Jord i Llove t. Benjamin y París: El lib ro de los Pasaje s


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 Jord i Llove t Ben ja min y P arí s : E l lib ro de l os Pa saje s En el Museo de las Termas de Cluny, en París, se expusieron , en el año 1927, dos granos de trigo en los cuales alguien se entretuvo en grabar, sin duda con paciencia semítica, la totalidad de la plegaria en verso “Shema Israel”. Walter Benjamin, que empezó a admirar la ciudad de París leyendo la obra de Baudelaire y de Proust cuando era estudiante, que la visitó en diversas ocaciones, y que acabó viviendo en ella a partir de 1933, sentía una admiración tan grande por esta pequeñez, que con razón podemos considerar la anécdota como una alegoría de la característica principal de su modus operandi intelectual. Desde Hannah Arendt a Susan Sontag, pasando por Gershom Scholem y por Theodor W. Adorno, todos los estudiosos de la obra de Benjamin han coincidido en señalar, casi glosando la anécdota que acabamos de referir, que Benjamin, en el extremo opuesto de toda la tradición sistemática de la filosofía alemana, tuvo siempre, y en especial al final de su vida, una pasión incontenible por entender el sentido de la historia a partir de sus producciones más pequeñas; incluso, como se ha comentado, a partir de sus escombros, sus restos y sus borrones. En este sentido Benjamin es, en el terreno de la filosofía contemporánea, una especie de minimalista avant-la-lettre; si bien en el horizonte de su proyecto intelectual y de todos sus escritos reside siempre la esperanza -dicho esto en un sentido básicamente moral- de construir un diagnóstico global de la civilización contemporánea, en los niveles político y estético, ético y antropológico, sociológico y religioso. Sabemos también, continuando con esos detalles que resultan esenciales en su caso, que Benjamin intentó estampar hasta cien líneas de escritura en una hoja de cuaderno del tamaño de una octavilla; que la letra, naturalmente, se le hizo cada día más pequeña hasta convertirse en microscópica; que tenía una obsesión parecida a la de Pnin, el personaje de la novela de Nabokov, por los utensilios de escribir; que admiraba el juego de superposiciones de lo idéntico que se va haciendo más pequeño de las muñecas rusas; o que sostuvo, entre otras paradojas llenas de ese estallido de inteligencia que caracteriza toda su obra, que nadie podrá jamás otorgarse el título de filósofo si no es capaz de detenerse a pensar qué compleja significación se esconde tras el fenómeno aparentemente tan elemental del poso del café. Así, al menos, se lee en el testimonio biográfico de Gershom Scholem: “Una filosofía que no es capaz de incluir y de explicar la posibilidad de adivinar el futuro a partir del poso del café, no puede ser una filosofía auténtica”.i Al hablar de la obra de Benjamin, y en especial de sus Pasajes, el hecho de recurrir a estos elementos de su biografía no significa un quiebro sin más; ya que esta obra monumental sobre el París del Segundo Imperio no es, al fin y al cabo, más que esto: una desviación, una derivación, un excursus permanente y laberíntico, escrito a partir de muchos detalles y muchas pequeñas cosas que los filósofos –los alemanes, principalmente- siempre han considerado elementos anecdóticos e insignificantes, cosas sin ninguna importancia para llegar a perfilar 1




