es que usted lo sufre. - ¿Posible enfermedad de mi padre? - Puede que su padre también padeciera algún tipo de psicosis o esquizofrenia y que usted la haya heredado. Pero, como le decía anteriormente, es sólo una manera de intentar explicar como ha llegado hasta usted. - Pero jamás me habían mencionado que podría sufrirá algún tipo de trastorno de esa clase– comentó DeClerck - Cierto. Es muy posible que no se haya detectado. No es fácil hacerlo, salvo por lo que ha sucedido ahora. Anteriormente, nunca admitió que tenía un problema de esas características y, por lo tanto, no podía acudir a ayuda profesional. De todas maneras, este tipo de estados se pueden estudiar. DeClerck resoplaba continuamente, a la vez que sus ojos empezaban a empañarse. Sólo podía echarse las manos a la cara para que Naisinger no lo viera llorar. El doctor, al percatarse del trauma, sacó un pañuelo blanco de su bolsillo y se lo entregó a DeClerck con cierta lástima, tras lo cual se acercó un poco más a él. - Tranquilícese, Sr. DeClerck. Ya le dije que todo tiene solución menos la muerte. Y su caso tiene solución. DeClerck apartó el pañuelo y miró con aire de incredulidad. - ¿Cómo? ¿En un psiquiátrico? ¿Atiborrado todo el día de pastillas? ¡Menuda solución! – exclamó mezclando indignación con tristeza. 66

Naisinger se aproximó un poco más. - ¿Y si le dijera que existe una solución que no contempla nada de lo que usted ha dicho? - ¿A que se refiere? – preguntó DeClerck. - ¿Y si le dijera que hay posibilidad de llevar una vida normal, lejos de los psiquiátricos, de las pastillas a todas horas, de la gente que le mira como si fuera un auténtico chiflado cuando usted muestra en público sus temores? La inquietud de DeClerck crecía por momentos. No imaginaba de qué podía estar hablando el doctor. - ¿Y si le dijera que existe un lugar donde puede estar tranquilo, alejado de sus temores? - ¿De qué habla? – preguntó extrañado DeClerck. Naisinger se levantó del sillón y se dirigió a la chimenea. Apoyándose, con aire interesante, sacó otro cigarrillo del interior de su chaquetilla. - Un lugar donde la gente como usted se convierte en gente normal. Donde nadie le mirará como a un chiflado, como a un esquizofrénico, como a un enfermo. Donde podrá usted llevar una vida normal. Donde puede intentar superar esa enfermedad por si mismo. Encendió el pitillo y miró a DeClerck. - Un lugar, Sr. DeClerck. Un lugar diseñado especialmente para las personas como usted. Un pueblo, Sr. DeClerck, un pueblo para mentes como la suya. DeClerck se mantuvo inmóvil, con la mirada clavada en el doctor. Aquello le sonaba como a cuento o a una película cuyo género no sabía muy bien encuadrar. Tras unos segundos, se levantó y puso sus ojos en Naisinger. - ¿Un pueblo?, ¿De qué coño está hablando? ¿Un pueblo hecho para locos? – preguntó Tras soltar una tímida sonrisa, Naisinger volvió a sentarse en el sofá. - No es un pueblo hecho para locos, Sr. DeClerck. Es un lugar para que la gente como usted, con ese tipo de trastornos u otro cualquiera, pueda llevar una vida sana y normal. Para poder ver a los demás como personas normales y no como conspiradores, como gente imaginaria o algo por el estilo. Un pueblo lleno de mentes que, aunque estén trastornadas, tienen un rincón maravilloso que no puede aflorar en la sociedad en la que vivimos. No es un pueblo hecho para locos, Sr. DeClerck. Yo prefiero denominarla un pueblo de “mentes privilegiadas”. - ¿Privilegiado, dice? ¿Cree usted que a un esquizofrénico se le puede atribuir el calificativo de privilegiado?

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- ¿Por qué no? Usted mismo. Usted no es un paria de la vida que tiene un trabajo insulso. Usted es profesor. Profesor de una Universidad muy prestigiosa. Escribe. ¿Cree que eso está al alcance de cualquier mente? DeClerck dudó un instante la respuesta. Veía que, en las palabras del doctor, había cierto sentido, pero no terminaba de creer la opción que le planteaba. No encontraba el fin de todo aquello. - Bien, y ¿cuál es el proceso? ¿qué.....qué requisitos? ¿qué sucede ahora? ¿cómo se accede a lo que usted me plantea? Naisinger pidió a su invitado, con un suave gesto con la mano, que se sentara. - Escúcheme, Francis. Y hágalo con atención. DeClerck miraba con firmeza a Naisinger, ansioso por escuchar palabras que le encajaran. - Verá. Hace algunos años, unos colegas y yo decidimos fundar una sociedad, de la cual no puedo revelar el nombre por cuestiones de seguridad, para intentar realizar esfuerzos de cara a la cura de las enfermedades mentales. Cada uno dedicado a un tipo de ciencia del comportamiento. Psicólogos, psiquiatras, antropólogos e, incluso, psicofarmaceúticos, que volcamos esfuerzos en descubrir soluciones a la esquizofrenia, la paranoia, cualquier tipo de neurosis o de fobia, todo tipo de desequilibrios emocionales, alteraciones de personalidad, enfermedades que en ocasiones van destinadas a acabar con el individuo en un psiquiátrico, sedado hasta los ojos, como usted más o menos ha expresado con temor anteriormente. En una de nuestras reuniones se nos ocurrió, ¿y si en vez de recuperar al individuo para esta vida, le damos otra? ¿y si le procuramos esa vida nueva, en un ambiente donde se sienta cómodo? Quizás podríamos encontrar un remedio más natural para combatir estas enfermedades. DeClerck cada vez se mostraba más interesado. - Si algo ha demostrado la ciencia, la medicina, es que un entorno adecuado puede rehabilitar y educar a los individuos de cualquier clase. Se ve en la educación especial para niños discapacitados e incluso para niños sin problemas de ese calibre. Simplemente, proceden de hogares desestructurados. Todo entorno adecuado hace que el niño desarrolle de manera más positiva sus sensaciones, sus habilidades y sus ansias de conocimiento. Se ha estudiado en los drogadictos, cuando en un entorno alejado de las drogas y con tintes creativos, pueden superar sus adicciones e incluso descubrir aptitudes artísticas, quizás impensables en ellos. Hasta los animales desarrollan ciertas habilidades en esas circunstancias. DeClerck continuaba intrigado pero necesitaba interrumpir la explicación del doctor.

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- Pero eso me suena a ilegal. - ¡Legal, ilegal! – dijo con algo de desprecio Naisinger - En este caso son términos muy ambiguos que nosotros ni siquiera nos planteamos. Estábamos allí para intentar ayudar, no para perjudicar. A medida que DeClerck escuchaba las palabras de Naisinger, se sentía más cómodo y relajado. Empezaba a creer que existía una alternativa a su problema que no era el habitual en esos casos. - Así que decidimos aunar esfuerzos. Gracias a que la mayoría disfrutábamos de una situación económica muy desahogada, pensamos en invertir nuestro patrimonio en algo beneficioso para esta causa. Y lo hicimos, construimos una pequeña localidad. ¡El pueblo de JARRETO! DeClerck se sentía confundido a la vez que aliviado. Por un lado, la idea de poder tener una vida normal en un lugar normal, lejos de las miradas de la gente, le ilusionaba. Pero, por otra parte, no tenía muy claro el fin de todo aquello. Le asustaba pensar que podía ser algún tipo de trampa que no llevara a ningún sitio. - Muy bien, un pueblo lleno de locos, con un nombre de película, para que nadie pueda reprocharse lo pirado que está. ¡Deben de ser caras unas vacaciones allí! – planteó irónicamente. - No tiene nada de caro, Sr. DeClerck. El único precio que esperamos obtener es una solución nueva a estas enfermedades. Y, por cierto, no se trata de unas vacaciones. Se trata de un giro al resto de su vida. Por que, a partir de ese momento, esa será la única vida que podrá tener. DeClerck torció el gesto ante la duda que le sugería aquella expresión. - ¿Significa eso que tendría que estar allí el resto de mi vida? – preguntó DeClerck, levantándose ligeramente del sofá. - Haciendo uso de las palabras que usted utilizó hace un momento, es el único precio que realmente hay que pagar. Tras un par de respiraciones alteradas, DeClerck se levantó vertiginosamente y se dirigió a la puerta del salón. Al llegar, se detuvo un momento, mirando al suelo en primer término para, instantes después, enviar una agresiva y desafiante mirada hacia Naisinger. - Está usted loco. Y todos sus socios también. Todos locos. Quizás usted debería ser el que viviera en ese maldito lugar, si es que realmente existe – replicó a voces. - Piénselo un momento. Sr. DeClerck – expresó Naisinger con absoluta calma - Es un pueblo con un funcionamiento normal. Se gestionan las actividades que allí se realizan. Hay personas responsables de la correcta conducción del lugar en el propio pueblo. Contamos con biblioteca, hospital, colegio, hasta tenemos un pequeño cuerpo de vigilancia. Todo normal. No es una locura. Para algunos, una ilusión hecha realidad.

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DeClerck asintió de forma malhumorada. - ¡Pues que se diviertan allí! ¡Prefiero los métodos tradicionales! – exclamó DeClerck. - Piénselo, Sr. DeClerck – dijo Naisinger, levantándose del sofá y dirigiéndose hacia su invitado – piénselo y con calma. No es algo que se deba tomar a la ligera. Y si decide lo contrario a lo que siente en este momento, ya sabe donde encontrarme. Tras escucharlo, DeClerck se limitó a sonreír de manera forzada, mostrando incredulidad por las palabras de Naisinger. Fue lo último que expresó antes de ir directo a la puerta de salida de la casa. - ¡Sr. DeClerck ¡ - gritó el doctor DeClerck se detuvo en seco y volvió la cabeza sin girar el cuerpo. - Recuerde como ha llegado usted hasta aquí- exclamó Naisinger DeClerck se volvió por completo, extrañado por lo que escuchaba. Caminó unos pasos hacia el doctor, sin saber con exactitud de le que estaba hablando. Al momento, notó un pinchazo en el cuello. Un pinchazo que le era vulgarmente conocido. Poco a poco, empezó a sentirse mareado, hasta que no pudo evitar el desplomarse en el suelo. Lo último que pudo vislumbrar, mientras lo hacía, fue la figura del cejijunto, mirándole fijamente a los ojos.

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XXIV FEBRERO DE 1991. DECLARACION DE FRANCIS DECLERCK. 13.30 DE LA TARDE. Desperté en mi estudio. No tenía ni idea de cómo había llegado hasta allí pero el caso es que allí estaba. Me levanté de la cama algo aturdido. Sin duda que los efectos del sedante que me habían inyectado aún perduraban. Estaba aún algo mareado pero podía caminar.

Llegué al cuarto de baño y me lavé la cara varias veces. Al abrir el pequeño armario que tenía frente a mí, pude comprobar que los tranquilizantes habían desaparecido. Era evidente que no me los había tomado todos y no recordaba haberlos tirado a la basura o al váter. Salí hacía la salita y me senté en una pequeña butaca que tenía allí. Lo cierto es que, a pesar del sueño profundo, recordaba prácticamente todo en lo relacionado con mi encuentro con el doctor Naisinger. Llegué a pensar que lo tenía todo muy bien estudiado. La droga que me habían suministrado sería lo suficientemente fuerte como para aturdirme de manera profunda pero sin olvidar lo más reciente. A lo mejor los tranquilizantes se los llevaría el cejijunto que, dicho sea de paso, me acomodó bastante bien en la cama. Al cabo de un rato, comencé a reflexionar sobre todo aquello. Y me asusté, por que en realidad estaba calibrando con seriedad el tomar una decisión en firme sobre lo que aquel individuo me había planteado. Fui a la cocina y cogí una cerveza que aún me quedaba en la nevera, de las pocas que solía comprar, ya que no soy un gran bebedor. Volví posteriormente a mi habitación. Y al entrar a ella, lo vi todo claro. Mientras estaba recostado en la cama, bebiéndome la cerveza, pude ver mi rostro reflejado en el pequeño espejo que tenía en la parte exterior del armario. Me contemplaba allí, sin más, y de un modo u otro, ese reflejo me transmitía que la idea parecía cada vez más posible. No pude evitar que mis pensamientos fueran en esa dirección. ¿Y si fuera cierto? ¿Y si existiera ese sitio en realidad? ¿Y si pudiera encontrarme en un lugar donde a nadie le pareciera yo un extraño, donde poder leer, escribir con tranquilidad? Y lo más importante, ¿Y si fuera verdad que puede dar resultado y acabar con el problema?

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Seguí viendo mi cara reflejada en el espejo mientras sujetaba la cerveza con la mano derecha. No sé si tuvo que ver con que mi vista quedo fija en aquel pedazo de cristal reflectante, pero detecté, al poco, que la cerveza había caído sobre mi cama. Solté la botella sin darme cuenta y cayó al suelo, rompiéndose el cristal. Y gracias a la rotura del cristal tuve un punto sensato de reacción. De pronto lo vi todo claro. Salté de la cama sin pensarlo dos veces y me dirigí raudo al teléfono que estaba en la salita. Miré en mis bolsillos y encontré la tarjeta de visita de Naisinger. Comencé a marcar mientras pensaba las palabras exactas que le diría a aquel desgraciado. Sonaron los tonos. Uno. Dos. Por fin, a la tercera, alguien contestó. - Diga – contestó una voz tenue por el teléfono - ¿Dr. Naisinger? Soy Francis DeClerck. - ¿En que puedo ayudarle, Sr. DeClerck? - Lo he decidido. Lo he pensado bien y lo he decidido – DeClerck tomó aire durante un par de segundos antes de continuar – Quiero averiguar de que rayos me ha estado hablando. Quiero ir a Jarreto.

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XXV La atención de Frost sobre la historia que estaba contando DeClerck se vio interrumpida por el estruendoso sonido del teléfono. El jefe se sobresaltó, descolgando el aparato con rapidez, a la vez que con bastante mosqueo. - ¿Qué coño pasa? ¡Dije que nada de llamadas! – contestó casi fuera de si. - Señor, soy Emily. Sólo quería avisarle que me marcho a comer. Son casi las tres. Hace una hora que tenía que haberme marchado pero como dijo que no se le molestara. - Bien, Emily – ya más calmado – Por favor, antes de irte ¿Puedes llamar al restaurante de Maté para que nos envíe a alguien con un par de menús a base de ensalada y carne, cerveza fría y algo de pan? – mirando a DeClerck mientras este asentía - Mi carne poco hecha y la del Sr. DeClerck…. – dijo Frost, volviendo a mirar a DeClerck, contando con su aprobación – lo mismo. Gracias, Emily. Frost colgó el teléfono y se levantó de nuevo para dirigirse a la ventana y recibir un poco de ese aire fresco que tanta falta le hacía. Mientras lo recibía, se atusaba el pelo con mucho cuidado, intentando, además, encajar toda aquella historia. - Le resulta difícil de creer, ¿verdad, Frost? – dijo DeClerck. Frost se volvió con cierto aire de confusión. - Realmente, sí, la verdad es que sí. Pero sobre todo intento dilucidar si la historia que está contando es cierta o se la está inventado. Y discúlpeme la franqueza. Si realmente es usted una “mente privilegiada” como decía su amigo Naisinger o sólo un psicópata asesino capaz de inventar una historia como esa. - ¡Créame que estoy contando la verdad! ¡Por favor, tiene que creerme! – dijo suplicando DeClerck - ¡No soy un asesino! ¡Se lo juro! El teléfono volvió a sonar con la misma virulencia que instantes anteriores. Esta vez, Frost dejó que aquel rin rin reventara cuatro o cinco veces antes de contestar. - Señor, Maté pregunta que quien le paga el almuerzo – dijo la Srta. Dobson. Frost, cerrando los ojos con resignación, se lo pensó dos veces antes de contestar.

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- Dígale, de mi parte, que lo paga el departamento de policía de Pedleton Place, la cual saca su presupuesto de los impuestos pagados por idiotas como él. Dígaselo textual. Y que no tarde mucho el almuerzo. Frost colgó el teléfono con ímpetu, mientras se podía deletrear entre sus labios ¡maldito gilipollas! El jefe, una vez volvió a encontrar su propia calma, decidió destensar un poco el ambiente con DeClerck. - Francis, creo que nos merecemos un descanso antes de continuar. Esto puede ser bastante agotador. - Estoy de acuerdo con usted, jefe – respondió DeClerck. Frost le puso las esposas a DeClerck sentado en su silla para, posteriormente, dirigirse al pequeño retrete que tenía en su despacho. Las medidas de seguridad no se podían abandonar bajo ningún concepto. - ¡Eh!, Frost – exclamó DeClerck - ¿Sí? – dijo el jefe, girando sobre si mismo. - A pesar de las esposas, gracias por tratarme como un ser humano. Frost sonrió y cerró la puerta del retrete.

Sólo habían transcurrido veinte minutos, cuando comenzaron a golpear la puerta del despacho de Frost con bastante ímpetu. Al abrirla, Frost comprobó que se trataba de Benjamin Maté, el hijo del dueño del que, se suponía, era el mejor restaurante de los cuatro o cinco que había en todo el pueblo. El chico, muy joven y con un curioso tatuaje de una calavera rodeada de rosas en su brazo derecho, además de un nutrido acné repartido por ambos lados de la cara, dejó con cierta brusquedad la bandeja en la mesa de Frost. Este lo miró con aire de desprecio, mientras contemplaba como el joven Maté no se movía del lugar. - ¿Estas esperando la propina? – preguntó Frost. - Pues sí, no estaría mal. Tengo prisa ¿sabe? – respondió con arrogancia el joven. Frost se acercó más aún, sonriendo ampliamente, hasta que llegó al joven, rozándose case nariz con nariz. - ¿Dónde lo quieres? – preguntó Frost. El joven Maté se extrañó. - ¿Dónde quiero el que? - El puñetazo. ¿Dónde lo quieres, pedazo de mamón? Las palabras del jefe hicieron temblar hasta el último pelo de la cabeza del joven Maté, cuya única reacción fue darse la vuelta y marcharse por donde 74

había venido, sin ni siquiera decir adiós. Frost le siguió unos pasos, mientras veía como se marchaba lentamente por el pasillo. - ¡Eh, chaval! – exclamó El joven Maté se volvió de inmediato. - Aún no me has dicho donde lo quieres – dijo mientras amagaba con remangarse la manga de su brazo derecho. La impresión que le provocó aquello al infeliz joven, le hizo salir corriendo a toda pastilla. Casi volaba por encima de los escalones de la corta escalinata que daba acceso a la planta baja. Frost, por el contrario, volvió a su mesa entre risas. DeClerck observaba la imagen de Frost con gran sorpresa. El semblante de aquel hombre daba poco pie a creer que tenía sentido del humor, aunque este fuera algo desagradable a veces. - Veo que es usted bastante bromista, jefe – comentó DeClerck - ¿Le sorprende, Francis? Usted no me conoce de nada- respondió con seriedad. - Ya, lo que pasa es que sólo con verle, hasta el momento no da la sensación de ser un hombre chistoso. - Bueno, tengo mis momentos. Y a estos lugareños hay que darles un toque con cierto humor negro de vez en cuando o se te suben a las barbas. Tras la pequeña aclaración sobre el sentido del humor y demás, ambos hombres comenzaron a almorzar. Mientras lo hacían, DeClerck no pudo resistir la tentación de conocer alguna faceta más personal del jefe Frost. - Frost, ¿me permite una pregunta personal? - ¿Por qué no habría de permitírsela? – contestó Frost mientras engullía un trozo de carne de ternera bastante jugoso. - Antes ha comentado usted que no tenía prisa por que nadie le esperaba. Supongo que hubo algún momento en el que alguien sí que le esperó, ¿no? El jefe se mantuvo erguido mientras aspiraba profundamente. Era evidente que DeClerck había tocado un tema delicado. - Una vez estuve casado. Fue hace tiempo. - ¿No funcionó? – volvió a preguntar DeClerck. Tras meterse en la boca el penúltimo trozo de carne, Frost negó con la cabeza. - Murió. – contestó secamente. DeClerck sintió un poco de vergüenza, sobre todo por no haber captado antes la delicadeza del asunto. - Discúlpeme. Lo siento mucho. He sido un torpe al no haber……. 75

Frost se quedó ligeramente pensativo mientras interrumpía a DeClerck. - No se preocupe. No pasa nada. Supongo que el mal nacido que la mató no lo sentiría tanto. DeClerck advirtió, ante las escuetas respuestas de Frost, que no tenía más ganas de hablar del tema. Prefirió callar y terminar el almuerzo.

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XXVI Tras terminar el almuerzo, Frost y DeClerck se tomaron un último respiro con los restos del café de la mañana antes de continuar. Durante el mismo, aún tuvieron ocasión y ganas de intercambiar otro tipo de impresiones. - ¿Qué le parece este pueblo, Francis? – preguntó Frost - Bueno, por lo poco que he captado, quizás es excesivamente tranquilo pero, sin duda, es idóneo para aislarse del mundo. Frost esgrimió una tímida sonrisa y dio un sorbo al frío café. - Debería usted saber que este pueblo es un refugio – apuntó. - ¿Cómo que un refugio? – preguntó dudoso DeClerck. - Sí, un refugio. Es un lugar para los que huyen de algo – respondió algo timorato Frost. - ¿Usted huye de algo? - Todos huimos de algo en momentos determinados de nuestra vida. El único problema es encontrar el lugar adecuado para escondernos. DeClerck quedó mirando al jefe con cierta tristeza. Le daba la sensación que aquel hombre habría sufrido mucho en el pasado. - ¿De que huye usted, Frost? El jefe le miró con aire reflexivo. - De mi pasado, Francis. De mi pasado. Todos huimos de parte nuestro pasado. Y no me gustaría que volviera a resucitar en algún momento y me hiciera tomar decisiones que no quiero. No quiero volver a enfrentarme a mis errores. Pero, probablemente, en algún momento, volverá a surgir. Tras aquellas palabras, DeClerck no se atrevió a opinar más. Frost terminó su café, al igual que DeClerck, expresando ambos en su rostro lo desagradable del sabor del mismo. Tras acomodarse, como buenamente pudo, en su silla, el jefe pidió a DeClerck que continuara con su declaración.

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XXVII LA LLAMADA DEL DOCTOR NAISINGER. DeClerck tenía un teléfono digital, en cuya pantalla se podía leer número privado. Descolgó el teléfono con cierta inquietud, sin saber a quien se encontraría al otro lado. La voz de Naisinger fue la que escuchó. - ¿Cómo se encuentra, Sr. DeClerck? – preguntó el doctor. - Aturdido – contestó – muy aturdido y con muchas dudas. Ahora ya no sé porque voy a hacer esto. - Quizás por que en el fondo de su corazón quiere creer que es posible. Que puede existir ese lugar donde pueda enterrar esa parte de su vida. - Es posible. Naisinger se mantuvo en silencio unos segundos. - Bien. Le contaré, en pequeños términos, cual es el procedimiento. - Le escucho. DeClerck se mantuvo atento a todo lo que Naisinger le explicó. La salida no se podía producir de día, ya que nadie podía verle marchar, y mucho menos cargado de equipaje, por lo que este se quedaría en su apartamento, hasta que pudiera ser trasladado debidamente. Dicha salida sería de madrugada. DeClerck recibiría una llamada de teléfono con unas escuetas instrucciones sobre el punto de encuentro. Naisinger le aclaró que el cejijunto, su nuevo amigo del alma, sería el chofer hasta cierto punto del camino, punto donde se reuniría con el propio Naisinger. Este le dejó muy claro que no olvidara absolutamente nada en su estudio y, por supuesto, ninguna nota o apunte relacionado con su viaje. Las instrucciones debían ser seguidas al pie de la letra. Todo aquello hizo sentir a DeClerck aún más angustiado si cabía. Ese aire misterioso a todo el asunto de su viaje seguía sin sacarle de dudas. Al contrario. Le hacía aumentarlas aún más, aunque una fuerza aparte le decía que tenía que continuar con todo aquello para descubrir donde estaba todo el secreto que tan celosamente guardaba aquel pueblo. Sin perder ni un minuto, se puso en marcha para guardar su equipaje. Alrededor de las diez de la noche ya lo tenía todo preparado. Cuatro maletas acogían todo el patrimonio que poseía en ese momento. Tras tomar unos restos de queso y jamón con una cerveza que tenía en la nevera, se sentó al lado del teléfono…..y esperó.

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Tras varias horas, el cansancio pudo con él y se quedó dormido. De pronto, el ring digital del teléfono le despertó. Antes de descolgar, pudo ver en un reloj la hora. Eran las cuatro de la madrugada. Una grave voz, como si surgiera de una cueva, estaba al otro lado. Baje sin hacer ningún ruido. Yo le espero en la puerta. Deje su equipaje. DeClerck colgó el teléfono y, durante un momento, pasó por su cabeza la idea de abandonar, de no hacer caso a aquel tipejo y olvidarse de todo aquel asunto. Pero su mente le seguía diciendo que tenía que seguir adelante. Salió del estudio, dejando las maletas allí, tal y como le habían advertido. No cerró con llave, dando por supuesto que habría que volver por sus pertenencias. Bajó las escaleras con lentitud hasta el portal y salió a la calle. Comenzó a mirar a un lado y otro pero no veía a nadie. Tras unos metros avanzados, nada se vislumbraba en lo profundo de la noche. No veía a nadie. De pronto, la grave voz que le había avisado por teléfono, apareció justo detrás de su cogote, al tiempo que le hizo sentir una especie de presión en mi espalda. No se vuelva. Comience a caminar hasta donde yo le diga. La voz del cejijunto era inconfundible, a esas alturas, para DeClerck. Le empujó literalmente hasta el final de la calle y, al doblar la esquina, pudo percibir que había aparcado un mono volumen, un Opel Meriva color negro algo abollado. El cejijunto abrió la puerta trasera izquierda e hizo entrar, a punta de pistola, a DeClerck sin permitir que este se volviera. Acto seguido, le puso unas esposas y, tras unos segundos, le tapó la cabeza con una especie de bolsa de fieltro, como de patatas o algo así. Al terminar de hacerlo, DeClerck sólo pudo oír “espere aquí y no haga ninguna tontería como salir corriendo”. Lo siguiente que pudo escuchar fueron unos zapatos realizando una carrera de fondo calle arriba. Después de eso, ya no se oía nada. El silencio sepulcral hizo que su respiración se alterara. No podía hacer nada. Además de estar atado, el miedo paralizaba todos sus músculos. DeClerck calculó que habían pasado unos diez o quince minutos hasta que volvió a escuchar el sonido de aquellos zapatos tan característico, esta vez a paso más lento. Tras acercarse al vehículo, pudo percibir la apertura del maletero y una caída de algo de golpe en su interior. DeClerck supuso que serían mis maletas. El cejijunto subió al asiento delantero, una vez que terminó de acomodar el bulto del maletero, y arrancó el coche, no si antes pronunciar las típicas palabras cachondas que no tienen ni puta gracia y que rezan Disfrute del viaje.

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XXVIII DeClerck no pudo calcular, con exactitud, el tiempo que transcurrió desde que se produjo la salida de la ciudad. Aquel individuo no detenía el coche ni para mear. Tuvieron que transcurrir unas seis o siete horas hasta que, por fin, se detuvo. DeClerck notó que el vehículo quedaba inmóvil, apagándose el ruido del motor. El cejijunto se bajó del mismo, pero no sucedió nada más hasta pasado un buen rato. DeClerck creyó que le dejarían allí abandonado, pero cuando había perdido toda esperanza en ese sentido, se abrió la puerta trasera y pudo escuchar, de nuevo, aquella voz de caverna. - Fin del primer acto, amigo. Nos trasladamos de vehículo - dijo jocosamente. El cejijunto agarró por los brazos a DeClerck, los cuales estaban pegados a la espalda, y le sacó con gran fuerza del coche. Dentro de la poca sutilidad del momento, al menos, el tipejo, tuvo el detalle de ponerle de pie y ayudarle a caminar. Cuando habían avanzado unos cuantos metros, DeClerck pudo escuchar una voz más familiar. - Bienvenido, Sr. DeClerck. ¿Cómo ha hecho el viaje? – dijo la vieja y relajada voz de Naisinger. - Muy bien, atado y amordazado. He disfrutado mucho – contestó DeClerck. - ¡Ja, ja, ja, ja! ¡Me alegro que haya recuperado el sentido del humor! Tras escuchar estas palabras, DeClerck intentó reírse también, pero el cejijunto se encargó que no durara mucho tiempo, volviendo a cogerle de los brazos y empujándole de nuevo para que caminara con prestancia. Esta vez, se vio obligado a subir una pequeña escalinata metálica y bastante corta, haciéndole agachar ligeramente la cabeza para atravesar una puerta. Todas las evidencias indicaban que era una avioneta. Al pasar la puerta, giraron a la derecha y, de inmediato, dieron la vuelta a DeClerck y le sentaron de golpe en un asiento. Este volvió a escuchar la voz de Naisinger. - Siento mucho las molestias, Sr. DeClerck, pero créame que es necesario. Póngase cómodo. Estaremos viajando varias horas. DeClerck pensó, ante aquel maremagno, que lo mejor era relajarse hasta que pudiera atisbar alguna imagen a su alrededor. Al poco tiempo, el cansancio le pudo y se quedó profundamente dormido.

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XXIX - Me parece increíble que usted se dejara meter en ese embrollo – comentó Frost – Y eso que sólo me está contando el comienzo. Pero me parece muy siniestro y aún poco convincente. Va a tener que esforzarse más, Francis. DeClerck sólo pudo mirar al techo y respirar hondo. - Pues así sucedió. Algo me empujó a hacerlo y así lo hice. Frost continuaba tomando notas en su pequeño grupo de folios. - ¿Qué ocurrió después, Francis? - Bien……Después…. – comentó entre balbuceos DeClerck. De pronto, DeClerck comenzó a sentirse mareado. Un mareo que le recordaba al sufrido unas horas antes, cuando paso de un estado de absoluto desconocimiento a recordar, a su manera, toda su historia. Comenzó a ver al jefe con visión doble y toda la habitación le daba vueltas. La voz de Frost le parecía muy distorsionada. Hizo el amago de levantarse pero nada más erguir las piernas, se desplomó en el suelo como una piedra. Frost saltó de su silla como un resorte. Se acercó a DeClerck, intentando incorporarlo, pero este se negaba. Daba vueltas sobre si mismo en el suelo, como una peonza. En ese momento, volvieron los recuerdos esporádicos a su mente. Imágenes de personas y de lugares sin ningún sentido. De pronto, una imagen concreta le hizo abrir los ojos. - ¡Una estatua! ¡Una estatua de un niño pequeño! – exclamó repetidamente. Frost intentó, de nuevo, levantarlo del suelo pero le era imposible. DeClerck estaba fuera de sí. Seguía dando vueltas sobre si mismo, tumbado en el suelo pero en posición fetal, con los ojos totalmente abiertos y absolutamente desorbitados. Frost tenía que tomar una decisión. O esperar a que se recuperara por si mismo o llamar al médico del pueblo para, al menos, que pudiera suministrarle algún tranquilizante. Finalmente, el jefe ya no pudo soportarlo más y se dirigió a la puerta para buscar al médico. Cuando estaba a punto de abrirla, notó un tirón en el bajo de su pantalón. Giró su cabeza hacia el suelo y vio a DeClerck, sujetándolo de la pernera derecha y mirándolo fijamente, con desesperación. - ¡No se vaya!, ¡por favor!, ¡No me deje aquí! – exclamaba entre sollozos. Frost dejó el pomo de la puerta y se agachó hacia DeClerck. 81

- ¡No puedo permitir que siga así!, ¡Necesita un médico! – repetía con la voz alzada Frost. - ¡No!, ¡No!, ¡ayúdeme!, ¡ayúdeme a incorporarme! Frost le apartó los brazos del pecho y los agarró con fuerza. En esta ocasión, DeClerck sí ayudó a impulsarse hacia arriba pero se encontraba totalmente atenazado. Frost usó toda su fuerza al advertir que su prisionero no iba a echarle una mano. Poco a poco, cuando ya casi se encontraba de pie, DeClerck levantó los brazos y abrazó por el cuello literalmente al jefe. Frost aprovechó que ya le tenía controlado para sentarlo de nuevo en la silla y arrodillarse delante de él. - ¡Francis! ¡Francis! ¡Míreme! – repetía una y otra vez Frost DeClerck mantenía la mirada perdida pero la voz de Frost le hizo buscar un punto de referencia en aquella habitación. Por fin lo encontró y mantuvo los ojos fijos en él. Su aliento se fue recuperando, gracias, sobre todo, al apoyo del jefe. - ¡Francis! ¿se encuentra bien? ¿Qué le ha sucedido? - ¡Es como una pesadilla estando despierto! ¡Son imágenes muy reales! ¡Muy cercanas, pero no consigo encajarlas en mi mente! - ¿Qué ha visto, Francis? – preguntó angustiado Frost. DeClerck se frotó los ojos con las palmas de las manos para secarse las lágrimas que aún pendían de sus ojos y se giró hacia Frost. - ¡Una estatua! ¡Un niño! Es la estatua de un niño, o de una especie de enano, no lo sé. Pero juraría que es la figura de un niño. - ¿Qué más ha visto? – insistía Frost. - Está en un pueblo, en una especie de………… - DeClerck quedó callado en seco. Frost se levantó sin apartarse de DeClerck. - ¿Qué, Francis? – preguntó inquieto. DeClerck levantó la cabeza respirando profundamente. - ¡Dios mío! ¡Es aquel lugar! ¡Yo he estado allí! – repetía sin cesar - ¡Dios! ¡Ahora lo veo claro! ¡Está en Jarreto! La situación parecía estar ya controlada, por lo que Frost decidió volver a sentarse sin perder de vista a DeClerck. El jefe sabía que aquellos ataques daban lugar a nuevos datos en la cabeza de DeClerck pero le parecía una situación demasiado angustiosa como para volver a repetirla. DeClerck tomó un poco de agua, que aún quedaba en la jarra que la Srta. Dobson había dejado por la mañana, tragando con bastante ansiedad, como si intentara

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apagar un incendio en su interior. Su cara volvió a recuperar la tonalidad normal y pudo ya articular palabra sin ningún problema. - Siento esto, comisario. Parece que es la única forma de que rememore todo lo que pasó. - Espero que no tenga que volver a repetirlo, Francis. No se si mi corazón podrá aguantarlo una tercera vez – dijo el comisario – De todas formas, no estaría mal que pudiera avisarme antes para , al menos, salir por la ventana. Ambos comenzaron a reír ya en un ambiente algo más relajado. - ¿Qué o quien es Jarreto, Francis? Ha insistido mucho en ese nombre. DeClerck hizo un gesto con la cabeza hacia Frost, asintiendo para continuar con la declaración, tras lo cual, el comisario puso en marcha de nuevo la grabadora.

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XXX FEBRERO DE 1991. DECLARACION DE FRANCIS DECLERCK. 16.00 DE LA TARDE. Una media hora después de subir, la avioneta despegó. Aunque me había quedado dormido, estaba lo suficientemente consciente como para oír los ruidos de los motores al despegar. Deduje que sería una avioneta comercial o algo así porque el sonido de los motores no era muy escandaloso. Recuerdo que, por los sonidos que escuchaba a mÍ alrededor, allí sólo estábamos Naisinger, el cejijunto y yo, además del piloto de la avioneta.

Aún puedo sentir las pesadillas que me sobrevinieron durante el viaje. No podía quitármelas de la cabeza, a pesar de que aquella avioneta me llevaba a un lugar en el que, según me estaban asesorando, todo aquello podría desaparecer. Y sobre todo, la imagen de aquella estatua, aquel niño de piedra, que ahora está tan presente, era algo que me atormentaba continuamente. Ahora que lo he recordado, lo he ubicado correctamente en el momento en el que sucedió. Supuse que eran varias las horas que habían pasado, cuando un golpe, ligeramente seco contra el asfalto, hizo que despertara de forma súbita. Empecé a mirar a todos lados, sin conseguir ver nada debido a la mortaja que me habían colocado. Por fin, desperté del todo. No podía levantarme de mi asiento. Habían encajado las esposas a uno de los brazos del sillón y apenas podía moverme. Al instante, escuché pasos que se dirigían a la zona donde me encontraba. Noté sobre mis manos otras algo más gruesas y fuertes que abrieron mis grilletes pero que no me permitieron el más mínimo movimiento, ya que, al momento, volvieron a estar sobre mis muñecas. El tipo, con toda seguridad el cejijunto, me levantó del asiento, me cogió por los brazos, colocándose justo detrás de mí y empujándome por el mismo pasillo por el que había entrado. Al caminar unos siete u ocho pasos, me detuvo, tirando de mí hacia atrás y me hizo girar a la izquierda. Noté que la portezuela de la avioneta se abría porque el sol me daba directamente en la cara, a pesar de llevarla cubierta. Bajé las escalinatas de manera embarullada, fundamentalmente debido a la velocidad a la que me hicieron descender por aquellos estrechos escalones. Cuando me di cuenta, estaba en tierra firme y sentí una sensación de alivio que a la que le siguió un nuevo empujón. De repente, volví a notar la voz familiar de Naisinger, indicándome que casi habíamos llegado. El docto me tocó el hombro y luego rió. De nuevo, mi querido cejijunto volvió a empujarme, 84

esta vez durante algo más de tiempo, hasta que, finalmente, me introdujo en la parte trasera de un coche. Junto a mí, reconocí de nuevo la voz de Naisinger y, supuse que, al volante, se había colocado mi estimado compañero de empujones. El coche arrancó y Naisinger volvió a poner su mano en mi hombro. - Todo esto es por cuestiones de seguridad, Francis – explicó Naisinger con voz amable - No se preocupe. Pronto estará en casa.

Me recosté al oír aquellas tranquilizadoras palabras, con la ansiedad de desear que todo aquello terminara y saber de una vez donde carajo me había metido.

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XXXI Estaba tan cansado que ya no pude calcular la duración de aquel extenso viaje. Sólo noté que el vehículo pasó de ir por una carretera bastante lisa a un camino ligeramente empedrado tras un brusco giro a la derecha. Tras varios baches, que casi levantaban el coche del suelo, se redujo la velocidad hasta que el vehículo quedó totalmente inmovilizado. Parecía que el viaje llegaba a su fin, ya que oí bajar al conductor, pero esta vez, debió dirigirse a algún sitio antes de volver. En ese instante, si creo que pasaron unos quince o veinte minutos, aproximadamente. Fue el momento en el que más pánico sentí. Me parecía el final de aquella historia pero no sabía si sería feliz o no. La puerta de la parte trasera se abrió bruscamente y volví a bajar del coche de manera algo accidentada. Comenzamos a caminar. Ya llevábamos haciéndolo bastante rato, cuando le pregunté al cejijunto, que me agarraba como a una novia que llevara años sin ver, si faltaba mucho. No hubo respuesta. Volví a preguntar, esta vez a Naisinger, que iba ligeramente adelantado. - No se impaciente, Sr. DeClerck. Ya estamos llegando. Sólo unos quince minutos más, a las dos horas que ya llevamos encima, y ya está – exclamó el doctor. Me sorprendió que hubieran pasado dos horas. Mi mente, probablemente, estaba tan desquiciada que ya no podía ni pensar. Lo único que no me fallaban eras las piernas, que me mantenían erguido de manera milagrosa. A la voz de “ya estamos”, mi guía me detuvo en seco e hizo que me sentara en una piedra bastante redonda y muy fría. Su tacto era fácil de notar. Escuché ruido como de arbustos y, de repente, me vi de nuevo en pie. - Tenga cuidado al bajar. Puede ser algo resbaladizo – explicó Naisinger. De pronto, me encontré metido en una especie de boca de alcantarilla. Supuse esto por que teníamos que bajar por una escalera sin ningún agarre. No temía por una caída, ya que el cejijunto me tenía muy bien sujetado, esta vez de la cintura. En ese momento, pude contar los escalones y recuerdo que pude llegar hasta unos ciento cincuenta más o menos hasta que tocamos suelo de nuevo. Aquella zona era muy oscura. No era necesario tener los ojos al descubierto para darse cuenta. Además, la humedad predominaba. Era, sin duda alguna, lo más parecido a un túnel. De nuevo comenzó la caminata. El suelo estaba mojado y algo resbaladizo. Otra vez el camino se hizo largo y pesado. Cuando ya habíamos recorrido bastante trecho, empecé a recibir, de nuevo, luz sobre mi tapado rostro. Parecía que habíamos salido, por fin, de aquel túnel. En ese momento, el 86

cejijunto se detuvo y me soltó el brazo. Esta vez fue Naisinger quien quiso hacerse conmigo. - Bien, Sr. DeClerck. Ha sido largo y, diría que, bastante pesado, pero ya estamos aquí. Sólo debe esperar unos segundos más – exclamó con alegría Naisinger. Aquellos segundos me parecieron años. No recuerdo haber estado más nervioso en toda mi vida. Se escuchó como una gran puerta de acero que se elevaba. Cuando finalizó dicho sonido, Naisinger me volvió a empujar, esta vez con un poco más de delicadeza. Avanzamos y volvió a sentirse la oscuridad, mientras escuchaba la puerta descender de nuevo. Sólo unos quince o veinte pasos más tarde, hubo otra frenada en seco, acompañada de unas palabras finales de alivio y, al mismo tiempo, de temor. ¡Bienvenido a este lugar, Sr. DeClerck! ¡Bienvenido a lo que va a ser su nueva vida!

¡Bienvenido a Jarreto!

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XXXII LA LLEGADA A JARRETO. SEPTIEMBRE DE 1990 Una mano agarró del cuello a DeClerck, sin apretar en demasía, y, tras un instante, el pequeño saco que le cubría la cabeza y que había sido su única compañía, durante varias horas, desapareció. DeClerck abrió los ojos una y otra vez, intentando adaptarlos a la luz solar, a la vez que recuperaba el aliento normal y la tranquilidad. Cuando se sintió más o menos recuperado y sus ojos volvieron a visionar de manera correcta, comenzó a observarlo todo con mucha atención. Todo lo que había a su alrededor le parecía increíble, pero era cierto lo que estaba viendo. Era una pequeña ciudad, un pueblo, llamado, correctamente, por su nombre. Con gente, con casas, construido en el más absoluto secreto. Era algo intrigante, a la vez que curioso, todo aquello para DeClerck. Satisfecho por haberlo sorprendido, el doctor Naisinger intervino en aquel momento de relativa alucinación. - Bien, Sr. DeClerck. Tal y como le prometí, este es el lugar. El lugar donde usted tiene la oportunidad de dejar sus miedos y sus pesadillas en el pasado y vivir como una persona normal en el futuro – explicó Naisinger. Las palabras de Naisinger sonaron como vocablos sin sentido para DeClerck. Sólo podía admirar aquello con absoluta desconfianza a la vez que perplejidad. Ver a aquella gente por la calle, hasta niños jugando, contemplar la estructura de pueblo que aquello tenía y que era evidente que se encontraba bajo tierra. Y pensar que todos estaban allí por un motivo similar o peor incluso que el suyo. Aunque la impresión inicial era la de un vulgar pueblo sin ningún tipo de encanto ni magia, lo cierto era que DeClerck no podía dejar de visionar toda la zona con total atención. Lo cierto es que, en ese momento, no pudo fijarse mucho en la situación del pueblo. Sólo pudo ver frente a él una enorme avenida, de unos seis o siete kilómetros aproximadamente de longitud. Toda ella, flanqueada por algunos pequeños edificios de no más de dos plantas y, sobre todo, pequeñas casas adosadas. DeClerck se vio liberado de sus captores y pudo empezar a palpar todo aquello. Le parecía como volver a nacer. Como si estuviera en un planeta que no era el suyo. Siguió adentrándose en aquel lugar, intentando averiguar cual era su misterio. Si hubiera sido una broma, la habría considerado de muy mal gusto y se habría sentido un imbécil de primera categoría. Pero si era una realidad, tal y como me la habían planteado, era algo extraordinario, al menos 88

para él. ¿Cómo podía convivir toda esa gente allí? ¿Acaso era real que el remedio contra cualquier tipo de locura era dejar a esa gente en libertad? ¿Qué experimentaran con ellos mismos, intentando superar sus psicosis, sus neuras, sólo con la simple medicación de una realidad hecha para ellos? Al poco de haber asentado sus pies en aquel lugar, DeClerck vislumbró una especie de estatua en lo que parecía una gran plaza. Continuó avanzando, cada vez con más premura, para llegar cuanto antes a aquel monumento. Cuando lo tuvo frente a él, se quedó como absorto mirándola. Naisinger le alcanzó en pocos segundos a paso ligero. Al colocarse junto a DeClerck, frente a él había un busto de unos dos metros de altura, en cuya base se encontraba el rostro de un niño. DeClerck, tras percatarse de la presencia de Naisinger, se acercó algo más para poder leer una inscripción que había justo debajo.

A LA MEMORIA DE MICHAEL JARRETO JR. PRIMER HABITANTE DE ESTA BENDITA LOCURA PARA SALVACION DE MUCHOS - ¿Quién es, Naisinger? – preguntó DeClerck intrigado - Lo dice bien claro, Sr. DeClerck. El primer habitante de este lugar. En su honor se realizó este monumento. - ¿Murió? - Así fue. No hubo oportunidad para él. No todos se adaptan a esto, Sr. DeClerck. Ya le dije que nosotros no hacemos milagros. Sólo intentamos ayudar. - ¿Qué quiere decir? - Pues que puede ser el lugar idóneo para muchos pero no para todos. Es como la vida real. La gente también muere. - Creí que era un lugar para creer en algo, diferente a la vida real. - Y lo es. Pero no todo el mundo llega a encontrar algo en lo que creer. Esa es la misión de cada uno. Encontrar el motivo. Algunos lo encuentran y continúan. Otros, no. DeClerck volvió a reparar en la inscripción que, segundo atrás, había leído y destacó algo que le llamó la atención. - Aquí dice júnior. ¿Qué fue del Sr. Jarreto? – preguntó, mirando a Naisinger. - Nadie lo sabe. Este niño fue tratado, inicialmente, fuera de este lugar. Cuando se trajo al pueblo, ya poco se pudo hacer por él. Fue la primera persona en habitarlo, por lo que, en su honor, se bautizó así a este lugar. A DeClerck, más que pena o cierta tristeza, aquel rostro le parecía más siniestro a medida que lo miraba fijamente, como si lo hubiera visto antes o hubiera formado parte de una vida pasada. Como una especie de deja vú. Una vez superado su interés por el personaje, avanzó junto a Naisinger pero sin dejar de mirar aquella extraña figura. - Vamos, Sr. DeClerck. Le voy a presentar a algunas personas y a enseñarle cual será su nuevo hogar particular. 89

XXXIII Frost prestaba toda la atención del mundo a aquel relato que parecía de película de Hitchcock en toda su extensión. Intentaba reciclar aquellos episodios en su mente pero el hacerlo, le costaba sobremanera. - Realmente, parece una historia escalofriante, Francis – dijo – Pero todavía me sigue pareciendo algo rebuscada. Espero que esto nos lleve a algún sitio. - Sé que parece una locura, pero lo que le estoy contando es la pura realidad, con pelos y señales. Aún no salgo de mi asombro de cómo puedo recordar tantos detalles cuando hace unas horas ni siquiera conocía el nombre del pueblo– respondió DeClerck. Frost hizo una pequeña interrupción para levantarse y estirar las piernas. Tras dirigirse a la ventana con las manos en los bolsillos de su pantalón, dio media vuelta y volvió a mirar a DeClerck. - También me parece sorprendente que, aunque llevara la cara tapada, no pueda reconocer algo de ese camino – apuntó Frost - No sé, un sonido, la sensación de maleza, algo que pueda sonar familiar si lo volviera a escuchar. - Intenté prestar atención pero el ajetreo no me permitía pensar con claridad. Quizás pueda venirme algo a la memoria en adelante pero, en este momento, sólo le puedo contar esto. - ¿Quiere descansar? – preguntó Frost con aire compasivo. - No. Prefiero continuar. Debo aprovechar el torrente de recuerdos que me vienen a la cabeza. Yo estoy igual o más interesado que usted en saber lo que ocurrió – contestó DeClerck. Frost volvió a sentarse y a conectar, por enésima vez, su ya famosa grabadora, en busca de alguna pista más que esclareciera todo aquel siniestro embrollo.

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XXXIV FEBRERO DE 1991. DECLARACION DE FRANCIS DECLERCK. 17.30 DE LA TARDE. Mientras caminábamos hacia el hostal, no dejaba de observar todo a mí alrededor. Una vez atravesada la plaza con el monumento a aquel niño, pude visualizar, en el ala derecha, una calle que emplazaba a una especie de colegio. Me pareció eso por que vi a muchos niños yendo a ese lugar, donde se podía ver un pequeño parque con columpios y toboganes. Me llamó la atención un símbolo que se veía en lo alto de aquel edificio. Una especie de torreta con una “J” muy ornamentada y barnizada en oro.

La verdad es que era un espacio muy reducido y un lugar de lo más normal. No tenía nada de especial, excepto el hecho de que la gente que allí vivía estaba a sus anchas y parecía que el tratamiento que seguían era su propia intuición. Desde el lugar donde me quitaron el saco, sólo se contemplaba la famosa avenida, en cuyo centro se encontraba la plaza con el busto de ese tal Jarreto. Como indiqué, toda la avenida estaba protegida por edificios y casas adosadas a derecha e izquierda, con algunas calles perpendiculares que daban acceso a otras zonas, como la del colegio, por ejemplo. Me sorprendió bastante el hecho de ver mucho espacio abierto a lo lejos. Las casas eran todas individuales. Casas adosadas con una muy buena pinta. Me recordaban mucho a las de ciertas avenidas bien adineradas de Boston. Y estaban muy bien cuidadas, con un pequeño jardín frente a la puerta principal de la vivienda. Antes de llegar al hostal, al final de la avenida, se enfilaban locales de tipo más comercial. Una tienda de alimentos y bebidas, un restaurante, una tienda de revistas, hasta pude ver un pequeño puesto de policía, por llamarlo de alguna forma y sin que se ofenda. Era algo fantástico. Como una especie de mecano o juego de construcción con el que alguien había jugado y lo había convertido en una localidad. Pero, sobre todo, me llamó la atención el cielo que recubría el pueblo. Un cielo artificial totalmente azulado. Y digo lo de artificial por que era imposible que fuera real, aunque, para darme cuenta de ello, tuve que estar un buen rato mirándolo. Supuse que estaría hecho de algún material galvanizado o algo por estilo. Era la guinda para confirmar el secretismo de aquel lugar. Nadie sabría nunca donde estaba. Nadie podría nunca encontrarlo. Y, probablemente, nadie podría huir de aquel sitio. Era una apuesta a cara o cruz.

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No tuve más remedio que satisfacer mi curiosidad con Naisinger, deteniéndome en seco. Necesitaba respuestas de manera inmediata. Le pregunté por la gente que había allí, los locales, la policía. No quiso extenderse en su contestación. Todo a su tiempo, SR. DeClerck, fue lo único que me respondió. Yo no estaba conforme con aquello y seguí insistiendo. De pronto, noté como el cejijunto me agarraba, por detrás, el brazo derecho. Al volverme hacia él, pude sentir, en su rostro, la expresión de que no hiciera más preguntas y esperara a que el doctor me las aclarara en su debido momento. Me di cuenta que, si oponía resistencia, no tenía nada que hacer. Aquel tipo era demasiado fuerte para hacerle frente, a pesar de su estatura. Asentí ante él y seguí caminando con ambos, ya más reposado pero impaciente por conocer dichas respuestas. Al poco, llegamos a la puerta del hostal del pueblo. Se imaginará que no podía llamarse de otra manera que HOSTAL JARRETO. Lo cierto es que la fachada daba más aire de hotel que de hostal. Una decoración muy elaborada hecha en madera oscura, muy robusta. En la parte del dintel superior, aparecían como una especie de rizos, simbolizando algo parecido al mar, y en los listones laterales de la puerta, se apreciaban algo así como gaviotas. Muy bien realizado, sinceramente. Sólo el reducido tamaño de dos plantas daba la certeza que no era el hotel Hilton de Boston. Nada más entrar, encontramos la recepción en el lado izquierdo, con un mostrador muy pequeño, regentado por una señora de unos setenta años que, todo hay que decirlo, resultó ser francamente simpática. Pelo rubio ondulado, una estatura normal y muy maquillada. Supongo que querría seguir dando un aspecto bello, a pesar de la edad. Naisinger se acercó primero e, inmediatamente, la vieja señora le entregó una llave con pinta de muy antigua, de esas que se usaban en los hoteles de los años 20, como de un baúl o de un cofre. Finalmente, Naisinger me indicó que me acercara y así conocí a la Sra. Kensell, la persona que llevaba el hostal, la recepcionista. Me saludó, haciéndome una pequeña reverencia pero no crucé más palabras con ella. El doctor me pidió que le siguiera por unas estrechas escaleras, justo enfrente de la entrada principal. En esta ocasión, el cejijunto nos dejó tranquilos, permaneciendo en la planta baja. No era necesario subir mucho para acceder a la segunda planta. Con un par de pasos, se podía atisbar la planta en sí. Al llegar a ella, giramos a la derecha y fuimos a parar a la última puerta que había en esa zona, justo en el lado derecho. Naisinger se adelantó y abrió la puerta, pasando a la habitación en primer lugar. Era evidente que no era el lujo lo que predominaba en aquel sitio pero si parecía familiar y bastante confortable. La habitación era tremendamente pequeña. En realidad, era un simple dormitorio, literalmente hablando. Era evidente que tenía que darme cuenta que estaba en un lugar que no buscaba el lujo sino algo menos superficial y más profundo. Comencé a investigar brevemente el habitáculo y reparé que habían colocado ropa de mi talla en un pequeño armario que estaba al fondo. Pantalones, camisas, alguna chaqueta y hasta un par de abrigos. No reparé, hasta más tarde, que aquellos atuendos me eran absolutamente desconocidos. Sin duda, daba la sensación que hacía tiempo que me esperaban. Al ver la cama en la habitación, la sensación de cansancio volvió a atacarme y no tuve 92

más remedio que tumbarme en ella, mientras Naisinger se sentaba en la silla del diminuto escritorio que adornaba los pies del catre, con intención de hacerme escuchar algo importante.

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XXXV SEPTIEMBRE DE 1990 HABITACION DEL HOSTAL JARRETO. 11.30 DE LA MAÑANA. - ¿Qué le parece la habitación, Sr. DeClerck? Sé que no es muy lujosa pero si acogedora. Además, la Sra. Kensell estará muy pendiente de usted y no le faltará absolutamente nada – comentó Naisinger. DeClerck se incorporó de la cama y quedó sentado en los pies de la misma. - La habitación es estupenda, entre otras cosas por que, si tengo que ser sincero, me importa muy poco que lo sea. Lo que quiero es saber de que va todo esto. ¿Que es este lugar? Naisinger se acomodó lo que pudo en lo que parecía una silla bastante incómoda y sacó un cigarrillo del bolsillo de su chaqueta para, seguidamente, contestar a DeClerck. - Ya le comenté, a grosso modo en mi casa, la historia, Sr. DeClerck. Pero creo que tiene derecho a saber más sobre este “experimento”. Naisinger dio una calada y prosiguió. - Para refrescarle la memoria, hace unos cinco años, un grupo de colegas y yo tomamos la decisión de dar un cambio radical a las investigaciones que, habitualmente, veníamos realizando sobre los diferentes estados mentales en cualquier persona. La paranoia, la esquizofrenia, cualquier tipo de psicosis. Todo se relacionaba con la medicación y con el ingreso de los pacientes en sanatorios o cualquier otro centro especializado. Sabíamos que, en muchos de esos casos, el fin era sólo ralentizar el problema, pero no mejorar la situación de estos pacientes. Así que estuvimos de acuerdo en tomar una decisión distinta al respecto. Naisinger bajó la mirada un instante al suelo y volvió a mirar a DeClerck. - Así es que preparamos un proyecto en el que detallábamos como encontrando un entorno que diera seguridad y tranquilidad a ese tipo de personas, se podría favorecer a una evolución positiva de su enfermedad. Es el caso, salvando las distancias, de algunos animales domésticos que, al llevar cierto tiempo en casa de sus amos, se sienten seguros en ese entorno y, aún estando lejos, suelen volver a él. O las personas que se trasladan a un país 94

con un idioma distinto y, pasado un periodo de tiempo determinado, pueden llegar a adquirir esa lengua sin apenas darse cuenta. Todo está en el subconsciente. Sólo hace falta tocar el botón adecuado para reactivarlo en buenas condiciones. Una nueva bocanada de humo inspiró a Naisinger a expresar sus siguientes palabras. - Ese proyecto fue presentado a familiares de un grupo de pacientes con los que pretendíamos iniciar el experimento. No era nuestra intención encontrar fondos a través de ellos. Eso ya los teníamos y no queríamos sacarles el dinero, sino conseguir una aceptación que nos permitiera seguir adelante. Y la encontramos. Naisinger se levantó de la silla para dirigirse a una pequeña ventana que daba a la calle. Abrió la misma para, después de expulsar parte del humo contenido en sus pulmones tras una nueva aspiración a su cigarrillo, continuar mientras DeClerck escuchaba atentamente sin interrumpir en absoluto. - Sí, Sr. DeClerck. Conseguimos que aquella idea, que podía parecer absurda para algunos, tuviera una enorme aceptación en quien realmente tenía que serlo: los propios afectados. - ¿Qué dijo esa gente? – preguntó DeClerck. - Que les parecía la opción más humana que nunca le habían planteado, aunque ello supusiera separarse, probablemente para siempre, de algunos seres queridos. Ese era el precio que había que pagar por esa posible mejora. - ¿Posible mejora? - No todos los casos son óptimos. Usted conocerá aquí a gente que le parecerá normal y otra que continúa desarrollando, de una manera activa, su problema. Pero hay sitio para todos aquí. Sólo que no todos tienen solución, pero, al menos, les podemos hacer la vida más sencilla. Aquí hay personas que llevan residiendo en Jarreto hasta tres años. Eso sí, bajo un control rutinario. Si no observamos los cambios, no podemos solucionar nada. Normalmente, una vez al mes se realiza un análisis completo a todos los habitantes del pueblo. DeClerck se levantó de la cama sin dejar de mirar al doctor. Aquel planteamiento le seguía pareciendo algo surrealista aunque le seguía prestando mucha atención. - Bien, explíqueme el truco, por que aún continúa sin explicarme que es este lugar. - No es cuestión de una explicación, Sr. DeClerck. Es cuestión de que quiera entenderlo y aceptarlo como tal. Naisinger dejó la zona de la ventana para acercarse a DeClerck e intentar hacerle entender aquello, colocándose frente a él, con una mano posada en su hombro. - A veces, la solución al problema más complejo es la más sencilla. Esa es la propuesta de este lugar. Aquí hay personas con diferentes problemas o 95

síntomas, como quiera llamarlo. Algunos lo superan. Otros no. Algunos están aquí por una enfermedad crónica. Otros para superar algo que les marcó en su vida y les afecta a nivel mental o anímico. Algunos están capacitados para desarrollar hasta algún tipo de trabajo. Otros no. - ¿Qué sucede con los que no pueden? ¿Con los que no lo superan? – preguntó DeClerck algo asustado. Naisinger cambió el gesto a algo más entristecido. Se dirigió hacia la puerta de la habitación, no sin antes volver a sacar un nuevo pitillo de su chaqueta. Al llegar a ella, se giró hacia DeClerck. - Simplemente, no lo superan. Pero usted no debe pensar en eso, Sr. DeClerck. Si le parece, podemos bajar a almorzar y, después, le presentaré a algunas personas que tiene que conocer. - Antes me gustaría ducharme y cambiarme de ropa. Me siento algo incomodo. Naisinger sonrió y asintió, abriendo la puerta de la habitación y emplazándose con DeClerck en el hall del hostal. Mientras contemplaba como se marchaba, DeClerck continuaba dando vueltas a su mente, pensando en todo aquello. Lo que si tenía, cada vez más claro, es que no había vuelta atrás. Ya estaba allí y tenía que jugársela. Miró a través de la ventana para visualizar un poco, desde la altura, aquella avenida que había atravesado por primera vez, aquella plaza central con aquel busto que veía de forma más reducida. Reparó en que un niño se encaminaba hacia la zona del hostal. Llevaba un abrigo color beige y un pequeño balón de fútbol en sus manos. El niño se detuvo justo frente a la ventana. A DeClerck sólo le vino un pensamiento a la cabeza. ¡Hay niños aquí! ¡Al menos uno! ¡Pero los hay! Tras su sorpresa, DeClerck se recompuso y lo saludó con amabilidad pero no hubo respuesta por parte del chaval. Sólo una mirada fija a aquella ventana y a la figura del propio DeClerck, el cual también lo miró. Abrió la ventana para intentar decirle algo pero al hacerlo, el niño se marchó corriendo en dirección al pequeño colegio que había visto anteriormente.

