Jean-Pierre Vernant, El universo, los dioses y los hombres

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Jean-Pierre Vernant, El universo, los dioses y los hombres. PREFACIO Érase una vez... Éste era el título que en un principio había pensado dar al presente libro Al final decidí sustituirlo por otro más explícito. Pero, al iniciar la obra, no puedo dejar de evocar el recuerdo al que respondía ese primer título y que señala el origen de estos textos. Hace veinticinco años, cuando mi nieto era todavía niño y pasaba sus vacaciones con mi mujer y conmigo, se había establecido entre nosotros una regla tan imperiosa como el arreglo personal y las comidas: todas las noches, llegada la hora de que Julien se acostara, le oía llamarme desde su habitación, a menudo con cierta impaciencia: «Jipé, ¡el cuento, el cuento!» Me sentaba a su lado y le contaba una leyenda griega. Rebuscaba sin excesivo esfuerzo en el repertorio de mitos que me entretenía en analizar, desmenuzar, comparar e interpretar para intentar entenderlos, pero que yo le transmitía de otra manera, sin reflexionar, tal como se me ocurrían, igual que un cuento de hadas sin más preocupación que seguir en el transcurso de mi narración, del principio al final, el hilo del relato en su tensión dramática: érase una vez... Julien, al escucharla, parecía feliz. Yo también. Me complacía entregarle directamente, de boca a oreja, algo de aquel universo griego al que me he dedicado y cuya supervivencia en cada uno de nosotros se me antoja, en el mundo actual, más necesaria que nunca. Me gustaba también que esa herencia le llegara oralmente, a la manera de lo que Platón denomina «fábulas de nodriza», a la manera de lo que se transmite de una generación a la siguiente al margen de cualquier enseñanza oficial sin transitar por los libros para constituir un bagaje de actitudes y saberes hors texte: desde las reglas de la buena educación en el habla y el comportamiento, es decir los buenos modales, hasta técnicas corporales como los modos de caminar, de correr, de nadar, de montar en bicicleta, de escalar.. Es cierto que mostraba una considerable ingenuidad al creer que contribuía a mantener viva una tradición de antiguas leyendas ofreciéndoles cada noche una voz para contarlas a un niño. Pero recordemos que era una época -me estoy refiriendo a los años setenta- en que el mito contaba con el viento a favor. Después de Dumézil y de Lévi-Strauss, la fiebre de los estudios mitológicos se había apoderado de un puñado de helenistas, del que formaba parte, y nos habíamos lanzado a la exploración del mundo legendario de la antigua Grecia. A medida que avanzábamos y nuestros análisis progresaban, la existencia de un pensamiento mítico de carácter general parecía cada vez más problemática, y nos sentíamos propensos a preguntarnos: ¿qué es un mito? O, más exactamente, habida cuenta de nuestro campo de investigación: ¿qué es un mito griego? Un relato, sin duda. Pero había que saber cómo se habían constituido, establecido, transmitido y conservado esos relatos. Ahora bien, en el caso griego sólo