 el pensamiento de un intelectual. Y es que, como dice Hannah Arendt en el ensayo dedicado a Benjamin en 1968, “la grandeza de un objeto estaba [para Benjamin] en una relación inversamente proporcional a su significación”.ii Este nuevo estilo de acuidad intelectual, de la cual el mismo Benjamin habría podido citar los precedentes notables de Nietzsche, de Schopenhauer, de Lichtenberg y, sobretodo, en el terreno literario, de Proust, Joyce o Kafka, esta inédita penetración intelectual en las pequeñas cosas, en las señales más inmediatas de la cultura, no desembocó únicamente en el género fenomenográfico del cual son testimonio los escritos propiamente literarios del autor nacido en Berlín –como Crónica berlinesa o Infancia en Berlín hacia 1900sinó también en esa fabulosa y laberíntica obra póstuma –que con toda probabilidad habría quedado igualmente inacabada y habría sido publicada igualmente a título póstumo si Benjamin hubiese vivido cien años-, que es Passagenwerk, o Libro de los pasajes, dedicada íntegramente a la ciudad de París, incubada desde la década de 1920, y escrita de una forma no sistemática pero sí pertinaz e ininterrumpida a partir de 1933, en un rincón de la Biblioteca Nacional de París. Si observamos las fotografías que se han conservado de este periodo y de este lugar, con un Benjamin inclinado sobre montones de papeles y de fichas, con la cabeza apoyada en una mano y la pluma en la otra, recordaremos, curiosamente, aquellos grabados medievales tan divulgados que representan a un monje en su studium mientras copia, pacientemente, un libro sagrado o un tratado de la patrística. En aquellos años, es decir, en los tiempos en que el autor fijó su residencia en París –abandonada de vez en cuando, a causa de su precaria situación, a raíz de diversas estancias en casa de Brecht, en el exilio danés, y en otros lugares; después a causa de un reclusión en el campo de prisioneros de Nevers, y, finalmente, por el éxodo que lo llevó hasta el pueblo de Portbou, donde murió-, Benjamin ya había escrito la mayor parte de lo que hoy consideramos ensayos y libros más o menos completos, con un inicio y un final, entre ellos los libros propiamente literarios y todos los ensayos periodísticos sobre literatura francesa y alemana contemporánea. Estos ensayos, especialmente, se hallan en la base de la recopilación de citas, anotaciones y reflexiones epigramáticas que se encuentran en el Passagenwerk. Pero entre una cosa y la otra se generó una concepción nueva del estudio de la historia y de las características retóricas del discurso intelectual, que, como ya hemos dicho, evitaría cualquier tratamiento sistemático y concedería a la obra póstuma de Benjamin la misma característica que poseen los materiales reunidos con tanta paciencia: la dispersión, el laberinto, la constelación, la falta de afirmaciones apodícticas y la negación absoluta de todo orden de los datos o los hechos analizados según aquella moralidad que suele desprenderse –si no está en la base- de toda obra bien construida, ya sea de filosofía o de literatura. La preparación intelectual de Benjamin había sido, sin duda, rigurosa, sistemática, completa, llena al mismo tiempo de respeto, de perspicacia y de espíritu crítico; y esta formación recorrió la totalidad de textos fudamentales que van, en materia filosófica, de Kant a Marx, en material literaria de Goethe y 2