De repente, DeClerck no comprendía nada. Aquel niño lo miraba como si ya lo hubiera visto antes, como si ya lo conociera. Teniendo en cuenta lo que todavía tenía por delante, pensó que lo mejor era darse una buena ducha.

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XXXVI El sonido del botón de la grabadora hizo despertar a DeClerck de una especie de estado hipnótico en el que se había sumergido mientras contaba su historia. Frost cortó antes de tomar nuevas notas y comenzó a ordenar sus apuntes, leyéndolos por encima, probablemente, intentando hacer un pequeño resumen mental de aquel extraño galimatías. Levantó la vista y esbozó una pequeña sonrisa hacia DeClerck. - ¿Un descanso, Francis? - Me parece bien. Quisiera ir al baño, por favor – dijo DeClerck, con mucho respeto. - Por supuesto. No le importará que le acompañe, ¿verdad? Ambos rieron con ligeras carcajadas. Frost se levantó y se acercó a DeClerck, indicándole que se pusiera en pie para llevarlo al aseo. DeClerck entró y cerró la puerta con suavidad, dejando al jefe con la mirada fija en él. Tras terminar de orinar, se dispuso a limpiarse las manos en un minúsculo lavabo. Mientras lo hacía, no podía dejar de ver su reflejo en un pequeño espejo que tenía justo delante. Al contemplarse en él, le parecía poder leer su mente a través de aquella imagen pero le costaba mucho traducir lo que veía. De pronto, una especie de punzada le hizo llevarse las manos, aún mojadas a la cara, a la vez que visualizaba algo en aquel espejo, como si de una pantalla de cine se tratara. De nuevo, el busto de aquel niño en aquella plaza hizo acto de presencia, pero, esta vez, acompañado del chico que no dejaba de mirarle frente a la ventana de su habitación, allá en Jarreto. Su sensación paso de estresante a estremecedora al escuchar unos gritos. Gritos lejanos que llegaban hasta la ventana de su habitación pero que desconocía de donde procedían. Eran gritos sin sentido pero que le resultaban condenadamente familiares, atronando una y otra vez en su mente, como un eco incesante. Terminó viendo a una mujer justo delante de él, en su habitación. La mujer se le acercaba con lentitud, a la vez que extendía sus brazos hacia él. DeClerck respondía a aquella expresión corporal, hasta que pudo advertir que aquellas manos estaban ensangrentadas. Las venas de aquella mujer estaban abiertas. Un grito estremeció a Frost, que abrió de golpe la puerta del baño, encontrando a DeClerck tirado en el suelo con expresión pavorosa. - ¡Míreme, Francis! ¡Míreme! – exclamó el jefe. DeClerck levantó la vista y su única reacción fue abrazarse a Frost, el cual le correspondió, sujetándolo con firmeza. Con cierto esfuerzo, le levantó del suelo y lo sacó del servicio hasta llevarlo de nuevo a la silla sin apartarse de él. 97

- ¿Qué ha visto, Francis? ¡Dígamelo! – preguntó con insistencia Frost. - De nuevo recuerdos – respondió, entre balbuceos, Declerck – trozos de algo, sólo fragmentos. No sé como explicárselo. Son atisbos de algo que no termino de encajar. Frost le acercó un vaso de agua a DeClerck, el cual bebió con tal ansiedad que acabó escupiendo parte de ella, casi ahogándose. A pesar de la tos, Frost comprobaba que, poco a poco, DeClerck se estaba calmando, por lo que volvió a sentarse frente a él. - Si se encuentra usted en condiciones, creo que deberíamos aprovechar estos momentos que le hacen recordar, Francis. Es la única forma de poder llegar a la conclusión de todo esto. DeClerck, con aire compungido, asintió. Adelantándose a Frost, esta vez fue él mismo quien puso en marcha la grabadora para dar continuidad a la declaración.

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XXXVII FEBRERO DE 1991. DECLARACION DE FRANCIS DECLERCK. 18.30 DE LA TARDE. Entré a aquel cuarto de baño, dispuesto a darme una buena ducha e intentar refrescar un poco mi coco para que me ayudara a pensar con más claridad. A pesar de que la temperatura era algo baja, utilicé el agua fría sin dilación. Realmente, la necesitaba. Me destrozó el cuerpo como el fino cristal de Bohemia pero, la verdad, es que me dejó absolutamente despejado.

Mientras me secaba con una toalla de tacto bastante áspero, contemplé el decorado de aquel habitáculo. Aparte del color azul pálido del alicatado, sobre todo me llamó la atención el conjunto de cuatro o cinco fotos que vi. Eran fotos de gente, sin más. Gente normal que aparecía en algún lugar que no era Jarreto. Supuse que eran familiares de alguien que había estado en aquella habitación antes que yo. No quise darle más importancia o, al final, el mal rato con el agua helada no habría servido para nada. Totalmente desnudo, decidí relajarme unos minutos tendido en la cama, reflexionando una vez más e intentando llegar a alguna conclusión lógica que no encontraba. De repente se me ocurrió que podía ser algún tipo de experimento, tipo “Gran Hermano” o algo así, por lo que decidí registrar palmo a palmo la habitación, en busca de micrófonos o de alguna mini cámara oculta. Pero pronto, me di cuenta que aquello estaba tan vacío que era muy complicado ocultar alguno de estos mecanismos. Cansado de sentirme como un imbécil, me vestí y me dispuse a bajar para reencontrarme con Naisinger.

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XXXVIII CONOCIENDO AL SR. SMITH. Al salir al pasillo, DeClerck tropezó con lo que parecía otro huésped del hostal. Un hombre de unos cincuenta años, calvo pero con algo de pelusilla blanca sobre las orejas y unas gafas de sol, al más puro estilo del Jack Nicholson más gamberro. Demostrando su buena educación, el individuo le dirigió a DeClerck los buenos días correspondientes, como todo buen vecino, y se detuvo justo en la puerta al lado de la de DeClerck. Este no pudo resistirse a hablar con él. - Disculpe. ¿Usted vive aquí? – preguntó DeClerck. - Bueno, si no fuera así, esto podría denominarse allanamiento de morada, ¿no le parece? A DeClerck le sorprendió la respuesta. No sabía si bromeaba o le vacilaba. - No se preocupe, muchacho. Es sólo una broma de bienvenida. Usted es nuevo por aquí, ¿verdad? - Sí, señor. Me llamo DeClerck. Francis DeClerck – respondió aliviado – Pero puede llamarme Francis, si quiere. - Yo soy el Sr. Smith. Pero puede llamarme Sr. Smith, si le apetece ¿Usted se encuentra mal o muy mal? De nuevo la extrañeza de DeClerck fue supina. No sabía si opinar sobre la ironía o responder a la pregunta. - Pues… la verdad es que no lo sé. - Tranquilo, muchacho. Pronto lo descubrirá. Como también que está en el sitio adecuado. Aquí la gente es bastante feliz. Al menos, es lo que veo en el día a día. - ¿Cuánto tiempo lleva usted viviendo en Jarreto? – preguntó DeClerck intrigado. - Alrededor de dos años. También yo llegué con las mismas dudas que tiene usted ahora mismo. Pero, poco a poco, fui superando aquellos miedos y, lo más importante, mis problemas. - ¿Puedo preguntarle por que vino usted aquí? – la intriga de DeClerck aumentaba. - Podría usted hacerlo y yo podría contestarle, pero creo que Naisinger le está esperando abajo y sé que el doctor no es de los que suspiran por los retrasos en las citas.

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DeClerck hizo un gesto entre absurdo y sorpresa, como acatando la opinión del Sr. Smith. - No se apure, muchacho. Vamos a tener todo el tiempo del mundo para charlar. Seguro que después nos veremos. Y ahora, discúlpeme. Es la hora de mi baño. - Claro, y gracias. Un placer conocerle. - El placer ha sido mío, Francis. La entrada en la habitación y un portazo posterior, casi en la misma napia de DeClerck, dio por finalizada la conversación. DeClerck pensó que a lo mejor le habría molestado que le retrasara su baño, pero no le dio la sensación que hablara con él en tono de enfado ni que el portazo hubiera supuesto una señal de molestia. No le dio más vueltas al asunto y bajó por las escaleras para reunirse con Naisinger.

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XXXIX Frost parecía estar escribiendo la biografía de algún famoso y, ya de camino, incluso la suya misma. Aquellas notas, poco a poco, le indicarían el camino idóneo para encontrar respuesta a todas sus dudas. El jefe terminó su redacción y dejó caer el bolígrafo Pilot de punta fina, que tan buen uso estaba dando, sobre la mesa. Acto seguido, colocó ambas manos sobre la parte trasera de su cuello, a modo de masaje, siempre sin desviar la vista de su detenido. - Parece que llevemos aquí toda la vida, ¿eh, Francis? ¿Ha tenido esa sensación? ¿De estar con alguien y ver que las horas pasan y pasan sin detenerte en el reloj? - Sí, he tenido esa sensación. Hace tanto tiempo que ya ni me acordaba. DeClerck miró extrañado a Frost antes de volver a retomar la conversación. - ¿Le evoca a su mujer? – preguntó con cierta prudencia. - Algunas veces, sí. Realmente, ella era el tipo de persona que hacía que las horas pasaran como segundos. Te hacía agradable cualquier momento del día o de la noche. Era fantástica. Durante un momento DeClerck pudo ver reflejado, en el rostro de Frost, un aire de melancolía al nombrar a su esposa. Aquel hombre, con fortaleza de hierro y semblante del peor de los interrogadores, tenía sentimientos que hacían aflorar en él un tono entre amargo y tristón, dándole aspecto de debilidad. - ¿Por qué no me habla de ella? ¿Cómo era? – preguntó DeClerck. Frost frunció el ceño antes de contestar - No. No – y continuó, después de una breve pausa – No. Eso me lo reservo para mí. Sigamos, por favor. DeClerck comprendió que estaba entrando en un terreno delicado y no insistió más.

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XL UN DIA DE FEBRERO DE 1991. DECLARACION DE FRANCIS DECLERCK. 19.00 DE LA TARDE. Llegué al hall, donde se encontraba la recepción, y me dirigí a la Sra. Kensell. Me comentó que el doctor me esperaba en un pequeño saloncito, justo enfrente de donde ella estaba situada. Me limité a darle las gracias y me volví hacia la puerta del salón. Llamé antes de entrar y una voz me dio la autorización de paso.

Al abrir la puerta, pude ver al doctor Naisinger sentado en el centro, junto a una mesa muy bien nutrida de comida y bebida. Advertí, como no podía ser de otra manera, la presencia del cejijunto en la esquina del fondo, muy oscuro y muy oculto, como queriendo tapar un rostro que yo ya conocía. Naisinger me invitó a sentarme y comencé a devorar con los ojos aquella comida que, estaba seguro, me iba a suponer auténtica gloria. A pesar de quedar absorto ante el magnífico sabor de un excelente vino tinto, no perdí la oportunidad de saber más cosas de aquel lugar.

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XLI SEPTIEMBRE DE 1990 LA CONVERSACION ENTRE DECLERK Y EL DR. NAISINGER. 12.30 DE LA MAÑANA. Tras dejar su copa sobre la mesa, DeClerck se preparó, nuevamente, para realizar sus preguntas oportunas sobre su nueva vida en Jarreto. - Dígame, doctor. Cuando habla usted de los análisis periódicos que se hacen a la población, ¿se refiere a medicación? Por que, creí haberle entendido que no era necesaria en este sitio. Un sorbo de vino, seguido de una relamida completa de los labios, dio pie a la respuesta de Naisinger. - Francis, este lugar se creó para ayudar a la gente. Que no queramos sumir a los pacientes en un continuo tratamiento, basado en la medicación, no significa que no tenga que usarse. Nosotros observamos los cambios que se producen a raíz de la interacción en este lugar para actuar en consecuencia sobre los resultados obtenidos. Los análisis sirven para comprobar la evolución del individuo dentro del entorno y eso requiere de alguna medicación. Pero esta no se convierte en lo fundamental del tratamiento. Eso es lo que intentamos llevar a cabo. - Resumiendo, que somos conejillos de laboratorio. ¿Quiere decir eso, doctor? – preguntó DeClerck con mucha ironía. - Nadie esta aquí en contra de su voluntad, Sr. DeClerck. El experimento se basa en el estudio del comportamiento. Ni más ni menos. Imagine que funcionara, que se descubriera una superación de las enfermedades mentales con esta simpleza relativamente compleja en su engranaje. ¿No lo cree un logro, Sr. DeClerck? - Pero entonces, ustedes se quedarían sin trabajo. Ciertamente incongruente – volvió a ironizar. - Por desgracia, como le he comentado anteriormente, no todos se adaptan. No sufra, Sr. DeClerck. Hay muchos pacientes en el mundo que necesitarán de nuestros servicios si esto llega a buen puerto – sonrisa forzada – Tranquilo. Creo que podré seguir viviendo de ello, gracias a Dios. DeClerck se dio cuenta que la impertinencia había molestado al doctor. - Discúlpeme. No era mi intención insultar ni ofender a nadie, y menos a usted. Pero entienda mi nerviosismo. No se a que atenerme. No se con exactitud que me voy a encontrar aquí.

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- No se preocupe – respondió Naisinger algo más relajado – Entiendo sus dudas y temores, pero debe entender que este va a ser su hogar y que no debe subestimar a esta gente a los que usted llama “locos“. Debe empezar a plantearse en quién debe confiar. - Le entiendo. De todas formas, si es cierto que no parece que esta gente sufra unos trastornos muy profundos. Hace un momento, antes de bajar, me tropecé en la escalera con un individuo, el Sr. Smith que……. - ¡Ah! El Sr. Smith. Veo que ya le ha conocido. Será su vecino además del encargado de las actividades recreativas en Jarreto. – interrumpió Naisinger. - ¿Actividades recreativas? - Sí. Aquí hay personas que no tienen una ocupación definida, Sr. DeClerck. El Sr. Smith se preocupa por buscarles entretenimiento. Ejercicio físico, talleres artísticos, de interrelación. Ya le conocerá mejor en esa faceta. – aclaró el doctor – Esto no es una granja de gallinas que se dejan a su aire. Ya se lo dije. Es una nueva vida. Ambos comenzaron a tomar bocado, comenzando por un rollizo asado de ternera rodeado de patatas a lo pobre, que presidía el centro del suculento almuerzo. Mientras saboreaban el manjar, Naisinger continuó hablando. - ¿Le ha dicho Smith por qué está aquí? – preguntó - No. La verdad es que no – respondió DeClerck intentando tragar con rapidez. El doctor dejó la servilleta, que tenía sobre las rodillas, en la mesa y se dispuso a encender un cigarrillo antes de terminar su plato. - El Sr. Smith era un talentoso agente de bolsa. Hizo ganar mucho dinero a clientes y, lógicamente, el también lo hizo. Gracias a esto, pudo comprarse una casa y trasladarse a uno de los mejores barrios de la ciudad con su familia, su mujer y su hijo de siete años. Lo cierto es que la suerte sonreía a este hombre. Pero siempre hay un precio para todo. - ¿A que se refiere? – comentó DeClerck sin dejar de engullir la suculenta carne. - Una noche de diciembre de 1986, tres atracadores entraron en su casa. Al parecer, hubo algún tipo de problema con la alarma, ya que está no advirtió de la presencia de nadie en el interior del domicilio. Smith se dio cuenta de la presencia de los atracadores cuando estaban ya en su dormitorio, apuntándole a él y su mujer con un calibre 38. DeClerck dejó de masticar y tragó sin mucha gana el trozo de carne que tenía en la boca. Dejó sus cubiertos en la mesa para no perder detalle del relato de Naisinger pero bastante compungido. - Los atracadores bajaron de la cama a Smith y su mujer de manera violenta. Les llevaron al salón y allí los ataron de pies y manos, introduciéndoles un pañuelo en la boca a ambos para que no gritaran. Uno de los atracadores registró el resto de la casa y dio con el niño, al que también llevaron al salón. Naisinger dio una calada a su cigarrillo antes de continuar. 105

- Desvalijaron la casa. Joyas, pieles, dinero, todo lo que Smith tenía de valor material allí. Dentro del grave momento que estaban pasando, estaba convencido que les dejarían en paz con semejante botín y se marcharían. Pero no fue así. Los atracadores decidieron que no era bueno dejar testigos de sus actos. DeClerck no perdía atención de los detalles que contaba Naisinger, que comenzaban a ser más escabrosos. - Uno de ellos tomó al niño de un brazo, le colocó una pistola en la sien y le reventó la cabeza. Fríamente. Sin pestañear. Parte de la sangre del niño salpicó a Smith que sólo podía proferir intentos de gritos con la mordaza en la boca. – Naisinger hizo una pausa para apagar su cigarrillo – Si eso no era suficiente, tomaron a la mujer de Smith, la desataron y la violaron delante de su marido, para luego dispararle un tiro en la boca. Sin embargo, dejaron a Smith con vida. Naisinger volvió a colocar la servilleta en sus rodillas. - Cuando la policía llegó a casa de Smith habían transcurrido unas tres o cuatro horas desde el atraco. Un vecino advirtió, en un momento determinado, que la puerta de la casa de los Smith se encontraba medio abierta, por lo que imaginó que algo pasaba y los avisó. Encontraron a Smith en estado de shock, con los ojos abiertos, fijos, sin pestañear, clavados en su mujer y su hijo que yacían muertos en aquella sala. Naisinger se animó con el vino y se sirvió una copa. Tras tomarla de una vez, se sirvió de nuevo, esta vez con ánimo más pausado. - Smith estuvo ingresado en un psiquiátrico durante unos tres meses, en estado casi catatónico. Sin pronunciar palabra ni gesto alguno que diera a entender que sentía, que estaba vivo. El estado de estrés post traumático se había instalado en su cerebro y le mantenía prisionero de una nueva realidad que el ni siquiera imaginaba que podía suceder. - ¡Dios mío! ¿Es…. es…. posible eso? – preguntó DeClerck entre balbuceos. - Me temo que sí, amigo mío. Me temo que sí. – Naisinger absorbió parte del aire de aquella sala con una pequeña bocanada – El hermano del Sr. Smith fue quien nos alertó de su problema. Supo de nosotros por un amigo común de nuestra sociedad. Fuimos a verle y le planteamos la opción de Jarreto. Probablemente, el miedo a tener que ocuparse de su hermano en ese estado y no poder ayudarle, hizo que no tuviéramos que esforzarnos demasiado en convencerlo. A las pocas semanas, se encontraba con nosotros. Con su nueva vida. Por que alguien se encargó de arrebatarle la suya sin ninguna conciencia ni moral. - No puedo…….. - Claro que puede, Sr. DeClerck. Y podrá entenderlo. Recuerde que todos están aquí por algún motivo, incluido usted. No todos son unos chiflados o pirados como usted quiere creer. Ni siquiera algunos de ellos sufren algún tipo 106

de desequilibrio. En ocasiones, podrá ver a gente que, simplemente, huye de un pasado. Naisinger terminó de beber el resto de vino que quedaba en su copa, con la mirada clavada en la mesa para, posteriormente, lanzarla a DeClerck. - Y ahora, creo que deberíamos terminar de almorzar. Se hace tarde y aún debe usted conocer a más personas. Naisinger continuó almorzando con total normalidad, mientras DeClerck parecía querer vomitar lo que había comido hasta el momento, recreando, en su mente, la figura de aquel pobre hombre con el que minutos antes se había tropezado y que no hacía sospechar que nada de aquello le habría sucedido. Estaba claro que el doctor era un hombre acostumbrado a tratar a personas con ese historial. Al final sólo pudo tomar otra copa de vino y esperar.

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XLII Casi dos horas habían transcurrido desde que el sol decidió ocultarse sin que Frost y DeClerck se hubieran dado apenas cuenta. El día se cerraba con bastantes dudas por parte de ambos. Frost no tenía muy seguro aún si creer en la historia que estaba escuchando o pensar que aquel individuo era uno de los mayores embaucadores y, quien sabía si asesino, que había conocido. DeClerck, por su parte, se mostraba sorprendido a si mismo al haber podido recordar las vivencias que, según su historia, había desarrollado en el pueblo de Jarreto. Tras finalizar la sexta cinta, Frost hizo un gesto de ruptura con el momento, guardando la grabadora en el cajón de su escritorio, a lo que siguió un pequeño resoplido de cansancio que DeClerck recogió con una tímida sonrisa. -Creo que merecemos el descanso del guerrero. Los pequeños incisos pero sólo parchean– expresó el comisario – Esto está siendo más agotador de lo que imaginaba. DeClerck veía que su esfuerzo por convencer a Frost tenía que ser mayor. - Todo es verdad, Frost ¡Le juro que todo es verdad! – exclamó DeClerck Frost se sorprendió. - No se lo he preguntado, Francis. - Lo sé, pero también sé que en su cabeza ronda una duda algo más que razonable sobre la historia que le estoy contando. - En realidad, la duda que me ronda ahora mismo por la cabeza es otra. DeClerck hizo un ademán de sorpresa a la vez que de temor. No sabía por donde podría salirle Frost. - La duda es como es posible que usted llegara aquí sin recordar nada y, a través de ligeros desmayos, de pinchazos cerebrales o como cojones quiera llamarlo, me esté contando esto con todo lujo de detalles. Eso es lo que hace que, a la vez, pueda o no dudar de su historia. DeClerck pidió permiso para levantarse al jefe, el cual concedió, aún a pesar de que no estaba esposado. Anduvo unos segundos por la habitación, intentando desentumecer las piernas ante la atenta mirada de Frost. - Quizás esté actuando en mi algún tipo de regresión mental. Sufro mucho con esos pinchazos, como usted les llama, pero al menos me están sirviendo 108

para esclarecer la verdad. Al menos, es mi verdad. – dijo DeClerck de espaldas al comisario. Frost se levantó estirando sus brazos y sus piernas a la vez, como si despertara de un largo letargo invernal. Con las manos en los bolsillos, se dirigió a DeClerck en el centro de la sala, situándose frente a él. - Créame que espero que así sea, Francis. De veras que sí. Pero pienso que ahora, lo más indicado, es descansar unas horas. – dijo el comisario mientras sacaba unas esposas de su bolsillo. - No hay más remedio, ¿verdad? – comentó DeClerck mirando fijamente las esposas. - Tengo que salir del despacho para buscar un colchón y unas mantas. Los dos no podemos dormir en este incómodo sofá. Y por mucho que quiera confiar en usted, he visto demasiadas cosas como para no tomar precauciones. DeClerck volvió a sentarse en la silla, tras lo cual, Frost le colocó las esposas, dejando las manos de DeClerck entre los pequeños barrotes del espaldar. - Vuelvo en seguida. No se marche, ¡Eh! – dijo Frost en tono jocoso. DeClerck sonrió y cerró los ojos, buscando el relax inicial que le conduciría, posteriormente, a que el sueño le acogiera durante un rato. Unos quince minutos después, Frost apareció, por la puerta del despacho, con un pequeño colchón, tipo bebé, un par de mantas y una bolsa que agarraba con su mano derecha. Cerró la puerta tras de si y soltó de una vez, en el suelo, el pequeño colchón y las mantas, a la vez que dejaba la bolsa sobre su escritorio. - He traído algo de comer de la máquina de abajo. Dulce y salado, no sabía que prefería. Y una coca cola. Es lo único que tenemos por comisaría. - Suficiente para pasar una noche loca, comisario – dijo sonriendo DeClerck. - ¡Ja, ja, ja! – exclamó en voz alta Frost - Lo siento, Francis. Al menos, nos servirán para no tener el estómago vacío – respondió con posterior sorna. Frost quitó las esposas de las muñecas de DeClerck y le ofreció unos pastelitos de chocolate y una bolsa de patatas fritas, al tiempo que dejaba la coca cola encima de la mesa. Ambos devoraron aquel amago de cena sin mediar palabra y sin miradas cruzadas. La intensidad del día ya había dado situaciones de ese tipo en abundancia. Una vez finalizaron, Frost indicó a DeClerck que se acostara en el sofá, poniéndole un extremo de las esposas en la muñeca derecha y enganchando el otro en un radiador que había en la pared, justo al lado del cabecero del sofá. - No se preocupe. Nadie nos molestará. Sólo hay un agente de guardia abajo y otro patrullando. Le despertaré en un par de horas, Francis – se estiraba y bostezaba - Ojalá que esta noche podamos acabar con todo esto, por el bien de los dos. 109

Frost cubrió, a su invitado, con una manta hasta la altura del cuello, tras lo cual, se tumbó como pudo en el colchón y, después de buscar una postura cómoda como los perros en sus cestas, cerró los ojos. DeClerck sólo podía mirar por la ventana que tenía enfrente. Aunque el cansancio que acumulaba era importante, el hecho de recrear su relato en la mente le impedía cerrar los suyos. Sólo podía esperar a que el sueño le venciera.

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XLIII No tuvo que pasar mucho tiempo para que DeClerck pudiera conciliar el sueño, sin conseguir que este fuera profundo. Continuaban invadiéndole, en su mente, ligeros flashes de imágenes que cada vez le resultaban más familiares. Aquellas sensaciones le provocaron que comenzara a mover la cabeza de un lado a otro, con un significativo signo de agobio. La respiración cada vez le era más dificultosa. El sudor crecía en él como si estuviera en una sauna. Las gotas caían por sus mejillas, no sin antes pasar por las laderas de los ojos. De pronto, abrió los ojos y se incorporó del sofá de manera impulsiva, mirando a todo su alrededor. En un instante, se dio cuenta que no tenía las esposas puestas, mirando, muy sorprendido, sus muñecas. No podía imaginar como aquellas se habrían soltado de sus manos. Inmediatamente, giró la cabeza para contemplar a Frost, que yacía en el suelo, profundamente dormido, con la boca medio abierta y con ligeros ronquidos que emanaban de él. DeClerck se levantó del sofá con quietud. Se acercó a Frost lentamente para comprobar que, efectivamente, estaba como un tronco. Al comprobar que era así, fue hacia la puerta y la abrió con mucho sigilo. Aquel pomo era bastante antiguo y el chirriar podía despertar a medio pueblo si no se hacía con mucho tiento. DeClerck abrió la puerta, sin dejar de mirar a Frost, el cual seguía roque como un lirón en su madriguera. DeClerck alió del despacho y encaminó el pasillo. Nada más salir, levantó la vista y pudo comprobar que el despacho del fondo, justo enfrente del de Frost, tenía una luz encendida. Mientras avanzaba con prudencia, fue apreciando sombras dentro del despacho. Cuando casi estaba en el centro del pasillo, le pareció que, a las sombras, se le unían algunos gemidos que sonaban mucho a mujer. Por fin, alcanzó la puerta. Las sombras eran inconfundibles. Un hombre y una mujer estaban dentro de aquella estancia. DeClerck acercó su mano, lentamente, al pomo y lo giró con mucha suavidad, intentando hacer el menor ruido posible. Cuando consiguió abrir, empujó la puerta aún con más suavidad. Los gemidos ya eran más que notorios. Con la puerta medio abierta, pudo ver la cabeza de una mujer, con una larga melena morena y rizada, que estaba ligeramente inclinada. Tenía las manos encima de una mesa y parecía que detrás de ella había alguien. Por fin, DeClerck abrió la puerta por completo y allí encontró, bajo la luz tenue de una lámpara de mesa, a un hombre follando a la mujer de manera muy violenta, mientras ella emitía una mezcla de gemido de placer y de dolor que la hacía estar en un estado muy elevado de excitabilidad. DeClerck no podía ver la cara del individuo, que tenía su cabeza inclinada sobre el cuello de la mujer, mientras la besaba apasionada y violentamente. De repente, el individuo levantó la cabeza, como intuyendo la presencia de alguien más allí. La mirada de DeClerck se torno a algo más que miedosa, ante la posibilidad de que fuera descubierto. Tal hecho ocurrió 111

pasados unos segundos, cuando el individuo se dio la vuelta pero sin dejar de follar a la mujer. La expresión de DeClerck ya no tenía descripción, cuando se encontró con él mismo, mirándose fijamente, con la boca ensangrentada mientras seguía follando a aquella mujer con increíble lujuria. El doble de DeClerck comenzó a sonreír de manera muy siniestra, mientras la sangre se deslizaba por las comisuras de su boca. DeClerck no podía articular palabra alguna, hasta que por fin, su doble lo hizo por él. - ¡Que pasa, amigo! – dijo con la voz muy alzada - Te gusta mirar, ¿verdad? Te gusta mucho mirar, ¿verdad, amigo? – repetía una y otra vez, ya con voz más ronca y profunda. La mujer se volvió hacia DeClerck y empezó a carcajear de manera desaforada y casi grotesca, mientras DeClerck contemplaba perplejo la sangre en su cuello, como si un vampiro la hubiera mordido. - ¿No la reconoces? ¡Haz un esfuerzo, Francis! ¡Hazlo! El doble de DeClerck comenzó a gritar cada vez más y más fuerte. - ¡HAZLO! ¡HAZLO, MALDITO HIJO DE PUTA! – continuaba gritando. DeClerck sólo pudo contestar con otro grito pero con un carácter más asustadizo para, seguidamente, salir del despacho y cerrar la puerta de golpe tras de si. Durante unos segundos, se mantuvo agarrado al pomo, confiando en que no se moviera y eso le hiciera pensar que aquel desagradable incidente había terminado. Cuando quedó tranquilo con el tiempo transcurrido, se dio la vuelta, encontrando, para su ingrata sorpresa, a su doble. Allí estaban delante de él, totalmente desnudo, con la sangre inundando su boca. - ¡No huyas, cobarde de mierda! ¡No nos des la espalda! – dijo el doble de DeClerck, ya más pausadamente. Sin apenas pensarlo, cogió a DeClerck del cuello y lo levantó del suelo medio palmo, mientras este gritaba sin parar. No podía dejar de hacerlo, mientras su doble clavaba sus ojos en él, como queriendo devorarlo con los mismos. DeClerck sólo podía cerrar los suyos y esperar a que aquello terminara. Esperar hasta que………..

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XLIV DeClerck se incorporó del sofá de forma acrobática, volviendo de golpe a él tras un tirón en su muñeca izquierda, que tenía atada con las esposas al radiador. La pesadilla había terminado. Por que sólo había sido eso, una pesadilla, pero tan real que le hizo temblar sin cesar mientras sudaba como si alcanzara temperaturas corporales de más de cuarenta grados. Poco a poco, se fue relajando, recostándose, de nuevo, en el sofá, esta vez ya para esperar al comisario mientras su mirada quedaba fija en la ventana del despacho, perdida y desquiciada a la vez, sin poder olvidar la escena que, minutos antes, había estado a punto de acabar con su vida dentro de su mente.

Un pequeño timbre sonó justo al lado de la cabeza de Frost, en un reloj de cuerda de los antiguos, marcando las once y media de la noche. Este abrió los ojos rápidamente y detuvo el ring con un golpe digno del Bruce Lee más puro. Tras desperezarse de manera llamativa, se dio la vuelta con un giro rápido, pensando que había olvidado hacer algo que tenía que haber hecho, nada más abrir los ojos. Tenía que cerciorarse que DeClerck continuaba en allí. Para su descanso, pudo contemplar a su reo con los ojos totalmente abiertos y absortos en la ventana. Estaba como ido. Con lentitud, Frost se levantó del colchón y se dirigió a DeClerck. - ¿Ha podido dormir algo, Francis? – preguntó algo preocupado. - Poco. Muy poco – manteniendo la mirada perdida - Prefería estar despierto. De todas formas – mirada a Frost - me ha venido bien el descanso. Gracias. Frost sacó las pequeñas llaves de las esposas de su bolsillo y desencadenó a DeClerck, dándole la mano para que se incorporara. Le invitó a usar el baño antes de sentarse de nuevo, pero DeClerck rehusó la invitación. Bastante despejado se encontraba ya y, probablemente, no le apetecería volver a encontrarse solo en el baño, ante otra de sus sorpresas mentales. Frost le sirvió a DeClerck un vaso de agua y otro para él. Ambos bebieron con prontitud y de nuevo, se encontraron frente a frente. - Bueno, Francis. Creo que ahora ha llegado el momento de saber que hizo usted en Jarreto. Y espero sea lo suficiente para que su historia sea creíble. - También lo espero yo, Frost. También lo espero – contestó ligeramente desconsolado. DeClerck no quiso hablar de su pequeño incidente nocturno con Frost, seguramente por que sólo conseguiría asustar a Frost y que desconfiara de él

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a la hora de dejarlo solo en algún momento. Además, las pesadillas poco iban a servir a su favor delante de un juez, si se diera el caso.

Frost volvió a abrir el cajón de su escritorio, sacó la grabadora y la puso en marcha para continuar con la declaración de Francis DeClerck y su historia en el pueblo de Jarreto.

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XLV EL SR. AMENDOLA, EL GUARDIAN. - Sra. Kensell, ¿sería tan amable de avisar al Sr. Amendola, por favor? – pidió Naisinger. La recepcionista dejó el libro que tenía entre manos y salió absolutamente rauda hacia la calle. El doctor y DeClerck la esperaron en el mostrador de recepción, mientras el cejijunto se sentó en un pequeño sofá que había enfrente, en una especie de salita de espera para huéspedes. A los pocos minutos, la Sra. Kensell regresó acompañada de un tipo con un aspecto bastante curioso.

El Sr. Amendola era el responsable de la seguridad de Jarreto. Era una forma amable de decir que se dedicaba a dar vueltas y vueltas por toda la zona, simplemente para alertar a algún niño que tuviera cuidado o para cerrar alguna ventana que encontrara abierta. El caso es que le habían otorgado aquellas atribuciones y el hombre se las tomaba muy en serio. Era un hombre de aproximadamente metro setenta, evidentemente, no muy alto pero sí bien formado. Tenía la espalda bastante ancha y las manos grandes, con dedos como salchichas. Su cuerpo le daba forma de embudo, llegando a la cintura y continuando por las extremidades inferiores. Totalmente rapado, con una calva brillante como si la hubieran curtido en cera, tampoco tenía pelo en las cejas y su blanco semblante hacía un interesante contraste con el color oscuro de los muebles del hostal. Al sonreír, se apreciaba que tenía un diente de oro, lo cual le daba un ligero aspecto siniestro, aunque el tipo en si no lo fuera o, más bien, no lo pareciera. Al verlo, saludó al doctor con un fuerte apretón de manos e hizo lo propio con DeClerck cuando Naisinger le presentó ante él. Con toda amabilidad, señaló el sofá donde estaba el menguado guardaespaldas de Naisinger, haciendo que este se levantara, al momento, ante la mirada del doctor. - Bien, Sr. DeClerck – dijo Amendola - De modo que es usted nuestro nuevo vecino. ¿Qué le parece nuestro pequeño rincón? – preguntó con voz muy gruesa. Aquello empezó a sonarle a DeClerck a interrogatorio disimulado bajo sonrisa falsa de piel de cordero, pero no tuvo más remedio que entrar al juego.

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- Pues…. es un lugar francamente curioso, sin duda. Aún no he podido hacerme una idea. Sólo he conocido este hostal y el breve recorrido hasta aquí – respondió. - Bueno, no se preocupe. Le ayudaremos a aclimatarse en breve – dijo Amendola. - El Sr. DeClerck residía en Boston, aunque si última residencia fue España, en la costa del sol, Sr. Amendola – aclaró Naisinger. - ¡Ahhh! ¡España! ¡Que lindo país! ¡Y la capital! ¡Que preciosa capital! ¡Siempre me encantará Lisboa! – expresó con animosidad Amendola. Al escuchar aquello, DeClerck sólo pudo soltar una pequeña carcajada mientras miraba al guardián (así le empezó a llamar desde aquel día). Sin embargo, notó que a él no le hizo mucha gracia. - ¿He dicho algo gracioso, señor? – preguntó izando el ojo derecho y con cara de malas pulgas. - Nada. Sólo que ha hablado usted de Lisboa y es la capital de Portugal, no de España – respondió, manteniendo la sonrisa, DeClerck. Al momento, el guardián se incorporó levemente hacia DeClerck. Este comenzó a entender que aquello ya no tenía nada de broma. - ¿Insinúa usted que no sé cual es la capital de España? – preguntó cada vez más malhumorado. - No, claro que no. Simplemente que se ha confundido. Eso es todo – contestó tímidamente, intentando arreglar el roto. - ¿Acaso piensa que tengo algún tipo de demencia senil o algo por estilo y que no recuerdo cual es la capital de España? – volvió a preguntar, esta vez con aire de intimidación. DeClerck no supo que responder. Aquel tipo le estaba realmente asustando y no sabía cual podía ser su reacción. - Sr. Amendola, le ruego me disculpe si le he insultado. No…. no era mi intención. De repente, el tipo comenzó a soltar una carcajada tras otra de manera muy basta y burda. DeClerck pensó, por un momento, que le estaba dando un ataque de histeria o algo parecido. De pronto, el guardián soltó su mano derecha hacia el hombro de DeClerck, que casi hace que se comiera una pequeña mesita de madera que tenían delante. - ¡Ja, Ja, Ja! ¡Tranquilo, hombre! – calmándose poco a poco - Es sólo una broma de bienvenida. No se lo tome a mal. Ya sé que la capital de España no es Lisboa. No hay que preocuparse. Aquello tranquilizó a DeClerck, aunque sólo fuera en aquel momento. Naisinger interrumpió la animosa charla, mientras Amendola se quedo con rostro algo confuso, como dando a entender que no iban mal encaminados pensando que no sabía cual era la capital de España. 116

- Sr. Amendola, me gustaría que mañana le enseñara al Sr. DeClerck la zona, para que pueda campar a sus anchas en el menor tiempo posible. - Por supuesto, no faltaría más. Si no hiciera eso, no podría llamarme responsable de la seguridad de aquí. Le mostraré todo al Sr. DeClerck para que se sienta lo más cómodo posible. De hecho, ¿por qué esperar a mañana? Podemos hacerlo ahora mismo. El guardián se levantó pero, rápidamente, volvió a sentarse al ser cogido por el brazo por Naisinger, el cual le miró muy seriamente. No pronunció palabra mientras le hacía sentarse de nuevo. Sólo su mirada era suficiente para que lo hiciera. - No es necesario, Sr. Amendola. El Sr. DeClerck está muy cansado y hoy no es el mejor día para largas caminatas. No se ponga nervioso. Mañana tendrá ocasión de conocerle mejor – dijo Naisinger sin parpadear. Amendola se quedó muy serio y casi le temblaban las manos. Asintió brevemente y volvió a levantarse para marcharse del lugar. - Muy bien, Sr. DeClerck – dijo mientras alargaba la mano derecha para estrecharla – Mañana, sin falta, daremos un paseo por el pueblo. Estoy seguro que le encantará. - Estoy seguro – dijo DeClerck sin levantarse. Amendola estrechó, también, la mano del doctor y, tras dar un par de pasos hacia atrás, hizo el saludo de oficial a sus superiores, mirando a la pared de enfrente y llegando a golpear los pequeños tacones de sus botas al hacerlo, en plan muy militar. Acto seguido, se dirigió a la puerta, parando brevemente en recepción. Naisinger se levantó también, indicando al cejijunto que se quedara sentado en la silla donde se encontraba e indicando a DeClerck que salieran a la calle. Una vez en ella, DeClerck pudo ver, de nuevo, el acristalado cielo artificial del pueblo, pero esta vez con un tono mas oscurecido, como yendo al ritmo del tiempo que transcurría realmente. Pero la sorpresa de DeClerck era la sensación de frío que tenía. ¿Cómo era posible, estando aquel pueblo oculto? Haciendo uso, una vez más, de su infinita curiosidad, le preguntó a Naisinger como era posible que en aquel lugar cubierto pudiera existir aquella temperatura. Naisinger le respondió encantado.

Un entramado de tuberías se encarga de distribuir calor o frío en base a la estación del año, mediante unas modernas máquinas instaladas en el exterior. Pretendemos que no noten diferencia alguna en la temperatura. Al igual que en las ciudades normales, hay épocas de calor y de frío. Aquí hemos encontrado la forma de traer el invierno y el verano a una zona totalmente cubierta. El techo acristalado, que está contemplando, está fabricado en policarbonato, un material usado para el acristalamiento de grandes superficies, pero con un grosor ligeramente mayor que el habitual que se puede ver en cualquier centro comercial. Toda una cúpula de este material rodea al pueblo. Y para suministrar el oxígeno necesario para la calidad de vida del lugar, se construyó 117

una pequeña planta de producción bajo tierra. Esta planta usa un filtrado de tipo mineral hecho de gas oxígeno. El gas oxígeno es generado usando una presión y forzado desde un soplador, absorbiendo el mineral. Luego el gas oxígeno es separado, el cual, como gas inerte, es 93% rico en oxígeno. No hemos escatimado en gastos, como ya le dije. Ambos continuaron caminando, dirigiéndose a una especie de local de bebidas que se veía en el lado derecho de la avenida, según se salía del hostal. - ¿Qué le ha parecido Amendola, Sr. DeClerck? – preguntó Naisinger. - Bueno. Un tipo algo agresivo y nervioso, al menos antes. Pero aún no lo conozco a fondo – respondió DeClerck – como para poder juzgarle en esos términos. - Padece de trastornos psicóticos breves. Ya lo irá comprobando. - ¿También tuvo algún episodio desagradable como el Sr. Smith? – preguntó DeClerck intrigado. - Cocaína, Sr. DeClerck. Ese fue su episodio desagradable. Durante siete años fue cocainómano. Todo lo que tenía lo gastaba en consumo. Hasta llegó a vender su casa para poder pagar deudas que había contraído con algunos camellos que amenazaron con partirle las piernas y algo más si no devolvía el dinero. Aquel detalle impactó a DeClerck. Realmente, había gente allí que tenía o había tenido problemas incluso más graves que los suyos. - La coca le destrozó tanto que tuvo que ser ingresado en varias ocasiones. Su mujer le abandonó, después de que una noche intentara matarla con una llave inglesa. Ella fue la que nos alertó del asunto antes de dejarle. Cuando lo encontramos, los enfermeros del hospital lo tenían atado a una cama de pies y manos con correas de cuero. Estaba absolutamente ido. Eso ha hecho que en ocasiones tenga esas reacciones que ha visto. Aunque, es evidente, que el control sobre ellas es positivo. - De todas maneras, si es sólo eso, no parece peligroso.- respondió DeClerck. Naisinger emitió una carcajada antes de continuar. - ¿Sabe usted lo que hizo nada más llegar aquí? - No puedo imaginarlo – respondió con incredulidad DeClerck. - Ahí enfrente – dijo Naisinger, señalando con el dedo - tiene el pequeño puesto de guardia que se pensó para él. Hay una habitación bastante cómoda, muy parecida a la suya en el hostal. Al enseñarle las dependencias, se volvió hacia uno de mis acompañantes y le arrancó la oreja de cuajo de un mordisco. DeClerck no podía creer lo que Naisinger decía. Su inquietud aumentaba por momentos al pensar que iba a alternar con un individuo que podía llegar a cometer ese tipo de acciones.

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- La escupió en su mano y nos dijo a los presentes que, si quería recuperarla, teníamos que pasarle un gramo o se la tragaría – siguió comentando Naisinger de manera pausada - Pero tranquilo. La situación ya está más que controlada. Amendola lleva con nosotros tres años y su mejora ha hecho que se le haya otorgado un puesto de responsabilidad. - Supongo que habrá estado medicado, o lo seguirá estando – planteó DeClerck. Naisinger se detuvo en seco. - A veces, la mejor medicina es que nos permitan sacar lo mejor que tenemos dentro, Sr. DeClerck, por muy oculto que esté.

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XLVI VITORIO´S. Entre charla y preguntas, llegaron hasta un local que rezaba encima de la puerta VITORIO´S. - Este suele ser el lugar de reunión de muchos de nuestros habitantes – dijo Naisinger- Y aquí podrá usted también hacer vida social. Hasta donde usted quiera, por supuesto. El cartel era ciertamente curioso. Una especie de lámina adhesiva donde encima estaba escrito el nombre del local con pintura negra, pero de forma muy atractiva, eso si. Un escaparate con ciertos trazos en azul y negro y la puerta de entrada era lo que adornaba el frontal de aquel lugar que DeClerck supuso sería donde más tiempo pasaría si no quería perder la oreja u otra parte de su cuerpo. Naisinger pasó en primer lugar y, tras cerrar la puerta, DeClerck le siguió hasta una barra que había en el fondo. Aquello resultó ser un sitio bastante familiar. DeClerck recordaba lugares de copas así en Boston y también en Estepona, muy frecuentados por él. Totalmente hecho en madera marrón y negra, aunque parecía un sitio oscurecido, estaba muy bien iluminado, dando un aspecto bastante acogedor. Al llegar a la barra, Naisinger comenzó a hablar con un individuo que estaba limpiando jarras de cerveza. DeClerck dedujo que era el propietario, ya que no vio a nadie más por allí. El doctor le hizo una indicación para que se acercara. - Sr. DeClerck, quiero presentarle a Vitorio, el propietario del local. Este es el Sr. DeClerck, Vitorio – exclamó con entusiasmo. - Mucho gusto, señor – dijo Vitorio con un ligero acento italiano. DeClerck estrechó la mano mientras pensaba que allí también se daba la variedad étnica. Era claro que habría habitando el pueblo gente de distintas nacionalidades. - Encantado. Este local está fenomenal. ¿Aquí se reúne habitualmente la gente del pueblo? – preguntó DeClerck. - Sí, así es. Digamos que es lugar de esparcimiento de la población. No sólo vienen aquí a beber. Tenemos un billar, una diana con dardos, una televisión. Y por las noches, además de cenas, se suelen organizar timbas de póquer. Pero eso – dijo Vitorio mirando a izquierda y derecha y en voz baja – es más tarde. Si quiere apuntarse a una de ellas, será un placer.

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- No soy muy buen jugador de póquer, pero estaré encantado – sonrió sorprendido DeClerck. Vitorio fue otro motivo más para creer que aquello podía tener algún sentido y una finalidad más allá de la que había imaginado DeClerck. La gente que estaba viendo allí le parecía absolutamente cuerda y normal. Quizás su idea de las enfermedades mentales, de los trastornos y de los traumas se regía más por las películas que había visto o los libros que había leído. Naisinger le invitó a dar una vuelta para ver el local al completo. Lo cierto es que DeClerck se sentía, por momentos, más a gusto en Jarreto. Cada vez tenía la sensación más clara que aquello era para él. Una vez recorrido el bar, Naisinger le hizo el ademán de marcharse. Mientras iba hacia la puerta, advirtió que el doctor no le seguía. Al mirar hacia atrás, DeClerck pudo ver como le decía algo al oído a Vitorio. Este sólo asintió, mirando a DeClerck fijamente. Al salir a la calle, volvieron a tomar el camino al hostal. A pesar de todo lo que estaba contemplando, a DeClerck aún le asaltaban algunas inquietudes. - Sigo teniendo dudas, doctor. No puedo terminar de concebir la idea que usted me ha comentado – dijo mientras caminaban. - No tiene nada de extraño, Sr. DeClerck – respondió deteniéndose y haciendo girar a DeClerck hacia él, cogiéndolo del brazo – Simplemente, puede ser algo extraordinario.

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XLVII Después de unos segundos mirando la grabadora, Frost se llevó las manos a la cara, frotándose los ojos en señal de cansancio. Suspiró un par de veces antes de mirar a DeClerck. - Realmente es increíble. Un pueblo totalmente regentado por enfermos mentales. – exclamó el jefe de policía. - No sé que piensa usted de todo esto, Frost, pero ese lugar existe. Yo lo he vivido y le puedo asegurar que existe – afirmó con rotundidad DeClerck. - Eso es lo mejor que puede pasarle, Francis. Que ese pueblo exista de verdad. O yo mismo me encargaré que pase el resto de sus días en la cárcel. El tono de Frost se endureció. Ya no era la amabilidad ni el sentido del humor lo que amparaba sus palabras. El jefe se daba cuenta que aquella historia tenía tintes realmente misteriosos que no le dejaban ver clara la verdad. - ¿Sabe que podemos estar hablando, de entrada, de posible secuestro? Y de más de una persona. Sólo por eso, le pueden caer unos cuantos años – explicó Frost. A pesar de ello, Frost seguía mostrando confianza en que el relato de DeClerck le llevara a comprender la realidad de la situación. - Sólo le pido, Francis, que no obvie ningún detalle. Su vida seguramente depende de ello. Si está inventando todo esto, más vale que tenga un final complejo que no podamos investigar. - Tengo la sensación que no ha creído una palabra de lo que le he contado. – respondió DeClerck – después de tantas horas, no se fía de nada de lo que he dicho. - La cuestión no es que le crea o no. La cuestión es que sea veraz lo que me está contando y se pueda probar. Nada más. Tras sus palabras, Frost puso en marcha de nuevo la grabadora y pidió a DeClerck que prosiguiera.

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XLVIII EL CONTRATO - Bien, Sr. DeClerck. Usted ha tomado una decisión de la que no puede echarse atrás. Quizás esta pregunta suena a presuntuosa pero, ¿Qué le parece lo poco que ha visto hasta el momento? - Pienso que estoy en un lugar de reposo pero que usted no me dejará salir de aquí nunca – contestó. - Así lo eligió usted. Recuerde que le dije lo que implicaba venir aquí. Además – prosiguió dando una calada a su cigarrillo – fue usted quien me llamó el último lugar. - ¿Y si alguien consigue curarse? ¿No tendría la posibilidad de rehacer su vida donde le apetezca? – preguntó. - Es el precio que hay que pagar por conseguirlo. Además, si consigue rehacerse aquí, ¿Qué motivo puede tener para volver a la vida que ocasionó su problema? Aquella afirmación hizo recular a DeClerck. El doctor llevaba razón. No sólo por que no podía echarse atrás, sino por que, si se adaptaba a aquella vida, ¿Qué motivo tendría de volver al origen? No tenía mucho sentido. Después de todo, no había variado mucho el escenario y la sensación de lugar extraño cada vez le invadía menos. Mientras apagaba su pitillo, Naisinger sacó del interior de su chaqueta una especie de documento. - Le voy a explicar los últimos trámites, Sr. DeClerck – dijo mostrándole el papel a DeClerck – Este documento acredita que es usted habitante de Jarreto, asumiendo las responsabilidades de las que hemos hablado, siendo la fundamental el hecho de que esta será la forma de vida que usted ha elegido, libremente, para los restos. DeClerck tomó el documento y empezó a leerlo con atención. Le sorprendieron las especificaciones que allí aparecían. Más que especificaciones, eran advertencias.

Estimado señor DeClerck, Con este documento, se acredita usted, de manera absolutamente libre y voluntaria, como habitante de la población de Jarreto, la cual no aparece en ningún mapa ni esta abierta al público en general. Dicha población forma parte de un proyecto en el que usted, reiteramos, de manera libre y voluntaria, ha decidido participar, con la exclusiva condición de desarrollar el resto de su vida 123

en ella. Usted ha elegido esta forma de vida, basándose en una situación muy particular que sólo usted y su asesor conocen inicialmente. Aceptando este contrato, se acoge usted a todos los derechos y deberes inherentes a los pobladores de Jarreto. DERECHOS Tiene usted derecho a hablar con quien quiera, siempre y cuando sus fines no estén destinados a la rebelión o al intento de romper con el sistema establecido en esta localidad. Tiene usted derecho a andar, caminar y pasear por donde quiera, dentro de los límites establecidos de la localidad. Tiene usted derecho a hacer lo que quiera, dentro de las normas de convivencia de nuestro pueblo. Tiene usted derecho a realizar o no las actividades propuestas por las personas encargadas de las mismas dentro de la localidad. Tiene usted derecho a una vivienda digna que se le proporcionará en su primer día de estancia en Jarreto. En caso de que la vivienda no esté adecuada para su correcto uso o no sea de su agrado, se le ubicara en una nueva lo más rápidamente posible. Tiene usted derecho a trabajar en un puesto que aporte cosas positivas a la localidad, y siempre y cuando, exista disponibilidad para ello.

Al igual que son amplios y claros sus derechos en nuestra localidad, también existen unos deberes que debe usted respetar y cumplir. DEBERES No se permite el intento de abandono del recinto bajo ningún concepto. Este hecho se considerará delito para la localidad y sus habitantes y, por lo tanto, recibirá el castigo correspondiente por el personal competente. Cualquier intento de fuga, será castigado bajo el criterio del responsable de seguridad de Jarreto. Las únicas drogas que consumirá, serán suministradas por el personal especializado de Jarreto., siempre y cuando sea oportuna su utilización por el bien de su salud. No podrá acceder a la Zona Cero por ningún motivo de manera voluntaria. Dicho motivo sólo podrá ser dictaminado por el personal autorizado y en las revisiones periódicas correspondientes.

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Si cumple estas simples ordenanzas, con seriedad y honestidad, llevará una apacible vida en nuestro pueblo y se la hará más fácil a los demás. Sólo me resta darle la bienvenida a nuestra localidad, esperando que recuerde y aproveche su estancia de manera agradable y cordial.

Atentamente, WINSTON CHARLES REGENTE DE JARRETO

- Firme al final, en la línea de puntos – dijo Naisinger, entregándole una pluma color dorado. - ¿Qué pasaría si no firmara? – respondió DeClerck con tono desafiante y curioso a la vez. - En cierto modo, ya lo ha firmado, Sr. DeClerck. Usted ya ha consentido residir aquí. Este documento sólo le da un carácter más oficial a su voluntaria decisión, además de permitirle ser uno más de la comunidad. En caso contrario…… - ¿Qué? ¿Qué sucede en caso contrario? - Tendríamos que tomar medidas de protección. - ¿Qué tipo de medidas? - Francis, por favor. Dejemos de comportarnos como críos. No intente ser mas listo que nadie por que no es el objetivo de Jarreto. Firme y terminaré de explicarle las reglas. Sin más dilación, DeClerck firmó al final de la página, con la sensación de que firmaba su propia sentencia de muerte, a la vez que tenía la certeza de que hacía lo correcto, que era la decisión probablemente más firme que había tomado en su vida. Sin embargo, necesitaba algo más para inclinar la balanza a favor de lo segundo. DeClerck devolvió el documento a Naisinger, el cual lo guardó, de nuevo, en el interior de su chaqueta. - La Zona Cero es el centro neurálgico de Jarreto. Se encuentra a las afueras de la localidad y no se detecta desde la zona en la que se encuentran. Controla el correcto funcionamiento de todo. La maquinaria necesaria para todo esto. Las máquinas de calor y frío para la temperatura del pueblo, los depósitos y termostatos de graduación de agua, la planta productora de oxigeno, almacenamiento de víveres, utensilios necesarios para la vida diaria. Todo controlado por nuestro personal, que sólo entra en el pueblo una vez al mes, para los reconocimientos médicos, el abastecimiento y, por supuesto, por causas de fuerza mayor. - ¿Causas de fuerza mayor? – preguntó DeClerck.

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- Incidentes que puedan producirse por parte de alguien, pero que se solucionan con la más absoluta discreción. Se lo aseguro. A DeClerck no le resultó muy tranquilizador aquel comentario algo fascista, esperando no tener que comprobarlo in situ. - Mañana por la mañana, vaya a ver al regente de Jarreto, el Sr. Charles. Este le entregará su nueva documentación, que le acreditará como habitante de Jarreto y le comentarás más cosas sobre la vida aquí. - ¿Y por que no ahora? – preguntó DeClerck intrigado. Naisinger sonrió tímidamente y se dirigió a la puerta. Tras asomarse al pasillo, el cejijunto se adentró en la habitación con una especie de bolsa de mano que sujetaba con firmeza. Se colocaron justo frente a DeClerck, mirándole con algo de lástima. Al intentar levantarse de la cama, el cejijunto se abalanzó sobre él, poniéndolo boca abajo y sujetándole los brazos a la espalda, lo cual le produjo un dolor espantoso. DeClerck comenzó a gritar, pero rápidamente, el tipo le tapó la boca, metiendo un pañuelo dentro de ella. No podía moverse. Aquel individuo era menudo pero muy fuerte. DeClerck estaba totalmente inmovilizado. Sólo pudo ver de reojo que Naisinger se acercaba a él, abriendo la bolsa de mano que le había entregado su guardaespaldas. - No podrá ser ahora porque tengo que marcharme, Sr. DeClerck. Y no podemos permitir que usted vea algo que le incite a marcharse de aquí. Ya sabe, son las normas de Jarreto. Pero esto que le está sucediendo, es normal. Lo preocupante sería que su actitud no fuera desafiante y que estuviera de acuerdo en todo. Sin duda que, cuando me marche de aquí y empiece a descubrir las cosas por si mismo, lo verá de otra forma. Naisinger sacó una jeringuilla y un pequeño bote de cristal con líquido. Clavó la aguja en la parte superior del recipiente, llenando esta más o menos hasta la mitad. Tras desalojar el aire de la misma, la inyectó en el cuello de DeClerck, produciendo en él una punzada rápida, seguida de una visión totalmente borrosa. Cuando comprobó que no podía moverse, el cejijunto le soltó. Sus ojos se cerraban. DeClerck intentó, por todos los medios, levantarse, pero ya era imposible. Antes de cerrarlos por completo, sólo pudo escuchar de nuevo la voz de Naisinger. - No lo olvide, Sr. DeClerck. Este es su sitio ahora. Mentalícese. No intente deshacer lo que ha decidido. Aquí estará a salvo. Confíe en mí. DeClerck intentó resistir a la caída en el sueño pero sin mucha fortuna. Sólo, pudiendo proferir algo en voz baja. ¡El niño! ¡El niño! ¡El niño! ¿Quién es ese niño? Naisinger y el cejijunto se miraron extrañados, dejando claro que no habían entendido lo que DeClerck había dicho. Tras aquellas palabras, terminó de cerrar los ojos, quedando profundamente dormido.

