Story Transcript
Javier Guerrero La enfermedad
De Balnearios de Etiopía, Editorial Eterna Cadencia, Argentina, 2010.
La enfermedad se desató con violencia. Convirtió el cuerpo de Lázaro en una marca remota, subyugó su voluminosa belleza, lo ahogó en delgadez absoluta. El primer movimiento fue repentino y hostil. A pocos días, Lázaro comenzó a desaparecer. El segundo fue definitivamente obsceno, lo obligó a permanecer recluido. Develada su espantosa presencia, me convertí en el amo de un cuerpo obediente. Noche a noche, la enfermedad expandía su inclemencia. La ferocidad me impidió recordar que, debajo del engaño, reposaba Lázaro, oprimido por un miedo que nunca pronunció. La enfermedad me coronaba como sustituto de sus miembros, me convocó a adivinar sus deseos e imponer, ante la indefensión de Lázaro, todos los míos. Cuando aún compartíamos cama, yo trataba de reconocer la carne que antes profanaba mi cuerpo. En vano rebuscaba en la silueta y en su menuda respiración algún rastro que me hiciera recordarlo, una mínima señal. La enfermedad lo había suprimido, le arrebataba sus bordes y finalmente extendió un gran abismo entre nosotros. Pronto, lo abandoné, su cuerpo diminuto se perdía entre sábanas ensopadas de sudor y ungüentos. Tras dos semanas aterradoras cedieron las fiebres. La tregua vaticinó lo que pronto sucedería. Mi impericia con el enfermo hizo del lecho un pozo, contaminado por sus excreciones y los restos de alimentos en una orgía de descuidos. Los desechos desbordaron mis posibilidades. Una franja espesa sobre su piel desafiaba los continuos baños. Variados desinfectantes estaban a la orden del día. Llegó el momento. Abandoné la habitación con la firme excusa de un dolor insoportable de muñecas. Mis manos se habían lesionado severamente. La enfermedad se extendió por toda la casa. Su olor pasaba por debajo de la puerta, inundaba los espacios comunes, me perseguía. Ninguna disposición, por más estricta que fuera, parecía detener su proliferación. Una enfermera malencarada ocupó mi lugar. Llevaba sin orgullo el mítico nombre de Aviva Malayalam. Su llegada selló una importante mejoría que de inmediato justificó mi ausencia. La enfermera malencarada incrementó las medidas de higiene y convirtió la habitación en un claustro. Sin embargo, la puerta que mantenía cautivo al enfermo no era suficiente para esconder su macabra exhibición.
De noche, oía los quejidos. Parecía que un animal se alimentara por dentro, consumiendo poco a poco sus órganos vitales. Yo soñaba que ese animal vencería y que su victoria finalmente iba a restablecer la decencia. Pero la enfermedad se imponía y Lázaro lograba resistir, como una malla eléctrica, al desgarro y la insolencia. Generaba una materia capaz de soportar todo el horror. Mi cuerpo, por el contrario, gozaba de una salud inédita. La enfermedad de Lázaro puso fin a mis alergias y migrañas. Su presencia era razón suficiente para la desaparición de mis síntomas. La continuidad de su padecimiento me fortaleció y sentí mi cuerpo renacer como tubérculo inesperado. Los primeros días, me sorprendió una resistencia ajena. El espejo me devolvió una imagen que creía clausurada. Era la carne de otros tiempos. La voluptuosidad desterrada volvía a plantarse en un momento equivocado. Pero en silencio y a escondidas, yo celebraba su reaparición. Mi cuerpo desbordaba una sexualidad inesperada. Me embargó, entonces, una felicidad intolerable. Maravillado por mi cuerpo, sentí el despliegue, la inexplicable belleza. En la ducha, mis manos marcaban todo el territorio, hincando, una y otra vez, su complejidad. El culto a la carne comenzó. Confieso la vergüenza que padecía. Era como si caminara desnudo por un cementerio. Me aterraba que Lázaro notara mi florecimiento pero la enfermedad lo impedía. Solo la mirada de la enfermera me intimidaba. Por momentos, pensé que me descubriría, que alguna vez vería escurridizamente por debajo de mi pose. Pronto confirmé que su gesto era puro vacío. Sus ojos adiestrados solo miraban la gota o tomaban con precisión la vena. Del resto, descansaban fijos generando mis especulaciones. Yo era otro punto desenfocado en la distancia. Eso me consolaba. La enfermedad impuso su orden y protocolo. La etiqueta hospitalaria. Por las noches, silencio absoluto. Por las mañanas, la parafernalia del enfermo: alimentación, lavados, cambios, exámenes de sangre, dolores. Lázaro debía tomar un poco de sol por las tardes. Yo recibía las recomendaciones de la enfermera malencarada, quien a las seis se despedía con discreción, como para no hacer alarde de su necesaria presencia. Al retirarse, yo abría las persianas para que la luz cambiara el destierro que imponía la enfermedad. Mientras arreglaba la cama veía ese cuadro desolador. Lázaro, mínimo, exhibiendo la dolorosa experiencia que suponía tomar el sol. A veces confiábamos en su efecto curativo, como si la exposición continua pudiera secar la enfermedad o simplemente sacarla de cuajo. El resultado siempre frustraba: proseguían los