 Höderlin hasta Valéry y Kafka, y en teoría estética del Trauerspiel alemán hasta el movimiento surrealista. Pero nada de esto parece haber influido en la estructura formal de su último método, excepto, quizá, de los movimientos de vanguardia en literatura y pintura –cubismo y surrealismo-, de la historia de la fotografía y de la más incipiente, en su tiempo, historia del cine. En términos generales, no hay rastros de ninguna voluntad sistemática –excepto una insinuada ordenación por capítulos del material acumulado- en esta obra póstuma que pretendía evaluar, diagnosticar y criticar la cultura de la modernidad generada en París aproximadamente entre Les fleurs du mal y Le paysan de Paris, entre el inicio del aburrimiento como hecho urbano –situado por Benjamin en la década de 1840-iii y la década de 1930. Si se compara, por ejemplo, con la Fenomenología del espíritu, de Hegel, la obra de Benjamin ni siquiera se nos presenta como una Aufhebung o como una inversión resolutiva de la filosofía de la historia idealista –como lo son, en distinto grado, las filosofías de la historia de Feuerbach o de Marx-; si se compara con la filosofía literaria que va de Edgar Allan Poe y Baudelaire a Apollinaire y Valéry, la obra literario-filosófica de Benjamin parece un puro amontonamiento de intuiciones como restos de una destrucción, como una constelación tan diseminada que, al menos a primera vista, resulta irreducible a cualquier regularidad geométrica; si se compara con los estudios urbanos que van de Haussmann o las fisiologías de Balzac hasta la sociología de Georg Simmel o de Karl Mannheim, los análisis o las insinuaciones puras de Benjamin acerca de la ciudad de París no parecen sinó un conglomerado de observaciones discretas, un amontonamiento de apuntes tomados del natural y, básicamente, una recopilación de citaciones de los demás, todo ello sin llegar a poseer ningún cuerpo narrativo, nada de aquella organización discursiva que todavía poseían los primeros ensayos académicos de Benjamin, condición que en general, y no sólo los profesores que le negaron una cátedra en Frankfurt, suele considerarse imprescindible en toda exposición racional sobre cualquier asunto. En el Passagenwerk nada es del orden de un tratado de anatomía, ni tan siquiera del orden de la composición articulada de un mosaico, sinó únicamente disjecta membra puestos uno al lado del otro. Nada en él parece del orden de la fisiología, entendida como el funcionamiento de un cuerpo en todas sus interrelaciones, sinó presentación de pequeñas funciones muy localizadas; quizá deberíamos afirmar, con el fin de utilizar el lenguaje de la fotografía o del cine que Benjamin tanto admiró, muy focalizadas. Si una obra literaria del siglo XIX se asemeja a este procedimiento intencionadamente a-sistemático del Passagenwerk de Benjamin, esta obra sería el segundo volumen, también inacabado, de Bouvard et Pécuchet, de Flaubert –libro que formaba parte de la “biblioteca portátil” de Benjamin-, en el cual, dos oficinistas necios que han abandonado la ciudad de París en busca de aventuras en el campo acaban su vida y culminan sus aspiraciones científicas haciendo sólo aquello que habían hecho a disgusto tiempo atrás: copiar lo que otros han escrito sobre todas las cosas imaginables, hacer un libro en el cual se habría borrado totalmente la voz singular que, explícita o implícitamente, cualquier escritor del postromanticismo tuvo ganas de poner en escena para legitimarse frente la tradición literaria y ante el fenómeno 3




 contemporáneo de la masa. Es preciso recordar, en cuanto a esto se refiere, que Benjamin estaba convencido de haber escrito algo importante, a lo largo de su vida, gracias a haber sabido evitar escrupolosa y sistemáticamente el uso del pronombre en primera persona del singular en sus escritos, del tipo que fuesen. En el caso de Flaubert, la transformación de una forma de narrar tradicional, ordenada y verosímil, a una pasión acumulativa y la radical imprecisión del narrador, tal como se manifiesta entre Madame Bovary y el segundo volumen, sólo esbozado, de Bouvard et Pécuchet, quizá se explique por la renuncia a la fijación trascendental del narrador que parece inevitable cuando se quiere presentar a los demás una particular lectura o visión del mundo, aunque esto se haga con el máximo de realismo, o precisamente porque se quiere actuar con el distanciamiento absoluto que es propio de cualquier teofanía. Pero en el caso de Benjamin, ¿cómo explicarse, esta pasión por el fragmento, por los restos, las miniaturas, los detalles y los residuos de las cosas? Quizá la clave retórica de la fabulosa empresa benjaminiana resida en haber llevado la actitud del flaneûr hasta las últimas consecuencias. Acaso la dispersión que caracteriza el Libro de los pasajes sea la transposición, en el terreno de la discursividad literaria y filosófica, de la atención desinteresada, en el sentido más kantiano del término, que es propia del paseante absorbido por las impresiones urbanas, siempre que sumemos a esta actitud, evidentemente, una vigilancia intelectual y una penetración de la inteligencia tan características en Benjamin como ciertamente frecuentes en el panorama de la filosofía de aquellos años. No parece que Benjamin pasease por París con el propósito de formular una sólida filosofía de la vida en las grandes ciudades, sinó, más bien, hecho que señala con propiedad su filiación materialista-histórica, con el propósito de comprender tan a fondo como fuese posible esta nueva realidad histórica, la metrópoli, en todas las señales y los estímulos que presenta de una forma superpuesta y aleatoria, llena de heterogeneidad, no constituyendo ningún sistema por ellos mismos, sinó un embrollo complicadísimo y sin ley que solamente podía atraer, en su casi inescrutable complejidad, una inteligencia como la suya, tan llena del bagaje del estudioso del materialismo histórico como impregnada de una visión del progreso que tiene mucho de espiritualista. Si hubiese sido novelista, y de París, habría producido, tal vez, una obra de características parecidas a la de Balzac o de Proust, autor, este último, que Benjamin leyó mejor que muchos de sus contemporáneos y tradujo con la misma pasión que Baudelaire había traducido a Poe, en parte por razones de admiración literal, en parte por una más secreta razón de afinidad poética y de simpatía espiritual. Al ser un hombre de formación universitaria alemana, admirador de la obra de Marx y amigo personal de Bertolt Brecht, y, además, al estar contagiado de esa tendencia filológica judía de considerar que la Verdad sólo la conoce Dios, y el mundo sólo da signos equívocos, puestos delante de nosotros para despistarnos más que para guiarnos, por todo esto, Benjamin acabó su currículum intelectual limitándose a expresar aquellos detalles de la vida urbana 4