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XLIX FEBRERO DE 1991. DECLARACION DE FRANCIS DECLERCK. 23.50 DE LA NOCHE. No sabría decir cuantas horas pasaron desde que me quedé dormido. Lo que recuerdo es que, al comenzar a desperezarme y abrir los ojos, lentamente, todo me daba vueltas. Era como una resaca después de una noche de fiesta y borrachera correspondiente. Intenté levantarme pero la pesadez en mi cuerpo era excesiva, como si alguien estuviera sentado encima de mí. Por fin, poco a poco, pude ir irguiendo el cuello. Miraba a izquierda y derecha de aquella habitación pero todo me daba vueltas. Continué haciendo esfuerzos hasta que, finalmente, conseguí levantarme.

Recuperé el dominio sobre mi mismo, lo suficiente para poder caminar hasta el baño, ayudado por los apoyos sobre la pared. Una vez llegué al aseo, entré y dejé caer mis manos, empujado por el peso de mi cuerpo, directamente en el borde del lavabo, tras lo cual, abrí el grifo y me eché agua en la cara a pequeños golpes, intentando espabilarla. Con la cara empapada, me miré en el espejo y contemplé mi rostro, dándome cuenta que aquello no era una pesadilla. Era una realidad en la que tenía que descubrir si había elegido correctamente. Una vez ya recuperado, salí del baño y me dispuse a vestirme para recorrer el pueblo y conocer todos los entresijos posibles del mismo. Abrí el armario y tomé lo primero que vi. Unos vaqueros y un jersey fino de color negro, a lo que añadí un abrigo largo de color gris para combatir el frío de la calle. Mientras me colocaba la indumentaria, reparé que aquella no era mi ropa. Todo lo que había dejado preparado en las maletas de mi apartamento de Estepona, no estaba. Cierto era que con la ropa que había en aquel armario, no tenía problemas de vestuario. El armario estaba bien provisto pero nada era mío. Busqué por todos lados del armario, por los cajones y vi que mis cosas no estaban allí. ¿Dónde estaban, entonces, todas mis cosas? Pensé que lo mejor era preguntar a la Sra. Kensell por ello.

Estaba terminando de abrocharme los cordones de unos elegantes zapatos negros de piel, cuando escuché unos golpes en la pared contigua. Al principio, eran pequeños, no muy molestos, pero después fueron aumentando en la velocidad. Me acerqué lentamente a la pared e hice lo típico, poner la oreja para intentar escuchar con claridad. Los golpes continuaban. Eran como de 127

puño sobre una mesa. Al pasar unos segundos, cesaron y comencé a escuchar unos pequeños pasos que se acercaban a la pared donde yo estaba apoyado. Al oír acercar los pasos, me retiré de manera instintiva. Dejé de escuchar los golpes hasta que de pronto comenzaron en la propia pared. ¿Cómo, fuera quien fuera, se había dado cuenta de mi presencia? El caso es que los golpes en la pared eran cada vez más rápido, más intensos. Decidí abandonar la habitación y ver de donde venían los dichosos golpes. Salí y, justo cuando cerré la puerta de mi habitación, cesó todo ruido. Me volví hacía el pasillo y pude ver una puerta junto a la mía. Supuse que sería otra habitación con un huésped como yo. Intenté abrir la puerta pero no pude. Estaba cerrada por dentro. Ni siquiera el pomo hacía el más mínimo intento. Era muy extraño. Por curiosidad, pegué la oreja a la puerta, para ver si escuchaba algún sonido humano allí, pero nada se percibía hasta que, un fuerte golpe en la puerta, me hizo caer al suelo con un susto monumental y con el correspondiente dolor de culo por el cebollazo aplicado. Me quedé mirando la puerta mientras me levantaba y pensé que las investigaciones sobre esa habitación habían acabado por el momento. No quería encontrarme con un individuo más grande que yo, golpeándome continuamente y dejándome la cara como un mapa por satisfacer mi curiosidad.

Bajé las escaleras hasta la recepción y allí encontré a la Sra. Kensell. - Buenos días, hombre de dios. ¡El primer día y ya tan madrugador! Estamos aquí para relajarnos, no para estresarnos – exclamó la señora. La expresión le resultó chocante a DeClerck, más aún cuando apenas conocía a aquella buena mujer. - Bueno – con una leve sonrisa – la verdad es que he dormido bastante esta noche. El cansancio del viaje, sin duda que me dejó grogui. Si quisiera saber cuando llegará mi equipaje. La Sra. Kensell cambió la expresión de su cara a sorprendida. - Discúlpeme pero aquí no llegado su equipaje, pero tiene usted ropa, creo que muy adecuada, en su habitación. ¿Hay algo que le disguste? - ¡No, no! – respondió algo sonrojado DeClerck – la ropa es perfecta. Me sienta – dijo señalando la que llevaba puesta – de maravilla. Pero, siendo sincero, me gustan mis cosas. - Pués debo decirle que no ha llegado ni tampoco esperamos nada. Aquí, cada uno, llega con lo que llega. Quien trae sus pertenencias, con ellas se queda, y, quien no, se le ayuda a obtenerlas, como ha sido su caso. La recepcionista se mantuvo mirando a DeClerck con cara de boba de no saber que solución dar y ni siquiera buscarla. Aquella actitud me descolocó un poco, sobre todo siendo las horas tan tempranas que eran, por lo que no quise discutir más con ella y lo dejé correr. A pesar de eso, me marché del hostal dándole vueltas al por que se había extraviado mi equipaje o, simplemente, no me había acompañado. No entendía por qué se habían empeñado tanto en que 128

no olvidara nada en mi apartamento, para después dejarlo en el olvido. No pensé más en ello y proseguí mi excursión.

Aún no había amanecido, aunque tenía pinta de hacerlo en breve. Mi propósito, en aquel momento, era descubrir aquellas calles sin que nadie me observara. El aire frío que se respiraba me ayudó a despejarme y poder analizar visualmente mucho mejor el lugar donde me encontraba. La zona del hostal era como el cierre del pueblo, flanqueada por una serie de pequeñas tiendas a izquierda y derecha. Tiendas donde se vendía prensa, donde se adquirían comestibles, incluso pude apreciar una peluquería y una pequeña tienda de cuadros. Era muy curioso. Parecía una especie de Monopoly y juego de construcción mezclado con un resultado relativamente original. Me detuve en la tienda de cuadros, comprobando que eran cuadros con motivos del lugar y de la gente de allí. Me pareció reconocer a la Sra. Kensell y al histriónico guardián, el Sr. Amendola. Había otros retratos de personas que aún no conocía, pero me llamó la atención el de una mujer de extraordinaria belleza. En ese momento pensé que tendría mucho gusto en conocerla. Una vez revisada aquella ala, enfile por la larga avenida. Intenté atisbar, a lo lejos, el famoso busto del niño Jarreto pero realmente aquella avenida era muy larga y tuve que andar mucho para poder volver a vislumbrarlo. No sé por que, aquel pequeño monumento se me había grabado a fuego y me atraía como el oro a los cuervos. A medida que caminaba, fui analizando la forma en la que se había construido el lugar. Realmente, era precioso, a la vez que milimétrico. En el lado derecho, había pequeños bloques de un par de plantas. Supuse que dos estancias por bloque serían suficientes para aquel espacio. Todos los bloques que contemplé eran iguales. El color marrón del ladrillo visto, ventanas a la misma altura, puertas de acceso del mismo tono caoba oscuro con un pomo dorado. Y a la izquierda, pequeñas casas adosadas, con la misma construcción que los bloques pero añadiéndole un pequeño jardín en la entrada. Todo estaba muy calmado. No se apreciaba movimiento alguno ni luz encendida, aunque siendo las 6 de la mañana, la ausencia de movimiento estaba más que justificada. Continué avanzando y encontré calles perpendiculares a ambos lados de la avenida. No eran calles muy largas pero eran una continuación de las casas que había visto. Tenía la sensación de estar en un pueblo del lejano oeste, como en las películas de John Wayne o Clint Eastwood, pero con la modernidad de la época actual. Habría recorrido un kilómetro, más o menos, cuando volví a encontrarme con el lugar de Vitorio, cerrado a esa hora, y, justo al lado, el restaurante de Breuer, del que me había comentado, la Sra. Kensell, que probara sus albóndigas en salsa de almendra. El nombre, digamos comercial, era “El Águila Real”. Curioso nombre para un restaurante. De nuevo, encontré otro par de calles a izquierda y derecha perpendiculares. Esta vez si pude apreciar algo más que casas. A mi lado izquierdo, confirmé el colegio que había visto al llegar pero que no pude apreciar con exactitud. Me acerqué para verlo con más claridad. Tenía un aspecto tipo colonial, como los 129

colegios de los pueblos pequeños de los años 50 o 60. Entrada algo estrecha, con pequeños escalones color rojizo, muy brillantes. Busqué en los flancos alguna ventana y sólo encontré una en la parte trasera que daba a un pequeño aula, cuya capacidad acogía a unos quince niños aproximadamente. Un auténtico colegio pero para una minoría. Mi sorpresa cada vez era más agradable. La enseñanza era mi vida y mi pasión, aunque fuera a ese nivel. Di la vuelta y continué hasta la calle del lado derecho. Inicialmente, sólo encontré campo bajo mis pies, hasta que, a unos quinientos metros, observé una especie de granja, también muy del estilo antiguo. Caminé tranquilamente hasta llegar a la entrada. Hecha en madera de color blanco, tenía sólo una planta y la encumbraba una chimenea en el tejado. Detrás de la casa, encontré un pajar y también a un hombre, un hombre que a la postre sería el único amigo que encontraría allí y que sería clave para que yo pueda contar esta historia en este momento.

Víktor, Víktor Kasovitz.

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L - ¿Kasovitz es ruso? – preguntó Frost, bolígrafo en mano. - Polaco. Es polaco – DeClerck mostró melancolía en sus palabras - Muy dañado por la vida. - ¿Cómo es eso? – volvió a preguntar Frost. - Perdió a su familia siendo muy pequeño, en un campo de concentración nazi, durante la Segunda Guerra Mundial, después del desalojo de los ghettos de Cracovia. Frost se quedó mirando el folio fijamente mientras apuntaba los últimos detalles que DeClerck había aportado. - Parece que me esté usted contando una historia que no ha vivido, Francis. Lo está haciendo con mucha calma, como si alguien se la hubiera contado. DeClerck notó, de nuevo, dudas en las palabras de Frost. Su única baza era que aquel hombre creyera en sus palabras para poder tener un aliado de cara a su inocencia. - Le puedo asegurar que por dentro no me siento igual. Créame cuando le digo que cada palabra que estoy contando me atenaza en mi interior. Me anuda totalmente y no me deja respirar, aunque a usted le parezca que actúo con una frialdad meridiana. - Simplemente, le veo muy tranquilo. Y no sé si eso es buena señal. - ¿Buena señal? – preguntó sorprendido DeClerck. - Buena señal para confirmar su inocencia. Esa tranquilidad le está permitiendo contar su historia con todo lujo de detalles. Y, o mucho me equivoco, o tendrá un final en el que usted será la víctima, independientemente que lo sea o no. DeClerck comprendió que, a pesar de la buena relación que estaba estableciendo con Frost, el jefe de policía de Pedleton Place tenía que hacer su trabajo, que era esclarecer la verdad. Y que cualquier mínimo detalle sería observado por él minuciosamente. DeClerck se dispuso a defenderse. - No tengo tanto estómago, jefe. Se lo puedo asegurar. Si lo tuviera, no habría aparecido en medio de un bosque, con sangre en mi cuerpo y gritando como un auténtico desquiciado. Frost asintió. - Sí, es muy probable. 131

Un nuevo clic de la grabadora se escuchó en el silencio de la habitación y DeClerck prosiguió.

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LI VIKTOR KASOVITZ Inicialmente, DeClerck contempló a aquel individuo en la lejanía. Estaba sentado sobre un cubo de metal mientras ordeñaba a una vaca. Se fue acercando a él con cautela. No sabía como podía reaccionar ante un extraño. Cuando estuvo más cerca, pudo percibir, con casi total claridad, su aspecto físico. De unos setenta años, su cara era prácticamente todo pelo. Con una larga cabellera rubia que le llegaba hasta la mitad de la espalda, bien cuidada, eso sí. Un bigote de los que parecen interminables y barba rubia, blanca como el nácar. Lo poco que se podía atisbar de su cara eran unos ojos marrones hundidos, muy pequeños y realmente tristes. Ya estaba casi encima de él cuando, de manera algo más que pausada, se volvió hacia DeClerck, el cual, esperaba una reacción algo más airada, pero el tipo se limitó a mirarlo de arriba abajo y volver a lo suyo. Al comprobar que no era hostil, DeClerck dio el siguiente paso. - Buenos días. – al no haber respuesta, DeClerck insistió, alzando ligeramente el tono – Hola, buenos días. El granjero volvió a mirarle y levantó la mano derecha en señal de respuesta. - Me llamo Francis DeClerck. Llegué ayer al pueblo – prosiguió. Las miradas de Kasovitz eran su única respuesta. DeClerck intentó ser más amable todavía. - La verdad es que no había tenido la oportunidad de ver esta zona pero todo este campo y bosque son preciosos. El granjero esbozó una sonrisa y por fin articuló palabra. - Y poco más. No es que puedan tener mucho más uso. Imagino que para un tipo de ciudad como usted, es suficiente – respondió. - Sí, es cierto que en la ciudad no disfrutamos de estos paisajes. Y con más merito, teniendo en cuenta donde está situado este pueblo. Pero aún no me ha dicho su nombre, amigo – replicó DeClerck levemente. Kasovitz se levantó del cubo de acero y, con la mano izquierda, lo cogió, con cuidado la leche de la vaca que estaba en su interior. Avanzó hacia DeClerck

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unos pasos y, tras otro vistazo de reconocimiento, se dirigió al establo mientras le hablaba. - Tengo que dar de comer a los cerdos. ¿Quiere venir? - Desde luego – respondió DeClerck, aliviado. DeClerck entró en el establo justo detrás de Kasovitz. Un establo donde tenía animales de todo tipo. Aquello era enorme. Cerdos, vacas, patos, gallinas, hasta un par de caballos. Más que un establo parecía una réplica en miniatura del arca de Noé. DeClerck se preguntaba de donde habían salido todos aquellos animales. No tardaría mucho en obtener la respuesta. - Supongo que es usted el único granjero de por aquí – dijo DeClerck. - ¿Qué le hace suponer eso? – preguntó con sorna Kasovitz. - Bueno, lo he deducido por que no he visto ninguna otra granja por aquí – Kasovitz volvió a girarse hacia DeClerck, de nuevo sonriente. - Hay formas de tener a los animales bajo techo. No solamente en un establo. Resultó ser una respuesta bastante filosófica y cargada de ironía, por lo que DeClerck intuyó que la conversación de aquel hombre podría ser interesante. - Sigo sin saber su nombre – volvió a insistir DeClerck. Kasovitz estaba agachado, echando comida a las gallinas, cuando, ante su solicitud, se levantó de inmediato y se colocó delante de DeClerck, extendiendo la mano derecha. - Víktor Kasovitz. Encantado, Sr. DeClerck. - Puede llamarme Francis. Mucho gusto – respondió ya más tranquilo y chocando la mano con el polaco. - ¿Ha desayunado? ¿Le apetece un café? - Me encantaría. Aquel planteamiento le sonó más amistoso, mientras veía como el viejo polaco cogía un termo con una taza mediana de color blanco, escondidos en un rincón del lugar. Kasovitz le sirvió una taza a DeClerck, mientras que él lo bebió en el mismo tapón del termo. Ambos se sentaron en un suelo recubierto de crujiente paja y retomaron la conversación, tomando aquel café que estaba algo más que aguado. - ¿Cuánto tiempo lleva aquí, Sr. Kasovitz? - Va para tres años el próximo octubre – hizo una pausa breve con la mirada perdida - ¡Tres años! ¡Quien lo diría! - ¡Vaya! Me reconforta por que, al ver su aspecto, veo que usted está bien aquí – le planteó DeClerck. - No tengo más remedio. Todos los que estamos aquí elegimos esto de por vida, ¿recuerda?? 134

Aquellas palabras de Kasovitz sonaron en sus oídos como resignación pero aún no le había transmitido el polaco la sensación de estar angustiado. - ¿Y usted, Francis? ¿Piensa quedarse mucho tiempo? - Supongo que al igual que los demás, yo también tomé una decisión. Hasta el momento no he podido saber si estaré a gusto aquí o no. Es evidente que tendré que esforzarme por ello. - Dependerá de usted. Sólo usted es dueño de sus actos y decidirá lo que más le convenga. - Salvo salir de aquí. Asumí eso cuando vine. Mientras sostenía su taza con la mano izquierda, Kasovitz puso su mano derecha en el brazo de DeClerck. - Los riesgos son desconocidos. Aparecen cuando uno se los plantea. Sólo hace falta un pequeño empujón para poder conocerlos. - ¿A que se refiere? – preguntó DeClerck intrigado y dando otro sorbo al café. Kasovitz siguió mirándole, ya con total amabilidad y confianza, mientras se levantaba. Tiró el resto de café al suelo y se colocó frente a DeClerck, que no tuvo más remedio que levantarse. - Usted lo descubrirá con el paso del tiempo. Sabrá lo que tiene que hacer y lo que es más justo para usted. Sólo espero que, llegado el momento, no tenga a nadie dependiendo de usted. - Sigo sin entenderle, Víktor – seguía diciendo extrañado DeClerck Tras un leve suspiro, el viejo volvió a contestar. - No me haga caso, Francis. Está escuchando las reflexiones sin sentido de un viejo polaco que sólo tiene en mente ordeñar vacas y plantar alguna que otra simiente. Además, tengo que dejarle. Hay trabajo pendiente por hacer, pero usted puede venir por aquí cuando quiera. Tras estrechar la mano a DeClerck con gran presión, Kasovitz se marchó hacia la casa, dejando al ex profesor, en el establo, con cara de tonto, pero analizando la conversación que habían tenido. Al darse cuenta que su primera toma de contacto con Kasovitz había terminado, volvió al centro del pueblo para seguir con su paseo matutino. Al alcanzar, de nuevo, la avenida principal, DeClerck giró a la derecha, donde pudo apreciar una pequeña oficina donde se percibía una tenue luz encendida. DeClerck entendió que, si había luz, y siendo una “oficina pública” podría entrar en ese momento. Cuatro pequeños escalones presentaban una puerta de madera maciza más que imponente. En el centro de la puerta, una cruz de madera sostenía unas cristaleras color naranja oscuro que decoraban el centro de la misma. En el lado derecho, se veía un pequeño buzón que rezaba “SUGERENCIAS AL 135

REGENTE” y justo encima, una pequeña campanilla con una cadena. Era evidente que aquella oficina pertenecía al gestor designado por Naisinger y su gente para gestionar Jarreto. Sin dudarlo un instante, DeClerck entró, aprovechando que la puerta estaba abierta. Una vez en el interior, le sorprendió el reducido tamaño de aquel lugar. Un pequeño hall, donde una pequeña mesita con un jarrón con flores daba la anchura de aquello era lo único que encontró de entrada. En el lado izquierdo, se podía adivinar la existencia de un pequeño aseo y a la derecha, otra puerta de madera maciza que daba la sensación de ser un despacho.

El despacho de Winston Charles, el regente de Jarreto.

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LII WINSTON CHARLES, EL REGENTE. DeClerck golpeó un par de veces aquella majestuosa puerta con suavidad, a la espera de respuesta. No escuchó nada, por lo que pensó que no le habían oído llamar. Volvió a intentarlo, esta vez con algo más de fuerza. Seguía sin recibir respuesta, hasta que escuchó una voz justo detrás de él. - ¿Qué desea, amigo? Al darse la vuelta se encontró con un personaje realmente curioso. Un tipo, de más o menos de su estatura, bastante ancho de cuerpo, vistiendo un traje oscuro con chaqué y corbata negra. Tenía el pelo totalmente aplastado y repeinado hacía atrás, con ojos con pequeñas bolsas y arrugas y un bigote tan fino que parecía repintado con un rotulador profesional de punta fina. DeClerck lo tuvo más que claro. Había conocido a la reencarnación de Vito Corleone, El Padrino. DeClerck no podía creer que aquel individuo hubiera adoptado la imagen de uno de los personajes más carismáticos de la historia del cine. El parecido era tan increíble y de tal similitud que, su primera intención, fue besarle la mano en señal de respeto. - Disculpe. Estoy buscando al regente – preguntó aún si salir de su asombro. - Lo tiene usted delante. Winston Charles – dijo, fundiendo su mano con la de DeClerck - Encantado de conocerle. Usted debe ser el Sr. DeClerck. Me informaron de su llegada. Pase, por favor – dijo mientras abría la puerta del despacho. Lo único que le faltaba era la voz grave y rasgada de Brando en la película, pero el resto era idéntico. Lo que DeClerck no entendía como podía tener un nombre tan diametralmente distinto al del personaje del film de Coppola. Para terminar de convencer a DeClerck de que su anfitrión había copiado, pelo por pelo, al padrino, tras pasar a su despacho, se encontró con el mismo habitáculo donde Don Corleone recibía a sus visitas en su finca de Nueva York. Mesa de madera al fondo, flanqueada por algunos sillones, la ventana con las persianas de listones de madera. Sólo faltaban allí Tom Hagen, Santino Corleone y el funerario Bonnasera. Charles dejó en la mesa una taza de café que llevaba en la mano y se sentó en el mullido sillón que tenía detrás, el cual despidió un sonido a plástico como recauchutado. Atrezzo, probablemente. El regente pidió a DeClerck que se sentara también. 137

- Perdone que no le ofrezca café. Acabó de ir a casa por una taza que me sienta muy bien a estas horas. Como no le esperaba tan temprano…... - No se preocupe. Ya he tomado café. Con el granjero, con Víktor Kasovitz. Charles reflejo cierta preocupación en su rostro cuando DeClerck nombró al granjero. - Tenga cuidado con ese hombre. Es huidizo y tiene malas pulgas. Además, habla demasiado y no es bueno que a uno le den mala información. – expresó – Si hay algo que jamás he soportado son las malas y viperinas lenguas. Aquello sonó extraño a DeClerck. Sólo conocía de unos minutos al viejo Kasovitz pero si una impresión no se había traído de su granja era la de un hombre que hable sin más del resto, por lo que no le quedó más remedio que indagar sobre ello. - ¿Mala información? No entiendo – preguntó de nuevo en un mar de dudas. - Cada uno se toma este lugar de una manera distinta, Sr. DeClerck. Kasovitz lleva bastante tiempo aquí y quizás esté aburrido. Pero, la realidad, es que tenemos un sitio donde vivir y realizarnos sin ningún tipo de miedo ni temor a ser rechazados – respondió. - Hasta el momento, todo lo que he visto me ha parecido más o menos normal. - Y así es, amigo mío. Esto, que para algunos puede parecer absurdo y hasta antinatural, es una realidad. Nos han permitido tener una vida normal, fuera de la sociedad que nos abruma. Han conseguido una terapia de grupo a nuestro aire, sin trabas, sin miradas extrañas y sin tratamientos médicos que hipotequen nuestras vidas. Algunos lo consiguen y otros no. Es así de simple. - Aún no puedo hacerme una idea exacta de la realidad de este experimento, pero estoy seguro que, con el paso de los días, me aclararé – respondió DeClerck. A simple vista, a DeClerck, Charles le pareció un tipo agradable y bastante sensato a la hora de explicarse. Mientras sostenía su taza de café, una sonrisa cada vez más amplia aparecía en su rostro. - ¿Sabe que el termino regente lo propuse yo para este cargo? – dijo con orgullo Charles. - ¿De verás? – contestó DeClerck, sin estar muy interesado en el tema. - Pues así es. El regente es el que gobierna, el que dirige, lo que sea además ¡ehh!, pero, ¿a qué no se imagina que regente es un diamante valiosísimo? DeClerck puso cara de sorpresa. Aunque aquella explicación le seguía sin generar el menor interés, pensó que sería curioso escuchar el relato de Charles, sobre todo, teniendo en cuenta que él ya conocía ese origen y esa historia sobre el diamante regente. DeClerck pensó que, con mucha sutileza, podría tomarle un poco el pelo a aquel personaje.

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- Pues lo cierto es que no – dijo, dando sensación de convencido. - ¡Pues sí, amigo mío! Concretamente, es un diamante que perteneció a las coronas de Francia. Luis XVI y Maria Antonieta lo portaron durante su reinado. Es una historia muy curiosa, ya que el diamante en bruto, que pesaba unos cuatrocientos quilates, paso de mano en mano, desde un esclavo que intentó cambiarlo por su libertad hasta el joyero que lo pulió, allá por el Londres del siglo XVIII, y que, finalmente, le dio la forma que se le conoció a posteriori – su sonrisa mostraba, además, una escueta dentadura – Si, señor. Es un título que representa cosas muy importantes, Sr. DeClerck. DeClerck, tras escuchar la emocionante historia de Charles, no pudo evitar el replicarle. - Es curioso que lo mencione, por que recuerdo haber leído algo sobre ello y me viene a la memoria que, durante la Revolución Francesa, se lo conocía como el Diamante del Tirano, llamado así por el pueblo debido a quien pertenecía. Como un resorte cualquiera, la sonrisa de Charles desapareció de su cara para quedar como un esbozo de intento más que esforzado de no mostrar su descontento con el comentario de DeClerck. Tuvieron que pasar unos segundos de mirada furtiva, hasta que Charles se levantó y se dirigió a un pequeño mueble archivador de tres cajones que estaba justo a su derecha. Abrió el primero y sacó una carpeta de color azul. Cerró el cajón para, seguidamente, volver a su asiento. De la carpeta azul, tomó una especie de ficha. DeClerck pudo apreciar que llevaba pegada, en la parte superior, una foto suya de carné. Aquello le sorprendió. - ¿De donde han sacado la foto? – preguntó sin dudar. - El Dr. Naisinger nos la proporcionó – dijo Charles, ya con la seriedad por bandera - Sólo tengo aquí algunos datos suyos. Fecha y lugar de nacimiento, su nombre y apellidos, y algunos detalles que Naisinger ha querido dejar escritos. - ¿Qué clase de detalles? – preguntó DeClerck, pensando que Naisinger le había revelado a aquel individuo datos de sus sesiones con él. - No se preocupe, Sr. DeClerck. No son nada privados. Simplemente, relacionados con su profesión y con sus movimientos en los últimos años. Que era profesor en Boston. Su traslado a España por problemas de tipo mental. Poco más. – respondió. Aquello resultó tranquilizador para DeClerck y le hizo confiar algo más en el doctor y su secreto profesional. - Veo que ha sido profesor de historia, Sr. DeClerck – afirmó Charles. - Si, así es – respondió. - Eso explica sus conocimientos de la Francia de Luis XVI – expresó Charles con mucha ironía. DeClerck se limitó a asentir, aguantándose la risa que estaba a punto de delatarle. 139

- ¿Qué le parecería dar clase a los niños de Jarreto? – preguntó Charles. Su intención de descuajaringarse de risa pasó a una expresión de algo atónito. Por un lado, la idea de volver a dar clase le alentaba, pero por otro lado, tenía serias dudas de a quien iba a tener que dar esas clases y de por que, a las primeras de cambio, confiaban en él para ese cometido. - No sabía que aquí se daban clases a niños. – respondió sin pensar. - ¿Acaso no ha visto usted el colegio? Ayer pasó casi por delante cuando se dirigía al hostal con Naisinger y esta mañana, ha dado usted una vuelta por allí. - ¿Cómo lo sabe? – preguntó con cierto aire indignado. - Esto no es tan grande, querido amigo. A esa hora ya estaba en mi despacho y pude verle por la ventana. DeClerck recapacitó en cuanto al cariz de la conversación y adoptó una postura más profesional para abordar lo que Charles le pedía. - Cuando me refería a lo de las clases, quise decir que no sabía que había los suficientes niños como para dar clase. - Pues los hay. ¿Piensa que los problemas de los que el doctor Naisinger le ha hablado que se tratan aquí, son exclusividad adulta? Aquella respuesta en forma de pregunta dejó sin palabras a DeClerck, fundamentalmente por lo lógico del razonamiento de Charles. De nuevo, intentando no parecer un estúpido, DeClerck buscó las palabras más exactas para ello. - La verdad es que no sabría responderle. Aún me estoy habituando a este lugar. Y yo he dado clases en la universidad, fundamentalmente, y de historia. No sé si estaría preparado para………… - Quiero que sepa – interrumpió Charles - que tiene usted un puesto de profesor en el momento que quiera. Los chicos son buenos y les vendría bien ampliar su conocimiento. Y, aunque sea usted profesor honoris causa de la Nasa, enseñar es enseñar, ¿no le parece? DeClerck asintió a la vez que tenía la sensación de encogerse en aquel sillón ante las contundentes palabras de un hombre del que se había burlado en su cara, minutos antes. - ¿De que edad son? – preguntó, ya pensando en coger el trabajo. - Entre los doce y los quince años. Pero hambrientos de aprendizaje. - De acuerdo. Déjeme pensarlo e intentaré darle una respuesta mañana. La verdad es que no pensaba volver a dar clases tan pronto, pero lo pensaré. Tras esto, Charles sacó de la misma carpeta una especie de carné de color rojo. - Necesitará esto para ser un ciudadano más de Jarreto – dijo, entregándole el carné a DeClerck. 140

DeClerck lo tomó dándole vueltas para observarlo por delante y por detrás, como intentando encontrar la fórmula de la Coca Cola o algo así que le impidiera hacer la gran pregunta obvia y estúpida del día. - ¿Qué es esto? – preguntó DeClerck. - Esa es su documentación, Sr. DeClerck. Le identifica a usted como ciudadano de nuestra comunidad, de Jarreto. Debe llevarlo siempre con usted. Nunca lo olvide. Y, por supuesto, confiamos en su comportamiento correcto o……. - ¿O qué, Sr. Charles? – preguntó intrigado. - O tendremos que quitárselo – respondió el regente, soltando una gran carcajada. Al terminar con su enorme risotada, Charles prosiguió. - Con esta documentación, tendrá usted acceso a todo, podrá pasear por donde quiera. Acceso a los comercios, a los restaurantes, a la biblioteca. A todo. Y, por supuesto, de manera gratuita. La parte económica y monetaria es algo que hemos preferido saltarlos para que la ambición no se convierta en un hábito mal adquirido. Aquellas palabras le iban sonando algo mejora a DeClerck, que entendía que tenía que haber cierto control sobre los habitantes de Jarreto. Hasta cierto punto, lo consideraba, no sólo normal sino obligatorio. - Una vez al mes, tenemos una revisión médica que será realizada por el personal de la Zona Cero. Llegado el momento, le explicaremos la dinámica a seguir. Pero, como puede ver en su carné, ese código de barras que aparece ahí, servirá para ir recopilando los datos de dichas revisiones. Aunque el tema de las revisiones no le importaba demasiado, si quiso relacionarlo con algo que le rondaba en la cabeza y necesitaba aclarar. - ¿Qué es la Zona cero? El doctor Naisinger me ha comentado que es como el centro de control de todo esto, pero la verdad es que no se el por qué de ese nombre. Charles se mostró algo alterado ante la pregunta, aunque su seguridad le permitía responder sin que su cierto nerviosismo saltara a la palestra. - La Zona Cero es el primer edificio que se construyó. Es como el kilómetro de inicio. ¿Greenwich? El nuestro se llama Zona cero. Además…… - ¿Sí? ¿Además qué, Sr. Charles? - Todo lugar tiene sus normas, Sr. DeClerck. Incluso este. La Zona Cero es lo único que puede llegar a unirnos a la sociedad que usted ha dejado. De ahí que sea algo, digamos, “prohibido”, para los habitantes de Jarreto. Sólo se accede a ella en determinados casos. El regente advirtió que DeClerck estaba dándole muchas vueltas a aquel asunto e intentó dejar liquidadas aquellas dudas. 141

- No le de más importancia, Sr. DeClerck. La Zona Cero no tiene la importancia que tiene el lugar donde nos encontramos, que tiene Jarreto. Valore eso por encima de todo y disfrute de la oportunidad. Aquí encontrará gente de todo tipo, con algunos congeniará y con otros no. E incluso, a algunos ni los conocerá. - ¿Quiénes son esos algunos? – volvió a preguntar incrédulo DeClerck. - Es gente que ha decidido tener ese estilo de vida. Eso es lo bueno de este lugar. Cada uno elige su manera de vivir, basándose en unas normas muy simples y, sobre todo, sin que nadie tenga que decirles cual es el camino a seguir. Ellos marcan el suyo propio. Eso es lo que pretende este lugar. Que uno mismo tome su camino sin que se lo dicte nada ni nadie. Simplemente, unas pequeñas reglas de comportamiento y ya está. - Libertad sin control. De ahí a la anarquía solo hay un paso, ¿no le parece? – preguntó DeClerck, volviendo a desafiar a Charles. El regente apoyó su torso y brazos sobre la mesa antes de contestar. - ¿Y no cree que la anarquía ha surgido por que alguien nos ha prohibido, por que alguien nos ha dicho lo qué teníamos que hacer y cómo en todo momento? ¿Por qué hemos querido buscar nuestra propia identidad y nuestro propio camino, dirigido por nuestros sentimientos y nuestros actos, Sr. DeClerck? Aquellas palabras dejaron un poco cortado a DeClerck. Él era un hombre que creía en al razón por encima de todo. Y aquellas reflexiones le planchaban la moral de manera escandalosa. La realidad que sentía es que era totalmente cierto lo que escuchaba y que no quería advertir la magnitud de un pensamiento tan simple. - Bien, Sr. DeClerck. Debo rogarle que terminemos esta interesante charla. Tengo que preparar alguna documentación y algunos planning de trabajo para la semana. ¿Puedo hacer algo más por usted? - No. Creo que ha sido muy claro en su exposición y le doy las gracias por ello – dijo mientras se levantaba – Mañana mismo tendrá mi respuesta sobre el trabajo de profesor. - Espero que lo acepte, amigo mío. Espero que lo acepte. Al Sr. Andersson, el actual profesor, le vendrá muy bien la ayuda de alguien tan experimentado como usted. Responder Gracce, padrino fue lo primero que a DeClerck le vino a la cabeza, pero pensó que la hora de las ironías había terminado y tendría que esperar a tener algo más de confianza con Charles para soltarle una de sus lindezas. Sin embargo, si tenía la sensación de no haber sido agradable en algunos momentos con aquel tipo, lo cual le disgustaba sobremanera. Disfrutaba con las ironías elegantes pero no con las incomodidades ajenas. - Sólo quisiera pedirle disculpas. Si en algún momento he podido ofenderle con mis palabras……. – dijo volviéndose hacia él.

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Charles se echó hacia atrás en su sillón, con rostro satisfecho y victorioso, esperando esa disculpa antes de que DeClerck se marchara. - No se preocupe, Sr. DeClerck. A todos les pasa la primera vez – respondió Charles. - Llámeme Francis, por favor – dijo DeClerck, ya más confiado. - Y usted puede llamarme Winston, querido Francis. Buenos días. DeClerck dejó aquel despacho y se dirigió a la puerta de salida. Al llegar a la calle, el sol ya había salido, lo cual le animó a continuar su ruta por Jarreto.

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LIII FEBRERO DE 1991. DECLARACION DE FRANCIS DECLERCK. 02.10 DE LA MADRUGADA. Pasear y pensar han sido siempre habilidades que he desarrollado bastante bien y que me han permitido ser feliz en muchos momentos. Y estaba en el lugar idóneo y, sobre todo, en el momento clave para hacerlo. Yo era un recién llegado y, aunque la curiosidad mató al gato, tenía que satisfacer la mía, no sólo por ego personal, sino por mera supervivencia.

Analizando de arriba abajo todo aquello, empecé a ver detalles que no había percibido a mi llegada el día anterior. Pude ver un reloj en lo más alto de la oficina del regente, que en ese momento marcaba las ocho y cinco de la mañana. Y también aprecié unos altavoces situados en las casas del pueblo. Por su situación, supuse que el motivo sería que la acústica fuera lo más positiva posible cuando fueran usados. Pero seguía sin ver a nadie a esas horas de la mañana. Decidí volver al colegio y sentarme en un pequeño banco que había en la zona de juegos. Hasta ese momento me parecía estar de paso, en uno de tantos pueblos pequeños que hay por el mundo, simplemente arropado por la tranquilidad y la quietud que se respiraba. El sitio ideal para escribir mi autobiografía o para dormir durante semanas sin que nadie molestara. Al cabo de un rato, mientras daba ligeras cabezadas, aún sentado en el banco, me despertó un pitido agudo que provenía de los altavoces, a lo que siguió una locución. “Buenos días, habitantes de Jarreto. Son las 8.30 de la mañana. Hoy seguiremos teniendo frío a lo largo del día, por lo que no olviden abrigarse al salir a la calle. Comienzan los quehaceres de cada habitante, esperando y deseando que tengan un magnífico día.” Cuando finalizaron aquellas palabras, comenzó a sonar una música. Una pieza clásica de Vivaldi. El concierto para mandolina. La recuerdo por que es una sinfonía que me encanta y por que fue la única pieza que Vivaldi realizó con este instrumento. Aquella música pareció un interruptor para poner en marcha la vida del pueblo. En ese momento fue cuando pude ver a alguna gente salir de sus casas, a lo lejos, con toda normalidad.

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No eran muchos, la verdad. Unas quince o veinte personas, pero nada raro se veía en ellos. Incluso alguno, al verme allí sentado, me saludó amablemente. Seguí observando, buscando algo que me indicara algo extraño o inusual, pero no me fue posible. En aquel momento, pensé que debía tomarme las cosas con calma y explotar lo que pudiera aquello. Cuando me disponía a levantarme, escuché voces alborotadas que se acercaban por la calle que estaba delante. Al momento, un grupo de unos diez o doce niños aparecieron corriendo, riendo y hablando animosamente. Al pasar por mi lado, todos me saludaron con un “buenos días” bastante agradable.

Todos menos uno.

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LIV EL PEQUEÑO ALEX El niño que DeClerck había visto el día anterior, frente a la ventana de su habitación en el hostal, se detuvo justo delante a él, usando una mirada inquisitiva que parecía querer paralizar los ojos de DeClerck. Teniéndolo un poco más cerca, vio que no era muy alto, con orejas de soplillo y algunas pecas en la cara, tenía el típico rostro angelical del niño de doce años que es un diablillo pero con buen corazón. DeClerck se agachó para charlar con él. - Buenos días, amigo ¿Cómo estás? – preguntó DeClerck. - Muy bien, señor. ¿Usted está bien? – respondió con una voz muy tímida y asustadiza. - Muy bien, gracias ¿Por qué estás asustado? ¿Te doy acaso miedo? – volvió a preguntar DeClerck, entre pequeñas risas. - Usted no me da miedo, señor. Sólo es que me alegro de verle bien. - ¿Por qué no iba a estarlo? – siguiendo con la broma. - Otras veces no lo parecía. - ¿Otras veces? Llegué ayer. Llevo un solo día aquí, muchacho– respondió DeClerck extrañado. - A eso me refería, señor. Ayer no lo parecía. Tras la respuesta, el pequeño salió corriendo tras los demás, que habían dejado la puerta del colegio abierta, esperando a su rezagado compañero. Antes de entrar, DeClerck volvió a preguntarle, elevando el tono de voz. - ¿Cómo te llamas, chico? - Alex, señor. Me llamo Alex – también con sonido alto por la distancia Espero verle de nuevo así de bien, señor. ¿Va a ser usted mi nuevo profesor? – preguntó. - ¿Por qué piensas eso? – preguntó DeClerck, nuevamente extrañado. Alex se quedó mirando a DeClerck, cambiando su agradable sonrisa por una expresión algo más asustadiza. Bajó los escalones, poco a poco, y volvió a llegar al banco donde estaba sentado DeClerck. - Es lo que me han dicho en el pueblo. Que van a cambiar al Sr. Andersson por usted. – respondió el niño. - Yo no voy a cambiar a nadie, hijo. En todo caso, le ayudaré a trabajar con vosotros. - No – exclamó Alex con tono de enfado - ¡le van a cambiar por él! ¡Como le sucedió a mi amigo Tommy! 146

- ¿Qué le sucedió a tu amigo Tommy? – preguntó DeClerck, algo más intrigado. - Cuando vivía con sus padres en la gran ciudad, él estuvo enfermo durante mucho tiempo, hasta que alguien le dijo a sus padres que le iban a ayudar. Y lo trajeron aquí. Y a sus padres les dieron un niño nuevo. Por eso sé que, al Sr. Andersson, lo van a cambiar. Por que está enfermo. En un brinco, Alex se dio media vuelta, sonrió y se dirigió, de nuevo, a la puerta del colegio para acabar entrando en él. DeClerck se quedó ligeramente pensativo. Los comentarios de Alex le daban a entender que aquel niño creía que él llevaba tiempo ya instalado en Jarreto. Lo único que se le ocurrió pensar es que, o bien le recordaba a su padre o alguien muy cercano a él, o lo confundía con otra persona. Pero, sobre todo, le había impresionado la explicación en relación al Sr. Andersson. De cómo el niño le había facilitado una información que él no conocía. ¿De ayudar a la persona encargada de la docencia de aquellos niños a sustituirla? No era lo que a DeClerck le habían vendido y no le agradaba que le mintieran. Aquella conversación con Alex le hizo reflexionar algo más para decidirse o no por aceptar la labor que el regente le había pedido que desempeñara con aquellos chicos. Le permitiría encontrar una forma de pasar el tiempo y, además, de poder transmitirles sus conocimientos, lo cual le halagaba mucho. Pero no quería convertirse en el destructor de nadie tampoco. Días a posteriori, se daría cuenta realmente de lo que aquello niños necesitaban. Teniendo en cuenta que el pueblo había comenzado su actividad, volvió a la zona más céntrica para visitar los pequeños locales comerciales que allí había.

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LV EL reflejo, en papel, de las últimas palabras de DeClerck, hizo que Frost apretara, casi con intención de estrangularlo, su bolígrafo de punta fina, dejando clavada la punta en el folio. Pensativo, levantó la vista lentamente hacia él, con rectitud en su rostro. - ¿Dice que había varios niños allí? – preguntó con seriedad - Así es. Ya le digo que unos diez o doce o incluso alguno más. No recuerdo bien. - ¿Los reconocería si los viera? – volvió a preguntar, en el mismo tono, Frost. - ¿Qué quiere decir? – preguntó DeClerck algo inquieto. Sin dejar de mirarle, Frost soltó el bolígrafo y abrió un cajón de la parte baja derecha de su escritorio. Con semblante rígido y sin apartar la vista de DeClerck, sacó una carpeta de cartón color marrón claro y la colocó sobre los papeles que tenía encima de la mesa. La dejó caer casi de golpe, agitando algunos de los documentos que allí yacían. La abrió y comenzó a sacar unas fotos que, previamente, revisó, tras lo cual, las enseñó a DeClerck. - Mire estas fotos, Francis. ¿Reconoce a algunos de estos niños? – preguntó Frost. DeClerck tomó las fotos y las estudió a fondo. En ellas se veían niños de diferentes edades. Al supervisar la parte posterior de las mismas, podía leer un nombre y una fecha en la zona superior derecha. - ¿Quiénes son estos niños, Frost? – preguntó turbado. - Son niños desaparecidos en los últimos cinco años. Niños. Fundamentalmente europeos y algunos de Estados Unidos. Hace algún tiempo, la Policía española contactó, con el FBI, al conocer que se habían dado casos similares aquí y ver si existía alguna relación en estas desapariciones. Los expedientes fueron enviados a todos los centros del país. No se escatimó en medios para intentar encontrarlos. Fue algo que convulsionó a todos. - ¿Por qué? Hay niños que desaparecen a diario en todo el mundo. - Circunstancias parecidas. Coincidencias en la desaparición de todos ellos. No puedo darle más detalles. Sólo, dígame si reconoce a alguno. DeClerck continuó echando un vistazo a las fotos, intentando recordar a alguno de ellos.

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Conforme iba descartando, dejaba las fotos justo delante de Frost. Cuando estaba ya con sólo un pequeño puñado, no superior a diez o doce, hizo una parada casi automática en una de ellas. La miró detenidamente. De inmediato, le dio la vuelta. En la parte superior se leía, ALEX 21-11-1989 Un tono casi grisáceo inundó todo el rostro de DeClerck, además de hacer temblar sus labios a un ritmo cada vez más compulsivo. Había reconocido aquella foto. - ¡Es Alex! – exclamó - ¡Dios! ¡Es Alex! – repetía una y otra vez. DeClerck comenzó a sollozar hasta que no pudo contenerse y sus lágrimas abundaron hasta caer por su faz, llegando, algunas pequeñas gotas, a manchar la foto en cuestión. - ¡Es él! ¡Es él! – continuaba diciendo entre lamentos. Frost le agarró la mano con firmeza. - ¿Es uno de los niños de Jarreto? ¿Lo es, Francis? – Frost apretaba con más fuerza - ¿Es el niño del que me ha hablado? DeClerck suspiró durante unos segundos antes de contestar. Necesitaba calmarse para dar una respuesta clara al comisario. Por fin, ya sereno, pudo dar una contestación. - Si, Frost. Es Alex. El niño del que le he estado hablando. No hay duda. - ¿Sabe si sigue con vida? ¿Sabe si está allí? – preguntó con insistencia Frost. - ¡No lo sé! Cuando escapé de allí…… No lo sé. Intenté salvarle pero no lo sé. - ¿Qué significa que intentó salvarle? ¡Explíquese! El comisario aumentaba, cada vez más y más, el tono de voz hasta que, con decisión, se levantó y se puso al lado de DeClerck en cuclillas. Volvió a agarrarlo, esta vez del brazo, y con actitud más amenazante. - ¡Dígamelo, maldito sea! ¿Qué significa que intentó salvarle? – gritó, zarandeando a DeClerck. DeClerck gritaba entre lamentos y más lamentos, sin saber que explicación dar a Frost. Al ver el estado emocional de aquel tipo, Frost se puso de pie y le pidió reiteradamente que se calmara. No era posible conseguir una aclaración lógica de aquella forma. Por fin, DeClerck fue retomando el pulso de sus sentimientos. Su temblor interior le dejaba respirar con menos ansiedad, tras lo cual indicó a Frost, con una señal con la mano, que se sentara para escuchar lo que tenía que decirle. Antes de hacerlo, el jefe le ofreció un vaso de agua, el cual tomó 149

DeClerck, ávido del mismo. Tras beberla, dejó el vaso sobre la mesa y continuó aclarando sus palabras. - Quise sacarlo de allí cuando escapé, pero no lo encontré. No estaba. Simplemente, no estaba – de nuevo, DeClerck comenzó a llorar - No sé donde lo pudieron llevar. Si estaba vivo o no. No puedo saberlo. Lo siento. Sólo se que estaba allí – con expresión más calmada y sincera - Era uno de mis mejores amigos. Frost se sintió algo culpable por su actitud y pidió disculpas a DeClerck, asintiendo con la cabeza. Recogió, con resignación, las fotos y las volvió a colocar en la carpeta, dejándola misma sobre la mesa. - Quizás esto empiece a cobrar más sentido a partir de ahora, Francis. Tiene que terminar sin olvidar ningún detalle. Puede que su historia llegue a salvar vidas, incluyendo la suya. Aquellas palabras significaron un halo de esperanza para DeClerck. Sabía que, si Frost creía en su historia, tenía mucho ganado, añadiendo el detalle de poder descubrir el paradero de gente a la que se daba por desaparecida.

Tras quince minutos, utilizados para tranquilizar y apaciguar los ánimos, continuaron con la declaración.

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LVI FEBRERO DE 1991. DECLARACION DE FRANCIS DECLERCK. 03.30 DE LA MADRUGADA. Como por arte de magia, lo que unos minutos antes era un lugar absolutamente desierto, se había convertido en una especie de hormiguero, no por el exceso de gente sino por el gran movimiento y la actividad que desarrollaban.

Me dirigí a los locales comerciales que estaban cerca del hostal. Al llegar, advertí que las pequeñas tiendas que allí aparecían, estaban cerradas, excepto una. La pequeña tienda de cuadros adosada prácticamente a la puerta del hostal. Mientras me acercaba a ella, observaba a la gente por la calle. Todos se dirigían, fundamentalmente, al “Águila Real”, el restaurante de Breuer. Supongo que para desayunar. Otros, simplemente paseaban con tranquilidad, sin ninguna dirección concreta o se detenían, en medio de la calle, y se ponían a charlar. En todo punto, normalidad absoluta. Por fin llegué a la tienda de cuadros. Me detuve en el pequeño escaparate en el que se apreciaban, sobre todo, autorretratos. Deduje que serían de la gente del pueblo. Me dispuse a entrar. Abrí la puerta acristalada con bordes en madera y a mi entrada, sonó una campanita. La típica campanita que conocemos de toda la vida y que avisa que un cliente está dentro. Dentro de la tienda, seguía viendo más cuadros pero con una variedad distinta. Paisajes, bodegones, e incluso copias de cuadros famosos. Me resultó curioso ver los girasoles de Van Gogh expuestos allí. A todo aquello, lo arropaba, también, pequeñas esculturas, figuritas de cerámica, que se notaban pintadas a mano pero muy bien perfiladas. Escuché unos pasos que venían del fondo, perteneciendo a la persona encargada de aquello. Fue la primera vez que la vi. La primera vez que vi a Clara.

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LVII Relatando estas últimas palabras, DeClerck quedó como en la inopia, con la mirada fija en el cielo que se veía desde la ventana tras el asiento del jefe. La nostalgia se veía claramente reflejada en su rostro. Frost no se dio cuenta de este detalle. Seguía inmerso en su recopilación de datos, como buen investigador que era. - ¿Recuerda el apellido? – preguntó. DeClerck bajó la mirada hacia Frost sin saber exactamente lo que le había preguntado. Frost, esta vez, si lo miró para repetirlo. - Digo que si recuerda el apellido de esta mujer, Francis – repitió. - González. Clara González – respondió. Tras un breve inciso, Frost volvió a preguntar. - ¿Cómo era esta persona? ¿Esta… Clara González? - Ha sido la única vez que he estado enamorado, Frost. Y usted el primero en saberlo. - Así es que aquello le sirvió incluso para descubrir el amor – Frost sonrió – No se preocupe. Su secreto está a salvo conmigo. - Por ella pensé, durante un tiempo, que el aparecer en aquel pueblo era lo mejor que me había pasado en la vida. Al menos, fue así durante ese tiempo. Frost mantuvo su semblante recto hacia DeClerck mientras escribía unas líneas sin mirar el papel. DeClerck no pudo ver lo que escribía, pero el jefe lo hacía con precisión de auténtico cirujano.

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LVIII DECLERCK & CLARA Aquella mujer deslumbró a DeClerck con su extraordinaria belleza. De un metro setenta, más o menos, su cabello negro rizado se desprendía por sus hombros con una sensualidad realmente desbordante. Sus ojos verdes y, sobre todo, su sonrisa, hacían de su rostro una maravillosa visión. Horas y horas eran posibles mantener los ojos en ella, sin perder ni un solo detalle. Su figura curvilínea le daba un atractivo que chocaba mucho con todo aquello. Se presentó ante él muy sonriente. Se notaba que no era la primera vez que se dedicaba al trato con el público. - Buenos días. Usted es nuevo por aquí – dijo una voz suave y melosa. - Así es. Llegué ayer. Me llamo Francis DeClerck. - Clara González. Encantada, Francis. DeClerck desprendió un par de sonrisas con intención de parecer un implacable seductor, antes de tomar, entre sus manos, uno de los cuadros que Clara tenía expuestos. Esta, ante la actitud de DeClerck, no pudo más que devolverle la sonrisa a punto de convertirla en risotada explosiva. - Así es que es usted la artista del pueblo – bromeó DeClerck. - ¡Ja, ja, ja! Bueno, yo no diría tanto. Aficionada, simplemente. - Los pinta usted, ¿verdad? – preguntó DeClerck mientras dejaba, en su sitio, un pequeño cuadro con un paisaje. - Sí. Antes me dedicaba a esto como hobby y aquí me han convertido en una especie de Frida Kalo pero a nivel local. - Entonces, ¿no era usted pintora profesional? - No. Lo de la pintura, como le decía, lo dedicaba a mis ratos libres, pintaba de vez en cuando. Aquí, como tengo muchos ratos libres y, teniendo en cuenta la clientela, practicar la pintura es lo más rentable, ya que soy la única en todo Jarreto que se dedica a ello. - ¡Ja, ja! Sí, ya lo imagino. Todos los pinta usted, entonces – dijo DeClerck, mirándola con mimo - Está muy bien. Y después, los regala, claro. - Evidentemente. Ya sabe que aquí no hay dinero con el que pagar. Algunos los aceptan. Otros, prefieren que estén expuestos en el escaparate. Así, cuando pasan, pueden verse reflejados sin que el tiempo pase por ellos. La única reacción que DeClerck pudo expresar fue contemplarla durante toda su charla. Clara había conseguido, en cuestión de minutos, estrechar más

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la relación de DeClerck con todo aquello. Sin duda, era la mejor obra de arte que DeClerck había visto en su vida. - ¿Qué le parece nuestro pequeño refugio, Francis? – preguntó Clara amablemente. - Realmente, debo reconocer que satisface mis necesidades. Un lugar tranquilo y apacible, donde poder pensar, reflexionar, leer, e, incluso, quizás me anime a escribir algo. - ¿Es usted profesor? – preguntó ella de manera inmediata. A DeClerck le sorprendió aquella rápida pregunta. - ¿Por qué piensa eso? – preguntó intrigado. - Su manera de hablar. Su interés por la pintura. No sé, me parecen atributos típicos de una persona con gran aire intelectual. Al decir lo de la lectura y, sobre todo, escribir un libro, me ha dado la sensación que tenía una profesión docente. - Pues sí. Fui profesor de historia en la Universidad de Boston. - Parece muy joven para ser un jubilado. – comentó. - ¡Ja, ja, ja! No, en realidad me aprobaron una excedencia y me marche de allí. Necesitaba retirarme un poco de todo aquello. Clara se quedó ensimismada en los ojos de DeClerck durante unos instantes. - Debido a su problema, ¿verdad? Aquellas palabras produjeron en DeClerck una bajada de la nube en la que se encontraba. Volvió a darse cuenta que todos estaban allí por algún motivo. No tuvo más remedio que ser sincero con ella. - Sí, supongo que sí. Supongo que, por eso, estamos aquí. - Todos tenemos siempre alguna razón para lo que sea. Yo llevo aquí un año y parece que fue ayer cuando llegué. - ¿Por qué esta usted aquí, Clara? Clara se estremeció por momentos. De pronto, la mirada dulce que había mantenido en todo momento, se volvió perdida y melancólica. Motivos tenía para ello, sin duda. - Es una historia algo larga. No quiero aburrirle con ella. - Usted no puede aburrirme aunque lo intentara – contestó DeClerck con una mezcla de conciliación y romanticismo. Poco a poco, aquella actitud juguetona, le fue gustando, hasta el punto de involucrarse también en ella, siempre con una distancia prudencial. - Es usted una buena persona, Francis. Lo noto en sus ojos.

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Las miradas de ambos se entrecruzaban con mucha complicidad. Cuando parecía que el momento era irrompible y que estallaría en un torrente muy erótico, un torbellino interrumpió el acaramelado momento. - Buenos días, Sr. DeClerck. ¡Hola, Clara! Estás guapísima esta mañana – dijo Amendola, con una sonora y estruendosa voz. - Hola, Jaiden. Estaba charlando con nuestro nuevo habitante. Intentando ponerle al día de todo. Pero imagino que te encargarás tú de eso – dijo Clara irónicamente. - La verdad es que sí. Buscaba al Sr. DeClerck para dar una vuelta por el pueblo, tal y como acordamos ayer. DeClerck sintió ganas de estrangular a aquel tipo, aunque tenía claro que su finalidad era buena. Se despidió de Clara, no sin antes pedirle una cita. No todas las costumbres tenían que olvidarse en su anterior vida. - ¿Cenará conmigo esta noche, Clara? – preguntó. - Me encontrará en Vitorio´s. Allí podremos continuar nuestra charla. Amendola abrió la puerta y ambos salieron a la calle. El guardián emitió una amplia sonrisa, dejando ver el brillo cegador de su diente de oro. Clara, con un claro gesto forzado, a la vez que educado, se despidió de él, mostrando, seguidamente, una expresión de alivio ante su marcha. Sin embargo, esa expresión cambió a ciertamente atrayente cuando pensó en la persona que acababa de conocer.

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LIX EL PASEO CON EL GUARDIAN DeClerck y el guardián comenzaron a caminar, mientras el vaho que representaba a las bajas temperaturas, salía en plan chimenea por sus respectivas bocas. - ¿Le apetece un café, Sr. DeClerck? – preguntó en voz alta Amendola. - La verdad es que preferiría caminar un poco. No conozco nada del lugar y estaría encantado de que me lo enseñara. - Así que no ha tenido ocasión de dar una vuelta, ¿verdad? - No, sólo he hablado con el regente esta mañana a primera hora. Nada más. El guardián se quedó un poco mosqueado con la respuesta, mirándole de reojo. DeClerck pensó, en ese momento, que quizás había sido algo presuntuoso por su parte mentirle y tomarlo por tonto. Probablemente, él ya sabría que, desde hora muy temprana, había estado recorriendo aquello y, sobre todo, charlando con el viejo Kasovitz. No quiso darle más importancia al tímido incidente mientras se dirigían, calle abajo, paseando con tranquilidad. - Ahora podrá comprobar para que sirve todo esto, Sr. DeClerck – apuntó el guardián. Prosiguieron hasta que Amendola indicó que torcieran a la izquierda, justo en la calle que daba acceso al colegio. Con un gesto casi autoritario, hizo que DeClerck se detuviera justamente en la puerta del mismo. Amendola vicheó todo de una sola vez. Esa mañana, DeClerck encontró al guardián más calmado que en su primer encuentro. No le parecía mal hombre pero le asustaban esos posibles arranques histéricos que pudiera tener. El guardián se mantuvo delante de la puerta del colegio, en silencio, impasible durante varios minutos, como anhelando algo o a alguien. Tras conseguir un punto de relajación suficiente, se volvió hacia DeClerck. - Es bonito, ¿verdad? Todo este paisaje, esta zona, esta calma. Le hace a uno sentir de nuevo muchas cosas. – empezó a relatar. Aquel tono semi melancólico ganó a DeClerck, que intentó ponerse a su altura.