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nos han llegado al final de su carrera y en forma de textos, los más antiguos de los cuales se encuentran en obras literarias pertenecientes a los más diversos géneros –epopeya, poesía, tragedia. historia, incluso filosofía-, y, además a excepción de la Ilíada, la Odisea y la Teogonía de Hesíodo aparecen casi siempre dispersos, de manera fragmentaria, a veces meramente alusiva. Hasta una época tardía, a comienzos de nuestra era, no reunieron unos eruditos esas tradiciones múltiples, más o menos divergentes, para presentarlas unificadas en un mismo corpus, alineadas las unas con las otras igual que si estuvieran en los estantes de una Biblioteca, por recuperar el título que Apolodoro adjudicó precisamente a su repertorio, convertido en uno de los grandes clásicos de la materia. Así se constituyó lo que se ha convenido en llamar la mitología griega. No cabe duda de que mito, y mitología, son palabras griegas, vinculadas, por tanto, a la historia helena y a determinadas características de esa civilización. ¿Cabe concluir, pues, que al margen de ella no son pertinentes y que el mito, y la mitología, sólo existen en la forma y el sentido griegos? Todo lo contrario. Para que las leyendas helénicas puedan ser entendidas es necesaria su comparación con los relatos tradicionales de otros pueblos, pertenecientes a culturas y a épocas muy diferentes, trátese de China, la India, el Próximo Oriente antiguo, la América precolombina o África. Si la comparación se ha impuesto, se debe a que esas tradiciones narrativas, por muy diferentes que sean, presentan entre sí y en relación al caso griego suficientes puntos comunes para emparentarlas. Claude Lévi-Strauss pudo afirmar, por ser algo evidente, que un mito, independientemente de su origen, se reconoce a primera vista corno tal sin que haya peligro de confundirlo con otras formas de relato. Es muy clara, en efecto, la distancia respecto al relato histórico, que en Grecia se constituye en cierto modo, contra el mito, en la medida en que se ha presentado como la relación exacta de acontecimientos suficientemente próximos en el tiempo para que unos testimonios fiables pudiesen certificarlos. En cuanto al relato literario, se trata de una pura ficción, que se presenta abiertamente corno tal y cuya virtud reside de modo fundamental en el talento y la pericia de quien la escribe. Estos dos tipos de relato son atribuidos, por lo general, a un autor que asume su responsabilidad y los comunica con su nombre, en forma de escritos, a un público de lectores. Nada tienen que ver, por tanto, con la condición del mito. Éste se presenta en forma de un relato procedente de la noche de los tiempos, preexistente a cualquier narrador que lo recoja por escrito. En ese sentido, el relato mítico no depende de la invención individual o la fantasía creadora, sino de la transmisión y la memoria Este vínculo íntimo y funcional con la memorización acerca el mito a la poesía, que, en su origen, en sus manifestaciones más antiguas, puede confundirse con el proceso de elaboración mítica. El caso de la epopeya homérica es, desde este punto de vista, ejemplar. Para tejer sus relatos sobre las aventuras de héroes legendarios, la epopeya utiliza al principio los métodos de la

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poesía oral, compuesta y cantada ante los oyentes por generaciones sucesivas de aedas inspirados por Mnemósine, la diosa de la memoria, y hasta mucho después no es recogida por escrito en una redacción encargada de establecer y fijar el texto oficial. Incluso en la actualidad, un poema carece de existencia si no es hablado: hay que sabérselo de memoria y, para darle vida, recitarlo con las silenciosas palabras de la voz interior. El mito sólo permanece vivo si sigue siendo contado, de generación en generación, en el transcurso de la existencia cotidiana. En caso contrario, relegado al fondo de las bibliotecas, fijado en forma de textos, se convierte en referencia erudita para una élite de lectores especialistas en mitología. Memoria, oralidad, tradición: éstas son las condiciones de existencia y supervivencia del mito. Y le imponen algunos rasgos característicos que se ven con más claridad si mantenemos la comparación entre el ámbito de lo poético y el de lo mítico. El papel que atribuyen, respectivamente, a la palabra muestra que entre ellas hay una diferencia esencial. Desde que en Occidente, con los trovadores, la poesía se hizo autónoma y se separó no sólo de los grandes relatos míticos, sino también de la música que la acompañaba hasta el siglo XIV, se convirtió en terreno específico de expresión del lenguaje. Cada poema constituye a partir de entonces una construcción singular, muy compleja, polisémica, sin duda, pero tan estrictamente orgánica, tan vinculada en sus diferentes partes y en todos sus niveles, que debe ser memorizada y recitada tal cual es, sin omitir ni cambiar nada. El poema permanece idéntico a través de todas las manifestaciones que lo actualizan en el espacio o el tiempo. La palabra que da vida al texto poético, en público para unos oyentes o en privado para sí, tiene una figura única e inmutable. Una palabra modificada, un verso omitido, un ritmo traspuesto, y todo el edificio del poema se desmorona. El relato mítico, a diferencia del texto poético, no sólo es polisémico en sí mismo por sus múltiples planos de significación. No está fijado de forma definitiva. Siempre hay variantes, múltiples versiones que el narrador tiene a su disposición y elige en función de las circunstancias, el público o sus propias preferencias, y donde puede cercenar añadir o modificar si así se le antoja. Mientras una tradición legendaria oral permanece viva, es decir, influye en la manera de pensar de un grupo y en sus costumbres, esa tradición cambia: el relato permanece parcialmente abierto a la innovación. Cuando el mitólogo anticuario la encuentra en sus postrimerías, ya fosilizada en textos literarios o doctos, como en el caso griego, cada leyenda exige de él, si quiere descifrarla correctamente, que su investigación se amplíe, paso a paso: de una de esas versiones a todas las demás, por ínfimas que sean, sobre el mismo tema, después a otros relatos míticos próximos o lejanos, e incluso a otros textos pertenecientes a sectores distintos de la misma cultura -literarios, científicos, políticos, filosóficos-, y finalmente a narraciones más o menos similares de civilizaciones alejadas.