 que, al fin y al cabo, definen la ciudad como un cosmos de fondo indescifrable –a pesar de su entidad de arraiges históricos-, y de imprevisibles derivaciones cuando se traslada al terreno de la teoría, la antropología o la filosofía. En este sentido, la interrogación benjaminiana de la ciudad de París parece situarse en una especie de ingenuidad prediscursiva; parece como si Benjamin se hubiese detenido en medio de la ciudad con la misma perplejidad y consiguiente necesidad de fundar un nuevo discurso sobre un fenómeno nuevo, todo ello propio, por ejemplo, de los diálogos de Platón, muchos de ellos urbanos por excelencia –El banquete, Fedro-, en los cuales toda discusión se construye sobre el vacío, por falta total de tradición sobre aquel fenómeno. La originalidad del método de Benjamin en proponerse estudiar el París del siglo XIX es, en este sentido, análoga a la de Platón cuando reflexiona sobre la ciudad-estado griega del siglo de Pericles. O, para llevar todavía más lejos esta analogía entre un nuevo modelo de ciudad, un ciudadano observador y un discurso que podría vincular ambas cosas, quizá deberíamos afirmar que el trabajo de Benjamin sobre el París del siglo XIX –el punto más abismal de su obra- no presenta ni siquiera las características discursivas de los grandes diálogos de Platón, sinó que vuelve a asemejarse a aquella filosofía ingenua y fragmentaria, aforística y poética, que hallamos en la tradición epigramática y naturalista de los filósofos presocráticos. Es evidente que, en ambos casos, se trata de filosofías del mundo primigenias, sí, pero a las cuales no les falta nada desde el punto de vista del intento de lectura total de la naturaleza y de la existencia de los hombre en su interior. El París de Benjamin, efectivamente, se parece mucho a una naturaleza virgen y aún sin nombre, aún no reducida a categorías epistemológicas. Unas categorías, en su caso, que poseían una legitimidad y una inercia secular, pero a las cuales Benjamin parece haber querido renunciar, en la última etapa de su evolución intelectual, a fin de garantizar una transparencia y una inmediatez mayores en su intento de diagnosticar el nuevo fenómeno de la cosmópolis moderna. Sin renunciar para nada al emblema más abstracto de la racionalidad heredada de la filosofía occidental, Benjamin renuncia en El libro de los pasajes, eso sí, a toda doxa y a todo apriorismo filosóficos o sociales, es decir, a todo lugar común de los que se había utilizado, hasta su momento, para la lectura de los hechos históricos. Es el mismo procedimiento que Franz Kafka utilizará para su lectura alegórica de la civilización burocrática y capitalista. Así, pues, el París de Benjamin parece lleno de una inocencia radical, innominada, una inocencia que Baudelaire, acaso con la intención de no ser nunca confudido con un poeta romántico o naturalista, conjuró a través de las figuras del mal, la crueldad o el crimen; figuras que de ningún modo podían ser útiles a Benjamin, dadas, entre otras causas, esa “cortesía china” que le otorga Scholem en la biografía de él,iv y dada su incómoda posición político-moral que procedía de su doble filiación, secular y marxista de un lado, religiosa y judaica del otro.