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- Sí, la verdad es que sí. Veo que usted se siente fenomenal aquí, Sr. Amendola. - Llámeme Jaiden, por favor. Nada me daría más placer que el hecho de que podamos ser amigos – respondió. - Está bien, Jaiden. Creo que usted quiere enseñarme algo. No creo que hayamos parado aquí para tomar el fresco. El guardián sonrió y le señaló que le acompañara hacia la zona exterior. Tras dejar el pequeño edificio del colegio atrás, caminaron por un espacio abierto, en el que el suelo estaba sembrado de césped. Frente a ellos, y a poca distancia, se podía divisar una especia de bosque que hacía como de límite fronterizo. DeClerck calculó que habrían caminado unos 3 kilómetros desde el colegio, sin mediar palabra. Jaiden parecía muy interesado en que viera aquel final más que en tener una animosa charla con él. De pronto, DeClerck advirtió que, aquel techo de cristal que lo cubría todo, se hundía en la tierra con precisión milimétrica. Y todo lo que, de lejos, parecía una frondosa arboleda, era, simplemente, parte del decorado, divinamente reflejado en tan eficaz cristal. Era el final del camino. - Estos son los límites de nuestro pueblo, Sr. DeClerck. – expresó el guardián. - ¿Hasta que profundidad está hundida esta estructura? – preguntó, ansioso por obtener la respuesta, DeClerck. - La verdad es que no puedo contestarle. Pero si puedo decirle que lo suficiente para no hacer un agujero e intentar averiguarlo – respondió entre risas Amendola. Era evidente que, ni aunque allí residieran Steve Mcqueen y el resto de fugados de la película La Gran Evasión, aquello se podría esquivar de forma alguna bajo tierra. En ese momento, DeClerck se dio cuenta que aquello empezaba a cambiar de aspecto para él. Lo que le había transmitido una posibilidad de un cambio, volvía a parecerle una cárcel y un encierro obligatorio. - Así que este es el final de la historia. Un campo de concentración, en definitiva – dijo, esperando la reacción de Amendola. El guardián giró su cuello con signos de recelo hacia la persona de DeClerck. Estaba claro que, aquellos comentarios, no eran de su agrado. - Que equivocado está, Sr. DeClerck – dijo, con el gesto torcido palpable en su boca - ¿Sabe una cosa? Ningún habitante de Jarreto ha llegado a ver esta zona. Usted es el primero y ha sido por que el Dr. Naisinger me pidió que se la mostrara. Pero, ¿sabe por qué nadie la conoce? A DeClerck le horrorizaba la respuesta que pudiera encontrar, pero necesitaba escucharla. - Por que nadie ha tenido la tentación de llegar hasta aquí, ni con intención de escapar ni con ningún otro propósito. Nadie quiere marcharse de aquí. 157

Usted no conoce algunos casos de gente del pueblo pero, si los conociera, le pondría los pelos de punta. Gracias a Jarreto, han tenido una oportunidad. Y algunos la han aprovechado. - ¿Usted la ha aprovechado? – preguntó DeClerck sin tapujos. - Yo era muy desgraciado, Sr. DeClerck. No se si el doctor le comentó algo sobre mí pero yo solo fui capaz de destruir mi futuro y el de mi familia. Así, sin más – chasqueando los dedos - como el que derrumba un castillo de arena. No se imagina lo que supuso para mí llegar a este sitio. - ¿Qué supuso? – preguntó DeClerck, aprovechando que aquel individuo estaba dispuesto a abrirle su corazón. Amendola se acercó un poco más a él, mirándolo fijamente y con el ceño fruncido. - Descubrir que existe algo, más allá de los ruidos, de las sirenas de las ambulancias, de los claxon de los coches, los gritos de la gente, las voces a medianoche. - ¿Y que es, Jaiden? – su curiosidad aumentaba. - Que yo existo, Sr. DeClerck. Que soy persona. Una persona que puede reflexionar sobre si misma, sobre su interior, sus sensaciones, sus sentimientos. Hasta que no llegué aquí, no descubrí que poseía todo eso y que era capaz de exteriorizarlo. Durante unos segundos, el guardián transmitió a DeClerck una sencillez que jamás habría relacionado con él, sobre todo después del primer día. Aquel tipo se había descubierto como persona. Se había encontrado a si mismo y había necesitado ese pequeño mundo en el que vivía para conseguirlo. DeClerck se dio cuenta que no podía ironizar más con Amendola desde ese momento, ni tampoco sonsacarle nada más. Le había desnudado su alma y eso merecía un respeto por su parte. Volvieron sobre sus pasos, llegando hasta el colegio. Amendola pidió a DeClerck que parara y mirara por la ventana lateral que daba a la única aula que había. Allí vio por única vez al Sr. Andersson. Su pelo corto blanco y su corta estatura eran lo que más resaltaba en él. DeClerck supuso que era un hombre mayor, lo cual le daba buen pálpito a la hora de entenderse con él. Un hombre con experiencia era para él una referencia que no tenía precio. - Mire, al Sr. Andersson. El maestro del pueblo. Un hombre peculiar e interesante. Además, de su mismo gremio – dijo socarronamente Amendola. - Seguro que sí lo es. Lo que no sabía es que hicieran falta dos profesores con este grupo tan reducido de niños. ¿Es para tener turnos por la tarde o algo así? – preguntó DeClerck inocentemente, mientras seguía mirando por la ventana. Amendola giró su cabeza lentamente, buscando el rostro de DeClerck, después de que el suyo se tornara a blanco. Su expresión fue muy preocupante. DeClerck, al mirarlo, no supo interpretar por que su semblante cambió de repente.

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- ¿Le ocurre algo, Jaiden? – preguntó. - Nada, nada. No se preocupe. Debe ser el frío, ja ja. Estoy seguro…. seguro…. que hará buenas migas con el profesor. Vayámonos de aquí. No distraigamos a los chicos. El guardián se apresuró a volver al pueblo y, como si de una maratón se tratara, fueron hacia el monumento a Jarreto y se detuvieron frente a él. - Bien, desde aquí podemos ver muy bien el resto del pueblo – dijo Amendola, mientras giraba sobre si mismo, señalando con el dedo - La zona del hostal ya la conoce. Y los restaurantes también. Aquí puede ver la oficina del regente – decía mientras señalaba la pequeña oficina donde DeClerck había estado esa misma mañana – Aquella calle da lugar a la granja de Kasovitz. ¡Buena gente pero un poco ido de la cabeza! - Ya conozco a Kasovitz – dijo cortando a Amendola. - ¿Y que le ha dicho? – preguntó algo angustiado - No le haga caso a ese viejo loco. Está afectado por su pasado. Creo que estuvo en un campo de concentración durante la guerra. Fíjese la próxima vez en la marca en el brazo. Pero déjelo estar. El vive tranquilo con sus animales y su granja. Bien, como le iba diciendo……. El guardián continuó explicándole la composición del pueblo con todo entusiasmo. Pero a DeClerck sólo le venía ya un pensamiento en ese momento. La hora que pudiera volver a contemplar a Clara. Sólo podía fijar su mirada en la pequeña tienda de cuadros, esperando la oportunidad de volver a ella para un nuevo encuentro. Por fin, Amendola finalizó la ruta turística. - De todas formas, Sr. DeClerck, sabe que cualquier cosa que necesite, estoy a su disposición – repitió un par de veces. - Me gustaría que me dijera lo que sabe de este tal Jarreto. ¿Quién era? Naisinger no supo o no quiso explicármelo. Amendola se acercó algo más a DeClerck, no sin antes mirar a izquierda y derecha. - Nadie lo sabe – en voz baja y casi misteriosa - Dicen que fue la primera persona que pisó este sitio. El primer habitante, de ahí el nombre del pueblo. Algunos comentan que podría ser algún familiar del que diseñó todo esto y que murió en un accidente de coche, por lo que el mismo arquitecto decidió colocar aquí este busto. La verdad, no lo sé. Pero le tenemos mucho respeto y, digamos que para nosotros es representativo del pueblo. Lo consideramos como su fundador. Nada más. Aquella respuesta no le sirvió de mucho a DeClerck, por lo que no quiso darle más importancia al asunto del busto. Lo miró como algo en lo que los del pueblo creían y nada más. Si algo más tenía que descubrir, lo haría en el futuro. El guardián le acompañó a la entrada de El Águila Real, el restaurante de desayunos y comidas que llevaba un tal Breuer, el cual, según le comentó el guardián, había tenido una cadena de restaurantes bastante importante en la capital estadounidense. 159

Amendola se despidió de DeClerck con una sonrisa que a este le transmitió mucha sinceridad. Lo cierto es que DeClerck tenía la sensación de haberse confundido con aquel individuo. Era más sensible de lo que creía. Y pronto tendría la oportunidad de volverlo a averiguar.

Eran casi las diez de la mañana cuando los locales comerciales comenzaban a abrir sus puertas y el número de gente que transitaba por la calle iba en aumento. DeClerck decidió entrar en el restaurante de Breuer, con el fin de tomarse un café y conocer algo más las costumbres de aquella gente, no sin antes contemplar un águila real, muy ornamentada, que se encontraba justo encima de la puerta. Aquel era un lugar bastante pequeño pero muy acogedor. Construido en madera al completo, incluido el mobiliario que desprendía un color muy brillante. A DeClerck le llamó la atención un pequeño acuario que estaba ubicado al fondo, junto a la barra, recordándole los Jaes Café en Boston, aquellos que había frecuentado en la Avenida Columbus. Había unas diez mesas de cuatro sillas cada una, que en ese momento estarían ocupadas por unas doce o quince personas que tomaban sus desayunos tranquilamente. En la barra, DeClerck apreció a un hombre que estaba limpiando unos vasos. Era el único que había, por lo que dedujo que sería Breuer. - Buenos días. Usted es Breuer, ¿verdad? – dijo convencido DeClerck. - Así es. Y usted es nuevo por estas tierras, forastero – dijo con voz socarrona mientras secaba un vaso – - Me llamo Francis DeClerck. Aterricé ayer y estoy conociendo el lugar y presentándome. - Pues sea bienvenido. ¿Le pongo algo? DeClerck aceptó tomarse un café cortado con leche fría, su tónico mañanero para poder pasar de estado off a on, mientras seguía charlando con aquel individuo. Durante el café, Breuer le contó que llevaba allí alrededor de dos años, pero no quiso entrar muchos detalles cual exactamente su problema. Lo cierto es que, nadie con quien había hablado DeClerck hasta ese momento, quería contar el verdadero motivo de su estancia en Jarreto.

Breuer había vivido en Washington durante las décadas de los 60 y 70. Al parecer, había sido propietario de una serie de restaurantes en el barrio de Adams Morgan, en la calle 18, en cuyo cruce, con Columbia Road, se encontraba dicho barrio. A finales de los años 60, los residentes se organizaron y trabajaron con la ciudad, para construir una nueva escuela primaria y un complejo recreativo, un jardín maternal, canchas de tenis y baloncesto, una piscina climatizada con energía solar, una clínica y una pista de atletismo. El complejo se llamó Marie H. Reed Learning Center, en homenaje al obispo Reed, un miembro activo de la comunidad, ministro y líder. Breuer había sido 160

participe de todo este crecimiento, por lo cual se sentía muy orgulloso. Hablaba con pasión de cómo le gustaba conducir por Dupont Circle para ir a visitar la Casa Blanca, pero que le horrorizaban las horas puntas de tráfico en aquella zona. Realmente, era un hombre curioso, con muchísimas vivencias. Pero también con algunas sombras. Había estado en el ojo del huracán, por varias denuncias de padres, que le acusaban de acosar sexualmente a sus hijos. Gracias al empuje de todos ellos, consiguieron que fuera juzgado y condenado a ingresar en una prisión de mínima seguridad, donde Breuer pasó los peores días de su vida. El dueño del Águila Real contaba como agradecía, al Dr. Naisinger, sacarle de la cárcel y llevarle a Jarreto, lugar donde, según decía, pudo demostrar que era inocente. Naisinger se limitó a enviar los informes correspondientes al juez de turno para confirmar que las revisiones de Breuer eran totalmente positivas. DeClerck conoció, además, que Breuer era el tutor del pequeño Alex, una prueba más de que no mentía, ya que, si hubiera sido un acosador de niños, jamás le habrían permitido acogerlo bajo su tutela. Pasaron casi cuarenta y cinco minutos de animada charla, con los que DeClerck aprovechó, el pequeño vínculo de confianza que había establecido, para intentar averiguar algo más sobre lo que Breuer sentía estando en Jarreto. - Y, dígame, ¿se encuentra usted a gusto aquí? – preguntó DeClerck. - Por supuesto. Si no, probablemente ya no estaría aquí – contestó. Aquella respuesta contradicción.

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- ¿Qué quiere decir? – volvió a preguntar, esta vez más inquieto. - Si no estuviera a gusto, significaría que no habría superado mis problemas. Como le decía antes, me ha servido para que esta gente reconozca que soy un buen hombre. Sí no lo hubiera conseguido, seguramente el regente y los de la Zona Cero habrían decidido ayudarme de otra manera. - Eso quiere decir que aquellos que no se adaptan, son……… - ¿Eliminados? ¡No, por favor! ¡No quiera ser tan drástico! ¿Acaso no se lo advirtieron al llegar? No todos se adaptan. Los que lo conseguimos, tenemos una plácida vida sin echar la vista atrás. Los que no, simplemente tienen que acudir a los métodos tradicionales. Internados bajo medicación y vigilancia, tratados bajo la supervisión de personal cualificado. Como sucedería en la vida normal a las primeras de cambio. Por eso vine aquí. No soportaba la idea de tener que someterme a eso a la mínima señal por que me consideraran un desequilibrado. Aquellas palabras sonaron muy juiciosas y volvieron a convencer a DeClerck. Los temores que le habían invadido durante el viaje y todo el día anterior, incluso aquella misma mañana, tendían a desaparecer al ver que aquella gente tenía un trato absolutamente correcto. Supo también que, todo lo que se encontraba en el restaurante, en Vitorio´s, los materiales que Clara necesitaba para su pequeña tienda, los libros de la Biblioteca, etc. eran suministrados por el personal de la Zona Cero una vez al mes. Al final, parecía 161

que todo le empezaba a cuadrar, ante lo cual, quiso abusar aún más de la confianza que aquel tipo le dio para saber sobre Clara. - ¿Usted conoce a la mujer de los cuadros? – preguntó DeClerck, como un niño en el colegio le pregunta a un amigo por la chica que le gustaba. - ¿A Clara? Por supuesto. Todos la conocemos. Ha pintado retratos a la mayoría de los de aquí. Es una chica encantadora. - ¿Sabe usted por que esta aquí? - ¿Ella no se lo ha dicho? - No. - ¿Entonces por que habría de hacerlo yo? Aquella respuesta en forma de pregunta, fue tan abrumadora que no permitió a DeClerck replicar. Le dio a entender que estaba sobrepasando el límite y que podía perder esa buena imagen que se había creado con Breuer, el cual lo notó en el rostro de DeClerck. - No se lo tome así. Verá, es algo muy personal - en tono un poco más bajo No es fácil hablar de eso, aún a pesar de que haya pasado tiempo. Eso es algo que ella debe decidir contarle. Pero si está interesado en Clara, es una mujer magnífica. Trátela bien. Es fácil de contentar. Sólo hay que saber hacerlo. DeClerck comenzó a notar las famosas mariposillas que siempre decían que tenían los enamorados. Le sonó a buena señal, lo cual le animó a pensar en planificar su vida, con más cabeza y con más futuro, en Jarreto. Tras unos segundos de alegre reflexión, dio las gracias a Breuer por la agradable charla y se comprometió a tomar café allí todos los días. Al salir del restaurante, le invadió una sensación de ilusión, de esperanza. Era como algo que hacía mucho tiempo que no sentía. Quizás sería por Clara, o simplemente, por que el lugar ya le transmitía esas vibraciones positivas que estaba esperando y que le daban a entender que podía crecer aún más como persona pero de una manera mucho más simple que en su vida anterior. Mientras volvía a iniciar un paseo, tomó la decisión de aceptar el puesto de profesor que el regente le había planteado a primera hora de la mañana, por lo que decidió ir a su oficina para confirmárselo. Subió, por segunda vez en unas horas, las pequeñas escalinatas de su despacho. Tocó la campanilla un par de veces y la puerta se abrió, mediante un sistema de apertura automático que tenía en el interior. Nada más entrar, encontró al regente dando vueltas por el hall. DeClerck no tenía intención de estar mucho tiempo allí, por lo que fue al grano. - Hola, Winston. Sólo quería decirle que he pensado en aceptar la propuesta que me ha hecho esta mañana. - ¡Magnífico, Francis! Me alegro que se haya decidido – expresó con alegría mientras estrechaba la mano de DeClerck - Verá como va a notar, con esa nueva ocupación, que su vida es más equilibrada y menos monótona. ¡Ya lo verá! - Bien. Quisiera empezar cuanto antes, si es posible, por lo que, supongo que, tendré que hablar antes con el Sr. Andersson. 162

- ¿el Sr. Andersson? – preguntó Charles con incredulidad. - Sí. Amendola me ha dicho esta mañana que él es el actual maestro y tendremos que tener una conversación para planificar el trabajo. Es lo correcto. Aquello no pareció sonarle bien a Winston. Parecía como si hubiera tenido un plan trazado y tuviera que variarlo por algún contratiempo. Tras acariciarse la barbilla durante unos segundos, contestó. - No se preocupe por eso, Francis – cambiando la expresión con una sonrisa - Yo hablaré con Andersson y le haré saber los cambios – dijo de manera tajante. - Pero, yo creo que…. - Insisto – ni siquiera dejo terminar la frase – Usted sólo vaya mañana por la mañana a las ocho y media al colegio y empiece a trabajar con ellos a su manera. Conózcalos, conozca el colegio, los materiales de los que dispone. No se preocupe por el Sr. Andersson. El regente insistía, una y otra vez, por lo que DeClerck no tuvo más remedio que marcharse de allí con las indicaciones que este le había dado. Sin embargo, bajó las escaleras ciertamente preocupado. No le parecía la manera más correcta de comenzar su labor. No pretendía pisarle el terreno a otra persona y, mucho menos, a un colega de profesión. Se resignó a confiar en las palabras de Charles, quedándose tranquilo en ese aspecto. Tranquilidad que el regente estaba dispuesto a que se mantuviera, costara lo que costara.

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LX FEBRERO DE 1991. DECLARACION DE FRANCIS DECLERCK. 05.20 DE LA MADRUGADA. Serían las once de la mañana cuando pensé en visitar, por primera vez, la biblioteca de Jarreto. La verdad es que ese día necesitaba ocupar mi tiempo bastante y un rato practicando lectura me vendría como anillo al dedo.

La biblioteca era un único edificio flanqueado por dos calles. Una de ellas era la que daba acceso directo al colegio y la otra era una calle sin salida, cerrada por un muro al final. El edificio tenía un gran aspecto. De nuevo, me vinieron recuerdos de mi etapa en Boston. Su portada era calcada a la de la Biblioteca Pública de Boston, sólo que en dimensiones más reducidas, naturalmente. Sin duda, se habían basado para construirla en aquel modelo. Al subir las escalinatas, no podía dejar de leer la inscripción grabada en piedra en lo alto del edificio.

CONSTRUIDO PARA EL AVANCE DEL PUEBLO

No era exactamente el mismo enunciado que en Boston. Más bien parecía resumido, pero le daba majestuosidad, sin lugar a dudas. Con toda mi confianza, me dirigí, con ímpetu, a la puerta pero, para mi sorpresa, esta no se abrió. Lo intenté varias veces pero no había forma. Parecía estar cerrada a conciencia, incluso que llevaría mucho tiempo sin abrirse. Pero me llamó la atención algo que, posteriormente, confirmaría mis temores. Al asomarme a través de una pequeña ventana, intenté visualizar a alguien y no lo conseguí a la primera. Cuando me iba a retirar, pude ver a un hombre andando en el fondo del hall. Quise llamar su atención pero, al darse cuenta de ello, salió corriendo. No pude detectar en ese momento como era pero estaba allí. Mientras seguía mirando, para ver si lo podía encontrar de nuevo, una mano se posó sobre mi hombro, dándome un susto de muerte. Al volverme, pude ver al guardián tras de mí. Al comprobar mi rostro con expresión de amago de infarto de miocardio, me pidió disculpas y me explicó que la biblioteca permanecía cerrada por una ampliación que se estaba realizando en su interior. Muy amablemente, me invitó a marcharme, jurándome que sería el primero en utilizar aquellas dependencias en cuanto estuvieran disponibles. Me despedí de Amendola sin creerme ni una palabra de lo que me dijo. Por supuesto que no estaba en 164

reformas, pero tampoco se me ocurrió en aquel momento pensar el motivo por el que aquel edificio estaba cerrado. Volví al hostal, no sin antes pararme en la pequeña y encantadora tienda de cuadros de Clara. Mientras caminaba, me resultó llamativo un grupo de unas veinte personas que estaban en medio de la calle. Todos muertos de frío y con la misma indumentaria, un chándal color azul oscuro. Al mirarlos, uno de ellos se percató y me lanzó una extraña mirada. En un instante, el tipo vino hacia mí a velocidad de crucero. Yo no sabía si esperarlo o marcharme corriendo. Cuando lo decidí, ya era tarde. Ya se encontraba frente a mí. Aquel abuelo debía tener, lo menos, noventa años, pero una agilidad inmensa, refugiada en un cuerpo mucho más que escueto en carnes y una arrugada cara, blanca como la nieve. - ¿Es usted el nuevo? – preguntó el anciano, con voz temperamental. - Sí – respondí algo indeciso – Así es. - ¿Y se va a quedar mucho tiempo? – con el mismo tono, pero gesticulando y haciendo extraños movimientos con el cuello. Yo no sabía que responder y, ante mi silencio, se dio media vuelta y se marchó, no sin antes volver a girarse hacia mí y vocearme algo. - ¡Si tropieza con el paleto, dígale que lo estamos esperando, aullando a la luna! Era cierto que habría gente a la que se le notaría lo suyo, su problema, pero tampoco parecía que fueran peligrosos para nadie. La banda sonora del pueblo era muy llamativa. Durante todo el día, había música para amenizar la estancia. Fundamentalmente, música clásica pero me sonaban también otras melodías del mundo del cine. En ese momento, recuerdo que se podía escuchar la Cavatina de la película El Cazador. Antes de subir a mi habitación, me detuve en la puerta de la tienda para saludar a Clara. Sólo su sonrisa transmitía un millón de mensajes y, en ese momento, me di cuenta que todos llegaban a mi corazón. Con algunos gestos, me citó para la cena en Vitorio´s, la cual yo esperaba con gran estímulo.

Frost se percató que DeClerck hablaba de aquella mujer con absoluta pasión. Quizás, el jefe pensaba que aquel individuo no tenía mucha apariencia de psicópata asesino, al menos con la lectura de sus sentimientos. O también podía pensar que era un auténtico embustero, lo cual le hacía más peligroso todavía. Sólo él lo sabía. Mientras se lo planteaba, amontonaba cintas sin parar encima de su escritorio. Pensaría que le saldría una novela redonda, pero su principal interés era esclarecer aquella ensordecedora historia. - Esa mujer le dejó huella, Francis – apuntó Frost. - Sí, así es. Una huella profunda – dijo DeClerck con melancolía. - ¿No tuvo posibilidad de llevarla con usted? 165

- ¿Cree que si hubiera podido escapar con ella, no lo habría hecho? - Estoy seguro de ello – enunció con voz algo misteriosa Frost.

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LXI Al llegar al hostal, la Sra. Kensell me sorprendió con un paquete que estaba a mi nombre. Me comentó que lo había dejado el Dr. Naisinger antes de marcharse pero que había olvidado entregármelo. No era un paquete muy grande. Mientras subía por las escaleras, no dejaba de mirarlo. En el pasillo de las habitaciones, me volví a tropezar con el Sr. Smith, que parecía tener mucha prisa. Ni siquiera me dejó darle los buenos días. Se limitó a bajar las escaleras a toda mecha, diciéndome mientras lo hacía que le esperaba el grupo de gimnasia. Era posible que, tal y como yo pensaba, hubiera algún pirado que otro allí, pero no por los motivos que yo creía. Antes de entrar en la habitación, sentí curiosidad por saber si habría alguien en la famosa estancia contigua a la mía, que tanto ruido había hecho esa mañana con sus golpes. Nada se escuchaba a través de la puerta en ese momento, por lo que consideré que mi curiosidad ya había cubierto el cupo correspondiente, así que lo dejé correr. Entré en mi habitación y, tras cerrar la puerta, pude advertir un aromático olor en la habitación. Al acercarme a la cómoda, vi que una pequeña tetera y una taza estaban perfumando el ambiente. Supuse que la Sra. Kensell quiso tener un detallito conmigo, por lo que no me importó que entrara en la habitación sin mi consentimiento. Tras dejar el paquete sobre la cama, me asome a la ventana y pude ver al grupo de Smith, realizando una especie de calentamiento en plena calle, con el vejete vacilón a la cabeza. Pensé que, aquel grupo, ciertamente no había superado su enfermedad, ya que había que estar loco para hacer ejercicio en plena calle con un frío que pelaba. Volví hacia la cama y cogí el paquete. Me senté frente a la tarima de la cómoda, dispuesto a tomarme una taza de té y abrirlo. Al poco, comprobé que no tenía nada de misterioso. Era un diario que el Dr. Naisinger me había dejado. En la primera página me dedicó unas palabras. Un motivo para la esperanza es siempre un motivo para el cambio. Encontré el comentario bastante exagerado pero muy acertado y enteramente filosófico. Después de todo, yo no me sentía como un enfermo o un desequilibrado mental, aunque, por otro lado, imaginé que su intención era que yo entendiera el fin de todo aquello, refiriéndose sobre todo a gente cuyos problemas fueran mayores que los míos. No me pareció mala idea la del diario, por lo que, mientras disfrutaba de la taza de té, comencé a escribir las impresiones de mi primer día en Jarreto. Pasado un buen rato, empecé a notarme ligeramente cansado y con mucho sueño, por lo que dejé todo tal y como estaba y me tumbé en la cama totalmente vestido. A los pocos instantes, el sueño me había invadido por completo.

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Al despertar, no fui consciente del tiempo que había estado dormido. Para mí, sólo habían pasado diez minutos. Pero mi sorpresa fue mayúscula al comprobar, en mi reloj, que eran las ocho de la tarde. No podía creer que hubiera estado tanto tiempo dormido. Se me ocurrió coger la taza de té y mirar el poso. ¿Me habría echado alguna droga la Sra. Kensell? ¿Por qué motivo? ¿Quizás por que estaba curioseando demasiado? Cuando me encontré más espabilado, me metí en la ducha y me acicalé bien para la cena de esa noche. Bien afeitado, bien perfumado, me estaba vistiendo y me sentía como un niño con zapatos nuevos. Como la típica primera cita de cuando tenía dieciocho o veinte años. No quise perder más tiempo. Eran ya las ocho y media y quería llegar pronto a Vitorio´s, aunque me costara un buen rato de espera. Al bajar las escaleras, pensé en ponerle la cara colorada a la Sra. Kensell respecto al té, pero eché mano de mi repertorio irónico y simplemente le apunté “un té delicioso, Sra. Kensell”. Ella se limitó a sonreír y darme las gracias. Caminaba hacia Vitorio´s con algo de nerviosismo. Incluso me sudaban algo las manos. En aquel momento, el maldito Dr. Naisinger empezaba a tener razón. Estaba descubriendo una vida que me gustaba. Al ir andando hacia el restaurante, pude ver al Sr. Smith que salía de una casa que estaba a pocos metros. Iba bastante apresurado, cruzando la calle. Quise saludarle llamándole por su nombre, pero ni siquiera lo advirtió. Se metió en el despacho del regente a toda velocidad y despareció. No me imaginaba de quien podía ser la casa. Pero ya era la segunda vez que el famoso Smith tenía prisa en mi presencia. Era ya prácticamente de noche cuando llegué al restaurante del famoso Vitorio, donde esperaba conocer a más personas de aquel entorno pero, sobre todo, donde esperaba ver a Clara. Habría unas treinta o cuarenta personas en aquel lugar. Algunas caras me sonaban de haberlas visto en mi paseo de la mañana pero había muchas otras que no conocía. Ambientado por música de Frank Sinatra, lo cierto es que era un sitio verdaderamente acogedor. Antes de irme derecho a la barra, el territorio de Vitorio, revisé bien para ver si conocía a alguien y saludar. La educación, ante todo. Pero no fue así. No había tenido el placer de conocer a ninguno de los presentes, los cuales me miraban y sonreían a regañadientes. Es evidente que siempre uno desconfía de lo desconocido. A la que si pude contemplar, sentada en una mesa en el lado derecho, al fondo del local, fue a Clara, que me hizo un ademán de sentarme con ella. Aunque no lo hubiera hecho, era mi objetivo para esa noche.

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LXII LA PRIMERA NOCHE EN JARRETO DeClerck cruzó unas palabras con Vitorio antes de sentarse a la mesa con Clara. - Buenas noches, Vitorio. Esto está muy ambientado – exclamó - Como todas las noches desde que estoy aquí, amigo. Este es nuestro punto de reunión habitual. Si quiere encontrar a alguien, sólo tiene que ir al local de Vitorio – respondió a la vez que soltó una pequeña carcajada. - El problema es que soy nuevo y apenas conozco a nadie. De los que he conocido hoy, no veo a ninguno. - Si se refiere usted al regente, vendrá dentro de un rato. Tenía una reunión con el Sr. Smith. Y no espere a Amendola. Se toma muy en serio su trabajo y considera estar aquí una distracción. Quizás pase un ratito para ver como está el ambiente. De vez en cuando, la gente se toma una copa de más y alguien tiene que llevarles a casa. Vitorio aumento su risa al comprobar cierta incredulidad, en el rostro de DeClerck, por su comentario. - Vamos, vamos, Francis. Los altercados no están incluidos en el menú pero suceden, de vez en cuando. - Me quita un peso de encima – respondió DeClerck siguiendo la broma. - Parece que la Srta. González le está esperando – dijo Vitorio, guiñando un ojo. - Sí, creo que me sentaré con ella. No hay que hace esperar a señoras tan guapas, ¿no le parece? Cuando se disponía a ir hacia la mesa, Vitorio le puso la mano en el hombro. - Tenga cuidado. Sea educado y amable con las mujeres de aquí. Es lo único que pedimos. Especialmente con Clara DeClerck hizo un movimiento con el hombro para que soltara su mano mientras le dirigía una mirada de advertencia. Lo captó enseguida. No le resultó incomodo. Al contrario, le pareció muy correcto por parte de Vitorio el intentar que nadie se aprovechara de nadie en Jarreto. Sonó a muy convencional, justo como DeClerck se identificaba en muchas ocasiones. Teniendo muy presentes aquellas palabras, fue en busca de la compañía de Clara. Al sentarse en la mesa, ella lanzó una sonrisa que le hizo estremecer. Definitivamente, estaba convencido que el decidir cambiar su vida a Jarreto era 169

ya un acierto sólo por contemplar la dulzura de aquella mujer. Mientras esperaban la cena, tuvieron tiempo de ponerse aún más al día, acompañados de una botella de vino tinto. - Me he dado cuenta que es usted un dormilón, Francis – comentó. - Bueno, el cansancio y, seguramente, una taza de té en mal estado, me han hecho dormir más de la cuenta. - ¿Té en mal estado? – preguntó extrañada. - Déjelo. Son cosas mías. DeClerck decidió cambiar de conversación para continuar averiguando cosas sobre Jarreto. - ¿Sabe usted quien es toda esta gente, Clara? Es la primera vez que los veo – preguntó muy intrigado. - Es normal. Lleva usted aquí un día. Hay más personas de las que usted se imagina. Pero no sufra por ello, ya que no llegará a conocerlas a todas. Ni siquiera yo, que llevo aquí bastante tiempo, conozco a todo el mundo. Hágase a la idea que tendrá un roce más rutinario con muy pocas personas. - ¿Qué ocurre con los demás? - Verá – introdujo Clara mientras tomaba un sorbo de vino – Es posible que vea cosas raras aquí. Realmente, es como todo. Cada uno se hace a su entorno y consigue de él lo que se proponga, lo que ponga en él. Hay personas en el mundo que deciden huir de todo y no salir de sus casas. Otras se atreven a enfrentarse al mundo y se dan cuenta que no pueden con él, por lo que reculan y toman otro camino. Los hay que consiguen vencer al mundo y triunfan en él. Y hay una parte que son destruidos por el mundo como la carnaza que devora un tiburón. Aquí tenemos de todo, incluso de los triunfadores. Nadie está exento de las inclemencias de la sociedad. Nadie. - ¿En que grupo se encuentra usted, Clara? Dudó, durante unos segundos, antes de contestar, echando mano de valentía para hacerlo. - La verdad es que no he conseguido saber cual era mi sitio. Sufrí mucho en un momento determinado de mi vida y, lo que es peor, hice sufrir a los que estaban conmigo. Eso hizo que me hundiera y terminará…….. aquí. DeClerck comprobó, a medida que transcurría la conversación, que aquella mujer no iba a contarle nada que no quisiera. No quiso incidir mucho más para no violentarla demasiado. - ¿Y como se encuentra ahora? – preguntó amistosamente DeClerck. - Creo que podría decir que en paz conmigo misma. Quizás es lo que estaba buscando y lo he encontrado. O al menos, es lo que creo. DeClerck tomó una copa de vino y, mientras la saboreaba, Clara le cogió la mano y pronunció unas palabras que calaron mucho en DeClerck.

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- No intente buscar lo que no existe. No se puede encontrar donde no hay qué buscar. La realidad de este sitio es que cada uno encuentre su destino, su fin, su realidad. Algo que no hemos sido capaces de encontrar en el mundo normal, es posible encontrarlo en este tan pequeño, creado exclusivamente para nosotros. Aquello confirmó a DeClerck que debía dejarse llevar por sus sentimientos y por el sentido común, y no por razonamientos detectivescos que no conducían a ningún sitio. Encontrarse a si mismo era su única misión y tenía las herramientas necesarias para hacerlo. Al momento, Vitorio apareció, por detrás, con una suculenta bandeja de comida. Ensalada cesar, puré de patatas y un redondo de ternera poco hecha. “Manjar de dioses”, pensó DeClerck en aquel momento, que, oteando de izquierda a derecha, vio entrar al regente en ese momento. Charles, al verles, mostró una amplia cara de satisfacción. Se acercó a la mesa muy emocionado. - ¡Buenas noches! Celebro verles aquí. Veo que se está ambientando muy bien, Sr. DeClerck – dijo guiñándole un ojo – Clara, estás guapísima. Pero sé que no descubro nada nuevo – exclamó sonriendo a Clara. Clara devolvió la sonrisa de manera más o menos forzada. A DeClerck no le gustó aquel gesto pero quiso entender que denotaba alegría por verlo integrado en el lugar. - La Srta. González me estaba contando cosas muy interesantes y positivas de Jarreto – exclamó DeClerck. DeClerck notó una reacción rara tanto en Charles como en Clara. Ambos se miraron con aspecto serio. No entendía muy bien aquella reacción del regente ante sus inocentes palabras. - ¿Y que le ha dicho la Srta. González? – preguntó sin dejar de mirar a Clara. - Sólo lo bien que se siente uno cuando encuentra su destino – respondió sonriéndole a Clara. Aquella respuesta pareció convencer a Charles que, sin embargo, seguía pareciendo algo reticente, aunque algo más aliviado. - Bueno, bueno. Les dejo. Sólo recordarle, Francis, que mañana comienza su labor con los niños. A las ocho y media de la mañana debe estar usted en el colegio – exclamó. - Supongo que me encontraré allí con el Sr. Andersson – dijo mientras se metía un pedazo de ternera en la boca. - ¿El Sr. Andersson? Creo que no será posible. – respondió algo acelerado Charles. - No entiendo. Creí que llevaríamos juntos las clases.

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- Verá, el Sr. Andersson tiene una gripe de caballo y está… como decirlo…. ¡Está en cuarentena! ¡Esa es la palabra! - exclamó más nervioso Charles Recluido en su casa y sin poder recibir visitas. Aquella respuesta descolocó un poco a DeClerck. - Pero, habrá alguna forma de hablar con él. Que me indique lo que ha estado haciendo con los chicos. Rápidamente, el regente cortó sus palabras. - Lamentablemente, el Sr. Andersson está actualmente en la Zona Cero, siendo tratado de su enfermedad. De todas maneras, no se preocupe Sr. DeClerck. Usted sabrá lo que tiene que hacer con los chicos inmediatamente. Ya tendrá oportunidad de hablar con el Sr. Andersson en otro momento más oportuno. – dijo con una sonrisa muy temblorosa. Charles se despidió de ambos con bastante prisa. Mientras se marchaba, se le escuchaba repetir en voz alta, ¡Mañana a las ocho y media! ¡No lo olvide! Durante un buen rato, DeClerck continuó dándole vueltas a aquella situación .Le resultaba extraño que no pudiera charlar con la persona que era encargada de las clases con los muchachos del pueblo. Pero su velada con Clara era el plato principal de la noche y no quiso que se lo estropearan, por lo que pasó del tema olímpicamente. Sin embargo, aquellas pequeñas pinceladas en las que no reparaba, compondrían más tarde el verdadero rompecabezas de Jarreto. A pesar de aquella pequeña sospecha, la cena le resultó estupenda, sobre todo por la compañía. Clara le contó que había vivido en una gran ciudad sin llegar a nombrarla, donde había estudiado y formado como marchante de arte. Que había estado casada, aunque en ese tema sólo pasó de refilón. Que conocía algo España, pero más la zona de Galicia, donde, al parecer, tenía alguna familia por parte de su padre. También contó que había pasado algunos veranos allí, cuando era pequeña, pero que, antes de llegar a Jarreto, ya hacía bastante tiempo que no los visitaba. DeClerck no quiso ahondar en demasía en el tema de porque ella estaba allí. Determinó que se lo contaría cuando ella lo decidiera. Ya siendo altas horas de la noche, Clara indicó que estaba cansada y quería marcharse a casa, la cual se encontraba justo enfrente de Vitorio´s. DeClerck se ofreció a acompañarla pero ella le pidió que sólo hasta la puerta del restaurante. Allí se despidieron esa primera noche. - Ha sido una velada encantadora, Clara. Lo he pasado muy bien. Hacía tiempo que no disfrutaba tanto en compañía de alguien. Ella se limitó a sonreír. La verdad es que no necesitaba hacer más. Con su sonrisa lo decía todo. - Espero que no te moleste que te haya dicho que no me acompañes a casa. Es muy pronto para que la gente de por aquí empiece a pensar cosas que no son – dijo. 172

- Me da igual lo que piense la gente – contestó DeClerck – Además, creí que este lugar servía para abandonar las malas costumbres del mundo normal. Clara, aún casi muerta de frío, tuvo respuesta para las dudas de DeClerck. - Pronto entenderás que si importa, Francis. Si que importa. Y que, además, hay costumbres que no se pueden abandonar ni bajo tierra. Buenas noches – sonriendo. Y se marchó. Viendo como lo hacía, y estando aún cerca de Vitorio´s, DeClerck pensó en tomarse una copa y charlar un rato con los lugareños. Al entrar, intento derrochar amabilidad, pasando por las mesas y saludándolos pero la realidad es que todavía eran muy reacios a su compañía. Alguno lanzó un tímido hola, pero la mayoría miraban con desconfianza. La novedad suele generar recelo entre la gente. DeClerck se instaló en la barra cuando vio que Smith entraba por la puerta. Comenzó saludando a los que estaban en la primera mesa y, seguidamente, al resto de la sala. Todos le conocían. DeClerck encontró lógico, pues, que le negaran, en cierto modo, el suyo. Cuando terminó con el ceremonial, Smith se encaminó hacia el lugar de la barra donde se encontraba DeClerck. Nada más llegar, destensó la mala sensación de este con los clientes de Vitorio, dándole un par de palmaditas en la espalda. Con un gesto con la cabeza, le indicó que se sentaran en una mesa, pidiéndole a Vitorio una botella de Jack Daniels y dos vasos. La mejor manera de empezar una animada charla. Una vez sentados, Smith mostró su cara más amable. - Imagino que todos le habrán preguntado lo mismo, Francis. Y es, ¿Puedo llamarle Francis? DeClerck encontró en la broma un puntito de relajación. Sin duda, podía ser un colofón a la velada, en su primera noche, de lo más entretenido. - Por supuesto. Se lo ruego. Siendo más cercano, podré ir haciéndome con la situación y descubriendo la naturaleza de este sitio. - No se complique la vida, amigo mío. Es un sitio más del mundo. Sólo que ideado para un tipo de gente determinado. Nadie pensaría que se podría fundar un pueblo para gente con problemas. - Bueno, lo cierto es que no me parece que haya tanta gente con problemas. A mi me da la impresión que son bastante normales. Smith se bebió de un solo trago su whisky para soltar una carcajada posterior. DeClerck no creyó haber dicho nada gracioso, por lo que no encontró motivo para acompañarlo. - Fíjese bien, Francis. ¿Ve a los cuatro tipos de la mesa más cercana a la puerta? – dijo Smith, señalando con la mano donde tenía sujeto el vaso. - Sí, les veo – respondió, mirando a la mesa en cuestión. - El de la camisa de cuadros es Rolan. Noruego, afincado en España, como usted. Sufría agorafobia al llegar aquí. Del lugar de donde venía, no conocía ni a la vecina de enfrente de su misma planta. El miedo a los espacios abiertos y 173

a sufrir algún daño en ellos le tenía totalmente paralizado. El de al lado, calvo con gafas, es Maccini. Trastorno obsesivo compulsivo. Frente a Maccini está Gordon Harman. Creo que inglés. Fue acusado de pederastia en una pequeña población de Carolina del Norte. Día si y día también, recibía palizas por parte del grupo de vecinos que lo tenían fichado. Incluso, una noche casi lo ahorcaron en el porche de su casa. Descubrieron al auténtico pederasta pero Harman no pudo superarlo y, después de estar un tiempo desquiciado en un sanatorio mental, acabo aquí. Y el cuarto en discordia, el del bigote canoso, es Aldo Pérez, paraguayo. Padece dismorfofobia. Toda su vida creyendo que tenía deformidades en su rostro, parecidas a las del hombre elefante. ¿Recuerda la película? - No lo aparentan, ¿Cómo es posible? – preguntó asustado. - ¿Acaso lo aparenta usted? ¿Aparenta usted ser un esquizofrénico, Francis? – preguntó Smith. - ¿Cómo sabe usted eso? – preguntó DeClerck, mirándolo con incredulidad. - Eche un trago, Francis. No se altere – respondió tranquilamente. DeClerck hizo caso del consejo y tomó de golpe hasta tres vasos de whisky. Al verle muy acelerado, Smith le arrebató el vaso y continuó, acercándose a él. - ¿No se ha dado cuenta aún de que el secreto de este lugar se encuentra dentro de su absoluta simpleza? - ¿A que se refiere? – volvió a preguntar DeClerck, algo mareado por el licor. - Creo que es hora de marcharse – dijo Smith, mirando su reloj de muñeca. Smith le devolvió la botella a Vitorio, despidiéndose él y DeClerck del italiano y abandonando el local, ante la atenta mirada de muchos de los clientes que aún quedaban allí. Una vez en la calle, caminaron hasta el hostal continuando la charla que habían dejado a medias. Smith continuó aclarándole cosas, de manera que no se preocupara. - Las cosas no son complejas, Francis. Nosotros las convertimos en tales. Si lo piensa detenidamente, ¿de que vivirían los psiquiatras, los sanatorios, los que fabrican y comercializan las medicaciones que controlan las enfermedades mentales, si se demostrara, públicamente, que pueden tener un remedio natural? - Pero si eso es cierto, tendría que hacerse público. - Nadie tira piedras sobre su propio tejado, Francis – dijo mientras sonreía – El negocio es el negocio. ¿Por qué motivo no se puede acabar con la guerra, el hambre, las drogas? Todo lo que suponga ganar dinero, está fuera de toda duda. Tiene que seguir adelante. Y que tenga cuidado aquel que intenté ser honesto ante eso. La historia tiene muchos ejemplos para contar. - Tengo muy clara la realidad pero alguna vez he pensado que la vida podría ser de otra manera y hacerse justicia – dijo DeClerck, algo encorajinado. Sin apenas darse cuenta, llegaron a la puerta del hostal. Se detuvieron un momento más, en la puerta, para hacer una última reflexión. - La justicia debe buscarla uno mismo – dijo Smith - No debemos esperar de la vida más de lo que nosotros pongamos en ella. Así de simple. Si quiere 174

justicia, el mundo no es el mejor sitio para encontrarla. Quizás por ese motivo existe Jarreto. Para permitir que nosotros mismos podamos obtener esa justicia que usted reclama. DeClerck intentó profundizar más en el tema antes de abandonar al Sr. Smith. - ¿Cree usted que esas personas pueden encontrar una cura sin ningún tipo de medicación? ¿ O con un mínimo de ella? ¿Simplemente, paseando por la calle?– preguntó DeClerck, esperando una respuesta convincente. - ¿Y quien ha demostrado que no es posible, Francis? Si usted se pierde en un bosque, ¿es posible que salga de él ileso? El principio es el mismo. - No es exactamente lo mismo, Smith. – respondió incrédulamente. Smith puso la mano derecha en su hombro antes de contestar. - Piense sobre ello, Francis. Si lo hace en profundidad, descubrirá que sí es lo mismo. – respondió finalmente – Vamos. Se hace tarde. - La verdad es que no tengo sueño – dijo con la mirada perdida – Prefiero dar un paseo antes de acostarme. Smith sonrió a la vez que asintió con la cabeza, dejando allí a DeClerck Era curioso el modo en que todas las personas con las que había hablado le planteaban, de una u otra manera, que no quisiera descubrir más cosas en aquel lugar y que todo lo viera del modo más simple posible.

Decidió caminar un rato y pensó en visitar al viejo Kasovitz, antes de irse a dormir.

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LXIII Frost y DeClerck tenían perfectamente definida su finalidad sobre el asunto. Uno, intentando demostrar su inocencia, el otro, confirmar que, realmente, esa inocencia era tal. Las horas sin dormir estaban totalmente justificadas, al menos para ellos. Frost procedió de nuevo a plantear sus dudas. - ¿Usted no sospechó en ningún momento que pudiera pasar algo grave con el Sr. Andersson? – preguntó. - No me parecía anormal. Que una persona tenga una gripe y no pueda trabajar es lo más natural del mundo – contestó DeClerck. - Sí, pero es un poco chocante que se produzca justo cuando usted llega. Y encima, para sustituirle. - Yo no iba a sustituirle. Sólo a ayudar. No ponga palabras en mi boca que no he dicho – exclamó DeClerck algo enojado. - Bien, a ayudarle. Aún así, es chocante que se produzca de esa manera. - Permítame continuar y comprobará que lo fue lo único chocante que sucedió allí. Frost le indicó que esperara. Parecía que había algo que no le cuadraba en todo aquello. - Hay algo que tendrá que intentar explicarme con claridad por que no me entra en la mollera. Aquella gente tenía una enfermedad mental pero no estaba controlada con regularidad. ¿Qué ocurría ante alguna crisis aguda o algo por el estilo? – preguntó Frost. - Todo estaba controlado desde la Zona Cero, sólo que nosotros no sabíamos hasta que punto tenían el control de todo aquello. Días más tarde, lo descubriría. - Y supongo que seguirá el orden cronológico de los acontecimientos para contármelo. – dijo Frost con resignación. - Por favor – respondió DeClerck. - Bien, pero piense que son casi las siete de la mañana. Debemos acelerar esto, Francis. - Está bien. Déjeme continuar para llegar al final. Frost no quiso perder ni un minuto más e introdujo una nueva cinta para continuar recogiendo las palabras de DeClerck.

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LXIV FEBRERO DE 1991. DECLARACION DE FRANCIS DECLERCK. 06.45 DE LA MAÑANA. Serían cerca de las once de la noche cuando me encontraba en el camino que llevaba a la granja de Kasovitz. Me detuve un momento, pensando en que no quería molestarle tan tarde, pero pude ver una luz a través de una ventana, por lo que supuse que estaría despierto.

Sin perder más tiempo, llegué hasta su puerta y toqué varias veces. Esperé un momento pero nadie abría. Quizás estaba durmiendo y se había dejado una luz encendida. Cuando me dispuse a volver a tocar, el viejo abrió la puerta con la misma ropa que llevaba esa mañana cuando lo conocí. Me preguntó que quería y le respondí que me había dicho que podía pasar cuando quisiera a verle. Hizo un extraño gesto con los ojos y me invitó a entrar. El interior de la casa era bastante simple. Con una mesa en el centro, rodeada por tres sillas, un sillón para una persona, cerca de una estufa de leña que tenía allí, y una chimenea sin usar. Me sorprendió una televisión de pantalla plana bastante grande que tenía al justo al lado de la chimenea. Yo diría que sería de cuarenta y dos pulgadas más o menos. Me preguntó si quería algo de beber pero contesté que no. Los tres lingotazos que me había tomado en Vitorio´s ya eran suficientes para mí. Le dije que sólo quería charlar mientas él sacaba una cerveza de una nevera que tenía al otro lado de la habitación. Kasovitz se sentó y posó la botella de cerveza en la mesa. Lo primero que se me ocurrió preguntarle fue por la chimenea.

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LXV LA CONVERSACION CON KASOVITZ. - Es una pena que no utilice esa chimenea tan acogedora. - Para encenderla necesito leña pero esta gente no me la suministra. Dicen que puede ser peligroso para un hombre de mi edad. Que sabrán ellos – dijo mientras bebía cerveza. - Pensé que la madera la recogía usted mismo – preguntó DeClerck. - ¿Y como piensa que la recoja? ¿Rompiendo a patadas el lujoso cristal que nos rodea? A DeClerck le gustó aquella respuesta. Se suponía que nadie sabía la existencia de aquellos límites que le había enseñado esa mañana Amendola. - ¿Usted también la ha visto? ¿Conoce el decorado que nos rodea? - Por supuesto. Fue lo primero que vi cuando llegué aquí. DeClerck no pude resistirse a preguntar a Kasovitz algo perfectamente normal. - ¿Por qué esta usted aquí, Víktor? Kasovitz miró fijamente la mesa, con la cabeza algo gacha, antes de contestar. - ¡Trauma post guerra! – sonrío Kasovitz mientras exclamaba - Eso fue lo que me diagnosticaron los médicos en su momento – pensativo - ¡Trauma post guerra! Ni siquiera ellos estuvieron allí. - ¿Estuvo usted en la guerra? – preguntó. El viejo le dirigió una mirada nostálgica a la vez que melancólica, mientras se subía la manga de la camisa. Al hacerlo, DeClerck pudo apreciar la cicatriz que le había dejado la numeración de los campos de concentración de los nazis en la segunda guerra mundial. Estaba claro que aquel hombre tenía cosas interesantes que contar. - Estuve. Y mis padres conmigo. En los campos de concentración – echó un trago - De eso hace ya mucho tiempo. - ¿Dónde estuvo exactamente usted? - En Plaszow. Fuimos llevados allí, con otra mucha gente, en Marzo de 1943, cuando se produjo el desalojo del gueto de Cracovia. Otros fueron a Auschwitz, a Chelmno, a Varsovia – dijo con la mirada perdida y empañada. 178

- ¿Estuvo usted en el gueto de Cracovia en esa fecha? - Y aún tuve suerte. Mucha gente no tuvo la posibilidad de sobrevivir a aquella matanza. Aunque, sinceramente, no se si era peor perecer allí que vivir en los campos. - ¿Qué edad tenía usted? - Veinte años. Había regresado de América, donde residí durante cuatro años. Pero sin oficio ni beneficio en aquel momento, regresé a casa para encontrarme un espectáculo dantesco. Habíamos sido despojados de todo, de nuestras pertenencias, nuestros enseres, todo lo que uno acumula en la vida. Sólo les quedaba despojarnos de nuestras almas. Kasovitz se terminó la cerveza de un trago antes de continuar. - Una noche de marzo del 43, comenzamos a escuchar gritos y disparos en el gueto. El relampagueo de las detonaciones era la única luz que permitía ver algo. Al contemplar horrorizados aquello, mis padres y yo permanecimos escondidos en un armario de la casa que compartíamos con otras seis personas, hasta que nos descubrieron. Nos montaron en camiones y nos llevaron a Plaszow. - ¿Qué vivió usted allí? – preguntó DeClerck, cada vez más intrigado debido a su interés por ese tipo de historias. - La peor pesadilla que se pueda imaginar – dijo con la voz medio rota – El sufrimiento humano llevado hasta límites que no podíamos sospechar. Cada noche que pasábamos allí, era una auténtica venida del cielo. Rogabas a Dios por que esa noche no entraran los soldados en los barracones y te sacaran de allí para llevarte a las duchas, al crematorio o, simplemente, para pegarte un tiro en la cabeza detrás del barracón. DeClerck no pudo dejar de preguntarle, a pesar de que empezaba a notar que se afligía un poco. - ¿Cuánto tiempo estuvo allí? - Un año. Había perdido ya a mis padres en la navidad del 43. Me sentía francamente sólo e incluso pensé en hacerme matar por aquellos salvajes. Pero, en febrero del 44, conseguí escapar. En una de las ocasiones que llevaban a los prisioneros del este a talar árboles, pude despistar, en un momento determinado, a nuestros vigilantes, y escapé por aquellos bosques que no sabían a donde me conducían. Al final, conseguí llegar a las costas del Báltico y desde allí, alcanzar de nuevo los Estados Unidos - respondió con total resignación - ¿De veras no quiere algo de beber? - No, gracias. Aquel tipo dejó a DeClerck impresionado con su relato. Los minutos siguientes, siguió detallando su estancia en Plaszow y todo el maltrato que sufrió aquella pobre gente por parte de los nazis. Llegó un momento en que DeClerck notó que quería cambiar de tema y le ayudó a hacerlo. - No le he visto en el bar de Vitorio. Pensé que le encontraría allí. - No me mezclo con la gente de por aquí. Si hay algo de lo que no me pueden acusar en vida es de ser un hipócrita. 179

- ¿Qué quiere decir? – preguntó DeClerck. - No voy a sentarme con ellos a tomar copas y reírles sus malditos chistes. Así he elegido pasar el tiempo aquí y así lo haré. Además, yo los dejo tranquilos y ellos me dejan tranquilo. - ¿Acaso piensa que pueden ser peligrosos? – preguntó con una ligera risa. Kasovitz acercó su silla hacia DeClerck, presintiendo este que iba a decir algo importante. - ¿Qué ha visto aquí hasta ahora, Sr. DeClerck? – preguntó con cierto aire siniestro. - Llámeme Francis, por favor. Bueno, he conocido a algunas personas que me han resultado muy agradables. - Y lo seguirán siendo mientras usted no se muestre muy activo. Se lo aseguro. - Explíquese – exigió DeClerck. - ¿Le han hablado de la Zona Cero? – preguntó. - Sí, me han hablado de ella. - Y le habrán dicho que es la referencia de este lugar, el sitio donde se controla todo y se vela por que las cosas funcionen correctamente. - Tendrá que explicarse mejor. No le entiendo, Víktor. Kasovitz se levantó fue hacia la ventana, mirando a través de ella mientras seguía hablando. - Es muy sencillo. Si hace lo que le dicen, no tendrá problema. Tendrá una vida normal, hará lo que le plazca y cuando le plazca. Pero si empieza a hacer preguntas, puede que se enfaden y eso no les gustará. Ante lo que estaba escuchando, DeClerck se levantó también y se dirigió a la ventana junto a Kasovitz. - ¿De que esta hablando? – preguntó algo ofuscado. - Estoy hablando de todos, Francis. De Winston, de Jaiden, de todos. Todos están controlados desde la Zona Cero y no permitirán que usted perturbe nada de lo que hay aquí. - No he visto nada especialmente raro por el momento. - Lo verá. Claro que lo verá. Por que usted quiere saber que esconde este lugar. - Eso es absurdo – respondió mientras se volvía hacia la salida de la casa – Que piense que esto puede tener algo de raro es cierto, pero de ahí a una especie de conspiración judeomasónica. ¡Creo que se está usted pasando, Víctor! Kasovitz le siguió y le cogió del brazo de manera violenta. - ¡Escúcheme! ¡Ellos han implantado unas normas que hay que seguir a rajatabla! No piense que el hecho de no cumplirlas se arreglará con un simple tirón de orejas. No lo permitirán.

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- ¿Qué normas? – dijo DeClerck mientras hacía ademán de que le soltara el brazo – lo que he visto hasta el momento es lo más lógico. Puede que sean algo raro, sí, pero no hasta el punto que usted pretende insinuar. - Yo no insinúo nada, Francis. ¿Por qué cree que me dejaron en esta granja? DeClerck no quiso saber nada más de Kasovitz esa noche. Una vez hubo soltado su brazo, ambos se quedaron mirando, de manera incómoda. Finalmente, DeClerck se despidió de él y se marchó muy enojado. Quizás el hecho de que Clara hubiera aparecido en su vida le hacía querer estar ciego con otras cuestiones. Pero aquello le sonaba a complot o conspiración. No podía creer en sus palabras. Al menos, aquella noche.