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En efecto, lo que interesa al historiador y el antropólogo es el trasfondo intelectual que revela el hilo de la narración, el bastidor sobre el cual se teje lo que sólo puede ser descubierto mediante la comparación de los relatos y la consideración de sus diferencias y sus semejanzas. Las observaciones que Jacques Roubaud formula de manera tan afortunada respecto al elemento legendario de los poemas homéricos pueden aplicarse perfectamente a las diferentes mitologías: «No son tan sólo relatos. Contienen el tesoro de pensamientos, formas lingüísticas, imágenes cosmológicas, preceptos morales, etcétera, que constituyen la herencia común de los griegos de la época preclásica. » Jean-Pierre Vernant, El universo, los dioses y los hombres, Ed. Anagrama, Barcelona, 2000. LOS MITOS GRIEGOS A TRAVÉS DE LA PINTURA. 1. SATURNO DEVORANDO A SU HIJO, 1820-22 Francisco De Goya y Lucientes Saturno es el padre de la primera generación de dioses Olímpicos por lo que debe dársele prioridad al tratar de los personajes mitológicos. Era hijo de Gea (la Tierra) y Urano (el Cielo). Urano odiaba a sus hijos y para evitar su presencia, los ocultaba en los abismos de la Tierra, su madre. Ésta, agobiada por el peso de sus hijos y el dolor, consiguió al fin que el más pequeño de ellos, Saturno, tomase venganza de su padre y, ofreciéndole una hoz, hizo que el hijo castrase con ella a su padre, arrojando después sus genitales al mar. De esta forma, Saturno pasó a ser el segundo señor del mundo y, casado con su hermana Rea, fue el padre de los primeros dioses Olímpicos: Júpiter, Vesta, Juno, Ceres, Plutón y Neptuno. No obstante, siguiendo la tendencia paterna de odio hacia sus propios hijos, Saturno los fue devorando uno a uno conforme nacían, hasta que el más pequeño de ellos, Júpiter, fue igualmente encargado de castigar a su padre. Al nacer Júpiter, su madre, Rea, dio a Saturno una piedra envuelta en pañales que el dios comió en lugar del hijo y éste creció tranquilamente en Creta, hasta -que siendo adulto hizo que su padre vomitase a sus hermanos y estableció con él una guerra en la qua Saturno quedó vencido y Júpiter pasó a ser el tercer y definitivo señor del mundo.De esta larga historia los

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episodios más cruentos son la castración del padre y la ingestión delo hijos. [Francisco de Goya y Lucientes, Fuendetodos 1746-Burdeos 1828.Saturno devorando-a su hijo,182O-22, Pintura mural pasada a lienzo, 143 x 81 cm]