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 Benjamin quiso restaurar esta inocencia de la que hemos hablado llevado por ese movimiento de su peculiar pasion intelectual –también evidente en su estudio sobre Las afinidades electivas de Goethe- que consiste en querer descubrir siempre el Urphenomen, el fenómeno primigenio, el cual se esconde tras aquello que se presenta de un modo inmediato y sin “valor hermenéutico” a la vista del ciudadano apremiado. Ahí donde el ciudadano común no ve más que fenómeno cotidiano, gastado, que parece que agote su significación en su pura presentación como espectáculo en el marco de la metrópoli, ahí Benjamin se esforzó en atravesar el orden accidental de los fenómenos para insinuar –sólo insinuar- las leyes escondidas que rigen la vida cosmopolita y el comportamiento del hombre urbano contemporáneo. En este sentido, todavía, la curiosidad de Benjamin debe ser definida como aquella curiosidad que traspasa el fenómeno y el espectáculo urbano para intentar alcanzar la verdad de la historia. Así considerado, El libro de los pasajes de Benjamin puede definirse como un ensayo de diagnóstico de la historia contemporánea sub specie urbis, en todas sus determinaciones. Pero un estudio detenido del Passagenwerk en relación a una de sus fuentes de inspiración más notables, Les fleurs du mal, de Baudelaire, pone de manifiesto, también, esta diferencia fundamental: el tardorromántico Baudelaire se inviste aún, en su obra, de las características heroicas propias de los personajes literarios o de los grandes autores del movimiento romántico, ni que sea tras un disfraz supuestamente siniestro, cruel y manifiestamente sincero; mientras que Benjamin realiza un esfuerzo obstinado, un esfuerzo estrictamente intelectual, cargado de la dimensión ética que presidió todas sus actitudes, con el fin de no tener ya ninguna relación con ese “alibi” esteticista de los escolios del romanticismo. Si bien Benjamin admiró la actitud de extraordinaria perspicacia ante el fenómeno de la gran ciudad que manifiestan la obra y la vida de Baudelaire, no se puede afirmar que él mismo siguiese sus pasos o su modelo, porque en Baudaleire siempre está presente la grandeza de lo efímero, de la miseria o de lo intrascendente –como se observa todavía en la obra de Rilke-, mientras la obra póstuma de Benjamin está presidida por la simple presentación de unos tópicos acaso idénticos a los de Baudelaire, o analógicos, pero vinculados entre sí no por un efecto sinestético, sinó por un efecto que podríamos llamar de sinergia intelectual; de modo que, terminada la obra, si esto hubiese sido posible, sólo habría quedado un observador efímero y atentísimo, profundamente vinculado a la dimensión profana del mundo urbano, literalmente pegado a la materialidad de los signos urbanos, pero efectuando siempre el esfuerzo titánico de releer la historia a partir de estas observaciones, como si no hubiese leído nunca nada sobre el significado de la ciudad en la evolución de la burguesía urbana en el siglo XIX. Como ya subralló Theodor Adorno, el discurso intelectual de Walter Benjamin nacía en el punto donde terminan todas las convenciones sobre los temas que trató. Si esto es así, luego es evidente que Benjamin consideró, yendo más allá de Baudelaire, que ni siquiera la modernidad urbana, la contradictoria realidad y las condiciones de vida en la gran ciudad, podían desembocar en la singularidad heroica que encontramos en Baudelaire, en Verlaine, en Rimbaud o en Lautréamont, por un lado, y en los communards, los utopistas urbanos o el propio Marx, por el otro. Podemos afirmar con bastante seguridad que Baudelaire o Marx 6