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LXVI Alrededor de las siete de la mañana, DeClerck se encontraba frente al lavabo del baño, aseándose y preparándose para comenzar su labor como profesor, en el colegio de Jarreto. Mientras lo hacía, volvió a escuchar los golpes del día anterior, en la habitación de al lado. Con la misma intensidad que la primera vez, sólo que, en esta ocasión, no quiso complicarse la vida e hizo oídos sordos a aquello, aunque ya le resultaba demasiado sospechoso. Una vez salió de la habitación, intentó prestarse a lo que necesitaran sus vecinos de al lado, por lo que, tocó en la puerta, pero nadie contestó. La puerta estaba cerrada y no se podía acceder a la habitación. Decidió que la Sra. Kensell le daría la información de quien residía allí. Al llegar a la recepción, la Sra. Kensell estaba sentada tras el mostrador, leyendo una revista que parecía bastante antigua. Debía de serlo, cuando, en la portada, se veía reflejada la boda de Rainiero de Mónaco y Grace Nelly, por lo que la edad de la misma databa de, al menos, treinta o cuarenta años. - Buenos días, Sra. Kensell – dijo amablemente. - ¡Buenos días, Sr. DeClerck! ¿Cómo se ha levantado esta mañana? ¡Espero que con energía, por que los chicos de aquí la requieren por toneladas! – expresó entusiasmada. A DeClerck le llamaba mucho la atención el hecho de que las noticias corrieran tan rápido, teniendo en cuenta, el corto espacio de tiempo que llevaba allí. - Sí, bueno. Haremos lo que podamos – dijo, con sonrisa fingida – Quería preguntarle por mis vecinos de la habitación de al lado. No sé si tienen algún problema o es que están haciendo alguna reforma en la habitación, pero se escuchan golpes continuamente. La Sra. Kensell cambió su rictus de alegría desbordada por una perturbada preocupación. - Sr. DeClerck, ahí no vive nadie. Es la única habitación, de la planta, que no está ocupada. - Pero…..yo he escuchado golpes. Yo……. DeClerck empezó a darse cuenta que aquella mujer lo miraba como si estuviera ido. Sin duda, que mejor lugar, para ello, que aquel pueblo. Pasados unos segundos de cruce de miradas, DeClerck pensó que era mejor no seguir insistiendo, por lo que emitió una medio sonrisa a la Sra. Kensell, 182

despidiéndose de ella, la cual observó como se marchaba, con una expresiva sensación de inquietud. Acto seguido, levantó el antiguo teléfono de rueda que tenía, bajo el mostrador, y marcó un par de números, antes de hablar con alguien. Sobre las ocho de la mañana, DeClerck pasó por el café de Breuer para desayunar. Aún tenía tiempo, antes de que los altavoces anunciaran el comienzo del día e ir al colegio. De todas maneras, los niños no llegaban hasta las nueve. Terminó su café y salió a la calle, en dirección a la del colegio, momento exacto en el que se escuchaba el mensaje de buenos días. Esta vez, era la música de la película “Carros de Fuego” la que inauguraba la mañana. Buenos días, habitantes de Jarreto. Son las 8.30 de la mañana. Hoy seguiremos teniendo frío a lo largo del día, por lo que no olviden abrigarse al salir a la calle. Comienzan los quehaceres de cada uno, esperando tener un magnífico día. DeClerck llegó al colegio sobre las nueve menos cuarto. Al encontrarme delante de la puerta, me di cuenta que no tenía llave alguna para abrirla. No perdía nada haciendo el intento y, al momento, descubrí que la llave no era necesaria. La puerta estaba abierta y, seguramente, siempre estaría así. Aunque ya había visto el interior por la ventana la mañana anterior, inspeccioné el lugar un poco. Era un aula muy simple, muy típica de los pueblos pequeños. Había unos quince pupitres y, al fondo, estaba situada una mesa con un pequeño armario acristalado, donde se podían ver libros y, por supuesto, una gran pizarra con bordes de madera. Al acercarme, me llamó la atención que estaba muy limpia, apenas sin usar. Era muy raro, si es que allí se daban clases habitualmente. Encima de la mesa, sólo tenía un paquete de folios, algunos bolígrafos y una regla de cincuenta centímetros de madera bastante dura. Ni libros de texto, ni ningún apunte. Nada que me indicara las materias que allí se enseñaban. Por lo tanto, esperé a los niños para que ellos me explicaran que hacían allí. A los pocos minutos, se escuchó un alboroto y al instante, un grupo de niños, llegando de forma atolondrada, entraron en el aula. Al verme allí, se quedaron parados, mirándome fijamente. Era normal, teniendo en cuenta que estaban acostumbrados a otra persona y no a mí. Pero eran rostros de excesiva sorpresa. Todos se quedaron muy callados mientras yo les observaba. De manera muy pausada, se fueron sentando en los pupitres, ocupando los que estaban más cerca de la tarima. Algunos quedaron vacíos. Finalmente, conté unos diez niños. Ninguno de ellos aparece en los documentos que he visto, salvo Alex que, curiosamente, entró el último, al igual que el día anterior. A pesar de que eran pocos, el hecho de encontrarme de nuevo en un aula, aunque no tuviera nada que ver con las salas de una facultad, me impresionó. Siempre tienes dudas de cómo empezar, sobre todo, para intentar hacerte con ellos cuanto antes.

Decidí empezar para ver como reaccionaban.

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LXVII LOS CHICOS DE JARRETO - Buenos días, chicos. Me llamo Francis DeClerck – dijo mientras escribía su nombre en la flamante pizarra – Voy a ser el colaborador del Sr. Andersson, aunque tengo entendido que está enfermo, por lo que, durante unos días, os daré clase yo. Una mano levantada, de un chico de unos once años de uno de los pupitres centrales, interrumpió su discurso durante unos segundos. - ¿El Sr. Andersson no vendrá más? – preguntó el chaval. - De momento no…… Tu nombre…. - Luis. Soy Luis. – respondió. - Bien, Luis. Ya he dicho que el Sr. Andersson está enfermo. Al parecer, una fuerte gripe, y no sabemos cuantos días estará ausente. - ¿Pero volverá? – insistía el chico. - Por supuesto, Luis. No temas – dijo DeClerck sonriéndole. Aquella respuesta no dejó muy satisfecho al niño. Se quedó bastante serio. Lo único que se le ocurrió pensar a DeClerck era que le tenía bastante afecto al profesor habitual. La edad mínima de aquellos niños sería de doce años. La mayoría tenía esa edad, a excepción de un par de ellos que eran uno o dos años mayores. Todo, tal y como se lo había explicado Charles. DeClerck no sabía por donde empezar, por lo que les preguntó a ellos para que le guiaran un poco. - Bien, ¿tenéis algún libro de texto? ¿Qué materia estáis tratando estos días? – preguntó. Nadie contestó. Se limitaron a mirarse unos a otros, con cara de ignorancia, como si les estuviera hablando en un idioma desconocido para ellos. Al contemplar su asombro, DeClerck miró en el armario acristalado para comprobar el tipo de libros que había. Al hacerlo, cual fue su sorpresa, al confirmar que no eran libros de texto. Eran simplemente novelas, la mayoría de ellas de aventuras. Viaje al centro de la tierra, Moby Dick, La vuelta al mundo en ochenta días. Fue lo único que encontró allí. Su sorpresa fue tal que no tuvo más remedio que volver a preguntarles para situarse un poco. - ¿Alguno tiene libros de algún tipo? Seguían sin contestar. Por suerte, Alex le echó una mano en ese momento. 184

- No tenemos libros. El Sr. Andersson nos lee los libros que tiene usted ahí y después, hablamos sobre ellos. O nos cuenta cosas de la vida, de la naturaleza. Cosas así. “Caramba”, pensó DeClerck. El Sr. Andersson era ciertamente un innovador en cuanto a la enseñanza. Un método que, al menos, DeClerck no había practicado. En vista de lo que había, sólo se le ocurrió coger uno de los libros y que los chicos comenzaran a leer para comprobar el nivel de comprensión de cada uno. Le entregó La vuelta al mundo en ochenta días a Alex y le pidió que empezara a leer. Pero el niño tuvo una extraña reacción. Abrió el libro por la mitad más o menos y se quedó mirándolo. DeClerck insistió, con amabilidad, en que leyera. El niño alzó la vista hacia él y no pronunció palabra alguna. En ese momento, DeClerck lo comprendió todo: no sabía leer. No quiso incomodarle delante de los demás, por lo que pasó por su pupitre y le retiró el libro, entregándoselo a Luis, el cual, ni siquiera se molestó en abrirlo. Simplemente, puso los mismos ojos de cordero que había visto en Alex. Tampoco sabía leer. DeClerck fue preguntando, de uno en uno, y obtuvo la misma respuesta de los demás. Dedujo que, si no sabían leer, tampoco sabrían escribir. El resultado fue el mismo. Al menos, le consolaba saber que si sabrían escuchar. Sólo podía mirarlos a todos en global con cierta compasión. Tomó la decisión de que necesitaba una aclaración. Y que esa aclaración se la tenía que dar Winston Charles, el regente. DeClerck les pidió que se quedaran sentados mientras salía un momento. Se detuvo en la puerta del colegio, pensando unos minutos. ¿Acaso podían tener aquellos niños algún problema aparte de ser analfabetos? Rápidamente, se dirigió al despacho del regente para encontrar una explicación. Tardó un par de minutos en llegar. Esta vez no usó la campanita de la entrada. Aporreó la puerta con todas las ganas que le permitía su indignación. Charles abrió y, sin darle tiempo a un saludo protocolario, DeClerck entró como un búfalo en la pista de un rodeo. Enseguida, se volvió hacia el regente, buscando una respuesta. - ¿Por qué no me dijo lo que pasa realmente con los chicos? – preguntó enfurecido – Es algo más que un trauma mental, ¿verdad? - No sé a que se refiere, Francis – respondió Charles. - ¡No me mienta! – gritó con todas sus fuerzas encima de su cara – ¡Esos niños son analfabetos! ¿Como han permitido que lo sigan siendo, después del tiempo que llevan aquí? El regente se quedó sin habla. Empezó a dar vueltas en el hall, como buscando una solución que no parecía tener. Asintió con la cabeza, dándole la razón a DeClerck, antes de volver a hablar. - Esos niños están aquí por que nadie los quería, Sr. DeClerck. Era algo que no estaba contemplado en el proyecto pero que, al final, por pura humanidad, lo llevaron a cabo – dijo Charles, algo emocionado - Pertenecen a familias muy pobres, que en ningún momento pudieron darles una mínima educación, ni un

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mínimo sentimiento de cariño. Aquí lo han encontrado. ¿Puede usted entender eso? - ¿Entender? Quizás el Sr. Andersson pueda aclararlo, ya que usted parece no querer. – dijo DeClerck, caminando hacia la puerta. - ¡Espere! – exclamó sujetándole para que no saliera. Por un acto reflejo, DeClerck lo agarró de las solapas de su chaqueta y lo empujó contra la pared. Charles se dio cuenta que estaba muy enfurecido y sólo podía decir que se calmara. Cuando fue volviendo en sí mismo, DeClerck lo soltó poco a poco. - ¡No es lo que usted cree! Esos niños han recibido aquí más cariño que nunca en sus casas. Han sido acogidos por la gente de aquí como si fueran sus propios hijos. Breuer, la Sra. Kensell, Maccini, Harman. Viven con ellos, comportándose como auténticos padres. Eso les ha servido a los niños y también a ellos. Gracias a esa responsabilidad, alguno está superando todos sus miedos. Y con respecto a su enseñanza, el Sr. Andersson ni siquiera es maestro. Era bedel en un instituto. Simplemente, se ofreció voluntario para que los chicos aprendieran algo con las novelas que él les leía. Nada más podía hacer. Ahora tiene usted la oportunidad de aportar algo más, Sr. DeClerck. Aquella explicación le fue pareciendo más lógica A DeClerck. A medida que se calmaba, entendía que, si el Sr. Andersson no tenía nociones docentes, le sería bastante complicado enseñarles a leer y escribir. Quizás pretendió enseñarles algo, aunque fuera a su manera. - ¿No cree que ya es motivo suficiente ser un analfabeto como para intentar encontrar un lugar donde no te señalen con el dedo por ello? – dijo juiciosamente Charles. A partir de ese instante, DeClerck empezó a maquinar, en su mente, la manera de enseñar a aquellos chicos. Se lo propuso como reto personal. Una vez calmado del todo, dejó en paz al regente. - Disculpe mi comportamiento. Pero alguien me lo tenía que haber dicho. Y ese alguien era usted. DeClerck abandonó la estancia. Charles se secó el abundante sudor que su frente había producido en tan violento momento con la respiración medio agitada. Al llegar a la puerta de salida, DeClerck volvió a dirigirse al regente, asustando, de nuevo, a este. - Una cosa más, Charles – dijo, volviéndose hacia Charles - ¿Por qué son niños sin traumas de ningún tipo? – DeClerck hizo un inciso, sin dejar de mirar al regente – Quiero decir que, si este es un proyecto de tratamiento para causas, fundamentalmente, mentales, ¿Qué hacen ellos aquí? La pregunta cogió de sorpresa a Charles que, durante unos segundos que le parecieron años, se limitó a sonreír con un extraño tembleque en sus labios,

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rogando al cielo que DeClerck no lo percibiera. Finalmente, el regente encontró las palabras apropiadas para responder. - ¡Ya se lo he dicho! ¿Le parece poco traumático el ser analfabeto, Francis? DeClerck no dejaba de mirar inquisitivamente a Charles, mientras este imploraba a cualquier fuerza divina, existente en ese momento, para que el profesor abandonara su despacho de la manera más inmediata posible. Casi sin pestañear, DeClerck levantó el dedo índice de la mano derecha, señalando directamente a Charles. - ¡No vuelva a mentirme, Winston! Ni una media sonrisa forzada a base de bien fue capaz de emitir Charles, mientras veía marchar a una figura de DeClerck que no había conocido pero que, realmente, le había infundido una extraña mezcla de temor y respeto.

DeClerck volvió al colegio, esta vez más sosegado que cuando salió. Al llegar, los chicos estaban sentados tal y como los dejó. Que fueran analfabetos no significaba que fueran maleducados. DeClerck se sentó encima de la mesa y se propuso convencerlos de algo importante, con gran animosidad y una sonrisa de oreja a oreja. - Bien. Vamos a cambiar un poco las clases del Sr. Andersson. Sólo tengo una pregunta que haceros ¿estáis dispuestos a aprender a leer y escribir? Todos se miraban con cara de sorprendidos. No se animaron a levantar las manos hasta que uno de ellos lo hizo. El pequeño Alex fue el primero en hacerlo. Era obvio que se había convertido en su mejor aliado allí dentro. Uno tras otro, fueron levantando sus manos, acompañando el movimiento con una extensión de sonrisas, reflejadas con amplitud en sus rostros. Desde ese día, DeClerck centró todos sus esfuerzos en conseguir que aquellos muchachos avanzaran a nivel docente.

Jarreto ya les estaba dando el cariño y el calor que necesitaban. A partir de ese momento, DeClerck se encargaría de que aprendieran a leer y escribir.

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LXVIII FEBRERO DE 1991. DECLARACION DE FRANCIS DECLERCK. 07.45 DE LA MAÑANA. Las semanas fueron pasando y yo me fui encontrando cada vez mejor. El tiempo empezó a ser algo más frío. Las navidades se acercaban y parecía que la gente que manejaba aquel dispositivo para proporcionar la climatología adecuada lo hacía con mucha profesionalidad. Estábamos ya en diciembre y el otoño estaba a punto de marcharse para dejar paso al invierno.

Los chicos avanzaban bastante bien en cuanto a la lectura y la escritura. A algunos todavía les costaba pero se les veía cada vez más ágiles. Se les notaba incluso más contentos que cuando los conocí. En especial, el pequeño Alex. Aquel niño me hizo despertar una ilusión por la enseñanza que había dejado abandonada en muchos años. Incluso llegué a hablar con Breuer para que me permitiera darle clases por las tardes. Se hizo conmigo en poco tiempo. Nuestra relación se estrechó bastante. Le tenía un cariño especial. Conseguí que las clases fueran muy amenas. Organizábamos debates sobre cosas, sobre la vida en general, sobre historia, sobre la naturaleza, de todo un poco. Teniendo en cuenta que estaban cada día mejor, la idea de realizar una especie de exhibición de lectura para los habitantes de Jarreto les seducía sobremanera. Organicé unos horarios de tutorías para hablar, con los responsables de los niños, de sus progresos y posibilidades. Quizás Charles tenía razón y aquello era la mejor terapia que esa gente podía tener. Todos los días desayunaba y almorzaba en el Águila Real y, por las noches, cenaba en Vitorio´s, siendo cada vez más aceptado por todos. Los que al principio me miraban como un bicho raro, incluso se permitían invitarme a beber con ellos en sus mesas. Hasta formé parte, algunas noches, de las famosas timbas de póquer que allí se celebraban. Amendola ya no me parecía tan paranoico como al principio. Con el regente mantenía una muy buena relación. Hasta llegué a apuntarme a las clases de gimnasia del Sr. Smith. Mis relaciones sociales estaban cambiando. Tal y como dijo Naisinger, una vez al mes teníamos las revisiones. Ya había conocido al personal que se encargaba de ello. Nos citaban en un pequeño local, que había junto a Vitorio´s, y allí nos realizaban análisis de todo tipo. Análisis de sangre, de orina, exámenes de vista y oído, y, sobre todo, análisis 188

para comprobar el estado mental de los habitantes de Jarreto. Los que no salían de sus casas, eran visitados por esta gente. En el mes de octubre, aproveché para pedir material escolar nuevo para las navidades. Ya que los chicos estaban superando la prueba de aprender a leer y escribir, era bueno plantearles nuevos retos a la hora de ampliar sus conocimientos. Nunca faltaba de nada en Jarreto. Los restaurantes, los pequeños comercios, todo era abastecido con una muy buena organización. Ropa nueva, artículos de baño, comidas, bebidas, todo era atendido por aquella gente que, sólo una vez al mes, se dejaba ver por allí. Y al que dejé de lado por completo fue al viejo Kasovitz. Sólo pasé, desde la famosa conversación que tuvimos, un par de veces a saludarlo pero se mostró esquivo conmigo. Supongo que desconfiaría de mí al no creer en sus palabras respecto a la gente de Jarreto. Tampoco yo estaba muy convencido de querer escucharlo. Mis intereses se habían afianzado de manera firme en el pueblo. Me parecía un milagro pero el cambio se mostraba muy importante. Las pesadillas que me hacían despertar en plena noche, empapado en sudor, habían desaparecido. Pequeños atisbos de lo que fueron seguían quedando pero no me impedían dormir como un tronco. La sensación de ser observado, de ser seguido por todos sitios no existía. Esa gente que yo creía ver y que en realidad sólo estaban en mi mente se había convertido en gente de carne y hueso. Al final, el bueno de Naisinger iba a llevar razón y, finalmente, encontraría mi destino. Pero, sin duda que, Clara ponía la guinda a todo aquello. Ya nos mostrábamos en público, como una pareja normal, aunque ella era reticente, aún, a cualquier tipo de contacto que no fuera el meramente amistoso. No la había tocado ni un pelo en todo ese tiempo, lo cual hacía que valorara más su integridad y su saber estar. Era lo mejor que me había pasado en la vida. Y para averiguarlo, me tuvieron que diagnosticar una enfermedad mental y acabar no sé cuantos metros bajo tierra para poder tratarla. A pesar de todo, todavía había cosas en la cabeza que me rondaban. La biblioteca permanecía cerrada, sin que ningún movimiento de reforma se viera en ella. Y el desconocido Sr. Andersson, seguía sin aparecer. Al preguntar por él, siempre me decían que había empeorado y que no podía mezclarse con la gente del pueblo, que su gripe se había transformado en algún tipo de misteriosa enfermedad contagiosa y no podía salir de su casa ni recibir visitas. Aquello aún me daba que pensar, pero mi actividad diaria y mi relación con Clara hacían que lo tuviera aparcado. Sin embargo, pronto llegaría el momento de sacarlo todo a la luz. Y fue durante el invierno de ese mismo año.

Se acercaban las navidades y el pueblo empezaba a cambiar de colorido.

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LXIX LA ÚLTIMA NAVIDAD DE JARRETO Cada día que pasaba, DeClerck se daba cuenta que aquel retiro no sólo servía para superar los desequilibrios mentales de la gente, lo cual a pesar de sus positivas sensaciones, quizás estaba por probar. Aquello significaba recuperar algunos valores que, a lo mejor, la gente había abandonado por la vorágine de una sociedad que suele ser injusta con el diferente. Sobre todo por el espíritu cívico que mostraban aquellas gentes. Cuidaban Jarreto como si todo el complejo fuera su propia casa. Seguramente, nunca antes habían sentido algo tan suyo. Sobre el veintidós de diciembre, se celebró una fiesta en el pueblo, previa a la nochebuena. Los chicos del colegio representaban una obra que habían estado ensayando durante todo el mes de noviembre y parte de diciembre. Las aventuras de Tom Sawyer fue la elegida, por ser la primera que el Sr. Andersson les leyó en su primer día. DeClerck estuvo de acuerdo, en todo momento, que aquel hombre merecía ese pequeño homenaje. Lo cierto es que los chicos se lo curraron a base de bien. Los decorados, las vestimentas, todo muy bien cuidado, aunque trajeran de cabeza a los tipos de la Zona Cero, pidiendo materiales y enseres de todo tipo. Clara fue fundamental con su colaboración. Aquello tuvo un éxito colosal. La gente estaba como loca con aquellos niños. Niños que no tenían padres pero que habían sido acogidos por los miembros de la comunidad. Las palabras de Charles con respecto al cariño que se les había entregado tenían ya un sentido totalmente coherente para los oídos de DeClerck. Al terminar la fiesta, DeClerck se citó con Clara en Vitorio´s para cenar, como todas las noches, pero esa noche fue diferente a las demás, ya que ella se negó. La excusa de que tenía que terminar de pintar un cuadro que le habían encargado para el día siguiente, hizo que DeClerck se sintiera muy mosqueado, como cualquier enamorado al que dejan plantado. Clara se despidió de él, a última hora de la tarde, y ambos se emplazaron al día siguiente. Se sabe que uno está enamorado por síntomas que tiene. Las mariposas en el estómago, el nerviosismo ante una cita, pero nunca se llega a saber lo que pueden absorber los sentimientos hacia otra persona hasta que obtienes una negativa. DeClerck lo experimentó, en sus carnes, ese mismo día.

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Como todas las noches, DeClerck fue directamente a Vitorio´s a cenar. Por un momento, pensó que Clara le estaba gastando una broma y que se presentaría radiante en el restaurante. Pero no fue así. La cena sin ella se tornó a triste esa noche, además de rápida. Con un par de copas encima, DeClerck abandonó el local en poco más de media hora. Cuanto antes llegara el día siguiente, mejor. Al atravesar el hall de la recepción, notó a la Sra. Kensell especialmente sonriente, sobre todo a la hora de darle las buenas noches. No es que fuera anormal, al contrario, pero a DeClerck le pareció un poco exagerado con respecto al resto de días. Sin darle más importancia, subió las escaleras, como normalmente hacía y llegó a su habitación. Sin embargo, había algo extraño. Cuando introdujo la llave, vio que la puerta estaba abierta. DeClerck se asusto un poco. No sabía si alguien había entrado y si aún se encontraba allí. Y si no había pasado por la recepción, ya que, de lo contrario, la Sra. Kensell ya habría avisado a Amendola, es que habría entrado por la ventana o llegado de otra habitación de la planta. Mientras sujetaba el pomo con la mano, otro pensamiento le inundó al acordarse de que, precisamente, la recepcionista ya había realizado ese acto, dejando un té calentito, como hacía varios días a la semana. DeClerck pensó que se le olvidaría cerrar la puerta con llave en esa ocasión. Decidió que ya no había que dar más vueltas al asunto y entrar. Pero nada más lejos de aquellos pensamientos. Clara, su Clara, estaba en el fondo de la habitación. Mientras la miraba absorto, DeClerck cerró la puerta tras de sí con lentitud y sin hacer ruido. Un vestido rojo, que acompañaba un prominente y llamativo escote, que dulce animal derrochaba una hermosura que volvía loco a DeClerck, el cual se acercó a ella con mucha delicadeza. Por fin se encontraron casi pegados. DeClerck comenzó a acariciar su pelo de abajo arriba, de manera pausada. - No sabía que el cuadro que tenías que terminar era de mi habitación – expresó sonriente DeClerck. Clara respondió a aquella sonrisa, tras lo cual, empujó a DeClerck sobre la cama y apagó las luces a medio gas que iluminaban la habitación. Al hacerlo, el destello de una luna enorme entró por la ventana, dando un único reflejo sobre toda la cama. Clara empezó a besar suavemente a DeClerck, hasta que la pasión hizo subir de temperatura los cuerpos de aquellos amantes. DeClerck estaba totalmente estirado a lo largo de la cama, mientras Clara le desquitaba de su ropa, poco a poco. Un botón de la camisa, otro botón. Aquella sensación sumió a DeClerck en un profundo placer que iba en aumento por segundos, especialmente cuando Clara abordó sus pantalones y dejó al descubierto su pene, tomándolo entre sus manos y acariciándolo ante la mirada de DeClerck. Una y otra vez, una y otra vez, la felación fue el siguiente paso para que DeClerck cerrara sus ojos y emitiera un quejido lujurioso que no dejaba de repetir. Al no poder resistirlo más, el profesor se incorporó, besando en la boca a Clara con absoluta violencia, la misma que usó para ponerla a ella, boca arriba, sobre la cama. DeClerck comenzó a mordisquear los muslos de Clara, a lo que está respondió con unos ligeros movimientos de cuello a izquierda y derecha que aumentaron y se fundieron con gemidos muy finos, al llegar a introducir DeClerck su lengua en el sexo de ella. El placer de Clara la hizo poner sus manos en la cabeza de DeClerck, empujándolo más y más.

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Ya estando ambos desnudos en la cama, DeClerck comenzó a penetrarla, situándose encima. Primero, lentamente para, poco a poco, aumentar el ritmo y la respiración, que parecía se le iba a acabar en cualquier momento. DeClerck continuaba, jaleado por los profundos gemidos de Clara. Pero, de pronto, algo empezó a ir mal. DeClerck seguía encima de ella, follándola de manera apasionada y agresiva a la vez. Clara disfrutaba de manera alocada, moviendo su cuello a izquierda y derecha, con los ojos cerrados, y esgrimiendo gemidos de placer que hacían sentir a DeClerck en otra galaxia. En un momento, Clara abrió los ojos y miró a DeClerck, el cual vio algo extraño en su mirada. Estaban como inyectados en sangre. DeClerck comenzó a asustarse, pero el éxtasis del momento le impedía detenerse. Un frío terrible en la habitación llegó hasta el cuerpo de DeClerck, temblando este, cada vez de manera más convulsiva, a la vez que ambos expulsaban vaho por la boca. Clara continuaba como en estado de shock, arañando la espalda de DeClerck, como si tuviera unas garras de tigre. Sus gemidos eran cada vez más elevados. Aquello excitaba a DeClerck hasta llegar a no sentir ninguna parte de su cuerpo. Pero, de repente, ella miró detrás de él y comenzó a reír. Gradualmente, las carcajadas eran mayores. Aquello ya no le encajó a DeClerck, que tuvo que parar, ya que le resultaba excesivamente siniestro por momentos. Sin pensarlo dos veces, se dio la vuelta. Un susto tremendo le hizo recular contra el cabecero de la cama, quitándose de encima de Clara. Allí, de pie, en silencio absoluto, estaban Winston Charles y el doctor Naisinger. El miedo paralizó su capacidad de pensar. Sólo podía gritar levemente, viendo a aquellos tipos al pie de su cama. Al momento, Clara se dirigió a DeClerck, girando este la cabeza hacia ella. - No te preocupes, Francis. Ellos tienen que estar ahí. Tienen que revisarlo todo- dijo Clara mientras acariciaba la cara de DeClerck con sus manos. El roce de las manos en su rostro, hizo sentir a DeClerck algo húmedo, por lo que retiró las manos de su piel para contemplar, horrorizado, la sangre que había en las muñecas abiertas de Clara. De manera ilógica, sus venas se estaban desangrando delante de él, convirtiendo las sábanas en una especie de manta roja. DeClerck gritó sin poder parar. Ante tan esperpéntica imagen, los invitados a la escena comenzaron a reír. Clara también. Naisinger se acercó hasta DeClerck, al tiempo que este se tapaba la cara con los brazos. - ¿Qué sucede, Francis? ¿No le gusta? ¡Le dije que aquí podría hacer lo que quisiera! - se escuchó a través de una voz de ultratumba de los labios de Naisinger. La histeria estaba ahogando a DeClerck que, con los ojos cerrados, emitió un último grito que le hizo reaccionar. Al abrir los ojos, de nuevo, se encontró encima de Clara, mientras seguían penetrándola. DeClerck había tenido una pesadilla tan real como la mujer que estaba allí con él. La sensación de desasosiego y ahogo le obligo a parar, tumbándose junto a ella. Clara se quedó muy extrañada. Se volvió hacia DeClerck.

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- ¡Cariño! ¿Te encuentras bien? – preguntó muy preocupada - ¿Qué te ha pasado? ¿He sido yo? - ¡No, no! ¡No tiene que ver contigo! – dijo DeClerck, poniendo sus manos sobre las mejillas de Clara con dulzura – No es culpa tuya. Necesito relajarme. Eso es todo. He tenido un mal momento. Clara se quedó muy apenada al lado de DeClerck, pensando que aquello era culpa suya, que tanto tiempo sin estar con hombre le había hecho cometer algún error. Sin embargo, DeClerck tenía muy claro que los tiros no iban por ahí. Poco a poco, fue recuperando el aliento. No entendía por qué, en aquel preciso momento, tenía que volver a tener una de aquellas pesadillas tan reales que tiempo atrás le habían amargado la existencia. No obstante, al volverse hacia Clara y comprobar su mirada, no pudo controlar su nivel de excitación. Aquellos dulces ojos sólo le invitaban a una cosa. A volver a besarla para continuar lo que habían empezado hasta que el sol les quemara la piel a través de la ventana.

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LXX EL DESCUBRIMIENTO EN LA CASA DE ANDERSSON. A la una de la madrugada, más o menos, DeClerck se encontraba, plácidamente, tumbado en la cama después de haber tenido una de las mejores experiencias sexuales de su vida con aquella mujer que dormitaba a su lado. Clara estaba, profundamente, en brazos de Morfeo, mientras DeClerck sólo podía contemplarla. Su rostro desprendía una calma que nunca había conocido y eso le hacía sentir francamente bien. De manera instintiva, DeClerck abrió el pequeño cajón de la mesita que se encontraba a su izquierda, encontrando, en su interior, un paquete de cigarrillos. No recordaba haberlo puesto ahí, sobre todo teniendo en cuenta que no fumaba, pero en aquel momento le apeteció mucho, por lo que no se resistió a encender uno. Con el pitillo en la boca, se levantó de la cama y se colocó el abrigo por encima para ir a la ventana, a contemplar la luna mientras fumaba pausadamente. A pesar de lo ensimismado, pudo apreciar, a lo lejos, a un par de individuos que salían de una de las casitas adosadas que quedaban más cerca del busto de Jarreto. Al principio, le parecieron dos, pero, tras fijarse con algo más de precisión, observó que, entre ellos, había un tercero, al que llevaban casi arrastrando. DeClerck vio como se dirigían, calle arriba, hasta que llegaron a la puerta de la biblioteca, entrando en ella. Aquello si inquietó a DeClerck, ya que se suponía que la biblioteca estaba inutilizada desde hacía meses y, sin embargo, ¿había quien tenía acceso a ella y a altas horas de la noche? Sin pensarlo demasiado, DeClerck decidió vestirse con mucho sigilo para no despertar a Clara. Tras darle un beso en la frente, se marchó de la habitación, dejándola profundamente dormida. DeClerck bajó la escaleras muy despacio, mirando antes de llegar al hall, para comprobar si la Sra. Kensell estaba despierta o no. En esta ocasión, no percibió moros en la costa. Salió del hostal y caminó en dirección a la casa en cuestión. Al hacerlo, DeClerck pudo comprobar, con curiosidad, que hacía la misma temperatura de día que de noche. Los chicos que lo regulaban, seguramente se olvidarían ese día de darle el ambiente adecuado al pueblo. Continuó andando hasta casi llegar al monumento. Su estupenda memoria fotográfica le hizo no equivocarme de casa, ya que todas eran iguales. Hubiera sido muy engorroso meterse en casa de otra persona a esas horas de la noche. Giró el pomo de la puerta, encontrándola abierta. Con mucha cautela, asomó la cabeza para examinar un poco el terreno antes de entrar. A DeClerck le daba la impresión que no había peligro, por lo que entró sin perder más tiempo. Estaba todo muy oscuro. Antes de continuar, no se le ocurrió nada mejor que exclamar el típico “hola” un par de veces para corroborar que estaba 194

sólo. Nadie contestó, por lo que fue señal suficiente para seguir adelante. A la izquierda se veía la cocina y a la derecha, un pequeño saloncito, muy bien recogido. Daba la impresión de que, aquel domicilio, estaba casi sin usar. DeClerck entró primero a la cocina pero sin encender luces. No quería levantar sospechas. Todo parecía en orden. Tras salir de allí, analizó el saloncito desde la misma puerta, pareciéndole todo normal. Las palabras de Naisinger, en relación a que no habían escatimado en gastos, llegaron a la mente de DeClerck, llegando a la conclusión de que no habían dejado gran cosa para amueblar las casas de los habitantes de Jarreto. Al mirar al frente, encontró unas escaleras que daban a una planta superior. Justo debajo, un hueco dejaba ver, a duras penas, una puerta pequeña que parecía dar a una despensa, por lo que no le dio importancia. Subió, peldaño a peldaño, milimétricamente. La idea de recibir algún susto no le hacia ninguna gracia y DeClerck prefería estar prevenido ante cualquier sobresalto. Al alcanzar el piso superior, sólo apreció, a primera vista, dos habitaciones al fondo y a la derecha, una frente a otra. DeClerck se inclinó por la puerta de su derecha. Al abrirla, encontró un pequeño baño, casi idéntico al que tenía él en su habitación. No detectó nada raro. Lo típico de un cuarto de baño, por lo que, de inmediato, fue a la habitación de enfrente, la cual dedujo, por eliminación, que era un dormitorio. Al entrar, descubrió una cama con armario, que estaba a la derecha, y una mesita de noche a la izquierda. Definitivamente, el diseñador de los interiores no se había devanado muchos los sesos para crear aquellas composiciones. Una vez dentro, DeClerck abrió el armario, encontrándolo vacío. Nada en la perchas, nada en los estantes. La impresión era que, o no vivía nadie allí o se había marchado. DeClerck se sentó en el borde de la cama para abrir el cajón de la mesita, en el cual encontró una fotografía en blanco y negro de un hombre y una mujer vestidos de novios, con pinta de tener una edad muy joven. Al mirar por detrás, estaba escrito Marta y Peter. 24 de Noviembre de 1961 Quedaba claro que era una fecha de boda. DeClerck miró hacia la ventana y advirtió la presencia de una mesa de estudio como la suya. Fue hacia ella y abrió el cajón central, apareciendo este vacío. Pero cuando volvió a cerrarlo, notó como un sonido a hueco. Volvió a abrirlo y miró, con más ahínco, para ver si apreciaba de donde venía esa oquedad. Al mover el cajón a un lado y otro, vio que la base interior se movía ligeramente. Con la mano, fue moviéndola hasta que se desencajó. Al levantarla, encontró un sobre color marrón. Lo abrió y sacó un manojo de papeles de su interior. DeClerck tenía la sensación que aquello se trataba de algo importante. Si estaba allí escondido, la evidencia decía que su fin era que nadie lo encontrara. Puso los papeles encima de la mesa para revisarlos. A priori, no parecía nada de carácter secreto. Fundamentalmente eran cartas, cartas escritas por un tal Peter Andersson a Marta. En ese momento, DeClerck cayó en la cuenta. Estaba en casa del Sr. Andersson. Continuó atando cabos hasta concluir que, el tipo que había visto llevar a rastras por otros dos, era él. Pero, ¿Por qué? ¿Por qué tenían que 195

sacarlo, en plena madrugada, de su casa? DeClerck siguió revisándolo todo, encontrando sólo más y más cartas. Cartas contando la vida de Andersson en Jarreto, lo mucho que echaba de menos a su mujer y poco más. Todo, hasta que llegó a la última carta. Con un simple vistazo, DeClerck detecto palabras que le llamaron la atención.

Querida Marta, Hace mucho tiempo que no te escribo. La verdad es que, todas las cartas que he escrito, siguen en mi poder. Sabía, desde el principio, que no podía enviarlas pero quería seguir manteniendo las buenas costumbres de cuando éramos más jóvenes. Esta es la última que voy a escribir, ya que creo que me queda poco tiempo. No me encuentro muy bien de salud y creo que el cáncer está a punto de ganarme la batalla. De manera casi milagrosa, me he ido encontrado muy bien desde que llegué a Jarreto y el hecho de estar con los chicos, me hizo reencontrar mucha ilusión perdida. Quizás en eso se base el famoso secreto de Jarreto, en encontrarse a uno mismo y descubrir cosas que en la civilización habitual no sería capaz de encontrar. Pero, últimamente, estoy algo más nervioso. Presiento que sucede algo pero no sé que es. A lo mejor está relacionado con el nuevo pero no estoy muy seguro. Espero conocerlo en breve, ya que me han dicho que va a trabajar conmigo en el colegio. Jaiden y Winston son reacios a que lo conozca, tampoco sé por que. Hoy me visitan los de la Zona Cero. Dicen que es una visita rutinaria pero no me convence. Estuvieron aquí hace pocos días y me dieron algo para la gripe, aparte de la medicación de quicio habitual. Desde ese día, me encuentro más débil. Creo que me quieren quitar de en medio. Recuerda lo que nos dijo Naisinger, este será su lugar de retiro de por vida. Pero no se lo que les sucede a los que no superan sus problemas y se mantienen en el mismo estado, desarrollando los mismos síntomas y siendo igual de peligrosos para los demás de lo que eran antes. Insisto en que es mi última carta. Si estoy haciendo esto, es por que tengo una última esperanza que algún día intentes venir a por mí, si aún estás viva. Si no estuviera aquí y lo hicieras, intenta encontrar estas cartas para que sepas que nunca te he olvidado y que te he querido con toda mi alma, a pesar de que no fuiste capaz de vivir con nuestro problema y quisiste alejarlo de ti. No te lo reprocho. Quizás yo habría actuado igual. Te quiero, te he querido siempre y siempre te querré Con toda la esperanza de volver a vernos en esta vida o en la próxima,

Peter

La lectura de la carta dejó a DeClerck un mal sabor de boca. Aquellas sospechas que Andersson reflejaba en su carta eran las mismas que él había 196

tenido cuando llegó a aquel lugar y que ya había más que enterrado, encontrando buenos motivos para seguir adelante. Pero aquello, las resucitó de nuevo. ¿A que se refería Andersson con sus palabras? ¿Realmente, sus sospechas eran fundadas? Y, sobre todo, ¿se habrían convertido en realidad y le alcanzaron a él? DeClerck no quiso permanecer más tiempo allí, especialmente, por miedo a que lo descubrieran. Se marchó de aquella habitación, quedándose con aquella última carta. El resto, las dejó en su sitio, respetando el deseo y, quizás, la última voluntad del Sr. Andersson.

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LXXI El comisario se frotaba, con los dedos de la mano derecha, los ojos, sin duda por que el cansancio le estaba haciendo mucha mella. Pero aquel galimatías le tenía más perdido todavía, sin saber que conclusión sacar. - Hay una cosa que me tiene en duda desde el principio – dijo Frost mientras seguía masajeándose los ojos - ¿Qué pasó con la familia de aquella gente? ¿Nadie les visitaba, les escribía? - No estaba permitida ningún tipo de comunicación con el exterior. Aquello era un fortín con la condición fundamental de aislamiento. De todas maneras, aquella gente estaba allí más abandonada que otra cosa – respondió DeClerck - Explíquese – dijo contundentemente Frost. - Hay personas que no asumen la enfermedad o el problema de un ser querido. No son capaces de ayudarles, algunos por que no quieren y otros por que no pueden. No están preparados. No es fácil aceptar que tu mujer, tu marido, tu padre, tu madre o tu hijo sean un enfermo mental, un desequilibrado o, simplemente, tengan una enfermedad irreversible mortal, como era el caso de Andersson. - El se moría de cáncer. ¿Aquel lugar estaba preparado para tratarlo? - Supongo que alguien le vendió la película de una vida mejor en Jarreto y la creyó, como todos los que estábamos allí. - Continúe, Francis

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LXXII FEBRERO DE 1991. DECLARACION DE FRANCIS DECLERCK. 08.20 DE LA MAÑANA Regresé al hostal sobre las dos de la mañana, con cierta inquietud en el recorrido. Sentía que alguien me vigilaba, una especie de sombra en la oscuridad que me seguía hasta el hostal. De nuevo, las sombras aparecían en mi vida. No dejé de mirar atrás, frenándome en seco, casi a cada paso, pero sin conseguir ver a nadie.

Llegué, por fin, al hostal. Subí las escaleras del hall, casi de puntillas, para evitar que alguien me escuchara. Al entrar en la habitación, Clara seguía dormida como un tronco. Me quité el abrigo y saqué otro cigarrillo del cajón de la mesita de noche. Moví la silla del escritorio y la puse junto a la ventana. Allí me senté, contemplando la noche y el cielo acristalado de Jarreto. Mi cabeza comenzó a dar vueltas. ¿Por qué querrían quitarse de en medio a Andersson? Realmente, era un individuo que, como por arte de magia, había desaparecido tras mi llegada. Pero no le encontraba explicación. O quizás no quería encontrarla.

Clara despertó a la media hora de que yo volviera de casa de Andersson. Se sentó en la cama y me miró extrañada.

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LXXIII EL REGRESO CON CLARA - ¿Qué haces ahí sentado, Francis? – preguntó Clara, aún medio adormilada. - Nada. Sólo miro el cielo. - ¿El cielo de Jarreto? Estás vestido de calle – dijo, acercándose a él ¿Dónde has estado? No me estarás engañando con otra, ¿eh? Clara se sentó sobre sus piernas mientras ambos se reían, hasta que DeClerck dejo de hacerlo y no tuvo más remedio que contarle la verdad. Necesitaba explicárselo para que alguien le pudiera dar una respuesta algo lógica. - He estado en casa del Sr. Andersson – dijo mirándola con seriedad. - ¿Y el Sr. Andersson te ha recibido a estas horas? – preguntó Clara extrañada. - No estaba en su casa, Clara. No había nadie – DeClerck guardó silencio unos segundos - Creo que lo han secuestrado. - ¿Secuestrado? ¿De que hablas? - Encontré esto en su habitación – dijo DeClerck, mientras sacaba la carta de su bolsillo – Léela, por favor. Quiero que me des tu opinión. Clara se levantó de sus rodillas y se sentó de nuevo en la cama. A medida que leía la carta, su cara lo decía todo. No le resultó extraño lo que vio allí escrito. Al finalizar, miró a DeClerck con rostro preocupado. - ¿Y que opinión quieres que te de, Francis? Esta es la carta de un hombre moribundo, nada más. - ¿Nada más? – exclamó DeClerck sorprendido, levantándose de la silla. ¿Lo has leído bien? Esa carta fue escrita poco tiempo antes que yo llegara. ¿No te parece extraño que, justo cuando yo aparezco, este hombre desaparece? ¿No es mucha coincidencia que yo ocupe su puesto en el colegio, cuando en realidad íbamos a ser colaboradores? Él tampoco sabía que les sucede a los que no superan sus problemas aquí, pero parecía sospechar algo. - Nadie lo sabe, Francis. Y nadie lo quiere saber. Cada uno busca su objetivo de manera individual. Sin preocuparse de los demás. - Pero yo he visto a la gente de aquí relacionarse, hacer cosas juntos ¡He visto una normalidad absoluta! – exclamó DeClerck - ¡Por que tiene que ser así! – interrumpió Clara levantando la voz – Por que es lo normal – ya más calmada - Pero, en realidad, debemos tener cuidado con

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determinados actos aquí en Jarreto. Cualquier síntoma que ellos detecten, podría ser definitivo. DeClerck cogió de vuelta la carta, sin perder la vista en Clara. No podía creer lo que estaba escuchando de sus labios. Se sentía amenazado por la persona que más quería en el mundo. - ¿Qué pretendes decirme, Clara? – preguntó, ciertamente enfadado. - Que tengas cuidado – respondió, mientras se vestía a toda velocidad – Que sigas con tu vida. No te preocupes de los demás, no pretendas descubrir cosas que en nada te van a ayudar. Al contrario, sólo pueden perjudicarte. Y puede que a mí también. - ¿Qué… que me estás diciendo? ¡Clara! – dijo cogiéndola de los brazos – ¡Ha desaparecido un hombre! No sabemos por que pero el cuando se produce al día siguiente de mi llegada. Para mí, es muy extraño. ¿Y me pides que lo olvide? - Sí, Francis. Te pido que lo olvides – dijo Clara mientras le acariciaba, con ambas manos, la cara – Estoy pasando actualmente mi mejor etapa en Jarreto y no quiero desperdiciarlo por absurdas sospechas de secuestro. Te lo pido por favor. No hagas nada. DeClerck sólo pudo dar una respuesta ante aquellas palabras. - No puedo creer lo que dices. – dijo, haciendo una pausa antes de continuar – No te puedo prometer nada. Pero lo que todavía no entiendo es en que te puede perjudicar a ti. Clara negó con la cabeza como señalando que DeClerck no entendía nada de lo que ella le había dicho. Fue hacia él, le dio un beso en la mejilla y se marchó. DeClerck se quedó ciertamente preocupado. En sólo una noche, todo lo que creía haber enterrado, resurgía de nuevo, pero con algo más de preocupación. Un hombre había desaparecido y tenía que averiguar por que.

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LXXIV DeClerck no pudo pegar ojo en lo que restó de noche. Por más que lo intentaba, no conseguía quitarse de la cabeza lo que Clara le había dicho. Si a DeClerck le habían vuelto a surgir dudas, ella consiguió que esas dudas fueran in crescendo con el paso de las horas. El reloj marcaba las siete y media de la mañana cuando DeClerck decidió prepararse para salir en dirección al colegio. Sin embargo, pensó que una visita al regente antes le permitiría estar más tranquilo el resto del día. Diez minutos de reloj fueron suficientes para que saliera de su habitación. Ni siquiera, al pasar por la recepción, escuchó a la Sra. Kensell, dándole los buenos días. Al llegar a la calle, la encontró tan asolada como siempre a esas horas de la mañana. A paso algo acelerado, llegó a la oficina del regente en busca de algunas respuestas. Era curioso como toda la vida de DeClerck se había basado en encontrar respuestas. DeClerck subió las escalinatas y tocó la campanita. Esperó unos instantes pero nadie abría la puerta. Decidió insistir e insistir pero no ocurría nada. Se asomó, tibiamente, por la ventana, pero no consiguió ver a Winston en su despacho. Era raro, por que solía estar allí desde las seis de la mañana, pero ese día decidió, al parecer, cambiar de hábito. DeClerck se quedó sentado en aquellas duras escaleras, esperando a que apareciera. Pero el regente no apareció. A las ocho y cuarto de la mañana, aburrido de esperar, decidió dejar, para después de las clases, la visita al regente. No quería que se le escapara la posibilidad de hablar con él cuanto antes. Cuando estaba casi llegando al colegio, pude ver, sentado en el banco de la puerta, a Alex. Le sorprendió que madrugara tanto y, sobre todo, que estuviera allí cuarenta y cinco minutos antes de empezar.

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LXXV EL DESCUBRIMIENTO SOBRE BREUER - Buenos días, Alex. Has madrugado mucho hoy – dijo DeClerck. - Buenos días, señor. No tenía ganas de estar en casa y me vine hace un rato. - ¿Y que tal en casa con el Sr. Breuer? – preguntó DeClerck mientras se sentaba. - Muy bien, señor. Me trata bien. Es muy cariñoso conmigo. A veces, hasta duerme conmigo en la cama. - ¿Cariñoso? – a DeClerck le sonó rara aquella expresión – significa que os quiere mucho, ¿no? - Sí, siempre me está abrazando y besando. Me dice que, si le dejo hacerlo, podré comer lo que quiera de su cocina. Bueno, y no sólo conmigo. También lo es con los demás. Lo que estaba escuchando DeClerck le empezó a sonar francamente extraño. Conocía los antecedentes de Breuer con respecto a escándalos sexuales pero nunca le había dado la sensación en Jarreto de nada por el estilo. - ¿Y dices que también es cariñoso con los demás? - Sí, con Luis, con Tommy, con todos. Nos quiere mucho. DeClerck comenzó a enfurecerse a medida que iba comprendiendo lo que el niño le transmitía. Aquello le causaba nauseas. La ingenuidad de Alex estaba siendo abusada por un tipo sin escrúpulos, al que DeClerck veía a diario y con él que había desarrollado incluso una amistad. Un individuo que había mostrado un interés por el bien del niño, típico de un padre. DeClerck se quedó atónito, con la mirada al frente, intentando alcanzar algún pensamiento positivo para poder subsanar aquel hecho. - ¿Y usted que tal se encuentra, señor? – preguntó Alex, con voz muy infantil. - Bien, por lo menos hasta ayer creía estar bien – respondió DeClerck al aire, como si estuviera solo – Hoy ya no lo sé. - Al Sr. Andersson se lo han llevado, ¿verdad? En aquel momento, DeClerck se dio cuenta que, quien mejores respuestas le podía dar, era un niño de doce años al que le tenía especial cariño y con el que nunca había tenido esa clase de conversación.

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- ¿Por qué piensas eso, Alex? ¿Quién se lo ha llevado? – preguntó mirándole fijamente. - Pues ellos. Nadie más se lo puede llevar. - ¿Quiénes son ellos? – volvió a preguntar. - Los señores de blanco que trabajan fuera de aquí. Los que nos traen las cosas del colegio, la ropa, y los que nos pinchan, una vez al mes, para que no nos pongamos enfermos. Las sospechas de DeClerck empezaban a tomar forma. Los chicos de la Zona Cero se habían llevado a Andersson. Pero, ¿Por qué? - ¿Por qué crees que se lo han llevado, Alex? - Por que no se ha curado. Cuando uno no se cura, se lo llevan. Por eso, cuando a mi me preguntan, siempre digo que estoy muy bien, que no me duele nada y siempre les digo lo que ellos quieren oír. - ¿Y sabes donde se lo han podido llevar? – preguntó DeClerck. - Nadie lo sabe. Se los llevan por la noche, para no molestar a nadie mientras duermen – respondió el niño. - ¿Se los llevan? ¿Tú conoces más gente a la que se han llevado? – preguntó con más tensión. - Sí. Mis anteriores papás, bueno, las personas con las que vivía antes del Sr. Breuer. Se los llevaron por que no se habían curado. Por eso me fui a vivir con el Sr. Breuer. Aquello hizo sentir, a DeClerck, un escalofrío que recorrió todo su cuerpo. Al poco, vio que los chicos empezaban a llegar, por lo que concluyó su charla con Alex. Mientras iban entrando, dando los buenos días uno tras otro, DeClerck se quedó sentado en aquel banco, pensativo, mirando al suelo, intentando encontrar un punto fijo en el espacio, reciclando en su mente datos que empezaban a coger un cariz realmente siniestro.

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LXXVI La clase de aquella mañana fue absolutamente insulsa. DeClerck apenas habló, dejando que los chicos hicieran lo que quisieran, dentro de un orden. Media hora antes de lo habitual, DeClerck dio por concluida la clase de ese día, lo cual sorprendió a todos. Sólo tenía una idea en mente y era hablar con el regente sobre el tema Andersson. Nada más cerrar la puerta del colegio, DeClerck salió disparado hacia el despacho del regente, no sin antes relajarse en la puerta. Quería estar calmado para hablar con sentido. Esta vez, la puerta si se abrió, nada más tocar la campanilla. DeClerck atravesó el pequeño hall y pasó al despacho de Charles, sentándose delante de él con expresión contrariada. Charles se extrañó ante tal actitud pero intentó mostrar la mayor calma posible. - Usted dirá, Francis. - Quiero saber que ha pasado con el Sr. Andersson – dijo, de manera directa. - ¿Después de todo este tiempo y ahora me pregunta por él? – exclamó Charles, mientras se servía un vaso de agua. - Siempre he creído lo que me decía de él. Y es cierto que en los últimos meses ni siquiera me he acordado del asunto. Pero ayer vi algo que me llamó la atención. Charles dejó de beber agua en seco, posando el vaso con lentitud sobre la mesa. - ¿Qué es lo que vio, Francis? – preguntó, esperando la respuesta con intranquilidad. - Vi como lo sacaban de su casa dos hombres. Vi como lo llevaban a rastras hasta la biblioteca, la cual, curiosamente, no se ha usado desde que estoy aquí. Y, además – echándose mano al bolsillo interior de la chaqueta - tengo un documento que confirma que Andersson había descubierto algo importante. Aquel último farol tuvo su efecto. DeClerck no era un gran jugador de póquer, pero la jugada le salió muy bien, ya que la reacción de Charles fue la de contarlo todo sin pelos ni señales. - Está bien. Pero espero que esto no salga de aquí. Sólo Amendola y yo lo sabemos – guardó silencio unos segundos - Peter Andersson falleció anoche. Tenía cáncer, ¿sabe? Y ayer dio su último aliento. - ¿Le trataron los especialistas de aquí? – preguntó.

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- Tuvo un tratamiento inicial pero lo rechazó. La quimio no le sentaba nada bien, por lo que prefirió pasar sus últimos meses en casa, rodeado de sus libros y sus objetos personales. Nosotros, simplemente, respetamos su decisión. - ¿Me está diciendo que dejaron a un hombre enfermo de cáncer metido en su casa durante meses hasta que murió? ¿Es eso? - Básicamente, sí – contestó con simpleza el regente. - ¿Y espera que me lo crea? – dijo DeClerck, en un tono algo más borde. - No se si me cree o no, pero es la verdad. DeClerck se levantó de la silla y comenzó a dar vueltas por aquel despacho. La sensación de que le trataran de tonto le crispaba los nervios. - ¿Sabe lo que yo creo, Winston? – muy encrespado - ¡Lo que creo es que ese hombre realmente sabía algo! ¡Creo que aquí fuera, en la famosa Zona Cero, sucede algo que aún no se lo que es pero lo voy a averiguar! ¡Que ustedes temieron que pudiera, de alguna forma, contactar con el exterior para decirlo! Y lo eliminaron. Así de simple. - Francis – dijo Charles con algo de condescendencia - ¿Acaso ha notado usted algo, aparte de este incidente, que le haga pensar eso? ¿Qué sucede aquí que sea anormal? - Aún no lo sé – contestó – pero no me creo lo que está diciendo. Tras un breve suspiro, el regente abrió un cajón de su mesa y sacó un papel que parecía una carta escrita a mano, enseñándola a DeClerck. - Dice usted que ha visto un documento del Sr. Andersson, ¿no es así? - Sí – respondió DeClerck con firmeza - ¿Ese documento estaba escrito a mano? - Sí, así es – respondió de nuevo, sin saber a donde quería llegar - ¿Es esta la letra que vio en ese documento? – preguntó de nuevo, entregando la carta a DeClerck. DeClerck tuvo que confirmar que era la misma letra de la carta que, la noche anterior, había leído en casa de Andersson. Grosso modo, pudo leer que padecía el cáncer pero que, en contra de los consejos del personal especializado, quería pasar sus últimos momentos en su hogar de Jarreto. También agradecía el interés mostrado por su estado de salud. Le devolvió la carta al regente y este la guardó en el cajón, mientras le miraba con mucha tranquilidad. - Esta carta me la entregó el Sr. Andersson en el mes de julio, después de haber sido tratado por su gripe y descubriendo a la vez que su terrible enfermedad le dejaba poco tiempo ya de vida. Como ha podido ver, está firmada por él. DeClerck no lo entendía. Por qué un hombre, cuya voluntad era que le dejaran morir sólo y en paz, iba a escribir una carta diciendo todo lo contrario, tal y como él había leído la noche anterior en su domicilio. No tenía sentido. DeClerck comprendió que lo mejor era salir airoso de aquella situación, aunque sin renunciar a su idea de averiguar por que había sucedido aquello. 206

- No se lo que ocurre, Winston, pero es que tenía pinta de ser muy extraño. Debe entender que todo esto me haya confundido. - Lo sé, y le entiendo – dijo Charles, más tranquilo y satisfecho - Pero deje su curiosidad para otras cosas más productivas. No quiera encontrar algo que no existe. Hágame caso. Además, le ha venido bien para desarrollar su labor con los chicos. De nuevo, DeClerck entendió que había algo más. - ¿Qué quiere decir? - Que, aunque haya sido lamentable, la ausencia del Sr. Andersson le ha servido para sentir la admiración de todos los que vivimos aquí. Está siendo encomiable su labor con los chicos, el enseñarles a leer y escribir. El instruirles, algo que el Sr. Andersson no supo hacer. En cierto modo, ha salido usted favorecido. DeClerck sólo pudo esbozar una leve sonrisa que pretendió fuera irónica, aunque no sabía si el regente lo captó como tal. No quiso escuchar más para no escupir alguna frase que delatara sus verdaderos pensamientos, por lo que se dispuso a marcharse, no sin antes aprovechar aquel comentario, que consideró torpe por parte del regente. - A propósito, me gustaría pedirle algo – dijo DeClerck con actitud algo chulesca. - Lo que quiera – dijo muy complaciente Charles. - Me gustaría adoptar a Alex. He tenido mucha relación con él estos últimos meses y le he cogido mucho cariño. Charles se quedó sorprendido. - Pero eso no va a poder ser, Francis. El chico Alex vive con el Sr. Breuer desde hace bastante tiempo. Lo que me está pidiendo es algo cruel, ¿no le parece? DeClerck se acercó, lentamente, hasta la mesa del regente, apoyando ambos puños sobre ella e intimidando con su cercana presencia a Charles. - Sí quitar de en medio a Andersson para que yo me hiciera famoso aquí, no le parece cruel, ¿Por qué ha de serlo esto? Charles no daba crédito a lo que escuchaba. Había caído en su propia trampa y no sabía como salir de ella. Durante unos segundos, DeClerck vio el rostro del regente desencajado, antes de abandonar definitivamente el despacho. Al salir de él, lo hizo con una sensación de triunfador absoluto. Sentía que había jugado con ellos y había ganado. Ya sabían que debían tener cuidado con él. Y eso le llenaba de orgullo. De camino a encontrarse con Clara, pasó por delante del café de Breuer, dando la casualidad que encontró al propio dueño en la puerta. Este le saludó desde su situación. 207

- ¿Qué tal mi chico? ¿Se porta bien en el colegio? – exclamó, en voz alta, Breuer. DeClerck recordó, en ese momento, las palabras de Alex, por lo que se fue derecho hacia Breuer con actitud ciertamente agresiva. El dueño del Águila Real le esperaba con una sonrisa en su rostro, pero esta fue cambiando, a medida que DeClerck se acercaba hasta él. Justo cuando lo tuvo delante, y sin pensarlo dos veces, DeClerck lanzó su puño derecho contra la cara de Breuer, propinado a este un puñetazo que hizo que se cayera de culo delante de él. Le resultó curioso que, tanto la gente de dentro del local como los que paseaban por la calle, no hicieran el menor caso. Se limitaban a mirar tímidamente y poco más. Inmediatamente, DeClerck lo levantó del suelo y lo echó contra la pared, mientras contemplaba su nariz emanando sangre, la cual le llegaba hasta los labios. DeClerck intentó relajarse antes de hablarle a aquel al que consideraba un auténtico bastardo. - ¡Escúcheme bien por que sólo lo repetiré una vez, desgraciado hijo de puta! ¡Si vuelve a ponerle una mano al niño encima, le juro por Dios que le prendo fuego al bar con usted dentro! ¡A partir de ahora, limítese a darle los buenos días o se las tendrá que ver conmigo! – dijo DeClerck, totalmente alterado y sin poder contener su rabia. Breuer no pronunció palabra. Simplemente, balbuceaba sin sentido, muerto de miedo. DeClerck lo dejó contra la pared y se marchó. Mientras se alejaba, observó que Breuer no se movía del sitio. No movió ni un músculo hasta que no tuvo lo suficientemente distante a DeClerck, el cual volvía a sentirse como nunca, sobre todo, por que no iba a permitir que ninguno de los que quería en aquel lugar, padecieran ningún tipo de injusticia. No iba a consentir que aquello se pareciera al mundo del que venía. Con la adrenalina ya más reducida, entró en la tienda de cuadros de Clara para intentar serenar algo los ánimos. Todavía estaba tocado, tras la pequeña discusión que habían mantenido la noche anterior y quería arreglarlo a toda costa. Cuando pasó al interior, notó el ambiente un poco tenso. La mirada de Clara no era la que habitualmente tenía al verlo. Sin duda, estaba aún enfadada por su actitud. - Hola, Clara – dijo con timidez. - Hola – respondió de manera seca. - ¿Sigues enfadada conmigo? – dijo, en el mismo tono tímido. - No estoy enfadada, Francis. Estoy preocupada. Debes tener cuidado. A la gente no le gusta que se la moleste con preguntas incómodas. - No pretendo molestar a nadie. Sólo quiero aclarar las cosas ante una situación que me parece anómala – dijo DeClerck con convicción. Clara lo cogió la mano y seguidamente lo abrazó. - No quiero que nos suceda nada malo. Estoy viviendo mi mejor época y no quiero que se estropee por algo que no tiene importancia.