La imagen de un viejo enloquecido devorando a un niño fue representada por Goya en las paredes de su casa, situada junto al río Manzanares, y siempre se ha pensado que esta imagen correspondía al dios Saturno. Forma parte de las famosas "pinturas negras” que son pinturas efectuadas en las paredes de dos habitaciones de la llamada "Quinta del Sordo" en las afueras de Madrid. El Saturno estaba en una sala de la planta baja. Constituyen un ciclo de imágenes muy variadas y dispares cuyo significado no es fácil de interpretar. Goya las realizó en un momento difícil de su vida, después de una grave enfermedad, en una situación familiar delicada y en un momento histórico de lucha entre absolutismo y liberalismo, siendo Goya pintor de un rey absolutista y partidario y amigo de liberales. Al ser pinturas hechas en y para la más estricta intimidad, el pintor deja aflorar el subconsciente libremente y las obras resultantes se convierten así en el umbral del arte del siglo xx. De la imagen del dios clásico toma Goya la crueldad de devorar a sus propios hijos, un sinsentido que Goya había visto en la guerra y en la reacción fernandina. Un visitante contemporáneo de la casa habló de esta pintura como de una escena de canibalismo, tal es la impresión que aún hoy provoca. No obstante, en el mismo palacio donde trabajaba Goya estaba el Saturno de Rubens (Prado nº 1678), no meros cruel y realista y que probablemente inspiró el del pintor aragonés. 2. EL RAPTO DE PROSERPINA, 1636-38 Peter Paul Rubens Proserpina era hija de Júpiter y Ceres, ambos hijos de Saturno y Rea. Su belleza hizo que se enamorase de ella el dios Plutón, hermano de sus padres y a quien le había correspondido reinar sobre el mundo subterráneo dominado por el fuego cuya entrada vigilaba Cerbero el perro de tres cabezas. Plutón no nudo resistirse a las flechas de Cupido instigado por Venus, y para cumplir su deseo rapta a su sobrina, surgiendo de la tierra en una cuadriga y llevándosela consigo a los infiernos. La desaparición de Proserpina ocasiona un gran dolor a su madre Ceres que viaja por toda la tierra en su búsqueda, viaje que constituía un elemento fundamental de los misterios de Eleusis, lugar en el que se veneraba a Ceres y Proserpina. Una ninfa informa a la diosa del rapto de su hija por Plutón y entonces la diosa pide ayuda a Júpiter.

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Proserpina mientras tanto está contenta de ser amada por Plutón y reinar en el Infierno, pero la tristeza de Ceres, diosa de la agricultura, ocasiona el cese de las cosechas en la tierra. Ante esta situación, Júpiter establece que Proserpina pase parte del año en la tierra con su madre y parte en el Hades con Plutón. Se originan así las distintas estaciones del año, según la alegría o la tristeza de Ceres por la presencia o ausencia de su bija.

Peter Paul Rubens, Siegen 1577 – Amberes 1640 El rapto de Proserpina, 1636 – 38, Lienzo, 180 x 270 cm,Colección de Felipe IV. La historia, una de las más bellas y largas de la mitología clásica, inspiró muchas obras literarias y plásticas y en estas últimas el episodio mas representado es el rapto de Proserpina, el mismo que vemos pintado por Rubens en este lienzo del Prado. En el centro aparece Plutón en su carro, llevando en sus brazos a la joven a la que ha sorprendido cogiendo flores en la pradera por lo que el cestillo yace abandonado a sus pies. Dos cupidillos ayudan al dios en sus intenciones mientras Minerva intenta retenerle ayudada por Venus y Diana. El cuadro fue hecho para la Torre de la Parada, pabellón de caza de Felipe lV y hacía pareja con el Rapto de Deidamia, igualmente de Rubens y ahora también en el Prado, presentando así el pintor flamenco en paralelo dos de los raptos más famosos del mundo clásico, el de Proserpina por Plutón y el de Deidamia por los centauros. Rosa López Torrijos, Mitología e historia en las obras maestras del Prado, Ed. Celeste, 2007

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