 habían hecho de la necesidad urbana, o de su relación estética o política con la miseria y la precariedad, una especie de virtud, que es la virtud de la singularidad estética o del protagonismo revolucionario. En cambio, la seguridad es ya absoluta cuando afirmamos que Benjamin renunció explícita y declaradamente a asumir algún papel que pudiese asemejarse, ni que fuese lejanamente, al papel de un héroe. En el capítulo XVIII y último del Salón de 1846, titulado De l’héroisme de la vie moderne, Baudelaire, después de haber caracterizado la belleza y el heroísmo que son propios de los tiempos modernos –la modernidad de París, debemos entender-, escribe, como colofón de todo el artículo: “La vida parisina es fecunda en temas poéticos y maravillosos. Lo maravilloso nos envuelve y nos empapa como la atmósfera; pero no nos damos cuenta.”v Podríamos discutir si Baudelaire entendía este plural “pero no nos damos cuenta” como una captatio benevolentiae o cualquier otro tipo de artificio retórico, es decir, si entendía que, en general, los ciudadanos de París no percibían todas las cosas poéticas y maravillosas que los rodeaban, pero él, en cambio, sí. De hecho, toda la obra en verso y en prosa de Baudelaire nos demuestra que era un personaje relativamente privilegiado en esta queste urbana de su momento histórico, en medio de una masa que él y sus seguidores consideraron simplemente burguesa cuando era, en realidad, de una complejidad fabulosa y contradictoria, tan contradictoria que Marx y Engels partieron, precisamente, de esta misma masa urbana, o de semejantes -como la de las grandes ciudades industriales inglesas- para formular su conocida teoría de las inversiones históricas, teoría que tiene poca relación con las teorías estéticas de Baudelaire, gobernadas siempre por esa figura polícroma y de movimientos estudiadamente elegantes del dandi. Pero tanto en un caso como en el otro, en medio de la masa de oficinistas lúgubres de los cuales habla Baudelaire, o en medio de la masa obrera que describe Engels en el comienzo de La situación de la clase obrera en Inglaterra, despunta la figura de un héroe de la vida moderna, un héroe nacido en la distancia trágica que va de la realidad urbana a la sublimación estética o a la sublevación política, según cada caso. La ciudad vivida palmo a palmo por Walter Benjamin, que se interesó tanto por los movimientos de agitación reunidos bajo el denominador del comunismo como por la vida elegante en ciertos salones cosmopolistas de París, es la misma ciudad, pero no da los mismos resultados; hay elementos estéticos, políticos y sociales en las consideraciones de París por parte de Benjamin, como están también en los esteticistas finiseculares y en los moralistas y los estrategas políticos del primer tercio del siglo XX, pero aquello resultante no es ni una sublimación del mal ni una epifanía epocal de la transformación histórica. Si dejamos aparte las razones de orden filosófico que Benjamin tenía para preferir cualquier paradoja a toda doxa, a toda opinión común y programática, y nos centramos en su comparación con el caso de Baudelaire, luego quizá la mejor clave para comprender este cambio de actitud de Benjamin y los nuevos contenidos que otorga a la figura baudelairiana del flâneur hay que buscarla en el primer escrito que Benjamin dedicó al poeta por excelencia de la modernidad 7