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- ¿Qué no tiene importancia? – dijo, apartándola de su lado - ¿Qué una persona o varias desaparezcan sin motivo aparente de este lugar te parece poco importante? DeClerck estaba enfadado y no le gustó, aunque sintió que ella se encontraba afectada por aquello y quiso cortarlo de raíz. Su intención era olvidar aquel incidente y pasar página. Al fin y al cabo, ella tenía razón. No conocía de nada a aquel tipo y no tenía por que involucrarse en su desaparición. DeClerck la volvió a abrazar para enterrar el hacha de guerra y se citaron en Vitorio´s por la noche. Al menos, que ella no notara que tenía intención de continuar averiguando cosas.

Al salir de la tienda, pudo ver a Amendola en la puerta de Vitorio´s, observando fijamente y con cara de pocos amigos. DeClerck lo saludó con la mano pero el guardián, simplemente, le devolvió el saludo con un gesto bastante seco, moviendo la cabeza hacia arriba. DeClerck pensó que ese malestar, podía estar relacionado con el incidente de hacía unos minutos. Pero la realidad es que Clara tenía razón. Empezaba a ser una molestia para determinadas personas de Jarreto.

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LXXVII LA ÚLTIMA CENA CON CLARA De nuevo la noche alcanzó a Jarreto, a través del funcionamiento de su especial techo acristalado y, como todos los días, DeClerck marchó, bien emperifollado, a su cita con Clara en Vitorio´s. Sin embargo, esa noche sería ligeramente distinta a las demás. Alrededor de las ocho, DeClerck apareció por el restaurante, donde encontró a la plana mayor del pueblo. Después de los incidentes sucedidos, imaginó que las caras no serían muy amigables, pero, para su sorpresa, nadie hizo ningún reproche. Le seguían tratando de la misma forma que en días anteriores. Desde la distancia, saludó a Charles, que estaba en la barra, y a Vitorio, para sentarse en la mesa que siempre tenía reservada con Clara, aunque ella aún no había llegado. Tras quince minutos, que a DeClerck le parecieron años, por fin apareció. Mientras Clara se dirigía a la mesa, fue detenida por el regente, lo cual inquietó un poco a DeClerck, sobre todo, rememorando las palabras que había tenido con él esa misma mañana. Durante su corta conversación, ella no dejaba de mirar a DeClerck pero sonriéndole, como transmitiendo poca importancia a lo que Charles le estaba diciendo. Finalmente, se despidió, con tranquilidad, y llegó a la mesa, notándola, DeClerck, ligeramente estresada. - ¿Ocurre algo? ¿Qué quería Winston? – preguntó. - Nada. Sólo saludarme. – respondió ella, ya de forma sosegada. Pidieron la cena y, durante la espera, saborearon un par de copas de vino blanco, entremezcladas con una charla no muy agradable. - Me he enterado de lo de Breuer – dijo Clara – No me habías dicho nada. - No hay nada que contar. Ha sido un tema entre Breuer y yo sobre Alex. Ese chico es muy especial para mí y no quiero que sufra ningún daño. - ¿No quieres contármelo? – preguntó, cogiéndole la mano. - No, mejor que no. Es mejor dejarlo pasar. Conforme pasaban los minutos, DeClerck vio que ella estaba intentando decirle algo pero con cierto miedo a hacerlo. - Francis, me has contado cosas de ti, de tu vida en Boston, en España, de lo que te gusta, de lo que no. Pero nunca me has hablado de tu familia. - Quizás es que nunca ha surgido, aunque, si te soy sincero, no es un tema que me apasione – respondió algo turbado.

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- Nunca me has hablado de tu padre o de tu madre. De lo que significó en tu vida. A todos nos han dejado huella nuestros padres – dijo, en tono conciliador - ¿Mi padre? Si la huella a la que te refieres es por haber pisoteado todo aquello que quería, entonces sí creo que dejó una y muy grande – dijo DeClerck, intentando esquivar el tema. DeClerck no entendía el interés que Clara tenía en su padre, pero le resultó novedoso en aquel momento. Cierto era que nunca habían hablado de ello, entre otras cosas por que no había mucho de lo que él quisiera hablar. - Nunca tuve el cariño de un padre, Clara. Sí se esforzó por que tuviera una buena educación y que mi futuro fuera lo mejor posible, pero se olvidó de otras cosas. Siempre pensé que era debido a su trabajo. Un diplomático no suele estar mucho en casa y menos, trabajando en el extranjero. Pero, los pocos momentos que pasé con él, era una persona muy distante, muy seca y demasiado rígida. No perdía las formas bajo ningún concepto cuando estaba conmigo. Ese calor, ese cariño que se supone hace falta, no lo encontré nunca con él. - Pero algún buen recuerdo tendrás de él. Antes de contestar, DeClerck tomó otra copa de blanco. Necesitaba algo de frescor para su respuesta. - Ninguno. Me tenía prácticamente olvidado y a mi madre, una mujer buena y sencilla, la encerró, a las primeras de cambio, en un psiquiátrico. Supongo que no podría ocuparse de ella – DeClerck perdió la mirada con una expresión algo triste - El caso es que, hubo un momento en el que me sentía algo frustrado por no haber podido aclarar con él ciertas cosas. El problema fue que el muy hijo de puta murió antes de que pudiéramos hacer algo por arreglarlo – dijo DeClerck, tomando otro sorbo de vino. Clara detectó su malestar y finalizó la conversación. - Bueno, yo sí le tengo que estar agradecida por algo – afirmó Clara, ante la expresión estupefacta de DeClerck - Si no te hubiera concebido, no estaríamos ahora aquí. - Bueno – sonriendo – brindemos, pues, por el cabrón de mi padre que, al menos, me dio una educación. Lo único que tuvo ganas de darme en vida. DeClerck levantó su copa vacía y resopló, para dar por zanjado aquel tema. Cuando terminaron la cena, acompañó a Clara a su casa, deteniéndose en la puerta para mirarse fijamente el uno al otro. - ¿Vas a subir a casa hoy? – preguntó Clara con tono meloso. - Esta noche tengo algo que hacer. Algo que debí arreglar hace tiempo. - ¿Y puedo saber que es? – preguntó ella algo indignada. - Necesito hablar con el viejo polaco. - Kasovitz. - No debí dejar que la cosa quedara tan seca y difícil como quedó en su momento – sonriendo a Clara – tengo que hablar con él y aclarar las cosas. 211

Clara le dio un beso de despedida, acompañado de una dulce sonrisa, como era habitual en ella. DeClerck se dio cuenta de que le comprendía perfectamente. Pero poco sabía ella que aquel acto de reconciliación con Kasovitz tenía otros fines, además de la reconciliación.

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LXXVIII LA REVELACIÓN DE KASOVITZ En el camino hacia la granja de Kasovitz, DeClerck volvió a tener la extraña sensación que alguien le vigilaba. Hizo un par de paradas en seco, en plan sorpresa, dándose la vuelta de golpe, para comprobar que no había nadie pero, a pesar de que así era, no dejaba de sentirlo. La sombra parecía acecharle de nuevo. Llegó a la granja y le consoló ver la luz encendida. Nada más lejos de su intención que despertar a una persona a la que había dejado de hablar, en plena noche. Llamó un par de veces antes de que la puerta se abriera, dejando, al descubierto, la figura del polaco Kasovitz. Al ver a DeClerck, sus ojos mostraron sorpresa pero sin ningún tipo de ira ni rabia. Le invitó a pasar sin siquiera preguntar que es lo que quería. DeClerck se sentó al lado de la mesa y esta vez si aceptó un trago, antes de que Kasovitz llegara a ofrecérselo. Detrás de un mueble, un viejo whisky de malta parecía estar escondido, esperando la ocasión perfecta para adornar una velada. Y aquella parecía esa ocasión. - Me sorprende que este usted aquí – dijo Kasovitz, sirviendo las copas Creí que no quería saber nada de mí. - Bueno, ya que usted no sale de este trozo de tierra y de estas paredes mohosas, tenía que venir hasta aquí para verle. - Lo celebro – sonriendo ampliamente. DeClerck tomó el vaso y brindó con Kasovitz, mostrando, en su rostro, un aire de arrepentimiento. Ambos vaciaron los vasos de un tirón. - Siento mucho todo lo que pasó, Víktor. Lo siento de verás. No era nadie para juzgarle o desconfiar de usted y menos para haberle ignorado todo este tiempo. Lo siento de corazón. Kasovitz aceptó sus disculpas, asintiendo con la cabeza, pero mirándole con cierta curiosidad. Había algo más que esperaba escuchar. - No pasa nada, Francis – dijo, volviendo a llenar los vasos - Pero usted no ha venido hasta aquí sólo para eso, ¿verdad? - ¿Y por que cree eso? Para mí era motivo suficiente. – dijo DeClerck, intentando ocultar lo que realmente buscaba mientras daba un sorbo a su bebida.

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- Usted ha venido a que yo le cuente si se algo del viejo Andersson. A que le cuente que es lo que está pasando, ¿verdad, Francis? DeClerck no pudo ocultarlo por más tiempo. Aquel hombre estaba al tanto de todo si que nadie estuviera al tanto de él. Seguir negando lo evidente, era un insulto a la inteligencia de Kasovitz. - ¿Qué sabe usted, Víktor? - Lo sé todo, Francis. Lo sé todo. El hecho de que podría escuchar detalles que no le gustarían en absoluto, le ponían a DeClerck los pelos de punta. No obstante, necesitaba esas respuestas y no iba a renunciar a ellas, por dolorosas que fueran. - Usted aceptó venir buscando algo diferente, Francis. Buscando una ruptura con su vida. Nada más. Pero, la realidad es que, en todo este tiempo, no ha considerado que este sea un sitio especial. - Bueno, si he pensado que tiene mérito el hecho que se pretenda encontrar un remedio a una enfermedad mediante una terapia distinta. - ¿Y cree usted que esta gente utiliza realmente terapias diferentes, Francis? No le creía tan inocente – dijo Kasovitz, dudando, por unos segundos, sobre DeClerck. DeClerck sabía que debía ser más claro o aquel individuo podía llegar a cerrarse en banda. - ¿Cómo llegó usted aquí, Víktor? - Yo estaba absolutamente perdido en la vida. Después de la guerra, renuncié a estudiar y me puse a trabajar pero de manera muy dispersa. No quise una familia, ni una vida estable. Me limitaba a gastar el dinero que ganaba en bebida, en putas. Toda la depravación que pueda imaginar. Hasta que llegó un momento que nadie quiso saber nada de mí y me encontré absolutamente sólo. Me vi obligado a dormir en albergues para pobres, en buscar en la basura algo para comer. Mi vida no tenía ningún sentido e incluso estaba a dispuesto a ponerle fin a mi sufrimiento. Hasta que Naisinger me encontró. Kasovitz dio un trago a su vaso, mirándolo con una mezcla de añoranza y remordimiento. - Una noche, en una de mis innumerables borracheras en bares de mala muerte, un tipo se me acercó y me invitó a un trago. Me dijo que llevaba días observándome y que tenía una proposición que hacerme. Me ofreció una nueva vida, sólo a cambio de dejar de ser un borracho y un paria. Pensando que estaba de cachondeo, le dije que siempre había querido ser granjero. Y el tipo me dijo que no habría problema. Que una granja encajaría perfectamente en el sitio a donde me invitaba a ir – Kasovitz terminó todo el licor de su vaso antes de continuar – Era su amigo, el doctor Naisinger. Y dicho y hecho. Me trajeron hasta aquí sin saber donde venía. Me durmieron y cuando desperté me encontré aquí, en la granja. Me habían convencido sólo con aquel detalle. Al 214

ver todo esto, alucinaba por momentos. Era cierto. Inspeccioné todo el pueblo, como hizo usted, y todo y todos me parecieron encantadores – el semblante de Kasovitz cambió a seco - Pero, con el transcurso del tiempo, yo también empecé a sospechar, igual que usted. - Entonces, lo de Andersson es……. – dijo DeClerck. - No, Francis – dijo Kasovitz cortándolo - Usted no quiere saber sólo que pasó con Andersson. Usted quiere saber que sucede aquí con todo el mundo. Deje que continúe y lo entenderá. Kasovitz, antes de hacerlo, volvió a llenar los vasos de whisky. - Todos eran muy amables al principio. Yo me mezclaba con todo el mundo, no era como ahora. Quería formar parte de la comunidad. Pero comencé a ver cosas raras, extrañas. Gente que desaparecía y no volvía a aparecer, misteriosos exámenes del supuesto “personal especializado” en plena noche. Aquello me asustó, me asustó de verdad, y decidí recluirme aquí. Pensé que, si no me destacaba, no me harían ningún daño. Eso me permitió conocer la Zona Cero. DeClerck saltó como un resorte de la silla. La posibilidad de conocer toda la verdad de Jarreto le había puesto nervioso por momentos. - ¿Conoce usted la Zona Cero? ¿Ha estado allí? – preguntó, con tremenda ansia. - Sí, la conozco. Me costó varios días encontrarla pero lo conseguí – Kasovitz dio otro trago a su bebida – Como también conseguí conocer que hacía allí en realidad. De nuevo, Kasovitz dio el último sorbo de su vaso, antes de hacerle la pregunta que DeClerck estaba esperando. - ¿Quiere usted saber que es la Zona Cero, Francis? – preguntó, acercándose a DeClerck. - Desde luego – la respuesta era evidente y fue contundente. - Pues echemos otro trago. Vamos a necesitarlo. El tercer y último brindis hizo finalizar la conversación en la casa de Kasovitz, el cual, al levantarse fue en busca de un abrigo de lana gorda que tenía colgado junto a la puerta, cogiendo, además, una especie de alambre y una barra de acero antes de salir. Indicó a DeClerck que le siguiera y ambos se dispusieron a poner rumbo a la Zona Cero.

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LXXIX LA ZONA CERO Kasovitz y DeClerck se fueron acercando a la calle que daba acceso al pueblo desde la granja. Se comportaban como un par de espías, teniendo mucho cuidado, observándolo todo antes de dar cualquier paso y sin llamar la atención. Kasovitz pidió a DeClerck que, para cruzar al otro lado, fingieran estar borrachos, lo cual le sonó al sorprendido profesor a escena de Misión Imposible o una novela de Frederick Forsyth. Tal y como pidió Kasovitz, ambos atravesaron la calle tambaleándose de un lado a otro, hablando y riendo en voz alta y de manera burda. Mientras lo hacían, DeClerck veía que por la calle no había nadie, lo cual le hizo sentirse más ridículo. Continuaron andando hasta llegar a la calle del colegio para, posteriormente, llegar al lado del mismo, justo al banco que había cerca de la puerta. Kasovitz le hizo señal de que se sentaran y siguieran riendo un poco más. Tras cinco minutos, más o menos, el polaco paró de reír para decirle algo al oído a DeClerck. - Permaneceremos aquí un rato, para que se despeje el ambiente – dijo en voz baja. - Pero si aquí no hay nadie. No había nadie mientras llegábamos aquí. – dijo extrañado y también en voz baja DeClerck. - No tienen por que estar por la calle, Francis. Tienen otras formas de vigilarnos. Todo el pueblo está sembrado de cámaras. No son las típicas cámaras de seguridad. Todo está oculto para que nadie sepa que lo están vigilando. Están en las casas, en las habitaciones del hostal, en todas partes. Sirven para observar las reacciones de la población y tener a la gente controlada. Esta gente tiene mucha pasta, Francis. Ya sabe. No han escatimado en gastos. - Pero, entonces, han escuchado toda nuestra conversación en su casa. – dijo DeClerck con el miedo en el cuerpo. - Son cámaras con adhesivo magnético del tamaño de botones. Sólo son visuales. No reciben sonido alguno. Las descubrí hace tiempo y me encargué de cambiarlas de sitio para que sólo vieran lo justo y necesario. Ni se dieron cuenta. Como me tienen por el pirao del pueblo, no reparan en mi desde hace bastante. En el fondo, no son tan profesionales como ellos creen. Pero seguro que, en su habitación, si han podido colocar micros. Usted es más peligroso para ellos. El relato de Kasovitz le parecía intrigante a DeClerck, en especial el saber que él era un peligro para el sistema establecido en Jarreto, pero, al mismo 216

tiempo, le tranquilizaba la seguridad con lo que lo contaba. Sin duda, se las sabía todas sobre aquel lugar. Veinte minutos después, Kasovitz miró un reloj de bolsillo con cadena dorada que llevaba en el interior del abrigo e indicó a DeClerck que se levantaran. Volvieron, de nuevo, a la avenida principal por la misma calle, girando a la derecha y parándose en la puerta de la biblioteca. - Bien, parece que no hay moros en la costa – dijo Kasovitz, sin dejar de mirar a un lado y otro - Póngase detrás de mí y no deje de vigilar. El viejo sacó uno de los alambres de su bolsillo y comenzó a trastear en la cerradura de la puerta, hasta que, finalmente, sonó un clic que permitió que esta se abriera. Guardó de nuevo el alambre y empujó la puerta con mucha lentitud, dejando el espacio suficiente para que ambos pudieran entrar. DeClerck le seguía con rapidez pero sin correr. Una vez dentro, cerraron la puerta, de nuevo con cautela. - Si dice usted que hay cámaras, nos habrán visto – exclamó DeClerck en voz baja. - En este momento hacen el cambio de turno. Durante unos minutos nadie vigila los monitores. Al regresar, tendremos que hacer la misma operación con el mismo cuidado. No lo olvide. Kasovitz torció a la derecha mientras DeClerck echaba un vistazo que le llenó de estupor. Los estantes de la biblioteca estaban completamente vacíos. Al fondo, justo enfrente de la puerta, se veían mesas y sillas para lectura y estudio, pero el contenido que era necesario no estaba. Estaba claro que aquel lugar jamás se pensó destinar al uso y disfrute de la literatura. Siguieron recorriendo el pasillo hasta que Kasovitz se paró al lado de una puerta que parecía dar a un despacho. Entraron y todo parecía normal. Era un despacho bastante pequeño. Kasovitz quitó una alfombra que había en el suelo para dejar al descubierto lo que parecía una trampilla. Aquello cada vez acongojaba más a DeClerck. - Tenga cuidado al bajar. – dijo Kasovitz mientras la abría. Alcanzaron la parte baja y DeClerck encontró, frente a él, un pasillo enorme sin ninguna iluminación. Kasovitz sacó de su bolsillo una pequeña linterna, gracias a la cual, se podía atisbar algo más de aquel pasillo. - Dejaremos la linterna encendida un rato. Sólo lo suficiente para llegar a cierta zona, pero tendremos que apagarla para que no la vean – insistió Kasovitz. De nuevo, se pusieron en marcha. DeClerck no pudo calcular esta vez la distancia que estaban recorriendo. Su mente sólo estaba puesta en lo que encontrarían al final de aquel túnel. Confiaba en Kasovitz. Lo que no tenía tan claro era a que conducía todo aquello. Llegó a pensar que a su propio final. Por fin, vislumbraron una pequeña luz a lo lejos. Kasovitz apagó la linterna y 217

andaron a ciegas, simplemente guiados por aquella pequeña haz de luz. Finalmente, llegaron a la luz, que estaba situada justo encima de una puerta. - Vaya detrás de mí y no se despiste en ningún momento – dijo Kasovitz Esto si puede ser peligroso. - ¿Cómo dio usted con este sitio? – preguntó DeClerck. - Por que decidí averiguar por que siempre se estaba reformando la biblioteca. También soy amante de la lectura, aunque no lo parezca – respondió. DeClerck sonrió, mientras Kasovitz abría la puerta, aún con más sigilo que la del exterior. Se agachó, asomando ligeramente la cabeza para reconocer el terreno. Hizo una seña con la mano a DeClerck para que entraran, manteniéndose agachados. Justo frente a ellos se alzaba un pasillo bastante largo, en el que se podía ver, a ambos lados del mismo, varias puertas. La luz era muy tenue y hacía que se pudieran mezclar con el oscuro y frío suelo. Continuaron avanzando hasta que llegaron a la primera puerta del lado izquierdo. Kasovitz dijo a DeClerck que mirara pero con mucho cuidado. Este se levantó pausadamente y echó un vistazo, a través del pequeño ventanuco de la puerta. Al hacerlo, vio una persona tumbada en una cama, con las manos y los pies atados por correas a ambos lados de la cama. Parecía dormida. Nuevamente, DeClerck se echó al suelo. - ¿Quién es ese hombre? – preguntó con intriga a Kasovitz. - Es uno de los huéspedes de la Zona Cero. Aquí los traen después de los experimentos. - ¿Experimentos? – preguntó DeClerck, absolutamente descompuesto. - Siga tras de mí. No se retire. En cada puerta que se detenían, encontraban a una persona que, o bien estaba atada con correas a la cama o bien con camisa de fuerza, sentado en una silla y, en algunos casos, conectado a algún tipo de monitor que emitía un pitido, parecido al de control cardíaco, pero con sensores conectados al cerebro de la persona en cuestión. Era un espectáculo pavoroso. Aquello, realmente, era un psiquiátrico clandestino. DeClerck pudo reconocer a algunos con los que había tropezado en el pueblo pero con los que nunca había hablado. Gente que él consideraba normal por su forma de actuar. Si así era, ¿Qué estaban haciendo allí? Llegaron al final del pasillo, donde tenían dos caminos a elegir, a izquierda y derecha. Kasovitz indicó que le siguiera por el de la derecha. Al tomar ese camino, encontraron dos puertas más, una al fondo y otra a su derecha. Mientras reptaban con habilidad, Kasovitz fue describiendo el lugar. - Esa puerta – señalando a la que tenían justo enfrente - es el depósito. Si quiere saludar a su amigo Andersson, aún puede hacerlo antes de que lo quemen. - ¿Quemarlo? – preguntó DeClerck, empezando a sentir náuseas. - Sí, tras cuarenta y ocho horas, los incineran en el crematorio. No hay que dejar rastro, ¿sabe? Venga. Entremos en este despacho. 218

Entraron por la única puerta que quedaba, a su derecha. Al hacerlo, se encontraron con lo más parecido al despacho de un médico, sin lugar a dudas. Con una mesa, escritorio, una camilla de reconocimiento. Pero lo que llamó la atención a DeClerck fue un archivador metálico que había al fondo. Kasovitz cerró la puerta, mirando por el pequeño hueco acristalado de la misma. - Bien, no puedo moverme de aquí. Usted eche un vistazo mientras al archivador. - ¿Qué hay en el archivador? – preguntó DeClerck. - Las respuestas que buscaba. Si realmente quiere saberlas, este es el momento. Fue el momento en el que más miedo pasó DeClerck ante lo que podía encontrar en aquel mueble. No obstante, se armó de valor y lo abrió. Sabía que Kasovitz ya lo había visto y decía la verdad. Seguramente, las respuestas que había estado buscando todo el tiempo se encontrarían allí. El archivador estaba compuesto de tres cajones. DeClerck abrió el primero y encontró varias carpetas clasificatorias, con etiquetas en los bordes. Eran los nombres de la gente que poblaba Jarreto. Encontró la ficha de Amendola y no pude resistirse a verla. Aquella carpeta contenía de todo. Informes con todos los datos personales y profesionales, fotos de Amendola en su ciudad de origen, datos de familia, amigos, un historial clínico. Toda la vida de aquel individuo aparecía recogida en aquella carpeta. Al final de un buen tocho de documentación, DeClerck halló un último informe que no tenía ningún tipo de membrete en la parte superior ni inferior. Eran unos simples folios escritos a mano. Al leerlos, se detuvo de golpe en un párrafo El individuo presenta, aún, cuadros de ansiedad, debido al consumo de estupefacientes. Puede ser agresivo en momentos determinados. Convendría darle un cargo de responsabilidad en el pueblo para que podamos usarlo cuando nos sea necesario y tenerlo controlado lo máximo posible. Kasovitz seguía vigilando y no decía palabra alguna. DeClerck colocó, nuevamente, la carpeta de Amendola en su exacto lugar. Tenía que aprovechar el poco tiempo del que disponía, por lo que fue más concreto en sus indagaciones. Buscó la ficha de Charles pero no la encontró por ningún sitio. Tenía claro que las siguientes serían las de Clara y Alex pero tampoco estaban allí. Aquello si que le aterrorizó completamente. ¿Por qué no estaban allí sus fichas y si las de los demás? No tuvo más remedio que preguntarle a Kasovitz. - No encuentro las fichas de Clara y Alex. ¿Dónde pueden estar, Víktor? Kasovitz se volvió hacia él, con rostro serio y preocupado. - Si no están ahí, puede que hayan sido elegidos. - ¿Elegidos? ¿Elegidos para que? – preguntó con mucha desazón DeClerck. - Elegidos para abandonar el pueblo – respondió resignado Kasovitz – Fin del juego. - ¿Y Charles también? – volvió a preguntar. 219

- Charles es uno de ellos. Es su infiltrado del exterior, para tener mayor control sobre la gente de Jarreto. Es su informador – respondió Kasovitz. DeClerck no pudo evitarlo y, tras dar un par de arcadas, no pudo controlarse y comenzó a vomitar. Sólo la idea de pensar que a ellos les podía pasar lo mismo que a Andersson, le había creado un estado nervioso y sin casi capacidad de reacción. Tras terminar de expulsar aquellos nervios internos, se tranquilizó para buscar su ficha y saber si también habían pensado en darle el pasaporte. Buscó muy alterado hasta, que por fin, dio con ella. Encontró lo mismo que en la de Amendola. ¿Cómo habían recopilado toda aquella información sobre él?, se preguntaba. No había conocido a aquella gente en ningún sitio. No podían saber nada de su vida hasta que apareció en la consulta de Naisinger. Incluso encontró fotos de su padre que tenían toda la pinta de ser de archivo. Continuó buscando el informe final hasta que lo encontró. Puede ser nuestra mejor baza para controlar a toda la gente del pueblo. Su nivel intelectual y, sobre todo, su pasado, pueden sernos muy útiles. Conviene darle un cargo que le haga destacar por encima de todos. Podría venir muy bien a los chicos como profesor. Andersson no es problema. Pero no debemos confiarnos. Su conducta debe ser especialmente seguida más que la de los demás. Podría ser problemático en algún momento si quiere saber demasiado. No debemos permitir que llegue a ese extremo. DeClerck dejó caer la ficha al suelo, al tiempo que casi se desploma tras ella. Kasovitz lo advirtió y fue hacia él. - ¡Por dios, Francis! ¡No podemos permitir que nos descubran! ¡Tenemos que irnos de aquí! Kasovitz guardó la ficha en el archivador y lo cerró. Observó bien todo, antes de marcharse, para no dejar ninguna pista que indicara que habían estado allí, tras lo cual, volvió a mirar, por el ventanuco de la puerta, para comprobar que no había nadie. Salió, mientras cogía del cuello de la camisa a DeClerck, arrastrándolo, literalmente, tras de él. Atravesaron de nuevo el pasillo, agachados y con mucho sigilo, llegando a la puerta. Mientras Kasovitz tiraba de él como del burro que se azuza en el arado, DeClerck no dejaba de pensar en lo que había descubierto. Aquella gente era utilizada como ratas de laboratorio prometiéndoles algo que no existía. Cayeron en la misma trampa en la que él mismo había caído meses atrás. La única pregunta que quedaba por responder era, ¿por qué? Aparecieron, de nuevo, en el despacho de la biblioteca, tardando unos diez minutos en hacerlo. Al dirigirse a la puerta, Kasovitz detuvo a DeClerck. - Tenemos que esperar. Aún están vigilando. En unos treinta minutos, harán un nuevo cambio y podremos salir. Se quedaron sentados en el suelo de aquel despacho, esperando y con la obligación de hablar de lo que DeClerck había presenciado.

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- ¿Qué es todo esto, Víktor? ¿Qué significa todo esto? – preguntó DeClerck totalmente hundido. - Esto es Jarreto, Francis. Un laboratorio tapado por la imagen de un pueblo idílico que es vendido como el bálsamo para todos los males. Nada más lejos de la realidad. Quien viene aquí, firma su sentencia de muerte. La zona en la que hemos estado es la que no conoce nadie. El pasillo que no hemos investigado esta noche, lleva hasta un pequeño hospital de día, amable a la vista pero que, en realidad, es el salón de juegos de estos sádicos. Quien entra por esas puertas, no vuelve a conocer la luz del día. - ¿Por qué? – volvió a preguntar DeClerck. - Todo pura experimentación, Francis. ¿Con quien mejor que con un ser humano para llevar a cabo pruebas de todo tipo, con el fin de estudiar la mente humana? ¿Quién mejor que nosotros para contribuir a descubrir medicamentos creados de forma ilegal, para, en cuso de que funcionen, poder legalizarlos y sacarlos al mercado? Naisinger y compañía han estado experimentando con todos, buscando remedios a enfermedades mentales por el simple hecho de descubrir una formula que nadie hubiera descubierto hasta el momento, un algo nuevo, innovador y, de paso, enriquecerse. Y para eso, hay que hacer lo que sea. Este es el sitio ideal para que nadie haga preguntas. Todos los que hay aquí tienen un valor – Kasovitz prosiguió con la mirada perdida - Y cuando ya no sirven para sus propósitos iniciales, negocian con ellos. DeClerck miró a Kasovitz atónito, teniendo casi cristalino, en su mente, lo que el polaco le iba a decir. - Los órganos son muy valiosos, cuando hay gente dispuesta a pagar mucho dinero por ellos con tal de no morir de pena en una lista de espera. Por eso somos muy bien escogidos al respecto. - ¿Qué quiere decir? – preguntó DeClerck, ciertamente sofocado. - ¿Cree acaso que somos víctimas al azar? No, amigo mío. Se preocuparon muy mucho de encontrar personas a las que nadie echara de menos. De las que nadie se preocupara después de llegar aquí. Fueron muy meticulosos en ese sentido. ¿Cree que alguien dejaría aquí a un ser querido, sabiendo que jamás va a poder volver a verlo? Sólo determinados perfiles se dejan convencer para que alguien de su familia o de su entorno venga aquí, con la condición de no volver nunca más, y a cambio de su salud y su mejora de vida. - No puedo creerlo. No puedo creer esto – repetía sin cesar DeClerck. Kasovitz se dio cuenta que DeClerck se encontraba en una especie de estado de ansiedad y que no pensaba con claridad. Comprendió que él tendría que manejar aquella situación. - Escúcheme, Francis. Sólo hay una solución para todo esto. Tenemos que largarnos de aquí ¿Cuánto tiempo cree que tardarán en descubrir que hemos estado aquí? - A usted no lo han descubierto – respondió DeClerck. - No es por mí, sino por usted. Usted es un personaje muy relevante aquí y últimamente ha estado montando mucho alboroto ¿Cree que ellos van a consentir que se rebele contra ellos? Para nada. Tenemos que fugarnos. - Pero Clara…. y Alex…. – dijo DeClerck, con los ojos humedecidos. 221

- Si quiere usted llevárselos de aquí, hay que moverse deprisa. Mañana tiene que usted que ir al colegio, como si no supiera nada. No deje de hacer nada de lo que habitualmente hace o ellos lo notarán. Advierta a Clara y al niño y procure tenerlos preparados para mañana por la noche. Nos iremos de aquí. Para siempre. Las palabras de Kasovitz fueron lo único a lo que DeClerck pudo agarrarse para sacar fuerzas de su interior y acometer lo que le había planteado.

Una vez salieron de la biblioteca, DeClerck y Kasovitz fijaron la hora para verse en su granja y huir de aquel lugar. La idea de marcharse de allí martilleaba el cerebro de DeClerck sin parar. Tenían que esperar al día siguiente y aparentar que no pasaba nada, lo cual sería francamente complicado pero no había otra alternativa. Tenían que huir de Jarreto.

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LXXX Ni siquiera esta vez, el clic de la grabadora inmutó a Frost. El comisario se había quedado apoyado sobre su brazo izquierdo, mirando sin pestañear a DeClerck, contemplando sus ojos bañados en lágrimas y, sobre todo, anonadado ante su relato. - Ojalá que todo lo que me ha contado no sea cierto, Francis. De veras que lo deseo. Que lo que me está contando sea una puta mentira. Es más fácil hacerle pasar el resto de su vida en la cárcel que descubrir que todo esto es verdad. - ¿Y si así fuera, Frost? ¿Qué sucedería? - Si es cierto, no quiero imaginar el revuelo que se armaría al descubrirlo. Sería un auténtico escándalo. Y un sufrimiento brutal para las familias de esa pobre gente al saberlo la verdad – dijo Frost. - No olvide que los abandonaron allí. - ¿Qué quiere decir? – preguntó Frost entre indignado y extrañado. Que, como bien decía Kasovitz, no éramos gente escogida al azar. Muchos no tenían familia y, los que la tenían, habían sido dejados allí a su suerte, sin que nadie les echara de menos. Sabían a lo que se exponían y, sin embargo, no tuvieron problema en hacerlo. - Quizás fueron engañados – dijo Frost. DeClerck miró a Frost, no pudiendo replicar aquella afirmación. El jefe tomó aire de nuevo para continuar con el final de la declaración. - Bien, Francis. Veamos a donde nos lleva todo esto. ¿Está preparado? – dijo mientras mantenía el dedo sobre el botón rojo de grabación. - Estoy listo.

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LXXXI FEBRERO DE 1991. DECLARACIÓN DE FRANCIS DeCLERCK. 09.00 DE LA MAÑANA A la mañana siguiente, me levanté muy turbado, debido al suceso de la noche anterior, pero convencido de que Kasovitz llevaba razón. Tenía que aparentar serenidad o alguien se daría cuenta. Sin exagerar, pude fumarme cuatro o cinco cigarrillos en treinta minutos, sentado sobre el espaldar de la cama. Necesitaba aplacar mis nervios antes de mostrarme en público.

Mientras me vestía y planificaba, en mi cerebro, como mostrarme en público sin que nadie notara nada, a la vez que transmitía mis ideas a Clara y Alex para esa noche, recordé lo que me comentó Kasovitz sobre las cámaras. Son cámaras con adhesivo magnético del tamaño de botones. Sólo son visuales. No reciben sonido alguno. Pero seguro que, en su habitación, si han podido colocar micros. Usted es más peligroso para ellos. Justo al abrochar el último botón de la camisa, giré mi cabeza suavemente, para tener una panorámica de mi pequeña habitación y pensar donde podrían haber colocado cámaras o micros. Y de repente, lo vi todo claro. Me coloqué delante del escritorio que, curiosamente, daba justo a una visión total de la cama. Pensé que me tendrían controlado, tanto cuando dormía como cuando estaba sentado en la silla del escritorio, escribiendo o leyendo. Justo encima de la mesa, yacía un cuadro, en la pared, en un tamaño pequeño, de la Gioconda de DaVinci. Acercándome, poco a poco, al lienzo, me di cuenta de que la curiosa señora, tenía un ojo un poco más hinchado que otro. Intenté hacerme el tonto, sobre todo, pensando en que habría alguien, al otro lado, supervisando con un monitor. Y después, me acordé del tabaco. ¿Por qué había un paquete de tabaco allí? Yo no lo había pedido y sólo Naisinger sabía que, a lo mejor, podría inclinarme por tan insaludable vicio. Me dirigí a la mesita de noche, abrí el cajón y cogí el paquete de tabaco. Mirándolo por todos sus planos, encontré, en la parte de debajo, una fina lámina que sujetaba una especie de punto negro bastante pequeño. Muy posiblemente, un micro para escuchar mis pensamientos en aquella habitación. La cosa estaba más clara cada vez. Tras mis peculiares descubrimientos, me decidí a bajar. Nada más salir de la habitación, me encontré con Smith. Me preguntó como me encontraba y le 224

contesté que muy bien, pero que tenía mucha prisa. Mientras bajaba las escaleras, me di cuenta que se quedó en la planta de arriba quieto, mirando como bajaba, con cierto aire de sospecha en su expresión. No quise pensar más o me hubiera vuelto loco de verdad. Salí por el hall tranquilamente. dándole los buenos días a la Sra. Kensell, la cual respondió de manera algo distante, no habitual en ella, y sin perder la vista sobre mí. Empecé a pensar que se olían algo. Sólo me preocupaba si seríamos capaces de aguantar hasta la noche. La tienda de Clara seguía cerrada cuando salí. Esperé a después de la clase para hablar con ella. Tal y como dijo Kasovitz, había que mantener las mismas costumbres. Yo nunca pasaba a esa hora de la mañana por casa de Clara. Si lo hubiera hecho, habría levantado alguna que otra sospecha. Tomé mi café en Breuer, como todos los días, pero de manera muy incomoda. No podía hablar con nadie de ello, pensando que alguno también estuviera implicado. Por otro lado, el hecho de dejar allí a gente inocente me entristecía. No tenía claro si tendría tiempo o no de salvarlos. Aproveché mi estancia en el café para pedirle a Breuer que dejara a Alex que cenara con Clara y conmigo esa noche en Vitorio´s, a lo cual, no puso ninguna objeción. Me quedé tranquilo al pensar que no sabía nada. Realmente, creo que le tenía mucho aprecio a su nariz como para ponerla, otra vez, en peligro. Terminé de tomar el café y fui para el colegio. Ese día estaba ausente totalmente de la clase. No sé si los niños lo notaron o no. A lo mejor. incluso alguno de ellos era un espía de Naisinger o de alguno de estos desalmados. Pero yo sólo tenía un objetivo: Alex.

Cuando terminó la clase, le pedí que se quedara unos minutos.

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LXXXII EL PLAN CON ALEX Y CLARA - ¿Cómo te encuentras hoy, Alex? – preguntó DeClerck. - Muy bien. Estoy muy bien. – respondió con su voz infantil, a pesar de sus doce años. - He hablado con el Sr. Breuer y te va a dejar cenar con Clara y conmigo esta noche, ¿te gusta la idea? - ¡Me encanta! – exclamó orgulloso – ¡Me gusta mucho la Srta.Clara! - Bien. Clara pasará a recogerte a tu casa, sobre las ocho. Tienes que estar preparado ¿está claro? – le dijo mientras le daba un abrazo. - Muy bien, estaré preparado – respondió, con cara de asustado, por el abrazo sorpresa. Tras unos segundos de sentimentalismo, DeClerck le dejó marchar, lo cual hizo Alex a toda mecha. DeClerck salió tras él, con más parsimonia, no sin antes echar un último vistazo a aquella aula, desde la puerta, que había sido una segunda oportunidad durante casi cinco meses. No quiso llevarse nada de allí. No quería ningún recuerdo. Sólo se despidió con un gesto con la mano, apenado por no poder llevarse a alguno más con él y, por otro lado, esperando que alguna de las misteriosas cámaras que decía Kasovitz le cazara. El pensar en el plan que habían trazado le envalentonó para atreverse a hacerlo. Del colegio, fue directamente hacia la tienda de cuadros de Clara, siendo abordado, a mitad de camino, por Amendola. - ¡Caramba, Francis! ¡Si que lleva prisa! – exclamó el guardián. - Iba a ver a Clara – usando un tono jocoso – Ayer tuvimos una discusión, ya sabe, y tengo que, en fin. Ya me entiende. - ¡Si, hombre, sí! ¡Ja, ja, ja! – con ensordecedora voz – Pero ella no se va a mover de ahí. ¡Venga a tomar una cerveza conmigo! Hace tiempo que no charlamos. DeClerck comenzó a sospechar que la invitación del guardián podía tener doble sentido. - Lo siento, pero, en otra ocasión, ¿De acuerdo? - ¡No sea así, hombre! – exclamó Amendola en su tono habitual – Además, esta noche volverá a verla en Vitorio´s. DeClerck se ponía nervioso por momentos, hasta el punto de que ya le cansaba la insistencia del guardián. No se le ocurrió mejor idea que ser desagradable para quitárselo de encima. 226

- ¡Jaiden, le he dicho que no! ¡Y déjeme en paz! En esta ocasión, las posibles sospechas cayeron del lado de Amendola, pensado que, definitivamente, algo pasaba. Al llegar a la tienda, DeClerck volvió a mirar atrás para comprobar que el guardián seguía vigilando sus pasos. No podía dejar que le intimidara. Tenía que hablar con Clara de lo que iba a pasar. - Hola, Clara – dijo DeClerck, apresuradamente. - Hola, Francis – respondió sin mirarlo. Cuando lo hizo, notó algo raro en la expresión de DeClerck. - ¿Qué te pasa? – preguntó. - Quiero que me escuches con atención. Quiero encargarte un cuadro y lo quiero con los siguientes detalles – dijo DeClerck mientras cogía un papel y un lápiz de encima del mostrador. Comenzó a escribir con tranquilidad, mientras Clara lo miraba, cada más sorprendida. Al finalizar, DeClerck le entregó el papel a Clara, la cual pudo leer escrito Ellos pueden vernos pero no pueden escucharnos, por lo que no hagas aspavientos de ningún tipo. - Si no están claros los detalles, dime que más necesitas. Clara se quedó extrañada, pero entendió de qué iba el asunto, por lo que escribió, en la parte de atrás del papel Te he entendido. ¿Qué quieres decirme? - ¡Ah, de acuerdo! Seré más exacto, entonces – exclamó DeClerck con disimulo. DeClerck cogió otro papel y comenzó a escribir, en él, todo lo que iban a hacer esa noche, la recogida de Alex en su casa y, por supuesto, la explicación del por que de todo aquello, de por que alguna gente desaparecía de manera misteriosa y lo que había descubierto con Kasovitz la noche anterior. Todo aquello, claro está, de manera resumida. Al leerlo, las manos de Clara temblaban y cierto atisbo de ojos llorosos se empezó a reflejar en ella. Para que nadie se percatara de que pasaba algo raro, DeClerck la abrazó y empezó a besarla, aprovechando para decirle algo muy pegado al oído. - No te preocupes de nada. Nos iremos de aquí y buscaremos una casa en el campo, donde vivir y criar a Alex. – dijo DeClerck en voz baja, mientras la apretaba con su cuerpo.

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- Haremos lo que tú digas, Francis. Lo que tú digas – repetía Clara una y otra vez, con su boca pegada a la oreja de DeClerck. DeClerck le recordó, de nuevo y al oído, que tenía que recoger a Alex en casa de Breuer sobre las ocho y que después se verían en Vitorio´s. Que permaneciera tranquila y sin nerviosismos. Nadie debía notar nada en absoluto.

Finalmente, DeClerck se marchó, algo preocupado, pero, al mismo tiempo, seguro que ella lo haría muy bien y que su plan llegaría a buen puerto. Sus horas en Jarreto parecían estar contadas.

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LXXXIII Alrededor de las ocho y cuarto, DeClerck terminó de prepararse. El plan trazado con Kasovitz era que permanecieran él, Clara y el niño, en Vitorio´s, hasta las diez, más o menos, para salir después y dirigirse, en el mejor momento posible, al banco del colegio. Los movimientos tenían que ser exactos a los que habían realizado la noche anterior, sólo que para cuatro personas. DeClerck echó un último vistazo a su habitación. Su precaución se basaba en no dejar nada que diera indicios que se había marchado de allí, por lo menos hasta que no pasaran varias horas. Cuando se dirigió a la salida del hostal, la Sra. Kensell no estaba en la recepción, lo cual, aliviaba a DeClerck. Cuanta menos gente tropezara con él, menos explicaciones tendría que dar. Llegó a Vitorio´s sobre las ocho y media. El ambiente era el de siempre. DeClerck entró algo receloso al local, esperando encontrar alguna que otra mirada desafiante. Pero no fue así. Todo era normal. Y eso preocupaba, aún más, a DeClerck. Miró para encontrar a Clara o al niño, pero no dio con ellos por ningún sitio. Supuso que se retrasarían por algún motivo. Pero lo cierto es que aquello, empezaba a darle mala espina. Se sentó en su mesa habitual, mientras tomaba una cerveza. No era el lugar idóneo para levantar sospechas. Sólo hubo un detalle de Vitorio que mosqueó a DeClerck cuando le llevó la cerveza, al quedarse mirando fijamente a su persona, después de que DeClerck le diera las gracias. No pudo aguantarle la mirada. Su nerviosismo pudo con DeClerck. Y lo peor es que Vitorio se había dado cuenta.

Eran las nueve y no había señales ni de Clara ni del niño, por lo que no lo pensó dos veces y DeClerck se levantó para ir a buscarlos. Salió del bar y fue directo a casa de Clara. Al llegar, intentó no llamar la atención, dando suaves golpes en la puerta y susurrando su nombre a través de la misma. No hubo respuesta. En ese momento, la preocupación de DeClerck se tornó en verdadero miedo. Algo había pasado. No sabía lo que hacer, por lo que decidió, finalmente, volver al hostal, para confirmar que no habían pasado por allí. Cuando estaba llegando, pudo contemplar la figura de Clara en la ventana de su habitación. Quizás había entendido mal mis instrucciones y pensó que debíamos reunirnos en el hostal, pensó, con cierta sensación de alivio.

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Entró al hostal y la Sra. Kensell seguía sin aparecer por la recepción. No era habitual que no estuviera pero no DeClerck no quiso darle más importancia al hecho. Había localizado a Clara y eso era lo más importante en aquel momento, aunque, cualquier detalle anormal que detectara, podría dar lugar a que el plan tuviera algunas fallas. Subió las escaleras y llegó a la habitación, escuchando, desde la puerta, algo parecido a sollozos. DeClerck entró rápido a la habitación y allí estaba Clara, mirando por la ventana. Cerró la puerta y fue hacia ella, llamándola por su nombre. Pero no hubo respuesta. DeClerck estaba situado justo a los pies de la cama cuando continuó llamándola, pero ella seguía sin reaccionar. Se acercó hasta llegar justo a su espalda, poniendo la mano sobre su hombro. - ¡Clara! – miraba algo inquieto - ¡Clara! ¿Por qué no has ido al restaurante? ¿Dónde está Alex? Al notar la mano sobre el hombro, se dio la vuelta. Levantó las manos para acariciar la cara a DeClerck y, al hacerlo, este sintió algo frío y húmedo. Al separarlas de su rostro, pudo ver, horrorizado, que se había abierto las venas. Tenía las muñecas ensangrentadas y con pequeños borbotones, aún saliendo por ellas. - ¡Lo siento, Francis! ¡Lo siento! – repetía, una y otra vez suspirando y llorando. La asustada reacción de DeClerck, le hizo dar pasos hacia atrás, a modo de rechazo, mientras ella caminaba hacía él, llorando y repitiendo continuamente que lo sentía. DeClerck estaba fuera de sí, con el rostro desencajado. Siguió caminando hacia atrás hasta que, de repente, alguien le cogió del cuello. Lo siguiente fue un pinchazo que le fue aturdiendo poco a poco. La última imagen que pudo ver, mientras caía, lentamente, al suelo, fue la de la Sra. Kensell, con una jeringuilla en la mano.

Después, sus ojos terminaron por cerrarse.

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LXXXIV Las lágrimas volvieron a resbalar por las mejillas de DeClerck, mientras terminaba de contar el hecho. Pero esta vez no era de miedo o de angustia. Eran lágrimas de amor. Aquella mujer le había devuelto muchas ilusiones y había visto como se desvanecían justo delante de él. A Frost le conmovió la escena y sólo pudo acercarse a DeClerck y, con un pañuelo de tela en la mano, secarle aquellas lágrimas que indicaban, una vez más el sufrimiento de aquel hombre. Al retirar el pañuelo, DeClerck pudo observar una especie de siglas, “T & C”. Poco a poco se fue tranquilizando, aunque mantuvo el sollozo levemente. El cansancio había hecho mella, definitivamente, en DeClerck y le quedaban muy pocas fuerzas para finalizar su declaración. Lo había perdido todo, excepto la posibilidad de demostrar su inocencia y estaba dispuesto a sacar valor de su interior para hacerlo.

Volvió a mirar a Frost para indicarle que debían continuar. La historia estaba llegando a su fin.

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LXXXV FEBRERO DE 1991. DECLARACION DE FRANCIS DECLERCK. 09.15 DE LA MAÑANA Cuando empecé a recuperar la consciencia, pestañeaba sin cesar, intentando abrir los ojos y recuperar el aliento. Al fin lo conseguí, viendo una luz enorme justo encima de mí. Al recobrar la nitidez por completo, me di cuenta que era una lámpara de quirófano. Nunca en mi vida había visto una hasta ese momento. Me encontré tumbado en una camilla, con una camisola blanca cubriendo mi cuerpo.

Moví la cabeza a izquierda y derecha para poder reconocer el terreno. De pronto, fije mi mirada en el lado derecho, donde había visto a dos personas de espaldas. Llevaban una especie de bata blanca que les llegaba hasta las rodillas. Empecé a gimotear y, al escucharme, se volvieron hacia mí. Al acercarse, los reconocí. Naisinger y Winston Charles estaban allí. Cuando ya estaban justo encima de mí, mi respiración se alteró y lo siguiente fue gritar y patalear como si la vida me fuera en ello. No podía moverme. Estaba atado de pies y manos por unas correas de cuero. Las mismas que había visto antes en una de las habitaciones de la Zona Cero. Naisinger me puso la mano en la frente y me miró con cierto aire de enfado.

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LXXXVI LA HUIDA DE JARRETO - Parece, Sr. DeClerck, que las cosas no han salido todo lo bien que esperábamos, ¿Verdad? ¿Acaso no le gustaba lo que le habíamos dado? – dijo Naisinger. - ¡Soltadme, cabrones! ¡Soltadme! – repetía DeClerck una y otra vez. - Sr. DeClerck, relájese. No tiene por que ser desagradable. No quisiera tener que usar la violencia – expresó, con total tranquilidad, el doctor. - ¡Maldito hijo de puta! ¡Es usted un criminal! ¡Un criminal! – gritaba una y otra vez. En un segundo, Naisinger le cogió del cuello con fuerza y puso su cara contra la de DeClerck. - ¿Acaso le engañé, Francis? – con tono muy cabreado - ¡Le dimos todo lo que usted quería! ¡Una nueva vida, un trabajo que le hacia sentirse realizado, una mujer de la que enamorarse! ¡Se lo dimos todo y lo único que a usted se le ocurrió fue meter las narices donde no le importaba! – finalizó, igual de enfurecido. - ¿Por qué? ¿Por qué hacen esto? – dijo DeClerck entre lamentos. - ¿Por qué? Nosotros sólo hemos pretendido ayudar a la gente. Los que no la han querido o no les ha servido de nada, no tenían nada que hacer en esta vida. Una tercera persona entró en aquella sala, con la cara tapada con una mascarilla de color blanco, y empujando, lo que parecía, un carro con bandejas de instrumental. Se quedó junto a la puerta sin mediar palabra. Naisinger se dirigió a él de manera despectiva, exigiéndole más puntualidad pero con muy malas maneras, tras lo cual, volvió a DeClerck. - Simplemente pretendíamos ayudarles, Francis. ¿Cree usted que a la gente que está en Jarreto, haciendo una vida normal, le sucederá algo? En absoluto. Seguirán allí, mientras ellos quieran. Este no es lugar para gente egoísta, como usted, que sólo piensan en su verdad, como la única absoluta a la que hay que prestar atención. - ¿Dónde están Clara y el niño? – preguntó desesperado. Naisinger se puso erguido antes de contestar.