dolores y la rutina continuaba sin cambio. El desayuno a medias, los medicamentos, la larga espera. Sin piedad, la enfermedad nos obligaba a una nueva organización, inconsulta y miserable. Para Lázaro, el sueño era su único calmante. Al tender la cama, lo traspasaba en brazos. Era como cargar a un recién nacido. Sentía que podía quebrarse. En ocasiones, no lograba ocultar la extraña ternura que me producía. Arrullaba a mi pequeño Lázaro, la enfermedad lo había transformado en un prematuro. Lázaro era un muñequito empobrecido, desgastado, que por poco desaparecía entre mis brazos. Yo dejaba que durmiera, cerraba nuevamente las persianas y acomodaba su cabeza. Caminaba casi en el aire para no hacer ruido. Su desfallecida respiración ahora me consolaba. Sospeché que algo habitaba en sus profundidades. Y Lazarito dormía, despreocupado, como si quisiera ganarse el cielo para siempre. Luego despertaba, angustiadito, con el corazón en la boca y la vida escurriéndose por el ano. Llegado el día libre de la enfermera, me esmeraba en atender a Lázaro pero mi poca habilidad entorpecía y a menudo me paralizaba. Cuando el enfermo se dormía, exhausto ante la lucha con los dolores, yo espiaba su cuerpo y lo comparaba con el mío. Su vientre había perdido aquel encanto, el mío volvía a estar en su lugar. Mi cuerpo revitalizaba a su lado, era una extensión poderosa, magnánima y sobrecogedora. Comenzó el contraataque. Ante la inexorable frontera que la enfermedad colocaba, inicié la reconquista de los espacios. Empecé por el baño. Sepulté la colección de perfumes de Lázaro. Solo dejé mi favorito, una marca vieja llamada Blue doll. También sumergí sus libros de cabecera, su bata de baño, sus recuerdos, un reloj que ya no funcionaba y que paralizó el tiempo en un eterno 11:11. Deseché las revistas, un obsequio de su madre muerta, una colección de máscaras y una pizarra con notas. También su agenda telefónica. Mi presencia acaparó todo espacio. Por necesidad o descuido, en cada rincón dejaba una marca. Devine en máquina de restos y despilfarro. Mi diseminación optó por lo absoluto. La casa se convirtió por completo en mi propiedad. A Lázaro le bastaba el claustro. Solo la mirada de la malencarada perseguía mi lujuriosa distensión; pero yo sabía que no, que la amenaza estaba vacía, era un telón púrpura que solo albergaba silencio. Yo celebraba el exilio, los bajos sentimientos. Una noche, mi cuerpo comenzó a desprender un calor sorprendente. Me quité la ropa y recordé cómo nos conocimos. Lo miré y me miró, no pudimos separarnos más. Fue mi primer amante. Lázaro me enamoró enseguida. Era seguro y arriesgado. Sus ojos lo prometían todo. A la semana de conocernos, me invitó a su apartamento. Recuerdo haberme sentado, tomar un trago y ver cómo una pantera derribaba mi cuerpo. En un instante, yacíamos desnudos y hambrientos. Yo seguía sus movimientos con solemnidad. Lázaro deshilachaba el poco pudor
que quedaba en mi cuerpo adolescente. Su verga se impuso descomunal. Partido en dos, se inmiscuyó en mi ano con destreza sorprendente. Parecía meterse por completo, sus manos escalaban los placeres. Rojo desconcertante, su talla desparramó en abundancia, su verga caníbal erecta hasta las nubes parecía desplomarse. En efecto, los dos paseamos colgados de las nubes en un improbable teleférico sostenido por su verga inflada en mi ano púber. Abrochados, viajamos juntos hasta la enfermedad. Todo el recuerdo vino de cuajo en esa noche larga en la que yo lloraba por el cuerpo de Lázaro. Improvisaba en voz baja una canción de cuna y lo llamaba: Lázaro- Lázaro-Lazarito. A partir de allí, las noches se convirtieron en infamias. El enfermo yacía dormido y casi ni respiraba. Los monstruos comenzaron a salir. Lázaro se confundió con mis pesadillas. En