 urbana. Efectivamente, en su ensayo El París del Segundo Imperio a Baudelaire, de 1938, Benjamin definiría la heroicidad moderna, de forma muy distinta de lo que él mismo había leído en el autor de Les fleurs du mal, “como un drama en el cual está vacante el papel del héroe”.vi Baudelaire todavía ocuparía, consciente o inconscientemente, y sobretodo a contrario, el lugar de un héroe romántico trasladado a una nueva naturaleza, mucho más selvática y feroz que aquella propiamente natural, que es la naturaleza de la gran ciudad. Toda la nostalgia baudelairiana, el famoso spleen de Baudelaire, no sería otra cosa que la añoranza de un orden natural urbano en el cual el poeta alcanzaría un lugar relativamente concéntrico, una sólida legitimidad y casi prestigio social por parte de sus lectores –el famoso “hypocrite lecteur, mon semblable, mon frère”-. Visto de este modo, se tiene la impresión incluso que Baudelaire tiene algo que lo empareja, por ejemplo, con un héroe tan típicamente romántico como el Hiperión de la novela de Hölderlin, ese eremita en Grecia apasionado por situarse concéntrica y armoniosamente en un mundo que ya no da facilidades precisamente a este tipo de posiciones. Por contra, en Benjamin ya todo es excéntrico, desplazado, inclasificable, más cercano a la comedia de la vida cotidiana que a las dimensiones trascendentales de la tragedia, y, sobretodo, impotente, es decir, extraño a toda esfera de poder. Esta es la posición de Benjamin en referencia al microcosmos de la ciudad, como lo es, por extensión, respecto a la historia contemporánea. La idea de la historia que se desprende del ejemplo concentrado que es la gran ciudad, o la idea del progreso histórico que Benjamin extrajo de su contemplación urbana, ya no tiene nada ni de la ilusión y el optimismo laicos de la Ilustración, ni del milenarismo científico de la filosofía marxista, y, menos aún, evidentemente, del utopismo urbano que llena de hitos toda la evolución del pensamiento social del siglo XIX. Ni se ampara, tampoco, como ya hemos dicho, en las líneas de fuga que presentan los esteticismos finiseculares de Huysmans, de William Morris, de Swinburne o de Oscar Wilde. La idea de la historia benjaminiana se relaciona más, en todo caso, con la lúcida pasividad de un Bartleby, el personaje de Melville que “prefiere no hacerlo”, no efectuar nada de productivo según las leyes de la producción del capitalismo, o en la brutal concentración de inteligencia de Paul Valéry, del cual Benjamin había escrito, en el artículo “Sobre la situación social que el escritor francés ocupa en la actualidad”, de 1934, que no había conseguido “pasar el cancel que va de la obra de arte a la comunidad humana: el intelecto continúa siendo privado, y este es el misterio melacólico de Monsieur Teste”.vii La tesis séptima de la serie sobre filosofía de la historia, serie escrita en el año 1940, e igualmente inacabada, resume a la perfección esta impotencia y esta inviabilidad ética propia de la última visión benjaminiana del progreso: “No hay ningún documento de cultura que no lo sea al mismo tiempo de la barbarie”.viii Benjamin observó, con una penetración absolutamente inédita, el documento de cultura más complejo de su tiempo histórico, la gran ciudad, y concluyó, no sé si con la misma melancolía de Monsiuer Teste o con una consternación propiamente cínica, en el sentido filosófico de la expresión, que la historia se había constituido, dentro de la ciudad, poderosamente extraña a los hombres que viven en ella, aunque estos vivan envueltos de signos y huellas de la más rotunda 8