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- Por desgracia, ya no están con nosotros. Usted es el único responsable de eso. Ellos eran felices hasta que los embaucó para ponerlos en nuestra contra. Es una pena. - ¿Una pena, hijo de puta? ¿Los ha matado? ¡Dígame donde están! – gritó DeClerck como un poseso. - ¡Cállese, desgraciado! ¡Ya estoy cansado de oírle! – gritó crispado Naisinger - Al menos, ahora, dará usted un servicio a la comunidad – dijo, mientras rellenaba una jeringuilla de líquido de un pequeño recipiente. El pulso de DeClerck se aceleraba por momentos a mil por hora. Estaba viendo su final por segundos y no podía hacer nada. No podía moverse y nadie podía escuchar sus gritos en aquella especie de cueva. De repente, una visión le devolvió la esperanza. El tipo que había entrado en la sala se bajó ligeramente la mascarilla, descubriendo su rostro al completo. Era Kasovitz. Por un momento, DeClerck pensó que aquel era su final. Era muy triste morir de esa manera, sobre todo sabiendo que el secreto se iría con él a la tumba. Kasovitz le hizo señas con la cabeza, indicándole que se tranquilizara, mientras el cogía un bisturí de la mesa y lo guardaba en su manga. Había llegado el momento de actuar. DeClerck levantó la voz, pidiéndole a Naisinger que se acercara un momento para decirle algo importante. El doctor le miró con desprecio y se acercó, como el que se acerca a escuchar la última voluntad de un condenado a muerte. - ¡Acérquese más, Naisinger! ¡Apenas tengo fuerzas y lo que tengo que contarle es importante! – exclamó, con mucho esfuerzo, DeClerck. Con ciertas reservas, el doctor accedió colocando su oreja justo encima de los labios de DeClerck. - ¡Nos veremos en el infierno, doctor! En ese momento, DeClerck sacó fuerzas de donde no sabía tenía guardadas y mordió la oreja de Naisinger, que comenzó a sangrar como los cerdos en la matanza. La cara de DeClerck comenzó a mancharse de dicha sangre, mientras escuchaba los gritos de aquel tipo sin parar. Continuó mordiendo hasta que le arrancó casi la mitad de la oreja. Al caer al suelo, Charles fue hacia DeClerck, pero, en su camino, fue agarrado por Kasovitz, que le clavó el bisturí en el ojo derecho, cayendo también al suelo, mientras Kasovitz le arrancaba el ojo con el bisturí y, después, se lo clavaba en el pecho repetidas veces, hasta que quedó inmóvil. Tras comprobar que estaba muerto, Kasovitz fue hasta la camilla y comenzó a desatar a DeClerck. - ¡Que ha pasado, Francis! ¡Que ha pasado! – decía continuamente. DeClerck no podía casi hablar. Sentía el sabor de la sangre de Naisinger en su boca, hasta incluso llegar a tragarla. Por fin, se incorporó y, en un momento instintivo, abrazó a Kasovitz. - Lo descubrieron, Víktor. Seguramente nos habrán vigilado más de lo que creíamos y nos descubrieron. 234

- Tenemos que irnos de aquí. Ya no hay marcha atrás. Mientras Kasovitz colocaba los cuerpos de Naisinger y Charles junto a la pared, DeClerck pudo contemplar todo el tinglado que tenían allí montado. Un auténtico quirófano experimental. Máquinas de diagnóstico, instrumental, todo para sus ratas de laboratorio. En un rincón, DeClerck apreció una especie de nevera. Fue hasta ella y comprobó, con absoluto espanto, todos los órganos que tenían allí preparados, seguramente para su venta. Riñones, pulmones, corazones, hasta intestinos. DeClerck sólo pudo devolver la bilis ante tan horrendo espectáculo. Kasovitz, al verlo, le agarró y tiró de él, para salir de allí cuanto antes. Tras salir de la zona del hospital de día, accedieron al pasillo donde estaba el despacho que descubrieron la noche anterior donde, justo al lado, estaba el depósito. DeClerck le pidió a Víktor que esperara. Necesitaba saber si debía resignarse a haber perdido a Clara y el niño o no. - ¡No tenemos tiempo, Francis! ¡Tenemos que irnos! – exclamó Kasovitz. - ¡Necesito saberlo! ¡Tengo que saberlo! – respondía alterado DeClerck, mientras se revolvía haciendo que le soltara. DeClerck entró en el depósito. Había varias cámaras allí. Unas veinte aproximadamente y siete u ocho camillas, de las cuales, sólo tres de ellas estaban ocupadas por cadáveres tapados con una sabana. DeClerck se acercó, con prudencia, al más cercano que tenía. Levantó la sabana, conteniendo la respiración. Era un hombre mayor. Rápidamente, dedujo que sería el Sr. Andersson. Se dirigió a la siguiente e hizo la misma operación. No quería quitar aquel trozo de tela pero, sin más remedio, confirmó lo que más temía, encontrando el cadáver de Clara. DeClerck comenzó a hacer aspavientos y rompió a llorar. A los cortes de las muñecas, aquellos desgraciados le habían añadido un corte profundo en el cuello. Su amor yacía, sin vida, en aquella camilla. Se sentía destrozado por no poder haber hecho nada por ella. Kasovitz volvió a agarrarle, esta vez con más suavidad, ante su posible reacción. -¡Tenemos que irnos de aquí, Francis! No podemos hacer nada por ellos. Con todo el estremecimiento que aquello le supuso, DeClerck se acercó hasta la última camilla. En esta no había duda. El tamaño del cuerpo que se apreciaba era más reducido que los anteriores. Allí estaba el pequeño Alex, con el mismo corte en el cuello que Clara. Sin darse cuenta, DeClerck puso su cabeza sobre el pecho del pequeño, totalmente convulsionado y hundido. Kasovitz tiró de nuevo de él, haciéndole, por fin, reaccionar. Tal y como él decía, no podían hacer nada. Por una de las cámaras para cadáveres que estaba abierta, ambos salieron, arrastrándose por una especie de túnel, cuyo hedor les hacía dar arcadas, una y otra vez. Casi reptando, como las serpientes de cascabel, avanzaron varios metros. DeClerck seguía a Kasovitz, sin que desaparecieran, de su mente, las últimas imágenes que había contemplado pero, a medida que avanzaban, se convencía que muriendo no les haría ningún favor y se juró, a si mismo, que saldría vivo de allí para contar lo que había pasado. Continuaron avanzando 235

por aquel redondo camino. La sensación de abandonar aquel lugar probablemente les daba alas para volar de allí. Habían pasado unos veinte minutos cuando Kasovitz se detuvo ante una bifurcación que tenía caminos a derecha e izquierda. Después de un rápido vistazo, giraron a la izquierda. - ¿Está seguro que es por aquí, Víktor? – preguntó DeClerck. - Seguro. El otro camino nos devolvería a Jarreto. – contestó. Sin duda que Kasovitz sabía más que nadie de aquellos recovecos. Los tendría más que estudiados. Quizás, necesitaba de un alguien como DeClerck para poder dar el salto definitivo y huir de aquella cloaca. Pasados cinco minutos, llegaron al final del túnel, tapado con cemento pero con unas escalerillas que subían, probablemente, al exterior. Comenzaron a subir, con un cansancio acumulado que hacía que DeClerck tuviera los gemelos totalmente cargados, mientras que Kasovitz parecía tener la agilidad de un chaval de veinte años. Las ansias de libertad le empujaban más que nunca. Por fin encontraron lo que parecía una tapa de alcantarilla. Kasovitz empezó a empujar pero no podía. El hueco era suficiente para los dos, por lo que DeClerck subió, hasta colocarse paralelo a él, y ambos empujaron hasta que, finalmente, se abrió. Algo de tierra cayó en sus caras al dejar al descubierto aquella especie de pequeña compuerta, lo cual les hizo sonreír de regocijo. De repente, notaron la luna en todo su esplendor. Aquel cielo no era acristalado, era real. El aire que respiraban, no procedía de máquinas especializadas. Era aire puro, oxígeno del mundo real. Toda la arboleda, las piedras, aquella tierra que pisaban, era real. Estaba claro que habían salido de aquel maldito lugar. Aquel aire nocturno les supuso un nuevo despertar. Al contemplar todo aquel entorno, DeClerck se dio cuenta que había estado sufriendo pesadillas pero se había metido en otra para abandonarlas. Nunca le supo mejor la realidad. Al encontrarse en medio de un bosque, en plena noche, estaban totalmente desorientados. Por suerte, el viejo Kasovitz se las sabía todas y sacó una brújula del bolsillo. - Tenemos que ir hacia el sur. Hacia allí, abandonaremos estos bosques y encontraremos alguna ciudad – dijo con mucha firmeza Kasovitz. De nuevo, empezaron a correr. DeClerck notaba cada vez menos fuerza en sus pasos, de lo cual se percató Kasovitz. Hizo que se sentara en el suelo, pidiéndole que no se moviera de allí. Durante unos minutos permaneció solo, volviendo a su cabeza la imagen de Clara, esta vez más dulce, más viva. Quería recordarla así o no se perdonaría nunca el no haber podido hacer nada por ella. A los pocos minutos, Kasovitz volvió y le levantó de un salto. - Vamos, Francis. He encontrado un pequeño montículo de piedras que hacen un hueco ahí abajo. Allí podremos descansar. Caminaron hasta llegar a las piedras que había comentado Kasovitz. Eran un grupo bastante grande, que hacían como un escalón para continuar el 236

camino. Justo debajo, un hueco de dimensiones suficientes, les permitió sentarse a descansar. - Aquí podremos estar un par de horas. Tenemos que seguir caminando de noche – dijo Kasovitz, mientras observaba a derecha e izquierda, siempre vigilante. - ¿Por qué hemos de seguir de noche? Ya hemos salido de allí – dijo DeClerck, casi sin aliento. - Dentro de unas horas amanecerá y se darán cuenta que Charles no está allí. Ellos saben lo de Clara y el niño pero no saben ni lo suyo ni lo mío. Cuando comprueben que no estamos, nos buscarán. Y si no nos encuentran ni a nosotros ni a los otros, bajarán a la Zona Cero y descubrirán todo. Y nos perseguirán. Tenga la seguridad. - ¿Quién más está en esto? – preguntó DeClerck. - Todos los que usted conoce. Amendola, Kensell, Breuer, Smith. Son el enlace en Jarreto de la gente de la Zona Cero. Ellos son los que controlan la situación e informan puntualmente. Es como en los campos, en la guerra. - ¿Qué quiere decir, Viktor? – preguntó de nuevo, esta vez intrigado. - En los campos de concentración, siempre había alguno de nosotros que, por salvar el cuello, era capaz de delatar a cualquiera, sin saber, el pobre desgraciado, que él también caería, más tarde o más temprano. Eran los que informaban de cualquier anomalía a los oficiales del campo – suspiró unos segundos - Esto es más o menos igual. DeClerck pudo ver de nuevo a Kasovitz, con los ojos empañados. Aunque parecía un hombre duro, su vida tenía varias cicatrices que, de vez en cuando, afloraban. Su pasado le perseguía y nunca lo podría olvidar. DeClerck cerró los ojos para dormir un poco, antes de continuar la marcha. Mientras se acurrucaba, cayó en la cuenta que algo faltaba. ¡El diario! Aquellos tipos le habían quitado la ropa y, el diario, con todos los apuntes sobre Jarreto, se había quedado allí. Era la prueba para confirmar todo la verdad sobre el experimento. Intentó no flagelarse, pensando que su memoria no le gastaría una mala pasada y que encontraría la forma de acordarse de todo y contarlo. Tendría la oportunidad, sin duda. No quiso pensar más en ello y, en pocos minutos, se quedó dormido. Cuando DeClerck abrió los ojos, una luz le cegó por momentos. Era de día. Se habían quedado tan profundamente dormidos que ninguno de los dos controló el tiempo. - ¡Víktor, Víktor! – dijo, dándole codazos en el costado. Kasovitz despertó y se sobresaltó. - ! Tenemos que irnos ya! ¡Y deprisa! – dijo algo excitado.

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Continuaron caminando hacia el sur, según indicaba la brújula de Kasovitz. Habían pasado unos treinta minutos, cuando se detuvieron en seco. A Kasovitz había algo que le olía mal. - Algo no va bien, Francis. - ¿Qué es lo que pasa? – preguntó DeClerck, con el miedo y el cansancio revueltos en su cuerpo. - Tengo la sensación de que nos han encontrado. Y si no es así, están muy cerca de hacerlo – dijo firmemente. Apretaron la marcha pero, avanzados unos pocos metros, volvieron a parar. - Quizás sería mejor que nos separáramos, Francis – dijo Kasovitz - ¿Cree usted que es lo mejor? - Sí. Así habrá, al menos, una oportunidad para cada uno. Tome la brújula. Yo tengo bastante claro por donde continuar. Sin ni siquiera tiempo para entregarle la brújula, un grito salió de detrás de un árbol que estaba junto a ellos. Lo había emitido Smith, cuchillo en mano, asaltando, en primer lugar, a Kasovitz. Este no pudo reaccionar a tiempo y recibió tres puñaladas en el pecho. DeClerck estaba tirado en el suelo, sin capacidad de reacción alguna. Cuando dejó tirado a Kasovitz, Smith se dirigió a hacia él. - ¡No podemos consentir que acabe con esta forma de vida, Francis! Tenemos lo que queremos. Es como en cualquier sitio. Si te portas bien, tienes recompensa. Si no, pagas por tus pecados. Si usted hubiera sido bueno, no tendría por que haber pasado nada de esto – dijo, con la cara totalmente enrojecida y empuñando el cuchillo con ánimo de usarlo. DeClerck no podía mover ni un músculo. El miedo le había atenazado por completo y no sabía que hacer. Pensó que esos si que serían sus últimos momentos de vida cuando, de repente, vio a Kasovitz levantado, con una piedra en la mano. Smith se dio cuenta, por la cara de DeClerck que, algo o alguien, estaba detrás de él y, al volverse, se encontró con un golpe, recibido por Kasovitz, que le reventó la boca de una pedrada en toda regla. Smith cayó al suelo. Kasovitz puso la rodilla en su pecho y continuó golpeándole la cara hasta desfigurarlo por completo, mientras emitía gritos sin parar. Cuando paró, cayó hacia atrás, cubierto de sangre. Eran las últimas fuerzas del muerto. Por fin, DeClerck recuperó la movilidad y fue hacia Kasovitz. Se sentó junto a él y lo abrazó, empapándose con su sangre y la de Smith por toda la bata y parte de la cara. Aquel hombre iba a morir por él y no sabía como reaccionar. - ¡Lo siento, Víctor! ¡Ha sido culpa mía! – dijo, con tono arrepentido. - No pasa nada. Lo importante era que lo consiguiéramos – dijo Kasovitz, con voz moribunda y cada vez más apagada. - ¡Saldremos de esta los dos juntos! – repetía DeClerck una y otra vez entre gimoteos. - Para mí es el final, amigo. Gracias por ayudarme a salir de allí. 238

Kasovitz cerró los ojos definitivamente, muriendo en los brazos de DeClerck. Después de unos minutos, pensó que sería mejor enterrarlo o dejarlo escondido, pero sabía que le perseguían y, si no se movía deprisa, le alcanzarían. Sólo se le ocurrió cubrirlo con la bata, cubierta de sangre, que llevaba puesta.

DeClerck corrió, corrió y corrió, despavorido, hasta que se percató que nadie le perseguía. Se sentó cinco minutos para recuperar el aliento y continuó corriendo sin pensar donde iba, sin brújula ni nada que le indicara el camino exacto. Sólo quería huir de allí. Pasaron uno o dos días hasta que su cuerpo dijo basta y se tumbó en el suelo, junto a un abeto. Un profundo sueño le acogió durante otro par de días. Al despertar, su única opción era la de continuar, pero ya no podía correr. No tenía fuerzas, ni siquiera para respirar. Sólo podía andar a trompicones hasta que………….

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LXXXVII FEBRERO DE 1991. FINAL DE LA DECLARACION DE FRANCIS DECLERCK. 09.30 DE LA MAÑANA Sólo andaba a trompicones hasta que…………, su agente me encontró en los bosques cercanos a este pueblo y me trajo ante usted. He dicho la verdad. No creí que pudiera decir esto pero que usted la crea o no, ya me da exactamente igual. Sólo quería contar la realidad de aquello para que intenten evitar que siga ocurriendo. Lo que me pase a mí a partir de ahora, tendrá un solo culpable. Yo mismo.”

El sonido del teléfono coincidió con el fin de la declaración de DeClerck. Frost dejó que sonara varias veces antes de cogerlo, seguramente por que seguía analizando, de nuevo, todo aquello en su mente. Por fin, contestó. - Si, Emily. Sí, he pasado la noche en el despacho. Por favor, necesito que se ponga en contacto con la policía federal. Tenemos un caso de homicidio y necesito saber que hacemos con el sospechoso. Póngame con ellos cuando pueda. Gracias. Frost se levantó para abrir las ventanas y airear un poco aquella habitación. Al sentarse, entrecruzó los dedos de las manos mientras mantenía su mirada puesta en DeClerck. Un incómodo silencio se adueñó del despacho. Se podía escuchar el sonido de una mosca al vuelo en ese momento. Ambos hombres seguían sin pronunciar palabra, sólo con sus ojos clavados el uno en el otro. De nuevo, el sonido del teléfono rompió aquella monotonía. Frost se limitó a afirmar con el monosílabo correspondiente varias veces, hasta que colgó. - Van a llevarle a la prisión de Fargo, de manera preventiva. – dijo - ¿Hasta cuando? – preguntó DeClerck. - Hasta que yo envíe el informe definitivo para saber si es juzgado o no de homicidio. En principio, sólo se le podría juzgar por la muerte de Kasovitz, una vez lleguen los informes del análisis de sangre y podamos dar con el cuerpo. Permanecerá usted, en prisión, hasta entonces. A DeClerck no le sorprendió en absoluto la noticia. Sabía que era el principal sospechoso pero, el hecho de haber contado la historia, le podía dar una posibilidad de sobrevivir. Al momento, el ayudante de Frost, Iggleton, llamó al despacho y entró. 240

- Vengo a llevarme al sospechoso a la celda hasta que vengan los federales, señor. Frost no dejaba de mirar a DeClerck, incluso cuando asintió ante Iggleton para que procediera. Este le quitó las esposas a DeClerck, manteniéndole las manos a la espalda para volver a ponérselas, una vez se hubiera levantado de la silla. Aquella larga noche había establecido una química entre Frost y DeClerck que parecía no dar por finalizado aquel terrible suceso. No era sólo el hecho de creer o no creer. Era algo más que aún ambos no sabían. Cuando el ayudante salió por la puerta con DeClerck, Frost se dirigió a él, por última vez, en aquel despacho. - No le abandonaré, Francis. Se lo prometo. Aún nos queda algo por hacer – dijo con autoridad y convencimiento.

DeClerck sonrió. La única esperanza que tenía de salvación aún no estaba perdida.

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LXXXVIII Había transcurrido una semana, aproximadamente, desde que Francis DeClerck abandonara la comisaría de Pedleton Place, rumbo a la cárcel de Fargo, en el Condado de Cass. Gracias al informe previo, aportado por el jefe Frost, DeClerck entró directamente al hospital de la prisión, permaneciendo alejado de algunos presos comunes que podían comérselo vivo. Durante los tres primeros días, durmió de manera profunda. El cansancio acumulado de todo su periplo anterior se tradujo en ello. La experiencia en Jarreto, la huida con Kasovitz, la declaración con Frost, le habían dejado completamente exhausto. Los días posteriores, ya más recuperado, no podía quitarse de la cabeza que sucedería con él a partir de ese momento. ¿Apoyaría Frost su historia? ¿Le ayudaría en ese empeño o, por el contrario, le dejaría a su suerte y a lo que decidiera un juez? DeClerck no tardaría mucho en comprobarlo. Al octavo día de estancia en la cárcel, DeClerck recibió la visita del director de la prisión, un individuo cincuentón, calvo como un huevo de grulla y con cara de pocos amigos, que recelaba mucho de la historia que le habían contado y no simpatizaba, en absoluto, con la persona de DeClerck. Este percibió la llegada del director con algo de duda, sin saber cual sería su destino final. Tumbado en la cama del hospital, quedó expectante ante la posible sentencia que pudiera escuchar. - Buenos días, Sr. DeClerck. Veo que ha descansado bastante – comentó el alcalde sin torcer el gesto. - Todo lo que uno puede descansar en una prisión, alcaide. - Al parecer tiene usted muy buenos en el exterior – dijo, ciertamente indignado. A DeClerck le chocó el tono usado por el alcaide. No se imaginaba a que se podía referir cuando le hablaba de amigos. La realidad es que no tenía ningún amigo que pudiera echarle de menos después de tanto tiempo. - Vístase – dijo el alcaide de manera borde – Se marcha usted de aquí esta tarde. - ¿Cómo es eso? – preguntó DeClerck, casi saltando literalmente de la cama. - El jefe Frost de Pedleton Place ha llamado. Al parecer, ha conseguido una orden judicial para sacarle a usted de aquí bajo la premisa de investigación abierta. Los federales le han dado un plazo para continuar con la investigación, mientras ellos se hacen cargo. Esta tarde vendrá por usted.

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Una ráfaga de aire fresco alentó por completo a DeClerck al recibir aquella noticia. ¡Frost iba a sacarle de allí! DeClerck tenía la certeza que, aquel hombre, tras su aspecto duro y desconfiado, había creído en él y le iba a dar la oportunidad de demostrar que toda su historia era cierta. Inmediatamente, los celadores le entregaron la ropa que llevaba puesta cuando llegó y comenzó a vestirse.

Al terminar, DeClerck se limitó a quedarse sentado en la cama y esperar la llegada de su benefactor.

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LXXXIX Las horas de espera se le hicieron eternas a DeClerck, hasta que un celador le pidió que le acompañara. Salieron del pequeño hospital y atravesaron un pasillo, bastante estrecho, que daba salida a otra sala, con dos guardias más y varios monitores de vigilancia. Al dejar atrás esta estancia, sólo quedaba cruzar el pasillo central donde se veían las celdas de los presos. Algunos de ellos se quedaron mirando a DeClerck, incluso uno de ellos le sacó la lengua, relamiendo, con ella, sus labios. DeClerck nunca había deseado, después de Jarreto, abandonar con tanta ansia aquel sitio. Llegaron a otra puerta y, tras firmar unos documentos de salida, el guardia le mostró el último pasillo a atravesar para llegar a la puerta de salida al exterior. Al atravesarla, el sol le cegaba los ojos pero no lo suficiente como para no ver la imagen de un hombre que le esperaba atentamente, con una gabardina en mano. Era el jefe de policía Frost. DeClerck caminó, aumentando el paso a la vez que su nivel de ilusión. Si sentía admiración por alguien en aquellos momentos, era por Frost. Al encontrarse frente a él, sólo pudo esbozar una enorme sonrisa. El jefe, muy en su línea, respondió con otra menos efusiva. - ¿Qué tal, Francis? ¿Le han tratado bien? - No me puedo quejar. Me han dejado en paz y con eso creo que es suficiente. Y creo que todo, gracias a su informe. - Sabía que usted no soportaría ese ambiente. Por eso hice lo imposible para que le ingresaran en el hospital de la prisión. Además – dijo, poniendo sobre la mano sobre el hombro de DeClerck - le dije que volvería por usted. - Lo sé. Se lo agradezco – dijo DeClerck con voz tenue. - Salgamos de aquí – dijo Frost, echando una mirada seria a la prisión. Mientras se dirigían al vehículo de Frost, DeClerck se detuvo para respirar el aire que allí había. Le parecía un milagro que, sólo una semana después, volviera a tener la sensación del aire en su rostro. El momento fue ligeramente alterado por las palabras de Frost. - Vamos, Francis. Tenemos mucho que hacer. Al principio, DeClerck no entendió muy bien lo que quiso decir el jefe, aunque, conforme se llegaban a su coche, comprendió que no salía de la prisión por gusto. Frost lo tenía todo planificado, sin lugar a dudas. Ambos se montaron en el ford color azul que estaba allí aparcado. Tras cerrar la puerta del conductor, Frost puso las manos sobre el volante con un aire muy pensativo. Al momento, giró su cabeza hacia DeClerck. 244

- Vamos a encontrarlo, Francis. Usted y yo – decía continuamente. DeClerck estaba en ascuas por saber a que se refería exactamente, aunque intuía algo. - ¿A que se refiere, comisario? – preguntó, barruntando la respuesta. Frost se movió hacia él con aire intrigante. - Vamos a buscar el camino a esclarecer la verdad.

Jarreto. Tenemos que intentarlo para

DeClerck sólo pudo tragar saliva repetidas veces, a la vez que su respiración se alteraba por momentos. Al escuchar aquellas palabras, su reacción fue dar con su espalda sobre la puerta del copiloto con aire compungido y cerrar los ojos. No sabía que decir ante aquello. - Sé que la idea le aterra, Francis. Pero si queremos terminar con esto, hay que volver allí. Si quiere tener una oportunidad de salvar su vida y no acabar aquí el resto de sus días, tenemos que hacerlo – dijo Frost, señalando con el dedo gordo la visión de la prisión tras de si. DeClerck comenzó a razonar. Sabía que lo que decía Frost era lógico y a la vez obligatorio. - No se si podré – decía resignado. - Tiene que poder. No tiene más remedio. Tenemos que hacerlo. Lo haremos los dos. O si no, puede que estos muros de Fargo, o los de cualquier otro lugar, como este o peor, sean su tumba. La seguridad de Frost acabó por convencer a DeClerck, que tomó cierto aire de valentía ante lo que se les presentaba a ambos. - De acuerdo, Frost. Acabemos con esto de una vez. El jefe esbozó una amplia sonrisa sin dejar de mirar a DeClerck. Este intuyó que aún quedaba algo por decir. - Otra cosa – muy sonriente – Aunque le haya mostrado mi confianza en usted, si intenta escapar, ¡me lo cargo! ¿Ha quedado claro? – dijo, con mirada inquisitiva. DeClerck sólo se atrevió a asentir, esgrimiendo una media sonrisa muy miedosa. Seguidamente, Frost arrancó el motor del vehículo para salir de aquel sitio y comenzar su trayecto hacia Jarreto.

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XC El viaje desde Fargo no iba a ser un camino de rosas. Según planteó Frost, tendrían que atravesar varias poblaciones antes de llegar a su destino final. En ese momento, el jefe no entró en más detalles pero si advirtió a DeClerck que algo más de cuatrocientos kilómetros se plantaban ante ellos, de los cuales, ya habían recorrido unos ciento veinte. Sólo era cuestión de valor y paciencia. Tras dejar atrás Fargo y Crookston, se detuvieron en un pequeño bar de carretera, camino de Grand Forks, la siguiente población por la que tenían que pasar. Frost aparcó su ford, justo delante del bar, y ambos se dispusieron a comer algo antes de continuar. Al entrar y echar un rápido vistazo, se dirigieron al lado derecho para sentarse al fondo, donde encontraron una mesa libre. El local sólo estaba regentado por un cocinero, al que sólo se le oía una voz desagradable y ronca desde el fondo de la barra, y una camarera que, por su reducido y escueto tamaño, tendría que pasarle las notas al cocinero mediante aviones de papel, lanzados desde detrás de la barra. Al pasar a pedirles nota, escondida tras unas gafas de cristal de culo de botella, bastante cantosas, ambos pidieron café y sándwiches de carne. DeClerck estaba absolutamente hambriento, por lo que incluyó, en su menú, un gigante plato de patatas fritas. Mientras terminaba de pedir, Frost pasó a explicar a DeClerck el resto del recorrido. - Bien, estamos camino de Grand Forks. Tenemos que dejar atrás Grafton, más tarde Winnipeg, y seguiremos pasando pequeños pueblos, hasta llegar a Riverton para, finalmente, acabar en Pedleton Place. Y desde allí, nos adentraremos en las montañas. DeClerck se quedó pensativo. La verdad es que él no pudo advertir el camino exacto cuando Naisinger y su ayudante le llevaron a Jarreto, como tampoco recordaba, con mucha exactitud, el que recorrió con Kasovitz. El hecho de no poder ayudar a Frost, reconociendo la ruta a Jarreto, le restaba puntos de cara a demostrar su inocencia. - Si pudiera recordar, con más exactitud, los detalles de la huida – dijo con rabia DeClerck. - Bueno, es lógico es pensar que no pudiera advertir el camino – contestó Frost. – Usted estaba escapando de aquello y no tuvo de pararse a hacer un mapa turístico. Pero quizás, una vez allí, pueda ver algo que nos ayude. - ¿Cree que podremos encontrarlo? - No va a ser fácil. Empezaremos por la zona donde usted fue encontrado y por algunos detalles que he podido reciclar de su declaración. Será un largo paseo por el bosque, hasta llegar al lugar por donde le hicieron entrar y por el 246

que usted, supuestamente, escapó, y esperar que no nos equivoquemos y vayamos a parar a alguna cueva perdida. Esas montañas son muy traicioneras y hay que andarse con ojo. La camarera volvió con el almuerzo y, tras dejarlo en la mesa, DeClerck tomó su sándwich de carne con gran satisfacción e ímpetu, pero sin comerlo. Se quedó mirándolo un instante, como si le viniera a la mente algún recuerdo relacionado. Frost reparó en la extraña expresión de DeClerck. - ¿No le gusta el bocadillo, Francis? – dijo, mientras daba un sorbo al café. - No es eso. Me pregunto que encontraremos allí, una vez que lleguemos. - Eso suponiendo que lleguemos. Pero si es así, lo único que podremos hallar es la verdad, Francis. Sólo la verdad. Además, usted ha estado allí. No debería sorprenderle lo que encontremos. No debe haber cambiado mucho de hace unos días hasta ahora. La exactitud de Frost, a la hora de hablar, daba más seguridad a DeClerck sobre como afrontar aquel reto. Sus fantasmas podían volver a aparecer y era algo que no le hacía mucha gracia. Frost, viendo la preocupación en su rostro, lo tranquilizó. - No piense en eso ahora. Tenemos mucho camino por delante. Tras mirar por la ventana que tenían justo al lado, Frost volvió a hablar. - Se nos echa la noche encima. Voy a preguntar si hay algún motel de carretera y haremos noche allí. Disculpe un momento – dijo Frost, levantándose para dirigirse a la barra. DeClerck aprovechó un momento de soledad para rememorar en su mente la imagen de Clara. No podía evitar su recuerdo y, sobre todo, haberla abandonado en aquel lugar, aún estando muerta. Viendo que Frost volvía, se pasó la mano por la cara, para borrar cualquier lágrima tras su nostálgico recuerdo. - Estamos de suerte – exclamó el comisario, sentándose de nuevo – Me han dicho que hay un motel a unos veinte kilómetros de aquí. Pararemos allí y continuaremos a primera hora de la mañana. - Bien – dijo, de manera melancólica, DeClerck. El resto de la cena se vio protagonizada por un silencia sepulcral de ambos. Aquello no era ninguna. No era una excursión de boy scout ni un encuentro de fin de semana de antiguos compañeros de facultad. Aquellos dos hombres iban en busca de una verdad que podría resultar violenta de descubrir. Una vez finalizaron, Frost pagó la cuenta y salieron del bar para seguir su camino.

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XCI Quince minutos después de reanudar viaje, se toparon con un viejo motel, en el lado derecho de la carretera. Apenas se podía ver el cartel luminoso que anunciaba si tenía habitaciones libres o no, debido a que algún fluorescente estaría fundido y a ninguno de los de allí le habría dado la gana de cambiarlo. Tras aparcar en un pequeño llano, Frost entró en la recepción mientras DeClerck se quedó apoyado en el exterior del coche, sobre la puerta del copiloto. Frost volvió a los 5 minutos con una llave en su mano. - Habitación 12. Me han dicho que tiene dos camas. Espero que así sea – dijo Frost, esbozando una leve sonrisa. Se dirigieron a la habitación, caminando por un suelo de madera con pinta de no haber sido barnizado en mucho tiempo y que se situaba delante de todas las habitaciones. Frost entró en primer lugar, pasando DeClerck justo detrás de él. La habitación no era nada del otro mundo. Típica de un motel barato de carretera. Dos camas nada más entrar, con un aparato de televisión con dos enorme antenas, como si de un venado se tratara. Al fondo. se veía una pequeña puerta que daba acceso a un aseo. Frost soltó la llave encima del mueblecito que sostenía la televisión para dejarse caer, posteriormente, sobre la cama, como un soldado recién llegado de la batalla y que recibe el merecido descanso. DeClerck le acompañó. haciendo el mismo ademán en la suya, pero de manera más pausada. - Bueno, Francis. Creo que deberíamos dormir. Mañana nos espera un día bastante duro. - Creo que sí. Conviene descansar. Ni siquiera se molestaron en quitarse la ropa. Directamente, tumbados en las estrechas pero mullidas camas, ambos suspiraron, a la espera del duro camino que aún les faltaba.

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XCII El reloj de DeClerck marcaba las doce de la noche cuando se dio cuenta que no podía dejar de mirar el techo de la habitación, sin que los ojos se le cerraran. Le era muy difícil poder dormir, a pesar del cansancio. Dando vueltas, una y otra vez, hacia la derecha, hacia la izquierda, observó que Frost tampoco dormía. Seguramente, el hecho de pensar en lo que encontrarían si daban con Jarreto, no les permitía pegar ojo. - Frost, ¿no puede dormir? – preguntó DeClerck - La verdad es que no. De todas formas, ya le dije que era ave nocturna – contestó Frost. - Es cierto. Si no, como pudo aguantar aquella noche de hace una semana. Es increíble su resistencia. - Bueno, no es cosa de un día. Durante años, me fue imposible conciliar el sueño por la noche. Estoy bastante bien entrenado. DeClerck detectó cierto aire de confesión en las palabras de Frost, por lo que intentó iniciar una conversación algo más profunda. - ¿Fue por algo relacionado con su mujer? No me ha hablado de ella en ningún momento. ¿Quiere hacerlo ahora? – preguntó DeClerck tímidamente. Frost se incorporó, apoyando la espalda sobre las almohadas, que había colocado detrás y, tras un pequeño lapso, comenzó a hablar. - La verdad es que no he hablado con nadie de esto, Francis. Hace tanto tiempo que no quiero ni acordarme. Pero es inevitable. Su recuerdo en mi memoria. No se borra tan fácilmente. - Por lo que me comentó, su mujer murió. - Teníamos una niña que murió en un accidente. De esto hace unos cuatro años, más o menos. Fue muy duro. Intentamos tener otro hijo pero fue imposible. Ella ya no estaba, su mente ya no estaba. Cada día que transcurría era una pesadilla total. Yo no podía dormir por las noches, vigilándola para que no cometiera ninguna estupidez. Fueron meses muy duros. - ¿Qué paso después? – preguntó DeClerck, intrigado. - Tras un año, se fue. Se marchó una mañana mientras yo estaba trabajando. A las dos semanas, encontraron su cadáver en un bosque, a unos treinta kilómetros del lugar donde residíamos. Se había suicidado, acompañando una botella de whisky con matarratas.

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DeClerck no daba crédito a lo que escuchaba. Se daba cuenta que aquel hombre tenía en su interior un sufrimiento aún peor que el que él había padecido. - ¿Por qué lo cuenta ahora, Frost? Después de todo ese tiempo en silencio preguntó DeClerck – Y precisamente, a mí. Tras una breve pausa, Frost contestó con una corta sonrisa en su rostro. - A veces, hay momentos en los que uno no tiene más remedio que soltar la mierda, o se ahoga en ella. Yo llevo mucho tiempo tragando, y tragando, y tragando. Y, aunque usted y yo, nos conozcamos, no sólo de hace pocos días, sino por unos motivos realmente duros, ciertas relaciones hacen más fácil pasar por determinado tipo de trances. - Nunca viene mal desahogarse, Frost. La vida es así. Todos tenemos nuestro punto flaco. - La verdad es que…… es que la echo mucho de menos. Frost comenzó a llorar desconsoladamente, colocando sus manos en el rostro y empapándolas de lágrimas al mismo tiempo. DeClerck, al verlo, se incorporó y colocó su mano sobre el brazo del jefe, a modo de consuelo. Al percibir la mano de DeClerck, Frost la agarró con mucha más fuerza, aumentando sus lloros y lamentos. - ¿Por qué, Francis? – sollozando de manera excelsa - ¿Por qué? - Lo siento. De verdad que lo siento – repetía, una y otra vez, DeClerck. Frost se separó de DeClerck e hizo un ademán con la cabeza, negando continuamente, mientras secaba sus lágrimas con los puños de la camisa. - Es tarde, Francis. Debemos descansar. A las seis de la mañana debemos levantarnos para seguir rumbo a Pedleton Place. - Lo que usted diga, jefe. Lo que usted diga. Sólo quiero que sepa que, a pesar de todo este maremagnum, puede contar conmigo para lo que necesite.

Frost se volvió hacia DeClerck, lo miró unos segundos y, tras reír de manera algo airada, se limitó a darle las buenas noches, hundiendo su cabeza entre las almohadas. DeClerck hizo lo propio, intentando encontrar el sueño perdido.

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XCIII DeClerck se agitaba sobre la cama como un resorte. Con los ojos cerrados, su cabeza se balanceaba a izquierda y derecha, a la vez que emitía pequeños quejidos, reflejándose, en su cara, gestos de sufrimiento. Frost, mientras tanto, roncaba a pierna suelta, sin que nada ni nadie le turbara el sueño. DeClerck, como por inercia, abrió los ojos, manteniendo los quejidos, pero con la vista pegada en el techo. Se incorporó, dándose cuenta que estaba empapado en sudor. Viendo que Frost no atendía absolutamente a ningún ruido ni movimiento, se levantó y salió de la habitación para tomar un poco el aire fresco de la noche. Un aire que, en aquella zona, era tremendamente frío, casi polar, pero DeClerck notó que, a pesar del vaho que desprendía por su boca, no le inquietaba en demasía la temperatura. Bajó, por los dos pequeños escalones que daban acceso a la calle, y quiso dirigirse a la carretera. Pero no la encontraba. Estaba aturdido, pero no tanto como para no poder ver el asfalto. Intentando agudizar su vista, abriendo más los ojos, sólo encontró, frente a él oscuridad, profunda oscuridad, como si estuviera metido en una profunda cueva. Continuó caminando hasta que una pequeña luz llamó su atención. Siguió andando, advirtiendo que la luz se hacía, cada vez más grande, a su paso. Al comprobar esto, aceleró la zancada, queriendo averiguar, con prontitud, de donde provenía aquel destello. Prácticamente corriendo, y tras recorrer unos metros, se detuvo en seco, al ver una sombra, sentada frente a una gran fogata. Sus pasos se volvieron más prudentes, con ánimo de comprobar de que se trataba pero sin arriesgar lo más mínimo su integridad física. Se acercaba cada vez más pero sólo podía distinguir la misma sombra, aumentando el fuego que tenía frente a sí. DeClerck estaba ya encima y se detuvo. La sombra no se volvió. No percibió la presencia de DeClerck, que alargó la mano con prudencia, intentando averiguar que persona se escondía tras aquello. Poco a poco, su extensión fue llegando a la misteriosa sombra. Por fin, posó la mano en un hombro y esperó. La espera no fue muy duradera. Sólo un instante después de tocarla, aquella sombra se dio la vuelta, encontrándose con él mismo. DeClerck sólo pudo horrorizarse, al verse reflejado, pero sin espejos de por medio. Cayó al suelo, sin dejar de mirar lo que el consideraba un espectro con su rostro. La sombra se acercó a DeClerck, con mucha parsimonia. Una vez cara con cara, unas palabras salieron de sus labios como provenientes de las profundidades del infierno. ¡YA NO QUEDA NADA, AMIGO MIO! ¡YA NO QUEDA NADA! Las palabras fueron repetidas, en más de una ocasión, hasta que, por arte de magia, la sombra se desvaneció. DeClerck respiraba con dificultad. Notaba 251

su pulso acelerado. No entendía que había sucedido, como tampoco se fiaba que no volviera a aparecer. Desesperado, sólo pudo exclamar un grito ensordecedor que hizo resonar un eco continuo y machacante. Al comprobar que se encontraba algo más sereno, se fue incorporando poco a poco, sin prestarle mucha atención al fuego que tenía delante, hasta que decidió acercarse a él. A medida que se aproximaba, su cara se tornaba en gestos más y más horrorizados, cuando vio que lo que allí ardía eran cuerpos humanos. Pero no eran cuerpos de personas desconocidas. Pudo reconocer, a los pies de las llamas, los rostros de Amendola, de Charles, de su amada Clara, del pequeño Alex. DeClerck comenzó a gritar de nuevo con ansiedad manifiesta, como los corderos lechales cuando son sacrificados. Se llevó las manos a los ojos pero notó que las tenía empapadas. Al comprobar aquel sudor, pudo ver que no era tal. Sus manos estaban llenas de sangre. Al registrar su cuerpo, vio que estaba desnudo y cubierto de esa misma sangre. Nuevos gritos de horror exclamaban de DeClerck al comprobar aquel estado, hasta que una mano salió del fuego y lo intentó arrastrar hasta el interior del mismo. DeClerck, tirado en el suelo, lo arañaba con sus dedos, intentado agarrarse a algo para no adentrarse en aquel infierno, mientras aquella fuerza demoníaca tiraba de él con más y más fuerza. Al no poder asirse a nada, sólo pudo volverse para contemplar como otras manos le agarraban para que no escapara. Lo único que pudo hacer fue cerrar los ojos mientras gritaba. Al abrirlos de nuevo, se encontró en la habitación del motel. No profirió esta vez ningún grito ni quejido. Sólo una pequeña exclamación de sorpresa al verse de nuevo en aquel lugar, a salvo de los que querían arrastrarle al interior de aquel fuego. Al tiempo que Frost seguía durmiendo como si nada, DeClerck comprendió que aquello podía ser una señal de cara a lo que podrían encontrarse.

Y que el hecho de encontrar Jarreto estaba más cerca de lo que imaginaban.

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XCIV Frost despertó sobre las cinco y media de la mañana. Al incorporarse, comprobó que DeClerck no estaba en su cama. Rápidamente, y con rostro temeroso, dio un salto y se apresuró a coger su arma. Comenzó a nombrar a DeClerck por toda la habitación, apuntando a un lado y otro. Su dilatada experiencia como policía le había enseñado a desconfiar de todo y de todos en esas situaciones. Un pequeño ruido en el baño le hizo dirigirse hacia allí lentamente. Mientras empuñaba su Smith de cuatro pulgadas en la mano derecha, usó la izquierda, como guía frente a él, para empujar la puerta del aseo. Sigilosamente se fue acercando. Al estar ya encima de la puerta, a punto de empujar para que se abriera, esta lo hizo por medio de DeClerck, que apareció con una toalla en mano, secándose la cara. Ambos se quedaron mirando con gran sorpresa. DeClerck no podía dejar de fijar sus ojos en la Smith. Frost, al comprobarlo, enfundó su pistola y sonrió a DeClerck, de manera algo incómoda, dándole los buenos días. Tras terminar de secarse la cara DeClerck, la cual mostraba aún la incredulidad del momento, ambos volvieron a la parte central de la habitación, pidiendo Frost a DeClerck que se vistiera. - Esto es el final, Francis. Estamos ya en el final – insistía una y otra vez Frost. DeClerck confirmaba con la cabeza las palabras de Frost. Sabía que no había vuelta atrás. Era el final. Y tenían que recorrerlo juntos. A las seis de la mañana, Frost y DeClerck salieron de la habitación del motel, dejando las llaves dentro, tal y como el recepcionista le pidió al jefe que hiciera por ser una hora algo intempestiva para él. Decidieron no parar a desayunar. Montaron directamente en el ford y pusieron rumbo a Pedleton Place para continuar su viaje. El silencio reinaba en el vehículo. El comienzo del fin de aquella especie de aventura, era algo que los dos palpaban en el aire y la tensión se hacía cada vez más intensa, a medida que pasaban los kilómetros, el tiempo y las poblaciones que se iban quedando atrás. Grand Forks, Grafton, Winnipeg. Aquellas localidades de Dakota del Norte vieron pasar aquel ford, a gran velocidad, con el objetivo de descubrir la verdad. Riverton fue la última población que dejaron a su paso antes de aparecer, de nuevo, en Pedleton Place. Antes de entrar al pueblo, Frost le pidió a DeClerck que se tumbara en el asiento trasero y se cubriera con una vieja manta que allí tenía. Tenían que pasar por la calle principal del pueblo y el jefe no quería que nadie le viera con el detenido, sobre todo, 253

para que nadie le parara y le hiciera preguntas que no tenía ganas de responder. DeClerck obedeció, echándose la manta encima. Frost comenzó a atravesar el pueblo, mientras observaba a los peatones. Algunos reconocían el coche y le saludaban. El jefe, con mucha naturalidad, devolvía el saludo. Otros, ni siquiera se daban cuenta. Una vez salieron del pueblo, se encontraron con el puente de Monty Bates, dejándolo atrás, y se introdujeron en la carretera de acceso a los bosques. DeClerck ya se había incorporado, de nuevo, al asiento del copiloto y observaba, con mucha atención, todo aquello. Frost necesitaba que reconociera algo, por insignificante que fuera, para poder iniciar un camino que les permitiera encontrar Jarreto. Le insistía a DeClerck, a cada momento, que mirara bien, que no perdiera detalle. DeClerck no dejaba de mover la cabeza a izquierda y derecha. Y pronto empezó a reconocer algo del lugar. - En esta zona fue donde me encontró su hombre, Frost – confirmó, señalando con el dedo. - ¿Nos detenemos aquí? – preguntó Frost, sin desviar la vista de la carretera. - No, de momento no. Caminé bastante hasta llegar. Sigamos Ante las palabras de DeClerck, Frost aceleró algo más. Si aún era mucha la distancia que tenían que recorrer, cuanto antes mejor. Los kilómetros pasaban y la carretera seguía frente a ellos, casi infinita. DeClerck continuaba sin detectar nada que le llamara la atención para descubrir el camino. Cuando habían conducido algo más de cuarenta kilómetros, algo llamó la atención de DeClerck. Le pareció ver a alguien en el lado derecho de la carretera, junto a un árbol. Sólo pudo visualizarlo unos segundos pero cuando recreo de nuevo la imagen en su cabeza lo reconoció. El pequeño Alex estaba allí. O, al menos, de alguna manera, su figura trataba de llamar su atención. - ¡Pare, Frost! ¡Pare! – gritó repetidamente DeClerck. Ante la sorpresa, Frost pisó el freno, como si la vida le fuera en ello, saliéndose el coche de la carretera hacia la derecha, perdiendo el control del vehículo. Los frenos ya no le respondían y sólo podía girar el volante sin cesar, hasta que, un frondoso y robusto árbol, hizo frenar en seco el ford, con una fuerte sacudida frontal. Por suerte para ambos, los airbag del coche eran dobles y se activaron a la vez, evitando una desgracia mayor. Los quejidos eran continuos, debido al impacto y aún a pesar de los airbags. DeClerck se apeó en primer lugar, algo desorientado, pero pronto pudo ponerse erguido. Miró y miró sin cesar, intentando situarse. Al darse cuenta que Frost no salía, fue inmediatamente a comprobar que no le había ocurrido nada. Al abrir la puerta, se encontró con la pistola de Frost apuntándole justo a la cara. - No se mueva, Francis. No intente escapar – exclamó Frost, entre muecas de dolor. - Aún no confía en mí, Frost. Si hubiera querido escapar, ¿no cree que lo habría hecho ya? Baje el arma y déjeme ayudarle – dijo DeClerck con prudencia y algo harto.

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Frost se percató que llevaba razón, asintiendo con expresión de parecer idiota. Además, necesitaría su ayuda si quería salir de allí. Razonó por un momento y guardó su arma. Se daba cuenta que DeClerck estaba en lo cierto. Si hubiese querido huir, había tenido ocasión de hacerlo ya y no lo hizo. DeClerck lo cogió por la cintura y le ayudo a salir del vehículo. En ese momento, se encontraban perdidos, sólo rodeados por un inmenso bosque, guarnecido de inmensos y espesos árboles. Comenzaron a andar, en la dirección donde DeClerck creyó haber visto a Alex. - ¿Qué es lo que ha visto, Francis? – preguntó Frost, aún con algo de dolor. - ¡Creo haber visto a Alex! ¡Estoy seguro que era él! ¡Puede que aún este vivo! – gritaba DeClerck con entusiasmo.

Los dos apretaron el paso. A medida que caminaban, se fueron encontrando algo más recuperados de su accidente. DeClerck encabezaba la caminata, con ansias de llegar y verificar que lo que había visto era cierto. Pero ¿Cómo era posible? Había visto al niño en aquel depósito con el cuello cortado. Sin embargo, la mera opción de pensarlo le sirvió a DeClerck para envalentonarse. Era Alex. Y estaba convencido que seguía con vida. Aún había una posibilidad de salvarlo.

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XCV Siguieron caminando en la misma dirección durante varias horas, hacia las montañas, por en medio de la densa arboleda. La señal que DeClerck creyó ver, ya no estaba. Detuvo la marcha para poder otear y confirmar si, lo que anteriormente había visto, volvía a aparecer. Pero no había nada. - ¿Esta usted seguro que este es el camino? – preguntó Frost, apenas sin aliento. - Sí, lo estoy. Vi al niño, desde el coche, perderse por esta dirección – respondió DeClerck, mientras daba vueltas sobre mi mismo, mirando a izquierda y derecha. Continuaron, siempre en dirección al norte. DeClerck comenzó a desesperarse, buscando y buscando sin parar. Ya no veía la señal que les había llevado hasta allí y estaban muy cerca de haberse extraviado. De pronto, Frost se detuvo, dejando seguir a DeClerck. - ¡Francis! – gritó entre aquellos árboles - ¡Francis! ¡Mire! DeClerck retornó sobre sus pasos, hasta donde se encontraba el jefe. Este le señaló con el dedo un lugar en el bosque. DeClerck no conseguía ver nada, hasta que, por fin, alcanzó a alinear el dedo de Frost con un grupo de maleza amontonado de manera extraña. Se acercaron con precaución. Frost, pistola en mano, iba en la retaguardia mientras, DeClerck abría el camino con más decisión. Llegaron al lugar donde estaban las ramas que habían percibido a lo lejos. Parecían cortadas, como para obstaculizar un camino. Ambos se miraron y comenzaron a quitarlas. No dejaron de mirarse mientras despejaban aquel hueco del bosque, sonriéndose el uno al otro. Daba la impresión que no se acabaría nunca pero, cuando casi habían perdido la esperanza de encontrar algo, Frost se quedó con una de las ramas en la mano, mirando fijamente al suelo. - Mire esto, Francis. Aquí parece que hay una entrada de alcantarilla – dijo Frost. DeClerck sólo pudo esgrimir una sonrisa de absoluto éxtasis. Efectivamente, habían topado con una especie de compuerta de acero. Entre los dos, tiraron y tiraron de las pequeñas y ásperas asas que sobresalían. Una y otra vez lo intentaron hasta que, por fin, aquella tapadera hizo un amago de moverse. Un último esfuerzo, no sin quejidos, consiguió que se abriera, dejando entrever una entrada. Frost dejó a DeClerck asomarse en primer lugar, proporcionándole una pequeña linterna para ello. Al cogerla, DeClerck la mira 256

con nostalgia, recordando a Kasovitz, el hombre que posibilitó que pudiera escapara de Jarreto. - ¡Hay una escalera! ¡Claro! ¡Es la escalera por la que subimos Kasovitz y yo! – exclamó DeClerck. DeClerck pensó que el cuerpo de su amigo aún estaría por aquellos lares. - Tenemos que buscar el cuerpo de Kasovitz. Quizás esté en otra dirección, pero bajando a la carretera. Estoy seguro – exclamó DeClerck, con la mirada perdida. - Francis, tranquilícese. No podemos volver ahora. Nos ha costado mucho llegar hasta aquí y podemos correr el riesgo de perdernos. Luego nos preocuparemos de eso – dijo Frost, zarandeando levemente a DeClerck.

DeClerck comprendió, en seguida, que Frost tenía razón y se dispuso a bajar. La visión de aquellas escaleras le hacía recordar que estaba volviendo a Jarreto. Pero era el momento de acabar con todo aquello y sólo tendrían esa oportunidad.

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XCVI Empezó el descenso, con DeClerck a la cabeza, el cual se había colocado la linterna en el cinto, para poder iluminar mientras bajaban. El suelo no se veía por ningún sitio. DeClerck nunca había imaginado la profundidad de la que había salido días atrás. Un engañoso tramo de escalera hizo que DeClerck se escurriera y perdiera la linterna, pero la fortuna estaba de su lado en ese momento. Cayó justo en el suelo a unos metros de donde se encontraban, dándoles el límite de aquella bajada. Por fin, encontraban tierra firme, en unas galerías sin ninguna iluminación. DeClerck siguió señalando el recorrido con la linterna, intentando encontrar algo que le recordara el camino de vuelta a Jarreto. ¡Como echaba de menos el sentido de la orientación de Kasovitz! - ¡No sé por donde seguir! ¡Hay dos opciones, izquierda y derecha! – dijo DeClerck, entre lamentos. - Bien, veamos. No perdamos la calma – dijo Frost, mostrando rostro pensativo - Si giramos a la izquierda, subimos ¿no es así? – planteó el jefe. DeClerck lo vio claro. Había que seguir hacia las montañas y el camino era el de la izquierda. La derecha bajaba y les conduciría a la carretera de nuevo. Con ánimos renovados, DeClerck asintió y comenzaron a correr por la galería de la izquierda. Pasados unos minutos, encontraron una bifurcación. DeClerck rememoró aquello en su mente. - Era por aquí. Aquí llegamos y giramos a la izquierda, por lo que ahora debemos ir a la derecha. - Píenselo bien, Francis. O no saldremos de aquí nunca – comentó Frost. - Estoy seguro. Sigamos – respondió, con convicción, DeClerck. Los metros se convirtieron en kilómetros, ante aquel túnel que no terminaba nunca. El paso ligero que había imperado todo el tiempo, se convirtió en pasos cada vez más lentos y espaciados, que daban a entender la evidente confusión de ambos. Con más ganas de tirar la toalla que otra cosa, se detuvieron un momento, apoyándose en las paredes, para descansar y tomar aires renovados. DeClerck estaba tan hastiado de todo aquello que lanzó, al negro fondo que tenían delante, la linterna encendida, en una señal clara de agotamiento. Pero, de nuevo, la diosa fortuna, se les aparecía. Frost miró el lugar donde había caído la linterna y apreció una silueta en forma de puerta iluminada por luz. DeClerck suspiró con alivio. Lo que parecía el final de la historia, volvía a ser la continuación. Nuevamente, aceleraron el paso, hasta dar con la puerta en cuestión. Frost tomó el pomo mientras miraba a DeClerck a la vez que, muy lentamente, lo giraba. Un ligero chirrido se escuchó de manera sensible. Frost sacó de nuevo su Smith de cuatro pulgadas 258

y pasó en primer lugar. DeClerck le siguió muy pegado a su espalda. Frente a ellos encontraron un pasillo sin iluminación. Avanzaron lentamente, mientras DeClerck recordaba lo que significaban aquellas paredes. Tras atravesar un par de pasillos, empezó a reconocer lo que encontraban a su paso. Pero no era el lugar por donde había escapado con Kasovitz. Era evidente que, había más de una entrada a aquel lugar. Lo que si estaba claro es que DeClerck había vuelto a la Zona Cero. Tras volver a echar un vistazo, DeClerck no tuvo más remedio que parar, ante la puerta de la sala donde estuvo a punto de perecer la fatídica noche de su fuga. Pidió a Frost que se detuviera para entrar. Abrió la puerta con calma y penetró en el interior, sintiendo un cierto escalofrío al ver de nuevo todo aquel montaje. Las camillas, los carros de instrumental, las enormes lámparas de techo, los monitores y la famosa nevera que custodiaba los órganos de algunas de las personas que habían perecido allí. Se detuvo en el centro de la sala para observarlo todo, con detenimiento, mientras Frost permanecía a su lado. - Aquí fue donde me retuvieron la noche de mi escapada. Tumbado en esa camilla – dijo DeClerck, señalándola – Estaban encima de mí a punto de asesinarme. Si no hubiera sido por Kasovitz, ahora no estaría aquí. – continuó melancólico. - ¿Esa es la nevera que usted comentó? – preguntó Frost. - Sí, así es. - Ábrala, por favor – le rogó el jefe. DeClerck lanzó una mirada de circunstancia a Frost, asumiendo que tenía que hacerlo. Se acercó con desagrado y, con su mano derecha, cogió la asidera de la portezuela de la nevera para abrirla. Al hacerlo, descubrió, con sorpresa, que estaba vacía. No había nada. - Se lo han llevado todo. ¡Han desaparecido parte de las pruebas que teníamos, jefe! – exclamó DeClerck. Mientras observaba la nevera vacía, caminó hacia atrás para no perderla de vista, hasta que encontró, presionando la parte posterior de su cabeza, el cañón del revólver de Frost. DeClerck se quedó frío, como una estatua de hielo. No sabía, ni por asomo, que pretendía Frost con aquella actitud. - Frost ¿Qué está haciendo? – preguntó algo ido. - Levante las manos – dijo Frost con voz profunda y seria. - No sé a que viene esto, Frost – dijo DeClerck mientras alzaba las manos al aire. - Ahora, de la vuelta muy lentamente, sin bajar las manos – repitió en el mismo tono. DeClerck hizo caso de las indicaciones de Frost con mayor obediencia que nunca. Cuando por fin dio la vuelta, se encontró al jefe frente a él, apuntándole a la cabeza con el rostro como oscurecido. DeClerck intentó convencerle de que depusiera su postura.

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- Vamos, Frost. Estamos en esto juntos. Usted sabe que soy inocente. – dijo mirando fijamente al jefe – Soy yo. Soy Francis DeClerck. - Usted no es Francis DeClerck, maldito hijo de puta. ¡Francis DeClerck está muerto! – exclamó Frost. - ¿De qué coño está hablando? ¡Eso es una locura! ¡No sabe lo que dice! – repitió DeClerck muerto de miedo. Frost rió ante la insinuación de DeClerck y, de manera impulsiva, le propinó un golpe en toda la cara, con la pistola que lo tumbó, en el suelo. DeClerck miraba con pavor a Frost, mientras tocaba su cara ensangrentada. Frost se puso en cuclillas, sin dejar de apuntarle con el arma.

- Creo que ha llegado el momento de hacer las presentaciones correctas, ¿No le parece, Francis?

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XCVII DeClerck se mantuvo inmóvil, sin reacción alguna ante aquellas palabras. Seguía sin saber a que se estaba refiriendo. Durante unos segundos, se planteó, seriamente, que el jefe estaba metido en aquel embrollo. Era la única conclusión aceptable que se le ocurría. - ¡No sé a que se refiere, Frost! Pero, se está equivocando totalmente. A no ser, claro está, que sea usted quien tenga que presentarse – dijo DeClerck, esperando una respuesta. Frost comenzó a reír, cada vez más y más fuerte, dando vueltas por aquella sala. Tras calmarse, mantuvo la sonrisa en su rostro, dirigiéndose, de nuevo, a DeClerck. Frost le cogió de la solapa de la chaqueta y lo levantó, empujándolo contra la pared para, seguidamente, sacudirle un puñetazo en pleno estómago. DeClerck volvió a caer al suelo, encogido totalmente por el dolor. Frost no le permitió ni respirar y volvió a levantarlo, sacudiéndole de nuevo en el estómago y, posteriormente, en la cara repetidas veces. DeClerck, de nuevo, cayó al frío suelo. Frost se agachó. Al hacerlo, DeClerck gritó, quejándose con angustia y poniendo las manos sobre su cara para que no volviera a pegarle. - ¡No, por favor! ¡Ya basta! – gritaba, a viva voz, DeClerck - ¡Por favor, déjelo ya y dígame que cojones está pasando aquí! Frost se incorporó y volvió a dar vueltas por la sala, sólo que, esta vez, sin risa incorporada. El jefe se volvió hacia DeClerck, dedicándole una mirada furtiva y absolutamente enojada. Tras morderse el labio inferior de su boca, en señal de rabia, volvió a por él, envuelto en furia pero controlada. DeClerck aceleró su respiración, a la vez que lo alternaba con gritos y más gritos. Aprovechando un momento de despiste, quiso salir de las garras de Frost, deslizándose por el suelo. Pero el jefe se dio cuenta al instante y no lo permitió. Frost lo incorporó de nuevo, contra la pared. -No, amigo mío. Esto sólo acaba de empezar. Vamos a dar una vuelta por el recinto, para que recuerdes viejos tiempos. Frost lo sacó de la estancia, casi arrastrado por el suelo. Ya fuera de la sala, giraron a la derecha, en dos ocasiones, para encontrar una puerta al final de ese pasillo. Al verla, DeClerck recordó que conducía a la biblioteca por donde él y Kasovitz habían perpetrado la fuga. Una vez atravesada, encontraron el túnel oscuro y alargado que conducía a la escalerilla que daba acceso al despacho de la biblioteca. Tras repetir todo el recorrido, esta vez con Frost de Cicerón, llegaron, finalmente, al despacho donde este último recordaba haber 261

descubierto las fichas de los miembros del pueblo. Al encontrarse en él, su sorpresa fue mayúscula al estar totalmente vacío. Todo lo que lo conformaba, había desaparecido. Ni fichero, ni mesa, ni siquiera algún pedante cuadro que estaba colgado en la pared. DeClerck salió delante de Frost mientras este le seguía apuntando a la cabeza con su arma, sujetándolo fuertemente de su brazo derecho. Los pasos de DeClerck se ralentizaron al descubrir aquel lugar vacío. Los estantes y el resto del mobiliario que hacían de aquello una biblioteca, simplemente, no estaban. Un gran espacio abierto se presentó ante él, dejándolo boquiabierto. Frost se dio cuenta de la reacción. - ¿Qué le sucede, doctor? ¿No recuerda nada de esto? – preguntó Frost, apretándole el brazo con más y más fuerza. DeClerck no se atrevía a contestar o, simplemente, no podía. Estaba paralizado al ver todo aquello. Nada de lo que había contado sobre, por ejemplo, ese lugar concreto, era correcto, lo cual le transmitía, cada vez con más graduación, una sensación de derrota. Una vez examinada toda la biblioteca, encontraron la puerta de salida que daba a la calle, en la que Frost se detuvo. - Bien. Si quiere, puede usted hacer los honores. – dijo, empujando a DeClerck para que abriera la puerta. DeClerck, tras pensarlo unos segundos, se decidió a abrirla, encontrando la visión de la calle frente a él. Al momento, unas palabras del jefe, en voz baja y a su oído, le dejaron casi sin respiración.

¡Bienvenido, de nuevo, a casa, doctor Jarreto!

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XCVIII FEBRERO DE 1991. FROST & JARRETO. 12.45 DE LA MAÑANA. Ante la actitud impasible de DeClerck, que no se atrevía o no podía dar un paso, Frost comprendió que hacía falta algo más de contundencia en sus palabras. - ¡Salga a la jodida calle, maldito cabrón! – dijo Frost, presionando, aún con más fuerza, el cañón de la Smith contra la cabeza de DeClerck. La peligrosa insistencia de Frost le obligó a salir o, probablemente, lo último que pasaría por su mente sería una bala de aquella pistola. Con sólo un paso al frente, DeClerck notó una ligera y fría brisa. Sus labios comenzaron a temblar levemente y sus dientes emitieron un castañeo más acorde con el frío polar que otra cosa. Miró al cielo, buscando el techo acristalado que durante meses había estado contemplando. Ya no estaba allí. Había sido destruido, lo cual fue confirmado por los fragmentos de cristal esparcidos, de manera dispersa, por todo el suelo de la avenida principal. En ese momento, DeClerck tuvo la absoluta certeza de que allí no había nadie. Sólo él y Frost. Mientras andaba lentamente, con el jefe a su espalda, se preguntaba donde estaba todo el mundo. Donde se había metido la gente que, poco más de un par de semanas antes, poblaba aquel lugar. Frost le soltó el brazo y lo empujó hacia delante, sin dejar de apuntarle, pidiéndole que se diera la vuelta. - Aquí está su obra, doctor. Millones gastados en este lugar. Debe sentirse muy orgulloso de todo esto, doctor Jarreto – dijo Frost, sin dejar de apuntarle. En ese momento, DeClerck sacó parte de su ira interior para defenderse de aquellas acusaciones. - ¡Deje de llamarme Jarreto! ¡Ese es el nombre de este lugar! ¡Yo soy Francis DeClerck! ¡Francis DeClerck! ¿Dónde esta todo el mundo? ¡No lo entiendo! – gritó, con todas sus ganas. De nuevo, Frost le estampó un derechazo que hizo saltar la sangre de la cara de DeClerck hasta el suelo, cayendo este tras ella. Sin dejarle levantar, el jefe comenzó a sacudirle patadas en el estómago, que lo dejaron prácticamente sin sentido durante varios segundos. DeClerck sólo podía retorcerse de dolor.