una de ellas, yo jugaba con muñecas robadas. De niño las abría, simulaba operarlas para inocularles enfermedades. Con la punta del cuchillo de merendar hacía incisiones en sus barriguitas. Les vendaba los ojos, no porque me importara que sufrieran: lo hacía para deshacerme de sus parpadeos. Luego de penetrarlas, les introducía mis desperdicios. A veces caminaba por toda la casa recogiendo objetos que luego reportaba perdidos y las preñaba. Mis hermanitas conseguían el engendro. Mamá me obligaba a deshacerlo. Para ella se trataba de algo aterrador. Yo descosía la sutura con manos de cirujano y me inmiscuía hasta lo profundo para luego hacerlas abortar. De ellas extraía mi obscenidad: medias mingas, ropa interior, mechones de pelo, restos de la merienda, insectos, animalitos. Yo prometía no volver a hacerlo. Mis hermanitas, sin embargo, veían con secreta satisfacción el procedimiento. Era la única razón de su denuncia. La más alta desorbitaba sus ojos al ver cómo manipulaba la interioridad de sus muñecas. La más baja entumecía su mano izquierda de excitación. En silencio, envidiaban el cuerpo abierto, la profanación que mi insegura masculinidad producía. Al finalizar, ambas corrían a toda prisa arrastrando despojos y silencios. Las muñecas eran depositadas en un cementerio improvisado de cabezas, piernas y carnes mutiladas. Allí habían perdido toda ilusión. En la pesadilla, mi mamá amenazadora como las agujas afiladas de sus tacones me obligaba a desvestir a las muñecas: lo hacía con pudor y paciencia. Con las puntas de mis dedos iba deshaciendo el bordado de fábrica con los que a la vez descubría las fallas de origen. Después, comenzaba a descoser mis actos. Pero al abrir, ya mis restos habían desaparecido. No sabía a dónde podrían haberse mudado. Me asomaba a la herida y quedé boquiabierto. Vi a Lázaro, chiquito, en la barriguita de la muñeca. Mamá esperaba que deshiciera el bulto pero yo no podía sacarlo de la barriguita. Estaba tan enfermito y no quería despertarlo.
Mi mamá con las puntas afiladas de sus pezones señalaba, mis hermanas con las puntas afiladas de sus narices esperaban. Yo lloraba por mi Lazarito, no sabía cómo había llegado hasta allí. Fue cuando el enanito resucitó y lloraba porque no quería que lo vieran tan enfermito. Allí desperté. La enfermedad enmudeció a Lázaro. Desde su cama, solo observaba o dormía. El sueño se acompasaba a su corazón que latía apresuradamente con ganas de escapar, salir de golpe de la celda y huir conmigo de todo el dolor. La enfermedad continuó manteniendo el control. Mis pesadillas prosiguieron. En una de ellas me despertaba como cualquier otro día y al ir a ver a Lázaro, no lo encontraba. Se me había escurrido. Desesperado, yo lo buscaba por todo el claustro. Oía cómo me llamaba pero no lo veía. Luego, en un rincón me encontraba a un bebecito que no era Lázaro pero sabía que estaba allí dentro, en la barriguita del bebecito y no podía hacer nada. Mamá había llegado. Lázaro empezó a experimentar dolores insoportables. Una tarde, recorrí el centro de mi ciudad a la cacería de medicamentos. En el camino, me topé con un gimnasio. Desde la calle, como pecera, se podía mirar hacia dentro y viceversa. Las vitrinas descubrían impúdicas exhibiciones. Los entrenadores ejercían presión sobre otros cuerpos, estirando sus músculos hasta lograr flexiones nada moderadas. Descubrí en caras ajenas los gestos de Lázaro y la enfermedad, las muecas de los torturados. Por el contrario, la mirada de los entrenadores parecía extraviada: no pensar en nada, ni siquiera en los cuerpos sobre los que ejercían presión. La transparencia dio una vuelta sorprendente: el brillo se convirtió en espejo y me puso al descubierto. Ya realizada la compra de los medicamentos, me detuve en la carnicería. Logré abastecerme con elocuente gula de diversos cortes. Chuletas de ternera, lomo y puerco. Rebosando de esplendor, quise pensarme en la abundancia. Comencé a recibir amantes. Los metía por la puerta de atrás. Salían por la puerta de adelante. Repasé todas las técnicas y juegos sexuales. Aprendí a desobedecer. Impuse a mi cuerpo una dieta balanceada. Apliqué dolor cuando lo requería, me convertí en una máquina irresistible y bien aceitada. Los juegos ocurrían en mundos nocturnos cuando la malencarada ya había desocupado. Yo corría a limpiar las migas de su mirada y a cerrar las puertas del infierno.