 materialidad. Es lógico que, de tal observación, no surgiesen más que millares de páginas en las cuales no hay más heroísmo que la paciencia de copiar aquello que han dicho los demás; así como acostumbrarse a la noción que no es cierto que los hombres “construyan libremente su historia”,ix tal como se lee en la primera página del 18 Brumario de Luís Bonaparte, de Marx, sinó que existen una serie de hechos de la civilización humana, como la gran ciudad, que pueden ser más fuertes que cualquier voluntad del poder, absorbiendo a esta e incluso destruyéndola. En un gesto que algunos comentaristas han relacionado con las huellas del judaísmo en este autor aparentemente no religioso, Benjamin acabó convirtiéndose en una tímida voz profética, de hecho una voz inaudible, por poco articulada, que no posee ni las características de la epifanía de un Baptista ni las características lamentabilísimas de una jeremiada. Como en el caso de Kafka, el otro gran profeta impotente del siglo XX, Benjamin quizás no profetizó otra cosa, en la obra póstuma de los pasajes de París, que lo siguiente: la inteligencia atenta a las cosas más pequeñas del mundo urbano -como los escaparates de las tiendas, el nacimiento de l’affiche, la aparición de las columnas de Morris o del hombre-sandwich, la moda en el vestir, los juguetes infantiles, las máquinas y los autómatas, un poema suelto de cualquier autor de segundo orden, los gestos repetitivos de un viandante, las placas con el nombre de las calles, o aquello imprevisible que puede observarse tras una ventana-, la inteligencia que pueda penetrar en todos estos fenómenos, o conocerá la supuesta redención de la poesía o bien se convertirá directamente en víctima, al igual que l’Angelus Novus de Klee, de la mayor y estática perplejidad. Llevar la actitud del flâneur, el curioso urbano, hasta estas “últimas consecuencias intelectuales” significó para Benjamin, en último término, alcanzar una concepción del mundo enormemente penetrante, pero ella misma se obliga inmediatamente a sumergirse en el “silencio político”. Llevar hasta el extremo el talante del flâneur, que parece ingenuo, hasta hacerlo derivar en esa terquedad meditativa y estudiosa tan propia de Benjamin, llevó a uno de los ciudadanos más sensibles y escrutadores del siglo XX a un lugar intelectual que se asemeja enormemente al lugar tranquilo y estático de todo misticismo. No es ninguna casualidad que encontremos esta cita de Benjamin en una carta de Max Rychner, el editor de la Neue Schweizer Rundschau, fechada en 1931, en el momento en que el autor tenía ya en mente el proyecto del Passagenwerk, en relación con sus estudios, en aquellos tiempos, de la obra de Kafka: “Hago todo lo posible para dirigir mi pensamiento hacia temas en los cuales la verdad aparezca lo más concentrada posible[...] Nunca ha sido capaz de investigar o de pensar de otro modo que no fuese con espíritu teológico, es decir, de acuerdo con la doctrina del Talmud de los cuarenta y nueve niveles de significación de la Torá.”x La gran ciudad, el París del siglo XIX, parece haber surgido en la mirada de Benjamin como una nueva Ley de significados múltiples y muy escondidos, como un nuevo cuerpo textual con una significación tan confusa, que no es de extrañar que él no encontrase –y acaso ya no se hubiese preocupado nunca de encontrarla- la figura, la ratio o el discurso de máxima concentración que hubiese 9




 podido expresar la verdad del fenómeno urbano como último fenómeno de la historia contemporánea. Parece como si la gran ciudad hubiese llevado al intelectual hasta ese punto en el cual la teoría calla, a fin de permitir que los fenómenos, puestos uno al lado del otro, generen ellos solos el sentido que esconden. Es como si un discurso acerca del progreso se hubiese ofrecido voluntariamente para el sacrificio a fin de no estropear la verdad que encierran, por ellos mismos, los documentos dispersos de la cultura urbana.






























































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Gershom Scholem, Walter Benjamin – die Geschichte einer Freundschaft, Frankfurt am Main, Shurkamp Verlag, 1975, p. 77. (Hay traducción castellana: G. S., Walter Benjamin. Historia de una amistad, Barcelona, Península, 1987). ii

Hannah Arendt, Walter Benjamin; Bertolt Brecht; Hermann Broch; Rosa Luxemburgo, Barcelona, Anagrama, 1971, p. 20. iii

Walter Benjamín, Das Passagenwerk, I, Frankfurt am Main, SuhrkampVerlag, 1982, p. 165.

iv

Gershom Scholem, op. cit., p. 47.

v

Baudelaire, Oeuvres Complètes, Bibliothèque de la Pléiade, París, Gallimard, 1961, p. 952

vi

Walter Benjamin, Iluminaciones II. Baudelaire, Madrid, Taurus, 1972, p. 116

vii

Walter Benjamin, Angelus Novus, Frankfurt am Main, Suhrkamp Verlag, 1966, p. 283. (Hay traducción castellana: W. B., Iluminaciones I, Madrid, Taurus, 1971.) viii

Walter Benjamin, Illuminationen, Frankfurt am Main, Suhrkamp Verlag, 1969, pp. 271 y s. (Hay traducción castellana: W. B., Discursos interrumpidos I, Madrid, Taurus, 1973, p. 182.) ix

Carlos Marx (sic). El 18 Brumario de Luis Bonaparte, Madrid, Halcón, 1968, p. 13.

x

Carta de W. B. a Max Rychner del 7-3-1931, en W. B., Briefe, 2, Frankfurt am Main, Suhrkamp Verlag, 1978, pp. 523 y s.

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