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- Usted, mi querido Francis, es, en realidad, el Dr. Michael Jarreto, doctor en psiquiatría, cuya eminente consulta en Boston cerró para trasladarse a España y continuar, desde allí, desempeñando su labor médica – Frost hizo un gesto algo jocoso - Eso es una manera amable de describirle. La otra, la sabrá a su debido tiempo. De momento, permítame presentarle a su obra – dijo Frost, alargando el brazo, señalando todo aquello. - ¡Por favor, llámeme como quiera! ¡Puede usted llamarme Jarreto o lo que quiera! ¡Pero deje de pegarme! ¡Se lo suplico! – exclamó, totalmente afligido. Frost se agachó para ayudarlo a levantarse, usando sus hombros como apoyo para el brazo izquierdo. El jefe caminó, en dirección al restaurante de Vitorio, con aquel individuo casi desahuciado. Debido a la casi imposibilidad del mismo para andar, el paseo fue más largo de lo que esperaban pero, al fin, llegaron a la puerta del restaurante. En un segundo, Frost le dejó caer al suelo de golpe, emitiendo este un quejido más, de dolor, a su cuerpo. Sin pensarlo dos veces, Frost dio una patada a la puerta, la cual se abrió de golpe, dejando entrever el local. Entró para echar un vistazo y volvió a por DeClerck, cogiéndolo de los tobillos y arrastrándolo por el suelo, hasta el interior del local. Casi con el alma y cuerpos destrozados, apenas podía emitir palabra alguna, mientras notaba el sabor de la sangre en su boca. Frost cogió dos sillas colocando una frente a la otra. Una de ellas, con el respaldo al revés, en la que se sentó con vigorosidad. - Vamos, doctor. Siéntese usted también y hablaremos tranquilamente. Quiero que me informe de las bondades de este pueblo. Mientras le escuchaba, DeClerck sólo podía mirarle de manera moribunda. Con mucho esfuerzo, consiguió ponerse de rodillas, manteniendo la postura con las manos apoyadas en el suelo. Alzó la vista y vio de nuevo a Frost sentado. De manera casi esperpéntica, levantó la pierna izquierda, en primer lugar, y después la derecha, para medio incorporarse y poder sentarse en la silla, justo delante de Frost. Cuando por fin tuvo los ojos totalmente abiertos, volvió a verse sorprendido por la estampa que encontró delante de él. Aquel local, en el que había cenado muchas noches con su amada Clara, donde había visto animadas timbas de póquer y escuchado música de Frank Sinatra, no era sino un barracón, con una barra derruida y un par de estantes, con algunas botellas vacías y cubiertas de polvo y lleno de mesas y sillas de madera casi sin tratar. Era evidente que, aquel arruinado local, nunca había tenido la vida que él contó. Durante varios segundos, perdió la perspectiva de Frost para analizar todo aquello, sin llegar a entender porque no era tal y como lo había recordado. Finalmente, se armó de valor para defenderse, una vez más, de Frost. - No se por que me llama Jarreto, Frost. No entiendo nada de esto. Creí que usted estaba de mi lado – esbozó, entre gimoteos. - Parece no querer comprender – respondió Frost – Ya se lo he dicho. Usted no es Francis DeClerck. Es el doctor Michael Jarreto. Francis DeClerck fue un paciente suyo, al que asesinó vilmente, como a toda la gente que trajo a este lugar.

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- ¿De que demonios está hablando, Frost? – repitió con algo más de claridad y escepticismo. - De usted, doctor. De sus investigaciones y sus experimentos, de cómo mando construir este lugar como tapadera de algo más oscuro, de cómo permitió la muerte de inocentes sin ningún motivo ni razón. – dijo Frost enfurecido. El comisario arrastró la silla por el suelo para acercarse a DeClerck, sin perder la vista de quien tenía enfrente.

- Escúcheme, Michael. Y hágalo con atención.

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XCIX LA VERDADERA HISTORIA DE JARRETO - El doctor Michael Jarreto ya había destacado, en su época de estudiante en la universidad, como una persona curiosa, amante de la investigación y la experimentación. Era alabado por algunos pero también odiado, al mismo tiempo, por otros. Los innovadores métodos que proponía, para el tratamiento de los traumas mentales, no recibieron el respaldo que esperaba, fundamentalmente, por su riesgo y su inverosimilitud. Una vez establecido por su cuenta, como psiquiatra, nada ni nadie le impidió seguir adelante, durante años, con su empeño en encontrar una especie de remedio milagroso a dichas enfermedades. Incluso, en mucho tiempo, hubo quien creyó en él. Su esposa. Mientras lo relataba, Frost sacó de su chaqueta un sobre, color marrón claro, que parecía bien nutrido de papeles. Abrió el sobre por la parte superior más estrecha y, mirando en su interior, sacó una fotografía, en la que una bella mujer de pelo rubio aparecía. Antes de comentarla, se la mostró, muy cerca, a Jarreto. - Esta es Amelia Kellerman, su esposa. La conoció en la consulta de su amigo, el doctor Naisinger, cuando este aún residía en Boston. Al año de conocerse, se casaron y ella paso a ser Amelia Jarreto, su mujer. Año 1981. Frost hizo un inciso para volver a buscar en el sobre y extraer una nueva fotografía. - Ese mismo año, abrió su consulta en un barrio bastante pudiente de Boston, alcanzando, en poco tiempo, gran fama, popularidad y, sobre todo, prestigio. En gran parte, todo ello se basó en que era visitada por personajes públicos, de gran renombre por aquellos años, en Boston. La vida le sonreía. Una bella esposa, un trabajo que le encantaba, fama, poder. Y un año más tarde, nacía su hijo Michael – dijo Frost mostrándole la fotografía a Jarreto – Michael Jarreto jr, ¿le recuerda? Usted se encargó de que fuera recordado con el busto que está ahí fuera. Jarreto tomó la fotografía y, al contemplarla, empezó a sufrir convulsiones, sin llegar a caerse de la silla. La fotografía mostraba la imagen de un niño, un niño cuya efigie se encontraba a unos cuantos metros de él, en ese momento. Era su propio hijo. A través de las convulsiones, de nuevo, los flashbacks que le habían atormentado, volvían a aparecer. Pero esta vez eran diferentes. La imagen de aquel niño apareció nítida en su cabeza. En un parque, a la salida de la guardería, abriendo un regalo de navidad. Una serie de imágenes, en 266

forma de documental, hicieron poner sus manos sobre la cara, tapándose los ojos. Una serie de imágenes que finalizaron con la escena de un niño muerto, echado en una camilla. - ¿Le reconoce, Michael? ¿Le reconoce? – preguntó Frost insistentemente. - ¡Sí, dios mío! ¡Sí! ¿Cómo es posible? Yo…. Yo……… no recuerdo nada de eso – dijo, manteniendo las manos sobre la cara. Frost suspiró levemente y continuó. - En 1985, a la edad de tres años, usted mismo, diagnosticó a su hijo un trauma mental para el cual no había remedio ni medicación ni terapia alguna para sanarla. Indicios como que el niño hablaba sólo, sangre encontrada en sus heces y su orín, inexplicables fiebres de alta temperatura. Usted lo adujo todo a alguna clase de psicosis que el niño padecía y para la cual no encontraba remedio. A partir de ese momento, aceleró el proceso de su experimento. Aceleró la construcción de este lugar. - ¿Con qué propósito? ¡Dígame! ¿Qué sentido tenía construir un pueblo en las montañas, alejado de la civilización? – preguntó, inquieto, pero algo más sereno. - Usted y un grupo de colegas suyos querían tener la posibilidad de probar nuevos medicamentos y terapias de choque, desconocidas en los Estados Unidos y, por supuesto, sin el respaldo de las asociaciones médicas correspondientes. Se les ocurrió una idea que, inicialmente tenía mucho sentido, sobre todo para la gente desesperada a la que usted engañó. Un lugar de reposo y de cura de sus males y problemas. Un lugar donde serían tratados para poder recuperarse. Un lugar donde residir, sin sentirse malheridos por las miradas ajenas, el desprecio o la expulsión de la sociedad misma. Un lugar donde todos serían iguales, ya que todos tenían algo de lo que desembarazarse. La inversión fue descomunal. No les importaba el dinero que tuvieran que gastar. Pero tenía que ser en el más absoluto secreto. Por lo que, decidieron arriesgarse y ponerlo todo en sus manos, doctor. Aunque usted, al final, tuviera otras ideas para llevarlo a cabo. Jarreto no tenía ningún argumento para rebatir aquellas palabras. A medida que las escuchaba, las palabras de Frost se convertían en fotogramas e imágenes, cada vez más claro en su mente, pero sin ningún avance salvo el que el relato del jefe le podía aportar. - Durante tres años, fueron muy cuidadosos a la hora de desarrollar el proyecto. Usted, personalmente, se encargó de escoger, cuidadosamente, a sus víctimas. Gente desamparada, sin familia, huérfanos, o, simplemente, gente desesperada que haría lo que fuera por encontrar remedio para su ser más querido. Frost volvió a sacar otra fotografía del sobre. - ¿Reconoce estas personas, doctor Jarreto? – preguntó, mientras se la mostraba, nuevamente, al doctor. - Si, creo que sí. Son…. Son antiguos colegas míos. 267

En la fotografía se veía a seis hombres, vestidos, con bata blanca, muy sonrientes y orgullosos. Jarreto se reconoció, también en ella, mirando a Frost para confirmarlo. - Estas personas eran psiquiatras, psicólogos y demás colegas de otras ramas, que simpatizaron con su idea y su entusiasmo, pero que, poco a poco, se dieron cuenta de lo que usted, Naisinger y Winston Charles, pretendían finalmente. Por eso, probablemente, fueron muriendo, misteriosamente, uno tras de otro. Cuando entendieron que los fines por los que se habían involucrado se torcían, decidieron romper con ello. Y eso era algo que ustedes no podían consentir. ¿Le suenan los nombres de Breuer, Smith, Peter Andersson, Víktor Kasovitz? Deberían, por que todos eran eminentes profesionales – dijo Frost, guardando la foto en el sobre antes de proseguir – Pero no contento con eso, y una vez eliminados los anteriores, cuando Charles y Naisinger le amenazaron con sacarlo todo a la luz, los eliminó también, con la frialdad de un matarife diseccionando a una vaca. Jarreto negaba con la cabeza continuamente. - Sigo sin comprender lo que me quiere usted decir. – dijo, lamentándose. La furia de Frost estalló y, tras levantarse de la silla y tirarla al suelo, se colocó frente a Jarreto. - ¡Lo único que hay que entender, doctor, es que su único fin era investigar a aquella gente para encontrar un remedio a la misteriosa enfermedad de su hijo! ¡Usted montó toda esta trama sin importarle la vida de nadie, sólo para satisfacer su propio ego! – más reposado - Quería comprobar la reacción de enfermos mentales, dentro de un entorno libre, pero, al mismo tiempo, ya tenía pensado experimentar con ellos de cualquier manera. Con drogas de diseño importadas de otros países, con intervenciones quirúrgicas para estudiar sus reacciones cerebrales, tratándoles como auténticas cobayas de laboratorio, sólo por el mero hecho de descubrir algo para lanzar al mundo y convertirse en pioneros de aquello, aún a costa de la vida de los demás. La enfermedad de su hijo fue lo que lo inició todo. Sólo la fue la excusa para que su enferma mente llevara a cabo todo aquello. Pero claro, no debemos olvidar, que había tenido una buena inspiración. Frost volvió a coger la silla y la puso a la derecha del doctor. Una nueva fotografía estaba a punto de aclarar más cosas sobre aquel suceso. - ¿Y en esta foto, doctor? ¿Reconoce a alguien? – preguntó Frost. Jarreto la miró detenidamente, reflejando, en su rostro, que la había visto con anterioridad. - ¿De donde ha sacado esto? ¡Yo he visto esta foto! ¡La he visto antes! – contestó, elevando el tono de voz.

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Frost se la arrebató de las manos de inmediato y le miró, de manera desafiante. - ¿Acaso no reconoce a su padre en esta foto, Michael? ¿No lo reconoce junto a este grupo de oficiales alemanes? Jarreto tembló como si se estuviera produciendo un terremoto, justo bajo sus pies. - Pero……. No puede ser…….. ¿Qué relación tenía mi padre con los nazis? – preguntó, gritando escandalizado. Frost arrastró nuevamente la silla para colocarse, otra vez, frente a Jarreto. - Su padre, Jean Paúl Jarreto, fue un eminente científico que se alió con la GESTAPO durante la guerra, para poder llevar a cabo experimentos que, en tiempos normales de paz, nadie le hubiera permitido. Era muy famoso en Plaszow, ¿le suena el nombre? ¿Recuerda que mencionó que su amigo Kasovitz había estado allí? Las pequeñas imágenes volvieron a atormentar a Jarreto. En esta ocasión, la de Kasovitz, hablándole de Plaszow. - Pero…… mi padre…….. – dijo gimoteando. - ¡Su padre, doctor, era un asesino de masas, un carnicero! ¡Y usted, aprendió muy mucho de él, durante ese corto tiempo que, según usted, pasaron juntos! Usted se convirtió en un alumno aventajado de su padre. Creó este lugar, a imagen y semejanza, de los campos de concentración donde su padre estuvo y que le detalló a usted muy bien. Gracias a la fortuna que él amasó durante y tras la guerra, pudo usted continuar con parte de su obra. De pronto, Jarreto comenzó a gritar, ante la furtiva mirada de Frost. No tenía otra manera de desahogarse ante todo lo que estaba escuchando. Frost le dejó unos minutos antes de continuar. - Ese fue el fin de este lugar, doctor Jarreto. Un laboratorio experimental para conseguir dar con la cura de los desequilibrios emocionales, las psicosis, los traumas, las esquizofrenias, todo lo relacionado con las enfermedades mentales. Sólo que su ambición fue más allá de lo moralmente permitido y se le fue de las manos. Lo triste – continuó diciendo, en voz baja y al oído – lo patético, lo desalmado y ruin es que, aún sabiendo que no tenía control sobre ello, decidió continuar masacrando a esa pobre gente. Y no contento con ello, incluso se permitieron el lujo de abusar de ellos sexualmente, en especial de los niños y de algunas mujeres. Todo lo que se hacía en los campos de concentración del Tercer Reich. Una vez más, Frost se mordía su labio inferior para contenerse y poder sacar una última foto del sobre. - ¿Y a este, doctor? ¿Lo reconoce? – preguntó. 269

Jarreto no pudo contener el decir quien era. Tenía una fotografía del cejijunto justo delante de él, tumbado en una camilla. - Su nombre es Alfredo Rangel. Usted lo conoció una noche, en el puerto deportivo de la localidad en la que residía, en España. Intentó atracarle y, para no denunciarle, le propuso ser una de sus primeras cobayas. ¿Recuerda la marca de la mano? Es el sello de su proyecto, doctor. Todos fueron marcados al llegar, igual que en los campos de concentración que describía Kasovitz en su ficticio relato. Frost se levantó, guardando el sobre en el bolsillo interior de su chaqueta. - ¿Qué le parece si ahora visitamos su despacho? – dijo en tono sarcástico y malicioso a la vez. Jarreto se levantó de la silla a la vez que Frost desenfundaba su arma, de nuevo, para apuntarle. Si aquel individuo había llegado a cometer aquellas atrocidades, era posible que aún tuviera un último instinto para intentar escapar de aquello, sin embargo, las fuerzas apenas le acompañaban. Salieron del demolido restaurante y se mantuvieron a distancia, mientras caminaban hasta el hostal. Durante el trayecto, Jarreto miraba a izquierda y derecha, contemplando el aspecto desolador de aquel lugar. Las casas no estaban pintadas, el cemento se podía ver sin problema alguno, los jardines, los locales comerciales, nada de eso era tal y como lo había descrito en su declaración. Todo era cierto. Aquel marco era la viva imagen de un campo de exterminio nazi. Su temor se incrementó cuando, al pasar por delante de la calle del colegio, este se había convertido en una especie de pequeña nave industrial de cemento, con ventanas enrejadas en el techo, con una larga chimenea de ladrillo visto. - Ese era el colegio, ¿Qué le ha pasado? – dijo Jarreto, deteniéndose ante él, a lo lejos. - Eso no es ningún colegio – Frost se acercó su boca al oído de Jarreto Son las duchas comunes de niños y mujeres. Las de los hombres, las mando usted instalar en la otra zona, donde se suponía, estaba la granja de su amigo Kasovitz. Duchas convertibles. La mayoría de las veces para asearse. Llegado el momento, para emitir un gas que acabara con la vida de todo aquel que estuviera encerrado en ellas. Mirando al suelo, el doctor se quedó pensativo para, de pronto, lanzó la mirada hacia Frost. - ¡Usted lo sabía! ¡Lo sabía todo! ¡Desde el principio, sabía quien era yo! ¡Y, además, ya había estado aquí antes! ¡Usted lo encontró! – dijo asombrado el doctor. - ¡Por supuesto que lo sabía! ‘Sabía quien era usted desde el momento en que le vi! – exclamó encorajinado Frost – La descripción que hice usando el nombre de DeClerck, la camaradería con la que lo traté, todo formaba parte de un plan para saber la verdad. De no ser así, usted no habría contado la historia 270

tal y como lo hizo. Y por cierto, sí – Frost guardó silencia unos segundos encontré este maldito lugar dos días antes de sacarle a usted de la prisión. Las ramas que encontramos en el bosque, las puse yo. El camino que seguimos, yo lo conocía. Lo único que no estaba planeado, debo admitirlo, fue el golpe con el coche frente a aquel árbol. Pero, por suerte, aquello no me despistó. - ¿Cómo pudo? ¿Cómo pudo tener la sangre fría de estar frente a mí falseando sus verdaderos sentimientos? ¿Mintiéndome sobre la muerte de su mujer? - ¡Créame que no me han faltado ganas de reventarle la cabeza, maldito asesino despiadado! Pero necesitaba que confiara en mí para poder encontrar el pueblo y, sobre todo, para llegar hasta aquí con usted. - ¿Por qué? ¿Por esa gente? ¿Gente que usted no conocía de nada? – gritó el doctor, con tono enojado. Un nuevo puñetazo del jefe dio con el doctor en el suelo. Frost se acercó a él, haciendo ademán de golpearle de nuevo, pero se reprimió. - Ahora sabrá porque. ¡Levántese, hijo de puta! – gritó Frost.

Ambos continuaron andando, hasta llegar al derruido hostal de Jarreto.

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C Al entrar en el hostal, nada de la descripción de Jarreto tenía que ver con su auténtica realidad. La famosa recepción que relató, era una entrada totalmente vacía. Sólo las escaleras de acceso a la planta superior hacían veraces sus las palabras. Toda la planta baja estaba diáfana, salvo alguna silla medio rota que se encontraba por allí. Sin perder ni un segundo, ambos subieron las escaleras, con mucha prestancia, y giraron a la izquierda, donde se encontraba la supuesta habitación donde había residido. Al estar frente a la puerta, Frost le pidió que la abriera y, al entrar, un pequeño alivio recorrió el cuerpo de Jarreto. La habitación sí era tal y como la había descrito. Por un momento, pensó que aún tenía la posibilidad de convencer al jefe de que era inocente y que se estaba equivocando de hombre, a pesar de las pruebas que poseía. Una vez dentro, Frost le pidió que se sentara en la silla del escritorio. El jefe se mantuvo de pie, apoyado contra la pared, con el arma siempre en la mano y apuntando a Jarreto. - ¿Se da cuenta, Frost? No mentía. Esta es la habitación en la que estuve alojado. ¡Se está equivocando de hombre! – dijo, sin dejar de mirar el arma de Frost. - ¿De veras? Con todo lo que le he contado y mostrado, aún pretende hacerme creer en su inocencia – Frost sonreía de manera irónica - Es usted un desalmado sin entrañas. Frost dejó la posición de la pared para sentarse en la cama, sin perder de vista a su rival. - Cuando ustedes llegaron aquí, en 1988, aproximadamente, venían acompañados de unas cincuenta personas, que habían escuchado sus buenas intenciones y habían sido convencidos para desarrollar el experimento. También le acompañaron su mujer y su hijo, naturalmente. Usted estaba empeñado en demostrar que, las extrañas dolencias de el niño, tenían algún sentido. Pero, incluso, cuando su mujer se lo explicó, cuando ella lo intentaba sacar de su error, no quiso escucharla. - ¿Qué quiere decir? – preguntó Jarreto. - ¿Sabe lo que es el Síndrome de Münchausen? Jarreto comenzó a darle vueltas a la cabeza, hasta que creyó encontrar una respuesta. - Es una especie de desviación mental que hace que un individuo infrinja daño a otro de manera deliberada o algo así.

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Frost se limitó a sonreír. - Para no tener nada que ver con el mundo de la psiquiatría, me ha parecido una respuesta bastante científica – Frost se inclinó sutilmente hacia él Escúcheme, con mucha atención. Jarreto escuchaba atentamente a Frost, cuando este le explicaba que, el Síndrome de Münchausen, era un trastorno psiquiátrico, que se caracterizaba por inventar y fingir dolencias o incluso provocárselas la persona a si misma, mediante la ingesta de medicamentos o mediante auto-lesiones, para llamar la atención de los médicos o familiares, y ser tratado como un enfermo. Pero su matiz más conocido era el de Síndrome de Münchhausen por poderes, por el cual, un adulto provocaba o hacía fingir las enfermedades sobre un niño que estaba bajo su control. Era una forma de maltrato infantil en la que, uno de los padres, induce, en el niño, síntomas reales o aparentes de una enfermedad o situaciones accidentales. Fundamentalmente, involucraba a la madre que abusaba del niño, buscando para él o para ella misma, atención médica. - ¿Sabía usted que su mujer padecía esta enfermedad, doctor? – preguntó Frost. Jarreto no supo responder. Se limitó a balbucear sin sentido alguno, esperando que el jefe le siguiera hablando. - Su mujer lo padecía. Y usted nunca lo supo. Era ella realmente la que sufría un trastorno mental, cuya curación era complicada de conseguir. Pero usted lo atribuyó todo al niño. Y, cuando su hijo murió y supo toda la verdad, lo único que se le ocurrió fue encerrarla en una habitación, con una camisa de fuerza bien ajustada, y dejarla pudrir hasta la muerte, antes que saliera de aquí y contara toda la verdad. En aquel momento, usted ya se había vuelto completamente loco. Su esquizofrenia comenzó a hacer estragos. - ¿Mi esquizofrenia? – preguntó Jarreto, sudando de manera apremiante. - Naisinger tenía razón. Usted era un esquizofrénico. Sufría un trastorno esquizoafectivo con síntomas añadidos de doble personalidad – se hizo un silencio que parecieron mil siglos - Como el que le hizo atribuirse la personalidad de Francis DeClerck al presentarse ante mí. Jarreto empezó a comprender que no tenía escapatoria. Que lo que contaba Frost comenzaba a cobrar sentido, asociando las imágenes que habían inundado su mente esa mañana. El terror le poseyó por completo. No podía pensar ni reaccionar. Sabía que su final se acercaba, pero al menos, quería saber por que aquel individuo se había tomado tantas molestias en descubrir, de aquella manera, toda la verdad. - ¡No lo entiendo! ¡No puedo entenderlo! ¡No quiero entenderlo! – exclamaba una y otra vez. - No hay nada que entender. Usted es un enfermo mental, un esquizofrénico. Eso le sirvió para poder realizar la declaración en mi despacho. Su mente inventó todo esa historia para tapar una realidad más siniestra y perversa si cabe. ¿Qué decía Naisinger? Ah, sí. “Mentes privilegiadas” – Frost expresó 273

repulsión en su rostro - Sólo una mente depravada y podrida como la suya podría jugar con seres humanos de la manera que usted lo hizo. Su trastorno añadido de doble personalidad le sirvió para creer que era Francis DeClerck y hacérselo creer a todos. A todos menos a mí. Jarreto no pudo resistirlo más y comenzó a llorar, mientras aguantaba la mirada, enojada y desapacible, que emitía Frost hacia su persona. Sin encontrar ya el consuelo anterior, por parte del jefe, Jarreto se esforzó por calmarse y averiguar algo más. - ¿Qué fue de los demás, de Naisinger, de Kasovitz? - ¡Ya se lo dije antes! Todos muertos. En realidad, Naisinger si estaba de acuerdo con usted, al principio, por conseguir descubrir remedios no descubiertos hasta el momento para las enfermedades mentales y atribuirse fama y dinero por ello. Cuando usted planteó el tráfico de órganos para enriquecerse, después de darse cuenta que la idea inicial podía no conducir a ningún sitio, él se asustó, se asustó de verdad e intentó escapar. Pero usted jamás lo permitió. - ¿Y Kasovitz? - Kasovitz fue la única víctima que usted asesinó, ensuciándose sus propias manos. El único que si pudo salir pero al que usted dio caza y liquidó a sangre fría, en el bosque. Realmente, su cuerpo fue encontrado unos días antes de que le encontráramos a usted. Lo hizo la policía del estado, y fue identificado como Víktor Kasovitz. Sin familia, sin amigos, sin, ni siquiera, conocidos y, por tanto, sin nadie que reclamara su cadáver, por lo que tampoco se hizo una investigación muy a fondo. Nadie entendió que podía hacer ese hombre en medio de un bosque perdido. Un borracho más que deja este mundo. Y así se quedó. Jarreto se frotaba los ojos, como preparándose para lo inminente. Sus huesos irían a parar de nuevo a la cárcel pero esta vez de por vida. - ¿Y quién era Francis DeClerck, entonces? – preguntó, totalmente entregado. - DeClerck era un paciente suyo, que usted trajo aquí. Sin padres ni hermano, su mujer había muerto un año antes de que llegara al pueblo. Un nuevo caso de trastorno por estrés postraumático con claros tintes de propensión al suicidio. Usted le prometió ayuda y él creyó en su palabra. Pero sucedió algo que no le gustó. Y fue Clara González. De repente, una sensación extraña caló en la mente de Jarreto. - ¿Cómo ha sabido tantos detalles? ¿Cómo ha sabido lo de DeClerck? ¿Y lo de Clara? Frost mantuvo firme la mirada, mientras se metía la mano en el bolsillo interior de la chaqueta, esta vez el contrario de donde había sacado el sobre marrón con las fotografías. En su mano, apareció una especie de pequeño libro, algo sucio.

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- ¡El diario! ¡Usted lo encontró! – exclamó, sobrecogido, Jarreto - Pero…. yo nunca escribí nada de eso. Frost abrió el diario por una página, que había mantenido doblada para no tener que buscarla, y comenzó a leer. Martes, 7 de noviembre de 1989. Hay algunos pacientes que ya no nos son de utilidad. He intentado ayudarles y que ellos me ayuden a mí. Pero, al ser ya humanamente imposible, no me queda más remedio que eliminarlos. Al menos, acabaré con su sufrimiento en este mundo tan podrido. Me queda la satisfacción de que, durante un periodo de tiempo, les he podido dar una nueva vida sin temores. He hablado con Naisinger, para que disponga algunas habitaciones de la Zona Cero, y que permanezcan allí hasta que pueda intervenirlos quirúrgicamente. Recelo de Naisinger. Creo que no va a ser partidario de la extracción de órganos para, al menos, poder compensar nuestros esfuerzos aquí. Sólo puedo contar, de momento, con el personal contratado para ese fin. Le daré algo de tiempo pero no mucho. Hay mucho en juego. Jarreto no salía de su asombro. No recordaba nada de lo que allí ponía pero sí reconoció su letra, al mostrárselo Frost. Un nudo le apretaba cada vez con más fuerza la garganta. Frost le pidió, con señales algo irónicas, que se calmara para proseguir. Jueves, 9 de noviembre de 1989. Hoy la he vuelto a ver con DeClerck. Cada vez estoy más molesto con su actitud. Pensé que, el revelarle lo que sentía por ella, la inclinaría a tener algo conmigo, pero no ha sido así. Tendré que tomar medidas más drásticas. No voy a consentir que me rechace después de lo que he hecho por ella. Mañana, llevaremos a DeClerck a la Zona Cero para un chequeo rutinario y me lo quitaré de en medio como a un mal vicio. Después de ese día, Clara no podrá decir que no a mis nobles intenciones.” El doctor comenzó a hacer movimientos claros de querer vomitar. Se tapó la boca con las manos para evitarlo, pero no pudo. Frost contemplaba la escena con absoluta frialdad, mientras Jarreto devolvía sobre sus manos. - Al menos, ya ha conocido lo que he tenido que tragarme todos estos días, pensando en usted, doctor. Cuando se encontró ligeramente recuperado, Jarreto tuvo que hacer una pregunta que le había rondado la cabeza desde que llegaron, de nuevo, al pueblo. - Hay algo que sigo sin entender, Frost. Podía haberme pegado un tiro a las primeras de cambio, cuando llegamos aquí. No me creo que toda esta tortura sea por esa gente – dijo Jarreto, sintiendo una punzada en el estómago.

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Frost bajó la mirada, por primera vez, desde que llegaron a la habitación y, por última, volvió a meter su mano en el interior de la chaqueta para sacar una nueva fotografía y mostrársela a Jarreto. - ¿La reconoce, doctor? - ¡Es Clara! En eso no tengo ninguna duda. – respondió Jarreto, de manera inmediata.

- Era mi esposa.

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CI Jarreto palideció como el color de una estatua de mármol fría. La respiración le faltaba por momentos y su corazón se aceleraba de manera agitada. No tenía palabras que decir pero sí había comprendido, al fin, el motivo que empujó a aquel hombre a tener toda la paciencia del mundo, y algo más, para llegar hasta ese momento. El doctor ya presentía el final. A pesar de todo, Frost mantuvo la calma mientras abría otra página del diario de Jarreto. Lunes, 13 de noviembre de 1989. Por fin me quité de en medio a DeClerck. Ahora, Clara, el niño y yo, podremos formar nuestra propia familia. Amelia nunca entendió por que hice todo esto. La muerte de nuestro hijo, sin duda, la trastornó y acabó definitivamente con ella. No obstante, he recuperado la ilusión con Clara y Alex. Me dedicaré a ellos todo el tiempo que necesiten, hasta que las circunstancias me obliguen a tomar otro tipo de decisiones. Frost cerró el diario y lo guardó definitivamente en su chaqueta. Volvió a dirigir a Jarreto aquella mirada inquisidora que había mantenido durante toda la mañana. - Antes de trabajar en Pedleton Place, yo era policía en Nueva York. Estaba casado y teníamos dos hijos. En octubre de 1987, perdimos a nuestra pequeña Natalie, de dos años, en un terrible accidente. Se cayó por la ventana de un octavo piso, mientras nosotros estábamos inmersos en una de nuestras innumerables discusiones. Aquello nos trastornó por completo. Yo fui más fuerte pero mi mujer no pudo soportarlo. Para intentar arreglar nuestro matrimonio, nos trasladamos a España, a una pequeña población costera llamada Estepona, en la costa del sol, de la que ella era nativa. Nos fuimos los tres. Mi mujer Clara, mi hijo de doce años Alex y yo, un año después del accidente. Clara tenía muchas amistades aún allí y, gracias a mi experiencia, conseguí trabajo en la policía local. Yo estaba a lo que fuera, con tal de recuperar lo más parecido posible a aquello que una vez tuvimos. Creímos que las cosas estaban mejorando, pero pronto descubrimos que ella, aún, no lo había superado. Frost se levantó de la cama y se volvió a echar en la pared ante la atenta y asustada mirada de Jarreto. - No quedó más remedio que conseguir ayuda psicológica para, al menos, recuperarla a ella lo mejor posible. Nos recomendaron a un psiquiatra extranjero, afincado a unos veinticinco kilómetros de allí, desde hacía muchos años. Fue la primera vez que conocí al doctor Naisinger.

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Frost se pasó la mano derecha por los ojos, como intentando no llorar. El recordar todo aquello le estaba pasando factura, incluso a un hombre de talante duro como él. - Naisinger le diagnosticó a mi mujer trastornos depresivos graves y del sueño. Lo que más le preocupaba era lo primero, ya que sugirió, incluso, que podría llegar a ser violenta y peligrosa. Así que nos planteó algo que no habíamos pensado y nos llamó mucho la atención. Un lugar muy alejado de allí, donde ella, con métodos totalmente naturales, podría intentar volver a ser la que era y tener una vida normal pero con la única condición que nunca podría regresar. Supongo que apreció nuestra desesperación y aprovechó esa flaqueza para hacer tal planteamiento. Nos marchamos de allí, absolutamente indignados y no quisimos saber nada más del tema. Frost tomó aire antes de continuar. - Lo cierto es que nuestro matrimonio estaba totalmente roto y no teníamos solución alguna. Una noche, ella me dijo que quizás fuera lo mejor separarnos y, que en esas condiciones, podría estar dispuesta a aceptar las que había impuesto Naisinger – dirigiendo la mirada a DeClerck - Sentí perder mi vida por momentos. Nada tenía sentido. Hasta llegué a plantearme, muy seriamente, el suicidio. Teniendo en cuenta que lo único que importaba era su salud y bienestar, acepté. Acepté hasta que, que…….. se llevara al niño. Frost no pudo aguantar más y comenzó a llorar delante de Jarreto. Este se mantuvo impasible. Sabía que cualquier intento de consolarlo ya no le ayudaría en nada y podía hasta costarle la vida. Frost secó sus lágrimas con rapidez y prosiguió. - Me volví loco. No podía consentir tal barbaridad. Pero entonces, Naisinger nos presentó a unos de los precursores de aquella nueva terapia. Un joven psiquiatra cuyo hijo tenía problemas mentales y que él quería recuperar a toda costa. Un joven que nos convenció, mostrando gran determinación y convicción en lo que decía y que, al mismo tiempo, demostró ser muy sensible. Nos prometió que el niño podría continuar con sus estudios en aquel pueblo. Que no habían reparado en gastos para crear un mundo nuevo a aquellas “mentes privilegiadas”. Aquel joven era usted, doctor Jarreto. De nuevo, con la mirada llena de odio, se sentó en la cama. Tras unos segundos de profunda mirada, Frost apuntó de nuevo a Jarreto, justo a la cabeza y con algo más de agresividad. - ¡Y un veinte de octubre de 1988, tú me arrebataste lo único que tenía en la vida, lo único que he querido y lo único que querré! ¡Te lo llevaste para destrozarlos, por completo, en tu pequeño jardín de perversión y malicia! ¡Y tú has sido la única razón por la que todos estos años me he mantenido con vida, esperando que llegara este momento! - ¿Por qué pidió el traslado a Pedleton Place? – preguntó Jarreto, intentando ganar tiempo.

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- Empecé a investigar la desaparición de una serie de niños y eso me llevó, finalmente, a esta zona del norte. No pude hacer nada por ellos ni avanzar nada más, pero sabía que estaba cerca, muy cerca, y que, más tarde o más temprano, alguien podría darme información sobre todo aquello. ¡Y tuviste que ser tú, Michael! – respondió Frost. - Un momento. Entonces… el pañuelo. “T&C”. ¡La C es de Clara! ¡Clara! Usted es… - Truman. Truman Frost. Esas iniciales las bordó mi mujer en ese pañuelo, una semana antes de llegar a su pueblo – respondió Frost, amartillando su revolver. La reacción de Jarreto fue cerrar los ojos y esperar. Sus músculos y su mente ya no respondían y sólo le cabía aguardar al momento en que el verdugo cumpliera con su cometido. De pronto, escuchó el chasquido que había oído unos segundos atrás y abrió con timidez los ojos. Frost le miraba fijamente. - ¿Acaso pensaste que iba a pegarte un tiro, Michael? ¿Creíste que iba a ser tan fácil? – dijo Frost, mientras se levantaba y se dirigía, una vez más, a la ventana de la habitación. - ¿Recuerdas los misteriosos golpes en la habitación de al lado? ¿Por qué no comprobamos a que se debían? El jefe lo levantó de la silla y lo condujo, encañonado, al exterior de la habitación. La puerta quedó abierta. Se colocaron frente a la de la habitación de al lado. - Ábrela, doctor. Por favor. Una vez más, abre una puerta – dijo Frost, en tono arrogante. Jarreto inclinó su brazo hacia el pomo con extremada calma. Al girarlo, la puerta se abrió, desprendiendo un rechinar de bisagras típico del poco o lejano uso. Al entrar, sólo se encontraba, en medio de la estancia, un sillón de dentista con una mesilla de instrumental, justo en el lado derecho de la misma. Detrás, amontonadas, unas seis o siete cajas. Frost le empujó hasta el sillón del centro. Jarreto, tropezó con él, tras lo cual, se sentó sin perder de vista a Frost y, en especial, a su arma. - ¿Sabes para qué sirve, doctor? – sonrió irónicamente Frost - ¡Claro que lo sabes! ¡Que preguntas hago! Es un sillón odontológico. Lo usan los dentistas en sus consultas. ¿Sabes por qué esta aquí? – preguntó insistentemente. - No tengo ni idea – respondió, resignado a su suerte. - Echa un vistazo a las cajas. Jarreto se vio obligado a mirar las cajas amontonadas. Apenas abrió la primera de todas, un nuevo grito exhaló de su cuerpo. Miles de dientes se encontraban allí. Premolares, molares, incisivos, mezclados, también, con dientes de oro. - ¿No quieres mirar el resto de cajas, doctor? – dijo Frost, apretando el cañón contra su cabeza. 279

Jarreto sólo podía emitir jadeos y gimoteos constantemente. - Bien. Yo te lo diré. Dientes, joyas, pertenencias personales de gran valor. En esta habitación, te dedicabas a estos menesteres. Los golpes que creíste escuchar y que contaste en tu declaración, eran las patadas que daban, en la pared, tus pacientes, cuando les eran extraídos todos sus dientes a lo vivo. ¿Te resuelve eso las dudas, doctor? – dijo Frost, apretando los dientes y aumentando la presión de su pistola sobre la nuca de Jarreto. Durante unos segundos, Jarreto intentó improvisar algún plan para escapar de allí. Observó, de arriba abajo, la habitación, para ver si veía algo que pudiera ayudarle, aprovechando la confusión que podía causarle la ira a Frost. Pero, en menos de un segundo, sintió un fuerte golpe en su cabeza que le hizo caer totalmente redondo al suelo y quedar inconsciente. Frost siguió golpeando la cabeza de Jarreto, hasta que vio la sangre derramarse y se detuvo.

- ¡No, maldito hijo de puta! ¡No! ¡No va a ser tan fácil!

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CII Un cubo de agua sobre la cara hizo reaccionar medianamente a Jarreto. Aunque seguía aturdido, podía entrever la figura de Frost frente a él. Le pareció ver que cargaba con un saco bastante grande, pero no lo apreciaba con claridad. Al intentar moverse, abrió del todo los ojos y se dio cuenta que se encontraba en una de las habitaciones acolchadas de la Zona Cero, embutido en una camisa de fuerza. Sus manos y sus pies, además, estaban apresados con fuertes correas de cuero, bien fijadas, y sujetas a los extremos de la cama donde se encontraba postrado. Ante tal panorama, comenzó a gritar desesperadazo, pidiendo ayuda, creyendo que alguien podría escucharle. Pero el único que acudió a la llamada de auxilio fue Frost que, al llegar a la habitación, aplaudió el gesto de Jarreto. - ¡Muy bien, Michael! ¡Muy bien! Haces muy bien en pedir ayuda. A lo mejor alguien te escucha y acude a auxiliarte – exclamaba Frost, entre fuertes risotadas. - ¿Qué va a hacer conmigo? ¡Suélteme! – repetía una y otra vez. Frost, de nuevo, salió de la habitación. Jarreto miraba sin cesar a todos lados y tiraba con fuerza de su cuerpo, para intentar escapar de aquella trampa, pero le era imposible. Al poco, escuchó de nuevo los pasos de Frost. Al verle entrar, los ojos de Jarreto casi se salen de sus órbitas, al contemplar lo que el jefe llevaba en brazos. - No creas que te voy a dejar aquí solo, Michael. No, nada más lejos de mi intención. Tú te preocupaste por mi familia, cuando estuvieron a tu cargo. Y no dedicaste tiempo a algunas personas. ¡Pero! – exclamó Frost - ¡Nunca es tarde, amigo mío! Entre sus brazos, Frost portaba el cadáver momificado de Amelia Jarreto, el cual había encontrado en una de las habitaciones de aquella ala. - ¡Amelia! – dijo Frost, mirando al cadáver que llevaba en brazos – ¡Su marido ha vuelto! – después, miró a Jarreto - ¿Cuánto tiempo hace que estaba en esa habitación? ¿Seis meses? ¿Un año? Bueno, no está mal de aspecto, ¿verdad, doctor? Frost tumbó el cadáver de la mujer de Jarreto justo al lado de él, mientras este continuaba gritando como un auténtico poseso. Al mirarlo, Jarreto comprobó el rostro prácticamente disecado de su esposa. Frost se alejó de la cama hasta llegar a la puerta.

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- ¿Cómo pudiste hacer eso con tu propia esposa, hijo de puta? – preguntó indignado Frost. Tras aquellas palabras, volvió a acercarse a la cama y se sentó encima de Jarreto, acercando su rostro tanto al suyo que sus labios estaban casi cosidos. - ¿Cómo puede un hombre encerrar a su mujer en una habitación, con una camisa de fuerza, y dejarla pudrir allí, hasta el día de su muerte? Sólo una mente como la tuya podía hacerlo – terminó, antes de levantarse de nuevo de la cama. Jarreto ya no gritaba. Su gesto era absolutamente torcido y lleno de terror. Sus ojos estaban inundados de lágrimas. Al ver que Frost se marchaba, reaccionó. - ¿A dónde va, Frost? ¡No puede dejarme aquí! ¡No puede hacerlo! – gritaba y gritaba una y otra vez. Frost se volvió, desde la puerta, hacia el doctor. - Me temo que ahora si hemos llegado al final, Michael. Ahora, podrás experimentar, en ti mismo, algo de lo que hiciste con toda esa pobre gente. Grita cuanto quieras. Será lo único que puedas oír en lo que te quede de vida. – exclamó Frost, expulsando totalmente su furia. – ¡Te hubiera matado con mis propias manos en la comisaría, doctor! ¡No te imaginas el esfuerzo sobrehumano que he tenido que realizar para soportar todo esto! ¡Pero ahora, ha llegado tu momento! Después de pronunciar su discurso final, cerró la puerta, echando la llave. Tras hacerlo, miró a través del pequeño ventanuco de cristal de la puerta, contemplando lo que quedaba de un hombre que, otrora, había sido una eminencia en su terreno pero cuyo camino fue el equivocado. Mientras abandonaba aquella estancia, Frost seguía escuchando los gritos ensordecedores de Jarreto, una y otra vez, una y otra vez. Ante aquella locura, apretó la marcha para salir de allí cuanto antes. Cuando cerró la puerta de la Zona Cero tras de si, un silencio se hizo eco en sus oídos. Continuaba escuchando a aquel asesino gritar pero cada vez más alejado, cada vez menos grave, cada vez más hundido. Frost se quitó la chaqueta, mientras observaba una mezcla de cemento, unos ladrillos y una pintura del color más parecido a aquellas paredes, que había dejado preparados antes de marcharse. Al cabo de una hora u hora y media, había tapiado, pintado y ocultado aquella puerta. Ya no se escuchaban los gritos de Jarreto. Nada se oía. Ni había señal alguna de que pudiera existir un acceso a aquella zona. Frost sólo podía escuchar su propia respiración, jadeante y alterada, mientras echaba mano de un misterioso saco de gran tamaño, que le costó trabajo echarse a la espalda, tras lo cual, abandonó el lugar.

Había cumplido con su cometido. La venganza se había producido. 282

CIII FEBRERO DE 1991. COMISARIA DE POLICIA DE PEDLETON PLACE. 10.15 DE LA MAÑANA. La actividad de la comisaría de Pedleton Place, esa gélida mañana de febrero, era la normal de cualquier día, excepto por un detalle que había producido bastante alteración. La ausencia del jefe de policía Frost, desde hacía algo más de dos días. Les resultaba extraño que se hubiera ausentado de su puesto de trabajo por un simple resfriado, versión dada por él mediante una llamada telefónica. No lo había hecho en los años que llevaba allí. La gente estaba muy sorprendida. Pero, como todo misterio, tuvo su final cuando la Srta. Dobson le vio aparecer por la puerta de la comisaría. - ¡Buenos días, jefe! Celebro verle ¿Qué tal su resfriado? – preguntó con mucha amabilidad y entusiasmo. - Muy bien, Emily. Gracias por su interés. – contestó, con el humor de siempre, Frost. - Me alegro. Iggleton tiene cosas pendientes para usted. - Ahora no puedo hablar con Iggleton. Voy a tomarme un café al lugar de Maté. Volveré en quince minutos. – dijo con el ceño fruncido. Al verle marchar, la Srta. Dobson se mantuvo erguida pero sospechando que algo le había sucedido al jefe, aunque, ni por el forro, se le ocurriría preguntarle al simpático de Frost por ello. Prefería seguir manteniendo las distancias con su jefe, lo cual le había funcionado muy bien con él. Mientras Dobson volvía a su trabajo habitual, Iggleton bajó, en ese momento, por las escaleras, deteniéndose en el mostrador. - Emily, cuando llegue el comisario, dile que tengo que hablar con él. - Ya ha llegado – respondió la Dobson. tecleando algo en su máquina de escribir – Ha salido a tomar café al bar de Maté. - ¿A tomar café al bar de Maté? ¿Le has notado si aún tenía fiebre? Creo que es la primera vez que pisa la cafetería de ese idiota. En fin, esperemos que le siente bien y venga de mejor humor – comentó sonriendo Iggleton – La policía federal quiere hablar con él desde hace dos días. - Algo le sucede – dijo Dobson, mientras seguía tecleando. - ¿Qué quieres decir? – preguntó el ayudante. La Srta. Dobson dejó de escribir a máquina y miró a la puerta de la comisaría. Tras un leve suspiro, se dispuso a contestar.

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- Sólo que algo le pasa. Pero no lo dirá nunca. Se lo llevará a la tumba con él.

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CIV Frost removía una y otra vez su café sólo, en el bar de Maté, mientras miraba por uno de los escaparates. Su vista estaba absolutamente perdida y se notaba, en su rostro, el cansancio y el desgaste que le había producido su visita a Jarreto. La sangre fría que había demostrado para llevar a cabo todo su plan, lo retorcido de su final, terminó por pasarle factura, llegando a plantearse si realmente había hecho lo correcto o no. En su intento por hacer justicia, la venganza le podía convertir en un nuevo Jarreto. Al terminar su café, volvió a comisaría, dirigiéndose a su despacho, sin saludar ni mirar a nadie. Iggleton le estaba esperando para ponerle al día de las últimas cuarenta y ocho horas. Al verle, Frost emitió una sonrisa fingida, intentando ser lo más amable que sus ganas le permitieran. - Buenos días, Iggleton. - Señor, buenos días. Me alegro que se encuentre mejor. Y ya que ha regresado, creo que es mi obligación ponerle al día de algunos temas que tiene pendientes de los últimos días. Frost se sentó en el sillón de despacho, apoyando su codo derecho en una de las abrazaderas, para terminar, con su mano, sobre el lado de la cara correspondiente, en una clara postura de escucha silenciosa desganada. Iggleton comenzó a hablar y hablar, pero Frost no dejaba de pensar en todo lo sucedido. Su mirada, abstraída hacia la silla donde el doctor Jarreto permaneció sentado, realizando su declaración, le tenía totalmente distraído. Aún pensaba en él. Una vez terminada su exposición. Iggleton emitió una sonrisa amplia, siendo contestada esta por las gracias de Frost, que le pidió que se marchara, lo cual hizo de inmediato el joven ayudante. Mientras Frost miraba los cajones de su escritorio, sonó el teléfono. Al descolgar, escuchó a la Srta. Dobson al otro lado. - Señor, le llama un tal Cavendish, de la policía federal. - Gracias, Emily – respondió Frost – Pásamelo. Un leve tono telefónico, de un par de segundos, cambió la voz melodiosa de Dobson por un sonido más grave y agudo. - ¿Comisario, Frost? Soy el teniente Cavendish. ¿Cómo está? - Bien, gracias ¿en que puedo ayudarle, teniente? – preguntó Frost.

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- Llevo dos días intentando localizarle, pero me dijeron que estaba enfermo – guardó silencio un par de segundos - Bueno, es igual. Tenemos entendido que fue usted a la prisión y sacó de allí a un preso, un tal DeClerck. ¿es correcto ese dato? - Correcto – contestó de manera escueta y segura Frost. - ¿Con que autoridad lo hizo? – preguntó, de manera altiva, el teniente. - Con la que me confiere una investigación abierta. El detenido había hecho una declaración y teníamos que cotejar algunos datos de ella en el lugar donde fue encontrado – respondió Frost, elevando el tono, sin permitir que se le subiera a las barbas. - ¿Y puede saberse donde consiguió la orden para sacarlo de allí? – dijo el teniente, volviendo a usar el mismo tono. Frost empezó a cabrearse por momentos. Contó hasta cinco antes de contestar. - Teniente, tengo mucho trabajo. Si quiere empapelarme por eso, estaré aquí hasta la hora de comer. Si no es así, ¿Le importaría decirme para qué coño me ha llamado? El teniente se quedó en silencio unos segundos antes de volver a preguntar. - ¿Tuvieron algún altercado con él? - Ya informé ayer que escapó por mi negligencia y, por lo cual, que asumía toda la responsabilidad. Me confié, al quedarme a solas con él y me golpeó en la cabeza, aprovechando un descuido cuando estaba comprobando algo en el bosque. Escapó y, al no dar con él, lo puse, inmediatamente, en conocimiento de la policía federal – respondió Frost. – Ese ha sido el motivo por el que he estado ausente dos días, por si quiere saberlo, pero le pediría que quede entre nosotros. Es un poco humillante que tus hombres piensen que se te ha escapado un sospechoso. Usted me entiende. De todas maneras, insisto en que, estando convaleciente, llamé a su oficina cuando este hecho sucedió y di el parte correspondiente, ¿Qué más quieren de mí? Frost quiso darle algo de humor al tema pero el teniente no le acompañó en el gesto, conservando un silencio sepulcral durante unos instantes, antes de contar el verdadero motivo de su llamada. - Hemos encontrado el cadáver de Francis DeClerck esta mañana, en los bosques cercanos a su pueblo. - ¿Qué me está diciendo? ¿Asesinado, quizás? – preguntó Frost, mostrando asombro. - Puede ser. Tiene un corte en el cuello bastante profundo. Lo que no sabemos es quien ni por que se ha cometido este crimen. Pero estamos investigando. Me gustaría saber si puedo contar con la declaración de ese tipo para intentar esclarecer algo más las causas de su muerte. Frost dio una respuesta contundente ante la petición del teniente.

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- Lo siento, Cavendish, pero la declaración ya está presentada a la fiscalía del estado. Tendrá que hablar con ellos y pedirles su colaboración. - ¡Menudo fastidio! ¡Para eso si se ha dado mucha prisa! ¿Verdad? – gritó el teniente, mientras Frost se retiraba el auricular de la oreja - ¡Joder! Ahora tendré que……….. bueno – ya más pausado - Tengo mucho que hacer, entonces. Gracias por su colaboración y, por favor – hizo una pausa antes de finalizar - no deje que se le escape nadie más, Frost ¿de acuerdo? - ¡Pedazo de gilipollas! – dijo Frost tras colgar. Una mueca de satisfacción se reflejó en su rostro, especialmente por que sabía de qué le habían hablado. No solamente preparó los aperos suficientes para sellar la entrada de la Zona Cero. El misterioso y enorme saco que se llevó de Jarreto, no contenía cemento, ni ladrillos, ni nada por el estilo. El cadáver de Francis DeClerck, del auténtico Francis DeClerck le acompañaba. Frost, no solamente quería dejar al doctor enterrado en aquel lugar, sino también cualquier posible interés por parte de la policía en encontrarle. DeClerck había muerto, su cuerpo encontrado sin vida en el bosque y el caso quedaba cerrado, aún a pesar de las reprimendas que pudiera recibir por parte de la policía federal. Haciendo un gesto con la cabeza, pareció recordar lo que iba a hacer, inmediatamente antes de la llamada del desagradable teniente Cavendish. Dirigió su mano a un cajón del que, tras abrirlo, sustrajo una carpeta, color marrón claro, que, en su centro, tenía escrito, en un claro rotulador negro JARRETO. Observándolo, Frost negaba con la cabeza, mientras se leía en su rostro la sensación de victoria sobre aquel monstruo. Al abrir la carpeta, volvió a revisar toda la documentación, las fotos, la declaración de Jarreto. Todo estaba allí. Aunque Frost quiso incluir otro detalle, oculto en el interior de su chaqueta. Al introducir su mano, sacó el diario donde había quedado reflejada toda la podredumbre y la maldición de todo lo que rodeo al proyecto del doctor Jarreto. Colocó el diario en el centro del interior de la carpeta, dejando está sobre la mesa. De nuevo, abrió otro cajón, sacando, esta vez, un sobre tamaño folio, en el que escribió, en la zona destinada al remite un nombre y una dirección. Al terminar, introdujo en el sobre la carpeta de Jarreto y, tras dar un par de lametones, con la lengua, a la parte superior del sobre, lo cerró y selló con toda la fuerza que tuvo, como si aún fuera el último aliento que debía enterrar de todo aquello. Levantó el teléfono y avisó a su ayudante de que acudiera su despacho. A los pocos segundos, el joven Iggleton ya estaba golpeando la puerta. Tras indicarle que entrara, el ayudante se colocó frente a la mesa de Frost. - Iggleton – en un tono muy amable y algo apagado – Necesito que haga usted algo por mí. El tono utilizado y el hecho de confiar en él algo que tenía que hacer el propio jefe, le llenó de orgullo. - ¡Sí, señor! - Necesito que lleve este sobre a la oficina de correos de Riverton y lo envíe por correo certificado y con acuse de recibo.

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Iggleton cogió el sobre, de manos de Frost, quedándose algo sorprendido al leer el destino. - ¿A España? – sonrió – No sabía que tenía usted familia o alguien conocido en España. - Envíelo cuando termine el turno de hoy y permita que le de las gracias, concediéndole el día de mañana libre. ¿Le parece bien? - ¡Me parece estupendo, señor! – exclamó, lleno de ilusión. - Ya puede retirarse. Gracias – dijo Frost volviendo a su estado natural. Sin mirarle a la cara. Cuando Iggleton se encontraba en la puerta, justo para cerrarla, se detuvo durante un segundo y se volvió hacia el jefe. - ¡Señor! – exclamó con un aire de necesidad de respuesta ante lo que iba a plantear. - ¿Diga, Iggleton? – preguntó Frost, levantando la vista hacia él. - ¿Era culpable ese hombre? ¿DeClerck? – preguntó el ayudante - ¿Era culpable? - Sí, Iggleton, era culpable. Y ha tenido su castigo. En realidad – comenzó a expresar, volviéndose y mirando por la ventana - Todos lo tenemos. Más tarde o más temprano, todos pagamos por nuestros hechos – respondió el comisario, con algo de melancolía. Finalmente, Iggleton abandonó el despacho de Frost, dejando a este con la mirada a través de la ventana, sabiendo con total exactitud que aquel sobre, aquellos secretos, morirían en la taquilla de las oficinas de correos de una localidad española, ya que nadie lo recogería en la dirección que había proporcionado a su ayudante. Un instante después, abrió el primer cajón de su escritorio, del lado derecho, y sacó la grabadora que había recogido toda la declaración de Jarreto. En el segundo cajón, tenía guardadas todas las cintas con el contenido de aquella historia. Las sacó todas y las puso encima de la mesa. Buscó la primera de ellas, lo cual no fue difícil, ya que se había preocupado de etiquetarlas y numerarlas durante la sesión. Al dar con ella, la colocó en la grabadora para, seguidamente, reproducirla y volver a escuchar aquellas palabras que, hacía muy pocos días, habían dado inicio a su venganza. Nunca he creído en la psiquiatría ni en la psicología, ni tampoco en las terapias de grupo. Mi personalidad siempre ha estado basada en una fuerte convicción por lo tangible y lo demostrable. Quizás, mi trabajo en el departamento de Historia Antigua de la Universidad de Boston me indujo a ello y no he permitido que ningún planteamiento sin razonamiento lógico me apabulle o desconcierte. La verdad es que esto me granjeó fama de “extraño” o más bien introvertido o quizás ligeramente desconfiado, llegando a causarme problemas. Pero era algo en lo que creía y nadie me iba a convencer de lo contrario. O al menos así era.” 288

Mientras escuchaba aquella declaración, la imagen pálida de Jarreto le venía a la mente. Aquellos gritos de pánico y horror que Frost escuchó al marcharse de aquel lugar. El hecho de pensar en que esos gritos quedaron empañados en aquellos profundos muros subterráneos y que, durante años, se escucharon un día, y otro, y otro, y otro. Aquel pensamiento le hacía estremecerse por momentos. Pero realmente, al oír de nuevo la voz de aquel individuo, la sensación de culpa, de haber contribuido a aquello, dejando que su mujer y su hijo se marcharan a aquel lugar sin, aparentemente, haber peleado por ellos. La impresión de que el convertirse en ejecutor, podía ponerle a la altura del mas despiadado Jarreto. Aquellas reflexiones y pensamientos, le condujeron a hacerse dos preguntas, mientras cerraba los ojos y trasladaba su mente a Jarreto, a la entrada por el bosque, a la Zona Cero y, finalmente, a la habitación donde yacía aquel individuo, llegando a quedarse frente a él, cara a cara, mirada a mirada, aún permaneciendo con los ojos cerrados.

¿Cuánto tiempo sería capaz de sufrir, aquel maníaco, antes de morir?, y ¿Sería capaz Frost de volver para averiguarlo?

FIN

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