T. pidió que me desnudara y abriera las piernas como nunca antes las había abierto. Hice un movimiento de tijeras. Extrajo de un bolsito negro un aparato pesado que fue armando hasta convertirlo en una verga mecánica de estimable longitud. Taladró mi ano hasta enrojecerlo. J. era experto en felatio y succionó, succionó mi verga hasta tragarme por completo. W. hizo que penetrara su ano. Mi verga le producía espasmos y desmayos. Me reprochó que no lo hubiera llamado en mucho tiempo. L. rogó que le pegara y no me detuve hasta que soltó un llanto conmovedor. Mis palmas acabaron rojas. Me sumergí en una incontinencia de palabras, estimuladores y nombres. Sin embargo, cuando disciplinábamos los cuerpos yo pensaba en Lázaro, que solito soportaba el silencio de la enfermedad. Pero pronto lo olvidaba, y al templar y destemplar los músculos del cuerpo, trenzar y destrenzar los de mis subalternos, me dejaba llevar por la incandescencia, el sonido de los metales y los nitritos. En secreto fantaseaba que todo ese desorden era un altar que le ofrecía al enfermito del claustro. Tras la excitación y el charco, entraba a reconocerlo. Espiaba su simulación al dormir. A veces, llegaba hasta el claustro y quería contarle las transformaciones de mi cuerpo, la espesura de mis encuentros y la felicidad. Pero enmudecía al verlo tan quietecito. Sospeché que Lázaro retaba en silencio a la enfermedad. Una noche, comencé a jugar a la geometría. Pensaba en los triángulos que podrían graficarse a partir de las posiciones que Lázaro, Malayalam y yo asumíamos dentro de la casa. Equiláteros, isósceles y escalenos, sin mayor complejidad. Yo migraba en los confines e imaginaba las líneas punteadas, las conexiones secretas. Hacía y deshacía los triángulos. Leía y releía a la malencarada. De atrás hacia adelante: Aviva, Aviva Malayalam. Una madrugada, luego del acostumbrado desgarro, me escurrí en la cama del enfermo. Encontré en la nariz de Lázaro un brillo inesperado, venía de una persiana mal colocada. La corregí, volví a la cama y en una hora desgasté todo el amor. La pesadilla vino de golpe. Una vez más, yo manejaba un cochecito donde dormía mi recién nacido. Enseguida, veía que un pájaro se acercaba. Yo intentaba proteger a mi muñequito. Pero la amenaza se aproximaba con insolente pico. Volteaba a verlo y el enanito ya no estaba. El cochecito se había recubierto de una membrana de patente, por demás negra y lustrosa. Su interior se convertía al terciopelo rojo, profundo y salvaje. A un lado yacía el equipo de caza. El exterior del cochecito se cruzaba en cinturones. Dentro,
descansaba un minúsculo dedo con movimiento de oruga que enseguida reconocí como de mi propiedad. Desperté. Había sido depuesto. A la mañana siguiente, la rutina de la malencarada giró ciento ochenta grados. Llegó más temprano. Con solemne prontitud, la enfermedad se había apoderado de mi cuerpo abandonando inexplicablemente los confines de Lázaro. Mi niño recuperó su estatura y volvió a tener el control. Mi cuerpo se debilitó y enseguida sintió todo el pavor. La transfusión ha sido un éxito. La fiesta ha comenzado. Esta es la historia de mi enfermedad.